22

El señor Stanton salió corriendo de la esquina. Meredith se lanzó inmediatamente detrás de él, con el corazón saliéndosele por la boca y temblándole las piernas. A unos pocos metros de ellos, oculto por las sombras, un hombre estaba tumbado boca abajo sobre un oscuro charco que obviamente era sangre. Otro hombre estaba agachado al lado del cuerpo tendido en el suelo, dándole la espalda a Meredith.

– Philip -susurró ella con la sangre helándosele en las venas.

El hombre que estaba agachado se dio media vuelta. Sus miradas se encontraron y ella estuvo a punto de caer fulminada al suelo. Llevaba el pelo revuelto y el pañuelo desabrochado, las gafas torcidas y la cara y la ropa manchadas de Dios sabe qué. Y aquella fue la visión más maravillosa y hermosa que jamás hubiera imaginado.

– Meredith -dijo Philip abriendo los brazos. Ella corrió sollozando a refugiarse en ellos.

Philip la abrazó y la mantuvo muy apretada contra su corazón. Estaban a salvo. Por el momento. Pero con Edward muerto y el pedazo de piedra que faltaba hecho añicos, ¿cómo podría salvarla del maleficio?

– ¿Estás bien? -preguntó Andrew en voz baja.

– Sí -contestó, aunque en su interior se dijo «No».

La mirada de Andrew se fijó en el cuerpo inmóvil que yacía sobre el suelo.

– ¿Está muerto?

Philip miró el cuerpo de Edward y un escalofrío de emoción le recorrió de arriba abajo. Sentía pena por la pérdida de un hombre al que había creído su amigo. Lamentaba la locura que le había cegado. Y se sentía culpable por su involuntaria parte de culpa en aquella locura. Y también sentía una ira cruda por el daño que había hecho; un daño que todavía podía costarle la vida a Meredith.

– Sí.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Meredith.

En pocas palabras les contó cómo había deducido que Edward era el hombre al que andaban buscando, les habló de la nota que había enviado para hacerle acudir al almacén y les explicó lo que había pasado cuando llegó allí.

– Luchamos los dos por la pistola y él disparó -concluyó-. Solo Dios sabe cómo la bala le alcanzó a él y no a mí.

Sintió que a Meredith la recorría un temblor. Agachando la cabeza, la miró con los ojos muy abiertos.

– Nunca había sentido tanto miedo en mi vida como cuando he oído ese disparo -dijo ella.

Philip sintió que el corazón le daba un vuelco. A menos que pudiera romper el maleficio, a ella le quedaba poco más de un día de vida, y aún así le decía que el momento en que más miedo había sentido había sido al pensar que tal vez él podría estar herido. Maldición.

Ella le acarició la mejilla con una mano.

– Sé cómo te sientes por la muerte del señor Binsmore. Y por su traición. Sientes pena por él, pero al mismo tiempo le odias por todo el daño que ha intentado hacernos. Sé que te sientes culpable por su muerte y por la de su mujer.

El miró dentro de sus ojos abiertos y asustados, y sintió que la amaba con todas las fuerzas de su corazón. Ella le comprendía. Entendía todo lo que estaba sufriendo sin necesidad de que él dijera ni una palabra. Ella lo miró de una manera interrogativa.

– Philip, fue su propia codicia la que los mató a los dos. No es culpa tuya. Tú has sido la víctima. Y su codicia ha estado a punto de costarte la vida. Por favor, no te sientas culpable por seguir con vida. Especialmente cuando yo estoy tan agradecida de que estés a salvo.

Él depositó un beso en su suave cabellera y a continuación lanzó a Andrew una mirada explícita por encima de la cabeza de ella.

– No creí que tú y Meredith vendríais aquí.

– Imaginé que necesitarías a alguien que te cubriera las espaldas.

– Aunque aprecio mucho lo que habéis hecho, también necesitaba a alguien que cuidara de ella.

– No la he perdido de vista ni un instante.

– Me refería a que cuidaras de ella en mi casa, como bien sabes. Viniendo aquí, alguno de los dos podría haber resultado herido; o algo peor. -Su mirada se dirigió hacia Bakarí-. Y lo mismo te digo a ti.

– Tengo un cuchillo. Pensé que le podría hacer falta -dijo Bakari sosteniendo en alto su cuchillo curvo.

– Gracias -añadió Philip dejando escapar un suspiro de resignación-. Pero creo que tendremos que discutir lo que significa para cada uno de nosotros la frase «no abandonar la casa».

Andrew se acercó y colocó un brazo sobre los hombros de Philip.

– Amigo mío, si crees que vas a ser capaz de disuadir a esta mujer de cualquier cosa que se le haya metido en la cabeza, me temo que estás muy equivocado. Cuando yo lo intenté, me amenazó con darme con su bolso, en el que me parece que lleva un yunque.

– Piedras -aclaró Meredith-. Aunque lo del yunque me parece una excelente idea.

– Hablando de piedras… -Philip miró hacia los fragmentos de piedra que estaban esparcidos por el suelo y sintió que se le encogía el estómago-. Por favor, Andrew, ¿puedes informar al juez de lo que acaba de pasar aquí?

– Por supuesto,

– Mientras estés fuera, Meredith y yo recogeremos los fragmentos de la piedra rota. -Dirigió a Meredith una forzada sonrisa-. Luego solo me quedará juntar todos los trozos y tratar de descifrar cómo romper el maleficio.

Se miraron durante un largo rato y él pudo leer claramente la pregunta que ella tenía en los ojos: ¿y si no podemos conseguirlo a tiempo?

Por desgracia, los dos conocían la respuesta a aquella pregunta.

Meredith moriría.

Mientras Andrew estuvo ausente, Philip y Meredith recogieron con cuidado los fragmentos de la piedra rota, colocándolos en un trozo de cuero. El miedo, la frustración y la angustia de Philip aumentaban con cada pedazo que recogía. Poner las piezas de nuevo en orden podría llevarle días, pero solo le quedaban unas cuantas horas. Cómo podía esperar…

– Philip, mira esto.

Él se volvió hacia Meredith, quien estaba agachada sobre el suelo de madera unos pasos más allá. Entre las yemas de los dedos pulgar e índice sostenía un pálido objeto esférico que -de no haber tenido el tamaño de un huevo de codorniz- podría haber sido una perla.

Acercándose a ella, le preguntó:

– ¿Dónde lo has encontrado? -Estaba medio escondido entre estos dos trozos de la piedra rota. -Se los colocó en la palma de la mano-. Parece como si lo hubieran escondido en la piedra.

Tomando los trozos de piedra y la esfera en su mano, Philip los colocó juntos con cuidado. Los dos trozos de piedra encajaban perfectamente escondiendo cada uno de ellos una mitad de la esfera.

– Parece una perla -señaló Meredith.

– Y de hecho lo es. -Philip dejó los dos trozos de piedra sobre el cuero y examinó la esfera pasando los dedos por la pulida superficie. La acercó a la luz, y los rayos del atardecer reverberaron sobre la luminosa pátina. A continuación la mordió con los dientes-. Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que esto es una perla genuina -dijo sin poder esconder cierta incredulidad en el tono de su voz.

A Meredith se le abrieron los ojos como platos.

– Si es así, debe de valer una fortuna.

– Sí. Y el hecho de que estuviera escondida en la piedra puede tener alguna relación importante con el maleficio. Venga, vamos a acabar de recoger los fragmentos de piedra.

Un cuarto de hora después, justo cuando habían acabado de recoger todos los fragmentos que había por el suelo, Andrew regresó con el juez. En cuanto Philip respondió a todas las preguntas de aquel hombre, les pidió a Andrew y Bakari que se quedaran allí hasta que levantaran el cadáver, para marcharse a casa con Meredith.

No tuvo que consultar el reloj para saber cuánto tiempo le quedaba para reconstruir el pedazo de piedra. No eran muchas horas, e iba a necesitar cada uno de sus segundos.

Cuando llegaron a su casa, Philip intentó convencer a Meredith para que descansara -sobre todo porque en el camino de regreso le había confesado que todavía le dolía la cabeza-, pero ella se negó.

– Solo deseo tener muchos años de vida para compartir contigo, durante los cuales te prometo que descansaré a menudo. -Su labio inferior temblaba, algo que contrastaba con su obstinada barbilla levantada-. Pero si no es así, no quiero que pasemos separados el poco tiempo que me pueda quedar. En cualquier caso, pienso quedarme a tu lado.

Como vio que estaba decidida a quedarse a su lado, Philip no discutió. La condujo hasta su estudio privado, donde abrió todas las cortinas para que entrase más luz en la habitación. Enseguida comenzaron a encajar los fragmentos de la piedra.

– Me gustaría escribirles una nota a Charlotte y Albert para informarles de nuestro compromiso y avisarles de que me quedaré aquí para ayudarte a recomponer la piedra -dijo Meredith-. No les diré que me he visto afectada por el maleficio hasta que no sea completamente necesario. Si mañana por la tarde no hemos conseguido nada, me gustaría que vinieran aquí, y también Hope. Yo… me gustaría verlos, hablar con ellos antes de… -Su voz se fue apagando a la vez que apartaba la mirada.

Philip la asió de las manos y se las apretó.

– Lo entiendo. Pero cuando les mandes llamar será para invitarlos a nuestra boda.

Esperó a que ella le mirara y acto seguido se acercó y la besó, con un beso rápido y suave.

Mientras ella escribía a sus amigos, él preparó una nota corta para Catherine y para su padre diciéndoles que estaba bien, y otra para su abogado. Tras dar instrucciones a James para que enviara las cartas sin dilación, Meredith y él se sentaron y se dedicaron concienzudamente a intentar poner juntas las varias docenas de fragmentos de piedra.

Tras unas cuantas horas de trabajo, la luz empezó a declinar y Philip encendió las velas y la chimenea. No sabía con seguridad si a Meredith le dolía aún la cabeza, pero la suya en cualquier caso estaba a punto de estallar, tras haber pasado tantas horas intentando sacar algo en claro de la reconstrucción de los fragmentos de aquella piedra escrita en lengua antigua. Llegaron Andrew y Bakari, y se ofrecieron a ayudarles, pero Philip no se lo permitió.

– No quiero que os expongáis al maleficio. Si no podemos romperlo, eso podría ser de fatales consecuencias para cualquiera de los dos si decidís casaros en un futuro.

Ellos le discutieron, pero Philip se mantuvo firme en su decisión. Después de tomar una comida rápida, Philip insistió a Meredith para que descansara un rato. Bakari le preparó una tisana, y en cuanto se la tomó, Meredith se quedó arrellanada en el sofá del estudio, con Prince tumbado entre sus brazos, y enseguida se durmió.

Philip estuvo trabajando toda la noche, con los ojos enrojecidos por la poca luz y los músculos agarrotados por el cansancio. Poco a poco las palabras iban tomando forma, y él sentía renovarse así su determinación, mientras observaba a Meredith dormida y envuelta por la rojiza luz de la chimenea.

Cuando ya empezaba a amanecer había conseguido reconstruir todas las piezas. Ahora no había duda de que la perla había sido escondida dentro de aquel pedazo de la piedra, pero en lugar de colocarla de nuevo en su sitio la dejó aparte, encima de la mesa. Se habían perdido varios diminutos fragmentos de piedra, pero aun así ahora era completamente legible.

Con el corazón latiéndole a toda prisa, Philip se acercó a su dormitorio con todos los músculos gritando en señal de protesta. Extrajo el otro pedazo de «Piedra de lágrimas» de donde lo tenía escondido, en una cartera de cuero metida en el fondo de su armario. Volvió al estudio, colocó la piedra junto al rompecabezas que acababa de reconstruir y leyó aquella antigua lengua:

Ya que mi prometida me ha traicionado con otro,

el mismo destino traicionará a su amante.

Hasta que la tierra desaparezca,

desde este día en adelante,

tú estás maldita,

condenada al infierno peor.

Pues el profundo aliento del verdadero amor

destinado a muerte está.

La gracia perderá y así dará un traspiés,

en la cabeza luego sentirá un infernal dolor.

Si tenéis ya el regalo del éxtasis de los desposados,

morirá tras besarla.

O dos días después de acordado el compromiso,

a tu novia, maldita, muerta la encontrarán.

Una vez tu prometida haya sido amada de palabra y hecho

nada la podrá salvar de la gula de mi maldición.

Pero hay una llave para que la maldición acabe.

Sigue a la belleza a un alegre banquete

y así como ella demuestra que su amor no es menos

y con absoluta audacia prueba que este jamás se apagará, haz lo mismo tú

para que el amor, y no la muerte, prevalezca.

Se tomó la cara entre las manos, y su barba incipiente le arañó las palmas. Podía entender las palabras. Ahora solo tenía que descubrir qué demonios querían decir. Echó una ojeada al reloj.

Le quedaban menos de veintiocho horas para descubrirlo.

Ya solo quedaban doce horas.

Philip se pasó los dedos por entre los cabellos, haciendo esfuerzos para que el miedo que amenazaba con estrangularlo no lo venciera. Con la ayuda de Meredith, había pasado casi todo el día buscando entre sus diarios alguna clave que le revelara el secreto oculto en aquellas palabras, pero no había conseguido ningún resultado. Philip no había querido revelar las palabras exactas a Andrew y Bakari, por su seguridad, pero les había enviado al museo para que investigaran todo lo que pudieran al respecto de las perlas, de un banquete o del precio del amor verdadero. Le había sugerido a Meredith que enviara otra nota a Charlotte, pidiéndole que viniera a su casa con Albert y Hope, para que pudiera informarles de lo que estaba sucediendo, y prepararlos para lo peor, pero ella se había negado.

– Todavía no. Hacerlo sería como si ya no tuviéramos esperanzas, y yo todavía las tengo. Tengo la intención de convertirme en tu esposa.

Apartando la mirada de ella, para que no pudiera ver el miedo que se reflejaba en sus ojos, Philip continuó examinando sus diarios. Intentó tragarse su terror mudo, que aumentaba con cada minuto que pasaba. Otro minuto más sin una respuesta. Otro minuto perdido. Se negaba a mirar el reloj, pero cada vez que el carillón daba los cuartos su mente le avisaba de lo rápido que se les estaba escapando el tiempo. Abrió otro de los diarios maldiciendo y rezando a la vez. ¡Maldita sea! La respuesta tenía que estar en alguna parte. Tenía que estar en algún lugar. Y él tenía que encontrarla. Por favor…

– Me parece que no le hemos prestado suficiente atención a esto -dijo Meredith. Él levantó la vista. La enorme perla descansaba sobre la palma de su mano-. Dado el tamaño y lo antigua que es, no cabe duda de que esta piedra tiene que valer varios miles de libras.

– Estoy de acuerdo -dijo Philip colocándose bien las gafas y prestándole toda su atención.

– Es el tipo de piedra que debió de pertenecer a alguien muy importante. Acaso a una reina.

– Sí. Una reina como Cleopatra o Nefertiti… las dos grandes bellezas… -Un recuerdo asomó desde la trastienda de su memoria mezclándose con las frases finales del mensaje de la piedra.

– ¿Qué sucede? -preguntó Meredith.

– No estoy seguro, pero creo que me has dado una idea. -Se levantó y se acercó a la librería que había en una esquina del estudio. Recorrió con el índice la fila de lomos de cuero de la última estantería-. Recuerdo una historia que leí hace años. -Encontró el volumen que buscaba y lo sacó de la estantería-. Un momento.

Llevó el libro a la mesa, lo abrió y hojeó las páginas hasta que encontró el pasaje que estaba buscando. Mientras leía aquellas líneas, su corazón empezó a latir más deprisa y la mano se le puso a temblar.

– Creo que hemos encontrado algo -dijo él.

– ¿Qué libro es ese? -preguntó ella apoyándose en sus hombros.

– Es uno de mis primeros diarios. Son notas que tomé hace años a partir de la lectura de la Historia natural de Plinio el Viejo. Cuando has mencionado la perla, y a una princesa que la podría llevar puesta, he pensado en las últimas líneas de la maldición y ha habido algo que me ha sonado familiar.

– ¿Quién es Plinio el Viejo?

– Un escritor romano del siglo uno. En su Historia natural cuenta una anécdota en la que las perlas tienen un papel clave. Se trata del relato de uno de los banquetes más famosos de la historia. Parece ser que Cleopatra le apostó a Marco Antonio que ella podía ofrecer el banquete más caro de la historia, un banquete que nadie podría igualar.

– Una belleza y un arriesgado banquete -dijo ella con un destello de comprensión en los ojos.

– Sí. Según esa historia, ella pretendía convencer a Roma de que Egipto poseía una herencia y una riqueza tan vasta que estaba más allá de la conquista. Y eso también encaja con el maleficio. Marco Antonio era su amante, y Cleopatra estaba intentando demostrarle que ella (Egipto) era la más fuerte, y que «no era menos». -Philip no podía ocultar la excitación de su voz conforme seguía leyendo sus notas-. De hecho, aquel banquete fue lujoso, pero no mucho más que los que Cleopatra había ofrecido en muchas otras ocasiones, de modo que Marco Antonio creyó que había ganado. Pero entonces Cleopatra, que en aquel momento llevaba puestos unos pendientes con dos perlas enormes, se quitó una de ellas, la aplastó, la echó en su copa de vino, y se la tragó. Después de aquello, el juez de la apuesta tuvo que declarar que Marco Antonio había perdido.

– «Con absoluta audacia» -dijo ella con los ojos muy abiertos.

– Sí. Todo concuerda con las palabras del maleficio -dijo Philip, con el corazón a punto de salírsele del pecho, con la certeza de que esa era la clave que habían estado buscando. Se puso de pie y agarró a Meredith por los hombros- La última línea de la piedra: «Haz lo mismo tú para que el amor, y no la muerte, prevalezca». Si nosotros hacemos lo mismo, será el amor, y no la muerte, lo que prevalecerá.

Ella abrió los ojos con comprensión y esperanza. Luego su mirada se posó en la perla que descansaba sobre la palma de su mano.

– ¿Crees que esta puede ser la perla del otro pendiente de Cleopatra?

– Tengo sospechas muy fundadas de que así es.

Ella dejó escapar un largo y profundo suspiro.

– Dios mío. Si en aquella época ya debió de ser una perla valiosísima, ¿cuánto se supone que puede valer hoy en día?

– No tanto como tu vida, Meredith.

– Pero tú mismo estabas de acuerdo en que podría valer varios miles de libras. Y si perteneció a Cleopatra, estoy convencida de que era una estimación a la baja. Pensar en destruir algo tan especial y valioso…

Él la hizo callar colocando la punta de dos dedos sobre sus labios.

– Tú eres más especial y valiosa que cualquier otra cosa. Vamos, ha llegado el momento de acabar con esta maldición. -Tomándola de la mano, Philip la acompañó hasta donde estaban las bebidas y sirvió una copa de vino.

Sintiéndose como si estuviera dentro de un sueño, Meredith observó cómo él aplastaba la perla en la copa. Cielos, aquella perla era tan valiosa, y él la había destruido sin siquiera pestañear, solo por salvarle la vida.

– Philip… ¿y si estás equivocado?

Como respuesta, él bebió un sorbo de la copa y a continuación se la acercó a ella.

– Bebe.

Ella hizo lo que se le pedía, tragando el líquido que quedaba en la copa. Luego se quedaron de pie, en silencio, mirándose a los ojos. Pasó un minuto. A Meredith el corazón le latía con trepidación mientras esperaba una señal, un signo de que el maleficio se había roto.

Pasó otro largo minuto cargado de tensión. Nada. La trepidación de su corazón aumentó llenándola de pánico. Los ojos de Philip reflejaban la misma preocupación y el mismo miedo que podía verse en los de ella. Por Dios, ¿y si al beberse aquella perla no hubieran hecho nada más que destruir una piedra preciosa? La esperanza que poco antes se había hecho un hueco en su corazón empezó a disiparse, dejando en su lugar un rastro de desesperación y sufrimiento.

Pero al cabo de un momento Meredith experimentó una extraña sensación en la cabeza. Abrió los ojos como platos.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Philip escudriñando el rostro de ella con su ansiosa mirada.

– El dolor de cabeza -murmuró ella-. Ha desaparecido.

Un ruido en el escritorio llamó su atención, y los dos se volvieron a la vez. Meredith agarró con fuerza la mano de Philip, con un gesto de sorpresa que se iba transformando en una conmoción pasmada, mientras la «Piedra de lágrimas» parecía empezar a temblar encima de la mesa. Luego, como si hubiera sido movida por una mano invisible, cayó al suelo golpeando sobre la alfombra con un ruido sordo, y se rompió en cientos de pedazos que se fueron deshaciendo lentamente hasta quedar convertidos en un montón de arena. Su mirada se dirigió hacia Philip.

– Por Dios, ¿has visto eso? -preguntó ella incapaz de creer lo que sus ojos acababan de presenciar, y nerviosa imaginando si ese montón de arena podría significar lo que ella estaba deseando entender.

– Lo he visto. Y excepto tú misma, eso entra en la categoría de «la cosa más hermosa que he visto en el mundo». -Sus labios se curvaron lentamente en una sonrisa, y él la atrajo contra sí-. Mi querida Meredith, esto significa que hemos roto el maleficio; de manera literal y figurada. Somos libres.

– ¿De veras ha acabado todo? -preguntó ella sintiendo que le temblaban las rodillas de emoción.

– Sí. Y en cuanto a todo lo demás, esto no es más que el principio. -Philip le sujetó la cara con ambas manos y su sonrisa desapareció de los labios-. Maldita sea, no tienes ni idea de lo aterrorizado que estaba. Me he sentido tan mal por dentro. Completamente asustado.

– No más que yo, te lo puedo asegurar.

– Por mucho que odie lo que ha hecho Edward, una parte de mí ha entendido la desesperación que él sentía. Si te hubiera sucedido algo malo, creo que me hubiera vuelto loco.

Ansiosa por borrar aquella tensión de los ojos de él, Meredith le sonrió.

– Bueno, gracias a ti, ya soy libre. Por suerte has tenido uno de tus momentos de lucidez, y ha sido un momento muy oportuno.

– Ha sido un momento de lucidez inspirado por ti.

– Pues sí que hacemos buena pareja, ¿no te parece?

– A mí no me tenían que convencer de eso -dijo él agachando la cabeza y besándola con pasión, lentitud y profunda perfección, mientras las rodillas de ella se convertían en mantequilla y se apretujaba contra él. Philip apartó los labios de su boca, y la siguió besando por las mejillas y el cuello.

– ¿Sabes que es la segunda vez que me salvas la vida? -murmuró ella alzando la cabeza para darle mejor acceso a sus besos-. Creo que esto se merece alguna recompensa.

– Y no pienses ni por un momento que no la voy a reclamar.

Philip se puso derecho y ella sonrió viendo los empañados cristales de sus gafas. Deslizándoselas por la nariz para quitárselas, él preguntó:

– ¿Sabes lo muy a menudo que comentas mi total falta de buenos modales?

– Yo prefiero llamarlo «hacer discretas insinuaciones».

– Estoy seguro de que así es. Sin embargo, te aconsejaría que te prepararas para el momento en que te lleve a mi dormitorio, porque allí vas a poder observar una sorprendente falta de modales.

Aquellas palabras hicieron que un escalofrío de anticipación le recorriera la espalda.

– Cielos. No hay duda de que debería desvanecerme ante tal afirmación. Pero por suerte no soy propensa a los vahídos.

– Me alivia mucho oírlo -añadió él con un brillo de salvaje emoción en los ojos.

Después de depositar un último beso en los labios de ella, Philip se sentó al escritorio, donde redactó una breve nota.

– Es para Andrew y Bakari. Para informarles de que se ha roto el maleficio -le explicó.

Volvió al lado de Meredith, dobló las rodillas y la tomó en brazos. Antes de que ella pudiera emitir una queja, salió con ella de la habitación y pasó por el pasillo hasta el vestíbulo, donde se cruzaron con James, quien, bendito él, ni siquiera parpadeó ante la visión de Philip llevando a Meredith en brazos, una vez más.

Philip dejó la nota que acababa de escribir al criado y le dijo:

– Asegúrate de que le sea entregada al señor Stanton en el Museo Británico inmediatamente, James.

– Sí, señor.

– Y luego asegúrate de que nadie me moleste.

– Sí, señor.

Dicho esto, Philip subió los peldaños de dos en dos, mientras las enrojecidas mejillas de Meredith ardían.

– Eres realmente incorregible -le susurró al oído.

– Y a ti te encanta recordármelo.

Entraron en el dormitorio; Philip empujó la puerta con la punta de la bota y luego la cerró con llave. Se acercó a la cama y depositó a Meredith cuidadosamente sobre la colcha, tumbándose luego suavemente sobre ella hasta cubrirla con su propio cuerpo.

– ¿Estás preparada para que te muestre cuan incorregible puedo ser?

Alzando los brazos, Meredith metió los dedos entre el revuelto cabello de Philip, mientras disfrutaba de la maravillosa sensación del peso de su cuerpo aplastándola contra el colchón. Sonriéndole y mirando sus hermosos ojos oscuros, le dijo:

– Querido Philip, eso entra dentro de la categoría de «absolutamente sí».

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