13

A Meredith se le paró el corazón por un instante, y luego comenzó a latirle de nuevo golpeando contra su caja torácica. «El maleficio también me condujo hasta ti.»

Antes de que ella pudiera pensar en una respuesta adecuada, aunque sin duda no la había, él sonrió.

– Perdóname, por favor. No pretendía aguarte la noche con fantasmas del pasado. Todavía nos quedan varios platos más de los que disfrutar, y Bakari me va a poner la peor de las caras si no sirvo sus obras de arte en el momento apropiado.

Estaba claro que deseaba cambiar de tema, y ella estaba más que deseosa de satisfacerlo. Sin duda la simple rutina, la naturaleza corriente de compartir la comida, les dispensaría del aire de intimidad y de cercanía al que habían llegado durante la conversación. Aunque ella no sabía cómo iba a borrar los incómodos sentimientos que su historia le había provocado.

Los siguientes dos platos consistían en unas rodajas muy finas de pato y un delicioso estofado de cordero, después de los cuales ella se sintió caldeada, reconfortada y relajada. Rodeados por los mullidos cojines, era como si ambos estuvieran metidos en un capullo aterciopelado.

– No podría decirte cuál de los platos era más delicioso -dijo ella viéndole levantar la tapa de otra de las bandejas-. Bakari es un excelente cocinero. Yo en tu lugar lo colocaría en la cocina en vez de en el vestíbulo.

– Espera a probar esto -rió él.

Le acercó un cuenco de porcelana china que contenía lo que parecía ser una combinación de flan y delgadas láminas de bizcocho, decorado con nueces picadas y un sirope dorado. Obviamente se trataba de un postre, pero de un tipo de postre que ella desconocía. Él metió una cucharilla en el cuenco y se la acercó a los labios. Le llegó un delicado aroma de miel y canela que la animaba a comer lo que le ofrecía, pero se detuvo dudando, con un estremecimiento que le recorría la espalda a causa de aquel gesto tan íntimo. Una cosa era compartir la comida con él; otra muy distinta que él se la diera.

– Pruébalo, Meredith -dijo Philip en voz baja-, Te aseguro que te va a encantar.

Ella abrió los labios y él le introdujo el bocado, y luego, lentamente, deslizó la cucharilla entre sus labios al sacársela de la boca. Una embriagadora combinación de sabores y texturas recorrió su paladar… El sedoso y suave flan, el esponjoso bizcocho, las crujientes nueces, la dulce miel y el matiz picante de la canela. El la estaba mirando; ella degustó el bocado y luego lo tragó tratando de ignorar la repentina aceleración de su corazón. El excitado deseo de él, que ella había intentado mantener escondido, volvía a la vida, punzándole por todos los rincones de la espalda.

Para su consternación y mayor fascinación, él se echó hacia atrás, reclinándose sobre el montón de cojines de su lado, y haciendo con ello que la camisa se abriera y dejase al descubierto su hombro izquierdo. Involuntariamente la mirada de ella se detuvo allí, y desde su bronceada garganta le recorrió el pecho hasta llegar a sus musculosas piernas.

– ¿Te ha gustado? -le preguntó Philip con voz profunda.

Ella volvió a alzar la mirada hasta sus ojos y se dio cuenta de que él la miraba con profunda concentración. ¿Que si me ha gustado? «Más que nada de lo que había visto antes», pensó ella. Miró hacia el cuenco de porcelana china que él todavía sostenía en una mano y un calor le subió por las mejillas. Cielos, se refería al postre.

– Es, hum, delicioso. -Cuando él volvió a meter la cucharilla en el cuenco, ella preguntó-: ¿No vas a comer tú un poco?

– Sí, me gustaría mucho. -Incorporándose le pasó a ella el cuenco y la cuchara, acercándose tanto que sus rodillas se tocaron.

Ella dio un respingo con la rodilla, y se quedó mirando el cuenco y la cuchara que ahora sostenía entre las manos. El significado de aquello era inconfundible. Su sentido de la precaución decía que dejara la comida en la mesa y se marchara de allí. Pero todo lo que había en ella de curiosidad femenina le decía que probara cómo era eso de alimentar a un hombre. «A ese hombre.»

Con el corazón saliéndosele del pecho metió la cucharilla en el cremoso postre y la acercó a los labios de él. Emocionada, le introdujo la cucharilla en la boca, pasándola lentamente por los labios al sacarla, al igual que había hecho él antes con ella. Lo observó mientras masticaba. Por todos los cielos, qué boca tan hermosa tenía aquel hombre. Al momento le vino a la memoria el recuerdo de esa boca sensual y firme frotándose contra su piel y sus labios.

Philip se incorporó y colocó la yema de uno de sus dedos sobre el labio inferior de ella.

– Una pizca de canela -murmuró. Luego se metió el dedo en la boca y chupó la agridulce esencia.

Ella se sintió como si acabaran de echarla a una hoguera. Antes de que Meredith pudiera pensar en qué hacer o decir, él le arrebató suavemente el cuenco y la cucharilla, y los dejó sobre la mesa. Luego tomó un plato oval de cerámica lleno con un surtido de fruta troceada, olivas y nueces peladas.

Colocó el plato a su lado y agarró un pequeño trozo de fruta con los dedos.

– Esto es un higo; es muy popular en Grecia desde tiempos antiguos. Pruébalo. -Ella se incorporó, pero cuando acercó la mano al plato, él negó con la cabeza y le acercó la fruta que tenía entre los dedos a los labios-. La costumbre es que el invitado coma lo que le ofrece el anfitrión de la mano de este; en caso de que al invitado le haya gustado la comida. Eso simboliza un armonioso final de cena.

– Ya veo -replicó ella, tratando de decirse que si iba a comer de su mano era solo para no romper una antigua costumbre y para no ofenderlo, pero aquella era una mentira tan banal que se arrepintió de haber buscado tal excusa en cuanto se le ocurrió.

Las costumbres antiguas no tenían nada que ver con que ella se incorporara y comiera el trozo de higo que él le ofrecía entre los dedos. En alguna parte de su cerebro se dio cuenta de que la fruta era dulce y exquisita, pero todo el resto de su mente estaba concentrado en la sensación de los dedos de aquel hombre tocando sus labios.

– El invitado puede devolver el favor al anfitrión, si así lo desea -dijo él-. De esa manera demuestra que la compañía le ha resultado agradable.

Por el amor de Dios, a ella aquella compañía le parecía mucho más que sencillamente agradable. Tentadora, incitante, excitante… Incapaz de rehusar, se agachó y tomó un trozo de naranja pelada, que a continuación le ofreció. Su mirada estaba fija en la de ella, y suavemente se introdujo la fruta y parte de los dedos de ella en la boca. Absorbió el cítrico jugo y retuvo un instante los dos dedos de ella entre sus labios. Meredith se estremeció cuando el calor de su boca le rodeó los dedos y su lengua empezó a restregarse por ellos. Involuntariamente, sus propios labios se abrieron en respuesta y exhaló un suspiro. Él se sacó los dedos de ella de la boca y luego los besó.

– Delicioso -dijo Philip después de tragar el trozo de fruta. Luego agarró una gruesa oliva negra sin hueso y añadió-: Después de la fruta dulce, el anfitrión debe ofrecer algo salado, para demostrar al invitado que lo tiene en la más alta estima.

Como si estuviera en trance, Meredith observó cómo él le acercaba la oliva a la boca, y el corazón no paró de darle brincos mientras Philip frotaba lentamente aquel manjar contra su labio superior antes de introducírselo en la boca. La salada fragancia de la oliva en su lengua provocó un intenso contraste con la dulzura del higo.

– El invitado puede devolver el favor al anfitrión, si así lo desea -dijo él buscando los ojos de ella con su oscura mirada.

De la misma manera que no podía negar que su compañía le agradaba, tampoco podía negar que lo tenía en la más alta estima. Por supuesto, hacer algo que significara admitirlo abiertamente ante él era una cuestión algo más que embarazosa. Y muy imprudente.

Aun así no pudo evitar tomar una oliva y ofrecérsela. Los oscuros ojos de Philip la miraban desde detrás de sus gafas, y vieron que a ella le temblaba la mano. El le agarró amablemente la mano y la acercó a su boca, introduciéndose lentamente la oliva y los dedos de ella entre los labios húmedos.

El deseo que ella tanto había intentado refrenar volvió a asaltarla, hirviendo en sus venas y acelerando su pulso. Deseaba tanto sentir esa piel en su boca que le dolían los labios.

– Y ahora -dijo él-, para acabar la cena, solo falta esto.

Del centro del plato él tomó una fruta del tamaño de una naranja, pero con una piel de color rojo púrpura.

– ¿Qué es?

– Una granada.

– Nunca había visto una, aunque había oído hablar de ella -dijo Meredith observando con interés.

– Se la llama también «fruta del paraíso», y a lo largo de la historia aparece en mitos y leyendas de diferentes culturas, así como en el arte y en la literatura.

– En realidad, la primera vez que la oí mencionar fue en Romeo y Julieta -dijo ella-. El canto de una alondra le dice a Romeo que está a punto de amanecer y que debe abandonar a su amada. Pero Julieta le dice: «de noche, canta en ese granado; créeme, amor, era el ruiseñor».

– Sí, recuerdo ese fragmento. Ella le asegura que no era la alondra la que le cantaba, sino el ruiseñor… porque no quería que él se fuera. ¿Te gusta Shakespeare?

«Habla, contesta, di algo, algo que pueda disipar esta insostenible tensión», le dijo su voz interior.

– Sí. Y Romeo y Julieta es mi favorita. Siempre me ha gustado dejarme atrapar por un libro, olvidando cualquier otra cosa que no sea estar inmersa en una historia que me transporta a otro lugar y a otro tiempo…

Su voz se fue perdiendo mientras una imagen de ella a los doce años se formaba en su mente. Alguien se había dejado un libro en su casa y ella lo encontró. Romeo y Julieta. Enseguida lo incluyó en su tesoro de objetos. Aquella noche, como había hecho muchas otras noches, se escondió en el armario que había bajo la escalera y estuvo leyendo a la luz de una vela, en ese caso viajando hacia el pasado de Verona y la desgarradora historia de un amor que no pudo ser. Las hermosas palabras hacían que se apagaran los ruidos que no quería escuchar, permitiéndola escapar, por unas pocas horas, de aquel lugar del que tan desesperadamente deseaba huir.

– ¿Estás bien, Meredith?

Aquella pregunta pronunciada en voz baja la trajo de nuevo al presente. Parpadeó para borrar las persistentes telarañas del pasado.

– Sí, estoy bien.

– Parecías muy triste.

Romeo y Julieta es una historia triste -dijo ella forzando una sonrisa. Y no deseando hablar de historias de amor imposible, le preguntó-: ¿Y cómo se come la granada? ¿Como si fuera una manzana?

– No. Hay que abrirla y comerse las semillas. -Con la fruta todavía en la mano, tomó de la mesa un pequeño cuenco lleno de diminutas semillas rojas como perlas-. En el interior de la fruta hay gran cantidad de semillas; la granada ha sido durante mucho tiempo símbolo de la fertilidad, de la generosidad y de la vida eterna. Los antiguos egipcios eran incinerados con granadas con la esperanza de que resucitarían. -Metiendo la mano en el cuenco, sacó una semilla. Parecía como una diminuta gota de té en su dedo. Se la acercó a ella a la boca-. Hay una pequeña semilla comestible dentro de esta pepita. Pruébala.

Tras dudar un instante, Meredith aceptó el ofrecimiento, con los labios rozando la punta de su dedo como en un beso. Ella entornó los ojos mientras él arrastraba el dedo por su labio inferior al retirar la mano. Con un temblor en los labios, Meredith mordió suavemente la semilla. Una diminuta explosión de sabor salpicó su lengua y se le abrieron los ojos de golpe.

– ¿Es engañoso, verdad? -dijo él con una sonrisa. -Cierto. No esperaba que algo tan pequeño contuviera tanto sabor. Es ácido y dulce a la vez. Él tomó otra semilla con la yema del dedo. – ¿Te gusta, Meredith?

Su nombre, pronunciado con aquella ronca y profunda voz, la estremeció como una caricia. La pregunta en sí misma era bastante simple, pero a juzgar por el brillo que despedían sus ojos, no había duda de que Philip estaba preguntando si le gustaba algo más que el sabor de la fruta. Quería saber si le gustaba estar con él, así, siendo alimentada por él, alimentándole a él. Tocando sus dedos con los labios, saboreando sus dedos con la boca. Y por mucho que quisiera que fuese de otra manera, solo había una respuesta posible a todas esas preguntas.

Pero ¿iba a admitirlo? Podía hacer ver que no había entendido el sentido profundo de la pregunta. Debería hacerlo. Pero el ambiente de intimidad que los rodeaba, la opulenta decoración, la deliciosa comida y bebida, los detalles personales de su vida que él había compartido con ella, el deseo que emanaba de él, todo eso no hacía más que provocarle una especie de hipnotismo que borraba los límites entre lo que debería y no debería… o lo que era prudente o imprudente. Sí, tenía que disimular. Pero no podía.

– Sí, Philip, me gusta.

Los ojos de Philip brillaron aún más al oír aquella susurrada respuesta.

Sin decir una palabra, él apartó el cuenco, dejó la granada de nuevo en el plato y se puso en pie.

Antes de que ella pudiera dejar a un lado la desilusión, y empezara a sentir el alivio que debería suponerle un gesto que significaba que la cena se había acabado, él se detuvo a su lado y se agachó lentamente hasta sentarse en su mismo cojín, detrás de ella.

– Estira las piernas, Meredith. -Su suave petición le rozó el oído, provocando un estremecimiento de placer en la parte baja de su espalda.

Hizo lo que él le pedía, y luego se quedó rígida como un palo, asustada de que cualquier otro movimiento pudiera animarle -o desanimarle- más todavía. Él se acomodó detrás de ella, colocándose muy cerca y estirando sus largas piernas hacia delante, en la misma dirección que las de ella. La parte interior de las piernas de él tocaba la parte exterior de las de ella, de la cadera hacia abajo, mientras que su pecho le rozaba la espalda. Un estremecimiento le recorrió toda la espalda poniéndole de una manera inexplicable la carne de gallina, pues no tenía ni pizca de frío. De hecho, jamás había sentido menos frío en toda su vida. Se sentía rodeada por él, con el calor de su cuerpo envolviéndola como si la hubieran cubierto con un cálido edredón de terciopelo.

– Después de la comida -dijo él con las palabras rozando la parte posterior de su cuello-, la relajación es esencial. -Él empezó a frotarle los hombros con un movimiento suave y firme que la llenó de placer-. Estás muy tensa, Meredith. Relájate.

¿Relajarse? ¿Mientras él la tocaba? A pesar de que le parecía imposible, de repente sintió que no podía mantener por más tiempo aquella postura rígida contra las mágicas manos musculosas de Philip moviéndose sobre ella.

– Mucho mejor -dijo él-. Así es como se complacen todos los caprichos de un princesa vestida de seda… se la alimenta sobre cojines y luego se le da un masaje hasta que toda la tensión de su cuerpo se disipa.

Sus dedos se movieron masajeando lentamente hacia la parte superior de su cuello, y luego poco a poco empezaron a extraer las horquillas de su cabello. Ella alzó la cabeza, su mente buscaba una palabra de protesta, pero sus labios rehusaban colaborar. Liberado de las horquillas que lo aprisionaban, su pelo le cayó por los hombros hasta cubrirle la espalda.

– Vista así, rodeada de satenes y sedas, con el pelo cayéndote sobre los hombros, podrías ser la misma reina Nefertiti,

Aquellas palabras rozaron su nuca, y los labios y el cálido aliento de él acariciaron su extraordinariamente vulnerable piel. Un nuevo escalofrío, cargado de deseo sensual, vibró a lo largo de toda su espalda.

– ¿Sabes lo que significa «Nefertiti», Meredith?

Incapaz de pronunciar una palabra, ella negó con la cabeza.

– Significa «ha llegado la mujer hermosa». Los egipcios antiguos celebraban los encantos femeninos en los poemas que componían en honor al objeto de sus afectos. He traducido varios de los poemas que he ido descubriendo en mis viajes. Hay uno que es especialmente hermoso. ¿Te gustaría oírlo?

Una vez más, ella solo pudo asentir con la cabeza. Él se colocó más cerca, con su pecho apretado contra la espalda de ella, y ella cerró los ojos absorbiendo aquella sensación, dejándose penetrar por el placer, Con su aliento moviendo un mechón del cabello de Meredith, Philip empezó a susurrar:

Ella es como la estrella del alba,

cuando empieza un año feliz,

su piel es limpia y brillante,

y es hermosa su mirada,

dulce es la palabra de sus labios…

Se desliza por el suelo con elegante paso,

capturando con su andar mi corazón,

hace que los ojos de todos los hombres

se vuelvan a su paso para verla;

deleite tiene aquel al que ella abraza,

él es como el primero de los hombres.

Los brazos de Philip le rodearon el pecho, tirando de ella hacia atrás, apretándola contra su torso, y con los cálidos labios rozó un lado de su cuello.

– Meredith.

Murmuraba su nombre tan dulcemente. La besó con suavidad en el cuello. El placer y la pasión fluyeron por las venas de ella, despertando los anhelos y deseos que tanto había luchado por reprimir. Aquellas caricias la excitaban de una manera insoportable, confundiéndola. ¿Cómo había logrado hacer que se sintiera de esa manera con solo rozarla? Todo lo que jamás había visto u oído la dirigía hacia aquello que ocurre en la oscuridad, entre un hombre y una mujer que se desean, se abrazan y se hablan con los cuerpos. Y sabía que no podría resistirse.

Aquella suave caricia, aquella excitante ternura deshacía sus defensas, dejándola incapaz de resistirse al seductor señuelo de su voz suave y sus manos prometedoras. Con un leve gemido de rendición, Meredith se echó hacia atrás, se apoyó contra él, y volvió la cabeza para que los labios de Philip tuvieran un mejor acceso a su cuello.

Él le apartó el cabello de la nuca y recorrió con su lengua aquella zona de piel sensible. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza, y se estremeció entre los brazos de él en un vano esfuerzo por relajar el dulce dolor que sentía entre las piernas. Aquel movimiento hizo que sus nalgas presionaran contra la dura excitación de Philip, quien dejó escapar un brusco suspiro. «Solo una caricia más… solo un beso más… y luego lo detendré…», se decía ella.

Philip la oyó gemir, y sintió aquella vibrante excitación en sus propios labios. Estaba empezando a perder el control de una manera alarmante, y, a pesar de que aún podía darse cuenta de eso, parecía incapaz de domeñar sus deseos. Había preparado aquella velada para cortejarla, no para seducirla. Pero ahora que la tenía tan cerca, llenando todos sus sentidos, el deseo le dominaba. «Solo una caricia más… solo un beso más… luego me detendré…»

Él apartó a un lado su chal de encaje, desnudando un buen trozo de la pálida piel de ella, y dejándola expuesta al tacto de sus manos y sus labios. La besó dulcemente en los hombros, mientras sus manos se deslizaban a lo largo de su garganta y luego descendían hasta poder sujetar sus dos pechos entre las palmas.

– Philip. -Su nombre susurrado de una manera tan profunda le encendió como si ella hubiera acabado de echar un fósforo en un montón de leña. Y en ese momento Philip perdió la batalla que había estado librando contra los deseos de su cuerpo.

Con un gruñido, la apretó aún más fuerte con los brazos, de manera que sus labios se pudieran encontrar, y la besó de una forma que había pretendido que fuera suave, pero que inmediatamente se convirtió en caliente y exigente. Luego introdujo una mano por debajo de su canesú, acariciando su pecho desnudo. Mientras su lengua recorría la sedosa dulzura de su boca, sus dedos exploraron la exuberante blandura de su pecho y la dura excitación de su pezón. Philip sintió que los ahogados jadeos de Meredith le embriagaban, y al momento cualquier sensación de tiempo y espacio se borró, y esta fue reemplazada por una necesidad dolorosamente ardiente. Más. Quería más. Necesitaba más.

Con un chillido que era casi un grito de pánico, Philip se separó de aquellos labios, alegrándose al oír un chillido similar de protesta de ella. Con un gesto rápido se quitó las empañadas gafas y las dejó sobre la mesa, y luego hizo que ella se moviera hasta quedar reclinada en su regazo. Respirando con fuerza, Philip miró hacia abajo, hacia ella, tumbada en sus brazos. Avanzó una mano y tocó con la punta de un dedo el delicado hoyuelo de la parte inferior de su cuello, absorbiendo el frenético latido de su pulso.

– ¿Tienes idea de lo encantadora que eres? ¿De lo bien que se te ve en mis brazos? ¿De lo profundamente que me afectas? -Le tomó una mano y la apretó contra su pecho en el lugar exacto en el que el corazón le retumbaba como si estuviera corriendo por el desierto-. Esto es lo que me haces, Meredith. Cada vez que te veo, que pienso en ti, que te toco. -Abriendo varios botones de su camisa, él movió la mano de ella contra su pecho. Luego, cerrando los ojos para degustar el agudo placer de aquella mano frotándose contra su piel, le dijo-: Tócame.

Tras un breve momento de duda, ella abrió los dedos y poco a poco los fue pasando por su piel, rozando con las yemas sus pezones. Un rápido escalofrío lo recorrió. Oponiéndose al irresistible impulso de devorarla, Philip agachó la cabeza hacia su boca y pasó la lengua por su grueso labio inferior. Ella le devolvió la caricia, y ambas bocas se unieron en un largo, sensual y profundo conjunto de labios y lenguas.

Él la volvió a acomodar, echándola de espaldas hasta que estuvo completamente reclinada contra los mullidos cojines, y luego se tumbó a su lado. Abandonando la tentación de su deliciosa boca, llenó su mandíbula de besos, y luego fue bajando por la garganta hasta llegar a rozar con la lengua el inicio de sus pechos. Con mano temblorosa deslizó su canesú hacia abajo, dejando al descubierto aquellos exuberantes pechos coronados por dos excitados pezones de coral.

Dibujando círculos con su lengua alrededor de los pezones, Philip los recorrió uno a uno antes de metérselos en la boca. Ella dejó escapar un profundo y sensual alarido, e introdujo los dedos entre los cabellos de él a la vez que arqueaba todo el cuerpo, como si se le estuviera ofreciendo por completo. Pero aquello todavía no era suficiente.

Un mismo deseo recorría cada una de las venas de Philip, quien, con el pensamiento perdido en una niebla de excitación, deslizó una mano por debajo de las costillas de ella hasta llegar al abdomen, y de ahí siguió descendiendo hasta llegar al muslo y a la pantorrilla. Atrapando entre los dedos la suave tela de su vestido, empezó a deslizar la falda hacia arriba. Acto seguido, introduciendo una mano por dentro de la falda, le acarició los muslos.

Sintiendo aquella sedosa piel bajo los dedos y aquellos pechos en su boca, y oyendo los acompasados gemidos de placer de Meredith haciendo eco en su mente, el mínimo control que se suponía que aún podría poseer se evaporó como un charco en el desierto. En cuanto sus manos llegaron a las cintas de sus bragas, al momento se deshizo de aquella barrera.

«La quiero, la deseo.» Estas palabras martilleaban su cerebro como un mantra con el que alimentara el fuego que corría por sus venas. «Necesito tocarla. Ahora.»

Al primer roce de su dedo contra la íntima carne femenina, los dos se quedaron inmóviles. Ella dejó escapar un lento suspiro y él levantó la cabeza. Allí tumbada, con el pelo revuelto, con los ojos cerrados y unas oscuras manchas de excitación en las mejillas, con los labios entreabiertos, los pechos al descubierto y los pezones duros y erectos por efecto de sus labios y su boca, aquella mujer le desarmaba por completo. Sumida en la centelleante luz dorada de la chimenea, se le aparecía como una salvaje tentación, como una sirena encantadora a la que no se podía resistir.

Meredith abrió los ojos y sus miradas se cruzaron.

– Separa las piernas, Meredith.

Ella obedeció sin decir una palabra, y él deslizó la yema de su dedo por una carne femenina que estaba lisa, húmeda e hinchada… por su causa. Ella cerró los ojos con fuerza.

– Oh, cielos… -Apenas dos susurrantes palabras escaparon de sus labios y ella separó aún más las piernas.

Mirando su cara, estudiando la miríada de expresiones que se mezclaban en su semblante, él empezó a excitarla con un movimiento lento y circular. Poco a poco sus caderas comenzaron a ondular en respuesta, rozando su erección con cada uno de esos movimientos, hasta que él sintió que estaba a punto de estallar. Sus dedos empezaron a moverse a un ritmo más rápido, y la respiración de ella se fue haciendo cada vez más entrecortada, así como sus movimientos, como si tratara de encontrar algún alivio. Philip se tumbó sobre ella y la besó profundamente, metiendo la lengua en la calidez de su boca, a la vez que introducía primero un dedo, y luego otro, en el calor profundo de su cuerpo.

Ella se quedó rígida durante un instante, y él aprovechó para absorber el sabor de aquella boca con su lengua y la sensación de aquella carne caliente y húmeda apretándole los dedos, imaginándosela alrededor de su erección. El sudor le caía por la frente; con un gemido la besó aún más profundamente, imitando con la lengua la manera como se arqueaba el cuerpo de ella y moviéndose al unísono dentro de ella con los dedos. Las manos de Meredith se aferraron a los hombros de Philip y se hincaron en su carne. Su cuerpo apretó aún con más fuerza los dedos de él, a la vez que se arqueaba en un éxtasis de excitación. Apartándose de su boca, Philip se la quedó mirando, absorbiendo la sensación de los espasmos de ella alrededor de sus dedos, y quedándose obnubilado ante la erótica visión de la agonía de su orgasmo.

Un largo gemido salió de la boca de Meredith y los dedos que apretaban los hombros de Philip relajaron la tensión. Él sacó los dedos de dentro de ella, mientras ella dejaba escapar un profundo y susurrante suspiro. El almizclado aroma de su excitación le llenó la cabeza, y cerró los ojos apretando las mandíbulas para no dejarse llevar por el deseo arrebatado de enterrarse en su sedoso y húmedo interior.

La niebla sensual que envolvía a Meredith se fue disipando poco a poco, dejándola en un perdido limbo, en un estado que jamás antes había experimentado, y que su imaginación nunca habría llegado a concebir. Forzándose a abrir los párpados, Meredith se quedó quieta, observándolo. Él estaba tumbado de lado, con la parte superior de su cuerpo desnuda, y perfectamente inmóvil excepto por un pequeño músculo que palpitaba sobre su mandíbula cerrada. La estaba mirando fijamente, y los ojos le ardían de emoción. Él tomó la mano que ella tenía apoyada aún en su hombro y la besó en la palma, apretándola después contra su pecho. Sus latidos repicaban contra los dedos de ella.

Lo miró de arriba abajo. Tenía el cabello revuelto a causa de las caricias de sus dedos, la camisa medio abierta y colgando hacia un lado, y, que Dios la ayudara, ella no deseaba otra cosa más que arrancarle aquella camisa para explorar cada uno de sus rincones con sus dedos, con más profundidad. Su mirada se dirigió más abajo, fijándose en cómo su erección empujaba contra sus pantalones bombachos de una manera altamente cautivadora. Ella estaba deseando tocarle, arrancarle aquella barrera de tela y verlo, y sentirlo dentro de ella compartiendo con él la más íntima de las caricias. Y era obvio que él estaba deseando lo mismo. Pero no lo había hecho. Y aquella verdad la golpeó en el rostro como una bofetada -ella no habría sido capaz de detenerle si él le hubiera hecho el amor. Más aún, si en aquella circunstancia hubiera podido hablar, le habría pedido que le hiciera el amor.

Esa realidad se dio de bruces con la persistente telaraña de deseos que todavía empañaba su sensatez, bombardeándola con una plétora de recriminaciones. Por Dios, ¿en qué había estado pensando? En un abrir y cerrar de ojos había perdido la respetabilidad y se había convertido en el tipo de mujer que siempre se había prometido que jamás sería.

Apartando la mano de su pecho, se movió hasta quedarse sentada. Un fuego al rojo vivo teñía sus mejillas mientras se colocaba de nuevo el canesú cubriéndole el pecho y luego se estiraba la falda. Una imagen de sí misma, con las piernas separadas y la espalda arqueada ofreciéndosele lascivamente con todo el cuerpo, cruzó por su mente. La educación contra la que tan duro había luchado, y que ella creía que había borrado por completo, la había derrotado en el primer momento en que se había puesto a prueba. Pensó que debería sentirse agradecida por el autodominio de él, porque estaba claro que ella no poseía ninguno.

Tenía que irse. Inmediatamente. Antes de que dijera o hiciera cualquier otra cosa que la humillara aún más. Porque incluso ahora, con la fría realidad de sus actos cara a cara, no deseaba otra cosa que caer de nuevo entre sus brazos y dejar que la magia volviera a empezar otra vez. Aquella embriagadora caricia le había arrebatado el control y la había vuelto vulnerable de una manera que la aterrorizaba.

Lágrimas calientes se formaron en sus ojos, y apretó los labios para refrenar el llanto que ascendía por su garganta. Frenética, intentaba recogerse el pelo con una trenza anudada en un moño, a la vez que trataba de encontrar sus horquillas. Cuando ya había recogido varias se las empezó a colocar en el cabello.

– Meredith, detente -dijo él incorporándose y agarrándola por las muñecas, interrumpiendo sus esfuerzos por arreglase el cabello. Ella tiró de los brazos, pero él no la soltó. Luego ella dejó escapar un profundo suspiro, tratando de alejar el pánico que amenazaba con apoderarse de ella.

Reuniendo lo poco que quedaba de su dignidad, se obligó a mirarlo a los ojos.

– Por favor, déjame marchar. Me quiero ir.

– Ya lo veo. Pero no puedo dejar que te vayas… no así. Tenemos que hablar.

– No tengo nada que decir… excepto que lo siento.

– ¿Por qué demonios te disculpas?

– Por mi… comportamiento. -Por el amor de Dios, le era casi imposible mirarlo a los ojos.

Él la miró con preocupación y, soltando una de sus manos, rozó dulcemente uno de los bucles que le caían sobre la frente.

– Dios mío, Meredith, no tienes nada de qué disculparte. Has estado… extraordinaria. Si alguien debe pedir disculpas, ese soy yo; pero, que Dios me perdone, no puedo disculparme por algo que ha sido tan hermosa. Lo único que lamento de esto es que obviamente sentirás remordimientos por lo que hemos compartido.

– ¿Y cómo no iba a nacerlo? Ha sido un error.

A Philip se le oscureció la mirada.

– No ha sido un error. Ha sido increíble. E inevitable, dada la atracción que existe entre nosotros dos. Pero es posible que fuera precipitado. -Él le rozó una mejilla con los dedos-. Aunque yo, obvia y desesperadamente, quería hacerte el amor, no tenía esta noche ninguna intención de seducirte.

– ¿Ah sí? ¿Y entonces para qué te tomaste tantas molestias? -dijo ella abarcando con la mirada toda la habitación.

– Para cortejarte. Apropiadamente.

– En lo que hemos hecho no ha habido nada de apropiado, Philip.

Y ella lo sabía. Lo sabía desde el momento en que entró en aquella habitación. Desde que decidió quedarse. A nadie más que a sí misma podía culpar por el resultado de la velada. Cielos. Habría sido tan cómodo echarle la culpa a otro, o a cualquier otra cosa. A él, pero él no había tomado nada que ella no le hubiese dado libremente. Al vino, pero ella solo había bebido un vaso.

– Te aseguro que mis intenciones eran honradas. Pero cuando te tuve entre mis brazos, me temo que me olvidé de todo lo demás. -Philip la agarró de la barbilla con una mano-. Tú me embriagas, Meredith. Toda tú me cautivas. Sí, deseo hacerte el amor, pero quiero aún mucho más que eso.

Meredith se quedó rígida y lo miró fijamente con pavor. Sus palabras, su seriedad, la afirmación de que había preparado aquella cena para cortejarla apropiadamente y de que sus intenciones eran honradas… acabaron por hacer que la sangre se le subiera a la cabeza.

Por Dios, ¿acaso estaba intentando pedirle que se casara con él?

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