Cuando Will y Robbie regresaron al almacén, anunciando que habían entregado con éxito las cartas, Philip dejó escapar un suspiro de alivio. Les pagó a cada uno la libra que les había prometido, añadiendo un chelín más por haber demostrado ser de confianza. Casi se les salen los ojos de las órbitas al ver lo que les acababa de caer del cielo. Philip sintió compasión por los dos chicos zarrapastrosos. Había visto tantos niños como estos, tanto en Londres como en el extranjero. Niños que sin tener la culpa de ello se habían visto obligados a vivir en las calles, luchando para sobrevivir día a día. Niños que se enfrentaban al mundo con los ojos llenos de odio, desesperación, miedo y desesperanza. Así había tenido que enfrentarse Meredith al mundo, pero había conseguido, mediante su carácter, firmeza y determinación, no solo salir de aquella circunstancia, sino también ayudar a Albert y a Charlotte.
Antes de despedir a los chicos, les dijo:
– SÍ os interesa trabajar, trabajar honradamente, venid a verme. -Y les recitó la dirección.
– Ahí es donde he llevado una de las cartas -dijo Will con los ojos abiertos como platos-. ¿Esa mansión tan bonita es su casa?
– Sí. -Philip se quedó mirando a los dos fijamente-. Puedo ofreceros trabajo. Pero quiero que sepáis que no toleraré que me mientan o que me roben. Ni una sola vez. La decisión es vuestra -dijo haciendo un gesto amplio con las manos-. Y ahora id a compraros algo de comer.
Los chicos se lo quedaron mirando durante unos segundos y luego se marcharon. Philip los vio desaparecer de su vista, y esperó que se tomaran en serio su oferta. Bien sabía Dios que él solo no podía salvar a todos los niños abandonados de Londres, pero tal vez podría ayudar a Will y Robbie dándoles una oportunidad. El resto dependía de ellos.
De nuevo solo, Philip se puso a caminar intranquilo de un lado a otro delante de puerta de la oficina, obligándose a respirar despacio y profundamente. Su mirada se paseó por la zona, viendo dónde había dejado el bastón, escondido a la sombra de una de las cajas. Estaba preparado para enfrentarse con su enemigo.
Su enemigo. Una risa sorda le atravesó la garganta. «Y durante todo este tiempo yo creyendo que era mi amigo», pensó.
Sus pasos se detuvieron cuando oyó la puerta que se abría. Una voz familiar lo llamó.
– ¿Estás ahí, Philip?
– Sí. Junto a la oficina.
En el suelo de madera resonaron unos pasos rápidos. Cuando su invitado dobló la esquina y estuvo frente a él, Philip se quedó rígido por el impacto de mirar en los oscuros ojos del hombre a quien había creído durante tanto tiempo su amigo. Un cúmulo de emociones se revolvieron en él, y frunció el entrecejo. Maldita sea, no había previsto que junto con su enfado iba a experimentar un fuerte sentimiento de pérdida. Y de tristeza, por haber tenido que llegar a eso. Dejando a un lado aquellos inoportunos sentimientos, dijo:
– Me alegro de que hayas venido. Hay algo que tenemos que discutir.
– Eso me pareció entender por tu nota. ¿Has encontrado una manera de romper el maleficio sin el pedazo de piedra que falta? Eso es extraordinario. Cuéntame.
– Eso pensaba hacer, pero antes dime ¿cómo van tus heridas?
Philip vio cómo su interlocutor levantaba un hombro y flexionaba la mano.
– Mejorando.
Con un movimiento rápido, Philip se acercó y agarró la parte superior del brazo de Edward apretándolo. Un agudo grito de dolor salió de la garganta de Edward, y este se zafó de las manos de Philip echándose unos pasos hacia atrás.
– Fue un milagro que Catherine no te rompiera el brazo cuando la otra noche te golpeó con el atizador de hierro -dijo Philip fríamente-. Es una mujer bastante fuerte.
Los dos se quedaron mirándose en silencio durante varios segundos, y al momento una calma fría se posó en el semblante de Edward, en aterrador contraste con el odio que se reflejaba en sus ojos.
– Así que lo sabías -murmuró Edward-. Era inevitable que antes o después descubrieras la verdad. Si no lo hubieras descubierto por ti mismo, yo te lo habría contado… seguramente. Después de haber tenido el placer de verte sufrir por la pérdida de lo que amas. Pero dime una cosa, ¿cómo has llegado a descubrirlo?
– Varios detalles de tu historia al respecto de la noche en la que robaron en el almacén me llamaron la atención, pero no podía descubrir qué era lo que fallaba. -La mirada de Philip se dirigió hacia la mano vendada de Edward-. La mañana siguiente al robo, vi que había cristales rotos por el suelo del almacén, lo cual solo tenía sentido si alguien hubiera roto la ventana para entrar.
Pero tú me habías contado que rompiste la ventana para salir del almacén, y de ser así, los cristales rotos deberían haber estado por la parte de fuera de la pared. El guarda no te dejó entrar. Y tuviste que romper el cristal de la ventana para hacerlo. De ahí las heridas en tu mano. -Edward se miró la mano vendada-. Tanto tú como Bakari mencionasteis que tenías cristales clavados en el dorso de la mano. Pero si te hubieras caído sobre los cristales, como tú afirmabas, te los tendrías que haber clavado en la palma. Aunque, si habías utilizado el puño para romper el cristal de la ventana y entrar en el almacén, era normal que te hubieras cortado en el dorso de la mano. Mí error fue aceptar ciegamente aquella noche tu versión de los hechos, que no era más que una sarta de mentiras.
Philip se quedó mirándolo con los ojos entornados.
– Tú mataste al guarda -le dijo Philip-, Los golpes que recibiste fueron el resultado de que él te descubriera aquí. Tú fuiste quien me robó. Y en el momento en que empecé a dudar de lo que me habías contado, todas las piezas comenzaron a encajar.
– Todo fue exactamente como lo has contado. Qué listo eres -dijo Edward inclinando la cabeza-. Aunque por desgracia para ti, no lo suficientemente listo como para vivir lo bastante para poderle contar tu historia a nadie más.
En lugar de odio, Philip no pudo evitar sentir un escalofrío de compasión. Odiaba lo que había hecho Edward, pero sin duda era la pérdida de su amada esposa lo que le había conducido a aquella locura.
– Quiero que sepas, Edward, que siento profundamente lo que le pasó a Mary. No quería que nadie más viera la «Piedra de lágrimas». La tenía escondida en mi cabina del barco…
– ¿Imaginas que no sabía que estabas escondiendo algo? -dijo Edward escupiendo las palabras como una cobra el veneno-. Algo de gran valor que no querías compartir con nadie. Estaba decidido a encontrarlo. La tormenta me ofreció al fin la oportunidad de buscar en tu cabina. Fue muy inteligente esconderla en una de tus botas, pero no lo bastante inteligente para mí.
A Philip estuvo a punto de parársele el corazón. Había escondido la piedra antes de salir de la cabina. En la confusión de la tormenta, durante la cual se había roto un mástil, los acontecimientos se le habían hecho confusos. La capa de culpabilidad que había estado arrastrando hasta ese día se le desprendió, junto con el sentimiento de compasión. Entornando los ojos dijo:
– Tu propia codicia fue la que hizo caer el maleficio sobre Mary y sobre ti mismo. Yo no pretendía ocultarte ningún tesoro; estaba intentando que nadie más pudiera leer aquella maldita piedra. Por eso la escondí. Tú te dedicaste a invadir mi cabina y a rebuscar entre mis propiedades, y mira lo que conseguiste.
– ¿Pretendes echarme a mí la culpa de la muerte de Mary? Tú encontraste la piedra. Si no hubiera sido por ti, ella todavía estaría con vida.
– Y así sería si no te hubieras dejado arrastrar por la codicia.
– ¡Cállate! Maldita sea. La culpa es tuya. Y vas a pagar por eso. -Su mirada recorrió la zona-. No es que me importe, ya que estarás muerto en menos de un minuto, pero supongo que Bakari o Andrew, o puede que los dos, estarán ya de camino hacia aquí, ¿no es así?
– No. Este es un asunto entre tú y yo.
– Es una lástima. Si vinieran aquí me ahorrarían el trabajo de ir a buscarlos, pero no importa. Sus horas están contadas. -Con un rápido movimiento, Edward sacó una pistola de su chaqueta y apuntó a Philip directamente en el pecho-. Desgraciadamente no estarás vivo para verlos morir, pero vas a morir sabiendo que aquellos a los que tanto quieres pronto te seguirán.
– No voy a dejar que le hagas daño a nadie más -dijo Philip meneando la cabeza.
Edward se echó a reír con una endiablada carcajada.
– ¿De veras? Tú no puedes detenerme, y no me detendrás.
Philip no movió ni una pestaña mientras estudiaba a su enemigo. Necesitaba tiempo; tenía que mantener a Edward ocupado.
– Siento mucho lo que le pasó a Mary, Edward…
– ¿Que lo sientes? -repitió Edward con un amargo tono de voz. Sus ojos se convirtieron en dos delgadas grietas-. Eso no la traerá de nuevo a la vida, ¿no crees? Nada puede hacerlo. Ni tu compasión, ni tu inútil ayuda financiera. ¿Acaso te imaginabas que el dinero podía llenar su vacío? ¿O que podía mitigar tu responsabilidad? ¿Acaso el dinero puede reemplazar a la mujer que amas, Philip?
– Si existiera una mujer a la que amara… No -dijo Philip sintiendo un nudo en el estómago.
– No pretendas engañarme. Es obvio lo que sientes por míss Chilton-Grizedale. Por supuesto, ya no tendré que preocuparme de matarla. Tú mismo te has encargado de hacerlo por mí, confesándole tu amor y proponiéndole que se case contigo. Quién iba a imaginar que eso pondría en marcha el maleficio, ¿verdad? -De sus labios escapó una carcajada-. ¡Qué endemoniadamente perfecto!
– No volverás a hacerle daño a nadie más -repitió Philip con una voz fría.
El semblante de Edward esbozó una expresión divertida, mientras miraba un punto fijo entre la pistola y Philip.
– Me temo que no puedo darte la razón.
– Meredith no morirá porque yo voy a romper el maleficio.
– De modo que insistes. ¿Y cómo pretendes hacerlo sin el pedazo de piedra desaparecido?
– Tú me vas a dar ese pedazo de piedra que me falta -contestó Philip sonriendo.
– Una vez más, te equivocas.
– Tú tienes el pedazo que falta. Eso escribiste en tu última nota. Lo robaste aquella noche del almacén. Estaba en la caja de alabastro.
La locura centelleó en los ojos de Edward.
– Sí. Así fue. Y lo leí. Solo yo poseo el secreto para romper el maleficio, y nunca lo compartiré con nadie. Nunca.
Philip sintió un estremecimiento de alivio. Las palabras de Edward le dejaban claro que había una manera de romper el maleficio. Ahora todo lo que tenía que hacer era recuperar aquel trozo de piedra. Y sobrevivir. Se movió lentamente hasta donde estaba su bastón.
– Enséñame la piedra, Edward.
– Oh, claro que lo voy a hacer -dijo Edward riendo-. ¿Qué mejor manera de hacerte sufrir que enseñarte lo que nunca podrás conseguir? Es como dejar a un hombre tirado en el desierto a las puertas de un oasis. -Metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta, Edward sacó la piedra, que apenas ocupaba la mitad de la palma de su mano.
A Philip se le aceleró el corazón. Sin duda, se trataba del pedazo de piedra desaparecido.
– ¿Te gustaría saber qué es lo que pone, verdad? -se mofó Edward-. Pero nunca lo sabrás. Vas a ir directo a la tumba, Philip; al mismo lugar al que enviaste a Mary. Y espero que tus últimos pensamientos sean que has perdido todo lo que querías.
– Matar a mi familia no te traerá de vuelta a Mary.
– Pero te hará sufrir. Y por supuesto que matar a tu familia no es tan importante como matar a miss Chilton-Grizedale. -Una desagradable sonrisa curvó sus labios-. Ojo por ojo, Philip.
– No conseguirás escapar con vida. Te colgarán.
– No me importa. Mi vida está acabada. Tú y tu maleficio han acabado con ella.
Sin dejar de mirar a Edward, Philip dio un paso hacia delante.
– Dame la piedra, Edward.
– No te acerques ni un paso más, Philip.
Philip avanzó otro paso.
– ¿Por qué no? Me vas a matar de todas formas. -Avanzó otro paso. Luego miró por encima de los hombros de Edward abriendo mucho los ojos y meneando la cabeza.
– ¿Qué…? -En el momento en que Edward se volvió para ver qué había detrás de él, Philip agarró su bastón.
Al darse cuenta de que le había engañado, Edward dio medía vuelta en redondo. Philip le golpeó con el bastón en medio del pecho. Los ojos de Edward se abrieron sorprendidos y luego se entornaron con una mueca de cólera. Pero enseguida Edward se recuperó y evitó el nuevo ataque de Philip. Con un inhumano acceso de ira, Edward se lanzó sobre Philip enviándolo de un golpe contra las cajas amontonadas a su espalda. El bastón se le escapó de las manos.
– Maldito desgraciado -gritó Edward golpeando a Philip contra el muro con todo el peso de su cuerpo.
Philip trató de moverse, pero se quedó quieto al notar el cañón de la pistola apretando contra sus costillas. Un simple movimiento del dedo de Edward podría acabar con su vida. Había oído decir que la locura les da a algunos hombres una fuerza especial, y Edward acababa de demostrárselo. El antebrazo de Edward apretaba el cuello de Philip cortándole la respiración. Sabiendo que no tendría otra oportunidad, Philip se echó hacia delante empujando a Edward varios pasos. Agarró las muñecas de Edward. En una mano llevaba la pistola, en la otra la piedra. Ambos hombres se miraron a los ojos con fiereza. Con el sudor cayéndole por la cara y los músculos en tensión, Philip trató de dirigir la pistola hacia otro lado.
– ¿Crees que vas a poder vencerme? -farfulló Edward, con su cara a solo unos centímetros de la de Philip-. Piensa un poco, desgraciado. Yo sé que pase lo que pase no podrás vencer.
Un ruido seco, seguido por el sonido de la bota de Edward aplastando algo, hizo que a Philip se le helara la sangre.
– Ya no existe la piedra -murmuró Edward-. Y tú tampoco. Espero que te pudras en el infierno.
Y apretó el gatillo.
El carruaje acababa de llegar a la puerta del almacén, cuando el sonido de un disparo cruzó el aire. Con el corazón latiendo rápidamente por el miedo y el espanto, Meredith agarró el brazo a Andrew.
– Cielos, eso ha sido en el almacén.
– Quédese aquí -dijo él abriendo la puerta del carruaje y saltando a tierra.
– No pienso hacer tal cosa. Philip puede estar en peligro y yo voy a ayudarle.
Andrew sacó un cuchillo de su bolsillo.
– ¿Ayudar? ¿Cómo?
Saltando al suelo, Meredith levantó su bolso lleno de piedras.
– Yo también voy armada -dijo ella levantando la barbilla-. Y estoy decidida a no quedarme aquí esperando.
– ¿Es buena con esas cosas? -preguntó Andrew alzando las cejas.
– ¿Necesita que se lo demuestre?
Se quedaron mirándose por un momento y luego Andrew negó con la cabeza.
– Estoy seguro de que sabe defenderse. No haga ruido y quédese detrás de mí. Y, por el amor de Dios, no vaya a dejar que la maten.
Agarrándola de la mano, Andrew la condujo en silencio hacia el almacén. No habían dado más de una docena de pasos cuando ella se detuvo y le apretó la mano.
– Hay alguien entre las sombras -susurró con el corazón en un puño.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando Bakari salió de entre las sombras empuñando un cuchillo de hoja curva.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Andrew en un susurro.
– Lo mismo que usted. Intento salvarle la vida.
Andrew asintió y luego indicó a Bakari con un movimiento de cabeza que fuera por la parte de atrás. La puerta del almacén estaba entreabierta y se colaron por la ranura. Caminando detrás de Andrew en silencio, Meredith trataba de respirar lenta y profundamente, llevando el aire hasta el fondo de sus pulmones constreñidos, intentando luchar contra el miedo. SÍ le pasara algo a Philip…
Manteniéndose cerca de las sombras que producían los montones de cajas, fueron avanzando por el almacén. Meredith aguzaba los oídos, pero hasta ella no llegaba más sonido que el latido de su propio corazón bombeando con fuerza. Cuando estaban llegando al último recodo antes del lugar donde se encontraban las cajas de Philip, el señor Stanton se detuvo. Se quedaron escuchando durante unos segundos, pero no se oía nada. Entonces doblaron la esquina con cautela.
Meredith notó que a Andrew se le cortaba la respiración, y a continuación le oyó emitir un agónico gruñido.
– Philip…, oh, Dios… maldita sea.