10

Philip estaba terminando de devorar su desayuno, cuando Bakari apareció en la puerta del comedor.

– Su padre -dijo.

El conde entró en la habitación. Sus mejillas estaban pálidas y unas ojeras negras le rodeaban los ojos, pero de todas formas tenía un aspecto sorprendentemente sano y caminaba con paso ligero. Como siempre, iba perfectamente bien vestido, con un abrigo marrón Devonshire, pantalones de franela, una reluciente camisa blanca y un pañuelo perfectamente anudado. Philip se llegó a preguntar si el ayuda de cámara de su padre dormiría alguna vez.

– Buenos días, Philip -saludó, y dirigiéndose al criado-: Café, por favor.

– Padre, ¿cómo te encuentras hoy?

– Bastante bien, gracias. La verdad es que mejor de lo que me he sentido desde hace semanas.

– Me alegro de oírlo. -Philip miró descaradamente el reloj de pared-. Aunque a lo mejor deberías estar descansando. ¿No es demasiado temprano para ir de visita?

– Quería verte antes de que te marcharas. Suponía que ya te habrías levantado (siempre has sido una persona madrugadora), y es obvio que no te he sacado de la cama. -Se quedó observando el aspecto de Philip-. ¿O acaso sí? Te veo un poco desaliñado, algo bastante raro en ti.

– No he dormido bien -dijo sin reír el comentario jocoso a su padre.

No había dormido en absoluto. La pregunta sobre lo que tenía que hacer al respecto de Meredith le había mantenido despierto y dando vueltas en la cama, examinando los hechos, sopesando las opciones, hasta que finalmente había llegado a una conclusión -la única solución posible.

– Tenías la cabeza ocupada con todas esas deliciosas bellezas, ¿eh, Philip?

– Algo parecido, sí.

– Por eso estoy aquí. Para que hablemos sobre la velada de anoche. -Su padre levantó una ceja-. Bueno, ¿dio la fiesta el resultado deseado? ¿Has encontrado a alguna mujer que te gustara?

Sin duda, Philip debería haberse ofendido por la manera tan brusca de plantear la cuestión, pero en cambio sus labios se arquearon divertidos.

– No estoy completamente seguro.

– ¿Y eso qué quiere decir exactamente?

– Significa que he conocido una mujer a la que me gustaría unirme…

– Excelente.

– …pero ella me ha hecho saber sus reservas.

– Bah. ¿Qué mujer no estaría dispuesta a casarse con el heredero de un condado?

– Para empezar, una que no esté dispuesta a arriesgarse a expirar dos días después de la boda.

Su padre hizo un gesto con la mano quitándole importancia al asunto.

– ¿Quién es la chica?

– Prefiero no decírtelo todavía. Basta con que sepas que he elegido. Ahora solo he de convencer a la dama… Que es exactamente lo que tengo planeado hacer.

Hasta entonces, para mantener la promesa que le había hecho a su padre, estaba completamente dispuesto a casarse con una mujer de la que no sabía nada. Bueno, ahora por lo menos sabía que deseaba a Meredith. Y creía que podían hacer una buena pareja. Seguramente podría llegar a convencerla. El gran problema consistía en encontrar la manera de protegerla y persuadirla de que se uniera a él aunque no pudiese -a causa del maleficio- casarse con ella.

El criado dejó el café delante de su padre, y el conde aspiró el sabroso aroma mientras lo removía con la cucharilla.

– No te queda mucho tiempo para cortejarla, Philip. Ayer tuve una cita con el doctor Gibbens. Me ha dicho que me quedan dos o tal vez tres meses. Quisiera verte antes casado, y a ser posible con un heredero en camino.

Una oleada de tristeza, arrepentimiento y pérdida invadió a Philip por todas las cosas que su padre y él no habían compartido. Se hizo la promesa mental de que jamás dejaría que el muro que le separaba de su padre se levantará entre él y su futuro hijo.

– Estoy haciendo, y seguiré haciendo, todo lo que está en mi mano para cumplir nuestro trato. Pero también debes aceptar la posibilidad de que no sea capaz de conseguirlo.

– No soy una persona a la que le guste plantearse la posibilidad del fracaso, Philip.

– Yo tampoco. Y mucho menos ahora que he encontrado a la mujer que quiero.

– Mientras esto no acabe, te aconsejo que no te entretengas con el desayuno y vayas enseguida al almacén para seguir con tu búsqueda.

– Eso estaba planeando hacer, pero antes tengo que decirte algo. -Le relató en pocas palabras los acontecimientos de la víspera en el almacén, y concluyó con la petición a su padre de que tuviera especial cuidado en adelante y estuviera alerta.

– Estoy convencido de que se trata de algo más que del proceso del propio maleficio, pero no sé por qué, ni quién está detrás de todo esto. Pero te aseguro que lo averiguaré. -Tras sorber el último trago de su café, Philip se puso en pie-. Y ahora, si me disculpas, padre, voy a arreglarme para ir al almacén.

Su padre apretó con determinación la mandíbula mientras también se ponía en pie.

– Iré contigo. Cuantos más seamos buscando, antes acabaremos de revisar las cajas.

– Es un trabajo sucio y cansado…

– No me cansaré demasiado. Hoy tengo un «buen» día y no lo voy a perder tumbado en la cama. Quiero ayudarte.

– De acuerdo.

No valía la pena discutir con su padre cuando se le metía algo en la cabeza. Se aseguraría de que no hiciera más esfuerzos que comprobar los libros con los listados.

– Parece que te sorprende que te ofrezca mi ayuda. Estoy preocupado por tu seguridad y no me gusta nada el tono de la nota que encontró Edward. Y en cuanto al maleficio… a pesar de que sigo convencido de que no es auténtico, al contrario de lo que tú pareces creer, nada deseo más que verte casado con la mujer a la que quieres… hijo.

El cuello de Philip se tensó al oír la brusca afirmación de su padre. Su padre no le había llamado hijo desde la muerte de su madre. Ni una sola vez, ni de palabra ni por escrito. Lo cual significaba que ahora su padre le estaba ofreciendo una rama de olivo, estaba haciendo un gesto para solucionar sus diferencias, aprovechando el hecho de que si Philip se casaba podrían dejar el pasado a sus espaldas.

– Gracias. Tu compañía será bienvenida. -Cuando salían del comedor, Philip dijo-: Como veo que Andrew aún no se ha levantado, supongo que no se encontrará bien todavía. Espero que esté mejor a lo largo del día y se pueda unir a nosotros más tarde.

– ¿Dices que Stanton está enfermo? Habrá sido algo bastante rápido. Lo vi ayer por la noche y parecía perfectamente bien de salud.

– ¿Ayer por la noche? ¿A qué hora? -Debían de ser cerca de las once, cuando volvía en mi carruaje desde el club. Lo vi andando por Oxford Street.

– ¿Y qué es lo que hacías tú fuera de casa a las once de la noche, padre? Estoy seguro de que el doctor no te habrá recomendado esas salidas nocturnas.

Las mejillas sonrosadas de su padre palidecieron.

– Me encontraba bastante bien ayer por la noche y pasé un rato por el club. El doctor me ha dicho que puedo salir de vez en cuando si me encuentro bien. Hace que me sienta mejor de ánimo, ya sabes.

– Ya veo. Pero en cuanto a Andrew, debes de estar equivocado. Se metió en la cama poco después de las siete.

– Estaba convencido de que era él… Pero parece ser que me equivoqué. Aunque entonces tu amigo Stanton debe de tener un doble en Londres.

– Dicen que todo el mundo tiene uno en alguna parte -contestó Philip. Y luego río-: Pero que el cielo nos ayude si de verdad hay por aquí otro Andrew Stanton.

Philip se dio media vuelta describiendo un lento círculo, con sus botas arañando el gastado suelo de madera del almacén mientras observaba el área que rodeaba dos de las cajas. Se podían ver muestras de violencia en las marcas de rozaduras de la madera y en los objetos rotos esparcidos por el suelo. Philip se agachó y tomó un trozo puntiagudo de cerámica roja brillante. Samiático, del segundo siglo antes de Cristo. Había comprado ese jarrón a un vendedor de Roma conocido por sus exquisitas reliquias, algunas de ellas adquiridas por medios bastante dudosos. La pérdida de algo tan hermoso, que había sobrevivido durante cientos de años y le ofrecía una mirada precisa sobre un pasado que jamás podría ser reconstruido, le golpeó el estómago con una dolorosa ira. Y mucho más dolorosa era la idea de que Edward podría haber acabado hecho trozos como esa pieza que sostenía entre las manos. Con meticuloso cuidado podía conseguir recomponer aquel jarrón. Pero no podría haber hecho lo mismo si aquel malnacido hubiera matado a Edward.

– ¿Ha habido muchos desperfectos? -preguntó su padre.

– Es difícil saberlo. Pero me parece que se han roto varías piezas. Lo sabré con exactitud cuando haya cotejado el contenido de las cajas con los libros. -Se pasó las manos por la cara-. Podría haber sido mucho peor.

Su padre alzó un brazo señalando los destrozos.

– ¿Era necesario que fueran tan salvajes?

– Por supuesto, yo habría intentado ser más cuidadoso, pero ya ves que ellos no lo han sido. -Recogió la bolsa de cuero que había dejado al lado de una de las cajas. La abrió y extrajo de ella un trozo de tela de algodón-. Tengo que guardar los fragmentos en esta tela, dejando espacio entre los trozos, y luego enrollarlos con ella para que estén protegidos. Esa silla es bastante cómoda.

– No he venido hasta aquí para quedarme sentado.

– Lo sé, pero me temo que para esta tarea se necesita andar tirado en el suelo a cuatro patas.

Su padre alzó una de las cejas.

– No soy la vieja reliquia que tú imaginas. Mis manos y mis rodillas están en perfectas condiciones.

A pesar de la seriedad de la circunstancia, Philip esbozó una sonrisa.

– Como experto en reliquias viejas, puedo confirmar que tú no eres una de ellas. Solo estaba pensando en tu inmaculado atuendo. Si te arrodillas en este suelo, ni una ley del Parlamento será capaz de volver a limpiar los pantalones que llevas.

– Bah. -Su padre se agachó lentamente hasta ponerse de rodillas, moviéndose con cautela y con tal expresión en la cara que Philip tuvo que apretar los dientes para no dejar escapar una carcajada.

– Ya lo ves -dijo su padre con voz de satisfacción en cuanto lo hubo conseguido.

– Excelente. Pero muévete con cuidado no vayas a romper alguno de los trozos.

Mientras estaban trabajando, colocando juntos con cuidado fragmentos rotos de diferentes colores en la tela de algodón, Philip fue contestando a su padre miríadas de preguntas que tenían que ver con las alfombras, los muebles, las telas y las demás mercancías que había traído del extranjero para poner en marcha su nuevo negocio juntos. Había pasado más de una hora de sorprendentemente amable conversación cuando su padre dijo:

– Mira lo que he encontrado debajo de la caja. Parece demasiado nuevo para ser una de tus piezas. De hecho se parece mucho al que llevo yo.

Philip se dio la vuelta. Entre los dedos de su padre había un cuchillo, con su brillante y letal hoja reflejando el sol matinal que se colaba a través de las ventanas. Philip se acercó y su padre le pasó con cuidado el arma.

– Parece el cuchillo de la persona que asaltó el almacén. Edward dijo que el criminal lo perdió durante la lucha.

Philip examinó la pieza, pero no pudo distinguir ninguna marca especial. No era más que un típico cuchillo de bota. La mayoría de la gente a la que conocía, incluido él mismo, llevaba uno como ese: Andrew, Edward, Bakari, y también su propio padre, como acababa de saber.

Colocando el cuchillo en su propia bota, Philip dijo:

– Tendré que llevarlo al juzgado.

Siguieron con la difícil tarea de recoger los restos de la cerámica rota. Estaban a punto de acabar cuando un sonido en la puerta del almacén les advirtió de que alguien había entrado.

– Lord Greybourne, ¿está usted ahí?

Su cuerpo se puso tenso enseguida al escuchar la femenina y ronca voz de Meredith, y él se tragó el sonido desabrido que ascendía por su garganta. ¿Cómo podía defenderse, qué oración podía salvarle contra una mujer que solo con el sonido de su voz tenía tal efecto sobre él?

– Aquí estoy -dijo sorprendido por el extraño tono de su propia voz. Volviéndose hacia su padre, le anunció-: Miss Chilton-Grizedale. -El sonido de unos pasos que se arrastraban llegó hasta sus oídos-. Acompañada por su mayordomo, Albert Goddard. -«Quien está enamorado de ella», pensó.

Philip y su padre se pusieron en píe, y él apretó los labios forzándose para no fijarse en las rodillas sucias de los blancos pantalones de etiqueta de su padre. Nunca lo había visto tan descuidado. Pero a pesar de su atuendo desaliñado, en su rostro se dibujaba una sonrisa de satisfacción por el trabajo realizado. Al cabo de unos segundos aparecieron Meredith y Goddard doblando una esquina de cajas. Su mirada se posó en Meredith, y por un instante le pareció que ella le devolvía una mirada de intimidad. Al momento, como si acabara de caer un telón ante sus ojos, ella se quedó mirando alrededor con fría indiferencia.

Los ojos de Philip se detuvieron en Goddard, que estaba de pie junto a Meredith, como si fuera un caballero andante vigilando a su dama y mirando fijamente a Philip. Si Philip no hubiera estado agradecido de que el joven protegiera a Meredith, se habría sentido incómodo por aquellos cuchillos visuales que apuntaban directamente en su dirección. Philip presentó a Goddard a su padre, y su padre hizo a continuación una reverencia en dirección a Meredith.

– Debe de estar usted contenta, miss Chilton-Grizedale -dijo su padre-. La fiesta de ayer por la noche dio los resultados esperados.

– No estoy muy segura de entender a qué se refiere, señor.

– El objetivo era encontrarle una esposa adecuada a mi hijo. Me ha dicho esta mañana que se sintió atraído por una de las jóvenes de la fiesta. Tengo todas mis esperanzas puestas en que se pueda celebrar la boda el día 22, como teníamos previsto.

Dos banderas rojas aparecieron en las mejillas de Meredith. Sus ojos se dirigieron hacia Philip. Minadas de expresiones centelleaban en sus ojos, tan rápidamente que ella no fue capaz de interpretarlas. ¿Confusión? ¿Preocupación? ¿Consternación?

– Me alegra oírlo, señor -dijo ella con una voz débil. Se fijó en los fragmentos de objetos que yacían sobre la tela de algodón-. O cielos. -Una vez más miró a Philip, ahora con los ojos llenos de desesperación-. ¿Los rompieron anoche?

– Me temo que sí.

– Lo siento mucho. Me duele ver esto. Puedo llegar a imaginarme lo mucho que le habrá afectado a usted. Debe de estar muy triste por esta pérdida.

Su simpática conmiseración le rodeó como una cálida ola, una refrescante lluvia que le llenaba de deseo de tomarla entre sus brazos, aunque no se habría atrevido a dejarse llevar por ese impulso, puesto que en caso de intentarlo habría sido frenado por los puños de Goddard, quien habría estado encantado de recordarle que no debería haberlo hecho.

– ¿Cómo podemos ayudar? -preguntó ella. Él les explicó el procedimiento a seguir.

– Creo que ya hemos recogido casi todos los trozos. Una vez que hayamos acabado, empezaremos a abrir las cajas para ver si falta algo. -Suponiendo que para Goddard sería bastante incómodo arrodillarse por el suelo con su pierna herida, pero imaginando también que el joven se dejaría matar antes de admitirlo, Philip le dijo:

– Todavía no he tenido la oportunidad de investigar el resto del almacén para ver si encontramos algo raro, ¿le importaría acompañarme?

Un músculo se tensó en la mandíbula de Goddard y a Philip no le fue difícil leer sus pensamientos. Estaba maldiciendo sus limitaciones físicas, sabiendo que esa era la razón por la que Philip le había propuesto dicha tarea, y sentía resentimiento. Finalmente, asintió con la cabeza.

Philip le fue conduciendo lentamente por el laberinto de cajas, alejándose deliberadamente del área en la que trabajaban Meredith y su padre. Cuando estuvo seguro de que se encontraban lo suficientemente lejos como para no ser oídos, se volvió hacia Goddard y le dijo.

– Creo que tiene usted algo que decirme. -Se trataba de una afirmación más que de una pregunta.

Un pálido sonrojo iluminó la cara del joven. Apoyándose en una mano para equilibrar su cuerpo, se puso completamente tenso y dijo mirando fijamente a Philip:

– No me gusta la manera como la mira.

Philip no aparentó no haber entendido. Demonios, él sabía exactamente cómo la miraba. Y con toda justicia no podía culpar a Goddard. Philip se habría sentido exactamente igual sí otro hombre hubiera mirado a Meredith con la expresión de deseo que sabía que él no podía ocultar. Y a la vez no podía evitar sentir cada vez más simpatía por el muchacho. No tenía ganas de dar patadas a los sentimientos de Goddard. Aunque él no había sufrido una afección física tan seria como la de Goddard, había sido físicamente insignificante, tímido y fofo hasta que llegó a la mayoría de edad. Se acordaba perfectamente de aquella época dolorosa.

Pero sabía que aunque lo que Meredith sentía por Goddard era bastante profundo, no estaba enamorada de él. No era el tipo de mujer que podría haberle besado como lo hizo si su corazón hubiera pertenecido a otro. ¿Cuál era realmente la naturaleza de su relación? Manteniendo su mirada fija en Goddard, Philip dijo en voz baja:

– Y yo también podría decirle que usted la mira como sí la quisiera.

– Por supuesto que la quiero, y eso me da ciertos derechos. Como protegerla de los tipos que la miran como si fuera un delicioso bocado que degustar, pero que dejarán luego a un lado cuando haya perdido el sabor.

– No es esa mi intención.

– Y entonces, ¿cuál es su intención? -Goddard sacó la mandíbula inferior de manera beligerante-. ¿Cuáles son exactamente sus intenciones?

– Eso es algo personal, entre Meredith y yo. Pero ya que sé lo que siente por ella, le quiero asegurar que yo… cuidaré de ella. Y no haré nada que pueda herirla.

– Ya lo ha hecho. Usted y su maldito maleficio. Su reputación lo es todo para ella. Y usted ya ha arruinado sus negocios. Y la manera como la mira deja claro que también quiere arruinarla a ella. -Los labios de Goddard se doblaron adquiriendo una expresión de desprecio-. Ustedes, los caballeros grandes y poderosos, creen que cualquier presa que capte su atención puede ser suya. Pero miss Merrie es demasiado inteligente para caer en una trampa de ese tipo. Se ha pasado toda la vida huyendo de eso.

– ¿Qué es lo que quiere decir? ¿Que ha estado toda la vida huyendo de qué?

Algo brilló en los ojos de Goddard, algo que indicaba que había hablado demasiado, y apretó los labios. Cuando a Philip le pareció claro que Goddard no iba a colaborar, preguntó:

– ¿Y cómo sabe que sus buenos sentimientos hacia ella no pueden llevarle a hacer algo que pueda comprometerla?

Un nervio palpitó en la mandíbula de Goddard. Su mirada se paseó por Philip, como si estuviera tratando de decidir qué contestar. Al fin, dijo:

– Yo la quiero, pero no de la manera que usted insinúa. No es lo bastante mayor como para ser mi madre, pero eso es lo que ha sido para mí y por eso la quiero. Ella ha cuidado de mí durante estos últimos años y ahora me toca a mí cuidar de ella. Y haré cualquier cosa por ella. -Los ojos de Goddard se convirtieron en dos finas líneas-. Cualquier cosa.

No había duda de lo que el muchacho quería dar a entender, «Cortarle la cabeza a lord Greybourne», y Goddard estaba afilando su espada. Únicamente podía esperar que a ella no se le ocurriera pedírselo. No podía negar que se sentía aliviado al saber que Goddard no estaba enamorado de Meredith, pero aquellas palabras solo le planteaban nuevas preguntas.

– ¿Qué quiere decir con que ella es como una madre para usted?

Una vez más, el muchacho se quedó dudando, como si estuviera pensando si debía contestar o no. Al fin, dijo:

– No tengo padre ni madre que yo recuerde. La única persona a la que tuve era Taggert, el deshollinador de chimeneas. Yo era uno de los muchachos que trabajaban para él. -Los ojos y la voz de Goddard se hundieron en el suelo-. Tenía a otros muchachos como yo. Nos mantenía a todos juntos en una pequeña habitación. Un día, mientras estaba limpiando por fuera una chimenea, me caí. -Sus ojos se clavaron en su pierna-. Me veo cayendo, pero debí de golpearme la cabeza, porque no recuerdo nada más, excepto que cuando desperté me encontré mirando unos angelicales ojos azules. Pensé que había muerto y estaba ya en el cielo. Enseguida descubrí que aquel ángel era miss Merrie, hasta entonces una extraña para mí. Me había recogido de una cuneta en la que me había tirado Taggert. A él ya no le podía servir para nada más.

– Dios santo -murmuró Philip, con una sensación de náusea ascendiendo por su garganta ante tan inexplicable crueldad-. ¿Qué edad tenías?

– No estoy seguro -dijo encogiéndose de hombros-. Puede que ocho años. Al menos eso es lo que se imaginó miss Merrie. Como no sabía cuándo había nacido, miss Merrie puso el día que me encontró como el de mí cumpleaños. Desde entonces, cada año me ha ofrecido una fiesta, con pasteles y regalos.

– ¿Qué fue de aquel Taggert? Una combinación de miedo y odio apareció en los ojos de Albert.

– No lo sé. Pero solo espero que aquel mal nacido haya muerto.

– De modo que Meredith se lo llevó a su casa para que viviera con su familia.

– Me llevó a vivir con ella. Era como una madre para mí. Me alimentó, me vistió y me enseñó a leer y a escribir. Estuvimos solos miss Merrie y yo hasta hace cinco años, cuando llegaron Charlotte y Hope.

– ¿Ella vivía sola cuando te encontró? Pero no podía tener más de quince o dieciséis años. ¿Cómo…?

– Olvídelo. Eso ya no importa. -La voz de Goddard parecía un ronco graznido, y tenía las manos apretadas a los costados-. Lo importante es que sepa usted qué tipo de dama es. Cariñosa y respetable. Y que ella me dio la vida. Y por el amor de Dios que no dejaré que usted o ningún otro le haga daño de alguna manera.

Una grieta de vergüenza se abrió en la espalda de Philip. Los momentos que había vivido en su vida regalada como realmente duros se desvanecían como algo insignificante comparado con los horrores que había sufrido ese joven.

Con la mirada fija en Goddard, Philip dijo:

– Yo nunca le haré daño. E incluso antes de que usted me contara su historia, ya sabía que era cariñosa y respetable.

– ¿Y qué hay de la lujuria que siente por ella?

– No puedo negar que siento atracción por ella, pero eso solo es una parte de los sentimientos que me inspira. Usted está asumiendo que solo existen por una parte. Pero ¿qué me diría si ella sintiera lo mismo por mí?

La incertidumbre se reflejaba en los ojos de Goddard.

– No he pensado en eso -aceptó con obvia reticencia-. Si ella decide que usted la va a hacer feliz… bueno, yo quiero que ella sea feliz.

Philip asintió con la cabeza. Su mirada se deslizó involuntariamente hacia la pierna herida de Goddard. Enseguida se dio cuenta de que el joven se ponía tenso.

– No necesito para nada su maldita piedad.

Philip alzó los ojos y se encontró con la mirada de Goddard.

– No era eso en absoluto lo que estaba pensando, aunque no puedo evitar sentir pena por lo que sufrió usted de niño. Nadie, y menos que nadie un niño, debe ser tratado de una manera tan inhumana. Pero, en lugar de mi piedad, tiene usted mi más profunda admiración. No mucha gente es lo suficientemente valiente y fuerte para superar una adversidad de ese tipo. Gracias por haberme contado algo tan doloroso y personal, Goddard. Su lealtad y su valentía hacia Meredith es algo muy loable.

Goddard parpadeó claramente sorprendido y su tenso semblante se relajó un poco.

– Cada día doy gracias a Dios por el hecho de que ella me encontrara. Soy un hombre con suerte.

– Creo que los dos son afortunados -dijo Philip tendiéndole una mano.

Los dos hombres se estuvieron midiendo con la mirada y, después de sacudir la cabeza, Goddard tomó su mano y la estrechó con firmeza.

– Gracias. He de admitir que no es usted exactamente como me esperaba. No parece usted mal tipo para ser un aristócrata, la verdad.

– Gracias. Veamos ahora si todos podemos ser felices y encontrar ese pedazo de piedra desaparecido.

Volvieron hasta donde estaban Meredith y el conde, esta vez caminando al lado del muro exterior, en el que estaban las ventanas. Acababan de dar la vuelta al último pasillo, cuando Philip se detuvo tan de golpe que Goddard se dio contra su espalda. El arco de una ventana rota reposaba sobre el suelo de madera, con el sol centelleando entre los múltiples trozos puntiagudos de vidrio.

Goddard caminó alrededor de ellos y se detuvo a examinar la situación.

– Miss Merrie me contó que ayer entraron a robar. Probablemente el tipo que hirió a su amigo entró por esta ventana.

Las cejas de Philip se arquearon.

– Puede ser… pero, por como me lo describió Edward, pensé que el ladrón habría reducido al guardián y habría entrado por la puerta.

¿O acaso habría roto otra persona la ventana, después del enfrentamiento con Edward? El sonido de una puerta de madera abriéndose de golpe interrumpió sus pensamientos. Unos pasos rápidos, obviamente de hombre, resonaron en el suelo. Al momento, el señor Danpruy, el encargado de los almacenes, dobló la esquina. Philip había conocido a aquel hombre alto y huesudo el día que el Dream Keeper llegó a puerto y descargaron las cajas.

Danpruy se detuvo en seco al ver a Goddard y a Philip.

– Lord Greybourne. Acabo de enterarme de lo que pasó aquí anoche. -Su mirada se posó en la ventana rota y apretó las mandíbulas-. Estoy seguro de que atraparán al delincuente, señor. El juez está tras él y el dueño de los almacenes ha contratado a un detective.

– Excelente. He estado echando una ojeada al lugar. No parece que hayan tocado nada más que dos de mis cajas.

– Al único que han robado ha sido a usted, señor, pero esto no ha sido un simple allanamiento.

– Por supuesto que no. Mi amigo ha sido herido y posiblemente el guardián también.

– El guardián, Billy Timson, está peor que herido, lord Greybourne. Lo encontraron hace una hora. Flotando en el Támesis. Ahora se trata de un caso de asesinato.

Se dividieron en parejas, Meredith y Albert con una caja, y Philip y su padre con la otra, lo cual alivió sobremanera a Meredith. Le era bastante difícil estar en la misma habitación con Philip; estar de pie, hombro con hombro a su lado, rozándose con las manos cada vez que sacaban los delicados objetos, podía ser una tortura. Durante más de dos horas la conversación solo consistió en nombrar los objetos conforme los iban sacando de las respectivas cajas y los colocaban en las mantas extendidas por el suelo. En ese tiempo, el aire se había hecho insoportablemente cálido.

Sacándose el pañuelo de la manga, Meredith se limpió el sudor que descendía por su cuello. A pesar de que no tenía ninguna intención de mirarle, su mirada errante se detuvo en Philip. Estaba extrayendo una pequeña estatua de la caja, de espaldas a ella. El polvo había manchado su blanca camisa de lino, que también tenía dos marcas semicirculares más oscuras que rodeaban la parte inferior de sus fornidos hombros y cortaban en dos el centro de la espalda, donde la tela se le había pegado a la piel.

Su mirada se deslizó hacia abajo, hacia sus caderas y sus nalgas, hacia sus largas y musculosas piernas, cuyas formas se veían acentuadas por sus ajustados pantalones de tal modo que ella era incapaz de permanecer impasible.

En ese momento, él se dio media vuelta y se tropezó con su mirada, avergonzada de que la hubiera pillado observándole. Pero él estaba concentrado en la pequeña figura de apenas un palmo que sostenía entre las manos, de la misma manera que la atención de ella estaba posada en su persona.

Su pelo estaba revuelto, con reflejos de color brillante resultado del esfuerzo. Las gafas se le habían caído hasta la punta de la nariz, y ella tuvo que forzarse para no caer en la tentación de acercarse hasta él y ajustárselas bien. Pero en cuanto esa idea pasó por su mente, él se las colocó en su sitio.

De nuevo la mirada de ella se dirigió hacia abajo. Junto con la chaqueta, él se había quitado el pañuelo y se había abierto el cuello de la camisa, dejando a la vista una parte de su musculoso cuello y de su pecho viril. Ella vio relucir un trozo de metal. Aquella cadena en la que llevaba la moneda de oro. Una moneda que sabía que reposaba ahora vibrante contra su piel cálida.

A causa del esfuerzo, la parte delantera de su camisa también mostraba una zona manchada de sudor, con la tela pegada al pecho y al abdomen de tal manera que encendía su imaginación y su curiosidad. Sus fibrosos antebrazos capturaron entonces su atención, y recordó vivamente esos fuertes brazos rodeándola y urgiéndola a apretarse contra él. Y sus manos… fuertes y bronceadas manos que ahora sostenían cuidadosamente esa muestra de historia antigua. Manos mágicas con marcas callosas en los dedos que desmentían su estatus de caballero aristócrata y que habían jugueteado con su cabello; que habían tocado sus labios y acariciado su pecho. Siguió bajando con la mirada hacía su liso estómago, y luego más abajo, hasta donde la tela se ajustaba estirándose sobre una parte que a ella le fascinaba, aunque hubiera querido desesperadamente que no le fascinara.

Apartando su mirada de «aquello», continuó descendiendo lentamente hacia sus musculosas pantorrillas, hasta llegar a sus polvorientas y rozadas botas de cuero negro. Estaba sucio, desarreglado y sudoroso. No debería parecerle sencillamente atractivo. Y la verdad es que así era. Le parecía «devastadoramente» atractivo. En lugar de sentirse repelida por su aspecto desordenado, no deseaba otra cosa más que sacarle a tirones la ropa sucia y luego darle un baño.

Un calor que no tenía nada que ver con el opresivo ambiente del almacén la recorrió junto con la inquietante e inoportuna imagen de sus manos enjabonadas recorriendo el húmedo cuerpo de un excitado Philip. Dándose una regañina mental, alzó la vista… Y se encontró con su intensa mirada.

Tras las gafas, los ojos de Philip ardían con irresistible deseo, lanzando unas llamas que la provocaban desde sus profundos ojos oscuros, dándole a entender que él sabía que lo había estado mirando de una manera que nadie podría definir como apropiada. Aunque él no podía adivinar exactamente sus pensamientos, captó claramente la esencia de los mismos.

– ¿Se siente sofocada, miss Chilton-Grizedale? -preguntó él con una voz sedosa.

«Sí, maldita sea, y es exclusivamente por tu culpa», pensó.

– Creo que todos estamos sufriendo la temperatura de horno que hace aquí dentro -dijo Meredith.

Su mirada la recorrió de arriba abajo, y ella se estremeció por dentro. Seguramente debía de tener el aspecto de una desaliñada alfombra llena de polvo. Cuando sus ojos se volvieron a cruzar, la expresión de él no era menos explícita que la suya, pero ahora estaba atemperada por la preocupación.

– Por favor, perdóneme. Estaba tan sumergido en mi trabajo que no me he dado cuenta de lo incómoda que debe de encontrarse. Por mucho que aprecie su ayuda, no creo que estas sean las condiciones adecuadas para una dama. Con sumo placer la acompañaré a casa.

– Por supuesto que no. Aunque agradezco su preocupación, no soy una flor de invernadero que necesite mimos especiales. Insisto en seguir ayudándole con la búsqueda. Nos queda muy poco tiempo y yo tengo un interés personal en que logremos encontrar el pedazo de piedra desaparecido.

– Ese interés personal significa que si no encontramos ese pedazo de piedra no será capaz de casarme, preferiblemente con una de esas flores de invernadero que conocimos anoche.

– Yo prefiero llamarlas educadas jovencitas de estirpe…

– Estoy seguro de que así es.

– … y sí, el plan es casarlo a usted. Ambos nos arriesgamos a perder una gran oportunidad si no consigue romper el maleficio.

Algo que ella no fue capaz de describir centelleó en los ojos de Philip.

– Me alegro de que nos entendamos.

– Si me disculpan, miss Merrie, lord Greybourne -les interrumpió Albert, haciendo que Meredith tuviera deseos de besarle para agradecerle esa interrupción-. Acabo de comprobar el último objeto de esta caja y aquí no falta nada.

No hubo duda del alivio que sintió Philip, un sentimiento que también Meredith compartió con él.

– Me alegra mucho esa noticia -dijo Philip.

– Puede que esta noticia no te alegre tanto. -Les llegó la voz desalentadora del conde-. Yo acabo de terminar con nuestra caja, Philip, y hay un objeto listado que no aparece. Según tus anotaciones, debería haber en esta caja un «barco de yeso».

Philip dejó con cuidado en el suelo la estatua de mármol que sostenía entre las manos y luego miró hacia donde señalaba su padre. Una extraña expresión le cruzó la cara y al momento palideció visiblemente.

– Demonios, debería haberme dado cuenta… Debería haber establecido la conexión.

– ¿Darse cuenta de qué? -preguntó Meredith sin poder evitar dejar entrever la alarma en su tono de voz.

– Recuerdo haber visto esa entrada cuando examiné los libros, pero cuando leí «barco» no le di ninguna importancia especial, ya que vi que decía «barco», no «bote». No me sorprendió, porque como habrá visto en esa caja predominan los objetos náuticos. Y supuse que se trataba de un barco esculpido en yeso. Pero no tuve en cuenta que barco también puede significar algún tipo de «caja». Y sin duda debería haber deducido la conexión con el aljez.

– ¿Qué es lo que quieres decir? -preguntó el duque-. ¿Qué es eso del aljez?

– Es un mineral común, una especie de yeso que se ha utilizado durante siglos para esculpir en jarros, cajas y cosas por el estilo. También se le llama alabastro… que era el material con el que estaba esculpida la caja que contenía la «Piedra de lágrimas». -Dejó escapar un profundo suspiro-. Parece ser que en esa caja había un «bote de alabastro». Y ahora ha desaparecido.

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