Pasaron varios segundos hasta que el significado de aquellas palabras se abriera paso entre los pensamientos que se agolpaban en la mente de Meredith y el pánico que la invadía. De repente le resultó evidente el sentido completo de sus palabras. Maldición, ¿a qué estaba jugando?
Alzando la barbilla, cruzó los brazos sobre el pecho y empezó a golpear con un píe sobre la gruesa alfombra.
– ¿No va a venir nadie más?
– No.
– ¿Nadie más ha aceptado la invitación?
– No.
Su zapato dejó de golpear el suelo, su disgusto se calmó y cedió paso a la confusión y la simpatía.
– Pero ¿qué es lo que les pasa a esas mujeres? Las invitadas estuvieron muy contentas desde todos los puntos de vista la otra noche. ¿Tienes alguna idea de qué es lo que no ha salido como esperábamos?
– No sabría decirte.
Da repente un halo de sospecha apareció en sus ojos.
– ¿Les dijiste cuál iba a ser la, eh, manera en que se serviría esta cena?
– No, no lo hice.
Perpleja, Meredith apretó los labios.
– Entonces, no puedo imaginar por qué todas han declinado la invitación. Acaso una o dos de ellas, pero ¿las seis?
– La verdad es que hay una explicación muy lógica.
– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
– Que no han recibido las invitaciones.
– Me dijiste que tú mismo prepararías las invitaciones -dijo ella mirándole fijamente.
– Y eso hice.
– Entonces, ¿cómo sabes que no las han recibido?
– Porque no las llegué a mandar.
– ¡No las has mandado! Yo…
Él se acercó más a ella, haciendo que su cercanía silenciara la ofendida respuesta. Ella se apretó contra la puerta, pero no pudo huir. Él apoyó una mano en la jamba, al lado de su cabeza, y poco a poco se acercó más. Tan cerca estaba que ella podía ver las sutiles motas de color ámbar de sus ojos. Tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo rodeándola. Meredith respiró lenta y profundamente, pero eso no hizo más que llenarle la cabeza con su delicioso olor.
– ¿No quieres saber por qué no llegué a enviar las invitaciones, Meredith? -Su aliento cálido rozó la cara de ella, haciendo que todas sus terminaciones nerviosas despertaran. El deseo de tocarlo era tan intenso que se vio obligada a agarrarse con las manos a los faldones de su vestido para controlarse. Al ver que ella no respondía, él susurró-: No envié las invitaciones porque no quería que viniera nadie más. Solo quería que estuvieras tú conmigo. He hecho esto por ti. Solo para ti.
Ella tragó saliva y miró hacia arriba con desolación. Por Dios, ¿cómo había desaparecido su enfado en un segundo? ¿Por qué ya no estaba horrorizada? ¿Dónde estaba el sentimiento de ofensa por la temeridad de haberla engañado? Rebuscó en su mente, tratando de encontrar alguna pizca de resentimiento, una muestra de irritación, algún resto de enfado, pero no lo encontró. Nada de eso. En su lugar, una miríada de emociones se debatían en una combinación que no quería sentir: halago y excitación por el gran esfuerzo que habría supuesto para él preparar todo aquello. Total curiosidad e intriga pensando en cómo se podría desarrollar una velada en tan lujoso y exótico ambiente. Y lo peor de todo, alivio al saber que los afectos de él no estaban puestos en otra mujer. «He hecho esto por ti. Solo para ti.» Un estremecimiento la recorrió, un temblor que reconoció como frío y crudo miedo. Miedo, porque deseaba con todas sus fuerzas quedarse. Porque dudaba de que fuera capaz de resistirse. Y porque anhelaba con toda su alma no resistirse.
– Philip, no puedo quedarme.
– Por favor, no digas eso. Sé que ha sido muy presuntuoso por mi parte, pero quería compartir contigo todos los sabores de las culturas que he conocido. Pensé que te gustaría saborear la comida y el ambiente de tierras lejanas.
– Me gustaría, pero…
– Entonces quédate. Si no es por mí, hazlo como una muestra de cortesía con Bakari, que ha tenido que esforzarse mucho para preparar la habitación y la comida. Tienes que quedarte a cenar. -Se acercó aún más a ella, hasta que casi le rozó la oreja con los labios-. Por favor.
Esas sencillas palabras acariciando con un murmullo su oído deshicieron su ya inestable resolución. Una docena de señales de alarma se le encendieron en la mente, recordándole que cualquier relación que fuera más allá de la de una casamentera con su cliente era algo imposible con aquel hombre, advirtiéndole de que tenía que desanimar de la manera que fuera el obvio interés que él sentía por ella, avisándola de que las consecuencias de esa noche podrían ser desastrosas para las reputaciones de ambos, pero su corazón se negó a escucharía. Marcharse después del gran esfuerzo que había puesto él en la velada sería una descortesía inexcusable, le decía su corazón. Él se había mostrado amable no solo con ella, sino también con Albert. Ella no podía pagar esa amabilidad con descortesía. Además, seguramente en la casa habría un buen número de criados, además de Bakari, de manera que era como si no estuvieran realmente solos.
Y por último, a pesar de que encontraba a Philip innegablemente atractivo, era ridículo pensar que no podría ser capaz de controlarse -si la ocasión se presentaba. Su voz interior produjo un sonido que se parecía sospechosamente a un gesto de incredulidad, «¡Ja!», pero que ella consiguió, con gran esfuerzo, ignorar.
Él se apartó un poco y se quedó mirándola. Su oscura mirada se cruzó con la de ella, seria e irresistible. Pero en su corazón había un inconfundible destello de preocupación. Estaba claro que tenía miedo de que ella declinara la invitación. El hecho de que aquel fuerte, valiente y masculino hombre pudiera demostrar sus temores tocó alguna fibra profunda de la feminidad de ella.
Ofreciéndole una sonrisa que denotaba inseguridad, y de la manera más impersonal que pudo, le dijo:
– En vista del considerable esfuerzo que habéis hecho en mí honor, sería una grosería por mi parte no probar la comida.
Un innegable alivio relajó los hombros de Philip, quien sonrió. Tomándola de la mano la condujo hasta la mesa. El calor que expelía su mano se metió en ella, e involuntariamente Meredith apretó los dedos. Él los apretó a su vez y su sonrisa se ensanchó. Sus ojos estaban tan abiertos de excitación que ella no pudo evitar reírse.
– ¿Qué es lo que te hace gracia?
– Tú. Tu expresión me recuerda la época en que Albert, con once años, me sorprendió con un poema que él había escrito en mi honor. Aunque yo era la receptora del regalo, él estaba mucho más excitado que yo.
Sus palabras se apagaron poco a poco mientras se daba cuenta de lo que sin querer acababa de revelar: que conocía a Albert desde que era un niño. Excepto a Charlotte, ella no había contado jamás a nadie cómo había entrado Albert en su vida. No le importaba a nadie, y no tenía ganas de que le hicieran preguntas sobre ese tema, especialmente porque eso la llevaría a otros asuntos de los que se negaba a hablar. Tal vez Philip no se habría dado cuenta del desliz de su lengua. ¿Se vería desde fuera su desconcierto?
Ciertamente, así era, porque él la miró intrigado y luego dijo:
– No pasa nada, Meredith, ya sabía que Albert fue de niño deshollinador de chimeneas. Y que tú lo rescataste. Y que desde entonces ha vivido contigo.
Un frío le recorrió la espalda. Por Dios, ¿cómo habría descubierto esas cosas? Y si sabía aquello sobre la infancia de Albert, ¿era posible que también supiera algo sobre la suya? Inmediatamente en su mente se formó una imagen de Philip, con su naturaleza inquisitiva, investigando sobre su pasado como lo había hecho antes en sus expediciones de anticuario. Una parte de ella no daba crédito a esa idea, pero el miedo que le producía pensar que cualquiera pudiera investigar en su pasado era una preocupación que tenía desde siempre en algún rincón de su mente, como sí fuera un demonio esperando el momento de salir del infierno para vengarse.
Forzando en su tono de voz una calma que estaba lejos de sentir, dijo:
– ¿Cómo llegó a tus manos esa información?
– Me lo ha contado Albert -contestó él aparentemente sorprendido por la pregunta.
– ¿Él te lo ha contado? -dijo ella sacudiendo la cabeza, aliviada porque obviamente Philip no había estado investigando por ahí y no sabía nada de su pasado, pero completamente aturdida. Albert nunca hablaba de los horrores de su infancia-. ¿Cuándo? ¿Y cómo pudo llegar a decirte algo tan… personal?
– El otro día hablamos en el almacén. Y en cuanto a sus razones, le motivó lo mucho que se preocupa por ti. Intentaba hacerme comprender exactamente qué tipo de mujer eres: amable, generosa, entregada. No un tipo de mujer con la que se pueda jugar.
– Ya… ya veo. -«Querido Albert», pensó. Había compartido algo doloroso con un hombre que era un completo extraño para él, algo que lo podía haber convertido fácilmente en un objeto de ridículo o de pena. Y todo por protegerla a ella-. Espero que no lo hayas juzgado duramente. No ha tenido la culpa de su desafortunada infancia. -«Ninguno de nosotros la tuvimos», pensó.
– ¿Eso es lo que piensas de mí, Meredith? ¿Que soy el tipo de persona que podría mirar con desaprobación a un joven porque de niño lo trataron brutalmente?
El inconfundible dolor que se reflejaba en sus ojos y en su voz la hizo sentirse avergonzada. Philip había demostrado, cuando menos, ser un hombre decente y bueno. Un hombre íntegro.
– No. No pienso que lo hayas hecho. Pero estarás de acuerdo conmigo en que mucha gente no es tan generosa. Y yo tiendo a proteger mucho a Albert.
– Albert es un joven encantador, Meredith -dijo él apretando su mano-. Y admiro su lealtad y su valentía. Su fuerza interior. Y aunque aprecié la manera en que me intentaba dar a entender tus exquisitas cualidades, no había necesidad de que lo hiciera. Yo ya las conocía.
Sus suaves palabras y la intensa mirada que le dirigía hicieron que sus emociones se pusieran a hervir. Antes de que ella se pudiera recuperar, él sonrió y dijo:
– ¿Y qué hay de ese regalo que el Albert de once años te hizo, y que de alguna manera yo te he recordado?
Ella tragó saliva para recuperar la voz.
– Cuando me encontré con Albert, él no sabía leer ni escribir. Después de haberle enseñado, su primer esfuerzo consistió en escribir un poema en mi honor. Tenía el mismo tipo de expresión de ininterrumpida felicidad que has puesto tú cuando he dicho que me quedaba a cenar. Y me he sentido tan halagada como me sentí entonces.
– Estoy seguro de que todavía recuerdas las palabras de aquel poema.
– Oh, sí. Y todavía lo conservo, a buen recaudo junto con mis más preciadas posesiones. -En su mente pudo ver cada una de aquellas palabras, escritas con cuidadoso esmero-. ¿Te gustaría oírlo? -En el momento en que lo dijo se preguntó qué la había impulsado a hacerle aquella oferta sin precedentes. Nunca había compartido con nadie el poema de Albert. Ni siquiera con Charlotte.
– Sería un honor.
Ya era demasiado tarde para echarse atrás. Tomando aliento, dijo:
– Leí: «Sobre miss Merrie. Sus mejillas como fresas, sus ojos como moras. Resplandece su sonrisa como una lumbrera. Me dio un santuario. Ya no soy un solitario».
El silencio se cernió sobre ellos durante varios segundos -lo cual fue una bendición-, mientras en la garganta de Meredith se formaba un nudo. Aquellas sencillas palabras, escritas en su honor por un muchacho roto y herido, todavía la afectaban. Y la hacían sentirse humilde.
– Un hermoso testimonio -murmuró él-. Y muy inteligente para un chico de once años. Fue capaz de captar tu esencia más íntima, tu viveza, tu naturaleza, con solo unas pocas palabras. Entiendo que ese poema sea tan importante para ti. -Él se acercó y dulcemente le acarició una mejilla con la yema de los dedos-. Gracias por haberlo compartido conmigo.
Un calor ascendió por las mejillas de Meredith.
– No se merecen.
– Ven. Déjame que te muestre las delicias de la comida mediterránea y del Oriente próximo. Bakari es un excelente cocinero. -La condujo hasta la mesa baja que había delante del fuego, y luego se sentó sobre uno de los mullidos almohadones marrones, con sus largas piernas cruzadas. Mientras golpeaba el cojín que había al lado del suyo, invitándola a tomar asiento, Philip la miró con aire bromista-: Si te quedas de pie acabaré con tortícolis.
Meredith miró hacia el cojín y le asaltaron las dudas. Si solo estar de pie al lado de aquel hombre le resultaba problemático, reclinarse cerca de él entraba directamente en la categoría de «muy imprudente». Dirigió sus ojos hacia Philip, quien la miraba con expresión divertida.
– Tienes mi palabra de que no te voy a morder, Meredith.
Sintiéndose de repente ridícula por sus dudas, se arrellanó lentamente en el cojín de seda de color esmeralda.
– Puede parecer un poco extraño al principio -dijo él colocando unos cuantos cojines más detrás de ella-, pero después de que hayas cenado de esta forma, créeme, la formalidad del comedor habrá perdido todo su atractivo para ti.
Incorporándose sobre las rodillas con un movimiento ágil, él dirigió su atención hacia los objetos que había sobre la mesa, y ella tuvo la oportunidad de cambiar de posición, arreglándose la falda y colocando sus piernas en la misma posición en que las tenía él. Una vez que estuvo cómodamente sentada, tuvo que reconocer que aquello era mucho más cómodo que una dura silla de madera.
– ¿Te apetece beber algo? -preguntó él alcanzando una botella de cristal de largo cuello llena de un líquido de color claro.
– Gracias.
Con la mirada puesta en ella, rozó el borde de su copa con la copa de ella y el suave tintineo del cristal llenó la habitación.
– Por una velada memorable.
Temiendo no poder decir nada, ella asintió con la cabeza, y luego sorbió un trago de licor.
– Delicioso -dijo degustando la dulzura suavemente persistente que le dejaba un fresco sabor en la lengua-. Nunca había probado nada como esto. Parece vino… pero no. ¿Qué es?
– La verdad es que no estoy del todo seguro. Es una receta secreta de Bakari, que él no comparte con nadie. Una vez intenté espiarle mientras lo preparaba, pero me descubrió. Y me castigó por ello.
– ¿Te castigó? ¿Cómo? -preguntó ella alzando las cejas.
– Se negó a prepararla durante meses. Nunca más cometí el mismo error. No sé cómo la hace, simplemente la disfruto cuando la prepara.
Dejando a un lado la botella, Philip levantó la tapa de una sopera. Un delicioso y exótico aroma que no se parecía a nada que ella hubiera olido antes le llegó como un soplo de fragante vapor. Su estómago se retorció de hambre. Echándose hacia delante, le observó mientras servía una cremosa sopa en unos delicados cuencos de porcelana.
– ¿Qué es?
– Avgolémono. Es una sopa griega a base de huevo y limón.
Con la primera cucharada que se llevó a la boca sus ojos se entornaron disfrutando del extraño sabor que se deslizaba por su paladar.
– Increíble.
Cuando hubo terminado la sopa, y mientras esperaba con avidez el siguiente plato, Meredith sintió que la inquietud y el azoro habían desaparecido. Él le acercó un plato con un delicioso pescado asado, aliñado con unas cuantas especias aromáticas que ella no pudo reconocer, y acompañado de espárragos hervidos. Después de cada bocado, sus ojos se entornaban y un «hum» de satisfacción escapaba de su boca.
– Se ve que eres una mujer de grandes pasiones, Meredith.
Sus ojos se abrieron de par en par y se encontró con la mirada de él, quien la estaba observando por encima de los cristales de sus gafas con una expresión medio divertida y medio extasiada.
– ¿Por qué lo dices?
– Porque solo alguien con una naturaleza apasionada puede disfrutar de la comida con ese abandono.
Se sintió incómoda. Por todos los cielos, en ese entorno tan poco familiar se había olvidado por completo de sus buenas maneras.
– No te sientas incómoda -dijo él; sus palabras y el hecho de que hubiera adivinado su reacción solo sirvieron para hacer que sus mejillas se sonrojaran aún más-. Tu entusiasmo es un gran cumplido no solo para Bakari, sino también para mí. Me halaga que te sientas lo bastante cómoda conmigo como para bajar la guardia.
¿Cómoda? Casi se echó a reír. No había nada cómodo en los calores y estremecimientos, o en la excitación y la aceleración del pulso que le provocaba aquel hombre. Pero, en el momento en que esa idea llegó a su mente, no pudo negar que de una manera completamente diferente, que no sabía definir, se sentía realmente cómoda a su lado. Disfrutaba de su compañía. Del sonido de su voz. De su risa y su inteligencia despierta. No podía evitar pensar que si las circunstancias hubieran sido otras, posiblemente habrían podido ser… amigos.
¿Amigos? ¿Amiga del heredero de un condado? Por Dios bendito, estaba para que la encerraran.
– Tienes una expresión de lo más concentrada-comentó él-. ¿Te importaría compartir tus pensamientos conmigo?
Pensó por un instante no hacerlo, pero enseguida decidió que tal vez debería, al menos para recordarle lo diferentes que eran.
– Estaba pensando en lo muy diferentes que somos.
– ¿Y bien? Eso es muy interesante, ya que yo estaba precisamente pensando en lo mucho que nos parecemos.
– No puedo imaginar cómo has llegado a la conclusión de que dos personas que proceden de estratos sociales tan diferentes pueden llegar a parecerse.
– Puede que nuestras procedencias no sean tan opuestas como imaginas. ¿Por qué no me hablas de la tuya?
El pánico se le instaló en el estómago y apartó la mirada de él. Nada en su tono de voz o en su expresión indicaba algo que no fuera amable interés… ¿o había algo más? «Tranquila. No es nada raro que quiera conocerte. No se trata más que de una simple conversación», pensó. Forzando una risa apagada, ella dijo:
– Tus antecedentes son espléndidos, en tanto que apreciado miembro de la alta sociedad. Heredero de un condado. Me temo que es bastante difícil superarlo.
– Es posible -dijo él encogiéndose de hombros-. Pero la riqueza y la posición social no garantizan la felicidad.
Algo en su voz indicaba que estaba hablando por experiencia, y aunque eso despertó toda su curiosidad, la cautela le decía que seguir con aquella conversación podría llevarle a preguntas a las que no sería capaz de responder con sinceridad. Y por primera vez en muchos años, le pareció que mentir no era lo más adecuado.
Bajando la mirada se dio cuenta de que una parte de los volantes de su falda descansaba sobre una de las rodillas de él, con la pálida muselina como si fuera una mancha de color sobre sus oscuros pantalones. La visión de su falda tocando esos fascinantes pantalones bombachos fue inexplicablemente íntima. Excitante. Y la sedujo de una manera que hizo que el calor que sentía se dirigiera directamente a su corazón.
– ¿Cómo eras, Meredith?
Ella volvió a levantar la mirada hacia él, quien la estaba mirando con unos ojos que parecían muy atentos y llenos de preguntas.
– ¿Qué quieres decir?
– De niña. ¿Cómo eras de niña? ¿Qué era lo que te gustaba hacer? ¿Cómo era tu familia? -Un extremo de su boca se levantó adoptando un gesto avergonzado, pero aquella expresión no llegó a alcanzar sus atentos ojos-. Creo que soy insaciablemente curioso.
En la mente de ella centellearon imágenes que había luchado durante años por borrar, y las alejó de sí misma. Odiaba tener que mentir a aquel hombre, pero no tenía otra alternativa. Intentando dejar a un lado el sentimiento de culpabilidad, volvió a repetir la misma mentira que había contado muchas más veces de lo que le hubiera gustado admitir.
– Mi infancia fue normal y feliz -dijo ella, poniendo en palabras la fantasía que tantas veces había tejido su lengua-. No éramos ricos, pero vivíamos bien. Residimos en diferentes lugares durante unos cuantos años, dependiendo de las demandas que tenía mi padre como profesor particular. Cuando él murió, mi madre se puso a trabajar como gobernanta para una prominente familia de Newcastle. Yo viví allí, con mi madre, hasta que ella falleció, momento en el que me vine a Londres y me establecí aquí como casamentera. Ya había tenido una serie de éxitos antes en ese ámbito que me ayudaron a elegir este oficio.
– ¿No tienes hermanos?
– No. -Deseosa de cambiar de conversación, le sonrió diciendo-: Al contrario que tú. Eres muy afortunado de tener a lady Bickley. Siempre quise tener una hermana.
– Sí, ella es una bendición para mí. Sin Catherine, mi infancia habría sido insoportablemente sombría. -Viendo la expresión de sorpresa de Meredith, Philip añadió-: Solo porque estuve rodeado de comodidades materiales eso no significa que fuera feliz.
Una innegable curiosidad, mezclada con confusión, la asaltó, y sintió pena por él, pues no había duda del dolor que transmitían aquellas palabras. ¿Qué fue lo que le hizo ser desgraciado? Ella había pasado incontables horas deseando lo que él tenía -una familia normal, una vida respetable, ser alguien decente. ¿Por qué todo eso no había sido suficiente para él?
– Yo… lamento mucho que no hayas sido feliz, Philip.
– Y veo que te has sorprendido mucho de que no lo fuera. Te estarás preguntando cómo puedo haber crecido en un entorno como este y sentirme triste -dijo abarcando con un gesto la opulenta habitación.
– No puedo negar que me parece difícil de imaginar.
Apartando su plato y su copa, él se echó hacia delante, apoyando las manos en las rodillas.
– ¿Alguna vez te has sentido sola, Meredith? ¿Tan sola que no… podías soportarlo? ¿Te has sentido sola, incluso cuando estabas rodeada de gente?
Los recuerdos y los sentimientos que ella había enterrado hacía mucho tiempo salieron a la superficie. Por el amor de Dios, había pasado la mayor parte de su vida sintiéndose exactamente así. Incapaz de responder, pero incapaz también de esquivar la mirada de dolor que sentía florecer en los ojos de él, se quedó simplemente mirándole a los ojos, esperando que él pudiera leer la respuesta en los suyos.
– Cuando era niño, siempre me sentía como si me hubiera quedado fuera, mirando por la ventana con la nariz pegada al cristal -dijo él en voz baja-. Era tímido y torpe, fofo y asustadizo, obligado a llevar unas gafas de gruesos cristales; todos esos rasgos se hacían más presentes cuando estaba con los demás niños, a los que veía como algo que yo no podría llegar a ser jamás. Veía poco a mi padre, ya que él pasaba la mayor parte del tiempo viajando por sus propiedades. MÍ madre era muy hermosa, pero tenía una salud muy frágil; murió cuando yo tenía doce años, y la relación con mi padre fue haciéndose poco a poco cada vez más fría… -Su voz se apagó y sus ojos mostraron un brillo angustiado y distante.
Sin pensarlo, ella se acercó y le agarró una mano. Como si acabara de salir de un trance, él miró hacia abajo, hacia aquella mano que descansaba sobre la suya. Luego alzó la vista, y a ella se le cortó la respiración al ver la absoluta desolación que había en sus ojos.
– Fue culpa mía -dijo él con una voz temblorosa y emocionada, en franca contradicción con el tormentoso fuego que ardía en su mirada-. Le había prometido a mi padre que cuidaría de mi madre, y que la mantendría ocupada hasta que él volviera de una visita que había ido a hacer a su contable. Aquel día, ella se sentía algo mejor, como le pasaba a veces, y como siempre que se sentía fuerte, quiso salir de casa. Mi padre me pidió que no la dejara salir hasta que él volviera. Le di mi palabra… -Philip tragó saliva y continuó hablando-: Le di mi palabra, pero entonces… me quedé dormido. -Sacudió la cabeza, y un sonido amargo escapó de su garganta-. Me quedé dormido mientras mi madre me leía un libro. Luego ella salió de casa y se fue al parque. La pilló la lluvia y se resfrió. Murió tres días después.
– Oh… Philip. -Se sintió conmovida por él al imaginarse a aquel muchacho culpándose a sí mismo y a su padre haciendo lo mismo-. Tú solo eras un niño.
– Que no mantuvo su palabra. -Levantó la vista de sus manos entrelazadas y su mirada se cruzó con la de ella-. Si yo hubiera mantenido mi palabra, ella no habría salido de casa.
– Pero tu madre era una mujer madura, que fue víctima de una decisión equivocada; de una decisión que tomó ella misma.
– Una decisión que no habría tomado si yo hubiera mantenido mi palabra. -Los ojos de Philip parecían arder dentro de los de ella-. Cuando mi padre supo que le había fallado, que ella había salido de casa, me dijo que un hombre vale tanto como vale su palabra. Que un hombre que no hace honor a su palabra no es nadie. Hasta aquel día nunca había fallado al mantener mi palabra. Habría fallado de otras maneras, pero no de ese modo. Y no quiero volver a hacerlo nunca más.
En ese momento, ella comprendió de repente en qué se basaba la determinación de aquel hombre por romper el maleficio y por casarse antes de que falleciera su padre. Era una simple cuestión de cumplir la palabra que le había dado a su padre. Philip le había dado su palabra de que lo haría.
– La muerte de mi madre abrió un profundo abismo entre mi padre y yo. Él se echaba la culpa a sí mismo y me la echaba a mí. Yo me echaba la culpa a mí mismo, y ninguno de los dos podía salvar el profundo abismo que nos separaba. Catherine nos intentó ayudar recordándonos que, incluso antes de aquel día fatídico, la enfermedad de mi madre había empeorado tanto que ya no había ninguna esperanza. Mi padre y yo lo sabíamos, pero los dos estábamos a su lado cuando murió, y los dos la vimos sufrir y luchar por cada bocanada de aire. Seguramente no le habrían quedado muchos más meses de vida, pero murió antes de lo que le tocaba. -Philip dejó escapar un largo suspiro-. Mientras mi padre pasaba la mayor parte de su tiempo cuidando sus propiedades, yo pasaba el mío en compañía de una sarta de desinteresados profesores privados. La situación empeoró cuando me enviaron a Eton, donde aprendí que los chicos, no importa lo bien educados que se les suponga, pueden infligir grandes dolores, no solo con sus puños, sino también con la crueldad de sus palabras. El hecho de que yo fuera un fracaso en la escuela en todos los sentidos (excepto en el académico) no ayudó a mejorar la relación con mi padre. Ver a Catherine durante mis vacaciones escolares fue el único rayo de sol durante aquellos oscuros años. Ella y el placer que encontraba en los estudios cuando me perdía en el pasado investigando las vidas de otras personas a las que no había conocido.
Hizo una pausa de varios segundos, y entonces pareció sacudirse los recuerdos del pasado y su mirada volvió a fijarse en ella.
– Dado que tanto mi padre como yo necesitábamos escapar de la tensión que crecía entre nosotros, él me ofreció la oportunidad de que continuara mis estudios en el extranjero, y yo me agarré a aquella oportunidad. Hicimos el trato de que, a cambio de su ayuda financiera, debería regresar a Inglaterra y casarme. Por mucho que yo deseara marcharme, estaba asustado por salir de casa. Era obsesivamente tímido, y todavía era torpe y asustadizo. -El fantasma de una sonrisa rozó sus labios-. Pero una vez que salí de Inglaterra y llegué a lugares donde nadie me conocía ni había tenido noticias de mis pasados fracasos, me di cuenta de que la libertad me hacía ser más fuerte. La fatigante actividad física que requerían mis viajes, junto con el aire libre, me fortaleció, y por primera vez en mi vida sentí que pertenecía a algún lugar. Conocí a Bakari y después a Andrew, quien no solo es un boxeador entusiasta, sino también un experto esgrimista. Él me enseñó el arte del boxeo y de la esgrima, y yo le enseñé a descifrar escritos antiguos. Cuando nos conocimos, él tenía tan pocas ganas de hablar de su pasado como yo, y enseguida nos hicimos amigos. De hecho, Catherine, Bakari y Andrew son los únicos amigos de verdad que tengo.
Su voz se fue apagando, y el silencio los envolvió. Ella quería decir algo, pero ¿qué podía decirle a un hombre que acababa de abrirle el alma? ¿Un hombre al que ella no le había ofrecido nada más que una sarta de mentiras? «No seas ingenua; la honestidad solo funciona cuando no tienes nada que esconder», le dijo su voz interior.
Sentimientos contradictorios la bombardeaban con tal rapidez y tal fuerza que no era capaz de separarlos unos de otros para distinguirlos mejor: simpatía, culpabilidad, compasión, conmiseración.
Profundas y perdurables emociones.
La abrumaba la necesidad de tocarlo y de consolarlo, y necesitó toda su fuerza de voluntad para no caer en sus brazos. En lugar de eso, le apretó con fuerza la mano.
– Lo siento Philip -dijo con unas palabras y un gesto que eran insuficientes para expresar la profundidad de sus confusos sentimientos.
– Gracias. -La tensión que embargaba la expresión de su semblante se relajó un poco-. Durante años mantuve correspondencia regular con mi padre. Al principio nuestras cartas eran frías, pero con el tiempo fue desapareciendo parte de aquella tensión y ambos vimos claramente que nos era más fácil comunicarnos por escrito que cara a cara. Aunque toda aquella tensión volvió a aparecer de nuevo hace tres años, cuando él me escribió pidiéndome que regresara a Inglaterra y me concertó un matrimonio. Yo me negué. En parte porque todavía no estaba preparado para regresar a casa, pero también porque me había hecho bastante obstinado al respecto de mí mismo y no me gustó nada su autoritaria orden. Como puedes imaginar, nuestra relación sufrió un fuerte revés a causa de eso. Nos seguíamos escribiendo, pero todo era diferente. Y de repente recibí una carta en la que decía que se estaba muriendo. Por supuesto, aquello me hizo pensar que había llegado el momento de regresar a casa. Esperaba que mi regreso y mi intención de casarme pudieran cerrar la grieta que se abría entre nosotros. Pero entonces topé con la «Piedra de lágrimas».
– Sí. Y la verdad es que fue un desafortunado encuentro. -Otra oleada de simpatía la arrebató.
– En cierto modo sí, sobre todo después de la muerte de Mary Binsmore. Pero el maleficio no me ha traído solo mala suerte.
– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó ella levantando las cejas-. El maleficio te ha hecho perder a lady Sarah.
Acercándose la mano de ella hasta los labios, Philip le estampó un beso en la yema de los dedos, haciendo que un estremecimiento recorriera su brazo.
– Sí. Pero el maleficio también me condujo hasta ti.