Meredith caminaba por la gravilla del paseo sur de Vauxhall intentando conseguir lo imposible: ignorar al hombre que andaba a su lado.
Caramba, ¿cómo podía pretender no mirarle, cuando era tan consciente de su presencia? ¿Cuando leves bocanadas de su limpio y masculino aroma provocaban sus sentidos? Lady Bickley y el señor Stanton paseaban varios metros por delante de ellos, mientras ella concentraba su atención en sus espaldas con el celo de un pirata que siguiera la pista de un tesoro lleno de monedas de oro, aunque todo era inútil. Lord Greybourne no estaba a más de unos pasos de ella, y cada nervio de su cuerpo estaba tenso ante su presencia.
Por lo menos, estar al aire libre la hacía sentirse algo más tranquila que sentada enfrente de él en el interior del carruaje. Sentados sobre los elegantes cojines grises de terciopelo, en su elegante carruaje negro, él había estado lo suficientemente cerca de ella para poder tocarla con solo alargar la mano. Lo suficientemente cerca para absorber su tentador perfume, que la llenaba de deseos de acercarse a él y sencillamente hundir la cabeza bajo su barbilla y oler. Tan cerca que sus rodillas se rozaban cada vez que el carruaje pasaba por encima de un bache del camino. Y todo el tiempo su corazón había estado saliéndosele del pecho, latiendo desenfrenadamente y provocándole cálidas sensaciones.
Y eso suponía un tremendo problema.
No solo por la incomodidad que provocaban en ella esas sensaciones inesperadas, sino porque su cercanía la había dejado extrañamente sin palabras. Gracias a Dios, lady Beckley había tomado la voz cantante de la conversación, hablando de manera desenfadada sobre la cena del día siguiente por la noche. Y por suerte el oscuro interior del coche había disimulado sus enrojecidas mejillas.
Desgraciadamente, ahora ella tenía que enfrentarse a la cada vez más desalentadora perspectiva de pasear junto a lord Greybourne, en medio de la atractiva atmósfera de Vauxhall, la cual ya solo por su propia naturaleza conducía al romance. Los fragantes jardines; los débilmente iluminados senderos rodeados de imponentes olmos, con su follaje engalanado con centelleantes lámparas; los estrechos caminos que conducían a lugares cada vez menos iluminados, donde podían estar ocurriendo todo tipo de escenas escandalosas…
La sola idea hizo que todo su cuerpo se estremeciera, y una vez más se quedó muda. Por el amor de Dios, aquel hombre iba a pensar que era una completa estúpida. Debería estar hablando con él sobre el decoro, pero esa era una tarea imposible mientras sus pensamientos estaban centrados en cuestiones tan indecorosas. ¿Por qué no decía algo él? Al menos podría intentar iniciar algún tipo de conversación, ya que veía que ella era incapaz de pensar en algo por sí misma.
Sus hombros se rozaron y ella dejó escapar una especie de suspiro al sentir el contacto. Se volvió hacia él y lo descubrió mirándola con tal intensidad que tropezó. Se incorporó agarrándose a su brazo tratando de recuperar el equilibrio, y él la sujetó por el hombro y la puso en pie.
– ¿Está usted bien, miss Chilton-Grizedale?
Meredith se quedó mirando fijamente su hermoso e irresistible rostro, y el estómago le dio un vuelco. «No, no estoy bien en absoluto, y todo por tu culpa. Me haces sentir cosas que no desearía sentir. Desear cosas que jamás tuve. Me haces que te desee de una manera que no puede llevar a nada más que a que se me rompa el corazón», pensó.
El calor de su mano se introducía a través de la tela de su vestido, calentando su piel hasta el punto de hacer que ella deseara estar más cerca de él, apretarse contra él. Aterrorizada, pensando que podría llegar a hacerlo, su mente ordenó a sus pies que retrocedieran varios pasos, lejos de él -una orden que sus pies ignoraron alegremente.
Tragando saliva para humedecer su reseca garganta, dijo:
– Es… estoy bien.
– La gravilla puede ser muy traicionera. ¿Se ha torcido el tobillo?
– Solo ha sido un traspiés. No me he hecho daño.
– Bien. -Él la soltó del brazo con apuro, pensando que ella podría sentirse incómoda-. ¿Le apetece que sigamos caminando? Andrew y mi hermana están ya bastante lejos.
Meredith miró hacia delante y se dio cuenta de que la otra pareja estaba ya casi fuera del alcance de su vista. Ella echó a andar y él la siguió caminando a su lado. Había otras parejas paseando por los alrededores, pero sin la compañía tranquilizadora del señor Stanton y de lady Bickley, Meredith era mucho más consciente de estar a solas con lord Greybourne. Aceleró el paso.
– ¿Estamos metidos en una carrera, miss Chilton-Grizedale? -preguntó él con un jocoso tono de voz.
– No, solo pensaba que quizá deberíamos reunimos con el señor Stanton y lady Beckley. No deberíamos perderlos de vista.
– No se preocupe. Conozco a Catherine, va a toda prisa para conseguir una buena mesa. Para cuando lleguemos, Andrew ya habrá pedido el vino, con lo que me habrá evitado el problema de que elija una buena cosecha -dijo burlonamente-. Por suerte, los jardines son famosos por sus excelentes vinos, pero Andrew no es precisamente un experto en vinos, lo suyo es más bien el brandy.
Un poco más relajada ahora que parecían haberse animado, Meredith miró hacia delante, hacia los tres arcos de triunfo que se levantaban sobre el camino.
– Vistos a esta distancia, parece como si las auténticas ruinas de Palmira estuvieran en Vauxhall.
Philip dirigió su atención hacia los arcos, bastante agradecido de tener algo más en que fijar su atención que no fuera su acompañante. Tras un breve examen comentó;
– Son una copia bastante buena, pero no se pueden comparar con las ruinas de verdad.
– No sabía que sus viajes le hubieran llevado hasta Siria, señor.
Impresionado por que ella conociera la localización de dichas ruinas, él dijo:
– Siria fue uno de los lugares que visité durante la última década.
– Imagino que las ruinas deben de ser magníficas.
Al instante se formó una imagen en su mente, tan vivida que se sintió como si estuviese de nuevo en la antigua ciudad.
– Entre las muchas ruinas que he estudiado, Palmira es una de las más sobresalientes, sobre todo por su impresionante ubicación. El contraste de los colores es fascinante, y casi imposible de describir, me temo. Durante el día, las ruinas adquieren un color blanquecino a causa del sol despiadado, y se recortan contra un cielo infinito de un azul tan deslumbrante que hace daño a la vista. Al atardecer, las sombras caen sobre las ruinas mientras el cielo se ilumina con vivos azules y amarillos, que a veces viran hacia el naranja y a veces hacia el rojo sangre. Y luego el cielo se va oscureciendo poco a poco, hasta que la ciudad llega a desvanecerse en la noche del desierto, como si no existiera, hasta que vuelve a salir el sol.
Él se volvió y la miró. Ella estaba observándole con ojos soñadores, como si estuviera viendo en ese momento las ruinas de Palmira al igual que él lo hacía.
– Suena extraordinario -susurró ella-. Increíble. Maravilloso.
– Sí, es todo eso. Y mucho más.
Su mirada se detuvo en el rostro de ella, recorriendo cada una de sus facciones únicas, y deteniéndose por último en su encantadora boca. Deseaba tocarla. Besarla. Con una intensidad que no podía seguir ignorando durante mucho tiempo.
Apartó la vista de ella, y echó una ojeada a los alrededores.
– Venga -dijo él tomándola amablemente por el codo y dirigiéndola hacia un sendero apartado de los edificios y las columnas-. Hace un noche tan hermosa que podríamos pasear un poco, y charlar un rato antes de reunimos con Andrew y Catherine en el restaurante. Estoy dándole vueltas a varias cosas, y es posible que usted pueda satisfacer mi curiosidad.
Su mirada se dirigió de nuevo hacia ella. Ella parpadeó y la expresión ausente se borró de sus ojos.
– Por supuesto, señor. Al menos lo intentaré. ¿De qué se trata?
– De usted, miss Chilton-Grizedale. ¿Cómo llegó a convertirse en casamentera?
Ella dudó por un segundo, y luego dijo:
– De la forma usual. Desde muy joven poseía una cualidad innata para descubrir qué jóvenes harían buena pareja entre los conocidos de mi familia, y me divertía haciendo insinuaciones al respecto de mis elecciones. Lo más sorprendente es que buena parte de mis elecciones llegaron a hacerse realidad. Cuando me hice mayor, leía las páginas de sociedad y mentalmente formaba parejas entre los miembros de la nobleza. Podía llegar a leer las amonestaciones y de repente decir: ¡Cielos, no! ¡No debería casarse con ella! La señora tal sería una pareja mucho más apropiada para él. Pronto empezaron a pedir mi consejo algunas madres de la zona, para que les encontrara un buen partido a sus hijas. Luego me trasladé a Londres, y poco a poco mi reputación fue aumentando.
Al igual que le había pasado por la tarde en el parque, se dio cuenta de que no eran sus palabras las que no sonaban a verdaderas, sino la manera como las decía. Era como sí estuviera recitando un discurso aprendido de memoria. Tuvo la clara impresión de que si volviera a hacerle la misma pregunta dentro de dos meses, recibiría la misma respuesta exacta, palabra por palabra. Y al contrario que muchas de las mujeres que él había conocido, se dio cuenta de que era muy reacia a hablar de sí misma. Ella le lanzó una mirada de soslayo.
– El hecho de que su padre me contratara en su nombre, para que le encontrara una novia apropiada, ha sido el encargo más prestigioso que me han hecho hasta la fecha.
– Pero aunque usted sea capaz de encontrar a una mujer que quiera casarse conmigo, solo podré hacerlo si soy capaz de romper el maleficio.
– No quiero tener una perspectiva pesimista al respecto de romper el maleficio. Y no puedo imaginar que exista una sola mujer que no esté dispuesta a casarse con usted.
El aminoró la marcha y la miró fijamente.
– ¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
Esta pregunta la puso claramente nerviosa.
– Bueno, porque usted tiene… -alzó una mano como sí intentara cazar las palabras que volaban por el aire- un título. Y es rico.
La decepción y algo que se parecía sospechosamente al dolor lo embriagaron. ¿Eso es todo lo que ella veía en él?
– ¿Y esos son los únicos criterios que utiliza cuando concierta matrimonios que funcionen?
– Por supuesto que no -dijo ella esbozando una sonrisa-. También ayuda mucho que aún conserve usted todos los dientes y todo el pelo.
– ¿Y si no tuviera todos los dientes y todo el pelo?
– Aun así no puedo imaginar a una sola mujer que no se casaría con usted.
– ¿Por qué?
– ¿Acaso está intentando que le haga algún cumplido, señor? -Su voz tenía un inconfundible tono de burla.
Maldita sea. De eso se trataba. Para su vergüenza. Sabía que estaba lejos de ser un hombre atractivo. Sabía que los años que había pasado viajando habían empañado el brillo de sus modales. Sabía que lo que al él le interesaba podría aburrir hasta la saciedad a cualquier mujer. Y sin embargo, deseaba oír de su boca lo que ya sabía. Estaba claro que ella trataba de mantener la conversación en un tono cordial, mientras él intentaba llevarla hacia algún rincón oscuro. Debería estar avergonzado de sí mismo. Aterrorizado. Y se había estado esforzando por demostrar sus limpios sentimientos, para después intentar besarla.
– ¿No tiene ningún cumplido que ofrecerme, miss Chilton-Grizedale?
Ella dejó escapar un suspiro teatral.
– Supongo que puedo buscar alguno, si se me presiona.
– Déjeme imaginar. Mis orejas no son ni de soplillo ni están caídas como las de un perro de caza.
Ella rió.
– Exactamente. Y su nariz no tiene ninguna herida.
– Cuidado. Tantos cumplidos juntos se me van a subir a la cabeza.
– Entonces será mejor que no puntualice que no tiene usted ni pizca de barriga. O que sus ojos son… -Su última frase quedó cortada como si la hubieran seccionado con un hacha.
– Mis ojos son ¿qué?, miss Chilton-Grizedale.
Ella dudó durante varios latidos de su corazón, y luego susurró:
– Tiernos. Sus ojos son tiernos.
Palabras simples y encantadoras que seguramente no deberían haberle producido ese extraño calor.
Meredith se atrevió a lanzarle una sonrisa. Él la estaba mirando con una intensidad que hizo que se le secara la garganta. Consciente de cómo la miraba, tragó saliva y añadió:
– Ahora es su turno, señor.
– ¿Para que le haga cumplidos? Muy bien. Yo creo que usted es…
– ¡No! -La palabra explotó en sus labios, seguida de una risa nerviosa-. ¡No! -repitió ella en voz más baja-. Quería decir que era su turno para explicarme cómo se siente dentro de su actual profesión de anticuario. -Sí, eso era lo que quería decir, pero una parte de ella no pudo evitar preguntarse qué es lo que él había estado a punto de decir.
– Ah, bueno, es interesante que lo haya expresado usted de esa manera, porque literalmente yo «caí» enamorado de las antigüedades. Cuando no era más que un chico de cinco años, me caí en un pozo en la finca de Ravensley, nuestra propiedad familiar en Kent.
– Oh, cielos, ¿se lastimó usted?
– Solo se lastimó mi orgullo. Por suerte el pozo era poco profundo; pero yo de niño era bastante patoso. Recuerdo que una de las institutrices se refería a mí como «el barco accidentado buscando un puerto en el que amarrar». Por supuesto, eso lo decía entre dientes; pero yo era torpe, no sordo.
El matiz de pena en el tono de su voz era inconfundible, y a ella eso le recordó inmediatamente el retrato que colgaba sobre la chimenea en el salón de la casa de su padre. Un niño regordete, con gafas, al borde de la madurez. Ni siquiera él tenía reparos en reconocer que había sido un niño fofo y con gafas, uno de esos a los que la institutriz les pone motes. Ella se sintió solidarizada con él, a la vez que irritada en su nombre.
– Imagino que su padre pondría a aquella institutriz de patitas en la calle sin darle el favor de una carta de recomendación.
– ¿Es eso lo que usted habría hecho?
– Sin dudarlo. No puedo soportar a la gente que hace o dice cosas que pueden ser dolorosas para quienes se supone que están bajo su cuidado, o quienes dependen de ellos. Quienes son más pequeños o más débiles que ellos. Es la peor forma de traición. -Sus manos se apretaban en un puño mientras esas palabras salían de su boca, sin poder detenerlas, con una voz alta y enérgica. Preocupada por la intensidad de sus palabras, y esperando no haber llegado demasiado lejos, añadió en un tono más tranquilo-: Así que estaba usted en el fondo del pozo…
– Sí, donde encontré una ciénaga de lodo sucio. Eso frenó mi caída, pero también se tragó uno de mis zapatos. Cuando tiré de mi pie, oí un horrible sonido de succión. Luego emergió el pie, llevando puesto solo el calcetín. Metí las manos en el lodo y me di cuenta de que no tenía más de treinta centímetros de profundidad. Hundido bajo el fango había algo duro que supuse que era una piedra. Rebusqué en el barro para sacar mi zapato, y encontré algo duro y redondo. Lo saqué del fondo y, tras limpiarlo, descubrí que se trataba de una moneda. Busqué por los alrededores y encontré tres más. Esa noche enseñé las monedas a mi padre. Eran de oro y parecían ser muy valiosas. A la mañana siguiente fuimos a Londres, al Museo Británico.
»El conservador del museo en persona examinó las piezas, y nos explicó que creía que se trataba de monedas que se remontaban a la época en que los romanos invadieron Inglaterra, en el cuarenta y tres antes de Cristo. Dijo que probablemente un soldado romano debió de esconder las monedas en el pozo, y que seguramente murió en la guerra antes de poder volver a recuperarlas. Esa escena inflamó mi imaginación, y desde entonces he seguido fascinado por el estudio de los restos del pasado y de las civilizaciones antiguas. Durante los siguientes años hice incontables excavaciones en los terrenos de nuestra propiedad, y mientras la mayoría de las familias iban a tomar las aguas a Bath, mí padre me llevaba a Salisbury Plain o a ver Stonehenge, o a Northumberland, para explorar la muralla de Adriano. Así que, al igual que usted, yo también descubrí de muy joven cuál era mi vocación.
Ella dudó un momento, y luego dijo con cautela:
– Ya sé que no es asunto mío, señor, pero parece que usted estaba bastante unido a su padre cuando era un muchacho. Aunque ahora no hay duda de la tensión que existe entre los dos.
Su observación produjo un momento de silencio, y ella se preguntó si lo habría ofendido.
– Nuestras relaciones cambiaron desde que falleció mi madre -dijo él al fin.
– Ya veo -murmuró ella, aunque no lo entendía-. Lo siento.
– Yo también.
– Espero que puedan dejar a un lado sus diferencias antes de que… sea demasiado tarde.
– Eso mismo espero yo. Sin embargo, no estoy seguro de que sea posible. Algunas heridas no se cierran jamás.
– Sí, lo sé. Pero me atrevería a pedirle que hiciera cuanto esté en su mano para reanudar sus relaciones con su padre. No sabe usted lo afortunado que es por tener un padre.
– ¿Su padre ha muerto?
La pregunta golpeó a Meredith como una bofetada, haciéndola ver que había dejado que la conversación derivara hacía unos derroteros por los que no tenía ganas de pasar.
– Sí, está muerto. -Al menos ella suponía que lo estaba. O eso era lo que se había dicho a sí misma. Determinada a cambiar de tema, preguntó-: ¿Qué pasó con las monedas que encontró en el pozo?
– Doné tres de ellas al museo, y me quedé con otra.
– ¿Todavía la conserva?
– Sí, claro. ¿Quiere verla?
– Me gustaría mucho.
El se detuvo, y le rozó ligeramente el brazo para que ella lo mirara. Para su sorpresa, él empezó a desanudarse el pañuelo.
– ¿Qué… qué está usted haciendo?
– Enseñarle la moneda. -Con el pañuelo desabrochado, abrió los extremos de su nívea camisa mostrándole el cuello. Se introdujo la mano en el pecho y extrajo de debajo de la camisa una cadena, al final de la cual colgaba un pequeño objeto esférico. Pero no se sacó la cadena por la cabeza, en lugar de eso, se acercó a ella y dejó el disco colgando.
Ella estaba completamente quieta. Estaban parados en una curva oscura del camino iluminada solo por la ligera luz de la luna que se colaba entre los árboles. El ruido, la música, la gente y las lámparas que iluminaban el parque estaban a bastante distancia de ellos, dejándoles en una burbuja de intimidad. Una brisa fragante hizo que su vestido rozara las botas de él. No los separaban más de dos pasos. Dos pasos que podían borrarse en un solo paso. Un paso que haría que sus mejillas se juntaran. Ella podía oír la respiración de él. ¿Podría oír él los latidos de su corazón?
Sus ojos se posaron en la moneda que él mantenía entre los dedos. Incapaz de detenerse, ella alzó la mano y se dio cuenta de que estaba temblando. Él dejó caer la moneda en la palma de su mano. Al hacerlo, sus dedos rozaron los de ella provocando que un calor le recorriera el brazo.
Caliente. El oro estaba caliente por haber reposado hasta hacía solo unos pocos segundos sobre su piel. Los dedos de ella se cerraron involuntariamente sobre la moneda, absorbiendo su calor, apretándola contra la palma de la mano. Abrió los dedos con lentitud y se quedó mirando fijamente el disco dorado.
– Me temo que no puedo verla muy bien.
El se acercó más a ella. Ahora solo les separaban unos centímetros.
– ¿Mejor así?
– Oh, sí.
Pero era mentira. Ahora era mucho peor. Ahora ella podía distinguir perfectamente su olor. Sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Ver el movimiento de su garganta cuando tragaba saliva. Su mente le ordenó que se apartara, pero sus pies rehusaron moverse. Manteniendo aún la moneda en la mano, ella lo miró. La escasa luz no le permitía darse cuenta de la absorta y profunda manera con que él miraba sus labios.
Philip rodeó su rostro con ambas manos, y suavemente le acarició las mejillas con los pulgares.
– Es tan suave -murmuró-. Tan increíblemente suave.
Luego bajó la cara lentamente, para darle la oportunidad de que se apartara, de que acabara con esa locura suya. En cambio, ella cerró los ojos y esperó…
Philip rozó con sus labios los labios de ella, luchando contra el pujante deseo de sencillamente tomarla entre sus brazos y devorarla. En lugar de eso, se acercó lentamente a ella, hasta que su cuerpo se pegó al suyo apretando la palma de la mano, que todavía sujetaba la moneda, contra su pecho. Pasó la punta de su lengua por el labio inferior de ella, y ella abrió los labios, invitándole a que se introdujera en el cálido cielo de su boca.
Exquisito. Ella sabía exactamente igual que olía: dulce, seductora y exquisita. Como algo salido de una pastelería. El deseo bombeó por sus venas como una droga, atrapando sus sentidos. Un profundo y femenino gemido salió de la boca de ella, mientras él le rozaba el cuello con los dedos para absorber la vibración y deslizaba la otra mano por su espalda, apretándola más contra él, aplastándola contra su cuerpo.
Ella soltó la moneda y apoyó su mano contra el pecho de él. Necesitaba sentir los latidos de su corazón golpeando contra sus costillas. La boca de Philip exploró los sedosos secretos de aquella exquisita boca femenina, y la deliciosa fricción de su lengua apretando contra la suya hizo que le temblaran las rodillas.
Más. Tenía que acariciarla más. Sin separarse de su boca, tiró de las cintas que sujetaban su gorro bajo la barbilla y luego se lo echó hacia atrás, dejando libre su cabello. Enredó sus dedos entre los sedosos bucles, sembrando el suelo de horquillas que caían con un ruido sordo. Era dulce y embriagadora.
Agarrando suavemente su cabello entre los puños echó su cabeza hacia atrás, acercando su boca a la mandíbula y la vulnerable curva de su cuello. Sintió con satisfacción que el pulso de ella se aceleraba al sentir el roce de sus labios, y acarició con su lengua aquel frenético latido. Ella se puso de puntillas con un suspiro, tamizando con los dedos de una mano el cabello de su nuca, mientras la mano que estaba apoyada en su pecho se movía hacia arriba hasta que las yemas de sus dedos tocaron la piel desnuda de la base de su garganta, allí donde se abría la camisa.
La sensación de los dedos de ella sobre su piel, acariciando su cabello, lo desarmó. Buscaba los labios de ella con un deseo irrefrenable, que se encendía aún más con su cálida respuesta. La sensación de aquel cuerpo apretado contra el suyo y el sabor de ella en su propia boca le golpeó con montones de deseos calientes y de anhelos, que hicieron desaparecer su sutileza, humillando sus delicadezas. Entonces sus manos -normalmente tan quietas, pacientes y tranquilas, que podían pasarse horas reuniendo pedazos de cerámica rota- se pusieron a moverse impacientes y sin descanso de arriba abajo por la espalda de ella.
Ella se apretó más a él, frotándose delicadamente contra su erección, y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. El tenía que detenerse. Ahora. Cuando aún quedaba una remota posibilidad de hacerlo. Con un esfuerzo que a Philip le costó la vida, bajó la cabeza y la miró.
Ella tenía los ojos cerrados, y una respiración rápida y jadeante salía por sus entreabiertos labios. Su negro cabello caía en cascadas sobre sus hombros. El deseo lo embriagaba, pero apretó las mandíbulas para forzarse a sí mismo a no dejarse arrastrar por el desesperado deseo de besarla de nuevo. Ella abrió los ojos y sus miradas se cruzaron.
Maldita sea. Aunque agradecía la intimidad que les ofrecía la oscuridad, también la maldecía por no permitirle observar los matices de su semblante. Quería ver sus ojos, su piel, sus pupilas dilatadas. ¿Se habrían teñido sus mejillas de rojo?
Ella seguía apretada contra él, recordándole por fuerza su dolorosa erección. Solo Dios sabía cuánto la deseaba, con una ferocidad completamente desconocida para él. ¿Era solo porque había estado tanto tiempo sin tener entre sus brazos a una mujer? ¿O era esa mujer en concreto la que despertaba en él tan dolorosa excitación?
Cerró los ojos un instante e intentó imaginar que tenía entre sus brazos a cualquier otra mujer que le acariciaba el pelo con las manos, pero no lo consiguió. Imposible. Solo la veía a ella. No se trataba de que cualquier mujer pudiera satisfacerle. Solo esa mujer en concreto podía hacerlo.
El silencio se hizo más profundo y sintió la necesidad de decir algo. Pero ¿qué? Sin duda, un verdadero caballero habría sabido disculparse y habría conseguido su perdón, pero el hecho de que él la hubiera conducido de manera deliberada hacía una zona oscura de Vauxhall con la expresa intención de besarla empañaba sus maneras caballerescas. «¿Las empañaba?» Su voz interior se mofó de él. «Están tan oxidadas que ya no tienen arreglo.» ¿Y cómo podía disculparse por algo de lo que no estaba arrepentido?
Aun así, las palabras que resonaban en su cerebro, «Te deseo, te deseo», probablemente era mejor no pronunciarlas. De modo que acarició un oscuro bucle de su frente y susurró la única palabra que rondaba por la punta de su lengua.
– Meredith.
El sonido de su nombre, musitado con una voz tan llena de excitación, la sacó de la niebla sensual que la rodeaba. Parpadeó varias veces y la realidad volvió de golpe. Todos sus nervios temblaban de excitación hirviendo de placer. La femenina carne del interior de sus muslos estaba húmeda y tensa, y con una dolorosa palpitación que se hacía más clara por la presión que sentía contra su vientre. La obvia erección de él anulaba los rumores de que no podía… cumplir -algo que por otra parte ella no había creído jamás. Y esa manera de besar…
Que Dios la ayudara, la había besado en su más profunda sensibilidad. ¿Cuántas veces había soñado despierta, preguntándose cómo sería ser besada de ese modo, tratando de sofocar esa curiosidad y ese deseo? Ella sabía muy bien adonde conducían esas cosas, y era un camino que siempre se había negado a seguir. Aun así, había dejado que lord Greybourne la condujera hasta un lugar apartado y oscuro, sabiendo que él podría intentar besarla. Y deseando desesperadamente que lo hiciera.
Pero no había supuesto que la haría sentirse… de aquella manera. Tan viva. Tan dolorida. Tan deseosa. Y tan vacía cuando él se detuvo. Había deseado conocer el sabor y la sensación de sus besos. Ahora ya lo conocía. Y quería más. Pero eso era completamente imposible.
Habría querido sentirse ofendida, haberle llamado canalla, pero su honor no le permitía una falsedad de ese tipo, ni tampoco podía culparle a él de lo que había pasado entre ellos dos con su consentimiento. Debería haberle detenido. Pero no lo había hecho. Y ahora, como siempre le había pasado, simplemente tendría que vivir con las consecuencias de sus actos. Pero en este caso sus acciones podrían echar por tierra aquella respetabilidad por la que tanto y tan duro había luchado. ¿En qué diablos estaba pensando para arriesgar todo eso por un simple beso a escondidas?
Acumulando toda la dignidad que le fue posible, separó sus dedos de su recio y sedoso pelo, apartó la otra mano de su cálido pecho y dio un paso atrás, lejos del círculo de sus brazos.
Colocando con destreza su desarreglado cabello en un moño pasable, se volvió a colocar el gorro en su sitio y se lo ató bajo la barbilla.
– Deberíamos volver atrás -dijo ella, sintiéndose mucho más relajada ahora que llevaba de nuevo el pelo recogido. Ahora que él ya no la tocaba.
– No creo que eso sea posible.
– Lady Bickley y el señor Stanton estarán preocupados por nuestra prolongada ausencia.
– No me refiero a eso. -Acercándose a ella le pasó un dedo por la mejilla, inmovilizándola con el susurro de una caricia-. Pero creo que tú ya lo sabes. Creo que sabes, como yo sé, que no podemos borrar sin más lo que acaba de pasar entre nosotros. Que de ahora en adelante, todo entrará en dos categorías: antes de habernos besado y después de haberlo hecho.
Aquellas palabras, pronunciadas en una voz tan profunda y ardiente, amenazaban con hacer que se tambaleasen aún más su ya inseguras rodillas. Dando un paso atrás, fuera de su alcance, alzó la barbilla y adoptó su tono de voz más arisco.
– Eso no tiene sentido. Podemos olvidarlo, y eso es todo lo que haremos.
– Yo no olvidaré, Meredith. Ni aunque viva cien años.
Por el amor de Dios, ella tampoco podría olvidarlo. Pero uno de los dos tenía que ser sensato.
– Por favor, entienda que yo asumo la parte de culpa que he tenido en esto. -Intentó reír de manera desenfadada y quedó bastante impresionada del resultado-. Está claro que la atmósfera romántica de este lugar nos ha afectado a los dos. No deberíamos hacer un mundo de un beso sin importancia.
– ¿De verdad crees lo que estás diciendo? ¿Que no ha sido nada más que el ambiente? ¿Que no ha pasado nada importante entre nosotros? -Él avanzó, y aunque no llegó a tocarla, su cercanía hizo que a ella el corazón le latiera con más fuerza-. ¿Realmente crees que esto no va a volver a suceder?
– Sí. -Incluso a sus propios oídos esta palabra sonó forzada-. Una vez se puede pasar por alto como una enajenación pasajera. Dos veces sería…
– Colocarlo todo en una categoría diferente.
– Una categoría que se llama «un error de proporciones colosales».
– Me alegro de que esté de acuerdo conmigo. -Más tranquila por haber llegado a un acuerdo, ella echó a andar antes de que él cambiara de opinión o siguiera hablando de su beso, un tema que ella deseaba olvidar-. Ya es hora de que nos reunamos con los demás.
Él hizo una leve inclinación de cabeza y echaron a andar en silencio hacia el restaurante.
Meredith se mantenía a cierta distancia de él, procurando no llegar ni a rozarlo. No podía salir nada bueno de aquella atracción imposible que sentía por él. Ellos dos pertenecían a mundos diferentes. Él estaba destinado a casarse con una mujer de su misma clase social -en cuanto hubiera roto el maleficio. Y si no era capaz de romper el maleficio, no podría casarse-. De todas formas, ella no podría ser para él nada más que una diversión temporal, un juguete al que dejar tirado cuando el juego hubiera acabado, y ella nunca se permitiría a sí misma ser eso para ningún hombre. Desde el fondo de su mente le llegó una imagen de su madre, y apretó los ojos con fuerza. Nunca debería cometer el mismo error que había cometido su madre. Nunca haría lo que había hecho su madre.
Charlotte abrió unos centímetros la puerta de su dormitorio y echó una ojeada al pasillo. La luz que centelleaba por debajo de la puerta del dormitorio de Albert indicaba que este por fin había decidido encender las velas y retirarse a descansar. Asegurándose de que estaba sola, salió corriendo hasta la cocina para prepararse una caliente y humeante taza de té. Entreabrió la puerta de la cocina y se metió dentro como si acabara de saltar un muro de piedras. Albert estaba apoyado contra el mostrador de madera con una galleta en una mano y una taza en la otra. Su aparición en la puerta de la cocina hizo que su mano se detuviera helada a medio camino de su boca. Ella se quedó tan desconcertada y aturdida como él.
El corazón de Charlotte empezó a golpear con fuerza contra sus costillas. Albert tenía el cabello castaño claro completamente desordenado, como si hubiera abusado de su hábito de peinárselo con las manos. El destello de las llamas que ardían en la chimenea recortaba su silueta entre sombras oscuras, acentuando la barbilla sombreada de varios días sin afeitarse. Ella bajó la mirada, y le pareció que su corazón dejaba de latir de golpe.
Se dio cuenta de que Albert llevaba puesta la bata de franela azul oscuro que ella le había regalado por su último cumpleaños, un año antes. En aquel momento, se lo había pensado dos veces antes de comprarle una prenda tan íntima; aunque después de todo se trataba de Albert, un miembro de la familia. Pero cuando él abrió el regalo, la abrazó y la besó dulcemente en la frente. Un simple gesto de gratitud, nada más. Pero para ella fue como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Albert nunca había hecho una cosa así antes. En realidad, en algunas ocasiones le había parecido que Albert se apartaba de su camino para no tocarla -como si él notara su aversión a sentir las manos de un hombre sobre ella-, y ella había agradecido su sensibilidad.
Aquel abrazo y aquel beso en la frente fue la primera vez en su vida en que un hombre la había tocado con cuidadoso cariño y delicadeza. Amistosamente. Sin querer ni esperar nada más de ella. Fue una revelación que la colocó en su desaforada carrera de imposibles e inaceptables sentimientos hacia Albert.
Su mirada volvió a alzarse y notó que se le secaba la garganta. Albert llevaba la bata abierta por el pecho, dejando ver un trozo de piel desnuda. Un trozo de piel que sus labios inmediatamente sintieron el deseo de besar. La bata le acababa exactamente por debajo de las rodillas, dejando al descubierto sus pantorrillas, una de ellas claramente mucho más musculosa que la otra, debido a su lesión. Estaba descalzo. Un deseo fuerte e inesperado hizo nido en ella, y se mordió el labio inferior para contener un suspiro que luchaba por salir de su boca. Si hubiera sido capaz, se habría echado a reír de la completa ironía de la situación.
Cuando ella había llegado a la puerta de Meredith cinco años antes, maltratada y embarazada de una niña de la que no sabía quién era el padre, se había prometido que nunca más en su vida volvería a desear ser tocada por hombre alguno. Y había mantenido aquella promesa. Hasta el día que le había regalado a Albert aquella maldita bata.
Que Dios la ayudara; tenía que apartar esos sentimientos de su cabeza, pero ¿cómo? Él era un muchacho tierno, cariñoso y adorable, que se merecía a una joven y hermosa muchacha inocente. Y no a una mujer hastiada, poco atractiva y gastada, que era cinco años más vieja que él. Él sabía quién había sido ella antes, cómo se había ganado la vida hasta que Meredith la tomó bajo su protección. Y él siempre había sido lo bastante amable como para no restregarle nunca su pasado por la cara, pero eso solo hacía que ella le quisiera aún más.
– Pensé que te habías ido a dormir -dijeron los dos a la vez.
Charlotte forzó una débil sonrisa intentando hacer todo lo posible para no demostrar lo nerviosa que estaba.
– No podía dormir, y pensé que quizá me vendría bien una taza de té.
Él señaló con la cabeza, hacia el fogón sin apartar la mirada de ella.
– Acabo de hacer té. Sírvete si quieres.
Aliviada por tener algo que hacer para apartarse de él y por mantener las manos ocupadas, Charlotte se sirvió una taza de té, pero su atención aún estaba centrada en el hombre que tenía a su espalda. Le oyó dejar la taza de té, y después la galleta, sobre el mostrador. Y le oyó andar lentamente mientras cruzaba la sala, y luego detenerse detrás de ella.
– ¿Por qué no podías dormir, Charlotte?
Se había parado cerca, muy cerca de ella. Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no dar un paso atrás hasta que su espalda se apoyara contra el pecho de él.
– Mi… mi cabeza está muy ocupada. Pensando en cómo lo estará pasando Meredith en Vauxhall. ¿Y tú?
En el momento en que la pregunta salió de sus labios, deseó no haberla planteado. ¿Y si él no podía dormir porque no dejaba de pensar en alguna joven hermosa de la que estaba locamente enamorado? Él nunca hablaría de eso con nadie, pero ella lo sabía casi todo sobre los jóvenes de su edad y sobre los deseos que les corroían por dentro.
– No podía dormir, porque, igual que tú, mi mente estaba preocupada.
Ella dejó escapar un largo suspiro llenándose de valor, y luego se dio media vuelta.
Albert no estaba a más de dos pasos de ella.
– ¿Estás preocupado por Meredith? -preguntó ella-. Todavía no es medianoche.
– No. Si estuviera a solas con el tipo ese, Greybourne, que la mira como si ella fuera un cerdo salvaje y él un perro de caza, acaso lo estaría. Pero están con ella los otros tipos. En realidad, estoy preocupado por tí, Charlotte.
– ¿Por mí? ¿Y eso por qué?
– Últimamente no pareces la misma.
Cielos, ¿tanto se le notaba?
– ¿En qué sentido?
– No sabría explicarlo -dijo él frunciendo el entrecejo-. Como si estuvieras enfadada. Conmigo. -Sus ojos buscaron los de ella-. ¿He hecho algo que te haya ofendido?
– No. Simplemente he estado un poco cansada estos últimos tiempos.
– Eso ya lo veo. Tienes ojeras.
Antes de que ella pudiera reaccionar, él se levantó y pasó la punta de su índice por debajo de uno de sus ojos. Ella dejó escapar un ligero respingo ante el calor que ese sencillo gesto le provocó. Echó la cabeza hacia atrás, lejos del alcance de su mano, se apoyó en el mostrador y se alejó de él todo lo que le fue posible.
Él alzó la mano lentamente. Ella se lo quedó mirando con expresión de desconcierto.
– Charlotte… lo siento. No debería haber… -Se llevó las manos a la cara-. Pero tú sabes que yo jamás te haría daño.
Ella se sintió avergonzada de que su reacción le hubiera dado a entender, aunque solo fuera por un momento, que ella creía que podría hacerle daño. Pero ¿cómo podía explicarle que había rechazado su caricia porque no confiaba en sí misma, y no porque no confiara en él? Incapaz de conseguir que una sola palabra saliera a través el nudo que tenía en la garganta, simplemente asintió con la cabeza.
La tensión que expresaba su semblante se relajó.
– Me alegro de que lo sepas. Yo nunca dejaré que nadie te haga daño. Nunca más.
Lo que se había apagado en su corazón simplemente se derritió. Parecía tan valiente, como un guardián vigilando su castillo.
– Gracias, Albert.
Ella no tenía realmente la intención de tocarle, pero, de alguna manera, sin que fuera algo voluntario -acaso porque en el fondo lo deseaba con todas sus fuerzas- alzó una mano y se la colocó en la mejilla.
En el momento en que lo tocó, se dio cuenta de su grave error. Su mirada se dirigió hacia la imagen provocativa de su mano reposando contra la mejilla de él. Su piel era cálida, y su barbilla sin afeitar raspaba ligeramente la palma de su mano. El deseo de acariciarle la cara con los dedos, de explorar los rincones de su rostro, la arrebató. Y se hubiera dejado arrastrar por la tentación de hacerlo… pero se dio cuenta de que él estaba completamente quieto, rígido, como ido. Un músculo palpitaba con espasmos entre sus dedos, indicándole que la mandíbula de él estaba temblando. Tenía los ojos apretados con fuerza, como si sintiera un gran dolor. El tipo de dolor que uno siente cuando se encuentra en una situación muy desagradable. Como cuando te toca alguien que no quieres que te toque.
Se sintió abrasada por la vergüenza y la humillación, y apartó la mano de golpe como si la hubiera puesto en una hoguera. Para mortificarla aún más, sus ojos se llenaron de calientes lágrimas, que amenazaban con convertirse en un torrente. Tenía que alejarse de él.
– Creo… creo que he oído a Hope -dijo ella agarrándose a la primera excusa que le pasó por la cabeza-. Tengo que irme. Buenas noches.
Corrió hacia la puerta, y siguió corriendo sin detenerse hasta que se hubo metido en su dormitorio.
Qué situación tan imposible. No podría seguir viviendo de aquella manera durante demasiado tiempo. Solo deseaba poder evitarlo por completo, pero ¿cómo conseguirlo si ambos vivían bajo el mismo techo? Si seguía allí, solo era cuestión de tiempo que algún día se entregara a él. Pero no tenía ningún otro sitio a donde ir. No podía aceptar la idea de marcharse de allí, el único hogar verdadero que había conocido. Ni podía alejar a Hope de Meredith y de Albert. Ni ella podía alejarse de ellos. ¿Qué demonios iba a hacer?
Justo antes de la una de la madrugada, tras haber dejado en su casa primero a Meredith y luego a Catherine, Philip descorría las cortinas de terciopelo verde de su estudio privado. Después de haberse sacado el pañuelo, se quitó las gafas, se pasó los dedos por el puente de la nariz y luego se frotó la cara con las manos. Alguien llamó a la puerta, y él dejó escapar un suspiro de resignación. No tenía ganas de darle vueltas a lo que había pasado aquella noche, pero sabía que no tenía ningún sentido intentar dejar a un lado aquel tema.
– Pasa, Andrew.
Andrew entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Cruzó la alfombra persa de color marrón y dorado y se detuvo ante la botella de brandy.
– Parece que necesitas un tonificante. ¿Te sirvo una copa?
Philip le acercó la copa que había depositado sobre el escritorio.
– Échame un trago.
Viendo a Andrew servirse una buena copa de aquel líquido ámbar, empezó mentalmente la cuenta atrás. «Cinco, cuatro, tres, dos, uno…»
Como si estuviera cronometrado, Andrew dijo:
– Por lo que veo la noche no ha sido como tú esperabas.
– Al contrario, creo que la orquesta era bastante buena.
– No me estaba refiriendo a la música.
– Ah. Bueno, la comida solo era pasable, y las raciones más bien escasas, pero como ninguno de nosotros tenía mucha hambre, no me importó demasiado.
– Tampoco me estaba refiriendo a la comida.
– El vino era excelente.
– Tampoco hablaba del vino. Como tú bien sabes, me refiero a miss Chilton-Grizedale. -Movió lentamente la copa de brandy en su mano-. ¿Dónde os habíais metido?
– ¿Estabais preocupados por nosotros?
– La verdad es que no. Tu hermana mostró cierta inquietud, pero yo la tranquilicé diciéndole que seguramente preferías discutir los detalles sobre la búsqueda de tu futura esposa con miss Chilton-Grizedale en privado. Y luego, con mi habitual inteligencia y encanto, mantuve la atención de lady Beckley fija en otros temas hasta que volvisteis… con un aspecto un tanto desaliñado, debo añadir.
– Hacía bastante viento.
– Oh, claro. Estoy seguro de que fue el viento lo que hizo que los labios de miss Chilton-Grizedale estuvieran hinchados y sonrojados, y lo que hizo que tu pañuelo tuviera un nudo diferente del que llevabas al salir de casa.
La inquietud se deslizó por la columna vertebral de Philip, junto con cierta dosis de autorecriminación. Maldición, no debería haberse arriesgado a besarla en un lugar público, aunque hubiera buscado un rincón apartado en la oscuridad, escondido de miradas entrometidas. Lo último que deseaba era hundir aún más su reputación.
– ¿Alguien más se dio cuenta? -preguntó Philip-. ¿Catherine…?
– No. Los dos hicisteis una maravillosa representación, aparentando inocencia cuando os reunisteis con nosotros. Solo yo me di cuenta de esos detalles, porque os estaba observando. No pretendo fisgar, Philip. Tan solo estoy intentando ayudar. Es obvio que los dos estáis locamente enamorados.
Philip tomó un buen trago de brandy, saboreando el fuego que quemaba su garganta. Quizá Andrew podría echarle una mano. Podía ayudarle a escapar de esa atracción insensata por una mujer a la que apenas conocía.
– Esa mujer de la que estás enamorado… ¿Cuánto tiempo hacía que la conocías cuando te diste cuenta de que estabas loco por ella?
Andrew dejó escapar una risa seca.
– Me parece que esperas que te diga que la conocía desde hacía meses o años, y que mis sentimientos se fueron desarrollando lentamente, con el paso del tiempo, pero no fue así como sucedió. Fue como si me hubiera atravesado un rayo. Me conmovió de una manera que nunca antes había sentido desde la primera vez que puse mis ojos en ella. -Bajó la vista hacia su copa de brandy y continuó hablando con un tono de voz ronco, casi enfadado-. Todo en ella me fascinaba, y cada nuevo detalle que veía solo hacía que mis sentimientos fueran cada vez más profundos. La quería hasta el dolor, físico y mental. Ella era lo único que deseaba… -Andrew levantó la cabeza y sus labios se torcieron en un intento de sonreír que no llegó a sus ojos-. No sabes cuántas veces he imaginado el fallecimiento de su marido. De maneras muy diferentes, debo reconocerlo.
– ¿Y si se llegaras a tropezar con ese destino?
– Nada podría detenerme hasta que la hiciera mía. Nada -contestó sin ningún vestigio de humor en su expresión.
– Pero ¿y si la dama no comparte tus sentimientos?
– ¿Es eso lo que te hace perder la cabeza? ¿Crees que miss Chilton-Grizedale no está enamorada de ti? Porque sí lo crees, estás equivocado. Ella hace todo lo posible por ocultar sus sentimientos, pero ahí están, si es que sabes adonde mirar. Y para responder a tu pregunta, si la dama no comparte mis sentimientos, o necesita algo de persuasión, la cortejaré.
– ¿Cortejarla?
Andrew miró al techo meneando la cabeza.
– Mandarle flores. Leerle poemas. Componer algo llamado «Oda a miss Chilton-Grizedale en una tarde de verano». Ya sé que el romance no se lleva bien con tu naturaleza científica, pero si quieres conseguir a una mujer, tienes que adaptarte. Aunque antes de hacerlo, debes preguntarte hasta dónde estás dispuesto a llevar ese coqueteo, y adonde te va a conducir a ti, y a ella, cuando se haya acabado.
A Philip se le hizo un nudo en el estómago. Besar a Meredith había sido una gran falta de educación, pero todavía deseaba más. Si hubieran estado en un lugar más privado, ¿habría sido capaz de detenerse antes de tomarse más libertades con ella? Qué Dios lo ayudara, no lo sabía. Realmente ella se merecía algo más que ser seducida en la oscuridad de Vauxhall. Se merecía ser cortesmente cortejada por un caballero…
Apretó los dientes. Demonios, la idea de otro hombre acariciándola, besándola, cortejándola, le hacía sentirse lleno de celos. Desgraciadamente, ni su cabeza ni su corazón tenían planeado comprometerse con la persona que estaba encargada de buscarle una novia. No, no tenía un proyecto de futuro con Meredith.
Andrew carraspeó sacando a Philip de sus pensamientos.
– Si deseas cortejarla…
– No, no quiero hacerlo. No puedo. Nada bueno puede salir de eso.
– ¿Por qué no?
– No estoy en condiciones de cortejarla -contestó Philip haciendo un gesto con la mano-. Se supone que debería dedicarme a encontrar esposa. Una mujer de mi misma clase social. -Incluso a él mismo estas palabras le sonaron huecas y altaneras-. El honor me dicta hacerlo así, para mantener la promesa que le hice a mi padre.
– ¿Y le prometiste concretamente que te casarías con una mujer del más alto rango de tu elevada sociedad? -preguntó Andrew arqueando las cejas.
– No… pero eso es lo que se espera de mí.
– ¿Y desde cuándo haces lo que se supone que se espera de tí?
Philip no pudo evitar que se le escapara una breve carcajada. Ya era hora de mirar los acontecimientos de aquella noche desde una perspectiva adecuada. Meredith había despertado su curiosidad y su interés. Él había deseado besarla y había satisfecho ese deseo. Como ella le había señalado, eso era algo que no debían permitir que sucediera de nuevo. Sencillamente tenía que refrenar sus manos y sus labios. Él era un hombre con una voluntad de hierro. Era capaz de hacer cualquier cosa que le dictara su cerebro.
Antes de que Philip pudiera poner en duda esta idea, Andrew dijo:
– Por supuesto que el tema de la boda será algo discutible si no eres capaz de romper el maleficio. ¿Cuántas cajas quedan en el almacén para seguir buscando?
– Doce. ¿Y en el museo?
– Solo cuatro.
Dieciséis cajas. ¿Contendría una de aquellas cajas el pedazo que faltaba de la «Piedra de lágrimas»? Sí así fuera, pronto estaría casado con alguna mujer de su propia clase social. De lo contrario, se vería forzado a enfrentarse solo al futuro.
Ambas posibilidades le parecían igualmente espantosas.