Philip andaba de un lado a otro delante de la chimenea, y miró una vez más el reloj de pared que había sobre la misma.
– Pareces nervioso -puntualizó Andrew con un jocoso tono de voz.
– No estoy nervioso. Estoy inquieto de satisfacción. Hace años que no he visto a Catherine. -Vio cómo Andrew se colocaba bien la chaqueta azul oscuro. – Hablando de nervios, es la décima vez que te arreglas la ropa.
– No querrás que tu hermana piense que tu mejor amigo es una persona impresentable.
– Ah. En ese caso, será mejor que te marches antes de que llegue ella. -Se detuvo en su incesante caminar, se quedó mirando las llamas que bailaban en la chimenea y un montón de recuerdos infantiles le pasaron por la cabeza-. Siempre ha tenido una apariencia angelical, pero, ¡por el buen Dios!, tiene una endiablada picardía. Siempre enviaba al mayordomo a hacer algún recado falso para que pudiéramos deslizarnos por el pasamanos de la escalera de la finca de Ravensly, o conseguía convencerme para que nos metiéramos de noche en la cocina a robar pastas.
Sí, su hermana Catherine, un año más joven, había sido todo lo que él como muchacho no pudo ser: amigo de diversiones y festivo. Ella le había enseñado cómo se tenía que reír o sonreír, y cómo divertirse, halagando su timidez y aceptándole exactamente como era: torpe, tímido, diferente, seco, gafotas y fofo.
– Has hablado tan a menudo de ella durante todos estos años que siento como si ya la conociera -dijo Andrew-. Sois muy afortunados por teneros el uno al otro.
– Ella ha sido mi mejor amiga -dijo sencillamente Philip-. Cuando me fui de Inglaterra, lo más difícil fue separarme de ella. Pero ella acababa de casarse y estaba esperando un hijo, de manera que estaba seguro de que sería feliz. -Apretó las mandíbulas-. Pero, como ya sabes, en sus cartas decía que la cordial relación de amistad con su marido cambió drásticamente cuando ella le presentó su «físicamente poco apropiado» heredero.
– Sí. Es muy duro que el niño haya nacido con un pie zopo. Pero al menos ese hombre debería estar contento de tener un hijo.
Al oír el áspero tono de voz de Andrew, Philip dio media vuelta y le lanzó una forzada sonrisa con el ceño fruncido.
– Aprecio que te sientas ofendido en nombre de Catherine. Créeme, yo me siento de la misma manera. Estoy realmente tentado a tener una breve conversación privada con ese puerco de cuñado que me ha tocado.
– Estaría encantado de participar en ese encuentro, si necesitas mi ayuda.
Sonó un golpe en la puerta. En respuesta a la llamada, Bakari abrió la puerta.
– Lady Bickley -salmodió, y se echó a un lado.
Catherine se detuvo en el umbral de la puerta, y a Philip se le hizo un nudo en la garganta ante la visión de su hermana. Vestía un traje de día de muselina verde pálido y sus brillantes rizos castaños rodeaban su bello rostro, se parecía mucho a la imagen de ella que había conservado en la memoria durante todos esos años, solo que ahora era algo más… más esbelta, más hermosa, más elegante. La rodeaba un aire de serenidad real -algo inusual para una típica señora inglesa. Aunque su mirada todavía desprendía ese brillo de picardía que tan a menudo había estado presente en sus dorados ojos castaños, y que los hacía tan expresivos. Y tan atractivos.
Avanzó lentamente hacía ella, caminando por la enorme alfombra persa hasta donde ella se encontraba, enmarcada en la jamba de la puerta, como si fuera un deslumbrante retrato. Sin embargo, antes de que hubiera recorrido una docena de pasos, los labios de ella se torcieron en una de sus contagiosas sonrisas y echó a correr hacia él. Philip la rodeó con los brazos y la levantó del suelo haciéndola dar vueltas a su alrededor, e instantáneamente se vio inundado por su delicada fragancia de flores, exactamente el mismo perfume que siempre había recordado. No importaba en qué tipo de travesura estuviera envuelta, siempre olía como si acabara de salir del jardín. Tras un último giro, la depositó en el suelo y luego se quedaron mirando el uno al otro, enlazados por el brazo.
– Estás exactamente igual que siempre -declaró él-. Tan solo un poco más hermosa, si es que eso es posible.
Ella rió produciendo un delicioso sonido que le llenó de nostalgia.
– Bueno, pues me temo que tú estás totalmente cambiado.
– Para mejor, espero.
– Para mucho mejor.
– ¿Insinúas que a mi apariencia le faltaba algo antes de que me fuera al extranjero?
– En absoluto. Hace diez años eras un muchacho encantador. Y ahora eres…
– ¿Un hombre encantador?
– Exacto. -Ella alzó los hombros-. Y tan fuerte -exclamó ella de esa forma exagerada que tan bien recordaba él-. Está claro que vivir en condiciones salvajes te sienta bien. -Su sonrisa se desvaneció y sus ojos se empañaron. Una miríada de emociones centellearon en su mirada tan veloces que él no podía descifrarlas. Apoyando la palma de una mano contra la mejilla de él, añadió-: Es maravilloso tenerte de nuevo en casa, Philip. Te he echado mucho de menos.
Su voz era temblorosa, y mirando en sus ojos Philip se dio cuenta de que en estos se reflejaban cambios sutiles. Ya no era la muchacha despreocupada que él había dejado allí diez años antes. Había sombras en sus ojos, sombras que un observador cualquiera no podría ver, pero él la conocía demasiado bien. Seguramente la enfermedad de su padre y su infeliz matrimonio le habían arrebatado una parte de su espíritu vivaz. Pensó en hablar con ella a solas más adelante, sobre su hijo y su marido, y sobre ese tipo de cosas que ella no le contaría en presencia de Andrew.
– Y yo también te he echado de menos, diablillo. -Ella sonrió al oír ese apelativo infantil. Agarrando su mano, le besó los dedos de la manera más galante, y luego le volvió a ofrecer el brazo-. Ven, te voy a presentar a Andrew.
Dieron medía vuelta y se encaminaron a través de la habitación hacia la chimenea, donde estaba Andrew. Señalando con la cabeza a Catherine, Philip murmuró, asegurándose de hacerlo lo suficientemente fuerte para que su amigo le pudiera oír:
– No te creas ni una sola palabra de lo que diga. Le encanta halagar a la gente y siempre está tramando travesuras.
Poniéndose una mano junto al corazón, Philip dijo:
– Te presento a mi amigo y colega, el señor Andrew Stanton. Andrew, mi hermana Catherine Ashfield, lady Bickley.
Catherine sonrió y le alargó una mano.
– Es un placer conocerlo, señor Stanton, aunque me parece que ya lo conozco a través de las cartas de Philip.
Andrew no dijo nada durante varios segundos, luego pareció volver en sí, y acercándose a ella tomó su mano y se inclinó formalmente.
– Es un honor, lady Bickley. También Philip tuvo la amabilidad de compartir retazos de sus cartas conmigo, y a menudo me regalaba los oídos con historias de su infancia. También yo me siento como si ya la conociera. Pero la verdad es que el pequeño retrato que él llevaba de usted no le hace justicia.
– Gracias. -Catherine le dirigió a Philip una mirada interrogativa-. ¿Historias de infancia? Oh, querido, no debería usted creer todo lo que le cuenta mi hermano, señor Stanton.
– Le aseguro que la ha retratado a usted con los colores más brillantes. -Un extremo de la boca de Andrew se elevó-. Casi siempre.
– Venga, sentémonos -dijo Philip-. Miss Chilton-Grizedale no llegará hasta dentro de una hora, por lo que tenemos tiempo de conversar un rato.
– Sí -dijo Catherine-. Tengo muchas ganas de que me lo cuentes… todo.
Una vez se hubieron sentado, Philip preguntó:
– Como veo que ni Spencer ni Bickley estarán con nosotros esta noche, ¿debo suponer que has venido a Londres sola?
Una expresión de dolor cruzó por los ojos de Catherine, tan rápida que, si Philip no la hubiera conocido tan bien, no hubiera sido capaz de reconocerla como lo que era.
– Sí. Bertrand tiene mucho trabajo en la finca de Bickley. Y a Spencer lo he dejado en Little Longstone, al cuidado de la señora Carlton, su institutriz. No le sientan muy bien los viajes, y además no le interesa demasiado Londres. -Al momento su rostro se iluminó con una profunda mirada de amor maternal-. Sin embargo, está ansioso por encontrarse con su loco tío aventurero, y me ha hecho prometerle que te convencería para que fueras a verlo a Little Longstone tan pronto como regresaras de tu luna de miel. -Se incorporó en su asiento y se agarró las manos-. Antes he ido a visitar a nuestro padre y ya me lo ha contado todo. Lamento que se haya cancelado la boda, Philip. Pero no te preocupes. La idea que me escribiste sobre la cena de gala me parece excelente. Con la velada que vamos a preparar miss Chilton-Grizedale y yo te encontraremos la esposa adecuada en un santiamén.
Philip se apoyó con aire despreocupado contra el mármol de la chimenea del salón, con los tobillos cruzados y una media sonrisa en la boca, degustando una copa de brandy después de la cena. Por fuera, sabía que aparentaba estar relajado y tranquilo. Por dentro, un marasmo de confusas tensiones se debatían en él como serpientes en un agujero. Igual que lo había intentado infructuosamente durante toda la cena, ahora nuevamente trataba de mantener su atención en la conversación entre miss Chilton-Grizedale y Catherine, pero su mente no cooperaba. No, estaba demasiado preocupado. Por ella, la irritante casamentera que le parecía más irritante con cada minuto que pasaba. Más y más irritante, porque ya no era su tiránica naturaleza lo que le resultaba fastidioso, aunque no por eso podía negar que todavía le inquietaba de la manera menos apropiada. No, se trataba de la maldita atracción que se había dado cuenta que sentía, esa era la nueva causa del aumento de su irritación.
La excelente cena no había sido de mucha ayuda para mantener su atención apartada de Meredith, aparte del hecho de que las influencias mediterráneas en los platos indicaban que Bakari había tenido verdaderos problemas para adecuarse a la práctica de la cocina inglesa. El señor Smythe había preparado los platos de acuerdo con su gusto. A juzgar por la cantidad de blasfemias que Bakari había murmullado entre dientes, y el extraordinario comportamiento del señor Smythe, Philip pensó que la tarea no había sido fácil.
El delicado estofado de rodaballo había pasado ante él sin que le diera importancia, mientras intentaba apartar la mirada, sin conseguirlo, de miss Chilton-Grizedale. Ella estaba sentada a su izquierda, ofreciéndole una perfecta visión de su perfil. Se había arreglado el negro cabello en un moño de estilo griego, con una cinta de bronce que recogía los bucles de su pelo brillante. Los ojos de él se paseaban por su piel satinada, por la curva de sus mejillas y por los movimientos de sus pestañas. Y cada vez que ella se acercaba la copa de vino a su boca, su atención se desviaba hacia aquella encantadora boca.
Cada vez que ella se echaba hacia delante para decir algo a Catherine, él intentaba desesperadamente no mirar cómo ese movimiento estiraba su vestido de seda dorada haciendo que se redondease un poco más el generoso volumen de su pecho. Cada una de las palabras que dirigía a Catherine al respecto de la velada que estaban planeando con la precisión de una invasión militar, le ofrecía una nueva oportunidad para disfrutar de su voz.
Ahora mismo estaba hablando con Catherine, ambas mujeres sentadas en el sofá de brocado. Un delicado color tiznaba las mejillas de miss Chilton-Grizedale y sus ojos brillaban con interés. Movía las manos alegremente mientras hablaba, puntualizando con un gesto cada una de sus palabras. Su voz era cálida y estaba llena de matices, con un pequeño tono ronco que sonaba como si acabara de levantarse. De la cama. De su cama.
Inmediatamente se formó en su mente la imagen de ellos dos juntos, desnudos, con los miembros entrelazados y ella susurrando su nombre con esa voz ronca… «Philip… por favor, Philip…»
– Por favor, Philip, ¿qué es lo que piensas tú?
La voz de Catherine le sacó de sus pensamientos como si fuera la picadura de una cobra. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que tres pares de ojos le estaban observando con diferentes grados de interrogante expectación. Andrew, que estaba sentado en un cómodo sillón de brazos enfrente de las damas, tenía una expresión que parecía más divertida que interrogante. Un calor recorrió la nuca de Philip. Se ajustó las gafas y, a continuación, al demonio las convenciones, se soltó el pañuelo.
– Me temo que me había quedado en Babia. ¿Qué es lo que estabais diciendo?
Los labios de Catherine se doblaron hacia arriba. Mirando alternativamente a Andrew y a miss Chilton-Grizedale, les dijo en tono de burla:
– Veo que mi hermano no ha cambiado mucho en la última década. Su mente siempre está ocupada con sus estudios, a menudo viajando lejos de nuestras conversaciones. Recuerdo que una vez le estaba contando la fascinante historia de un musical al que había asistido. Después de la quinta vez que me dijo «eso está muy bien, Catherine», le dije: «Y entonces yo salté al Támesis y nadé hasta Vauxhall». Y él sencillamente asintió con la cabeza. Por supuesto, cuando dije «las pirámides de Gizé fueron construidas por sir Christopher Wren», enseguida se volvió hacia mí con atención. Eso es algo que los dos deberíais recordar para la próxima vez que su mente se ponga a divagar.
– Gracias por el consejo, lady Bickley -dijo Andrew. Y dirigiéndose a Philip-: ¿En eso estabas concentrado en este momento? ¿En la belleza de las… pirámides?
Philip lanzó a Andrew una mirada de desafío. Normalmente le gustaba el desenfadado sentido del humor de su amigo, pero no ahora. No ahora que se sentía tan incómodo y descubierto.
– No. Estaba más bien… preocupado. -Intentando con cuidado no volver a mirar a miss Chilton-Grizedale concentró su atención en Catherine-: ¿Qué es lo que tengo que pensar acerca de qué?
– De preparar la velada para pasado mañana por la noche, aquí, en tu casa, conmigo como anfitriona. Miss Chilton-Grizedale y yo pensamos que una cena con baile después puede ser lo más adecuado para nuestros propósitos.
– ¿Podréis preparar algo tan rápidamente?
– Con la ayuda y el personal adecuados, hasta una coronación se prepararía en tan poco tiempo. -La tristeza se reflejó en los ojos de Catherine-. Y dada la enfermedad de papá, el tiempo es algo esencial.
– Para ayudarle a encontrar una esposa, sería de gran ayuda para mí saber qué cualidades admira usted en una mujer -dijo miss Chilton-Grizedale con ese todo enérgico y desenfadado tan suyo.
Algo que se parecía sospechosamente a una carcajada se oyó desde donde estaba Andrew. Philip lanzó a su amigo una mirada fría, y cuando miss Chilton-Grizedale y Catherine miraron hacia ese lado, Andrew se puso a toser. Alargó la mano para tomar su copa de brandy y dijo:
– Ya estoy bien, no se preocupen. -Tras tomar un trago, Andrew añadió sonriendo burlonamente en dirección a Philip-: A ver, Philip, ¿qué tipo de cualidades admiras tú en una mujer?
Todos los ojos se volvieron hacia él, pero como Philip seguía callado, miss Chilton-Grizedale añadió:
– No quiero decir que vaya a ser capaz de conseguir que se cumplan todos sus requisitos, lord Greybourne, especialmente con tan poco tiempo. Sin embargo, creo que sería de gran ayuda saber si hay algunas características que encuentra particularmente atractivas o demasiado desagradables. En definitiva, si no tiene ninguna objeción a que utilice su escritorio y una hoja de papel, me gustaría tomar algunas anotaciones.
No era el tipo de conversación que él tenía especial interés en mantener, sobre todo dado el travieso interés que había podido observar en los ojos de Andrew, a quien tan bien conocía. Pero como no se le ocurría ninguna manera de rechazar la propuesta sin que se le achacara de nuevo una carencia en sus modales, la condujo hacia su escritorio. Extrajo de un cajón una fina hoja de papel vitela de color marfil y retiró la silla de piel marrón para que ella se sentara.
– Gracias -murmuró ella, sentándose con una elegancia felina.
La dorada falda oprimía sus nalgas y un delicioso aroma llenó como una ráfaga de aire su imaginación. Bollos. Hoy huele como unos deliciosos, frescos y calientes bollos recién hechos. Maldita sea, él tenía una especial debilidad por los deliciosos, frescos y calientes bollos recién hechos. Rápidamente se alejó de ella.
– Philip tiene una inclinación especial por las rubias esbeltas -dijo Andrew, poniéndose en pie para acercarse a la chimenea-. Especialmente desde que se cruzó con varias en sus viajes. Y mucho mejor si sus rasgos son los de la belleza clásica. -Emitió un chasquido-. Lástima que lady Sarah saliera huyendo. Físicamente era del tipo de mujeres que a él le gustan.
– Rubias de belleza clásica -repitió miss Chilton-Grizedale con un tono serio de voz, a la vez que tomaba notas-. Excelente, ¿qué más, señor?
Las cejas de Philip se arquearon. Maldita sea, solo hacía dos días hubiera estado de acuerdo con Andrew. Pero ahora…
– A mi hermano le gusta la música -añadió Catherine-. Tal vez vendría bien alguien que supiera tocar el piano, o con una hermosa voz, sería lo preferible. -Se volvió hacia su hermano.
– ¿Estás de acuerdo, Philip?
– Eh, sí. El talento musical está muy bien.
– Alguien que tenga al menos un mínimo interés por el estudio de las antigüedades sin duda sería de gran ayuda -añadió Catherine-. Para cuestiones conversacionales.
– De hecho -añadió Andrew, quien se veía que estaba disfrutando mucho con la conversación-, al ser Philip un hombre de talante científico e intelectual, prefiere a las mujeres que sepan conversar de algo más que del tiempo y de la moda. Sin embargo, debería tratarse más bien de una mujer práctica, que no espere tonterías románticas. Philip no es el tipo de persona que haría grandes actuaciones románticas.
– Oh, sí, estoy de acuerdo -dijo Catherine antes de que Philip pudiera replicar-. El romance es algo que sencillamente no va con la naturaleza de Philip. -Sonrió y movió un dedo en dirección a su hermano-. No me mires tan afligido, querido Philip. La mayoría de los hombres son notoriamente poco románticos.
– No estoy afligido y tampoco soy poco romántico…
Un chasquido producido por miss Chilton-Grizedale interrumpió sus palabras. Le lanzó una mirada de franca desaprobación.
– Esto me da mucha rabia. Basándome en sus comentarios, creo que ya había conseguido encontrarle la pareja perfecta, lord Greybourne.
– Yo no he hecho que caiga sobre mí un maleficio de manera intencionada.
– Pero eso no hace que esté usted menos maldito, ¿no es así, señor?
– Qué manera tan directa de puntualizarlo. ¿Siempre ha sentido esa imperiosa necesidad de exponer lo obvio?
– Yo prefiero llamarlo una reiteración de los hechos pertinentes…
– Sí, estoy seguro de que así es.
– …, y además, solo me veo obligada a hacerlo cuando algunas personas pierden de vista la situación.
– ¡Ah! ¿Algunas personas que no demuestran un momento de genialidad, acaso?
Ella sonrío dulcemente.
– No imaginaba que eso iba a implicar tanto…
– Ah.
– …pero ahora que lo menciona, sí. -Antes de que él pudiera replicar, ella se volvió hacia Catherine y preguntó:
– ¿Dónde estábamos? Ah, sí. Los rasgos que debe tener la novia. ¿Qué más?
Catherine miró confundida a su hermano y a miss Chilton-Grizedale, y luego dijo:
– Por supuesto, debe ser capaz de manejar el servicio y tiene que saber administrar la casa.
Philip observó a miss Chilton-Grizedale mientras esta tomaba abundantes notas, con el labio inferior apretado entre los dientes, con concentración.
Catherine alzó la barbilla.
– ¿Qué más? Ah, sí. El aprecio por las reliquias antiguas es algo absolutamente necesario.
– Me temo que no existe ese tipo de mujer -metió baza Andrew-. Será suficiente con pedir una mujer que no las aborrezca.
– De acuerdo -añadió Catherine-. Philip, ¿qué más te gustaría?
– Me sorprende que os hayáis decidido a preguntarme. Me gusta…
– Los animales -dijo Andrew-. Tienen que gustarle los animales grandes. Ahora mismo Philip ya tiene un cachorro que, a juzgar por el tamaño de sus garras, promete crecer hasta alcanzar el tamaño de un pony.
Catherine se volvió hacia él.
– ¿Un perrito? ¿Lo has traído de Egipto?
– No. Lo encontré en el camino de casa a los muelles. Abandonado.
– ¿Dónde está ahora?
– Está en las habitaciones de Bakari. El animal tenía una herida que Bakari le ha curado. Lo mantendrá allí encerrado el mayor tiempo posible para que se le cure la pata.
Catherine le dedicó una cariñosa sonrisa.
– Siempre has tenido debilidad por las criaturas abandonadas.
– Sí, siempre he sentido cierta especial afinidad con ellas -añadió Philip tranquilamente.
Miss Chilton-Grizedale continuó escribiendo en su hoja de papel durante varios segundos y después alzó la vista.
– ¿Algo más?
– Tiene que ser una experta bailarina -dijo Catherine, lo que provocó una risotada en Andrew.
– Oh, sí, por supuesto -añadió Andrew-. Así podrá enseñar a Philip a bailar.
Las cejas de Catherine se arquearon en una expresión confundida.
– Por lo que recuerdo, Philip es un bailarín bastante bueno.
– Ese efusivo elogio seguramente me va a envanecer -murmuró Philip.
– Mí querida lady Bickley -dijo Andrew riendo-, la última vez que vi a Philip bailando, el ruido de sus pisadas sonaban como la estampida de una manada de elefantes.
– Camellos -añadió Philip-. Eran camellos, no elefantes. Varios camellos se soltaron de sus riendas durante una velada en Alejandría y causaron bastante alboroto. -Miró fijamente a Andrew-. De modo que no todo el alboroto fue culpa mía.
Catherine tosió para esconder una obvia carcajada.
– No sabes lo tranquila que me quedo. Para continuar, tu futura esposa debe tener al menos un conocimiento suficiente de francés. ¿Y no crees que también debería saber bordar, Philip? Desde que eras niño siempre te ha gustado que tus pañuelos llevaran bordadas tus iniciales.
– Oh, claro -dijo Philip-. Asegúrese de añadir eso a su lista, miss Chilton-Grizedale. «Tiene que saber bordar.» Me parece imposible casarme con una mujer que no sepa manejarse con la aguja y el hilo.
Por supuesto que su tono de voz seco no pasó desapercibido para miss Chilton-Grizedale. Ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. Un extremo de su boca se torció hacia arriba y sus ojos brillaron con franca diversión.
– No solo he añadido «experta costurera» en mi lista, señor, sino que al lado he puesto un asterisco, para denotar que esta categoría es de la mayor importancia.
Ella le dirigió una sonrisa, un gesto sencillo que aceleró el ritmo de su corazón de una manera ridícula. En los labios de él se dibujó una estúpida sonrisa con la que se fue evaporando su irritación. Andrew dejó escapar un largo ¡ejem! llamando la atención de Philip, y este se dio cuenta de que había estado sonriendo abiertamente a miss Chilton-Grizedale como si fuera un muchachito idiota que acababa de enamorarse por primera vez. Ella parpadeó dos veces, como si también hubiera olvidado por un momento la presencia de los demás.
– ¿Hay alguna cosa más que desee añadir a la lista, señor? -preguntó ella-. ¿Acaso algo que usted encuentre particularmente aborrecible?
– Philip detesta la mentira -dijo Andrew-. Siempre hemos intentado mantenernos alejados de los depravados vendedores de antigüedades, porque casi todos ellos son unos ladrones mentirosos. Por suerte Philip posee un excelente ojo para descubrir una falsificación.
– No puedo negar que odio que me mientan -dijo Philip asintiendo con la cabeza.
Miss Chilton-Grizedale hizo la pertinente anotación en la hoja de papel vitela.
– Anotado queda -dijo con un tono de voz que sonaba un poco extraño-. Aunque me atrevería a decir que nadie disfruta diciendo mentiras. -Se volvió hacia Catherine-. Y ya que esto parece dar por concluida mis anotaciones, ¿le parece bien que empecemos a preparar la lista de invitados ahora mismo, lady Bickley?
– Por supuesto. Así podré enviar las invitaciones mañana mismo a primera hora del día.
Mientras miss Chilton-Grizedale y Catherine se sentaban en el escritorio al lado de la ventana, con las cabezas muy juntas rellenando la lista de los invitados, Philip y Andrew se sentaron en el otro extremo de la habitación, junto a la chimenea de mármol, y empezaron a jugar al ajedrez. Philip trataba de calmar sus ánimos, y estuvieron jugando en silencio hasta que Andrew dijo:
– Edward vino hoy al museo.
Philip sintió una punzada de culpabilidad y se pasó una mano por el pelo.
– Maldita sea. He estado tan preocupado con mis propios asuntos esta noche que había olvidado completamente preguntarte por Edward. ¿Cómo está de ánimos? -Tampoco añadió que esa misma mañana había enviado una nota a su contable para que abriera una cuenta bancaria a nombre de Edward.
– Deprimido. Me dijo que pensaba volver al museo mañana.
– Eso está bien. Concentrarse en alguna otra cosa que no sea Mary sin duda le ayudará.
– Estoy de acuerdo. Parece que está de luto por su esposa, pero es difícil saber exactamente cómo se siente. No es un hombre del que puedas descubrir fácilmente lo que le pasa por dentro. -Al sentir el peso de la mirada de Andrew, Philip alzó la vista del tablero y vio que su amigo le estaba mirando fijamente-. Al contrario de lo que pasa con otras personas.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Philip arqueando las cejas.
Andrew se echó hacia delante y bajó la voz.
– Quiero decir que tú eres tan fácil de leer como un libro abierto, amigo mío.
– No sé de qué me estás hablando -dijo Philip poniéndose rígido.
– Por supuesto que lo sabes. Me refiero a «ella» -replicó ladeando la cabeza hacia el otro extremo de la habitación-. Ese breve intercambio de palabras entre vosotros ha sido bastante expresivo. Sin mencionar el hecho de que la has estado mirando toda la noche como si ella fuera un oasis y tú te estuvieras muriendo de sed.
Por todos los demonios, ¿realmente había sido tan obvio? ¿Y desde cuándo Andrew se había convertido en un observador tan entusiasta del comportamiento humano?
La mirada de Andrew se fijó en las dos mujeres que estaban en la otra esquina, y luego se posó en Philip con una expresión inescrutable.
– Es muy fácil darse cuenta de la atracción.
Para su sorpresa, todos los nervios de Philip se pusieron tensos. Forzando un tono de voz suave, dijo:
– Es hermosa, ¿verdad?
– En realidad, no creo que «hermosa» la defina en absoluto. Es distinguida. Diferente. Llamativa. Pero no hermosa.
– ¿Seguro? No me había dado cuenta.
– Ya lo veo. Entonces tampoco te habrás fijado en ninguno de sus demás atributos.
– ¿Como, por ejemplo?
– Como el ribete azul oscuro que rodea sus iris acuosos, haciendo que sus ojos parezcan el fondo de un profundo lago. O la manera en que su pálida piel se sonrosa cuando se anima por algo, o lo increíblemente brillante que es su cabello oscuro. ¿Cómo de largo supones que es su pelo? Yo imagino que debe de llegarle al menos hasta la cintura. -Le lanzó una profunda mirada-. No hay nada como una mujer bien torneada con el pelo muy, muy largo. Pero supongo que no te habrás fijado tampoco en que es una mujer bien torneada.
Philip abandonó cualquier pretensión de estudiar el tablero de ajedrez. Un inesperado e ingrato acceso de celos empezó a crecer en su interior, junto con una razonable dosis de enfado.
– Ya hemos vuelto a la civilización, Andrew. Esa no me parece la manera más adecuada de describir a una dama.
La mirada que Andrew le lanzó estaba cargada de pura inocencia.
– Espero que hubiera algo de decoro en mis palabras. Te aseguro que no pretendía ser descortés. Solamente intentaba hacerte una lista de sus atributos; de unos atributos que creo que cualquier hombre con ojos en la cara debería haber visto enseguida. Excepto tú, por lo que parece. Lo cual es muy interesante. Especialmente teniendo en cuenta que tú sueles ser muy observador.
Oh, claro que la había observado. Lo había observado todo en ella, incluidos sus deslumbrantes ojos, su rostro, su precioso cabello y las curvas de sus formas femeninas a través de su vestido de color bronce. Pero le había molestado que Andrew también se hubiera fijado en lo mismo.
– Lástima que no sea una de esas rubias esbeltas que a ti te gustan -meditó Andrew pensativo-. Aunque me imagino que eso no tiene importancia. Teniendo en cuenta todo lo que me has contado, he de suponer que esperas casarte con alguna «lady» tal o cual, que es lo opuesto a una simple «miss».
– Sí, eso es lo que se espera de mí -dijo Philip, y esas palabras salieron de su boca como si fueran arena del desierto.
– Aunque ha habido muchas ocasiones en las que te he visto hacer exactamente lo contrario de lo que se esperaba de ti, Philip.
Philip se quedó estudiando el semblante de su amigo durante varios segundos antes de contestar.
– Eso era en Egipto, en Turquía, en Grecia. Ahora estamos en Inglaterra. Y he vuelto aquí para hacer lo que se espera de mí.
– Vas a casarte con alguien a quien apenas conoces. Vas a abandonar la vida que te gustaba en el extranjero, tus exploraciones, y vas a renunciar a tu libertad.
Ese era un tema que Andrew y él ya habían discutido en muchas ocasiones.
– Estoy cumpliendo un trato que me garantizó la libertad durante los últimos diez años. Y entre el Museo Británico y el museo privado que los dos estamos planeando fundar tendré más que suficiente para estar ocupado.
– Eso imagino. Pero me parece que estás dando mucho a cambio. Creo que deberías tener a la mujer a la que deseas. Yo personalmente nunca me casaría si no fuera por amor.
Philip no pudo contener una risa sorprendida.
– No te imagino haciendo el papel de pretendiente loco de amor, Andrew. Te he visto en compañía de muchas mujeres durante todos estos años, y no me parece que ninguna haya podido cautivar aún tu corazón.
– Quizá porque mi corazón ya estaba cautivado por otra persona.
Philip se quedó mirándolo fijamente, desconcertado. Aunque a veces era difícil determinar si Andrew estaba hablando en broma, aquellas tranquilas palabras no tenían la apariencia de ser una broma. Hacía cinco años que conocía a Andrew, y desde entonces habían vivido todo el tiempo muy cerca el uno del otro, compartiendo experiencias de vida o muerte, pero esa era la primera vez que mencionaba su amor no correspondido.
– ¿Está tu corazón comprometido con alguien?
Una fugaz expresión de lo que parecía ser dolor centelleó en los ojos de Andrew. A continuación una triste y avergonzada sonrisa hizo que se elevara uno de los extremos de su boca.
– Tocado.
Sin poder esconder su sorpresa, Philip preguntó:
– ¿Es americana?
– No. La conocí hace unos años, en uno de mis viajes.
– ¿Y te enamoraste de ella?
– Sí. Mi destino estuvo sellado en el momento en que puse mis ojos en ella.
– Entonces, ¿por qué no te casaste con ella?
– Por desgracia, ella ya estaba casada.
– Ya veo. -El silencio se hizo entre ellos mientras Philip digería esa nueva información sobre su amigo-. ¿Todavía la amas? -preguntó al fin.
Una vez más sus miradas se encontraron y Philip se sintió golpeado por la expresión de desolación que vio en los negros ojos de su amigo.
– Siempre la amaré.
– Y ella, ¿te ama?
– No. -Aquella palabra salió de su boca como un estridente murmullo-. Ella es fiel a su marido, a su idea del matrimonio. No sabe nada de mis sentimientos. Ella no hizo nada para animarlos. Sencillamente, yo perdí la cabeza por ella.
Philip trató de controlar su compasión y su asombro. Nunca había visto a Andrew tan serio y tan deshecho. Tan triste. Se acercó a él y le sacudió los hombros en un gesto de solidaridad.
– Lo siento, Andrew. No tenía ni idea.
– Lo sé. Y no estoy seguro de por qué te lo cuento, excepto… -Meneó la cabeza y apretó los labios como si tuviera dificultad para encontrar las palabras, algo poco común en el siempre poco reservado Andrew-. Sé que eres un hombre íntegro, Philip. Un hombre de palabra. Un hombre que debe elegir a una esposa. Supongo que tan solo espero que elijas… con cuidado. Y que hagas caso a tu corazón. Yo no pude hacerlo, y eso me supuso un dolor que no le deseo a nadie, y menos a mi más íntimo amigo. Puede que la boda de tu prometida con otro fuera el destino. Una señal de que tú estabas hecho para otra.
Antes de que Philip pudiera expresar una réplica, Andrew cambió de expresión, reemplazando su aire melancólico por su típica medía sonrisa. Inclinó la cabeza sobre el tablero y movió su reina.
– Jaque mate.
Philip estrechó la mano a Andrew y se dio la vuelta hacia Catherine y miss Chilton-Grizedale, quienes se habían levantado y en ese momento estaban cruzando la estancia.
– ¿Habéis acabado con la lista de invitados?
– Sí. Mañana enviaremos las invitaciones. Y la noche de pasado mañana esperamos encontrar a alguien que sea de tu agrado. Miss Chilton-Grizedale y yo hemos preparado una lista de candidatas que estoy seguro que te gustarán.
Philip sintió una punzada en el estómago.
– Excelente. Ahora solo nos queda esperar que sea capaz de romper el maleficio. Porque, de lo contrario, no importa lo perfecta que sea la mujer que me hayáis encontrado, no podré casarme con ella.
Se hizo el silencio en el grupo como si fuera una espesa niebla. Al fin, miss Chilton-Grizedale, con su manera seca y práctica de hablar, dijo:
– Yo creo que nuestro mejor maleficio es que sigamos teniendo esperanzas. Nada trae peor suerte que una perspectiva pesimista. -Su mirada se posó en el reloj de pared-. Cielos, no me había dado cuenta de lo tarde que es. Tengo que marcharme.
– Yo también me tengo que ir -dijo Catherine.
Salieron hacia el vestíbulo, donde Bakarí había llamado a los carruajes de Philip y de Catherine.
Tras anudar su gorro bajo la barbilla, Catherine le dio un abrazo a Philip.
– Gracias por esta maravillosa noche. Echaba de menos las cenas contigo.
– Gracias por tu ayuda. Si hay algo que yo pueda hacer…
– Tú sigue buscando el pedazo de piedra perdido para que pueda celebrarse la boda. -Volviéndose hacia Andrew inclinó la cabeza-. Ha sido un placer, señor Stanton.
Andrew se inclinó haciendo una reverencia sobre su mano enguantada.
– El placer ha sido mío, lady Bickley.
Philip acompañó a Catherine por el camino hacia el carruaje que la estaba esperando. Cuando ella se metió dentro, él volvió al vestíbulo, donde miss Chilton-Grizedale y Andrew estaban conversando amigablemente. Una incómoda ola de celos lo arrebató. Forzó una sonrisa y fue a recoger su bastón.
Andrew vio a Philip con el bastón y preguntó:
– ¿Vas a alguna parte, Philip?
– Voy a acompañar a miss Chilton-Grizedale a su casa.
– No es necesario, señor -dijo ella notando que las mejillas se le coloreaban-. No quisiera abusar de su amabilidad.
– Insisto. Mi hermana vive justo al final de la calle, y lleva dos lacayos además del cochero, pero usted vive bastante lejos de aquí, y por la noche rondan todo tipo de criminales. -Philip alzó la cejas-. Siempre está insistiendo usted en mi falta de delicadeza, pero cuando hago un gesto caballeroso tiene que llevarme la contraria.
– ¿Insistiendo? -dijo ella aparentando enfado-. Yo preferiría decir recordando. -Estoy seguro de que así es. -No vale la pena discutir con él, míss Chilton-Grizedale -interrumpió Andrew-. Philip puede llegar a ser muy testarudo. De hecho, le sugeriría que añadiera «que sea capaz de aguantar la testarudez» en su lista de cualidades de la futura esposa.
Ella rió. ¡Bah! A Philip no le pareció que el comentario de Andrew fuera especialmente gracioso. Y luego miss Chilton-Grizedale dirigió a Andrew una encantadora sonrisa, una sonrisa que puso aún más en tensión los músculos de Philip.
– Lo añadiré en cuanto llegue a casa -dijo ella tendiendo la mano a Andrew-. Buenas noches, señor Stanton.
Andrew tomó su mano y besó los enguantados dedos de miss Chilton-Grizedale. Un beso que, incluso para la poca memoria que tenía Philip de las cuestiones de decoro, le pareció que era considerablemente más largo de lo que habría sido estrictamente adecuado.
– Un placer, miss Chilton-Grizedale. Hacía mucho, tiempo que no había tenido la suerte de pasar una velada en tan encantadora compañía. Espero que volvamos a encontrarnos pronto. -Y volviéndose hacia Philip dijo-: Nos veremos mañana. -Luego subió por las escaleras hacia su dormitorio.
Philip acompañó a miss Chilton-Grizedale hasta su carruaje, y se metió en él, acomodándose sobre los cojines de terciopelo justo enfrente de ella.
En el momento en que se cerró la portezuela, Meredith se preguntó si había sido una buena idea dejar que lord Greybourne la acompañara a casa. Hacía solo unas horas aquel coche le había parecido espacioso. Ahora le parecía que su interior no contenía siquiera suficiente aire para respirar. Solo tenía que alargar la mano para tocarle. Mirando hacia abajo, se dio cuenta de que los broncíneos faldones de su vestido rozaban los pantalones de él. Era difícil distinguir su rostro en la oscuridad del carruaje, pero sentía sobre ella el peso de su mirada. La oscura intimidad y el espacio cerrado aceleraron su corazón de una manera que le pareció bastante inquietante. Cerró los ojos intentando borrar la imagen de él sentado justo enfrente, pero no podía huir de la conciencia de saber que él estaba ahí. Su olor masculino invadía sus sentidos. Un maravilloso aroma de ropa limpia recién lavada y madera de sándalo, mezclado con una almizclada fragancia que no era capaz de identificar. Olía como ningún otro hombre, y sabía que incluso estando ciega podría reconocerlo entre un millón.
– Le agradezco la ayuda que me ha prestado esta noche -dijo él, con su profunda voz emergiendo de la oscuridad.
Ella abrió los ojos y esbozó una sonrisa, esperando que la oscuridad del interior no le permitiera darse cuenta de lo forzado de la misma.
– Muchas gracias; sin embargo debe agradecérselo mucho más a su hermana. Con mi reputación en contra, el éxito de la velada sería mucho más que dudoso.
De todos modos, tengo la esperanza de que podremos encontrarle otra novia tan apropiada para usted como lo era lady Sarah.
– No es que quiera llevarle la contraria, miss Chilton-Grizedale, pero me parece obvio que lady Sarah y yo no estábamos hechos el uno para el otro; o al menos ella no me encontró en absoluto adecuado. O simplemente atractivo.
– Lady Sarah era claramente una tonta. -Dios santo, no debería haber expresado ese pensamiento en voz alta. Forzando sus manos a que se quedaran quietas en su regazo, en lugar de llevárselas inmediatamente a los labios, tartamudeó-: So-socialmente, ustedes eran adecuados desde todos los puntos de vista.
– Ah, sí. Supongo que lo éramos. Pero cuando uno de los corazones está ocupado por otra persona, como lo estaba el de lady Sarah por lord Weycroft, eso complica las cosas.
Tranquilizada por el hecho de que él no hubiera hecho caso a su comentario, Meredith alzó la barbilla y dijo:
– En realidad, eso no complica las cosas en absoluto, señor. El afecto que lady Sarah sentía por el barón se hubiera ido apagando con el tiempo una vez que se hubieran casado ustedes. Solo es una cuestión de que la cabeza esté por encima del corazón. El corazón es terco y caprichoso. No sabe lo que es mejor, y si se le escucha, normalmente le lleva a uno hacia un camino poco aconsejable. Sin embargo, la cabeza es metódica y precisa. Práctica y sensible. Cuando el corazón y la cabeza están enfrentados, lo mejor es escuchar siempre a la cabeza.
– Qué afirmación tan pragmática y tan poco romántica viniendo de una mujer cuya ocupación es acordar matrimonios.
– El éxito al acordar matrimonios no tiene nada que ver con el romance, señor, y creo que un hombre de su posición debería saberlo. Mi comprensión de esta idea es lo que me ha permitido tener éxito en mi actividad como casamentera. Lo importante son las combinaciones ventajosas de propiedades, las aspiraciones políticas, las familias y los títulos. Con el tiempo, las parejas irán desarrollando cariño el uno por el otro.
– ¿Y sí no es así?
– Entonces deben esforzarse por ser civilizados, y cada uno debe perseguir sus propios intereses.
– Mis intereses están puestos en el estudio de las antigüedades. En estudiar las gentes y las civilizaciones de otros lugares del mundo. Tengo previsto estar muy ocupado con las exposiciones en el Museo Británico, y tengo la intención de fundar mi propio museo. Para mí, perseguir solo esos intereses es algo que suena muy… aislado. Solitario. Y mucho más si trabajo en el extranjero. Preferiría tener una pareja que pudiera compartir conmigo todas esas cosas.
Su voz profunda la envolvió como un manto, seduciéndola con su calidez. Se humedeció los labios resecos y se dio cuenta de que la mirada de él se detuvo brevemente en su boca.
– ¿Está diciendo que pretende que yo le encuentre a una mujer a la que pueda amar? Porque he de recordarle que debido a la enfermedad de su padre el tiempo que tenemos es limitado.
– Según dice Andrew, enamorarse de alguien no es algo que necesite demasiado tiempo.
– ¿Acaso él es un experto en esos temas? -preguntó ella alzando las cejas.
– No sé si se lo podría definir de esa manera, pero sé que está enamorado de alguien.
El carruaje pasó al lado de una lámpara de gas y Meredith pudo ver la forma en que él la miraba con expresión interrogante.
– Parece que esa noticia la ha desilusionado, miss Chilton-Grizedale.
– Así es, lord Greybourne. – ¿Puedo preguntar por qué?
– Había esperado poder ofrecerle mis servicios al señor Stanton para encontrarle una esposa -dijo ella alzando su afilada barbilla.
Durante media docena de latidos el único sonido que se oyó fue el traqueteo del carruaje descendiendo lentamente por la calle. Luego, para su sorpresa, él echó la cabeza hacia atrás y se rió. Cualquiera que fuera la reacción que ella hubiera esperado de él, ciertamente no era la de sentirse divertido.
La irritación la inundó, una sensación que realmente no le gustaba. «Cielos, ciertamente no podría encontrar un hombre irritante más atractivo.»
– No consigo ver qué es lo que le parece tan divertido, señor. Aunque imagino que eso no significará nada para usted, le aseguro que antes de mi debacle causada por «su» maleficio, mis servicios como casamentera eran muy solicitados. Solo en el último año acordé siete matrimonios con éxito. El más famoso de ellos, el de miss Lydia Weymouth y sir Percy Carmenster, fue el que convenció a su padre para solicitar mis servicios en su nombre.
Su risa se fue apagando, y meneando la cabeza dijo:
– Perdóneme. No me estaba riendo de usted, querida mía. La verdad es que me estaba riendo de mí mismo. Me reía porque sus palabras me han hecho feliz.
Meredith frunció el entrecejo. ¿Feliz? ¿Qué había dicho que pudiera hacerle feliz? Intentó recordar, pero antes de que pudiera encontrar alguna respuesta, el añadió:
– Como los sentimientos de Andrew ya hablan por sí mismos, creo que eso significa que usted simplemente tiene que dedicarme toda su atención a mí.
Desgraciadamente, Meredith no creía que le fuera a ser demasiado difícil dedicar toda su atención a lord Greybourne.
Y eso la asustaba mortalmente.
Cuando Philip regresó a su casa, fue recibido por un vestíbulo vacío.
– ¿Hola? -dijo mientras se quitaba el sombrero.
Oyó un murmullo a su espalda que le sobresaltó. Se dio la vuelta rápidamente y se encontró de cara a Bakari. Demonios, ese hombre se movía como un felino -silenciosa y sigilosamente. Era una habilidad que les había mantenido juntos durante numerosos años de aventuras -como cuando Bakari había rescatado a Philip de una banda de traficantes de antigüedades-, pero que era bastante desconcertante en el vestíbulo de su casa.
Philip se dio cuenta de que a su mayordomo le faltaba el aliento.
– ¿Va todo bien?
– El perro -gruñó Bakari.
– Ah, ya veo -dijo Philip sonriendo. Al parecer, bajo la tutela de Bakari, el cachorro, que aún no tenía nombre, se estaba recuperando. Excelente.
El ruido de pisadas en la parte superior de las escaleras llamó la atención de Philip. Andrew, quien todavía vestía la misma ropa que había llevado durante la cena y en cuyo rostro se veía un ligero lustre de transpiración como si hubiera estado haciendo ejercicio, se reunió con él en el vestíbulo.
– Creí que te habías retirado ya -dijo Philip alzando las cejas-. ¿O es que esos pantalones, esas botas y esa chaqueta cruzada es una nueva moda de ropa de noche que me he perdido?
– En absoluto -dijo Andrew-. He decidido esperarte hasta que volvieras a casa, para saber cómo había ido tu paseo en carruaje con miss Chilton-Grizedale. -Ladeando la cabeza a derecha y a izquierda estudió lentamente el rostro de Philip. Luego la sacudió-. Justo lo que esperaba.
– ¿Qué?
– El rato que has pasado a solas con ella no ha sido como habías esperado.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no la has besado.
Bakari murmuró algo.
La irritación se deslizó por la espalda de Philip.
– En primer lugar, ¿cómo puedes saberlo?, y en segundo, ¿por qué piensas que podría haber hecho tal cosa? Permíteme que te recuerde que ahora estamos en Inglaterra (sobria, correcta, y todo lo demás). Simplemente, aquí uno no va por la vida besando a las damas. Hay ciertas reglas. Cierta corrección.
La cara de Andrew era el vivo retrato del escepticismo.
– ¿Desde cuándo eres tan estricto con las reglas y la corrección? ¿Hace falta que te recuerde lo que pasó la última vez que fuiste tan estricto con las reglas?
Bakari dejó escapar un profundo suspiro y, haciendo un gesto con las manos, murmuró alguna imprecación. A continuación, sacudió la cabeza.
– Mal, muy mal -dijo.
– No, no tienes que recordármelo; y sí, me fue muy mal -contestó Philip alzando los brazos.
– Muy mal -insistió Bakari.
– Estuve a punto de ahogarme porque tú insististe en cruzar el río como lo hacían los antiguos, en una maldita canoa típica -dijo Andrew frunciendo el entrecejo e ignorando claramente lo de «no tienes que recordármelo».
– ¡Por todos los demonios! Tendrías que haberme advertido que no sabías nadar. ¿Acaso no te llevé a tierra sano y salvo, a pesar de los golpes que me diste con brazos y piernas?, que, perdona que te lo recuerde, me dejaron un montón de moratones por todo el cuerpo, algunos de ellos en partes muy sensible.
– Te llevaste unos buenos golpes, sí -confirmó Andrew-. Pero no era menos de lo que te merecías. Aquel incidente me quitó una década de vida.
– Pero se podría haber evitado sí me hubieras dicho la verdad.
– Que no se sabe nadar no es el tipo de cosas que un hombre puede ir diciendo por ahí tranquilamente -insistió Andrew-. Y nada de eso habría sucedido si tú no te hubieras puesto tan pesado, insistiendo en «cruzar el río en canoa», según las reglas. -Sus ojos se entrecerraron-. Y no te creas que has conseguido cambiar de tema. Sé que no has besado a la chica, como decía antes, porque puedo leer la expresión de tu rostro muy bien, amigo mío, y la frustración que veo por debajo de la superficie no es lo que se observaría si la hubieras besado. Y además, pienso que podrías haber hecho tal cosa porque es obvio que lo estás deseando.
Bakari carraspeó y murmuró algo.
Philip apretó las mandíbulas. Maldita sea, aquello era realmente irritante, pero Andrew tenía razón. Por todos los demonios, había deseado desesperadamente besarla. ¿Por qué no lo había hecho? No era más que un simple beso, después de todo. Pero en el momento en que ese pensamiento se le pasó por la cabeza, se dio cuenta de cuál era la respuesta: no la había besado porque algo en su instinto le decía que no habría habido nada que pareciera ni remotamente simple en besarla a ella.
– Y supongo que tú sí la habrías besado -dijo.
Si Andrew notó la tensión en su tono de voz, la ignoro.
– Sí. Si yo me sintiera tan atraído por una mujer, y se me presentara la oportunidad, la besaría.
– ¿Y qué me dices del hecho de que yo (espero) pronto me casaré con otra?
– Todavía no estás casado, amigo -dijo encogiéndose de hombros-. Y esa no es la razón por la que no la has besado, y los dos lo sabemos.
– Estoy seguro de que habrá un barco que salga para América dentro de pocas horas -dijo Philip entrecerrando los ojos; un comentario que dejó a Andrew desconcertado.
– Para besar a la chica que quieres, esta tiene que quererte también a ti -dijo Bakari en voz baja. Luego, tras hacer una pequeña reverencia, abandonó el vestíbulo y se dirigió hacia los dormitorios, con sus blandas suelas de piel deslizándose silenciosamente por el mármol.
«La chica tiene que quererte también a ti.»
Maldita sea. Normalmente Bakari solo pronunciaba una media de doce palabras al mes. Lo cual significaba que con esa frase ya había superado su cuota normal. Excelente, porque Philip no tenía ganas de oír nada más.
Miró a Andrew, cuyo rostro reflejaba una expresión sospechosamente inocente.
– No digas ni una palabra -le advirtió Philip.
– No lo iba a hacer. Bakari ya lo ha dicho todo. En, sorprendentemente, muy pocas palabras. Un talento poco frecuente, ¿no te parece?
– Un talento que me parece que deberías tratar de emular tú, hablando menos.
– Como tú quieras. Me voy a la cama. -Ascendió por las escaleras. En el descansillo se dio media vuelta y lanzó a Philip un saludo de burla-. Dulces sueños, amigo.
Eso, dulces sueños. Con todos los músculos en tensión y los pensamientos que se agolpaban en su mente, dormir no era algo que tuviera previsto en un futuro inmediato. Pensó que un brandy podría relajarle y se dirigió por el pasillo hacia su estudio. Al entrar en la habitación fue directo hacia la botella y se sirvió un dedo largo del fuerte licor. En cuanto acercó la copa a sus labios su mirada se detuvo sobre el escritorio. Su mano se paró a medio camino de su boca y se quedó paralizado.
Uno de sus diarios reposaba abierto sobre su escritorio, junto a unos cuantos libros amontonados al lado del tintero. No recordaba haber dejado los libros allí; de hecho, estaba seguro de no haberlo hecho, ya que él era muy cuidadoso con esas cosas. Dejó la copa al lado de la botella y se acercó hacia el escritorio de haya.
El diario estaba abierto por una página en la que había dibujado detalladamente los jeroglíficos y las pinturas de una tumba de Alejandría. Su mirada se paseó por la página y se dio cuenta de que no faltaba nada, y luego colocó el libro encima de los demás volúmenes.
Sus cejas se arquearon hacia abajo. ¿Habría estado husmeando entre sus pertenencias alguno de los sirvientes? Eso tenía que ser, puesto que ni Bakari ni Andrew harían tal cosa sin pedir permiso, ni tampoco habrían dejado el diario tirado de una forma tan descuidada.
Pero ¿por qué habría hecho tal cosa uno de los sirvientes? Sin duda por curiosidad sobre su persona y sus viajes. Se podía entender, pero tendría que encontrar al culpable a primera hora de la mañana y solucionar el asunto. No solo porque no le gustaba la idea de que alguien anduviera husmeando entre sus cosas, sino también porque esos diarios eran irremplazables. Y no quería que cualquiera pudiera dañarlos o perder sin darse cuenta.
Dejando escapar un largo suspiro, cerró el diario y lo agarró. Estaba a punto de dejarlo en su lugar correspondiente en la estantería cuando vio un pedazo de papel sobre el escritorio, debajo de donde había estado el diario. Había algo escrito en su superficie, con una apretada letra que no le era familiar. Intrigado, cogió la nota y la acercó a la lámpara para leer las pocas palabras que contenía.
«Vas a sufrir.»
Philip se quedó sobrecogido y paseó un dedo por encima del papel. La tinta aún no estaba seca.
Esa nota había sido escrita hacía poco. Muy poco. Pero ¿por quién? ¿Por alguien de la casa? ¿O acaso había entrado algún extraño? Se acercó a las ventanas y comprobó que estaban perfectamente cerradas. ¿Podría haber entrado el intruso por alguna otra parte? Le parecía muy extraño que Bakari, Andrew o alguno de los sirvientes de la casa no hubieran visto u oído algo raro si hubiera entrado alguien. Recordó que al volver a casa Bakari no estaba en el vestíbulo: estaba cuidando al perro. Y la puerta principal no estaba cerrada con llave. Philip se pasó las manos por la cara. ¿Cuánto tiempo habría estado Bakari lejos del vestíbulo? ¡Por todos los demonios, cualquiera podría haber entrado por la puerta principal! A menos que se tratara de alguien que ya estaba dentro de la casa…
Miró de nuevo la nota:
«Vas a sufrir».
¿Quién demonios habría escrito eso? ¿Y por qué?
Una mano temblorosa se llevó una copa de brandy a unos labios temblorosos.
«He escapado por los pelos. Demasiado por los pelos para sentirse seguro. Debo tener más cuidado en el futuro.»
Un trago rápido del fuerte licor le proporcionó el calor que tanto necesitaba.
Después de unos cuantos tragos más, la copa volvió a la mesa, y una mano mucho más tranquila agarró una daga. La luz del candelabro se reflejó en la brillante curva de la hoja.
«Tu prematura llegada me ha interrumpido, Greybourne, y me ha obligado a abandonar la búsqueda. Pero encontraré lo que estaba buscando. Y cuando lo consiga tu vida habrá acabado.»