Meredith caminaba lentamente por la acera que conducía, a su modesta casa en Hadlow Street. Aunque aquella zona estaba lejos de los barrios más de moda de Londres, todavía era un barrio respetable. Y a ella le gustaba su casa con el apasionado orgullo de alguien que ha tenido que luchar duro por lo que quería conseguir. Y más que nada en el mundo, Meredith quería tener una casa. Una verdadera casa. Una casa respetable.
Por supuesto que sabía que jamás se convertiría en miembro de la alta sociedad, pero su asociación con las personas pudientes, a pesar de que ella estuviera al margen, le aportaba el grado de respeto que durante toda su vida había implorado tener.
Ahora sus píes se movían a paso de tortuga. Temía abrir la puerta principal y tener que decirles a las tres personas que más quería en el mundo que había fracasado. Que su vida, esa fachada que tan cuidadosamente había construido, estaba a punto de desmoronarse como un castillo de naipes. ¿Sería posible que Albert, Charlotte y Hope ya lo supieran? Los cotilleos corren tan deprisa…
La puerta de madera de haya que acababa de abrirse hizo aparecer la expectante sonrisa de Albert Goddard. Charlotte Carlyle estaba de pie a su lado, con sus normalmente tranquilos ojos verdes abiertos en señal de inquieta espera. Hope, la hija de Charlotte, miraba a hurtadillas desde detrás de la falda verde oscuro de su madre, y en el momento en que vio aparecer a Meredith, echó a correr hacia ella.
– ¡Tía Merrie! -Hope se agarró con sus rechonchos bracitos de cuatro años a las piernas de ella y Meredith se agachó para estampar un beso en los bucles dorados de la niña-. Te he echado de menos, tía Merrie -proclamó Hope mirando hacia arriba con aquellos verdes ojos, que eran una réplica exacta de los de Charlotte, brillando de placer.
– Yo también te he echado de menos, encanto. -Meredith sintió que se le encogía el corazón. Hoy se jugaba mucho más que su futuro. En la situación actual, ¿qué iba a ser de Hope y de Charlotte? ¿Y de Albert?
Miró hacia la puerta mientras avanzaba intentando poner cara de despreocupación. En el momento en que se cruzó con la mirada de Albert, se dio cuenta de que había fracasado en su intento de aparentar despreocupación. La mirada de Albert se quedó fría, luego se apagó lentamente, y al final su expresión se convirtió en una entornada mirada de cautela.
Maldición, él la conocía tan bien… y después de once años se suponía que debería habérselo esperado. Y esos ojos sabían demasiado para un muchacho de veinte años. Aunque, por supuesto, Albert había visto y sobrevivido a muchas más cosas que la mayoría de los veinteañeros. Su mirada se posó en Charlotte, quien llevaba el delantal de cocinera todavía anudado alrededor de la esbelta cintura y cuyos ojos reflejaban la misma inquieta cautela que los de Albert. Charlotte la conocía tan bien como Albert, aunque solo formara parte de la «familia» de Meredith desde hacía cinco años, desde poco antes de dar a luz a Hope. Ya que no podía esconderle la verdad a ninguno de los dos, decidió que no iba a prolongar el misterio.
Con la pequeña mano de Hope agarrada a la suya, Meredith avanzó por el camino empedrado. Cuando entró en el pequeño vestíbulo con suelo de madera, se quitó el sombrero y se lo dio a Albert.
– Tenemos que hablar -les dijo a Albert y a Charlotte sin más preámbulos.
Llevando todavía a Hope tomada de la mano, Meredith avanzó por el pasillo hasta llegar al salón. Hope se dirigió enseguida hacia el rincón donde estaban su mesa y su silla de niño, y se puso a dibujar en su cuaderno de pintura. Meredith juntó las manos delante de la cara y se enfrentó a sus dos mejores amigos.
– Me temo que traigo unas noticias bastante preocupantes. -Les describió los acontecimientos ocurridos por la mañana en la iglesia, y concluyó diciendo-: Por mucho que quiera ser optimista, me temo que debo ser práctica. Este desastre, a pesar de que no ha sido culpa mía, va a tener repercusiones nefastas en mi reputación como casamentera. De hecho, solo es cuestión de tiempo, quizá de horas, que empiecen a llegar peticiones de prescindir de mis servicios. Aunque tengo esperanzas en que lord Greybourne encuentre la parte desaparecida de la piedra y acabe con el maleficio, estaría loca si no hiciera planes para el caso de que no tuviera éxito. Aunque se probara que no se trataba más que de un aplazamiento, en lugar de una cancelación de la boda, con todos los cotilleos que ya están de boca en boca, pasarán meses antes de que se repare el daño. Y si fracasa… -Presionó sus dedos contra las sienes intentando que no se le escapara la poca cordura que aún le quedaba-. Por Dios, en ese caso, estaré completamente arruinada. Mi vida quedará destruida… -Y ella sabía muy bien lo difícil que era para una mujer ganarse la vida. «No volveré atrás… Nunca más volveré atrás», pensó.
– Si quiere que le dé mi opinión, ese maleficio me parece un asunto bastante sospechoso -dijo Albert entornando los ojos-. Acaso ese tal Greybourne se lo haya inventado todo para no tener que casarse.
– No lo creo -dijo Meredith meneando lentamente la cabeza.
– Es usted demasiado crédula -replicó Albert.
– No estoy diciendo que crea en el maleficio. No estoy demasiado segura de lo que pienso al respecto. Por increíble que parezca, creo que de alguna manera no puedo descartarlo. Y no me cabe ninguna duda de que lord Greybourne está completamente convencido de la existencia de dicho maleficio.
– Bueno, eso solo prueba que el tipo está tarado -dijo Albert señalándose la sien con el dedo índice-. Creo que debería mantenerse alejada de él, miss Merrie. Yo de usted no me fiaría ni un pelo. Y entretanto, no debe preocuparse en absoluto por el dinero. Encontraré algún trabajo nocturno, probablemente en los muelles. Y si no, podemos irnos a descansar a alguna parte, a algún sitio adonde no lleguen los rumores. Quizá a algún lugar cerca del mar, como siempre hemos querido hacer. Saldremos adelante, como siempre hemos hecho.
– Por supuesto que saldremos adelante -dijo Charlotte-. Yo puedo ponerme a coser.
– Yo no quiero solo que salgamos adelante. -Meredith sacó pecho y se apretó las manos para calmar el miedo que empezaba a abrumarla-. Hemos trabajado muy duro, y demasiado tiempo, y yo no puedo, no quiero, dejar que esta situación destruya mi buen nombre, mi respetabilidad y mi reputación. Tenemos la oportunidad de conseguir una segundad futura para todos. Para Hope. Y la única manera de que nada se estropee es asegurarnos de que lord Greybourne se casa con lady Sarah.
– Bueno, entonces solo tenemos que asegurarnos de que sea así -decretó Albert, como si aquello fuera la cosa más sencilla del mundo-. Mire, podemos ofrecerle nuestra ayuda para buscar ese trozo de piedra desaparecido, y antes de lo que imagina ya habremos solucionado el problema y conseguido que el tipo ese se case.
Una sonrisa cansada se dibujó en los labios de Meredith. Querido Albert. Se daba cuenta de que, de alguna manera, ahora que lo miraba bien, había crecido fuerte como un roble. Estaba muy lejos ya de ser aquel enfermizo y destrozado muchacho que ella había encontrado tirado en la cuneta, abandonado allí para que muriera. Se suponía que era ella la que cuidaba de él, pero ahora parecía ser él quien cuidaba de ella, cargando con todos los problemas sobre sus propias espaldas.
Albert se levantó y avanzó por la alfombra hacia ella, y al instante ya le estaba rodeando los hombros con los brazos.
– Nos hemos enfrentado a cosas peores que esta, miss Merrie, y siempre ha salido todo bien. Mire, si hace falta, soy capaz de disfrazarme de novia y casarme yo con el tipo ese. -Le sacudió por los hombros y le guiño un ojo, y como sabía que estaba tratando de animarla, Meredith se esforzó por reír.
Lanzando una mirada de reojo a Charlotte, Meredith preguntó:
– Estoy segura de que Albert sería una novia maravillosa, ¿no te parece, Charlotte? -Alzó la mano y le pellizcó las mejillas a Albert-. Después de todo, es un chico muy atractivo.
Meredith se dio cuenta de que Albert se ponía tenso ante su comentario, y el rostro de Charlotte se sonrojó. Pero, al cabo de un momento, su querida amiga simplemente se encogió de hombros y dijo:
– Enamorado o no, me parece que en algún momento lord Greybourne se daría cuenta de que algo extraño le pasaba a su novia. ¿Cuanto tiempo crees que podría pasarle desapercibido que la barba de su esposa empezara a crecer?
– Hum. Sí, eso puede ser un problema -dijo Albert pasándose la mano por su mandíbula recién afeitada. Puso cara seria y agarró las manos de Meredith-. No quiero que se preocupe por algo que no se puede cambiar, miss Merrie. Intentaremos encontrar la piedra, y si lo conseguimos, bueno, entonces el tipo ese y lady Sarah se tendrán que casar y todo terminará bien. Y si no podemos encontrar la piedra…
– Estaré arruinada.
– No. Nunca dejaré que eso suceda -dijo Albert con una mirada que se había vuelto desafiante.
– Ni yo tampoco -añadió Charlotte suavemente-. Ni Hope. -Se levantó y abrazó a Meredith-. Albert tiene razón. Todo va a salir bien. Y si no es así, nos iremos de Londres. Iremos a alguna otra parte. Empezaremos de nuevo.
Meredith abrazó a sus amigos y les dirigió una forzada sonrisa, aunque ya casi no se sentía con fuerzas. Por el amor de Dios, ¿cuántas veces más podría ir a otro sitio para empezar de nuevo? Estaba tan cansada de ir de aquí para allá.
Por desgracia, sospechaba que eso sería lo que tendrían que hacer. Aunque tal vez, solo tal vez, todo acabaría saliendo bien.
A la mañana siguiente, Meredith abrió el Times mientras estaba a la mesa tomando el desayuno. La letra negrita del titular de la primera página le saltó a la vista:
¿ESTÁ MALDITO EL VIZCONDE MÁS DIFÍCIL DE CASAR DE TODA INGLATERRA?
Cualquier esperanza de que el anuncio de una nueva fecha para la boda el día 22 hubiese acallado los cotilleos se desintegró. Se le cayó el alma a los pies, arrastrando en su caída a un estómago que se le quedó encogido durante el resto de la tumultuosa lectura, mientras ella ojeaba rápidamente el texto, con el temor aumentando a cada párrafo. Tres páginas enteras, sin mencionar toda la columna de la primera página, estaban dedicadas a esta historia.
Mientras sus ojos se movían por las palabras, cada una de ellas le parecía estar ardiendo y quemando con su fuego cada una de las estúpidas esperanzas que había estado abrigando de que su reputación pudiera haber quedado, de alguna manera, intacta. Cada detalle, desde el maleficio hasta la discusión de lord Greybourne con su padre, pasando por la especulación al respecto de la misteriosa «enfermedad» de lady Sarah, estaba allí, impreso para que todos lo leyeran.
Cielos, por la exactitud con que se narraba la historia, uno pensaría que el periodista había estado escondido detrás de las cortinas mientras lord Greybourne contaba la historia del maleficio. Se detallaba todo el incidente, desde el descubrimiento de la piedra hasta la muerte de la mujer de su amigo, pasando por su promesa de hallar alguna forma de acabar con aquel maleficio. Meredith leyó las líneas finales del artículo con verdadero pavor.
¿Es real este maleficio, o se trata solo de un plan fraguado para disolver los desposorios a los que lord Greybourne o lady Sarah -o acaso ninguno de los dos- no estaban dispuestos después de haberse conocido? ¿Está lady Sarah realmente enferma, como afirma su padre, o se echó atrás antes de arriesgarse a morir dos días después de la boda? Muchas mujeres estarían dispuestas a casarse con el heredero de un condado, pero ¿estarían dispuestas a morir por ello? Yo más bien creo que no. La boda ha sido aplazada al día 22, pero ¿tendrá lugar realmente ese día? Uno no puede por menos que sospechar que este aplazamiento no es más que un truco de Greybourne y miss Chilton-Grizedale para salvar la cara. Y todo esto nos hace preguntarnos: si el maleficio es real, ¿cómo podrá mantener lord Greybourne su promesa de casarse? De hecho, si el maleficio se revelara real, es un suponer, ¿quién estaría dispuesta a casarse con este hombre? Si lord Greybourne fuera capaz de descubrir la manera de romper el maleficio, ¿se casaría con lady Sarah? Si no lo hace, tal vez pueda volver a requerir los servicios de miss Chilton-Grizedale como casamentera, para que le ayude a encontrar a otra novia. Aunque lo cierto es que después de este desastre nadie volverá a contratarla jamás.
La mirada de Meredith se quedó clavada en la última línea, con cada una de aquellas palabras resonando en su cabeza como un toque de difuntos. Apretó los ojos y se rodeó el pecho con los brazos en un inútil esfuerzo por contener el dolor que crecía en ella. Maldita sea, no le podía estar pasando esto a ella.
Unas lágrimas cálidas empezaron a correr por sus mejillas, y apretó los dientes para reprimir aquella humedad. Las lágrimas eran signos vanos de debilidad, pero ella no era débil. Ya no. La voz de su madre resonó en su memoria: «Deja de correr, Meredith. No puedes escapar de tu pasado».
«Sí puedo, mamá. Escaparé. No me daré por vencida como tú hiciste. He luchado muy duro para conseguir lo que tengo…»
Tenía. Lo que tenía. Porque ahora lo había perdido todo.
Sintió que su estómago estaba tocando fondo, y se presionó las sienes con los dedos en un vano intento de calmar el rítmico martilleo que sentía en su cabeza. No. No todo se había perdido. Todavía no. Y, por todos los demonios, no se iba a dar por vencida sin pelear.
– ¿Está usted bien, miss Merrie?
Al oír la voz profunda que le hablaba, los ojos de Meredith se abrieron de repente. Albert estaba de pie, en el umbral de la puerta, con una mirada de preocupación arqueando sus negras cejas. Al momento se dio cuenta de que llevaba en la mano una bandeja con sobres de papel vitela.
– Estoy bien, Albert, solo un poco cansada -dijo ella forzando una sonrisa.
Albert no le devolvió la sonrisa. De hecho, sus negros ojos centellearon, luego apoyó la mano que tenía libre en la cadera y la miró a los ojos.
– Esa es una de las mentiras más pobres que he oído nunca, y mire que he oído bastantes -le dijo con su característica franqueza-. Parece pálida y asustada como si hubiera visto un fantasma. -Su entrecejo se frunció profundamente y agachó la cabeza hacia el periódico-. Lo he leído. Y ya me gustaría que me dejaran a solas durante cinco minutos con el tipo que ha escrito eso. Probablemente estuvo espiando.
– Puede ser, pero a estas alturas ya no tiene importancia saber cómo se enteró de la historia del maleficio. -Su mirada se quedó fija en la bandeja-. Creo que los dos sabemos de qué se trata. No vale la pena que hagamos ver que son invitaciones para tomar el té.
– Creo que está usted en lo cierto. Pero no vamos a solucionar nada cerrándoles la puerta. -En ese momento sonó el timbre.
– Déjamelas aquí -dijo Meredith.
Albert dejó la bandeja en la mesa y luego salió cojeando hacia el pasillo, con su bota izquierda arrastrándose sobre el suelo. El hecho de que su cojera fuera tan pronunciada aquella mañana indicaba que no había dormido bien la noche anterior o que iba a hacer mal tiempo. Quizá una combinación de ambas cosas.
Al llegar al umbral de la puerta se dio la vuelta y miró a Meredith con expresión vehemente.
– No se preocupe por nada, miss Merrie. Albert no permitirá que nadie le haga daño. -Albert abandonó la habitación y Meredith pudo escuchar cómo se iba perdiendo el sonido de su bota arrastrándose por el suelo a lo largo del pasillo.
Sus ojos se posaron en los sobres de papel vitela. Aunque no necesitaba leer las notas para saber qué contenían, rompió uno a uno los sellos de lacre y leyó el contenido de las notas. Todas decían casi lo mismo. No eran más que unas cuantas apresuradas líneas garabateadas, redactadas de tal manera que casi podía sentir el calor de la censura elevándose desde el papel hasta quemar su piel. «No necesitaremos sus servicios por más tiempo.» «Desearía que diésemos por concluida nuestra asociación.»
Las palabras exactas eran lo de menos. Cada una de las cartas representaba lo mismo: una nueva palada de suciedad en la tumba en la que descansaban ahora su reputación y su respetabilidad.
Tenía que hacer algo. Y pronto.
Pero ¿qué?
– ¿Cómo demonios ha podido enterarse este periodista de la historia del maleficio? -exclamó Philip mirando con disgusto el periódico.
Andrew Stanton, su amigo norteamericano y socio anticuario, levantó la vista de su desayuno y lo miró sorprendido.
– Me habías dicho que en St. Paul todos estuvieron de acuerdo en no decir ni una palabra.
– Sí, estábamos de acuerdo. Pero ese maldito periodista no sé cómo lo ha descubierto todo. Son como malditos perros callejeros peleando por un hueso. -Dejó a un lado el Times y exhaló un suspiro de frustración-. Ya te advertí que Londres sería así.
– En realidad, me habías dicho que Inglaterra era indigesta, pesada y aburrida, pero me temo que no puedo estar de acuerdo contigo. A las pocas horas de haber llegado ya estábamos envueltos en una interesante pelea callejera a resultas de la cual has acabado haciéndote con una mascota.
– Sí, precisamente un cachorro es lo que más me hacía falta -añadió Philip lanzándole una oscura mirada.
– No me tomes el pelo. Te he visto chocheando con el animal. Apuesto a que en el momento en que esté de nuevo en plena forma te voy a ver haciendo travesuras con él por el parque. -Antes de que Philip pudiera puntualizar fríamente que él no «hacía travesuras», Andrew continuó alegremente-: Y luego vino la acalorada discusión con tu padre, que acabó en el desastre de ayer en St. Paul. No, la verdad es que no he tenido tiempo de aburrirme demasiado. De hecho, me muero de ganas por ver que va a pasar a continuación.
– ¿Siempre has sido tan puñeteramente pelmazo? -preguntó Philip frunciendo el entrecejo.
– No hasta que te conocí -contestó Andrew sonriendo burlonamente-. Tú me has enseñado bien.
– De acuerdo, pero la próxima vez que estés a punto de ser convertido en salami por unos cuantos gamberros armados con cuchillos recuérdame que no intervenga.
– Sí, tú y tu bastón casi me salvan el día -recordó Andrew estremeciéndose. ¿Cómo iba a saber que aquella mujer era la hermana del tipo que llevaba el cuchillo?
Tras aceptar el nuevo café que le ofrecía el criado, Philip dijo:
– He recibido esta mañana una nota de Edward.
– ¿Cómo está? -preguntó Andrew, y al momento despareció de su rostro la expresión de broma.
– Asegura que está bien, pero yo no estoy muy seguro. Ha ido a visitar la tumba de Mary.
Una gran ola de culpabilidad anegó a Philip. Pobre Mary Binsmore. Y pobre Edward. Su amigo había estado muy unido a Mary durante dos décadas. Pensó en hablar con su abogado para poner algún dinero a nombre de Edward. Por supuesto que un gesto económico era algo insuficiente, pero al menos era más que nada. «Si no hubiera sido por mí, Mary aún estaría viva.» Alejando esos pensamientos inquietantes de su mente, Philip continuó:
– Quiere colaborar en la búsqueda del pedazo de piedra que falta entre las cajas que trajimos. Le he contestado que su ayuda será bienvenida. Dios sabe que necesitaremos ayuda, y mantenerle ocupado hará que no esté pensando todo el tiempo en su pérdida. Le he pedido que se reúna contigo en el Museo Británico para buscar entre las cajas que enviamos allí, mientras yo continúo con la búsqueda en el almacén.
– Es un plan excelente. -Andrew depositó su copa de porcelana china sobre la mesa, luego se puso en pie, y su altura y musculatura dejaron enano al criado que estaba a su lado-. Voy ahora mismo al museo. En cuanto haya encontrado algo te lo haré saber de inmediato.
– Yo haré lo mismo.
En cuanto su amigo hubo salido, Bakari entró en el comedor, con una expresión inescrutable en su rostro moreno y con los brazos cruzados sobre la cintura. Con su acostumbrada camisa amplia de seda, sus pantalones bombachos, sus botas de piel hasta el tobillo y su turbante, Bakari desentonaba bastante entre el resto del personal de servicio de la casa, todos formalmente vestidos de librea. Philip miró a su criado con recelo. Siempre le había sido imposible adivinar si Bakari estaba a punto de darle buenas o malas noticias.
– Su padre.
Ah, malas noticias. Con una mueca de resignación, Philip dijo:
– Hazle pasar.
Al cabo de un instante el duque entró en la sala, andando de un modo sorprendentemente dinámico, dado su aspecto cansado y la palidez de su rostro enfermo. La culpa y el remordimiento que sentía Philip se alzaron bruscamente desde el nicho de su corazón, donde moraban como una bestia pesada. A pesar de que no tenía ganas de enzarzarse en otra discusión con su padre, le alegraba verlo levantado. Lo mismo le había pasado a su madre durante sus últimos meses de vida -un inesperado día bueno y, cada vez más a menudo, un montón de días malos-, hasta que no le quedaron más días.
Tras sentarse en una silla al lado de Philip, la mirada fría de su padre se fijó en la ausencia de pañuelo, la camisa medio desabrochada y las mangas arremangadas de su hijo, y a continuación se posó sobre el periódico que había sobre la mesa. Tras aceptar el café que le ofrecía el criado, su padre dijo:
– Maldita historia ridícula. Parece que el tipo hubiera estado en la habitación. Me parece que su conocimiento exacto de algo que habíamos prometido mantener en secreto es como mínimo… curioso.
– ¿Estás insinuando que yo he hecho llegar al Times esa información?
– ¿Lo has hecho?
Como ya le había pasado tantas veces antes, Philip esquivó la dolorosa saeta que las dudas de su padre lanzaba sobre él.
– No, no lo hice. No hay duda de que alguien nos escuchó. No estábamos precisamente hablando en susurros. -Philip apoyó la barbilla en sus manos-. Además, no creo que importe demasiado ahora cómo se ha descubierto la historia. De hecho, puede que sea mejor que se conozca. Eso acabará con las especulaciones.
Una risa malhumorada escapó de la boca de su padre.
– Has estado lejos de la alta sociedad durante mucho tiempo. Te equivocas, se trata del tipo de historia que abre el apetito y lleva a un aumento de especulaciones sin fin. Me alegro de que Catherine no esté en Londres y no tenga que verse envuelta en esta vergüenza.
El corazón de Philip dio un vuelco al oír el nombre de su hermana. Ella era la única persona a la que había echado de menos durante todos los años que pasó en el extranjero, y ansiaba el momento de volver a verla. Su hijo había sufrido un repentino achaque estomacal y, desgraciadamente, había tenido que posponer sus planes de viajar a Londres.
– Bueno, me temo que se verá envuelta muy pronto -dijo Philip-. He recibido una nota suya esta mañana. Spencer ya está mejor y Catherine tiene previsto llegar a Londres esta misma tarde.
– Ya veo. Bueno, tendremos que prepararla -dijo su padre-. Los chismosos se abalanzarán sobre este asunto como un puñado de perros a la caza del zorro. De hecho, los rumores ya se están extendiendo, incluso entre los sirvientes.
– ¿Cómo lo sabes?
– Evans me mantiene informado. Estoy convencido de que no existe en toda Inglaterra un mayordomo que sepa más cosas que él. ¿Te interesa escuchar el resto?
Philip sospechaba que era mejor no conocer más detalles, pero sin saber cómo se oyó a sí mismo contestando:
– Por supuesto.
– Según Evans, quien, debo añadir, me relató lo siguiente después de dar muchos rodeos, con muchos reparos y sin dejar de carraspear, lady Sarah se echó atrás por dos razones: primero, no quería morir a causa del maleficio, y segundo, incluso sin maleficio te habría dejado plantado, ya que no tenía ninguna intención de convertirse en la esposa de un hombre que es incapaz de… cumplir con sus obligaciones matrimoniales.
– Ah, ya veo -dijo Philip haciendo una mueca de desagrado-. Ya que es imposible imaginar que alguna mujer no esté dispuesta a casarse con el heredero de un condado, si no es por razones muy convincentes, las malas lenguas van diciendo que la razón convincente es que yo no soy capaz de consumar mi matrimonio.
– Eso me temo. Y ese no es precisamente el tipo de conjetura contra la que un hombre pueda defenderse por sí mismo. -Echó un poco de azúcar en el café-. ¿Tienes noticias de lady Sarah?
– Aún no. Pero le he enviado una nota diciéndole que tengo intenciones de llamarla hoy por la tarde. -Se secó los labios con la servilleta y luego depositó la blanca tela de lino sobre la pulida mesa de cerezo, al lado de su plato-. Y ahora tengo que irme al almacén para seguir desempacando las cajas. -Philip se levantó y se dirigió hacia la puerta.
– ¿Cómo se te ocurre vestirte de ese modo? -le llegó la airada voz de su padre.
Philip se detuvo y miró su camisa abierta y sus pantalones anudados con cordones.
– Ropa cómoda. Voy a trabajar en el almacén, padre, no voy a un baile.
Dicho esto, salió del comedor con rapidez. Cuando estaba llegando al vestíbulo, sonó el timbre de la puerta y Bakari fue a abrir. Philip oyó el sonido de una ronca voz femenina que le era familiar. Su voz. La casamentera inquisitorial. Se dio cuenta con cierta irritación de que sus pasos se hacían más lentos.
– Voy a ver si lord Greybourne está disponible-dijo Bakari, sosteniendo una tarjeta de presentación entre las manos.
– Estoy disponible, Bakari.
Philip rodeó al mayordomo y se topó con la mirada provocativa de miss Chilton-Grizedale. Sus ojos se posaron en ella, y cada uno de los detalles del conjunto centelleaban en su mente. Un largo vestido de muselina de color azul pavo real con chaqueta a juego. Un gorro que enmarcaba su graciosa cara de una forma que hacía pensar en un estambre rodeado de suaves pétalos. Las cejas arqueadas y el ceño fruncido. No, eso no sonaba nada bien. Pero, por todos los demonios, aquella muchacha le hacía pensar en flores. ¿Acaso sería su perfume? Inhaló y al momento descartó esa idea. No, no olía a flores. Olía como… -se acercó un poco más a ella e inhaló de nuevo-… como un pastel recién sacado del horno.
No, de pronto se dio cuenta, era su color lo que le recordada las flores. Su cutis era como una suave rosa, sus mejillas estaban coloreadas de melocotón y sus labios tenían un delicado tono rojizo. Eran todos los colores que le recordaban los matices exactos de los jardines que cuidaba su madre en la finca de Ravensly.
– Puede que quiera hacer pasar a la dama, en lugar de quedarse boquiabierto ante ella en la puerta -dijo la seca voz de Bakari en un murmullo detrás de él.
Molesto consigo mismo, Philip dio inmediatamente un paso atrás. Maldita sea. Intentando aparentar buenos modales consiguió decirle:
– Por favor, miss Chilton-Grizedale, pase.
Ella inclinó la cabeza en una reverencia formal y entró en el vestíbulo.
– Gracias, lord Greybourne. Discúlpeme por presentarme tan pronto, pero creo que es imprescindible que empecemos lo antes posible. Estoy dispuesta para salir en cuanto esté listo. -Su mirada se paseó por el atuendo de él con los ojos abiertos como platos.
– ¿Salir?, pero si acaba usted de llegar. -Con un aspecto limpio y coqueto y oliendo tan bien que daban ganas de darle un mordisquito.
Maldita sea, ¿cómo se le había ocurrido esa idea? Seguramente le había pasado por la cabeza porque sentía debilidad por los pasteles recién hechos. Sí, era eso.
– He venido para acompañarle. Para ayudarle a buscar entre las cajas de antigüedades hasta encontrar la otra mitad de la piedra. -Su clara y limpia mirada se dirigía a él interrogativamente-. ¿Dónde tenemos que ir exactamente?
– Las cajas están almacenadas en un depósito cerca de los muelles. No puedo pedirle que me acompañe a una zona como esa, o que me ayude en ese tipo de tarea, miss Chilton-Grizedale. Se trata de un trabajo tedioso, sucio y cansado.
Ella alzó la barbilla, y de alguna manera pareció que le estaba mirando desde arriba, por encima de su nariz respingona, lo cual era curioso, teniendo en cuenta que él era al menos veinte centímetros más alto que ella.
– En primer lugar, no hace falta que me lo pida, señor, ya que yo misma le he ofrecido mi ayuda. En segundo lugar, estoy bastante acostumbrada a trabajar y no me canso fácilmente. Y en cuanto a los muelles, no hace falta que se preocupe por mi protección ya que voy armada. En tercer…
– ¿Armada?
– Por supuesto -afirmó ella alzando el bolso-. Cargada de piedras. Una pedrada en la cabeza, puede detener a cualquier gamberro. Se trata de un instrumento muy práctico que hace mucho tiempo aprendí a llevar siempre conmigo.
Él se quedó mirando el aparentemente inocente bolso con encajes que colgaba del hombro de ella mediante una correa de terciopelo. ¿Habría aprendido ese truco hacía mucho tiempo? ¿Qué tipo de educación habría tenido la muy formal miss Chilton-Grizedale para haber aprendido a ir armada?
– ¿Tiene usted el hábito de, eh, lanzar piedras a la cabeza de la gente?
– Casi nunca lo hago -dijo ella alzando la vista y parpadeando con aire travieso-. A menos que, por supuesto, algún caballero cometa el error de intentar disuadirme de que haga algo que estoy decidida a hacer.
– Ya veo. Y en tal caso usted…
– Primero lanzo la piedra y después pregunto, me temo. -Hizo girar su pequeño bolso en círculos y luego siguió hablando en un tono más brusco-: Y tercero, el tiempo que pasemos juntos me puede proporcionar la oportunidad de ponerle al día sobre los modales de la alta sociedad que está claro que usted ha olvidado. Y al respecto de que esta expedición pueda estropear mi ropa, no me importa que se ensucie porque, agárrese bien, puede lavarse. Y por último, no me parecerá tediosa ninguna tarea que pueda poner fin a este maleficio. ¿Ha leído el Times?
– Por desgracia, sí. Sin embargo no se me ocurre cómo han podido conseguir toda esa información.
– Ya sabe que son unos peleles. -Al ver su mirada de sorpresa, ella le aclaró-: Los informadores de los periódicos. Se ganan la vida cazando rumores, o más a menudo informaciones que las personas envueltas preferirían que no llegaran a ser de conocimiento público.
– ¿Y cómo habrán podido conseguir esta información?
– Roban o interceptan la correspondencia, escuchan a escondidas, sobornan a los sirvientes; hay muchas maneras enrevesadas de hacerlo. No hay duda de que uno de ellos nos oyó hablando ayer en St. Paul.
– Me parece increíble -dijo Philip sacudiendo la cabeza-. Lo lejos que pueden llegar algunas personas… Sencillamente increíble.
– No lo es en absoluto. Más bien es algo muy común. La verdad es que es bastante divertido que una práctica de este tipo le parezca increíble. Perdone mi franqueza, señor, pero creo que tiene usted una idea del mundo bastante ingenua, para ser alguien que ha viajado tanto.
– ¿Ingenua? -dijo él dejando escapar una risa incrédula-. No me hago ilusiones sobre las personas ni sobre sus motivaciones, miss Chilton-Grizedale, y no he tenido que abandonar Inglaterra para formarme esta opinión. Pero mis viajes al extranjero, si han servido de algo, han hecho que renovara mi fe en los amigos. Aunque, en cierto sentido, supongo que tiene usted razón; pero yo me definiría a mí mismo como «poco práctico» en lugar de ingenuo. A pesar de haber estado expuesto a muchos tipos de falsedades, durante todos estos años he dedicado mi tiempo y mi pensamiento a los objetos y las personas del pasado. Me temo que no soy en absoluto un experto en el área del comportamiento humano moderno. De hecho, cuanto más conozco al respecto más impresionado me quedo.
– Yo creo que el comportamiento humano es más o menos el mismo hoy en día que el de hace cientos o incluso miles de años -comentó ella mirándole con seriedad.
Esta afirmación le sorprendió, y atrajo su interés y su curiosidad. Pero antes de que pudiera contestar, Bakari le interrumpió:
– ¿La señorita se quedará a desayunar? ¿O a tomar un té?
Otra ola de irritación invadió a Philip. ¿Qué demonios le pasaba? Seguramente, durante el tiempo que había estado apartado de la educada alta sociedad, había desarrollado ciertas asperezas, pero por lo que se veía no había conservado ni una pizca de elegancia social. Y por desgracia, había algo en miss Chilton-Grizedale que claramente no se ajustaba bien con la vuelta de ninguno de sus buenos modales.
– Discúlpeme -dijo-. ¿Puedo ofrecerle algo de comer? ¿O acaso un té?
– No, gracias -contestó ella echando una nueva ojeada a su atuendo-. ¿Cuánto tiempo necesita para estar listo para que salgamos?
¿Salir? Ah, sí. Las cajas. La piedra. El maleficio. Su vida con lady Sarah.
– Solo necesito un momento para recoger mis diarios
– Y para ponerse una ropa más adecuada.
– Debo informarle de que estoy empezando a cansarme de sus repetidos comentarios acerca de mi ropa -dijo él cruzando los brazos sobre el pecho-. Y no estoy demasiado acostumbrado a ser el blanco de órdenes tan autoritarias.
– ¿Órdenes autoritarias? -preguntó ella arqueando las cejas-. Yo preferiría llamarlas serios consejos.
– Sí, estoy seguro de que así es. Pero no creo que haya nada malo en la manera como visto.
– Puede que no, si estuviera dando vueltas por el desierto o navegando por el Nilo. Usted mismo acaba de admitir su carencia de conocimientos acerca del comportamiento humano moderno. Sin embargo, yo soy una especie de experta en ese tema. Por favor, créame cuando le digo que su atuendo es impresentable para salir de casa. -Sus labios dibujaron una larga línea-. Y también es impresentable para recibir visitas. En definitiva, es sencillamente inaceptable.
– ¿Te parezco impresentable? -preguntó Philip dirigiéndose a Bakari.
Bakari se quedó desconcertado y salió del vestíbulo de una manera muy poco servicial. Philip se dio media vuelta para dirigirse otra vez a miss Chilton-Grizedale.
– Si piensa usted que me voy a disfrazar como un ganso escrupuloso y acicalado solo para parecer «presentable» ante extraños que no me importan nada en absoluto, está usted muy equivocada.
– Los miembros de la alta sociedad, tanto si usted tiene un conocimiento personal de ellos como si no, son sus iguales, lord Greybourne, no son extraños. Este tipo de augusta compañía le da a uno respetabilidad. ¿Cómo puede tomarse esto tan a la ligera?
– ¿Y cómo puede tomárselo usted tan en serio?
– Acaso porque, en tanto que mujer que depende de sí misma para ganarse la vida, mi respetabilidad es una de las cosas más importantes para mí, y es algo que me tomo muy en serio -replicó ella alzando la barbilla-. Lady Sarah no es una extraña. Ni tampoco su hermana, de la que he oído hablar mucho. ¿Me está diciendo que no le importan a usted lo más mínimo?
– Catherine no es tan superficial como para condenarme porque no voy vestido a la última moda.
Las mejillas de ella se tiñeron de rojo brillante por esa maliciosa observación.
– Pero, le guste o no, su comportamiento repercutirá tanto en su prometida como en su hermana, por no mencionar a su padre. Si no le preocupa su propia reputación, píense al menos en la de ellos. -Sus cejas se arquearon-. ¿O es que un aventurero como usted es tan egoísta como para no poder hacerlo?
Esas palabras le llenaron de disgusto. Qué mujer tan irritante. Y más aún porque no podía negar que, en cierto sentido, tenía razón. Ahora que había vuelto a los límites moderados de la «civilización» sus actos podrían tener repercusiones en los demás. Durante diez años solo había tenido que preocuparse de sí mismo. Su salida de Inglaterra había marcado el inicio de un tiempo en el que podía decir o hacer lo que le diese la maldita gana de hacer o decir, sin la censura de la alta sociedad -o de su padre- cayéndole siempre encima. Había descubierto lo que era la libertad; una libertad que no suponía que podía ser restringida de ninguna manera. Pero hubiera preferido que le picara una cobra antes que herir de alguna manera a Catherine.
– Me cambiaré de ropa -dijo Philip, incapaz de refrenar un gruñido en su voz.
Ella le lanzó una sonrisa satisfecha -no, engreída-, que parecía gritarle: «Por supuesto que lo hará», y que hizo aumentar su irritación en varios puntos. Murmurando entre dientes algo sobre mujeres autoritarias, se retiró a su dormitorio, y regresó al cabo de unos minutos. Sus concesiones consistían en haberse puesto un par de pantalones «adecuados» y una chaqueta por encima de su amplia camisa, con la intención de dejarse la misma desabrochada.
Cuando ella alzó las cejas y parecía que estaba a punto de comentar algo, él dijo:
– Voy a un almacén. A trabajar. No voy a que me pinten un retrato. Esto es lo máximo que va a conseguir de mí. Es esto o nada.
– No debería desafiarme -dijo ella mirándolo fijamente con los ojos entornados.
Él se acercó hacia la puerta, y se quedó sorprendido cuando vio que ella no se movía de su sitio, aunque se alegró al notar que estaba aguantando la respiración.
– ¿No sabía usted que las temperaturas en Egipto o en Siria pueden llegar a niveles en los que se puede ver realmente el calor irradiando desde el suelo? Estoy bastante acostumbrado a llevar la mínima ropa. O a no llevar nada. Así que retarme puede que no sea lo más acertado.
Las mejillas de ellas se ruborizaron y sus labios se estiraron en una recta línea de desaprobación.
– Si piensa que me va a impresionar con esas palabras, lord Greybourne, está usted condenado al fracaso. Si quiere usted avergonzarse a sí mismo, a su prometida y a su familia, yo no puedo detenerle. Solo espero que sea capaz de actuar de manera decorosa.
– Supongo que eso significa que no puedo desvestirme en el vestíbulo. Qué pena -dijo él aparentando dramatismo. Y luego, ofreciéndole a ella el brazo, añadió-: ¿Me permite?
Él la miró fijamente a los ojos y observó que eran de un extraordinario color azul mar Egeo. Brillaban con determinación y persistencia, pero había en ellos algo más que le fue imposible definir. A menos que estuviera equivocado, cosa que no solía sucederle en ese tipo de observaciones, los ojos de miss Chilton-Grizedale también parecían esconder algún oscuro secreto, un secreto que despertaba su curiosidad e interés.
Todo eso, junto con su inclinación a llevar el bolso lleno de piedras, empezaba a convertirla en un intrigante rompecabezas.
Y él tenía una increíble debilidad por los rompecabezas.