18

Las palabras de ella caldearon sus venas y le dejaron sin palabras. «No recuerdo haberte pedido que te detuvieras.»

– Tú has dicho que has estado a punto de perderme hoy -dijo ella mirándole seria y fijamente-. Bueno, yo también he estado casi a punto de perderte a ti. Has dicho que nunca podemos saber qué es lo que nos depara el futuro, que cada minuto es un regalo y no debemos desperdiciarlo. Y yo no quiero desperdiciar ni un solo minuto más, Philip.

Sin dudarlo un momento, él se acercó y la tomó en sus brazos. Manteniéndola apretada contra su pecho, se acercó lentamente hacia la puerta.

– ¿Te he dicho ya cuánto me gusta no solo la manera como me escuchas, sino también tu capacidad para repetir mis propias palabras brillantes, casi textualmente?

– No, no recuerdo que me lo hayas dicho -contestó ella con una sonrisa en los labios.

– Ha sido un gran descuido por mi parte. Por supuesto, hay tantas cosas que me gustan de ti que me llevaría mucho tiempo nombrarlas todas. Años, décadas. Especialmente si sigo descubriendo continuamente cosas nuevas.

Abandonó el estudio y se introdujo en el pasillo intentando no echarse a correr de manera poco decorosa. Cuando llegaron al vestíbulo, James preguntó preocupado:

– ¿Está bien míss Chilton-Grizedale, señor?

Philip se detuvo y sonrió al joven.

– La verdad es que miss Chilton-Grizedale está perfectamente. Y lo que es mejor todavía, no va a seguir siendo miss Chilton-Grizedale por mucho tiempo. Pronto se convertirá en la vizcondesa de Greybourne, dado que hace apenas unos minutos ha aceptado mi proposición de matrimonio. Tú puedes ser el primero en felicitarnos.

– Es… es un honor para mí, señor -masculló James claramente sorprendido por ser la primera persona en recibir tan trascendental anuncio-. Mis mejores deseos a los dos.

– Gracias. -Sin decir nada más, Philip subió los escalones de dos en dos, y se dirigió rápidamente por el pasillo hacía su dormitorio.

– Cielos, ¿qué habrá pensado ese joven al ver que me llevabas de esta manera por las escaleras? -dijo ella sonrojándose.

– Habrá pensado que ibas a hacer un buen uso del baño que está preparado en mi dormitorio, que es lo que vas a hacer. Y que yo soy el hombre más afortunado del mundo, que es lo que soy.

– El anuncio de nuestro compromiso creo que le ha sorprendido bastante. Normalmente uno comparte esas noticias con la familia antes que con los sirvientes. Y por supuesto, no mientras lleva en brazos a su prometida. Y mucho menos cuando la lleva en brazos hacia el dormitorio en el que se ha preparado el baño. -Ella dejó escapar un suspiro exagerado-. ¿Qué voy a tener que hacer con tu asombrosa falta de modales?

– Hum. Se me podrían ocurrir una docena de cosas sin siquiera tener que esforzarme. ¿Y de verdad crees que se ha quedado sorprendido? Muy al contrario, yo creo que ha sentido envidia. Sobre todo por lo afortunado que soy por tener una futura esposa tan versada en las cuestiones de etiqueta, algo que parece que yo he olvidado por completo durante todos estos años.

Al llegar al dormitorio, pasó al lado de la enorme bañera de metal colocada junto a la chimenea y dejó a Meredith suavemente de pie en el suelo. Luego volvió a dirigirse a la puerta y la cerró. El sonido de la puerta al cerrarse reverberó por la habitación vacía.

Volvió a acercarse a ella, le tomó las manos y besó cada uno de sus dedos. Una fragancia de deliciosos bollos recién hechos embriagó sus sentidos, mezclándose con el vapor que salía del baño recién preparado.

Le quitó las horquillas del pelo dejándolas caer sobre la alfombra persa. Las trenzas oscuras cayeron por sus manos y se deslizaron por la espalda de ella. Agarrándolas suavemente con los dedos, las deshizo limpiándoles el polvo hasta que volvieron a convertirse en rizos suaves y brillantes.

Quería acariciarla lentamente, pero no estaba seguro de poder contenerse, especialmente si ella seguía mirándole con esos ojos que reflejaban amor y deseo, combinado con una ligera mueca de agitación.

– ¿Estás nerviosa? -le preguntó él.

– Sí -contestó ella dejando escapar el aire de sus pulmones.

– Imagino que habrás sido testigo de muchos más encuentros de los que debería ver un niño. Y puedo suponer que la mayoría serían de naturaleza bastante cruda.

– Es cierto -dijo ella tragando saliva.

El le colocó uno de sus sedosos rizos por detrás de la oreja.

– Sabes que yo jamás te haría daño.

– Lo sé.

– Estaremos muy bien juntos, Meredith.

– Lo sé, Philip, y no tengo miedo.

– Me alegro. -Un extremo de su boca se alzó-. Y por si esto te hace sentir mejor, te diré que yo también estoy nervioso.

Ella no pudo esconder su sorpresa.

– Estoy segura de que no será por la misma razón que yo.

– No. Al menos no exactamente, ya que yo no soy virgen -dijo él sintiendo un estremecimiento que le recorría la nuca-. Pero nada de lo que he vivido hasta hoy me ha preparado para «esto». Para hacer el amor con una mujer a la que amo. Con una mujer a la que deseo tanto que apenas puedo pensar. Con una mujer a la que quiero gustarle, más que nada en el mundo. Eso, unido al hecho de que han pasado muchos meses desde la última vez que… bueno, bastará que te diga que yo también estoy nervioso.

Él sintió que parte de la tensión abandonaba sus cuerpos.

– En ese caso -dijo ella con una sonrisa temblando en sus labios-, haré todo lo posible para tratarte con delicadeza.

– Mí querida Meredith, no tienes ni idea de lo mucho que he esperado eso de ti -añadió él devolviéndole la sonrisa.

Sin apartar los ojos de ella, Philip le desabrochó el corpiño y deslizó lentamente su vestido por los hombros, dejando al descubierto su delicada clavícula y una piel de porcelana que brilló con un ligero rubor.

– La primera vez que te besé, en Vauxhall, solo me arrepentí de que fuera de noche. Quería verte. Ver tu piel, tu cuerpo, tus ojos, tus reacciones. Y ahora te tengo aquí, bajo la luz…

Philip deslizó su vestido hacia abajo, liberando sus brazos, bajándolo por las caderas, hasta dejarlo convertido en un ovillo de color verde bosque alrededor de sus pies.

Meredith dejó escapar un ligero suspiro y toda la tensión que había intentado dejar de lado volvió a estremecer su espalda al verse ante él vistiendo solo ropa interior. Tomándola de la mano, él la ayudó a que saliera del centro de su arrugado vestido. A continuación lo colocó en el respaldo de una silla de cuero, y regresó a su lado y se agachó apoyándose en una rodilla.

– Sujétate en mis hombros -le dijo.

Ella hizo lo que le decía, y él le quitó los zapatos uno tras otro. Deslizó las manos por sus pantorrillas y luego más arriba, por sus muslos, haciendo que a ella la recorrieran escalofríos de deseo por todo el cuerpo. Cuando sus manos llegaron a rozar el extremo de sus ligas, él miró hacia arriba.

– La primera vez que nos encontramos, después de que te desmayaras en St. Paul…

– Yo prefiero llamarlo un inoportuno momento de pérdida de lucidez.

– Estoy seguro de que así es. Después de que te desmayaras, te dije que nunca me atrevería tocar tus ligas sin tu consentimiento.

– Lo que dijiste exactamente es que «seguramente» nunca te atreverías a tocar mis ligas sin mi consentimiento. Y yo pensé que eras incorregible.

– Y lo soy.

– Y también recuerdo que te aseguré que jamás recibirías ese consentimiento.

– Sí, eso dijiste. ¿Puedo tocar tus ligas, Meredith?

– Sí -susurró ella-. Hazlo, por favor.

Él desató las cintas y le quitó las medias, dejándolas hechas un ovillo al lado de los zapatos, sobre la cálida alfombra.

Entonces se levantó y a ella se le paró la respiración cuando las puntas de los dedos de Philip se metieron entre las cintas de su blusa y la deslizó lentamente por su cuerpo, hasta que esta acabó cayendo a sus pies.

Su mirada se desvió hacia abajo recorriéndole todo el cuerpo con una suave caricia, y dejando un rastro de fuego a su paso. Sus pezones se pusieron duros como dos puntos doloridos y el aire volvió lentamente a sus pulmones.

Acercándose a ella, Philip le agarró las manos entrelazando sus dedos con los de ella.

– Meredith… -Aquel nombre salió de entre sus labios como un ronco susurro-. Eres hermosa. Tan hermosa.

Alzando las manos de ella hasta llevárselas a la boca, les dio un beso fervoroso en la parte interior de las muñecas. Un escalofrío recorrió los brazos de Meredith, haciendo que un líquido caliente fluyera por ella y bajara por la parte inferior de su estómago. Sin duda debería sentirse incómoda al estar desnuda delante de él, pero lo único que sentía era una excitación sin precedentes. Y una cálida anticipación. Y una irresistible impaciencia por quitarle la ropa a él para poder verlo, y también sentirlo contra su cuerpo, piel contra piel.

Meredith soltó una de sus manos de entre las de él y la acercó a la pechera de su camisa.

– Uno de nosotros lleva puesta demasiada ropa. Los ojos de él se oscurecieron en una combinación de calidez y excitación. Soltando su mano, tiró de su camisa para sacarla de los pantalones y luego dejó caer los brazos a los lados.

– Estoy a su entera disposición, señora.

Emocionada ante la idea de desvestirlo, Meredith empezó a desabrochar la hilera de botones de su camisa. Cuando hubo desabrochado el primero, abrió lentamente la pechera y deslizó el fino lino por los hombros, haciendo que quedara al descubierto buena parte de los brazos. Su ávida mirada se dirigió hacia los hombros desnudos, el pecho ancho y los musculosos brazos de Philip. Su piel estaba bronceada y salpicada por un vello negro que descendía en una línea recta, partiendo en dos su abdomen antes de desaparecer bajo la cintura de los pantalones.

Animada por el evidente deseo que reflejaban los ojos de él, ella apoyó las manos sobre su pecho abriendo los dedos para absorber la calidez de su piel, gozando de la sensación de aquel vello enredándose sobre sus palmas y sintiendo su respiración golpeándole contra los dedos. Meredith respiró profundamente llenando sus pulmones con el delicioso aroma de sándalo que él exhalaba. Cautivada, deslizó las manos por sus músculos, y él dejó escapar un gemido masculino. Animada por su respuesta, ella acarició la lisa textura de su piel, maravillándose de la firmeza de aquellos duros músculos que se contraían al contacto de la palma de sus manos. Pero cuando estas descendieron hacia su abdomen, él dejó escapar un suspiro y la agarró por las muñecas.

– Si continúas por ese camino no voy a poder retenerme demasiado, y todavía no he acabado contigo. Todavía tienes que tomar tu baño. Deja que te ayude a meterte en la bañera. El agua caliente te relajará y te quitará el dolor de la caída.

– Pero ¿y tú? ¿También tú te caíste?

– Por esa razón voy a meterme contigo en la bañera.

Aquellas palabras, unidas a la sensual forma en que la miraba, encendieron una hormigueante llama en ella. Apartando los ojos de él, Meredith dirigió la mirada hacia la brillante bañera metálica, dándose cuenta de lo enorme que era. Era mucho más grande que cualquiera de las bañeras que había visto, y de hecho parecía ser lo suficientemente ancha para que se metieran en ella dos personas -eso sí, estando la una muy cerca de la otra.

– Nunca había visto una bañera como esta.

– La hice construir en Italia. Como me gustan las propiedades relajantes de un buen baño caliente, y no me gusta tener que doblarme como un muñeco de goma, necesitaba algo mucho más grande que una bañera común. Estoy seguro de que te va a gustar.

Agarrándose a la mano de Philip para mantener el equilibrio, Meredith se subió al pequeño peldaño de madera que había al lado de la bañera y a continuación se metió en el agua caliente. Él la beso suavemente en los labios.

– Cierra los ojos y relájate, volveré en un momento.

– ¿Adonde vas?

– A buscar mi estrigil -contestó Philip recorriendo el cuerpo de ella con la mirada.

Admirando su musculosa espalda, ella le vio dirigirse hacia una puerta que imaginó que comunicaba con el vestidor, y recordó la conversación que habían mantenido en el almacén acerca del estrigil… aquel instrumento que utilizaban los antiguos griegos y romanos para quitarse la humedad de la piel después del baño. Y recordó las sensuales imágenes que le inspiró aquella conversación. Imágenes de ellos dos desnudos en el baño, aunque jamás hubiera imaginado que aquella fantasía iba a convertirse en realidad. ¿No había pensado hacía apenas una hora que no era a ella a quien le tocaba acariciar, a quien le tocaba besar? Sin embargo ahora estaba allí para todo eso y para más. Estaba allí para que él la amara. Para casarse con ella. Para que la cuidara. Y para bañarse con ella…

El vapor que subía de la bañera no era más caliente que el calor que la recorría por dentro. La puerta por la que acababa de desaparecer Philip se abrió de nuevo, y él se acercó hacia ella vistiendo una bata de seda de color azul oscuro, atada con un cinturón un poco suelto. Se dio cuenta de que iba descalzo, y el corazón le dio un vuelco al pensar que aquella bata era lo único que llevaba puesto. En una mano traía una mullida toalla y en la otra un estrigil que parecía idéntico al que ella había catalogado en el almacén, excepto en que este estaba hecho de un metal brillante y se veía considerablemente más nuevo.

Tras dejar la toalla y el estrigil al lado de otra toalla que la persona que había preparado el baño había dejado allí, Philip se agachó junto a la bañera y metió una mano en el agua.

– ¿Está el baño a tu gusto?

– Está perfecto. Caliente. -Y haciendo acopio de valor, añadió-: Y solitario.

Los ojos de él brillaron de calidez y sin decir ni una palabra se puso de pie, se desató el cinturón de la bata y se la quitó. Ella paseó su mirada lentamente hacia abajo, desde sus hombros hacia su pecho, y luego continuó bajando por la cautivadora línea de vello que recorría su abdomen hasta su…

Oh, caramba.

Más abajo, aquella sedosa mata de pelo se prolongaba hacia el nacimiento de su completamente erecta virilidad. La fascinación y la agitación chocaron en ella, y alzó la vista hasta cruzarse con su mirada. Su ardor era obvio, pero a juzgar por el fuego que ardía en sus ojos, era también evidente que estaba intentando controlarse a sí mismo.

Dio un paso hacia la bañera.

– Muévete un poco hacia delante -le dijo en voz baja.

Hechizada, ella hizo lo que se le pedía mirándole por encima de los hombros, mientras él se metía en el agua detrás de ella.

El agua se elevó y unas gotas cayeron sobre la alfombra. Philip colocó sus largas piernas a los lados de las de ella, y luego, agarrándola por los hombros hizo que se tumbara hasta que toda su espalda quedó apoyada contra su pecho, con el agua caliente acariciándole los hombros. Philip colocó los brazos alrededor de los de ella y la rodeó cariñosamente por la cintura.

Meredith se sentía invadida por numerosas sensaciones que la atacaban por todas partes. La sensación increíble de aquel cuerpo desnudo rodeándola, de su piel siendo acariciada por el agua caliente. El tacto suave del pecho de él apretando contra sus hombros. El latido de su corazón golpeando contra su espalda. Su erecta excitación presionando contra la base de su espalda. Sus mejillas reposando contra la afeitada cara de él. La sensación de sus musculosas y morenas piernas, y de sus brazos, envolviendo su piel en comparación tan pálida. Una de sus anchas manos rodeándole un pecho hundido bajo el agua, con su pezón erecto a causa del roce de aquellos dedos. Meredith dejó escapar un profundo suspiro y cerró lentamente los ojos, mientras se embriagaba del perfume de rosas que ascendía con el vapor de agua, sumergiéndola en un sensual y cálido capullo del que no quisiera emerger jamás.

Pero en el momento en que creía que sería imposible sentirse envuelta por más sensaciones, las manos de él empezaron a moverse por el agua. Sus ojos se abrieron de par en par cuando notó que aquellas manos ascendían lentamente recorriendo sus pechos. Sus palmas se detuvieron en los pezones erectos, pero no por mucho rato, continuando su camino hacia arriba, hacia los hombros, donde sus dedos la masajearon suavemente. Un grave gemido de placer salió de la garganta de Meredith.

Cuando las manos de Philip llevaban rato moviéndose de esa forma mágica y relajante por sus hombros, él le susurró al oído:

– Levanta los brazos y colócalos alrededor de mi cuello.

Sumida en la languidez que le proporcionaba aquel masaje, hizo lo que se le pedía colocando sus dos manos abiertas por detrás de la nuca de él. Besándola cariñosamente en las sienes, Philip empezó a descender con sus manos por la parte interior de los brazos de ella, metiéndolas bajo el agua hasta alcanzar sus pechos. Recorriendo con cada uno de los dedos sus pezones, hizo que a ella se le acelerara la respiración. Antes de que Meredith pudiera recuperarse de aquella caricia, él continuó recorriéndole el cuerpo con las manos, pasando de la caja torácica al abdomen, y de ahí a lo largo de la parte interior de sus muslos. Cuando llegó hasta las rodillas, volvió a hacer el mismo camino hacia arriba, hasta llegar de nuevo a detenerse en los codos de ella.

– ¿Te gusta? -La pregunta acarició la oreja de Meredith.

– Sí. -Su respuesta fue acompañada por un largo susurro de placer.

Philip volvió a repetir la misma operación encendiendo en ella un infierno que amenazaba con consumirla rápidamente desde dentro hacia fuera. Cada vez que él pasaba las manos por su cuerpo, ella experimentaba un insistente y fuerte espasmo entre los muslos. Cada una de sus respiraciones era acompañada por gemidos que ella no podía reprimir. ¿Cómo era posible que aquella manera de tocarla produjera en ella a la vez excitación y relajación? Cada vez que los dedos de él rozaban sus pezones, ella alzaba el pecho ansiando más caricias. Cuando las palmas de sus manos se detenían en la parte interior de sus muslos, ella abría las piernas un poco más, deseando desesperadamente que él apagara el fuego que había encendido en su interior. Volviendo la cabeza, Meredith apretó los labios contra su pecho retorciéndose contra él cada vez que sus manos se detenían en sus pechos y sus dedos se entretenían alrededor de sus pezones.

Philip dejaba escapar un profundo suspiro cuando ella se retorcía contra su cuerpo, pues sus redondeadas nalgas presionaban contra su erección. Apretó los dientes intentando mantener el control ante aquel placer, pero la sensación de toda ella vibrando entre sus manos, la visión de sus tiesos pezones buscando sus caricias, los esfuerzos de ella por abrir las piernas un poco más ofreciéndole los sensuales misterios de aquel triángulo de rizos oscuros en el vértice de sus muslos, el erótico aroma de placer femenino que se desprendía de su piel y la increíblemente desinhibida respuesta a sus caricias estaban a punto de hacerle perder el dominio de sí mismo.

– Philip…

Su nombre susurrado contra su cuello en un suspiro lleno de sensual deseo hizo que se desatara en él otra de las riendas de su resistencia. Agachando la cabeza para estar más cerca de sus labios, su boca se acercó a la de ella en un caliente y desesperado beso. Mientras con una mano continuaba acariciándole uno de los pechos, con la otra se aventuró hacia abajo, enredando los dedos en aquellos fascinantes rizos oscuros, para detenerse después entre los muslos y deslizados suavemente por la melosa e hinchada carne femenina. Ella se apretó contra la boca de él, y Philip la besó aún más profundamente, con la lengua introduciéndose en su garganta en una descarada imitación del acto que su cuerpo estaba deseando desesperadamente compartir con ella.

Philip acarició suavemente sus pliegues y luego introdujo un dedo en ella. Un largo gemido vibró en la garganta de Meredith. Abriendo las manos con las que le rodeaba la nuca, ella recorrió con ellas los muslos de él. Entonces se separó de su beso y le susurró contra la garganta:

– Acariciarte… quiero acariciarte.

Extrayendo su dedo de la aterciopelada humedad, Philip la agarró por la cintura y la ayudó a que se diera media vuelta. Meredith se colocó de rodillas entre las piernas abiertas de él y se sentó sobre los talones. Él dejó escapar un gemido cuando la vio así: sus ojos azules clavados en él, su oscuro cabello revuelto y mojado por la parte de abajo cayéndole en cascadas sobre los hombros, sus mejillas sonrosadas y sus labios entreabiertos e hinchados por los besos, sus redondos pechos coronados por unos pezones erizados de coral y el agua resbalando por todo su cuerpo. Antes de que pudiera volver en sí de aquella maravillosa visión, ella dijo:

– Coloca las manos detrás de la cabeza.

Sus ojos se encontraron y su corazón dio un vuelco de una manera inconfundible. Ella quería acariciarle de la misma forma que él lo había hecho antes. Levantando los brazos, Philip entrelazó las manos por detrás de la nuca y rezó para poder contenerse.

Empezando por los codos, Meredith le pasó lentamente las manos por los brazos y por el pecho, encendiendo una llama a su paso por debajo de la piel de Philip. Viéndola acariciarle, con los ojos brillando de ávida curiosidad, asombro y deseo, él se dio cuenta de que jamás había conocido algo más sensual. Las manos de ella descendieron por sus caderas, y luego por sus muslos hasta llegar a las rodillas, donde cambiaron de dirección para ascender de nuevo.

– ¿Te gusta esto, Philip?

– Oh, sí.

Apretando los dientes y los dedos hasta que se le pusieron morados, él aguantó otro lento recorrido de las manos de ella por todo su cuerpo. La tercera vez que las manos de Meredith descendieron por su cuerpo, las yemas de los dedos rozaron la cabeza de su miembro erecto. Él tomó aire de forma entrecortada y luego lo dejó escapar en un profundo gemido.

Claramente animada por aquella respuesta, Meredith volvió a tocarle, esta vez paseando sus dedos a lo largo de su carne erecta. Echando la cabeza hacia atrás, Philip cerró los ojos y se dejó embriagar por aquella cruda sensación, mientras las manos de ella lo acariciaban y masajeaban. Cuando Meredith cerró los dedos alrededor de aquella asta y empezó a apretarla lentamente, un gemido de placer salió de la garganta de Philip y ya no pudo controlar más los deseos de su cuerpo. La quería. La necesitaba. Ahora.

Agachando la cabeza se acercó a la cara de Meredith y le dijo en voz baja:

– Siéntate encima de mí.

Sin dudarlo, ella se apoyó con las manos en los hombros de Philip y enseguida colocó las piernas por la parte exterior de sus muslos. Agarrándola de las caderas, él la colocó sobre la cima de su erección y la animó suavemente a que se sentara sobre ella deslizándose hasta que el himen impidió seguir avanzando. Sus miradas se cruzaron, y simultáneamente ella presionó hacia abajo mientras él empujaba hacía arriba enterrándose profundamente en su sedosa calidez.

Ella abrió los ojos como platos y su corazón empezó a latir a toda velocidad.

– ¿Te hago daño?

Ella negó lentamente con la cabeza, y él se obligó a permanecer completamente quieto para darle tiempo a Meredith para que se acostumbrara a aquella sensación. Mientras tanto, él absorbía el exquisito placer de aquella estrecha y aterciopelada carne apretando alrededor de su erección. Pasó casi un minuto antes de que ella empezara a moverse contra él haciéndole exhalar un gemido.

Él soltó sus caderas y colocó las manos sobre sus pechos decidido a dejar que ella mantuviera el ritmo. Observando todos los detalles de aquella excitación femenina en aumento, él abarcó los pechos de ella con ambas manos mientras Meredith se deslizaba lentamente sobre él. El esfuerzo por detener un orgasmo que se aproximaba rápidamente hizo que la frente de Philip se llenara de sudor. Ella aumentó el ritmo, y los últimos retazos de control de Philip se evaporaron dejándole perdido con la mente rebosante de deseo. Agarrándola de nuevo por las caderas, él empezó a empujar contra su pelvis con urgencia y rapidez. Meredith cerró los ojos con fuerza y apretó los dedos contra los hombros de él, En el momento en que sintió que Meredith se estremecía alrededor de él, Philip dio rienda suelta a su éxtasis palpitando dentro de ella.

Cuando finalmente se calmaron sus temblores, Philip abrió los ojos. Meredith tenía todavía los ojos cerrados, con la cabeza echada hacia atrás como si el cuello no la sostuviera. El corazón de él batía todavía con una fuerza inusitada contra sus costillas, y a duras penas consiguió pronunciar la única palabra que podía salir de su boca.

– Meredith.

Ella levantó lentamente la cabeza. Sus ojos se abrieron y sus miradas se encontraron. Una mirada larga y silenciosa se cruzó entre ellos. Él quería decir algo, pero las palabras no llegaban a su garganta. Y aunque así hubiera sido, ¿con qué palabras podría haber descrito lo que acababan de compartir?

– No lo sabía… -dijo al fin ella en voz baja-. Gracias. Por enseñarme lo hermoso que puede ser este acto.

Philip sintió que se le abría un hueco alrededor del corazón, un hueco que enseguida se llenó de tanto amor por ella que casi le llegaba a doler.

– Entonces yo también tengo que darte las gracias, porque nunca pensé que esto podría ser tan maravilloso.

Ella se quedó callada durante unos instantes, y luego una sonrisa elevó los dos extremos de sus labios, mientras un brillo de travesura se encendía en el fondo de sus ojos.

– ¿Crees que es posible que alguna vez sea todavía más hermoso?

Philip alzó una mano en el aire sonriendo, y acercó su boca a la de ella.

– Es una hipótesis muy interesante, que además creo que merece una inmediata investigación -dijo él, puntuando cada palabra con un corto beso-. Pero como el agua se está enfriando, creo que será mejor que nos vayamos a la cama para llevar a cabo nuestra investigación.

Se dieron un último beso y él la ayudó a ponerse de pie. A continuación él se levantó y la ayudó a salir de la bañera al escalón de madera, y de ahí a la alfombra. Se acercó a ella con el estrigil en las manos, y recorrió con aquel instrumento cada una de sus extremidades, extrayendo con él la humedad de sus piernas y brazos, para a continuación envolverla en una mullida toalla caliente, que había colocado al lado del fuego de la chimenea. Philip estaba a punto de aplicar el estrigil a su propio cuerpo cuando ella dijo:

– ¿Me permites?

Él colocó aquel instrumento en la mano abierta de ella y disfrutó de su atento servicio. Cuando ella terminó, él se colocó de nuevo la bata y la condujo hasta la chimenea, donde le secó el pelo con otra toalla caliente. Cuando hubo acabado, se quedó de pie frente a ella, acariciando entre sus dedos aquellos largos y sedosos cabellos. Ella le sonrió, con una sonrisa llena de amor y felicidad que a él le pareció deslumbrante.

– ¿Te sentará muy mal que vuelva a decirte que te quiero? -preguntó ella.

Él arrugó la frente y aparentó darle mucha importancia a lo que iba a contestar.

– Bueno, supongo que si sientes que debes…

– Oh, claro que debo. -Se alzó de puntillas y le pasó los brazos alrededor del cuello-. Te quiero, Philip.

Apretándose más contra ella, él replicó:

– Yo también te quiero.

Algo centelleó en los ojos de ella, obligándole a preguntar:

– ¿Qué sucede?

– Estaba pensando, ¿crees que acaso podríamos tener… hacer un niño?

Aquella pregunta le dejó tieso. Una imagen de ella con un hijo suyo apareció en su mente.

– No lo sé. Pero te puedo imaginar perfectamente criando a nuestro niño… -Su voz se fue perdiendo mientras sus labios se acercaban a la frente de ella-. Y la simple idea me deja sin palabras de la alegría.

Ella se echó hacia atrás sin soltarse de su abrazo, con un brillo extraño en los ojos.

– Y yo puedo imaginarme a nuestro hijo. Fuerte e inteligente, con tus mismos hermosos ojos detrás de unas gafas, y con tu espeso cabello negro.

– Y yo me imagino a nuestra hija -añadió él haciendo una mueca-. Con tus mismos coloretes, tu determinación y tu generosidad. -Tomándola de la mano la dirigió hacia la cama-. ¿Cómo te gustaría que fuera la boda? ¿Una ceremonia a lo grande, como en St. Paul?

– Sinceramente, prefiero algo más sencillo. Tal vez aquí, en tu casa.

– Entonces, eso será precisamente lo que haremos. Conseguiré una licencia especial en cuanto…

Sus palabras se vieron interrumpidas cuando ella tropezó. Su mano se soltó de la de él, y antes de que pudiera agarrarla de nuevo, ella cayó hacia delante aterrizando sobre las rodillas y las palmas de las manos. Él se arrodilló enseguida a su lado y le pasó un brazo alrededor de los hombros ayudándola a sentarse sobre los talones.

– ¿Estás bien?

– Sí… sí. Creo que he tropezado con algo.

Él miró a su alrededor, pero no vio ningún objeto caído en el suelo ni ninguna arruga en la alfombra. Estaba a punto de preguntarle si se sentía bien para ponerse de pie, cuando ella dejó escapar un quejido y se apretó las sienes con las manos.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Philip alarmado por la súbita palidez de su rostro.

Ella parpadeó varias veces y dejó escapar un suspiro.

– Me duele la cabeza. Mucho.

Philip se quedó mirándola y un nudo de intranquilidad se formó en su estómago. Una caída… y luego un dolor de cabeza… Las palabras de la «Piedra de lágrimas» hicieron eco en su mente.

Pues el profundo aliento del verdadero amor

destinado a muerte está.

La gracia perderá y así dará un traspiés,

en la cabeza luego sentirá un infernal dolor.

Si tenéis ya el regalo del éxtasis de los desposados,

morirá tras besarla.

O dos días después de acordado el compromiso,

a tu novia, maldita, muerta la encontrarán.

Una vez que tu prometida haya sido am…

nada la podrá salvar…

Por todos los demonios, ¿cuáles eran las palabras que le faltaban al maleficio? ¿Podría ser acaso «Una vez que tu prometida haya sido amada»? Su intranquilidad se convirtió en un horror naciente y profundo. Ella se había caído. Y ahora tenía un terrible dolor de cabeza. Al pedirle a Meredith que se casara con él, al decirle que la amaba, y al haberle hecho luego el amor, ¿habría hecho caer sobre ella el maleficio? Aunque si no era así, entonces la caída y el inmediato dolor de cabeza no serían más que extrañas coincidencias. Pero, por Dios, él no creía en coincidencias. Y mucho menos cuando se le encogían las entrañas con tales presentimientos como le sucedía ahora.

Ella volvió a quejarse y él se quedó helado de miedo. No, no se trataba de extrañas coincidencias. Un miedo frío se instaló en sus venas al darse cuenta de lo que había hecho exactamente -que el maleficio cayera sobre ella-, y de cómo de ese modo había sellado su destino.

A menos que encontrara la manera de romper el maleficio… ella moriría dentro de dos días.

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