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Andando de una punta a la otra del pequeño salón privado que habían habilitado en un rincón al lado de la sacristía de St. Paul, Philip Whitmore, vizconde de Greybourne, rezaba con todas sus fuerzas para que la novia no se presentara.

Su estómago estaba agarrotado por la tensión; extrajo el reloj del bolsillo de su chaqueta y consultó la hora. Aún faltaban varios minutos para que diera comienzo la ceremonia. ¿Se presentaría lady Sarah? «Que Dios me ayude si lo hace.»

Maldita sea, en qué situación completamente imposible se encontraba. ¿Habría logrado que lady Sarah le comprendiera? Solo había tenido una oportunidad para hablar con ella en privado, cuando habían estado cenando la noche antes en la casa que su padre tenía en la ciudad. Debido a una caída que había sufrido aquella mañana y al haberse sentido luego indispuesta por un dolor de cabeza, lady Sarah no había podido estar presente en la cena. Lord Greybourne cerró los ojos. «Primero una caída y luego un dolor de cabeza.» Por todos los demonios, había temido que pasara algo parecido.

Sin embargo, después de la cena lady Sarah hizo su aparición. A los pocos minutos de conversación, él le había pedido que le enseñara la galería y ella le había acompañado. Y entonces había tenido la oportunidad de hablar con ella… de advertirla. Ella había oído su relato aparentando prestar una educada atención a cuanto le decía, y al final tan solo había murmurado: «Qué… interesante. Pensaré en ello». A continuación se había retirado con la excusa de que le dolía la cabeza. Cuando había intentado volver a hablar con ella al día siguiente, el mayordomo le había informado de que todavía le dolía la cabeza y no podía recibir visitas. Había intentado hablar con su padre, pero el duque no estaba en casa. Philip había dejado una nota a su Excelencia, pero no había recibido respuesta, lo cual significaba que habría llegado a casa demasiado tarde para contestarle. Y el resto de su tiempo Philip lo había pasado en el almacén, buscando entre las numerosas cajas que tenía allí la única cosa que podría salvarle. Pero no había tenido suerte, lo que quería decir que, de una manera u otra, aquel día estaba a punto de dar un giro muy desagradable en su vida.

Lo más probable era que alguien le hiciera llegar pronto una nota, o bien que pronto llegara la propia lady Sarah. O que no llegara. Se pasó las manos por el pelo y se ajustó el ya apretado pañuelo. De todos modos, la había fastidiado. El honor le obligaba a casarse con lady Sarah. Pero el honor también le decía que no debía hacerlo. Se formó una imagen de ella en su mente. Una muchacha tan joven y encantadora. La idea de tomarla por esposa debería producirle gran alegría. Sin embargo, era una idea que hacía que sus entrañas se agarrotaran de terror.

Llamaron a la puerta y él se dirigió hasta ella a toda prisa para abrir. Su padre entró en la habitación y Philip cerró la puerta tras él con un suave chasquido. Al darse la vuelta su mirada se cruzó con la de su padre, y esperó a que este empezara a hablar. Los signos de la enfermedad de su padre se veían claramente a la luz de los rayos de sol que entraban por la ventana. Profundas grietas cruzaban su boca, y su rostro estaba pálido y en los huesos, Se lo veía considerablemente más delgado que la última vez que Philip salió de Inglaterra; su cara estaba completamente demacrada, con oscuras sombras de ojeras rodeando de gris sus ojos.

Pero aquellos ojos no habían cambiado en absoluto. Azules y afilados, podían cortar con una sola mirada fría, como bien sabía Philip. Mechones grises le cubrían las sienes, pero su pelo de ébano seguía siendo espeso. Parecía una versión más pálida, vieja y cansada del hombre sano que había sido una década antes. Un hombre con el que Philip había compartido poco más que silencio y tensión desde el día en que murió la madre de Philip -una situación de lo más dolorosa, ya que él y su padre habían tenido una relación cálida y amistosa antes de la muerte de su madre. Un hombre que había hecho un trato con Philip, un trato que le había dado la oportunidad de perseguir su sueño, aunque solo fuera hasta que «algún día»… se le pidiera una sola cosa a cambio.

El padre de Philip no había reaccionado bien cuando supo que se trataba de la única cosa que este no podía concederle.

Su padre caminó lentamente hacia él, observando cada uno de los detalles del aspecto de Philip. Se detuvo cuando solo los separaban un par de pasos. Un montón de recuerdos asaltaron a Philip como un torrente de imágenes que cruzaran por su mente, y acabaron, como siempre sucedía cuando pensaba en su padre, con aquellas frías palabras de condena: «Un hombre sólo vale lo que vale su palabra, Philip. Si hubieras mantenido la tuya, tu madre no habría…».

– La ceremonia está a punto de empezar -dijo su padre con una expresión indefinible.

– Lo sé.

– Desgraciadamente, la novia no ha llegado todavía.

– Ya lo veo. -«Gracias a Dios», pensó.

– Has hablado con ella. -Estas palabras eran una aseveración, más que una pregunta.

– Sí, lo he hecho.

– Habíamos quedado en que no lo harías.

– No. Me habías pedido que no le contara nada, pero yo no dije que estuviera de acuerdo -afirmó Philip dejando caer los brazos a los lados-. Tenía que contárselo. Ella tiene derecho a saberlo.

– ¿También se lo has contado a lord Hedington?

– Lady Sarah me pidió que no lo hiciera -respondió Philip meneando la cabeza-. Al menos no hasta que ella hubiera reflexionado sobre el asunto.

– Bueno, con cada minuto que pasa sin que se presente, se hace más claro lo que piensa de ese asunto.

Philip solo podía esperar que su padre estuviera en lo cierto.

Meredith estaba de pie a la sombra de las columnas de mármol del vestíbulo de St. Paul, haciendo esfuerzos para aparentar dignidad y tratando de contener su excitación; rogando por no parecer un niño con la cara pegada en la ventana de una confitería. Una procesión de elegantes carruajes se dirigía hacia la entrada este de la magnífica catedral, llevando a lo más florido de la alta sociedad a la boda de lady Sarah Markham y el vizconde de Greybourne. Un murmullo de susurros emocionados hacía eco entre la multitud de invitados que entraba en la iglesia; sus voces se oían apagadas por la música de órgano mientras pasaban al lado de Meredith. Ella cazaba pedazos de conversación mientras se deslizaban a su lado.

«… el valiente Greybourne estuvo a punto de morir en un altercado con una tribu de…»

«… parece que quiere montar su propio museo con un colega norteamericano…»

«Se dice que sus negocios de importaciones son de lo más floreciente…»

«Es sorprendente que haya conseguido echar el lazo a lady Sarah, dado sus extraños intereses y el escándalo que provocó hace tres años…»

Poco a poco fueron llegando todos los miembros de la alta sociedad, caminando a través de la magnífica columnata de la entrada para introducirse en la iglesia, pasando bajo la esplendorosa arquitectura de la catedral, hasta que casi quinientos invitados llenaban los bancos de St. Paul. Todos excepto el único de los invitados que Meredith estaba deseando especialmente ver allí. ¿Dónde estaba la novia?

Santo Dios, esperaba que lady Sarah no estuviera todavía indispuesta a causa del accidente sufrido en el vestidor. No, seguramente no. Si así fuera, su padre habría enviado una nota. Meredith había intentado hablar con lady Sarah ayer, para informarse de cómo había ido su encuentro con lord Greybourne la noche anterior. Pero cuando trató de reunirse con ella por la tarde, lord Hedington le había comunicado que a lady Sarah le era imposible recibir visitas a causa de un persistente dolor de cabeza. Al ver la alarma en el rostro de Meredith, lord Hedington la había calmado enseguida, diciéndole que lady Sarah acaba de tomarse una tisana reconstituyente y que, después de unas bien merecidas horas de sueño, estaría perfectamente para la boda. Cuando le comentó que lady Sarah y lord Greybourne habían pasado más de una hora juntos paseando por la galería la noche anterior, y que lo habían pasado «estupendamente bien», buena parte de los nervios a flor de piel de Meredith se calmaron. Además, lord Hedington añadió que, a pesar de su desaliñado traje y su abominable pañuelo -lo cual podía solucionarse empleando a un ayuda de cámara apropiado-, lord Greybourne parecía una persona decente.

Gracias a Dios. Ella no había podido ver al novio para ponerlo a punto por sí misma. Había intentado sin éxito reunirse con lord Greybourne para asesorarlo, al menos con las lecciones de etiqueta de última hora que requería la ceremonia, pero aquel hombre había estado tan evasivo como la niebla. Había contestado a las tres notas que ella le había enviado con otras tres frías notas afirmando que estaba demasiado «ocupado».

¿Ocupado? ¿Qué podía mantenerle tan ocupado para no dedicar un cuarto de hora de su programa a reunirse con ella? Sin duda, estaría ocupado en sus propias diversiones. Un grosero, eso es lo que era.

El campanario de la catedral dio la hora. Era el momento en que estaba previsto que comenzara la ceremonia.

Y todavía no había ni rastro de la novia.

Un frío estremecimiento de inquietud se deslizó por la espalda de Meredith, una sensación que no era aliviada por el hecho de ver a lord Hedington entrando a grandes zancadas en el vestíbulo, con las cejas arqueadas en un gesto seno. Meredith salió de entre las sombras.

– Su Excelencia, ¿está seguro de que lady Sarah se encuentra bien?

– Ella me ha asegurado que se encuentra perfectamente, pero he de admitir que estoy empezando a preocuparme. Siempre ha sido una muchacha puntual. Al contrario que muchas otras mujeres, mi hija está muy orgullosa de su puntualidad -dijo meneando la cabeza-. Nunca debí haber venido a la iglesia sin ella, pero me insistió tanto… -Sus palabras se interrumpieron e hizo un gesto de alivio-. Ahí llega su carruaje, gracias a Dios.

Meredith miró hacia fuera y se sintió más tranquila al ver un elegante carruaje negro que se acercaba tirado por cuatro caballos grises. El cochero detuvo el carruaje en la rotonda frente a la catedral; un lacayo de librea saltó de él y subió corriendo la escalinata.

– Su Excelencia, traigo un mensaje para lord Greybourne -dijo el joven extrayendo un sobre lacrado-. Lady Sarah me ha dado instrucciones de que se lo hiciera llegar justo antes de que comenzara la ceremonia.

– ¿Que lady Sarah te ha dado instrucciones? -El duque miró hacia el coche por encima del hombro del lacayo-. ¿Dónde está lady Sarah?

Los ojos del lacayo se abrieron como platos.

– ¿No está aquí? Salió en dirección a St. Paul tan solo unos minutos después de que se marchara su Excelencia.

– Pero sí el carruaje lo lleváis vosotros, ¿cómo pensaba venir ella? -preguntó el duque con un tono de voz irritado.

– Llamó al varón Weycroft, su Excelencia -respondió el lacayo-. Lady Sarah, junto con su doncella, salieron con el varón en su coche.

El rostro del duque se convirtió en una expresión de duda.

– ¿Weycroft, dices? Yo ni siquiera lo he visto. Bueno, al menos no está sola, a pesar de que me parece de lo más extraño que no haya llegado todavía. Por Dios, espero que no se les haya roto una rueda o algo por el estilo.

– Nosotros no nos hemos cruzado con ellos por el camino, su Excelencia -dijo el lacayo con una expresión tan confundida y preocupada como la del duque.

– La nota -interrumpió Meredith inclinando la cabeza hacia el papel e intentando refrenar una sensación de temor que iba en aumento-. Deje que se la entreguemos enseguida a lord Greybourne. Seguramente él nos dará las respuestas que estamos buscando.

Sonó un golpe en la puerta y Philip y su padre intercambiaron una mirada. Philip se sintió recorrido por un estremecimiento. ¿Habría llegado lady Sarah?

– Pase -dijo.

Se abrió la puerta y lord Hedington entró en la habitación, con todas las líneas de su cuerpo denotando una tensión y una preocupación obvias. Con sus pobladas cejas, su mentón prominente, sus orejas demasiado grandes y los pliegues de su piel cayendo bajo unos ojos saltones, lord Hedington parecía el mal retrato de un perro de caza. Una mujer que no le era familiar, vestida a la moda con un traje azul oscuro, se había quedado de pie delante de la puerta abierta. Observaba todos los rincones de la habitación como si estuviera buscando a alguien; en un momento dado sus miradas se encontraron. Philip notó que ella le miraba, primero con extrañeza y enseguida con una expresión de sorpresa grabada en los ojos.

– ¿En qué puedo ayudarla, señorita…?

El color desapareció de sus mejillas y ella se inclinó en una rápida reverencia.

– Me llamo miss Meredith Chilton-Grizedale, señor. Soy…

– Es la casamentera que concertó la boda con mi hija -dijo lord Hedington con voz recia desde detrás de Philip.

Philip se la quedó mirando sin poder ocultar su sorpresa. Al oír hablar a su padre de la formidable miss Chilton-Grizedale, se había imaginado a una seria señora de pelo gris, una especie de abuelita, que no se parecía en nada a aquella joven que estaba de pie frente a él. Colocándose bien las gafas sobre la nariz, se dio cuenta de que ella parecía estar tan sorprendida de verle como él mismo. Se quedó inmóvil y tuvo la sensación de que no podía apartar la mirada de ella. Y, por todo lo que más quería, la verdad es que no era capaz de entender por qué. Seguramente se debía a la sorpresa, pues no se trataba de una mujer a la que se pudiera considerar hermosa. Sus rasgos eran demasiado irregulares. Muy poco convencionales.

Volviendo en sí, contestó al saludo de ella con una formal inclinación de cabeza.

– Es un placer conocerla, señorita. -Cuando hubo entrado en la habitación, Philip cerró la puerta tras ella y se dirigió a lord Hedington:

– ¿Ha llegado ya lady Sarah?

El duque se ajustó el monóculo, con lo que ahora parecía un perro de caza con un enorme ojo, y escudriñó a Philip con la mirada.

– No -contestó lord Hedington-. Aunque ya debería haber llegado, puesto que salió de casa hace más de una hora. -Gesticuló con una mano-. Pero ha enviado esta nota para usted. Acaba de llegar. Tengo que pedirle que la abra enseguida y me diga qué demonios está pasando aquí.

Philip tomó el sobre y se quedó mirándolo unos segundos. Se restregó los ojos, rogó que no se notara su sensación de relajo, y luego se obligó a levantar la vista del papel. Tres pares de ojos se clavaban en él mostrando diferentes grados de angustia. Su padre parecía bastante receloso. El padre de lady Sarah parecía preocupado. Y miss Meredith Chilton-Grizedale parecía estar profundamente preocupada.

Philip rompió el sobre. El sonido del papel al rasgarse resonó en el silencio de la habitación. Suspirando profundamente, Philip volvió a bajar los ojos hacia el papel.

Lord Greybourne:

Como me había pedido, he estado pensando en el asunto que discutimos durante nuestro encuentro. De hecho, no he podido dejar de pensar en ello ni un solo momento. Dada la evidencia que me presentó al respecto de la esposa de su amigo, además de su experta y profunda creencia en el poder del maleficio, y teniendo en cuenta el hecho de que yo haya sufrido la caída y el dolor de cabeza, no puedo negar el miedo que siento, ante la posibilidad de que nos casemos, de que suceda el tercer percance. De modo que esta carta es para comunicarle que no pienso casarme con usted, y que, por mi propia seguridad, he tomado las medidas necesarias para asegurarme de que no se me obligará a hacerlo. Pido disculpas por los problemas que causará el que no me presente en la iglesia, pero como bien dijo en nuestro encuentro, es lo mejor que podemos hacer. Por favor, avise a mi padre de que estoy bien y a salvo, y de que en casa le espera una carta mía explicándoselo todo.

Lady Sarah Markham

En cuanto Philip acabó de leer aquellas líneas, lord Hedington se puso a golpear el papel con su monóculo a la vez que preguntaba:

– Por el amor de Dios, dígame qué es lo que pone. ¿Está bien mi hija?

– Sí, su Excelencia, su hija está perfectamente -dijo Philip levantando la vista y cruzándose con la mirada del duque.

– Entonces, ¿por qué demonios no está aquí? ¿Dónde está?

La calma volvió a apoderarse de Philip, que dejó escapar el primer suspiro de alivio desde hacía meses. Ella le había dejado plantado. Gracias a Dios.

– No sé exactamente dónde se encuentra, pero dice que no tiene que preocuparse por su seguridad. De todas maneras, creo que lo más importante es que no está aquí. Y que no va a venir.

– ¿Que no va a venir? -bramó el duque-. Tonterías. Por supuesto que va a venir. Y se va a casar. Aquí. Con usted. Hoy mismo. -Sacó el reloj de bolsillo de su chaqueta y lo abrió-. Cinco minutos tarde.

– Me temo que no -dijo Philip acercándole la hoja de papel al duque, quien la agarró entre dos dedos. A los pocos segundos de leer la carta, el negro entrecejo del duque se ensombreció aún más.

– ¿Qué demonios quiere decir con eso del «maleficio»? ¿A qué se refiere? -preguntó el duque pasándole el papel al padre de Philip.

Philip se dio cuenta de que miss Chilton-Grizedale, cuyo rostro había tomado un matiz ligeramente verdoso, se había deslizado sigilosamente hasta acercarse a su padre, con los ojos como platos para poder echar un vistazo a la carta.

Antes de que Philip pudiera replicar, su padre levantó la vista de la nota y lo observó fijamente. El frío enfado y la decepción que emanaban del rostro de su padre se clavaron en la mirada de Philip. Más profundamente de lo que él podía soportar. Con más dureza de la que le hubiera gustado admitir. Por todos los demonios, él ya no era un muchachito en busca de la aprobación de su padre.

Pero en lugar de dirigir su ira hacia donde claramente estaba deseando hacerlo, su padre se dio la vuelta y dirigió toda la fuerza de su tranquila furia glacial sobre lord Hedington.

– Esto es un ultraje. ¿Qué tipo de débil de mollera, de inteligencia de mosquito, es tu hija, Hedington? ¿Cómo se atreve a escribir que no puede casarse con mí hijo? Y usted. -Su atención se dirigió ahora hacia miss Chilton-Grizedale, señalándola de una manera acusadora-. Yo la contraté para que le encontrara una esposa adecuada a mi hijo, no una boba casquivana que balbucea historias de maleficios y se echa atrás el mismo día de su boda.

El enfado brillaba en los ojos de miss Chilton-Grizedale, quien abrió la boca para contestar, pero la voz ofendida de lord Hedington interrumpió lo que fuera que iba a decir.

– ¿Débil de mollera? ¿Inteligencia de mosquito? -bramó el duque-. ¿Boba? ¿Cómo se atreve a hablar de mi hija en esos términos, especialmente cuando está claro lo que se desprende de su nota? -Se la arrancó al padre de Philip de las manos y la hizo ondear en la suya como si se tratara de una bandera-. Algo que su atontado hijo le contó a mi hija la ha puesto en esta desastrosa situación. -Ahora volvió su atención hacia miss Chilton-Grizedale-. ¿Y cómo se atrevió usted a negociar la unión de mi hija con un hombre tan poco recomendable? Me aseguró que el escándalo de hace tres años no fue nada más que un malentendido, que Greybourne era una persona respetable en todos los sentidos. Ahora ha asustado a mi hija con sus tonterías; y eso por no mencionar que su pañuelo es un completo desatino. Uno nunca debería fiarse de un hombre que lleva el cuello al descubierto.

La palidez de las mejillas verdosas de miss Chilton-Grizedale tomó un matiz carmesí, y levantando la barbilla dijo:

– Antes de que ustedes, caballeros, sigan diciendo más de lo que puedan arrepentirse después, o sigan lanzando acusaciones o calumnias contra mí, creo que deberíamos oír lo que tiene que decirnos lord Greybourne sobre este asunto.

La verdad era que, a pesar de lo apremiante de la situación, no podía por menos que aplaudir los nervios de acero de aquella mujer. Le hubiera costado nombrar a muchos hombres capaces de enfrentarse a esos dos padres enfadados con el mismo ímpetu y sentido común que ella tenía.

Philip carraspeó, se ajustó las gafas e inspiró una profunda bocanada de aire, mientras se preparaba, para contar al completamente deshecho lord Hedington y a la iracunda miss Chilton-Grizedale la misma historia que le había contado a su padre dos días antes, cuando llegó a Inglaterra.

– Sucedió algo mientras estaba en Egipto, algo que me impide casarme con lady Sarah. O con cualquier otra mujer.

Tras unos momentos de desafiante silencio, la comprensión, rodeada de acero, apareció en la mirada de lord Hedington.

– Ya veo. Se ha enamorado de una mujer extranjera. Eso es una desgracia, porque sus obligaciones le dicen que…

– No tiene nada que ver con otra mujer, su Excelencia. El problema es que sobre mí ha caído un… maleficio.

Nadie habló durante un largo rato. Al final lord Hedington carraspeó y, tras dirigir una mirada subrepticia a miss Chilton-Grizedale, dijo en voz baja:

– Creo que es bastante común que los hombres, ocasionalmente, sufran ese tipo de… infortunios. Pero estoy convencido de que la exuberante belleza de mi hija podrá poner remedio a sus… males.

Un sonido ahogado salió de la garganta de miss Chilton-Grizedale, y el padre de Philip palideció. Philip sentía cómo el rubor le subía desde el cuello. Por todos los demonios, no era posible que estuvieran teniendo aquella conversación. Se pasó las manos por la cara.

– Su Excelencia, no soy impotente.

No hubo duda de que tanto el padre de Philip como el duque se sintieron aliviados. Antes de que nadie pudiera volver a hablar, Philip continuó su relato:

– Estoy hablando de un maleficio, uno escrito en una tablilla de arcilla que descubrí el día antes de embarcarme en Alejandría.

El pensamiento de Philip volvió atrás, hasta aquel día, varios meses antes, en que encontró la piedra. Deslumbrado por el brillo del sol, respirando con dificultad a causa del aire caliente y húmedo que olía como ningún otro… un aire impregnado con la fragancia de la historia de civilizaciones antiguas. Un aire que iba a echar de menos con un dolor que no podía describir cuando al día siguiente saliera de nuevo hacia su país para casarse. Para cumplir con una promesa que había hecho una década antes. Una promesa que no podía posponer más, ahora que su padre estaba a punto de morir.

Había estado preparándose para la marcha todo el día -su último día-, pero no se decidía a guardar sus herramientas -por última vez-, a lavarse las manos del polvo y la suciedad -por última vez-; todo le impelía a continuar con su trabajo. Y unos minutos más tarde…

– El día antes de salir hacia Alejandría para mi viaje de regreso a Inglaterra hice un descubrimiento: una caja de alabastro. Dentro de la caja había una piedra muy intrigante con algo escrito en un lenguaje antiguo. Como las lenguas antiguas me interesan especialmente, me sentí muy emocionado por aquel hallazgo. Tomé la caja y me retiré a mi camarote en el Dream Keeper a esperar hasta que zarpáramos al atardecer. Cuando logré descifrar la tablilla, me di cuenta de que se trataba de un maleficio.

El semblante de lord Hedington parecía una nube de tormenta.

– ¿Qué tipo de persona puede creer en tales estupideces…?

– No es una estupidez, su Excelencia. Esas cosas eran muy comunes en la Antigüedad, y de hecho todavía tienen vigencia en muchas culturas. -Philip suspiró profundamente y luego continuó-: Basándome en mi traducción y en la estimación de la edad de la tablilla, llamada «Piedra de lágrimas», supuse que el maleficio debió de haberse pronunciado hacia el primer o el segundo siglo antes de Cristo. Deduje que el mismo se debía a un nombre que, justo antes de casarse, descubrió que su prometida lo había traicionado con otro hombre. El maleficio afectaba a la esposa del hombre que iba a casarse, y se basaba en tres acontecimientos que iban a ocurrir (dos durante los días que precedían al de la boda y un tercero dos días después de la boda). Antes de la boda, el maleficio decretaba que la novia sufriría una caída sin importancia, y a continuación un fuerte dolor de cabeza. Creo que estas dos cosas simbolizaban la «caída» desde la virtud y el «dolor» que iba a provocar en el novio. Luego, dos días después de la boda, la novia iba a… morir.

Un silencio siguió a sus últimas palabras. A continuación, el duque se colocó el monóculo y se quedó observando a Philip.

– Así que usted cree, basándose en unos garabatos en un trozo de piedra, que si se hubiera casado con mi hija, ella moriría dos días después de la boda. ¿Lo he resumido bien?

– Sí, exactamente, lo ha resumido a la perfección. El maleficio especifica que la novia de cualquiera que lea la tablilla sufrirá la maldición, o su esposa, si ya estuviera casado. Y yo he leído la piedra. Al principio tuve la esperanza de que el maleficio se hubiera roto con el pasar de los siglos, pero, desgraciadamente, ciertos acontecimientos recientes han barrido esa esperanza. Se habrá dado cuenta de que hace dos días lady Sarah sufrió una caída sin importancia y luego un fuerte dolor de cabeza. Exactamente como preveía el maleficio.

– Una coincidencia…

– No lo era, su Excelencia. Existen pruebas que no podemos ignorar, especialmente si las relacionamos con una carta que recibí varias horas después de llegar a Inglaterra.

– ¿Informándole de qué exactamente?

– Durante la primera semana de nuestro viaje de regreso a Inglaterra estuve escudriñando la piedra todo el tiempo, tratando de hallar alguna cosa que se me hubiera podido pasar por alto. Cuando no estaba en mi camarote, mantenía la piedra escondida para evitar que cualquier otra persona la pudiera encontrar y traducir. Sin embargo, varios días antes de llegar a puerto, mientras estaba estudiando la piedra, oí un ruido extraño. Preocupado, salí corriendo de mi camarote. -Se colocó las manos bajo la cara-. Creí que había escondido la piedra, pero parece ser que en mi precipitación no la guardé demasiado bien. Cuando regresé a mi camarote encontré en él a uno de mis colegas, Edward Binsmore. Había ido hasta allí para preguntarme por el ruido y había visto la piedra sobre mi escritorio. Como es una persona tan interesada como yo en las lenguas antiguas, pudo traducir. Al momento nos dimos cuenta de las consecuencias que podía acarrear lo que acababa de hacer, pues Edward tenía una esposa que le esperaba en Inglaterra.

Philip miró a su audiencia y se esforzó por mantener un tono de voz tranquilo:

– Estuvimos rezando durante el resto del viaje, y en el momento en que llegamos al muelle de Londres, Edward se fue directo a su casa, a las afueras de la ciudad. Varias horas después me llegó una carta suya. -Sintiendo un nudo en la garganta, extrajo la nota de Edward del bolsillo de su chaqueta y se la pasó al duque-. Mary había muerto. Había fallecido de manera inesperada. La fecha de su muerte era exactamente dos días después de que Edward hubiera traducido la «Piedra de lágrimas».

Mientras el duque echaba un vistazo a la misiva, Philip continuó:

– Como puede ver por la nota, Edward dice que durante los dos días anteriores a su muerte, Mary había sufrido una caída en el jardín, seguida por la aparición de un fuerte dolor de cabeza. La carta me convenció a mí, y a él también, de que el maleficio aún no se había roto. -Introdujo sus dedos entre el cabello-. Entiendo que sea bastante difícil creer en este tipo de cosas. Cosas que no pueden verse o tocarse, cosas que hacen saltar los límites de la credulidad y que son difíciles de aceptar. O bien se las trata como coincidencias. Por supuesto, basándome en mis años de estudio e investigación, yo ya no creo en las coincidencias. Y mi creencia en la vigencia de este maleficio está apoyada (de la manera más trágica) por Edward, a quien se considera un experto en estas materias. Y lo mismo podría decir un colega norteamericano, Andrew Stanton, que está sentado entre los invitados a la boda.

– Yo no creo en esa sarta de tonterías -dijo el duque con el rostro enrojecido.

– Bueno, es su elección, pero eso no hace que la maldición sea menos real. La esposa de mi amigo Edward Binsmore murió a causa de este maleficio.

El duque movió la mano en un gesto despectivo, pero un destello de incertidumbre centelleó en sus ojos.

– Sarah me habló de su caída en la sastrería. Seguramente la muchacha debió de golpearse la cabeza en el incidente por haber hecho caso de este cuento chino. No puedo creer que usted se haya tragado esta historia sin pies ni cabeza.

Philip miró fijamente a lord Hedington, intentando que pudiera ver el fondo de su sinceridad.

– No puedo hacerme responsable de la muerte de su hija. Y estoy convencido de que si nos hubiéramos casado ella iba a morir. Usted puede no creer en el maleficio -dijo tranquilo-, pero teniendo en cuenta los datos que le he presentado, ¿puede decirme sinceramente que está dispuesto a poner en peligro la vida de su hija ante la posibilidad de que yo esté equivocado?

Lord Hedington apretó los labios mientras lo pensaba, y al final negó con la cabeza.

– Dadas las circunstancias -continuó Philip-, le dije a lady Sarah que la comprendería perfectamente si decidía echarse atrás. De hecho, la animé a que así lo hiciera.

– ¿Y si ella no se hubiera echado atrás? -El rostro de lord Hedington palideció levemente.

– No me habría casado con ella -contestó Philip sin inmutarse-. No hoy. No habría considerado esa posibilidad hasta que hubiera descubierto la manera de romper el maleficio.

– Entonces, ¿para qué demonios hemos venido hoy aquí? -preguntó el duque.

– No tenía noticias de la decisión de lady Sarah. Intenté verla ayer, pero seguía estando indispuesta. Si hubiera elegido venir hoy a la iglesia, habría intentado hablar con ella, explicarle de nuevo por qué no podemos casarnos, al menos no en este momento. Y la habría animado para que se decidiera a posponer la boda. No podía abandonar sin más a mi novia en el altar.

– Como hiciste hace tres años -dijo el padre de Philip con una voz fría.

Philip se giró hacia su padre y sus miradas se cruzaron. Él y su padre ya habían discutido ese tema el día en que Philip llegó a Londres, pero la expresión fría en los ojos del conde indicaba claramente que tenía ganas de volver a discutirlo, a pesar de que tuvieran público.

– Me has decepcionado profundamente, Philip -le dijo su padre en voz baja-. Está claro que cometí un grave error, cuando estuve de acuerdo en financiar tus estudios sobre antigüedades y tus expediciones al extranjero, al no haber estipulado una fecha de regreso para que te casaras, pero de ninguna de las maneras se me pasó por la cabeza que podrías estar aún dando vueltas por el mundo en vísperas de tu treinta aniversario. Yo he cumplido mi parte del trato. Para tu deshonor veo que tú te niegas a hacer lo mismo.

– Salvar la vida de una mujer no es un deshonor, padre.

– Tus razones se basan en la superstición, en coincidencias, en sinsentidos, y la verdad es que todo esto francamente me suena más bien a excusas irrisorias para no cumplir con tus obligaciones -dijo el conde con un gesto de desaprobación-. Lamentablemente, no puedo decir que me haya sorprendido este giro en los acontecimientos. Hiciste caer el escándalo sobre tu familia cuando no volviste para la boda que había preparado para ti hace tres años.

– Un arreglo que hiciste sin mi previo conocimiento o consentimiento. -Philip tiró del maldito pañuelo que le estaba estrangulando como si fuera una soga-. La razón por la que he vuelto ahora a Inglaterra es cumplir mi parte del trato y casarme.

– Porque me estoy muriendo.

– Porque siempre tuve la intención de hacerlo. Algún día. Tu salud me hizo comprender que algún día era ahora.

– Pero lo primero que me dijiste era que no podías cumplir tu parte del trato a causa de no sé qué piedra estúpida.

Philip dejó caer los brazos defraudado. Con el rabillo del ojo observó a lord Hedington y a miss Chilton-Grizedale, que escuchaban su conversación con mucha atención y con los ojos como platos. Bueno, al infierno con ellos. No iban a ser precisamente las primeras personas que desaprobaran su conducta.

– Mi honor y mi integridad lo son todo para mí. Si no fuera una persona de honor, me habría quedado callado. Me habría casado con lady Sarah, y tras su prematuro fallecimiento al cabo de dos días, no habría tenido ningún problema para marcharme de aquí y llevar la vida que me hubiera apetecido, volviendo a Egipto o a Roma o a Grecia, y habiendo cumplido con mi trato de casarme.

Sus palabras se quedaron colgadas en el aire en medio de los presentes, con solo el sonido del reloj de pared rompiendo el prolongado silencio. Al final, miss Chilton-Grizedale carraspeó y dijo:

– Ha mencionado usted la intención de averiguar si hay una manera de romper el maleficio, señor. ¿Cree que es posible conseguirlo?

Él se volvió hacía ella. El matiz verdoso había abandonado su rostro. Ella se quedó observándolo con sus serios ojos de color azul marino, y él aprobó mentalmente esa manera tranquila de manejar la situación. Por mucho que estuviera apremiada, se veía claramente que no era del tipo de mujeres que se anda por las ramas a la menor provocación, y su manera de pensar era clara y concisa. Se dio cuenta de la razón por la que su padre la consideraba una buena estratega.

– No sé sí existe alguna manera de romper el maleficio -admitió Philip-. Aunque a menudo suele ser así. Pero, por desgracia, la «Piedra de lágrimas» está rota, así que si en ella se hablaba del remedio al maleficio, este se ha perdido. Sin embargo, tengo la esperanza de que el otro pedazo de piedra esté entre los restos que viajaban conmigo en el barco, o entre las cosas que iban en un segundo barco que partió varios días después del mío. Me han informado de que ese barco, el Sea Raven, no ha llegado todavía a puerto (seguramente a causa del mal tiempo o por problemas de mantenimiento), pero espero que llegue un día de estos. Y aun antes de que llegue, me quedan montones de cajas que desembalar y examinar.

– ¿Recuerda usted haber encontrado ese trozo de piedra?

– No recuerdo haber visto un trozo de piedra de ese tipo -contestó Philip meneando la cabeza con decepción-. Sin embargo, eso no significa que no pueda estar entre los demás hallazgos. No he visto todas las cosas que se embalaron. Es muy posible que lo enviara a Inglaterra en alguno de los barcos anteriores y que me esté esperando en el Museo Británico. Pero esté segura de que pondré todo mi empeño en encontrarla. Aunque, entre tanto, debemos enfrentarnos a la situación que tenemos entre manos.

– O sea, a la ausencia de la novia el día de su boda -murmuró miss Chilton-Grizedale.

– Y a tu negativa a casarte -añadió el padre de Philip en voz alta.

El se volvió hacia su padre y se topó con sus glaciales ojos azules.

– Sí. Al menos me niego hasta que haya encontrado una manera de acabar con el maleficio, asumiendo que la haya. Si soy capaz de descubrir la forma de romper la maldición, no dudaré en casarme con lady Sarah.

– ¿Y si no hay ningún remedio? ¿O no puedes llegar a descubrirlo?

– Entonces no me casaré. Con nadie. Jamás.

– Me habías dado tu palabra. -Los labios de su padre se estiraron en una delgada línea.

– Pero eso fue antes de…

– Antes de nada. Una promesa es una promesa. Los tratos obligan. Me estremezco al pensar en las consecuencias sociales y económicas de no casarte con lady Sarah.

– Las consecuencias económicas serán considerables, se lo puedo asegurar -interrumpió lord Hedington en tono amenazador.

– Por el amor de Dios, si esta ridícula historia del maleficio llega a conocerse, el escándalo nos arruinará -dijo enfadado el padre de Philip-. La gente pensará que te has vuelto loco.

– ¿Eso es lo que piensas? ¿Que me he vuelto loco?

La reacción de su padre fue exactamente la que esperaba, y ahora era imposible disimular el dolor y el desengaño en el tono de su voz. A su padre se le encendieron las mejillas.

– Preferiría pensar eso antes que imaginar que has inventado una estúpida excusa para eludir tus obligaciones y tus promesas. Otra vez.

– Una vez me dijiste que un hombre vale tanto cuanto vale su palabra. -Se intercambiaron una intensa mirada, cargada con los recuerdos de la negra noche pasada junto al ataúd de su madre-. Fue un consejo que me tomé muy a pecho. Te doy mí palabra de que no estoy intentando eludir mis obligaciones.

Su padre apretó los ojos unos segundos y luego buscó la mirada de Philip.

– Si tengo que hacer caso de todas estas tonterías, debo decir que realmente crees en ese maleficio. Sin embargo, tu creencia está equivocada, y por nuestro propio bien, deberías dejar a un lado esas… ideas y tratar de corregir el desastre que has provocado. Has pasado muchos años lejos de la civilización, inmerso en costumbres ancestrales que sencillamente ya no tienen cabida en el mundo moderno de hoy.

– No hay ningún error en las palabras escritas en la piedra.

– Son palabras, Philip. Nada más. Por lo que me has dicho, son los desvaríos de un hombre celoso engañado por su amada. No tienen poder, a menos que insistas en darles un poder que no les pertenece. No lo hagas.

– Me temo que no puedo comprometerme, padre, a nada más que a poner todo mi empeño en encontrar el pedazo de piedra que falta.

– Dado que en este momento no estoy seguro de qué es lo que tengo que creer, o qué tengo que hacer con esta historia del maleficio -dijo lord Hedington atolondradamente-, estoy de acuerdo con Ravensly en que ni una sola palabra de todo esto debe salir de esta habitación. -Su ceño fruncido abarcó a todo el grupo-. ¿Estamos de acuerdo?

Todos asintieron con la cabeza y murmuraron un sí.

– Y quiero encontrar a mi hija.

– Son dos planes excelentes -afirmó Philip-. Sin embargo, creo que lo más importante en este momento son los cientos de invitados que están esperando en la iglesia. -Colocó sus manos debajo de la cara y miró uno tras otro a su padre, a lord Hedington y a miss Chilton-Grizedale-. Ya que nos hemos puesto de acuerdo en no decir nada por ahora del maleficio, deberíamos ponernos de acuerdo en buscar otra excusa, porque me parece que no podemos aplazar más un anuncio formal de que la boda no va a tener lugar hoy.

Lord Hedington y el padre de Philip miraron hacia la puerta con cara de desaliento. En el momento en que Philip daba un paso hacia ellos, oyó a su espalda un leve gemido seguido por un ruido sordo. Miró por encima de un hombro y se quedó helado.

Miss Chilton-Grizedale se había derrumbado y estaba tumbada en el suelo.

Meredith volvió en sí lentamente. Alguien estaba frotando una de sus manos de la manera más delicada posible. Intentó abrir sus pesados párpados y de repente se encontró a sí misma reflejada en los ojos castaños con gafas de lord Greybourne. En el momento en que se cruzaron sus miradas, la expresión de él se relajó. Ella parpadeó. Él ya no parecía en absoluto una rana. Parecía un empollón, pero con una especie de desaliño especial. Eminentemente masculino y fuerte. Y olía de una manera maravillosa. Con una mezcla de sándalo y lino recién lavado. Sí, era evidente que ya no parecía una rana. Y de repente él la miró perplejo.

– No, por supuesto que no hay ranas aquí, miss Chilton-Grizedale.

Cielos, ¿había estado hablando en voz alta? Por supuesto que no. Sintió un zumbido en los oídos, y se quedó mirando fijamente su cara. Parecía un hombre decente… «Se anuncia que la boda de hoy no tendrá lugar… no va a tener lugar».

Y acababa de arruinar su vida. Por Dios.

– Me alegro de que se haya relajado -dijo él-. Creí que tenía usted un carácter de hierro, pero veo que estaba equivocado.

– ¿Haberme relajado? ¿Qué quiere decir? -preguntó ella arqueando las cejas.

– Se ha desmayado.

– No me he desmayado. No soy propensa a los vahídos.

Cielos, ¿qué le pasaba a su lengua? La sentía como algo extraño en su boca.

Él sonrió. Una media sonrisa torcida que formaba un hoyuelo en sus mejillas.

– Bueno, para alguien que no es propenso a los vahídos, se ha desvanecido como un montón de papiros echados al Nilo. ¿Se encuentra mejor como para incorporarse?

¿Incorporarse? Miró a su alrededor y se dio cuenta, no sin disgusto, de que estaba tumbada de espaldas sobre un sofá. Y vio que lord Greybourne se había sentado en el borde del mismo, con su cadera presionando contra ella y una de sus manos agarrada entre las de él, cuyo dorso no dejaba de acariciarle. El calor ascendía por su brazo, extendiéndose por todo su cuerpo; un calor que nada tenía que ver con la consternación que la inundaba. Él estaba tan cerca, y ella estaba tan… dispuesta.

Por el amor del cielo, ¡se había desmayado! La razón de su desmayo la alcanzó como una oleada. Lady Sarah… no hay boda… novio maldito -que la estaba tratando de calmar de una manera que nunca podría haber imaginado.

Sacó su mano de entre las de él e intentó levantar la cabeza, pero este movimiento no sirvió para nada más que para acentuar la extraña sensación que flotaba ante sus ojos. Un leve suspiro salió de sus labios.

– Respire profundamente -dijo lord Greybourne, y le demostró cómo hacerlo tomando una buena bocanada de aire que hinchó su pecho, y que luego fue exhalando lentamente. El cálido aliento de lord Greybourne rozó los bucles que rodeaban su rostro.

– ¿Cree que no sé cómo respirar? -No había querido que sus palabras sonaran tan irritadas, pero su penosa situación, unida a la cercanía de otra persona, la había descentrado por completo.

– No estoy seguro. Lo que sé es que no necesita una demostración de cómo desmayarse. Ya veo que sabe perfectamente cómo hacerlo.

Por el amor de Dios, qué persona más insufrible. ¡Ahí estaban, enfrentados a una absurda parodia y a la ruina social, y él no paraba de hacer chistes! Cerrando los ojos, respiró profundamente una docena de veces. Cuando se sintió mejor, intentó de nuevo incorporarse, pero se dio cuenta de que no podía moverse.

– Está sentado encima de mi vestido, lord Greybourne.

Él cambió de postura, y luego, agarrándola por los hombros, la colocó de una manera muy poco delicada en posición sentada, dejándola caer de golpe sobre su trasero. La vergüenza, combinada con una gran dosis de irritación -no estaba segura si dirigida hacia él o hacia sí misma-, la espoleó.

– Puede que esté afectado por la situación, señor, pero yo no soy un saco de patatas para que tiren de mí de esa manera.

El movimiento brusco hizo que se soltara uno de los bucles de su cuidadosamente arreglada cabellera, y la punta se quedó balanceándose ante sus ojos.

Se echó a un lado el pelo con un gesto impaciente de los dedos y en ese momento se dio cuenta de que ya no llevaba puesto el gorro.

– Se lo he quitado yo -dijo él antes de que le preguntara-. Pensé que quizá la cinta que llevaba atada alrededor del cuello le dificultaría la respiración. -Sus labios dibujaron una media sonrisa y le dio un tirón a su pañuelo-. Ya se sabe que estas cosas constriñen el paso del aire. Seguramente también deseará arreglarse el vestido. -Philip movió las manos alrededor del cuello.

Al bajar la barbilla, ella se dio cuenta con disgusto de que tenía el chal abierto y echado a un lado, exponiendo un buen trozo de piel que, aunque no era indecente, dejaba ver una parte mucho más amplia de su seno de lo que normalmente debe exponerse a la luz del día.

Ella le lanzó una mirada feroz, pero los labios de él se curvaron hacia arriba en una sonrisa impenitente.

– No me apetecía quedarme con una mujer asfixiada entre las manos.

Cualquier gratitud que hubiera abrigado hacia él por su ayuda se evaporó al instante.

– Yo solamente me sentía levemente mareada, señor…

– Me alegro de que finalmente lo admita.

– …y por lo tanto no era en absoluto necesario que me liberase de ese modo de mi vestimenta.

– Ah, entonces supongo que no debería haberle quitado las ligas.

A Meredith se le salieron los ojos de las órbitas, y aquel gamberro sin modales aún se permitió el lujo de guiñarle un ojo.

– Estaba bromeando, miss Chilton-Grizedale. Solo intentaba devolverle un poco de color a sus pálidas mejillas. Nunca me atrevería a tocar sus ligas sin su consentimiento. Seguramente.

El calor le subía por el cuello. Ese hombre era peor que insufrible, era incorregible. Grosero.

– Puedo asegurarle que nunca recibirá ese consentimiento. Y además, un caballero nunca debería decir cosas tan escandalosas.

– Estoy seguro de que tiene razón -contestó él haciendo aparecer de nuevo el hoyuelo en sus mejillas.

Antes de que ella pudiera idear una réplica, Philip se levantó. Se acercó a una jarra de cerámica que estaba sobre el escritorio y vertió un poco de agua en un vaso de cristal. Se movía con ágil elegancia. Y el saber que él le había desatado y quitado el gorro, le había abierto el chal, y que sus dedos seguramente se habrían posado en su cuello y tocado su pelo, hizo que de nuevo se sintiese acalorada; con un calor encendido que decididamente la hacía sentir algo que estaba más allá del disgusto.

Volvió a su lado y le dio el vaso.

– Beba esto.

Resistió como pudo la tentación de lanzarle el contenido del vaso a la cara. El líquido tibio se deslizó por su reseca garganta, y empezó a asimilar el hecho de que se había desmayado, por primera vez en su vida. Estaba claro que él la había tomado por una tonta sin voluntad. En sus veintiocho años de vida había pasado por cosas mucho peores, y se había recuperado de peores momentos sin haber sucumbido a ese tipo de situaciones blandengues. Pero, por el amor de Dios, esta situación de ahora era desastrosa.

Lady Sarah había abandonado a lord Greybourne en el altar, en unas circunstancias que iban a provocar escándalo. Pero lo peor del caso, desde el punto de vista de Meredith, era que la boda en cuestión -la boda más comentada y esperada en muchos años- había sido organizada por ella en persona. Y por mucho que deseara lo contrario, todos los miembros de la alta sociedad recordarían ese detalle. Se acordarían de eso y la injuriarían por eso. La maldecirían por haber organizado una boda tan inaceptable, tal y como lord Ravensly y lord Hedington habían hecho hacía apenas un momento.

Todos sus grandes planes de futuro se evaporaban como el humo que sale por el cuello de una tetera. La reputación y la respetabilidad por las que tanto había luchado, que tanto había intentado conseguir, se tambaleaban al borde de la extinción. Y todo por culpa de él.

Su mirada se paseó por la habitación, y por primera vez se dio cuenta de que ella y lord Greybourne estaban solos. Una nueva faceta de su desastre que podía acabar en catástrofe.

– ¿Dónde están lord Hedington y su padre?

– Han ido a anunciar a los invitados que lady Sarah está enferma y que, por lo tanto, la boda no podrá tener lugar hoy. -Dejó escapar un largo suspiro-. Es curioso como dos sentencias que son verdaderas pueden dar como resultado una mentira.

– No es una mentira -dijo Meredith colocándose apresuradamente el chal y arreglándose los negros faldones del vestido-. Yo prefiero llamarlo una omisión de ciertos hechos pertinentes.

Él ladeó la cabeza y se quedó mirándola.

– Una definición que se parece bastante a la definición de «mentira».

– En absoluto -respondió Meredith enérgicamente-. Una mentira es hacer afirmaciones falsas. No decir todo lo que se sabe no es mentir.

– En realidad creo que se llama «mentira por omisión».

– Parece que posee usted una conciencia hiperactiva, lord Greybourne. -Al menos podía estar agradecida de que tuviera conciencia, aunque más bien hubiera imaginado que esta era para él una reliquia polvorienta.

– Más bien se trata de que mis actos y mis definiciones estén claramente en consonancia.

– Será a causa de su naturaleza científica.

– Sí. -El sonido apagado del murmullo de la gente llegó hasta la habitación. Lord Greybourne se levantó y se acercó a la ventana. Sus labios se estiraron-. La gente está saliendo de la iglesia. Está claro que ya se ha hecho el anuncio. -Por unos momentos pareció que se había perdido en sus pensamientos, pero de repente sus ojos se quedaron fijos en ella-. Estaba pensando que este episodio no presagia nada bueno para su negocio de casamentera.

Meredith lo miró fijamente, dándose cuenta de que su posición junto a la ventana lo bañaba con un halo de luz dorada -lo cual era toda una hazaña para un hombre al que ella miraba como si fuera el propio diablo.

– ¿No presagia nada bueno? -Estuvo a punto de reírse de su forma de subestimar los hechos-. Una ruina de proporciones colosales describiría mejor el futuro de mi negocio de casamentera.

No creyó que fuera necesario matizar la obviedad de que ese completo desastre era culpa suya y de su desgraciado maleficio. ¿Habría alguna manera de arreglar eso? Se mordió por unos instantes el labio inferior y una posible solución apareció en su mente.

– Estoy segura de que estamos de acuerdo en que la cancelación de la ceremonia de hoy es problemática, no solo para mí, sino para todas las personas relacionadas -dijo ella-. Pero si, de alguna manera, usted y lady Sarah se fueran a casar en una fecha futura, preferiblemente pronto, eso haría que se disipara cualquier escándalo, y todos deberían reconocer que de hecho he organizado una boda maravillosa.

– Estoy de acuerdo con su teoría -dijo él asintiendo con la cabeza mientras se acariciaba la barbilla-. Sin embargo, se ha olvidado del maleficio.

Estuvo pensando si comentarle sin rodeos lo que pensaba de ese maleficio. Aunque estaba claro que su escepticismo podía verse desde fuera, pues él añadió:

– Solo porque no podamos ver o tocar algunas cosas, eso no las hace menos reales, eso no significa que no existan. -Se acercó a ella, y ella tuvo que forzarse a mantenerse quieta y no retirarse de su lado. Su expresión era muy seria y sus ojos la miraban con mucha intensidad desde detrás de los cristales de sus gafas-. En todas las religiones del mundo existe una gran variedad de dioses que no se pueden ver. Yo no puedo ver ni tocar el aire que hay en esta habitación, pero el hecho de que pueda respirar me dice que ese aire está aquí.

Al oír estas palabras, ella respiró involuntariamente y se dio cuenta de que el aire que no podía ver ni tocar olía igual que lord Greybourne: fresco, limpio y masculino. Y cargado de potenciales y desastrosos escándalos.

– Estoy segura de que será usted capaz de encontrar un remedio o una cura, o cualquier cosa que se tenga que hacer para solucionar ese tipo de cosas. Parece usted una persona brillante.

Sus labios se contrajeron nerviosamente.

– Pues, gracias. Yo…

– Aunque sus modales y su presencia necesitan una inmediata restauración. Hace falta trabajar para corregir el daño que han producido en usted tantos años lejos de la sociedad civilizada, antes de la nueva fecha para su boda con lady Sarah.

– ¿Y qué es concretamente lo que está mal de mi presencia? -espetó él arqueando una ceja.

Ella puso una expresión altiva y fue contando con los dedos a medida que hablaba.

– Pelo demasiado largo y despeinado. Pañuelo desastroso. Chaqueta parcialmente desabrochada. Cuello de la camisa arrugado, puños demasiado largos. Botones del chaleco sucios, pantalones demasiado ajustados, botas rozadas. ¿No tiene usted un ayuda de cámara?

El murmuró algo que sonaba sospechosamente como «menudo pedazo de autoritaria».

– Me temo que no he tenido tiempo para emplear todavía a un ayuda de cámara. He estado demasiado preocupado tratando de encontrar el pedazo de piedra desaparecido, pero estoy decidido a hacerlo.

– Sí, realmente debería hacerlo. Tenemos que fijar una nueva fecha para la boda lo antes posible. Dígame, ¿qué opina de lady Sarah?

– Es aceptable -dijo él encogiéndose de hombros.

– ¿Aceptable? -A duras penas pudo evitar que se le escapara la palabra. Por Dios, por encima de todo lo demás, este hombre era tonto-. Es un diamante puro. Será una perfecta vizcondesa y anfitriona. Y no solo eso, en términos económicos, y en cuanto a sus propiedades, la boda es altamente ventajosa.

– Lo dice como si me importasen algo ese tipo de cosas, miss Chilton-Grizedale.

– ¿Y no le importan? -preguntó ella mirándole a los ojos.

El la observó como si estuviera pensando qué contestar, y al cabo de un momento dijo:

– En realidad, no. No me importan. Los asuntos de la alta sociedad y todos sus adornos no tienen ningún sentido para mí. Nunca les he dado ninguna importancia. Mis propiedades ya son bastante sustanciosas. No necesito tener más tierras.

Meredith pudo esconder a duras penas un suspiro de incredulidad. ¿Un hombre que no está interesado en aumentar sus posesiones? ¿Que no se siente atraído por los adornos de la alta sociedad? O bien pensaba que ella era una persona crédula o los años que había pasado rebuscando objetos bajo el sol de las arenas del desierto habían afectado gravemente su agudeza mental.

Él se ajustó las gafas y Meredith se fijó en sus manos. Grandes, bien formadas, con dedos largos bronceados por el sol. Unas manos que habían acariciado las suyas hacía solo un momento. Parecían unas manos fuertes y capaces, y de tal modo varoniles que la conmovían de una forma extrañamente desconocida.

– El honor me obliga a casarme, y debo hacerlo porque mi padre está muy enfermo -dijo él, con un tono de voz que hacía que ella no pudiera dejar de mirarlo fijamente-. Así que ya lo ve, por lo que a mí respecta, elija a quien elija, diamante o no, no me importará demasiado. No me siento especialmente preocupado respecto a la novia, siempre y cuando no sea excesivamente desagradable; por lo que en este caso lady Sarah es aceptable.

Meredith no podía hallar falto de lógica ese planteamiento, ya que ella misma era una persona eminentemente práctica. Aun así, le molestaba que él pareciera tan poco impresionado por el golpe de suerte que suponía poder casarse con la muy solicitada lady Sarah.

– ¿Y qué sucederá si no es usted capaz de acabar con ese maleficio, lord Greybourne?

– El fracaso no es una posibilidad que pueda permitirme, miss Chilton-Grizedale.

Ya que prefería no pensar en las desastrosas consecuencias de su posible fracaso, ella dijo:

– ¿Cuánto tiempo calcula que necesitará para buscar entre sus cajas?

– Con ayuda, puede que cuatro noches -contestó él después de pensar un momento.

– Eso nos daría el tiempo necesario para llevar a cabo una planificación de emergencia -dijo ella mientras los engranajes de su cerebro empezaban a rechinar.

– ¿Y qué tipo de plan aconsejaría usted, miss Chilton-Grizedale? Créame, estoy abierto a cualquier tipo de sugerencia. Pero no puedo ver ninguna otra salida, ya que los hechos son bastante irrefutables: si no puedo romper el maleficio, no puedo casarme. Y debo casarme. Sin embargo, con este maleficio pendiendo sobre mi cabeza, arriesgaría la vida de cualquier mujer con la que me casara; y eso es algo que no estoy dispuesto a hacer. Y no puedo imaginar que ninguna mujer estuviera dispuesta a hacerlo.

Desgraciadamente, a Meredith le fue difícil imaginarse a alguna mujer que estuviera dispuesta a casarse con el heredero de un condado, pero a riesgo de morir dos días después.

– Pero seguramente…

– Dígame, miss Chilton-Grizedale, ¿estaría usted dispuesta a correr ese riesgo? -Se detuvo junto a ella, y de repente pareció que la habitación se hubiera encogido considerablemente-. ¿Se arriesgaría a perder la vida por convertirse en mi esposa?

Meredith luchó contra el impulso de echarse hacia atrás para encontrar algo de alivio al progresivo calor que ascendía por su cuello. Sin embargo, levantó la barbilla y se enfrentó directamente a él.

– Por supuesto que no me gustaría morir dos días después de mi boda, si es que tengo que creer en ese tipo de maleficios. Algo que, a pesar de sus contundentes argumentos, todavía estoy dispuesta a ver como una serie de desafortunadas coincidencias. Sin embargo, el asunto no merece discusión en este caso, señor, porque no tengo ningún deseo de casarme jamás.

– Eso la coloca en una categoría de mujeres que creo que deben hacerlo todo solas -dijo él denotando la sorpresa a través de sus gafas.

– Nunca he tenido problemas con la soledad. -Ella ladeó la cabeza y lo observó estudiándolo durante unos segundos, luego pregunte:

– ¿Normalmente suele usted colocar a las personas en «categorías»?

– Me temo que sí. Lo hago casi sin pensar. Personas, objetos, casi todo. Siempre lo he hecho. Es un rasgo bastante común entre los científicos.

– La verdad es que yo suelo hacer lo mismo, aunque no soy científico.

– Qué interesante. Dígame, miss Chilton-Grizedale, ¿en que categoría me ha colocado a mí?

– La categoría de «no es como esperaba» -soltó de buenas a primeras sin siquiera pensarlo.

En el momento en que aquellas palabras salían de su boca, se sintió inundada de vergüenza. Cielos, esperaba que no se le ocurriera preguntar qué quería decir con eso, porque no sabría cómo decirle que había esperado encontrarse con una versión envejecida del mofletudo empollón del retrato, pero que ahora le parecía demasiado… diferente.

Philip la miró con una intensidad que hizo que ella sintiera la necesidad de moverse.

– Esto es muy interesante, miss Chilton-Grizedale, porque esa es precisamente la categoría en la que yo la he colocado a usted.

Unos sentimientos desconocidos para ella la desconcertaron, pero Meredith los echó a un lado y adoptó su tono de voz más arisco.

– Ahora que los dos estamos colocados en categorías, volvamos a nuestro problema presente. -Su cerebro trabajaba deprisa, intentando plantear la situación de la mejor manera posible-. Hoy es primero de mes, creo que el mejor plan es que aplacemos la boda hasta, digamos, el día 22. Eso le dará tiempo más que suficiente para buscar en sus cajas. -«Y me dará a mí el tiempo necesario para pulirlo y convertirlo en un material algo más casable, para que nadie pueda poner en duda que he negociado una boda brillante», pensó-. Esta vez será una boda privada y con pocos invitados, quizá en el salón de la casa de su padre. -En su mente imaginó la colocación de las flores, y los elogios efusivamente publicados en el Times el día después, restableciendo su reputación-. Solo nos falta convencer a lady Sarah de que esta es la mejor solución. ¿Cree que para entonces habrá logrado deshacer ese maleficio usted solo?

– Tengo toda la intención de hacerlo.

Un ligero destello de esperanza hizo nido en el pecho de Meredith. Sí, acaso era posible que se salvara la situación. Aunque, sin duda, la situación no era de lo más halagüeña, todavía no se había convertido en un completo y total desastre. Se agarró a esa idea como a una balsa salvavidas, para no dejarse llevar por la corriente de la desesperación. Maldita sea, ¡todo aquello era tan injusto! ¡Había trabajado tan duro! ¡Había sacrificado tantas cosas para obtener el respeto que tan desesperadamente deseaba conseguir! No podía perderlo ahora… no otra vez. No podría soportar la idea de volver a pasar de nuevo por todo aquello… las mentiras, los engaños, los robos. Cerró por un momento los ojos. No. No podía volver a suceder. Él se salvaría del maleficio y todo acabaría bien. Tenía que ser así.

Alguien llamó a la puerta y lord Greybourne contestó:

– Pase.

Lord Hedington entró en la habitación con un aspecto que parecía el de un volcán a punto de hacer erupción.

– ¿Ha hablado con los invitados? -preguntó lord Greybourne.

– Sí. Les he dicho que lady Sarah estaba enferma, pero los comentarios sobre que usted se ha echado para atrás corren ya de boca en boca. No hay duda de que esta detestable historia será portada del Times.

– Lord Greybourne y yo hemos estado hablando de la mejor manera de salvar esta situación, su Excelencia -intervino Meredith tras carraspear-. Lord Greybourne cree que podrá encontrar el pedazo de piedra que falta, y que de ese modo será capaz de contrarrestar el maleficio. A partir de ese supuesto, he pensado que podríamos aplazar la boda hasta el día 22. Enviaré inmediatamente una nota al Times para acallar cualquier chismorreo.

La mirada de lord Hedington fue saltando de uno a otro, y luego su cabeza se inclinó en un gesto de aprobación.

– Muy bien. Pero antes espero poder asegurarme de que mi hija no ha sufrido ningún daño. Hasta que no esté seguro de que se encuentra a salvo no habrá boda, a pesar del detestable escándalo. Y ahora voy a volver a casa para leer esa nota que dice haberme dejado allí -contestó, y salió de la sala girando sobre sus talones.

– Le ofrezco mi ayuda en la búsqueda de la piedra, lord Greybourne -dijo Meredith mirando a lord Greybourne.

– Se lo agradezco. Pero no imaginaba que fuera usted una granjera, ¿no es así miss Chilton-Grizedale?

«Por el amor de Dios, este hombre está tarado.»

– ¿Granjera? Por supuesto que no. ¿Por qué me lo pregunta?

– Porque creo que este trabajo será como estar buscando una aguja en un pajar.

Unos ojos pequeños observaban la colección de arte egipcio que descansaba sobre terciopelo rojo, metida en una caja de cristal en el Museo Británico. De qué manera tan perfecta armonizaba ese color con aquellas piezas, el color de la sangre. Sangre que había sido vertida y sangre que iba a ser vertida.

«Tu sangre, Greybourne. Vas a sufrir por el daño que has causado. Pronto.»

Muy pronto.

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