CAPÍTULO 02

Elizabeth oyó que llamaban a la puerta y un sirviente se dirigía a abrirla. Instantes más tarde, vio que el escocés entraba a los tropezones en el salón, sacudiéndose la nieve de la capa empapada, y lo invitó a acercarse al fuego:

– ¿Qué lo trae de nuevo a Friarsgate en medio de esta tormenta? -Sin que tuviera que ordenarlo, un criado se acercó y le ofreció una gran copa de vino-. ¡Bébalo, por favor! Tome asiento y cuénteme qué ocurre. Albert, por favor, trae un plato de comida para el señor MacColl. Estoy segura de que está famélico.

Baen MacColl aceptó el vino con gratitud. Las manos le temblaban de frío. Bebió media copa de un trago y un delicioso calor le recorrió el cuerpo. Al parecer, sobreviviría pese a todo.

– ¡Gracias, señorita!

– Siéntese, señor. Puede comer junto al fuego. Creo que para recuperarse necesitará tanto de una buena comida como de las vivificantes llamas del hogar.

– Sí -dijo brevemente y tratando de ser educado. Lo que más deseaba en ese momento era acercarse al calor del fuego, hasta volver a sentir sus extremidades.

Elizabeth se dio cuenta y, en voz baja, pidió a sus criados que acercaran una mesa pequeña para su invitado, que colocaron junto al hogar. Tomó la fuente rebosante que le alcanzó Albert y la apoyó en la mesa frente al escocés. La joven puso una cuchara en la mano helada del viajero mientras el sirviente le traía pan casero y un gran trozo de queso.

– Primero aliméntese. Y cuando se sienta mejor hablaremos.

El hombre asintió agradecido. Luego se persignó y comenzó de inmediato a comer, tan rápido como podía. Era obvio que no había ingerido nada durante horas. Elizabeth se preguntó si acaso su madre no le había ofrecido cobijo. Rosamund era incapaz de hacer algo así. Tal vez el escocés no había podido llegar a Claven's Carn. Era una larga cabalgata. La muchacha miraba divertida al pobre hombre que comía con fruición: destrozaba el pan y limpiaba la salsa del plato como lo acababa de hacer ella misma. El escocés tomó un cuchillo de su cinturón y cortó el queso en varios trozos para acompañarlo con el pan. Y no dejó siquiera las migajas. Baen MacColl se reclinó en la silla y lanzó un sonoro suspiro.

– Tiene un buen cocinero, señorita. Le agradezco esta exquisita cena.

– ¿No desea un poco más? Me parece que un hombre de su tamaño debe necesitar enormes cantidades de alimentos. No quisiera ser una mala anfitriona.

Él la miró con una tierna sonrisa.

– No tiene que excusarse por la cena, señorita. Estoy más que satisfecho. -Y luego, ampliando la sonrisa, agregó-: Al menos, por ahora.

Elizabeth rió.

– Muy bien, señor MacColl. Ahora, por favor, cuénteme por qué volvió a Friarsgate. ¿Finalmente, pudo llegar a Claven's Carn?

– No. Pero sí estuve con su madre, señorita, que estaba cazando en los bosques con su marido. En cuanto abrió la carta que le entregué me dijo que, aunque estaba dirigido a su persona, el mensaje no era para ella sino para usted, la nueva dama de Friarsgate. Así que en ese mismo momento di la vuelta y me encaminé hacia aquí. Cuando estaba a mitad del trayecto comenzó a nevar. Y, como no encontré ningún lugar donde refugiarme, seguí cabalgando hasta llegar a su casa.

– Ha tenido mucha suerte. La nieve y la oscuridad podrían haberle ocultado el camino.

– Para mí, eso no es ningún inconveniente. Poseo un don especial para orientarme, milady. Una vez que he estado en un lugar, sé perfectamente cómo volver. No importa cuán adversas sean las circunstancias.

– Le prepararé un lugar donde dormir, señor. Espero que no tenga compromisos en otra parte, porque me temo que deberá permanecer con nosotros al menos una semana. Esta tormenta durará varios días,

– ¿Y qué ocurrirá con sus ovejas?

– Ya están guardadas en los establos. No me gusta perder corderitos por culpa de los lobos o del mal tiempo. -Elizabeth se puso de pie-. Continúe calentándose junto al fuego. Experimenté en carne propia ese frío y sé que cala los huesos. En cuanto termine de arreglar su cuarto, le traeré algo que le quitará el frío -dijo la joven y salió deprisa.

Una noble y competente muchacha. ¿Dónde estaría su marido? Qué hombre tan afortunado. ¡Tener una esposa así debía ser una maravilla! Era una buena administradora, la compañera ideal para un hombre de campo. Acercó la silla al fuego y se inclinó hacia delante, estirando las manos para calentarlas. Comenzaba a sentir de nuevo sus pulgares y la rigidez de los dedos se estaba disipando. Bueno, si debía quedarse varado en algún lugar durante una semana, Friarsgate no estaba nada mal. La compañía era agradable, la comida deliciosa y la cama acogedora.

– Tome. Beba esto -le dijo Elizabeth Meredith, alcanzándole una copa de peltre.

El escocés la recibió de buen grado, entusiasmado por el aroma del whisky que acariciaba su nariz. Lo bebió de un trago e inmediatamente sintió un calor que subía dulcemente desde el estómago. El joven miró a Elizabeth con curiosidad.

– Mi padrastro es Logan Hepburn de Claven's Carn. Él piensa que en toda casa civilizada debe haber un barril de whisky -le explicó-. Yo prefiero mi cerveza o incluso el vino, pero el whisky también sirve para otros usos, ¿no es cierto? -Luego rió-. ¿Quiere más?

– Sí, por favor -le respondió, mirándola mientras ella vertía el licor en su copa. La mano de la joven era delicada y su piel era muy blanca.

Elizabeth advirtió que los ojos del escocés eran grises. Ojos grises bajo las pestañas más espesas y las cejas más renegridas que jamás había visto.

– Le dejo el botellón. Su cama está lista y el fuego arderá toda la noche. -Cada vez que lo miraba a los ojos, aunque fuera sólo un instante, se ponía nerviosa, una reacción poco habitual en ella-. Buenas noches, señor. -Le hizo una reverencia y se retiró del salón.

Él la observó mientras se alejaba. Su falda de lana marrón se balanceaba con gracia mientras Elizabeth caminaba. Él también se había deslumbrado cuando sus miradas se encontraron. La muchacha tenía ojos verdes. Los ojos, según había oído, eran el espejo del alma. Y los de Elizabeth eran, sin ninguna duda, hermosos. Pero ella no era para él, Baen MacColl lo sabía. Elizabeth era una dama, la heredera de Friarsgate. Y él, el hijo bastardo del amo de Grayhaven. Ni siquiera llevaba el nombre de su padre. MacColl quería decir hijo de Colin.

Su madre, Tora, tenía quince años cuando conoció a Colin Hay, el señor de Grayhaven, que en esos tiempos tenía veinte. Ella debía casarse con un primo mayor, un viudo que tenía dos niñas. Era un buen partido para la hija de un granjero, pero Tora sabía que lo que su primo buscaba era un ama de casa, una cocinera, una mujer que hiciera las veces de madre de sus hijas. En cambio, ella era una romántica tonta que deseaba casarse por amor. La irritaba tener su vida planeada desde el principio hasta el fin cuando recién comenzaba a vivir. Y un día, mientras arreaba el ganado de su padre, conoció a Colin Hay. El la había visto desde su caballo y le sonrió con ternura.

El encanto de Colin era legendario en el pueblo. Y Tora fue seducida en ese primer encuentro. El joven había sido tierno y apasionado. Así que Tora sintió que estaba lista para aceptar su destino, dado que ya había conocido el amor. Luego descubrió que ese breve encuentro le había dejado un niño. Su padre la golpeó sin piedad y su madre lloró avergonzada. Pero, para sorpresa de todos, Parlan Gunn, el prometido, le dijo que la aceptaba de todas maneras aunque con una condición. La familia, aliviada, aceptó de buen grado sin importarle de qué condición se trataba. El herrero Parlan Gunn era un hombre duro. Dictaminó que el hijo de Tora debería llevar el nombre de su padre y cargar con la vergüenza de su madre. Él no le daría su nombre al hijo bastardo de un extraño. Tora, que conocía bien al hombre que la había dejado embarazada, dijo que el apellido de su amante era Colin. Y así fue como su hijo se llamó Baen MacColl.

Su infancia no fue fácil. Y su madre nunca engendró otro niño, por lo que Parlan Gunn llegó a odiarla. Él hubiese querido tener un heredero y, para colmo, odiaba al saludable Baen. Pero la madre brindó todo su amor al niño. Las hermanastras, siguiendo las indicaciones del padre, eran malvadas y mezquinas con él. El pequeño creció aprendiendo a esquivarlas, a evitar el maltrato físico y los insultos que, al principio, no alcanzaba a entender. Cuando cumplió doce años, su madre enfermó y no pudo levantarse más de la cama.

Una vez, lo llamó a su habitación y le dijo: "Nunca te he dicho quién es tu padre. Pero ha llegado el momento de que lo sepas. No puedes permanecer aquí. Cuando me entierren, dirígete a Grayhaven. Colin Hay, el amo, es tu padre y tú te le pareces mucho. Dile que te mire a los ojos. Explícale que la última voluntad de tu madre en su lecho de muerte fue que él te reconozca y se haga cargo de ti. Es un buen hombre, pequeño. Nunca supo cuánto lo amé". Pocas horas más tarde, Tora murió.

La enterraron en una colina cercana al pueblo. Y, a la mañana siguiente, antes de que clareara, Baen MacColl se escabulló de la cama para salir rumbo a Grayhaven en busca del padre, a quien nunca había conocido. Preguntó por Colin Hay y le repitió exactamente lo que le había dicho su madre. El señor de Grayhaven miró al jovencito y sacudió la cabeza mientras pensaba. Luego le sonrió.

– Sí, no hay ninguna duda. ¿Por qué tu madre no me habrá dicho antes que tenía un hijo tan magnífico? ¿Y ahora está muerta? ¡Pobre muchacha! -Se volvió hacia su esposa, Ellen, y le aclaró-: Esto ocurrió antes de que me casara contigo.

Baen MacColl tenía, ahora, dos medio hermanos y una medio hermana. Aunque su madrastra se sorprendió con su llegada, le dio una cálida bienvenida y lo trató con cariño. Enseguida, le asignaron un cuarto propio en la casa de su padre. Su buena hermana mayor, Margaret, y Ellen Hay le enseñaron los modales necesarios para comportarse en sociedad. Meg había entrado a un convento el año anterior a su llegada. Aunque adoraba a su padre, no aprobaba sus hábitos terrenales. Sin embargo, jamás hizo recaer sobre Baen la culpa por fas conductas libertinas del señor Hay que culminaron en su nacimiento.

– Ya no eres el hijo de un granjero, Baen -le dijo en voz baja-. Debes aprender los modales que corresponden a tu nueva condición.

Y él lo hizo. Aprendió a leer, a escribir y a hacer cuentas. También a usar la espada y la daga. Y una vez que demostró que era inteligente, que no era un simplón, el amo de Grayhaven comenzó a pensar en el futuro del tercer hijo que le había caído del cielo. ¿Podría ser cura? No. A Baen no le atraía para nada la iglesia. Muy pronto demostró que había heredado las cualidades de su padre para hechizar a las mujeres. Colin Hay trataba de ocultar su orgullo y la madrastra sacudía la cabeza y sonreía. Ella amaba a su marido. Y también a su hijo.

A Baen le gustaba la vida al aire libre. Cuando cumplió veinte, el señor de Grayhaven le dio su propia casa de campo y lo puso a cargo de los rebaños de ovejas y de los pastores. Y Baen estaba más que satisfecho con la generosidad de su padre. Se consideraba un hombre afortunado y trabajaba con ahínco. Aunque era el primogénito, no sentía celos del heredero de su padre, su medio hermano James. Baen era el hijo bastardo y entendía perfectamente cuál era su lugar en el mundo. ¿Acaso no se lo habían explicado con creces Parlan Gunn y sus hijas? Colin Hay le ofreció que llevara su apellido pero Baen se negó. Él estaba orgulloso de ser MacColl.

Las relaciones con sus hermanos fueron buenas desde el comienzo. Y, cuando crecieron, hacían todo juntos: cabalgaban, bebían y salían de juerga con muchachas. El amo de Grayhaven sentía un enorme alivio al ver que no existían celos entre los hermanos. Cada uno tenía un lugar en su corazón y cada uno sabía qué lugar ocupaba en la vida de su padre.

Ellen, la madre de James y Gilbert, había adoptado a Baen como un hijo más. Lo quería de corazón y lo trataba con su habitual generosidad y tiernos modales. Como no podía concebir más niños, se alegró con la llegada de este tercer jovencito y llegó a quererlo, porque era muy parecido a su padre.

– Querido, ¿y no habrá algún otro joven como Baen perdido por ahí? -bromeaba con su marido.

– No que yo sepa -le respondía con una sonrisa.

Ellen Hay había muerto dos años atrás y todos los hombres de Grayhaven la extrañaban.

Y de los tres hijos, Baen era el más parecido a su padre, salvo por los ojos grises de Tora. Fue en esos ojos en los que Colin vio a la hija del granjero con quien una vez se había acostado bajo los brezos. Él la había desflorado y su hijo mayor era el resultado de los múltiples y apasionados encuentros de ese único día. Le extrañaba que, luego de haber dado a luz a un muchacho tan fuerte, nunca hubiese llegado a concebir otro hijo. Baen le contó que su madre había tenido un matrimonio muy infeliz. Que su esposo había sido siempre cruel con ella y que sus hijas ni siquiera la respetaban.

El fuego del hogar crepitó ruidosamente e hizo que Baen volviera al presente. Tomó la botella de whisky, se sirvió un tercer vaso y se lo bebió de un trago. Luego se puso de pie y se dirigió al lugar del salón donde debía dormir. Era tan grande que apenas cabía en el lecho.

Permaneció acostado durante un tiempo, escuchando los aullidos del viento. Estaba extremadamente cansado y dolorido, como si hubiese pasado toda su vida cabalgando. Poco a poco, el whisky lo adormeció. Baen durmió profundamente. Cuando se despertó con los ruidos y movimientos de la casa, permaneció un rato en silencio, disfrutando del confort delicioso de la cama y sin ganas de levantarse. Pero se sentía en falta. Así que se deshizo del edredón y salió del lecho.

– Buenos días -saludó Elizabeth Meredith desde la cabecera de la mesa-. Me estaba preguntando cuándo pensaba levantarse. Ya se fue la mitad de la mañana. Venga y coma.

– ¿Ya se fue la mitad de la mañana?

– Sí. Obviamente, usted estaba exhausto, señor. Siéntese a mi lado.

– ¿Ya todos comieron? -le preguntó avergonzado.

– No. Mi tío y su secretario jamás se levantan temprano y se les sirve la comida en su apartamento. Se van a sorprender cuando lo vean de vuelta por casa.

– ¿Y su marido?

– ¿Qué marido? No tengo ningún marido. Ni nunca lo tuve. Soy la heredera de Friarsgate, señor. Yo soy la dama de Friarsgate.

– ¿Entonces por qué me envió a Claven's Carn?

– Porque la carta que usted me entregó estaba dirigida a mi madre, Rosamund. Ella era la dama de Friarsgate. En un principio Philippa, mi hermana mayor, iba a sucederla, pero renunció a la herencia porque es una criatura de la corte y se casó con un aristócrata. Mi segunda hermana, Banon, tampoco aceptó el legado de estas tierras porque ya era la heredará de las propiedades de mi tío en Otterly. Pero yo sí quería Friarsgate. Cuando cumplí catorce años mamá me legó estas tierras, para mí y mi descendencia. Yo soy Elizabeth Meredith, dama de Friarsgate.

– ¿Usted sabe leer?

– Por supuesto que sé leer -respondió indignada-. ¿Y usted?

– Sí, yo también. -Metió un trozo de pan en el potaje de avena y se lo llevó a la boca. Volvía a tener hambre.

– Ayer era demasiado tarde para leer su mensaje -dijo Elizabeth-. ¿Usted sabe qué dice?

– Sí -dijo mientras tomaba un trozo de pan y mantequilla-. ¿Esto es mermelada? -preguntó señalando un cuenco.

– Sí. Es mermelada de fresas.

Baen tomó el cuenco, hundió la cuchara y esparció el dulce en el pan enmantecado. Una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro mientras comía.

– ¿Y entonces? -insistió Elizabeth.

– ¿Y entonces qué? -el joven había terminado con su tazón de cereales y continuaba devorando pan con mermelada.

– ¿Qué dice la carta dirigida a la dama de Friarsgate?

– Me pareció oír que usted sabía leer -le dijo mientras comía el último trozo de pan.

– Ya le dije que sé hacerlo. Pero le agradecería que pudiera saciar mi curiosidad antes de leerla detalladamente. No puedo creer que sea tan maleducado, señor.

El joven lanzó una carcajada que retumbó en toda la casa, asustando a la servidumbre que estaba limpiando.

– Mi padre quiere comprar algunas de sus ovejas Shropshire, si es que desea venderlas.

– No son animales para comer -respondió Elizabeth con rigidez-. Según tengo entendido, a ustedes los escoceses les gusta comer oveja. Y yo crío Shropshire para comerciar su lana.

Baen rió.

– Mi padre también vende lana.

– Nosotros hacemos nuestros propios tejidos aquí en Friarsgate.

– ¿No les vende la lana a los holandeses? -el joven estaba sorprendido.

– Enviamos tejidos a Holanda. Nuestras telas de lana azul son muy codiciadas. Exportamos el producto en nuestro propio barco.

– Esto es muy interesante -dijo Baen seriamente-. ¿Y quién teje la lana?

– Lo hacen mis propios campesinos durante el invierno, cuando no tienen otro trabajo que hacer. Mantenerlos ocupados tiene sus ventajas: ganan un poco de dinero y, además, no se vuelven holgazanes. Así, cuando llega la primavera están listos para volver al campo. Antes, no tenían nada que hacer durante los oscuros días y las largas noches de invierno. Entonces, los hombres bebían demasiado, se irritaban por nada y golpeaban a sus esposas y a sus hijos. Solían pelearse entre compañeros y a veces se lastimaban con violencia.

– ¿Y de quién fue la idea del barco?

– Mi madre y mi tío decidieron que debíamos tener nuestro propio barco y de inmediato ordenaron que se construyera.

– ¿Desde cuándo está usted a cargo de administrar Friarsgate?

– Desde los catorce años. Cumpliré veintidós a fines de mayo.

– Tesoro, una dama nunca revela su edad -dijo Thomas Bolton, que acababa de entrar en el salón-. Me comentaron que el escocés había vuelto -sus ojos ámbar se dirigieron a Baen MacColl y suspiró profundamente.

– Supongo que ya has desayunado -le dijo Elizabeth-. Si no es así, te advierto que no queda más mermelada. Se la han comido toda.

– Will y yo nos levantamos hace más de dos horas, corazón. Hemos pasado la mañana discutiendo sobre tu cabello y el estado de tus manos.

– ¿Qué tiene de malo mi cabello?

– Lo llevas suelto. Necesitamos encontrar un estilo más elegante y luego enseñárselo a Nancy para que pueda peinarte como corresponde. Y, a partir de ahora, deberás dormir con las manos bien untadas de crema y envueltas en tejido de algodón.

– ¿Por qué?

– Mi querida, tus manos parecen las de una lechera. Una dama debe lucir manos suaves y delicadas. La crema logrará ese efecto. Y debes dejar de hacer trabajos manuales, cachorrita.

– Tío, yo soy así -respondió Elizabeth exasperada.

– ¡Esta muchacha puede ser tan difícil! -dijo Thomas Bolton dirigiéndose a Baen MacColl-. Debe ir al palacio dentro de un par de semanas. Cuando acompañé a la corte a sus hermanas mayores, estaban encantadas con la idea, pero con mi adorada Elizabeth no ocurre lo mismo. -Se volvió hacia su sobrina-: Y también debes practicar cómo caminar, querida mía.

– He caminado desde que tengo un año, tío. ¿Qué tiene de malo mi manera de caminar?

– Es muy tosca, corazón. Las damas se deslizan como cisnes en el agua.

– ¡Tío! -Elizabeth estaba muy irritada.

– Tendrás que deshacerte de tus malos hábitos -dijo Thomas Bolton sin inmutarse.

Baen MacColl rió por lo bajo. Elizabeth lo miró furiosa.

– Para lucir tus nuevos vestidos, tendrás que caminar como corresponde. Y se te ve tan hermosa con esas prendas, cachorrita. -Se volvió hacia Baen MacColl-: Elizabeth es la más bella de las tres hijas de Rosamund, muchacho. Ahora, cambiando de tema, cuéntame qué te hizo regresar a Friarsgate. Pensé que te dirigías hacia Claven's Carn.

Baen repitió la historia y luego Elizabeth le contó a su tío lo que decía la misiva del amo de Grayhaven.

– ¿Usted es su hijo? -le preguntó Thomas Bolton.

– Sí, el mayor, pero soy el hijo bastardo -dijo Baen con candidez-. Hace casi veinte años que vivo en casa de mi padre. Me eduqué junto con mis medio hermanos y mi media hermana, Margaret, que ahora es monja.

– En mi opinión, un hombre puede dar rienda suelta a sus pasiones siempre y cuando se haga responsable de sus actos -respondió lord Cambridge-. Dos de los hijos de Bolton que pertenecían a Friarsgate eran bastardos: Edmund, el administrador de la finca, y Richard, el prior de St. Cuthbert. Guy era el heredero y Henry, el hijo menor. Los dos hijos legítimos de Bolton ahora están muertos y enterrados.

– ¿Y usted dónde se coloca en el árbol familiar? -le preguntó Baen con audacia.

– Hace varias generaciones hubo unos primos hermanos. Uno de ellos fue enviado a Londres para desposar a la hija de un mercader y hacer fortuna en la ciudad. Su esposa se acostó con el rey Eduardo y luego, mortificada por los remordimientos, se suicidó. El rey se sintió culpable dado que la familia de la joven lo había apoyado durante la guerra. Entonces, le regaló a mi abuelo un título de nobleza.

– Sin embargo, usted vive cerca de aquí, si es que entendí bien a la señorita Meredith -acotó Baen.

– Sí. Vendí todas mis propiedades en el sur con excepción de dos casas. Así pude volver al norte, cerca de mi familia. Es una decisión de la que nunca me arrepentí. De tanto en tanto, voy a la corte por unos pocos meses y luego ansío regresar a Cumbria.

– Y jura que nunca más volverá al palacio -rió Elizabeth-, pero siempre regresa.

– Sólo para anoticiarme de los últimos rumores y hacerme confeccionar un nuevo guardarropa en Londres -Thomas Bolton le confesó al escocés-. La gente de Otterly se desilusionaría mucho si yo abandonara mi hábito de lucir espléndido.

– Y tú nunca los desilusionas, tío -dijo Elizabeth con malicia.

– Qué maligna eres. Y no creas que olvidé el tema de las lecciones de etiqueta para que puedas desenvolverte en la corte. Sal de inmediato de la mesa y atraviesa el salón caminando. Quiero estudiar tus movimientos.

La joven rezongó, pero obedeció. Afuera nevaba sin cesar, así que no tenía ninguna posibilidad de escaparse. Sabía que esta vez la tenían atrapada. Se apartó de la mesa y cruzó la habitación. El pesar que se reflejaba en la cara de lord Cambridge hizo reír al apuesto Baen MacColl quien, sin embargo, permaneció en silencio. El joven se deleitaba ante ese inesperado entretenimiento. La diversión recién acababa de comenzar.

Thomas Bolton suspiró profundamente.

– ¡No, no, no! -dijo el tío-. ¿Qué tipo de calzado llevas en este momento? Tal vez sea ese el problema.

Elizabeth se levantó las faldas y mostró unas viejas botas de cuero marrón y punta cuadrada.

– Ah, quizá sean las botas -opinó lord Cambridge-. Es muy difícil deslizarse con semejante calzado, querida. ¡Albert! Por favor, vaya a los aposentos de la señorita Elizabeth y pídale a Nancy que traiga un par de zapatillas apropiadas para la corte.

El criado se retiró deprisa para cumplir con las órdenes de su amo.

– En la corte, no podrás usar botas. En cambio, te serán muy útiles para el largo viaje -le explicó Thomas Bolton-. No puedes caminar como corresponde si no usas el calzado apropiado, el que deberás lucir en la corte.

– Me hacen doler los pies -se quejó Elizabeth.

– En nombre de la moda, las damas deben sufrir múltiples tormentos.

– Me pregunto si a los cisnes les duelen los pies -murmuró apesadumbrada.

Thomas Bolton rió.

– Me temo que tu madre ha descuidado esta parte de tu educación. Pero, adorada niña, irás a la corte y serás una sensación. Lo juro, aunque sea la última vez que ayude a tu familia.

Nancy trajo los zapatos y se los calzó a su ama.

Elizabeth se puso de pie.

– ¡Me quedan chicos, me aprietan! -se quejó.

– Por favor, muéstramelos. -Thomas Bolton le ordenó a Nancy-: Niña, tráigale a su señora, de inmediato, un par de medias de seda. Los zapatos elegantes no se usan con esas horribles medias de lana. -Lord Cambridge suspiró y agregó-: Necesito hablar con Maybel.

Nancy volvió a salir y regresó enseguida con un par de medias de seda y de ligas para sostenerlas. Enrolló las medias de lana de su ama y las reemplazó por esas finas medias. Luego ayudó a Elizabeth a calzarse de nuevo los zapatos. La joven se levantó, se tambaleó ligeramente y miró a su tío.

– Trata de caminar nuevamente -le dijo lord Cambridge.

Ella obedeció. Esta vez se movió con más cuidado, con lentitud. Su único propósito era llegar al otro extremo del salón. Los zapatos no eran tan cómodos como las botas, pero tampoco eran tan molestos como cuando llevaba las medias de tana. Dio la vuelta y miró de nuevo a lord Cambridge.

– Estuvo un poco mejor, mi ángel, pero todavía tenemos por delante un duro trabajo.

Así fue como durante una hora Elizabeth caminó a través del salón con sus medias de seda y sus zapatos de la corte hasta que Thomas Bolton se sintió satisfecho y la autorizó a tomar asiento. La joven se desplomó en una silla junto al fuego y se deshizo de los zapatos.

– Tío, no quiero ir a la corte. No me importa ser soltera para siempre.

Baen MacColl pensó que eso sería una verdadera pena. Una mujer tan encantadora como Elizabeth Meredith no debía morir virgen. ¿Por qué esa belleza no tenía marido ni hijos? ¿Tendría algún problema que aún no había advertido? ¿Por qué su familia no se había ocupado antes de su futuro?

Elizabeth llamó a Nancy.

– Dame mis botas y mis medias de lana. Y lleva esto a mi alcoba. Ahora tengo que trabajar.

– ¿Hoy? ¿Con esta tormenta de nieve? -se alarmó lord Cambridge.

– Hoy es el día del mes en que me dedico a hacer las cuentas. Nacieron muchos corderos y debo registrarlos en mi libro de contabilidad. Ayer los conté mientras los guardábamos en los establos para protegerlos de la tormenta -explicó, mientras se levantaba de la silla, con los pies ya descansados. Luego se volvió hacia Baen MacColl-: Señor, lamento que no pueda hacer otra cosa que sentarse junto al fuego. Como puede observar, la tormenta recién está empezando a rugir. -Luego se retiró del salón.

– ¿Sabes jugar al ajedrez, querido? -le preguntó esperanzado lord Cambridge.

– Sí, milord. Fue lo primero que me enseñó mi padre cuando fui a vivir con él -respondió el escocés-. Dígame dónde está la mesa y la traeré enseguida.

Cuando William Smythe entró en el salón, encontró a su amo y a Baen MacColl sumamente entretenidos con el juego. Los miró y sonrió. El espíritu cortesano de Thomas Bolton había resurgido luego de mucho tiempo. El secretario se paró a su lado y le dijo:

– Te está ganando, milord. Estoy sorprendido.

– Recién empezamos a jugar, Will. Como la mayoría de los jóvenes, este muchacho juega apurado, y cuando uno se apura comete errores. -Con un lento movimiento, le comió el caballo y lo colocó a un lado del tablero con una pequeña sonrisa.

El escocés rió.

– Buena jugada, milord -dijo Baen, y le hizo una reverencia con la cabeza.

"Sí, el inteligente muchacho -pensó William Smythe- va a permitir que milord gane la partida aunque claramente él juega mucho mejor. Qué diplomático de su parte considerando que no es más que un hombre de las Tierras Altas". Luego se retiró. Tenía deberes que atender pese al mal tiempo y los haría mucho más rápido si su amo estaba entretenido.

En el pequeño cuarto que usaba como escritorio, Elizabeth leyó la misiva que le había enviado el amo de Grayhaven. Le contaba que poseía dos buenos rebaños de ovejas de cara negra de las Tierras Altas, cuya lana era buena pero no lo suficiente como para exportarla a Holanda. Un amigo, lord Adam Leslie, le había dicho que en Friarsgate criaban varias clases de ovejas y que la lana que producían era de excelente calidad. Y como él quería mejorar sus rebaños, se preguntaba si lady Friarsgate estaría interesada en venderle algunas ovejas.

Elizabeth se reclinó en la silla para estudiar la propuesta. Sus Shropshire, Hampshire y Cheviot producían una lana de altísima calidad. Pero la lana azul de Friarsgate se basaba en dos secretos: el procedimiento de tintura y las ovejas Merino. Su madre las había conocido gracias a la reina Catalina y, con su ayuda, había importado varias ovejas y un carnero de esa raza. La lana de esos animales era gruesa, blanca como la nieve e increíblemente suave.

"Ahora están naciendo corderos -pensó Elizabeth-. Así que, si vendo algunos, no me perjudicará en lo más mínimo. Shropshire, Hampshire o Cheviot, pero no Merino. Hay pocas tierras en Inglaterra que tengan ovejas como las mías. Además, los escoceses son capaces de comérselas y usar sus pulmones para preparar unos repugnantes embutidos".

Dejó a un lado el pergamino. Aún faltaban muchas semanas para que pudieran trasladar las ovejas al norte. Habría que esperar a que estuviera bien entrada la primavera. Y ella exigiría que sus pastores y perros las acompañaran durante todo el trayecto. A Baen MacColl no le quedaría otra opción que permanecer en Friarsgate hasta que pudiera regresar junto con las ovejas. Hablaría con él de ese tema a la tarde. ¡Maldición! No quería ir a la corte. ¿Cómo iba a prosperar Friarsgate sin ella? Edmund ya era anciano y ella no había elegido a nadie para que lo secundara. De todas formas, él tampoco lo habría permitido. Pero cuando regresara a casa, después de su estadía en la corte, deberían discutir seriamente ese asunto.

Nevó sin cesar durante tres días. Y luego salió el sol. Baen MacColl insistió en ayudar a los peones a remover la nieve y despejar los caminos de la casa hacia los establos. No podía permanecer ocioso y no lo arredraba el trabajo duro. Elizabeth le había ofrecido permanecer en Friarsgate hasta que pudiera regresar al norte con las ovejas que ella le vendería.

– Su padre deberá entregar el dinero de las ovejas a los pastores -dijo Elizabeth.

– ¿No teme que le robe los animales y asesine a sus hombres? -bromeó Baen.

– Usted llegó aquí recomendado por los Leslie. Y yo confío en ellos. Por otra parte, mi padrastro es el señor Hepburn de Claven's Carn. Si usted llegara a estafarme, Logan y los rudos hombres de su clan saldrían a buscarlo, señor.

El joven sonrió entrecerrando sus ojos grises.

– Sospecho que usted también acompañará a sus ovejas, señorita Elizabeth.

– Sí, es cierto. Yo soy la responsable de Friarsgate, señor.

– ¿Por qué no me tutea? Puede llamarme Baen.

– ¿Tu madre estaba enamorada de tu padre? -le preguntó Elizabeth con curiosidad.

– Solo se vieron una vez.

– ¿Una sola vez? -Elizabeth se sonrojó ante esa revelación. Significaba que la madre de Baen se había acostado con el amo de Grayhaven sin siquiera conocerlo. Elizabeth no osaba siquiera imaginar a un hombre acostado en su cama…

– Una sola vez -repitió-. Crecí sin saber quién era mi padre hasta que mi madre me lo contó en su lecho de muerte. Además dijo que en cuanto ella ya no estuviera, debía ir a verlo y quedarme con él. Mi padrastro no me quería.

– ¿Y cuántos años tenías en ese momento?

– Doce.

– Dado que estás aquí, descuento que tu padre te adoptó y se hizo cargo de tu educación. -Elizabeth pensó cómo era ella a los doce años: todo piernas y brazos, peleando constantemente con Philippa cuando estaba en casa. No sabía nada del mundo a esa edad, mientras que Baen era casi huérfano. Qué extraña era la vida.

– El señor de Grayhaven es un buen padre -la tranquilizó Baen.

– ¿Y tienes hermanos y hermanas? ¿Les molestó que fueras a vivir con ellos?

– No. En pocos días nos sentíamos como si siempre hubiésemos vivido juntos. Yo soy diez años mayor que Jamie y Gilbert es aun más joven. Mi madrastra estaba muy ocupada con nosotros tres. Meg era una buena niña. Era la única hija de mi padre, nacida de su primer matrimonio. Ellen, nuestra madrastra, era su tercera esposa y mis hermanos varones eran sus hijos.

– ¿Y qué pasó con la segunda esposa? -preguntó intrigada Elizabeth.

– Mi padre la estranguló cuando la encontró con otro hombre -dijo Baen sin rodeos-. Había sido deshonrado pero, al matar a la culpable, su honor volvió a quedar intacto.

– ¡Por Dios! -exclamó lord Cambridge, que había estado escuchando la conversación-. Qué deliciosamente salvaje, querido. ¿Y tú eres como tu padre?

– Soy su viva imagen, salvo por los ojos. Los suyos son verdes. Los míos son grises como los de mi madre. Pero poseo el mismo sentido del honor, milord.

– Supongo que no te despegarás nunca de tu esposa -acotó Elizabeth.

– No tengo esposa, señorita. Le debo toda mi lealtad a mi padre por haber sido tan generoso conmigo. ¿Cómo podré devolverle ese gesto? El no tenía por qué adoptarme y lo hizo. Y yo conseguí tener una familia. Y gracias a mi buena madre, que Dios la tenga en su santa gloria, ya casi he olvidado por completo los horribles maltratos que recibí en mi infancia.

– ¿Por qué tu padre quiere más ovejas? -le preguntó Elizabeth.

– Le sugerí que deberíamos mejorar nuestros rebaños. Si obtenemos una lana de mejor calidad, ganaremos más dinero. Cuanto más próspero sea Grayhaven, mis hermanos conseguirán mejores esposas. Jamie, por supuesto, algún día será el heredero, pero Gilly necesita un poco más de dinero para estar en una buena posición.

Elizabeth asintió. Entendía perfectamente lo que Baen le explicaba aunque nunca había escuchado que los hombres tuvieran problemas similares a los de las mujeres para conseguir una buena pareja.

– Mañana visitaremos algunos de los rebaños y así podrás ver mis animales. Son muy distintos de tus ovejas de cara negra de las Tierras Altas. Su lana es más delicada. Cualquiera de las tres razas que te voy a mostrar te serán de suma utilidad.

– Me gustaría que me enseñara todo lo posible sobre la crianza de las ovejas.

– Muy bien. Te haré trabajar junto a uno de mis mejores pastores. Y, para eso, debes tener un perro que sólo responda a tu llamado. En alguno de los establos hay unos cachorros Shetland que te puedo regalar. Dudo que ya estén entrenados. Pero cuando el tiempo mejore, trabajarás con el perro y las ovejas que te llevarás a Grayhaven.

– Gracias, señorita.

– Si yo te tuteo, tú también debes hacerlo. Desde ahora, llámame Elizabeth.

– ¿Siempre has usado un nombre tan formal? Elizabeth sonrió.

– De niña me llamaban Bessie, pero no me parece un nombre apropiado para la dama de Friarsgate.

– No, tienes razón. Salta a la vista que has dejado de ser Bessie. -Luego le sonrió y, por un momento, Elizabeth se sintió deslumbrada-. Tu nombre te sienta muy bien.

– Sí, creo que es el adecuado.

Thomas Bolton observó el diálogo en silencio. ¡Qué lástima que Baen MacColl fuera un hijo bastardo! Un hombre sin propiedades y que ni siquiera llevaba el nombre de su padre para distinguirlo. Era una verdadera lástima. Pese a que Elizabeth parecía gustar del joven y él de ella, pese a que tenían mucho en común, Baen no era el hombre para su sobrina. Seguramente, en la corte encontrarían un joven para quien Friarsgate significara una gran oportunidad, como había ocurrido con el difunto padre de Elizabeth, sir Owein Meredith.

Pero ella no estaba interesada en casarse con un noble ni en servir en la corte. Su pasión por Friarsgate era aun más poderosa que la de su madre, porque había elegido expresamente hacerse cargo de la administración de las tierras. Debía existir algún hombre en la corte que supiera valorar a una muchacha como ella. Era hermosa, rica y, además, inteligente.

No obstante, había un problema. Elizabeth era astuta e intuitiva. Sabía todo lo que debía saber sobre Friarsgate, y no iba a resignar su autonomía por nadie. Rosamund era igual, sólo que Owein lo entendió y, poco a poco, compartieron las responsabilidades. Con Elizabeth era diferente. Lord Cambridge suspiró. Temía que fuera demasiado tarde para casar a su sobrina. Y si así fuera, ¿qué sería de Friarsgate?

La tormenta fue la última de ese invierno. Los días se alargaban y el sol era más cálido. La nieve comenzaba a derretirse. De los techos se desprendían trozos de hielo que podían lastimar a los paseantes desatentos. El agua del deshielo corría por pequeños arroyos en los bordes de los establos. Los corderos se iban aventurando a salir a la luz del sol, protegiéndose al abrigo de sus madres.

– ¿Qué raza te gusta más? -preguntó una tarde Elizabeth a Baen mientras caminaban junto a un cerco embarrado.

– Creo que la Cheviot, aunque también los Shropshire son animales muy bellos.

– Te venderé un poco de cada una. No voy a frustrar tu deseo de tener diferentes razas para mezclar con tus ovejas de cara negra de los Tierras Altas.

Elizabeth suspiró mientras caminaba con sus botas sobre el barro.

– ¿Por qué insisten tanto en que vayas a la corte? -le preguntó Baen de pronto.

– Porque es el sitio donde mi madre conoció a mi padre y mis hermanas a sus maridos. Mamá fue al palacio cuando era una niña y su matrimonio con mi padre lo arregló el rey Enrique VIL Al poco tiempo mis padres se enamoraron. Ella ya se había casado dos veces: a los tres años con un primo que murió de niño, y a los seis con un caballero mayor que, antes de morir, le enseñó a labrarse un porvenir. ¿Por qué era la heredera de Friarsgate?

– Porque fue la única sobreviviente de su familia.

– ¿Y tus hermanas?

– Philippa fue por primera vez a la corte cuando tenía diez años y la invitaron a volver cuando cumpliera doce para trabajar al servicio de la reina. Y así fue como se convirtió en una criatura de la corte. Cuando el joven con quien estaba prometida la dejó porque prefirió ser sacerdote, el tío Thomas le encontró un marido. Y también Banon halló a su Neville en la corte. Todos dicen que debo casarme para que Friarsgate tenga una nueva generación de herederos y herederas. No tengo tiempo para un marido, y mucho menos para los niños. Pero me llevarán a la corte y me temo que me encontrarán un marido. Mi hermana, la condesa, ya debe de estar buscando el candidato apropiado -concluyó con una mueca.

El joven rió pero luego dijo:

– Tú sabes que ellos tienen razón. Elizabeth Meredith, posees una finca magnífica y se nota que la adoras. Pero, algún día, como todo ser humano, no estarás sobre esta tierra. Y entonces, ¿quién se hará cargo de Friarsgate?

– Lo sé. Pero la idea de tener a un tonto perfumado como marido no me agrada en lo más mínimo.

– ¿Tus cuñados son tontos perfumados?

– No. Pero Crispin administra sus propiedades y Philippa está muy feliz así, porque le queda tiempo libre para ir a la corte y asegurar el futuro de sus hijos. Y Robert Neville está más que satisfecho de que Banon controle todo en Otterly. Él prefiere salir a cazar o a pescar y Banon lo ayuda a gozar tan plenamente de la vida que no le importa que ella sea la que maneje todo.

– ¿Esa es la clase de marido que deseas?

– Me gustaría un esposo que compartiera las tareas de Friarsgate conmigo, pero tendría que amarlo tanto como yo. Y debería entender que conozco muy bien mis tierras y que sé cómo comprar y vender para no causar ninguna pérdida. Creo que no existe un hombre así en este mundo, pero iré a la corte para complacer a mi familia y me comportaré como ellos lo desean.

– ¿Y el amor? -le preguntó Baen.

– ¿Amor? -ella parecía sorprendida por la pregunta.

– ¿No quieres amar al hombre que sea tu esposo, Elizabeth Meredith? -le dijo mientras estudiaba detenidamente el rostro de la muchacha.

– Supongo que debe ser agradable amar al hombre que se elige como marido. Mis hermanas aman a sus esposos, pero ninguna de ellas tiene tantas responsabilidades como yo. Debo elegir un hombre que sea el mejor para Friarsgate, si es que ese ser existe.

Baen MacColl se acercó, tomó su rostro y la besó lenta y suavemente en los labios.

Elizabeth abrió los ojos de par en par y retrocedió de inmediato.

– ¿Por qué has hecho eso?

– Nunca te han besado -fue la respuesta.

– No. Pero no has respondido mi pregunta, Baen.

– Me pareció que necesitabas un beso. Eres muy estricta respecto de tus deberes, Elizabeth Meredith. ¿Alguna vez se te ocurrió que también podías divertirte?

– La diversión es para los niños.

– Te sugiero de todo corazón que aprendas a besar antes de presentarte en sociedad.

– Y tú te ofreces como mi instructor…

– Dicen que beso bien, y tú tienes mucho que aprender en esa materia -le dijo con una amplia sonrisa.

– ¿Qué tiene de malo mi manera de besar?

– Cuando te besé, tus labios no se movieron.

– Tal vez no tenía ganas de ser besada -dijo y se sonrojó muy a su pesar.

– Todas las muchachas quieren que las besen. ¿Lo intentamos de nuevo?

– ¡No!

– Tienes miedo -se burló Baen.

– No. Simplemente no quiero que me vean besando a un perfecto extraño en medio de los rebaños. ¿Qué pensarían de mí los pastores, Baen MacColl?

– Tienes razón. Continuaremos las lecciones por la noche en el salón, cuando tu tío se haya ido a dormir.

– ¡No! -le dijo Elizabeth-. Como todos los escoceses, eres demasiado atrevido.

– Si no aprendes a besar antes de ir al palacio, los caballeros se burlarán de ti.

– Una dama respetable no tiene experiencia en los asuntos carnales -declaró Elizabeth con seriedad.

– Una muchacha de tu edad debe saber besar. Si no me besas esta noche en el salón, me demostrarás que eres una cobarde, Elizabeth Meredith -le dijo clavándole sus ojos grises.

– Muy bien -dijo con impaciencia-. Pero sólo un beso para dejar constancia de mi valentía.

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