THE TIMES
La boda entre lady Sarah Markham y lord Greybourne no tendrá lugar el 22 de este mes como se había anunciado previamente, debido al inesperado matrimonio de lady Sarah con el barón Weycroft, ayer mismo. ¿Por qué haría algo tan inesperado?
Si, se debe tener en cuenta el supuesto maleficio, pero es difícil dar mucha credibilidad a dicha historia. ¿Es el maleficio algo inventado por lord Greybourne para eludir el altar?
No sería el primer hombre que intenta cualquier cosa para seguir siendo libre, a pesar de que no haber querido contraer matrimonio con la joven más solicitada de la temporada nos lleva a plantearnos algunas preguntas interesantes.
¿Y qué decir de lady Sarah? Seguramente el mencionado maleficio no ha sido la única causa de que rechazara a lord Greybourne. Después de todo, ¿por qué iba a decidir casarse con un simple barón, cuando podía haberse desposado con el heredero de un condado?
Acaso haya tenido que ver en ello la popular creencia de que los años que Greybourne ha pasado en el extranjero han dañado algo más que sus capacidades mentales. No podemos imaginar qué tendría en la cabeza miss Chilton-Grizedale cuando pretendió acordar esta desastrosa boda.
Meredith cerró los ojos y apoyó la cabeza contra las manos. Imaginaba que los rumores empezarían a correr en cuanto lady Sarah -ahora ya baronesa de Weycroft- dijera una palabra sobre su matrimonio, pero esto era aún mucho peor de lo que ella había supuesto. Porque no era solo la historia al respecto del matrimonio de lady Sarah o su propio fracaso en sus funciones de casamentera lo que la afligía; después de todo ambas cosas eran rigurosamente ciertas. No, eran las insinuaciones encubiertas acerca de la razón que podía esconderse tras la negativa de lady Sarah lo que la sulfuraban. Por el amor de Dios, hasta un ciego podría ver que lord Greybourne no tenía ningún problema físico o mental. Esos crueles rumores serían seguramente muy humillantes para él. Meredith sentía compasión por él, a la vez que se sentía también ultrajada en su nombre.
– Imagino que ya habrá leído el Times -llegó la voz de Albert desde la puerta del pasillo.
Meredith alzó la cabeza y se dirigió a él con mirada resuelta.
– Eso me temo.
– No me gusta verla tan disgustada, miss Merrie. Sus ojos parecen amoratados.
¿Amoratados? No era la afirmación más halagadora, pero Albert estaba en lo cierto. En lugar de conciliar una saludable noche de sueño, como había sido su intención, había pasado toda la noche en una duermevela sin descanso. Pero no a causa de los rumores. No, sus pensamientos estaban puestos en lord Greybourne y en cómo la hacía sentir cada vez más perturbada: confortable y acalorada, temblorosa y excitada al mismo tiempo. Estar en su compañía era algo que su mente temía y su corazón deseaba. Y como siempre, dada su naturaleza práctica, su cabeza era la que ganaba. Sin embargo, la batalla había derramado bastante sangre esta vez. Ella siempre había sabido controlar sus deseos y anhelos femeninos en cuanto levantaban cabeza, pero desde que conocía a lord Greybourne, sus deseos y anhelos no eran tan fáciles de controlar.
Se puso en pie y enderezó los hombros.
– Aunque aparentemente esto es muy malo, estoy segura de que podremos hacer que todos los rumores se vuelvan a nuestro favor. Siendo como es la naturaleza humana, no habrá una sola mujer, en Londres que no sienta curiosidad por saber si los rumores acerca de lord Greybourne son ciertos o no. Esas mismas mujeres irán a la velada que ofrece lady Bickley en casa de lord Greybourne y ¡puf! -chasqueó los dedos-, en un periquete tendremos una novia para lord Greybourne.
Normalmente esas palabras deberían haberla llenado de satisfacción, en lugar de haber provocado en ella esa sensación desagradable que se parecía a un calambre.
– Espero que tenga usted razón, miss Merrie.
– Por supuesto que tengo razón. Y ahora debo pedirte un favor, Albert. Sé que tenías previsto acompañar a Charlotte y a Hope al parque esta mañana, pero ¿podrías aplazar esa salida para la tarde y acompañarme al almacén?
– ¿Para ayudarla a buscar el pedazo de piedra desaparecido?
– Sí.
Albert se la quedó mirando con esa forma penetrante que tenía de hacerlo, como si pudiera leer su pensamiento. Ella hizo todo lo que pudo para mantener su semblante inexpresivo, pero sabía que ese esfuerzo era inútil ante Albert.
– Por supuesto. Pero creo que no me quiere tener allí solo para buscar un trozo de piedra…
Él abrió los ojos desmesuradamente y luego los entornó.
– ¿Acaso ese tal Greybourne le ha dicho a usted algo inapropiado? ¿Acaso ha demostrado ser el tipo de malas maneras que me parece que es? Ya le dije que no confiara en él.
¿Cómo podía explicarle a Albert que no era en lord Greybourne, sino en ella misma, en quien no podía confiar?
– El comportamiento de lord Greybourne ha sido ejemplar -«ocasionalmente», pensó-. Sin embargo, no es correcto por mi parte estar a solas con él en un almacén. Ya hay demasiados rumores circulando por ahí. Y no quisiera añadir ninguno más.
La expresión enfadada de Albert se relajó.
– De modo que yo seré como una especie de acompañante.
– Exactamente. Y a la vez nos ayudarás a buscar el pedazo de piedra que nos falta. Puede que pasemos allí toda la mañana, y luego regresaremos a casa. Le pediré a Charlotte que nos prepare una cesta con queso y panecillos, y después podremos ir los cuatro juntos al parque esta tarde.
– Voy a decirle a Charlotte que hemos cambiado de planes, y luego pediré una calesa.
Albert salió de la habitación y el chirrido de su bota se perdió por el suelo de madera. Meredith suspiró relajada. Ahora ya no tenía que enfrentarse con la perspectiva de pasar unas cuantas horas a solas en compañía de lord Greybourne. Su corazón intentó elevar una protesta, pero su cabeza lo acalló con firmeza. Era mejor así. Y así era como tenían que ser las cosas. Cualquier otra era imposible.
Philip dobló el Times y lo dejó caer sobre la mesa de desayuno con una exclamación de disgusto.
– ¿Tan espantoso es? -preguntó la voz de Andrew desde la puerta del pasillo.
– No debe de ser tan malo, supongo, ya que no tengo nada que objetar a la conclusión de que soy «un mentiroso, un tarado y un… incapaz» -dijo encogiéndose de hombros.
– Especialmente desagradable, entonces -añadió Andrew.
– Sí.
Por los ojos de ébano de Andrew cruzó un destello de malicia.
– Acaso esa incapacidad para cumplir es la verdadera razón por la que no has besado al objeto de tus afectos.
– ¿Sabes quién es más metomentodo que tú? -preguntó Philip bromeando.
– ¿Quién?
– Nadie.
Riendo entre dientes, Andrew se acercó hasta el aparador y se sirvió una ración de huevos revueltos y varias finas lonchas de jamón, y se sentó enfrente de Philip.
– He pensado que hoy podrías acompañarme al almacén -dijo Philip manteniendo un tono de voz calmado.
– ¿En lugar de ir al museo para seguir buscando en las cajas que hay allí? -preguntó sorprendido levantando la vista de su plato-. ¿Por qué?
– Bueno, me habías dicho que Edward pensaba volver a ir al museo esta mañana, y yo podría necesitar tu ayuda en el almacén.
– ¿No va a estar allí miss Chilton-Grizedale?
– No estoy seguro. No hemos quedado de ninguna manera para hoy.
– ¿Pero supones que irá al almacén?
– Es posible. De todos modos, ella no puede ayudarme a abrir las cajas más pesadas, y además adolece de tu experiencia en antigüedades.
Andrew meneó la cabeza pensativo mientras masticaba lentamente un bocado de huevos revueltos. Después de tragar rozó con la servilleta el borde de sus labios.
– Ya veo. No quieres arriesgarte a quedarte a solas con ella.
Maldita sea, ¿desde cuándo demonios se había vuelto tan transparente? Se sentía como un maldito trozo de cristal. Sabiendo que no tenía sentido negarlo, hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Así es, más o menos, sí.
Andrew volvió a bajar la vista y a concentrarse en su plato, no sin antes dedicarle a Philip una media sonrisa burlona, a la vez que producía un sonido gutural que parecía la carcajada de un asno.
– Será un placer acompañarte -dijo Andrew-. Tengo el presentimiento de que va a ser una mañana muy interesante.
Philip, con la ayuda de Andrew, acababa de sacar la tapa de madera de dos cajas cuando el sonido de unas bisagras le anunció que alguien acababa de llegar. Para su sorpresa, su corazón empezó a galopar como si fuera un caballo que acaba de salir del establo cuando llegó hasta él la voz de miss Chilton-Grizedale.
– Lord Greybourne, ¿está usted ahí?
– Sí, aquí estoy. -Cielos, ¿ese ronco y oxidado sonido era el de su voz? Carraspeó para aclararse la garganta y lo intentó de nuevo-: En el mismo sitio de ayer.
Para su sorpresa, escuchó el murmullo de varias voces, como si ella estuviera conversando con alguien. Los tacones de unos zapatos de mujer resonaban en el suelo de madera acompañados por otro par de pisadas más contundentes. Un hombre, pensó. Un hombre que cojea.
Al cabo de un instante miss Chilton-Grizedale salía de detrás de un montón de cajas acompañada de Albert Goddard. Philip se dio cuenta de que Goddard se quedaba detrás de miss Chilton-Grizedale como si fuera un serio centinela guardando las joyas de la Corona.
Aquel día ella vestía un sencillo traje marrón, claramente en concordancia con la polvorienta tarea que tenían entre manos. Su brillante mirada de un azul profundo se encontró con la de él, y por un instante sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el corazón. Sin embargo ella, que seguramente tenía más experiencia en esas lides, simplemente inclinó la cabeza en dirección a él.
– Lord Greybourne.
Su mirada se dirigió hacia donde estaba Andrew, unos cuantos metros más allá, y para sorpresa de Philip, su rostro se iluminó como si fuera una lámpara de gas.
– Señor Stanton, ¡que alegría verle de nuevo!
– Lo mismo digo, miss Chilton-Grizedale.
Ella se hizo a un lado para dejar pasar a Goddard, quien avanzó con paso decidido.
– Déjeme que le presente a mi amigo, el señor Albert Goddard, quien, como ya le dije ayer, se ha ofrecido para ayudarnos a buscar la piedra. Albert, este es el amigo de lord Greybourne, el señor Stanton. A lord Greybourne ya lo conociste ayer.
– Me alegro de verle de nuevo, Goddard -dijo Philip, dirigiéndole una sonrisa al joven.
Le alargó la mano y, para su sorpresa, este se le quedó mirando de una manera feroz. Cuando Philip pensaba que Goddard tenía la intención de ignorarlo, le agarró la mano y se la estrechó con indiferencia.
– Lord Greybourne -dijo, o más bien gruñó.
Philip se dio cuenta de que Goddard saludó a Andrew de una manera mucho más efusiva. Estaba claro que Andrew era siempre el blanco de todas las salutaciones amistosas.
– He pensado que Albert y yo podríamos trabajar en la misma caja y de esa manera puedo enseñarle nuestro sistema, lord Greybourne -dijo miss Chilton-Grizedale-. Si es que cuento con su aprobación.
– Por supuesto.
Era un plan excelente. Eso la mantendría completamente alejada de él. Además, con Andrew y Albert allí, el trabajo sería más cómodo y rápido, y no habría ninguna necesidad de estar muy cerca de miss Chilton-Grizedale. Debería estar muy contento. Entonces, ¿por qué demonios no lo estaba?
Cada uno de ellos se dirigió hacía su respectiva área de trabajo, pero enseguida Philip se dio cuenta de que en lugar de estar concentrado únicamente en el contenido de su propia caja, casi toda su atención estaba centrada en la conversación en voz baja, interrumpida por ocasionales risas sensuales, que mantenían miss Chilton-Grizedale y Goddard. De hecho, por mucho que intentaba ignorarlos, no fue capaz ni de darse cuenta de que Andrew estaba parado justo a su lado, tan cerca de él que prácticamente no lo vio hasta que su nariz estuvo a punto de tropezar con la nariz de su amigo.
– Vaya, Andrew -dijo dando vanos pasos apresurados hacia atrás-. ¿Qué es lo que pretendes acercándote de esa manera tan sigilosa?
– ¿Sigilosa? Llevo a tu lado más de un buen minuto, intentando (sin ningún éxito, debo añadir) llamar tu atención. ¿Otra vez te habías quedado en Babia?
– Sí. -Otra maldita vez se había quedado en la Babia inducida por miss Chilton-Grizedale.
Andrew se acercó más a su amigo y señaló con la cabeza hacia la otra pareja, cuyas cabezas estaban en ese momento muy juntas.
– ¿Qué pinta aquí ese «amigo»? -susurró Andrew.
– Es su mayordomo -susurró a su vez Philip haciendo ver que examinaba una lámpara de aceite de bronce que sujetaba entre las manos.
– Su amigo y su mayordomo -añadió Andrew con un tono de voz meditativo. Y también la quiere.
– ¿Perdona?
– El la quiere. ¿No te has dado cuenta?
Philip se quedó observando a Goddard y a miss Chilton-Grizedale, y se tragó la negativa que tenía en la punta de la lengua. Por mucho que deseara refutar la afirmación de Andrew, no podía hacerlo. Estaba claro como el agua, en la manera cómo Goddard la miraba, le sonreía, se reía con ella, en lo solícito que era con ella. Llevaba sus sentimientos como una bandera de honor que proclamaba: «Quiero a esta mujer y haré todo lo que esté en mi mano para protegerla y defenderla».
– Ya lo veo -dijo Philip tranquilamente-. Y es obvio que también ella siente gran cariño por él. -Estas palabras hicieron que su corazón se estremeciera con un dolor que no supo definir.
– Sí, aunque me parece que lo ha traído hoy aquí por las mismas razones por las que tú me has traído a mí -soltó Andrew lanzándole a su amigo una elocuente mirada.
Philip se quedó pasmado. ¿Estaría Andrew en lo cierto? ¿Había traído a Goddard allí para asegurarse de que no tendrían que estar juntos a solas? Y de ser así, ¿lo había hecho solamente por cuestiones de decoro, o quizá ella, como él, también sentía que algo extraño… fuera lo que fuese, estaba sucediendo entre ellos? ¿Acaso se sentiría ella tan atraída por él como él lo estaba por ella?
Philip sintió cierto alivio cuando aquella tarde volvió a entrar en su casa. Andrew había ido al museo, pero Philip pensó que necesitaba con urgencia estar un rato a solas. Habían estado buscando en más de media docena de cajas, pero no habían encontrado nada.
Se había esforzado todo lo que le había sido posible para no mirar a miss Chilton-Grizedale, para mantenerse alejado de ella, obligándose a no suspirar demasiado fuerte cada vez que ella se acercaba a él, y así no oler ese delicioso aroma de bollería fresca -eran magdalenas aquella mañana- que parecía rodearla como si fuera un halo de exquisitez. Y, por todos los demonios, también había tenido que esquivar las fieras miradas que le lanzaban los ojos fijos y enfadados de Goddard. Si aquel hombre hubiese tenido dagas en lugar de ojos, ahora mismo Philip se estaría desangrando hasta morir en el suelo del almacén.
Pero incluso después de haber degustado una sabrosa cena a base de pescado asado y crema de guisantes, seguía estando intranquilo, sin poder relajarse. Cuando Bakari entró en el comedor, Philip le preguntó:
– ¿Cómo está el perro hoy?
– Mejor -farfulló-. Descansando.
«Sé perfectamente cómo se siente», pensó.
– ¿Crees que está lo suficientemente bien como para dar un paseo?
Bakari se lo quedó mirando durante varios segundos con sus solemnes ojos negros, y luego inclinó la cabeza.
– Pasear por el parque les hará bien a los dos.
Veinte minutos después Philip entraba en Hyde Park, o más bien se veía arrastrado hacia el parque por una enérgica bola con orejas flexibles, dorado y abundante pelaje, que estaba tan contenta de haber salido de casa que no sabía adonde mirar o dónde pararse a oler primero. Al principio, el cachorro se había sentido cohibido por la correa de cuero, pero una vez que salieron de los límites de la finca, se olvidó por completo de la correa, que no servía para nada más que para tirar de Philip.
– No me puedo creer que no seas capaz de controlarte un poco -dijo Philip colocándose el bastón bajo el brazo y acelerando la marcha para mantener el paso-. Se supone que yo soy el amo. Se supone que tú debes obedecer mis órdenes. Y se supone que soy yo el que te debe guiar, y no tú a mí.
El perro no le hacía ningún caso, corriendo de un árbol a otro, con la lengua fuera como muestra de canina satisfacción. Llevaba una venda rodeando todavía su pata herida, que obviamente no había sufrido un daño permanente, puesto que era un remolino salvaje de actividad. Y después de haber estado encerrado durante varios días en la habitación de Bakari, Philip no tenía valor para hacer que refrenara el entusiasmo del momento. El perro -que definitivamente no necesita ningún nombre- descubrió una coloreada mariposa y salió disparado tras ella. Riendo, Philip echó a correr con él.
– Vamos a enseñarle a esa mariposa quién es más rápido -dijo.
El animal no necesitó que se lo explicaran dos veces.
– Un día perfecto para ir al parque -dijo Meredith a Charlotte mientras caminaban por un sombreado sendero de Hyde Park. Hope, llevando de la mano su muñeca favorita, andaba varios pasos por delante de ellas.
– Perfecto -reconoció Charlotte.
Sí, hacía una tarde maravillosa, con un cálido sol atemperado por una brisa fresca que traía el aroma de las flores y hacía volar las hojas de encina. Exactamente el tipo de tarde para olvidarse de los problemas de cada uno durante un rato, mientras se pasea por el parque. Así que enseguida podría ella olvidarse de sus preocupaciones.
Como del hecho de que, a pesar de la presencia de Albert y el señor Stanton en el almacén, ella hubiera estado todo el tiempo dolorosamente consciente de la presencia de lord Greybourne. Seguramente habría sufrido una subida de presión de oídos -si tal cosa existiera- de tanto intentar captar retazos de la conversación entre él y el señor Stanton. El timbre grave de su voz producía una reacción en ella que no era capaz de entender. ¿Cómo podía el simple sonido de una voz hacer que sintiera un placer estremecedor recorriéndole la espalda?
– Lamento que Albert no se encontrara bien para acompañarnos hoy -dijo Meredith con la desesperada intención de dirigir su atención hacia otra parte-. Me temo que ha pasado mucho tiempo de pie en el almacén y eso le haya cansado la pierna. Debo de haberlo agotado demasiado para que rechace acompañarnos al parque. Me siento muy mal al respecto, por haberle hecho venir conmigo al almacén.
– Él estaba contento de ir, Meredith.
Una profunda sonrisa arqueó los labios de Meredith.
– Es un muchacho encantador -dijo sonriendo hacia Charlotte-. Tengo que acordarme de empezar a decir un «hombre encantador».
– Sí, lo es -añadió Charlotte asintiendo con la cabeza.
– No me hago a la idea de que en pocos meses ya habrá cumplido veintiún años. Deberíamos prepararle una celebración espacial.
– Hablando de celebraciones especiales, ¿cómo van los planes de la fiesta de mañana por la noche? ¿Qué te ha dicho lady Bickley en la nota que te envió esta mañana?
Meredith se quedó sorprendida por el tono casi desesperado de la voz de Charlotte, por no mencionar el inusitado interés por su correspondencia. Estaba claro que quería cambiar de tema, pero ¿por qué? ¿Y por qué había elegido un tema que a Meredith le iba a volver a recordar a ese hombre que intentaba desesperadamente olvidar?
– Lady Beckley me ha escrito que ha enviado las invitaciones esta misma mañana, y que ya ha recibido dos respuestas afirmativas. Estoy segura de que pronto podré encontrar una novia adecuada para lord Greybourne, y pronto lo tendremos felizmente casado.
En su imaginación se formó una imagen de él, vestido con un traje de boda, y con la mirada llena de calidez y deseo, mientras giraba la cabeza para besar a la novia. Los celos la hirieron como una bofetada en la cara y deseó con todo su corazón acabar con aquellas malditas imaginaciones suyas.
Cerró los ojos con fuerza y contó hasta cinco para poder borrar esa imagen de su mente, pero cuando volvió a abrirlos, su atención quedó atrapada por la visión de un hombre alto que venía corriendo hacía ellas, arrastrado por un cachorro de pelaje dorado.
Se paró en seco como si estuviera a punto de estrellarse contra un muro. ¡Maldición! ¡Cómo iba a ser posible olvidar a ese hombre si se encontraba con él allá adonde fuera!
La mirada de lord Greybourne se posó en ella y sus pasos titubearon. Sin embargo, el cachorro seguía avanzando y lord Greybourne se dejó arrastrar por él, aunque a una velocidad mucho más lenta, como si no tuviera ningunas ganas de acercarse demasiado. Aun así, allí estaba, y no había manera de evitarla, mientras Meredith se ponía muy recta y colocaba una sonrisa en sus gruesos labios.
Cuando llegaron a una distancia a la que podían hablarse, ella dijo:
– Buenas tardes, lord Greybourne.
Ella había intentado seguir caminando, para que el encuentro no fuera más allá de un intercambio de saludos, pero se había olvidado de Hope, a la que le encantaban los perros. Hope enseguida llegó corriendo para acariciar al enérgico animal. La niña se agachó a su lado y al momento fue bombardeada por frenéticos lametazos del cachorro por toda la cara.
– Gracias al cielo que han pasado por aquí -dijo lord Greybourne deteniéndose a su lado-. De lo contrario este perro habría sido capaz de llevarme corriendo hasta Escocia. Me parece que se cree que es un caballo de granja y yo un arado que ir arrastrando detrás de él.
Su cabello estaba erizado en extraños rizos, seguramente a causa de la brisa y de sus dedos impacientes. Su chaqueta de color negro oscuro no solo estaba arrugada, sino llena de numerosos pelos dorados del cachorro, así como sus pantalones. Y por supuesto que su pañuelo habría estado ladeado, en el caso de que lo hubiera llevado. En lugar de eso, su garganta sobresalía desnuda por el arrugado cuello de su camisa. Tenía un aspecto desenfadado y realmente masculino capaz de derretir a cualquier fémina.
¿Derretir? Por el amor de Dios, ¡ella no estaba derretida!, estaba horrorizada por su atuendo. Por supuesto que lo estaba.
Se irguió y preguntó con su tono de voz más neutro:
– ¿Se le ha volado el pañuelo por una ráfaga de brisa inesperada, lord Greybourne?
– No. -La miró fijamente y le lanzó una impenitente sonrisa y un guiño-. No llevaba pañuelo.
Para no caer en la tentación de devolverle una sonrisa realmente contagiosa, apartó la vista de él y se quedó mirando hacia abajo, hacia Hope, quien reía desenfrenadamente jugando con el eufórico cachorro, que no paraba de hacer cabriolas. Se fijó en que el perro llevaba una pata vendada, y algo cruzó por su memoria cuando lo observó con más detenimiento. Le parecía familiar. Su mirada se posó luego en el bastón de lord Greybourne. La punta de plata del bastón con aquel extraño dibujo…
Las piezas enseguida empezaron a encajar en su mente. Su corazón comenzó a acelerarse con fuertes y profundos latidos, mientras el recuerdo se iba haciendo más claro en su memoria. Al alzar la vista, se encontró con que él la miraba con una irresistible expresión que provocó en ella la urgente necesidad de abanicarse.
– Usted rescató este perro -dijo ella-. En Oxford Street.
Recordaba perfectamente cómo había reaccionado ante aquella escena: el extraño aleteo que le había recorrido todo el cuerpo para refugiarse luego en su vientre. Recordaba de qué manera había pensado en aquel hombre como un valiente, un hombre extraordinario. Y recordó que se movía como un rápido y ágil animal de presa. Elegante, fuerte, heroico. Y que se había preguntado qué aspecto tendría.
Bueno, ya no tenía que seguir preguntándose. Aquel valiente, heroico y extraordinario hombre estaba ahora a solo unos pasos de ella. Otro aleteo la recorrió de la cabeza a los pies. ¡Ay de mí!
Para su sorpresa, un claramente incómodo sonrojo apagado empezó a ascender por el cuello de él. Philip se colocó las gafas bien y preguntó:
– ¿Estaba usted allí?
– Yo estaba dentro de la tienda de la modista, con lady Sarah. Oí el alboroto y fui a mirar por la ventana. Vi a alguien derribando a aquel hombre forzudo, pero como no conseguí verle la cara, no pude darme cuenta de que se trataba de usted. -Señaló hacia el bastón-. Pensé que el dibujo de la punta me parecía muy extraño, pero no me di cuenta de que era el mismo bastón hasta que le vi a usted con el cachorro herido.
– No hice nada más que lo que hubiera hecho cualquier otro en circunstancias similares.
Meredith no le discutió, pero creía que ninguna otra persona habría actuado con semejante valentía en su lugar. No, conocía demasiado bien la naturaleza humana para creer que alguien -dejando aparte a algún noble- se hubiera arriesgado a enfrentarse con aquel hombre gigantesco e irritado para salvar un perro callejero. Excepto lord Greybourne. Sus miradas se encontraron, y algo cálido empezó a derretirse dentro de ella como la miel en un día de verano. Se quedó sin aliento, y eso fue todo lo que pudo hacer para evitar exhalar un efusivo suspiro femenino.
– Miss Chilton-Grizedale, me parece que esta vez ha sido usted la que ha olvidado los buenos modales. ¿Me permite el atrevimiento de pedirle que me presente a sus amigas? -Su mirada sonriente oscilaba entre Hope y Charlotte.
La consternación hizo que a Meredith le ardieran las mejillas, pero intentando calmarse dijo:
– Por supuesto, lord Greybourne: le presento a mi querida amiga la señora Charlotte Carlyle.
Charlotte hizo una tímida y rápida reverencia.
– Lord Greybourne…
– Encantado, señora Carlyle.
– Y el pequeño diablillo que parece haberse convertido en el nuevo mejor amigo de su cachorro es la hija de la señora Carlyle, Hope.
Lord Greybourne se hincó de rodillas en el suelo al lado de Hope, quien estaba sentada sobre la hierba. El cachorro, cansado ya de tanto ejercicio, estaba tumbado en el regazo de la niña, al lado de la muñeca de Hope. Los caninos ojos del perro estaban cerrados de arrobamiento, mientras Hope le acariciaba suavemente el lomo.
– Hola, Hope -dijo él con una sonrisa-. Parece que le caes muy bien a mi perro.
– Oh, sí, y a mí también me gusta mucho él -contestó ella ofreciéndole a lord Greybourne una sonrisa angelical-. Es muy besucón. No ha parado de besarnos a mí y a la princesa Darymple -le confió señalando con la cabeza hacia la muñeca.
– Sí, bueno, suele ser muy cariñoso con las encantadoras jovencitas y con las princesas. Me lo ha dicho él.
Charlotte se agachó y rozó los brillantes bucles dorados de Hope.
– Este caballero es lord Greybourne, Hope.
– Hola, ¿es usted amigo de mi mamá o es un amigo de tía Merrie? -preguntó.
– Soy amigo de tu tía Merrie.
– ¿Va a casarle a usted? -preguntó ella inclinando solemnemente la cabeza.
Philip se quedó pasmado, mirando a la niña desconcertado.
– ¿Perdón?
– Eso es lo que hace tía Merrie. Casa a la gente.
– Ah, ya entiendo. Bueno, en ese caso… sí, va a casarme. -Miró hacia arriba, hacia el rostro encendido de miss Chilton-Grizedale, y mientras le mantenía la mirada, añadió en voz baja-: Eso espero.
Al sentir el peso de la mirada de la niña, se obligó a dirigir de nuevo su atención hacia ella. Sus grandes ojos estaban abiertos como platos.
– ¿Es usted el hombre del maleficio?
– Me temo que sí.
Poniéndose de pie, la niña le palmeó en el brazo, en lo que él imaginó que era un gesto de confianza, y le dijo:
– No hace falta que se preocupe. Tía Merrie le ayudará. Y si ella no puede, tío Albert ha dicho que está dispuesto a vestirse de novia y casarse con usted.
Philip no sabía realmente si tenía que sentirse horrorizado o divertido. Ganó la diversión, así que sonriendo dijo:
– Espero que no tengamos que llegar tan lejos.
– Eso espero también yo, porque quiero que tío Albert se case con…
Hope dejó la frase sin concluir al notar que su madre le pasaba una mano por los dorados cabellos. Maldición. A él le habría gustado que Hope acabara la frase. ¿Estaba acaso a punto de decir «tía Merrie»?
Agachándose al lado de su hija, la señora Carlyle le dijo en voz baja:
– Hope, ¿recuerdas lo que te ha dicho mamá sobre escuchar las conversaciones de los demás?
Hope se agarró a su cuello.
– Sí, mamá. Se supone que no debo escuchar.
– ¿Y sí has oído algo…?
– Se supone que no debo repetirlo.
La señora Carlyle estampó un beso en la delgada nariz de Hope.
– Buena chica.
La mujer se puso en pie y Philip hizo lo mismo. Estando de pie tan cerca de ella, Philip la observó un momento. Era difícil adivinar su edad. Aunque de lejos parecía más joven, ahora se dio cuenta de que su frente tenía algunas arrugas. Una delgada cicatriz atravesaba su ceja izquierda y acababa desapareciendo en el nacimiento del pelo de la sien. Se podían ver las sombras de los sufrimientos pasados en el fondo de sus ojos grises. Era hermosa, pero de una manera tan particular que había que mirarla dos veces para darse cuenta. Su modo de hablar le pareció un tanto extraño -hablaba correctamente, pero se podía adivinar un inconfundible acento de la periferia londinense bajo su bien modulado tono voz.
– ¿Cómo se llama su perro? -preguntó Hope.
– Todavía no tiene nombre -admitió Philip-. En realidad, hoy es el primer día que sale de casa desde que se lastimó. ¿Se os ocurre alguna idea para ponerle un nombre? -Su mirada abarcó a miss Chilton-Grizedale y a la señora Carlyle.
Miss Chilton-Grizedale miró hacia abajo, al cachorro que dormitaba tumbado, panza arriba, en el regazo de Hope.
– La verdad es que se ha quedado muy tranquilo -murmuró ella moviendo los labios nerviosamente.
Cautivado por su picara sonrisa, él dijo riendo:
– A juzgar por la carrera que me ha hecho dar hasta llegar aquí, creo que estará tumbado el resto del día. Sin embargo, me temo que dormir no sea su estado natural.
– De modo que llamarle Durmiente no le pegaría nada-dijo miss Chilton-Grizedale.
– Me temo que no.
– Algo bonito -dijo Hope-. Como Princesa.
– Es una buena idea -dijo Philip-. Pero quizá sería más apropiado para un cachorro hembra.
– Entonces Prince -dijo Hope meneando la cabeza.
Philip se quedó pensando un rato y luego contestó:
– Prince me gusta. Es regio, real y masculino. -Sonrió a la niña, quien le devolvió la sonrisa-. Eso es, Prince. Gracias señorita Carlyle por su ayuda.
– De nada. Yo soy muy lista. Tengo casi cinco años, ¿sabe?
– Una edad muy importante -dijo Philip con un gesto de gran solemnidad.
– Tía Merrie va a hacerme un pastel para mi cumpleaños. Sabe hacer pasteles de rechupete. Los hace cada mañana.
Inmediatamente él recordó los deliciosos perfumes de miss Chilton-Grizedale. «Huele como pasteles de rechupete», pensó.
– ¿Así que vas a celebrar una fiesta de cumpleaños? -preguntó.
– En nuestra casa -dijo meneando la cabeza y haciendo que sus bucles dieran saltos.
– ¿Y vives cerca de tu tía Merrie?
– Ah, sí. Mi dormitorio está solo dos puertas más allá del suyo.
– La señora Carlyle y Hope viven conmigo -interrumpió miss Chilton-Grizedale.
– Y tío Albert y la princesa Darymple también -añadió Hope.
En cuanto Philip digirió esta nueva noticia, se despertó su curiosidad por la casa de miss Chilton-Grizedale. Hope la llamaba «tía Merrie». ¿Qué relación tenían la señora Carlyle y miss Chilton-Grizedale? No podía ver ningún parecido familiar entre ellas, pero eso no quería decir que no fueran parientes. ¿Y qué había de «tío Albert»? Dado que su apellido era Goddard, obviamente no podía ser el marido de la señora Carlyle. Muy curioso. Ahí había otra pizca del misterio que la rodeaba, y que desgraciadamente la hacía aún más fascinante -como si necesitara todavía algo más que siguiera suscitando su creciente interés por ella.
Se dio la vuelta hacia ella, sin pasar por alto lo atractiva que estaba con la luz del sol envolviéndola por completo.
– Su sobrina es encantadora. -Su mirada iba de miss Chilton-Grizedale a la señora Carlyle-. ¿Son ustedes hermanas?
– No hermanas carnales -dijo miss Chilton-Grizedale-. La señora Carlyle es mi mejor amiga desde hace mucho tiempo. Ha vivido conmigo desde que su marido falleció, justo varias semanas antes de que naciera Hope.
No fue lo que decía, sino la manera cómo lo decía, lo que cautivó su atención. Su expresión no denotaba nada extraño -al contrario que la de la señora Carlyle, cuyas mejillas se habían convertido en banderas de color brillante, cuyas manos estaban unidas bajo su pecho mientras desviaba la mirada con los labios apretados formando una delgada línea. ¿Estaría recordando una época dolorosa de su vida? Quizá. Pero su angustia se parecía más a la vergüenza que a la tristeza.
– Mis condolencias por la muerte de su marido, señora Carlyle.
– Gra… gracias -contestó ella sin siquiera mirarle.
Inclinando la cabeza hacia miss Chilton-Grizedale, él dijo:
– Acepte mis disculpas por interrumpir su paseo, pero debo agradecerle que le haya ofrecido un descanso a Prince. Aunque me parece que tendré que llevar a mi pequeño amigo en brazos a casa.
Se agachó y tomó con cuidado al cachorro del regazo de Hope, echándose al dormido animal en brazos como si fuera un niño.
– Ha sido un placer conocerla, señora Carlyle, y también a usted, señorita Carlyle. Gracias por haberme ayudado con el nombre de Prince.
La niña se puso de pie y le sonrió.
– De nada. ¿Podré volver a ver a Prince pronto?
– Como imagino que pasaré bastante tiempo en el parque con Prince, estoy seguro de que os volveréis a encontrar.
Lanzó una sonrisa a Hope y luego se volvió hacia miss Chilton-Grizedale. Sus ojos se encontraron y él sintió un estremecimiento. Maldita sea, cómo le gustaba aquella forma de mirar. Cuanto más la miraba, más le gustaba. Lo cual era fatal. Lo cual significaba que debería esforzarse por verla menos. Tenía que apartarse de ella. Debía marcharse. Ahora mismo.
Sin embargo, su voz desarrolló una idea por su cuenta, y trabajando junto con su boca -que también había desarrollado su propia opinión-, se encontró preguntando:
– ¿Le apetecería acompañarme a Vauxhall esta noche, miss Chilton-Grizedale?
Ella pareció bastante sorprendida, e intentando que ella aceptase la invitación, añadió:
– El señor Stanton y mi hermana también van a acompañarme. Si se uniera a nosotros tendría una perfecta oportunidad para sermonearme un poco más al respecto de mí falta de modales.
– ¿Sermonearle? Yo preferiría llamarlo amables recordatorios.
– Estoy seguro de que así es. Y también podría hablar con el señor Stanton sobre sus servicios como casamentera.
Estaba claro que ella no había tenido eso en cuenta, pero sus ojos se iluminaron con entusiasmo.
– Cómo no. Sería una estupenda idea. En ese caso, estaré encantada de acompañarles.
Un suspiro contenido salió de entre sus labios, y Philip sonrió dejando de lado el hecho de que ella no había parecido mostrar demasiado interés en acompañarle hasta que le recordó que Andrew aún estaba soltero.
– Estupendo. ¿Pasamos a recogerla a las nueve?
– Perfecto.
«Sí, sin duda eso será perfecto.» Poco le faltó para ponerse a dar saltos de alegría.
– Creo que será mejor que me marche, señoras. -Hizo una formal reverencia a las tres y luego empezó a andar de espaldas-. Tengo que llevar a Prince a casa.
– Vigile su espalda -le advirtió miss Chilton-Grizedale.
Él dio un respingo y media vuelta rápida. Por Dios, había estado a punto de caer en un seto de matorrales. Dejando escapar un lento y profundo suspiro, pasó por el lado. Oyó a Hope riendo a su espalda, y esperando que su cara no estuviera completamente roja, dio media vuelta y le dirigió un alegre saludo para demostrarle que no se había hecho daño.
Desgraciadamente, su repentina parada había despertado a Prince, quien, tras dejar escapar un atronador ladrido, se revolvió para que lo dejara en el suelo. Philip depositó cuidadosamente al cachorro en el suelo, preparándose para el desenfreno que vendría en cuanto sus patas tocasen el sendero.
Sin embargo, Prince hundió el hocico en la hierba.
– Venga, acompáñame ahora -dijo Philip dulcemente mientras tiraba de él.
Prince no hizo ni caso y continuó olfateando la hierba.
Por todos los demonios, ese perro había estado a punto de arrancarle un brazo antes, y ahora, cuando había que marcharse de allí lo antes posible, no había manera de hacerle moverse. A ese paso, no iban a llegar a casa ni el día del juicio final.
– Sé que en casa tienes esperándote un jugoso y enorme hueso de ternera para cuando lleguemos --intentó sobornarlo Philip para que le acompañara, pero Prince no se dio por aludido.
– ¿Y qué te parecería una sabrosa galleta? -Nada. Ni siquiera movió la cola.
– ¿Jamón? ¿Una blanda almohada para dormir? ¿Tu propia manta al lado del fuego? -Philip le agarró el hocico con una mano-. Cinco libras. Te doy cinco libras si eres capaz de correr como hiciste antes. De acuerdo, diez libras. Mi reino. Todo mi maldito reino si vienes ahora conmigo.
Estaba claro que Prince no era un animal fácil de sobornar.
Levantando la vista, Philip se dio cuenta de que miss Chilton-Grizedale, la señora Carlyle y Hope habían llegado ya cerca de la curva del sendero. Gracias a Dios.
Al cabo de unos instantes, doblaron la curva y desaparecieron de su vista. En ese momento agarró al cachorro en brazos y salió corriendo con él. A Prince pareció gustarle ese juego, porque no dejó de lamerle alegremente la barbilla durante todo el trayecto.
– De acuerdo, a pesar de todo te daré el hueso de ternera. Pero no te has ganado las diez libras. Y deberías estarme muy agradecido. Si no hubiera sido por mí, ahora te llamarías Princesa.
Prince volvió a lamerle la barbilla, mientras las doradas orejas ondeaban hacia atrás contra la brisa. Philip aceleró el paso. No había tiempo que perder. Tenía que llamar a Catherine y luego ir al museo para hablar con Andrew -para informarles a los dos de que iban a ir a Vauxhall esa noche.