4

Meredith se sentó en los lujosos cojines de terciopelo gris del carruaje de lord Greybourne y se dedicó a observar a su acompañante. Al principio lo hizo de soslayo, con el rabillo del ojo, mientras fingía que estaba mirando por la ventana las tiendas y la gente que paseaba por Oxford Street. Sin embargo, él estaba tan concentrado estudiando el contenido de su gastado diario de piel que ella pudo dedicarse a observarlo descaradamente, con franca curiosidad.

El hombre que estaba sentado frente a ella era la completa antítesis del muchacho del cuadro que colgaba de la pared del salón de la casa de su padre en Londres. Su piel no era pálida, sino de un cálido color dorado, que hablaba del tiempo pasado bajo el sol. Unos reflejos dorados iluminaban su espeso y ondulado cabello, el cual llevaba mal peinado como si se hubiera pasado los dedos entre los mechones. De hecho, como si le hubiera leído los pensamientos, en ese momento él alzó una mano y metió los dedos entre sus cabellos.

Ella bajó lentamente la mirada. Nada quedaba de aquel muchacho blando y fofo en el adulto lord Greybourne. Ahora tenía un aspecto duro y enjuto, y completamente masculino. Su chaqueta corta de color negro azulado, a pesar de sus numerosas arrugas, abarcaba sus anchos hombros, y los pantalones de color pardo que se había puesto enfatizaban sus musculosas piernas de una manera que, si ella hubiera sido de cierto tipo de mujeres, podrían haberla inducido a lanzar un auténtico suspiro femenino.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que dejaban escapar suspiros femeninos.

Para más contraste con su aspecto juvenil, a pesar de sus ropas bien confeccionadas y con telas de calidad, lord Greybourne tenía una apariencia de algo inacabado, sin duda como resultado de su pañuelo ladeado y de esos gruesos mechones de cabello que caían desordenadamente sobre su frente de una manera que, si ella hubiera sido de ese tipo de mujeres, se habría sentido tentada a tomar uno de esos mechones sedosos y colocárselo de nuevo en su sitio.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que se sentían tentadas a tales extravíos.

Él levantó la vista, y sus ojos rodeados por unas gafas con montura de metal se cruzaron con los de ella. En el cuadro, los ojos de lord Greybourne parecían de un apagado castaño sin brillo. Sin duda, el artista había fracasado al no poder capturar la inteligencia y la intensidad de aquellos ojos. Y tampoco se podía negar que el semblante de lord Greybourne ya no era el de un muchacho joven. La blandura de sus rasgos había sido reemplazada por finos ángulos, por una firme mandíbula cuadrada y por unos pómulos prominentes. Su nariz era la misma, sólida y afilada. Y su boca…

Su mirada se detuvo en los labios de él. Su boca tenía una hermosura que ella no había observado en el cuadro. Unos labios gruesos, pero firmes, aunque a la vez había algo en ellos que los hacía parecer sorprendentemente blandos. Era exactamente el tipo de boca que, si ella hubiera sido un tipo de mujer diferente, se hubiera sentido seducida a tratar de degustar.

Por suerte, ella no era del tipo de mujeres que se sienten seducidas de esa manera.

– ¿Se encuentra usted bien, miss Chilton-Grizedale? Se la ve un poco sonrojada.

¡Maldición! Le dirigió una mirada fría e intentó poner su expresión más remilgada.

– Estoy perfectamente, gracias. Hace bastante calor en este carruaje.

Resistió la tentación de abanicarse con la mano. De la misma forma que, afortunadamente, resistió la tentación de agarrar su bolso lleno de piedras y darse con él en la cabeza. En lugar de eso, miró hacia el diario que reposaba en el regazo de él.

– ¿Qué está usted leyendo? -preguntó evitando señalar la manera que tenía él de ignorarla.

Estaba claro que habría necesitado poner todo su empeño con ese hombre, pero su voz interior le advertía de que el modo que él tenía de ignorarla era lo mejor que le podía suceder.

– Estoy releyendo mis anotaciones de viaje. Esperaba haber tomado nota de algo que pudiera darme alguna pista.

– ¿Y ha tenido éxito?

– No. Mis notas se componen de más de cien libretas, y a pesar de que las estuve examinando durante mi viaje de regreso a Inglaterra sin encontrar nada, esperaba encontrar tal vez algo que se me hubiera pasado por alto. -Cerró el libro y lo guardó en su gastada funda de piel.

– ¿Qué es lo que hay en sus diarios?

– Dibujos de objetos y jeroglíficos, descripciones, historias populares que me han contado, observaciones personales. Cosas de ese tipo.

– ¿Ha aprendido tantas cosas como para escribir más de cien diarios? -Se le escapó una risa incrédula-. Cielos, para mí escribir una carta de una sola página ya es todo un reto.

– La verdad es que he vivido muchas más cosas de las que nunca tendré tiempo de recordar o escribir. -Una expresión que parecía combinar la nostalgia y la pasión cruzó por sus ojos-. Egipto, Turquía, Grecia, Italia, Marruecos… es imposible describir todos esos lugares de manera adecuada, aunque estén tan vivos en mí memoria que, si cierro los ojos, todavía me parece que estoy allí.

– Está usted enamorado de esos lugares.

– Sí.

– No debería haberse marchado.

El la estudió por un momento antes de contestar.

– Tiene usted razón. Inglaterra es el lugar donde nací, aunque a mí ya no me parece un… hogar. -Un extremo de su boca se torció hacia arriba-. No espero que usted entienda a lo que me estoy refiriendo. A duras penas lo entiendo yo mismo.

– Es cierto que no sé cómo son lugares como Egipto y Grecia, pero sé algo de la importancia, de la necesidad de estar en el lugar en el que uno se siente en casa. Y lo fuera de lugar que se puede sentir uno cuando no está allí.

– Sí, así es exactamente como me siento: fuera de lugar -contestó él asintiendo lentamente con la cabeza y sin apartar la mirada de ella.

Había algo en el tono de su voz, en la forma en que la miraba, con toda la atención puesta en ella, que hacía que su respiración se detuviera. Y que la hacía sentirse más definitivamente fuera de lugar. ¿Qué demonios tenía ese hombre que le hacía perder su habitual aplomo?

En un intento por romper el hechizo, ella desvió la mirada y dijo:

– Un amigo mío se ha ofrecido a ayudarnos a buscar entre las antigüedades, en caso de que necesitemos sus servicios.

En realidad los dos, Albert y Charlotte, habían querido acompañarla esa mañana, pero Meredith los había convencido para que esperaran hasta el día siguiente. Primero quería asegurarse de bajo qué condiciones tendrían que trabajar, y estaba contenta de haber insistido. El hecho de que ellos pudieran estar cerca de los muelles… Charlotte odiaba los muelles.

– ¿Sus servicios? ¿Acaso su amigo es anticuario?

– No. En realidad Albert es mi mayordomo, y uno de mis amigos más queridos.

Si se había sorprendido al oír hablar del mayordomo de ella como uno de sus más queridos amigos, no lo demostró. Muy al contrario, asintió con la cabeza.

– Excelente. Mi colega y amigo americano, Andrew Stanton, está hoy en el Museo Británico, buscando allí entre las antigüedades. Otro de mis amigos, el anticuario Edward Binsmore, también se ha ofrecido a ayudar.

Ese nombre le resultaba familiar, y tras pensar unos segundos, lo recordó.

– ¿El caballero que ha perdido a su esposa?

– Sí. Creo que busca la manera de mantenerse ocupado.

– Probablemente sea lo mejor para él -dijo Meredith suavemente-. A veces el dolor es difícil de sobrellevar, sobre todo cuando hora tras hora no tienes delante de ti nada más que la soledad.

– Parece que hablara usted por experiencia.

La mirada de Meredith se posó en él. Philip la estaba observando, con los ojos llenos de comprensión, como si también él hubiera conocido ese tipo de tristeza. Ella tragó saliva para aflojar el repentino nudo que se le había formado en la garganta.

– Creo que casi todas las personas adultas han sentido el dolor en alguna de sus múltiples formas. -El la miró como si estuviera a punto de preguntarle algo, pero como ella no tenía ganas de contestar ninguna pregunta, se le adelantó preguntando:

– ¿Puede enseñarme la piedra en la que está escrito el maleficio y decirme exactamente qué pone? Creo que eso me ayudaría a saber qué es lo que estamos buscando.

– He escondido la «Piedra de lágrimas» para no correr el riesgo de que alguien la encuentre y la traduzca -contestó él frunciendo el entrecejo-. Sin embargo, he escrito una traducción al inglés en mi diario. -Abrió la funda de piel y le pasó el diario-. No creo que haya ningún peligro en dejárselo leer, ya que usted nunca va a tener novia.

Meredith se colocó el diario en el regazo, se quedó observando la pulcra y precisa caligrafía sobre la amarillenta página, y a continuación se puso a leer.

Ya que mi prometida me ha traicionado con otro,

el mismo destino traicionará a su amante.

Hasta que la tierra desaparezca,

desde este día en adelante, tú estás maldita,

condenada al infierno peor.

Pues el profundo aliento del verdadero amor

destinado a muerte está.

La gracia perderá y así dará un traspiés,

en la cabeza luego sentirá un infernal dolor.

Si tenéis ya el regalo del éxtasis de los desposados, morirá tras besarla.

O dos días después de acordado el compromiso,

a tu novia, maldita, muerta la encontrarán.

Una vez que tu prometida haya sido am…

nada la podrá salvar…

Pero hay una llave…

para que la maldición a…

sigue la b…

Y si ella… Y…

Un estremecimiento involuntario sacudió la espina dorsal de Meredith, y tuvo que luchar contra el deseo de cerrar el libro de golpe y no volver a posar su mirada en esas espeluznantes palabras nunca más.

Lord Greybourne se echó hacia delante y recorrió con un dedo las últimas líneas.

– Por ahí la piedra estaba rota, dejando ver solo esos fragmentos de palabras y esas frases cortadas.

La vista de su mano grande y bronceada colocada justo en su regazo hizo que Meredith volviera a estremecerse, pero ahora de una manera completamente diferente. Tragando saliva para humedecer su repentinamente seca garganta, preguntó:

– ¿Es muy grande la piedra?

Él dio la vuelta a su mano, sin apartarla del diario, mostrándole la palma.

– Aproximadamente del tamaño de mi mano, y de unos cinco centímetros de grueso. Creo que la parte que falta debe de tener el mismo tamaño, o acaso sea un poco más pequeña -dijo cerrando la mano en un puño.

Ella se quedó mirando su puño cerrado, cuyo peso notaba a través del libro sobre los muslos. Le pareció que podía sentir el calor de aquella mano masculina a través del diario, y experimentó una inquietante y perturbadora sensación que parecía calentarla desde dentro hacia fuera. Se sintió golpeada por una imperiosa urgencia de cambiar de posición en su asiento y tuvo que luchar consigo misma para no moverse. Él parecía no darse cuenta de lo impropio que era ese tipo de familiaridades. Y con toda seguridad ella debería habérselo dicho, si hubiera sido capaz de encontrar la manera de hacerlo.

Afortunadamente, el carruaje aminoró la marcha y lord Greybourne se volvió a echar hacia atrás, apartando la mano del diario. Miró por la ventana permitiendo con ello que Meredith dejará escapar un suspiro sin que él siquiera se diera cuenta.

– Ahí enfrente está el almacén -le anunció Philip.

Excelente. Ya que ella no podía esperar más tiempo para salir de aquel carruaje, que parecía hacerse más pequeño conforme pasaba el tiempo.

Unos minutos más tarde, sintiéndose mucho mejor después del pequeño paseo tras abandonar el carruaje, Meredith entraba en el enorme y débilmente iluminado almacén. Montones de embalajes de madera estaban almacenados en hileras. Docenas de cajas. Cientos de cajas. Cajas enormes.

– Por el amor del cielo, ¿cuántas de estas cajas son suyas?

– Casi una tercera parte de todo lo que hay en el edificio.

– Seguramente está bromeando -dijo ella dándose la vuelta y mirándole fijamente.

– Me temo que no.

– ¿Dejó algo en alguno de los países que ha visitado?

Él se rió, y su risa produjo un eco sostenido y profundo en la vasta sala.

– No todas las cajas están llenas de antigüedades. Muchas de ellas contienen telas, alfombras, especias y muebles que he comprado para un negocio en el que estamos metidos mi padre y yo.

– Ya entiendo -dijo ella mirando hacia las inacabables hileras de cajas-. ¿Por dónde tenemos que empezar?

– Sígame.

Philip se introdujo por un estrecho pasillo, y los tacones de sus botas resonaron sordamente contra el suelo de madera. Ella le siguió mientras él avanzaba girando a un lado y a otro, hasta que se sintió como una rata en un laberinto. Al final llegaron a una oficina.

Sacó unas llaves del bolsillo de su chaqueta, abrió la puerta y le indicó que entrara. Ella cruzó el umbral y se encontró en una habitación pequeña, con casi todo el poco espacio ocupado por un enorme escritorio de madera de haya. Cruzando hasta el otro lado del escritorio, lord Greybourne abrió un cajón y extrajo dos delgados libros.

– El plan es abrir una caja, extraer el contenido, cotejarlo con estos libros y luego volver a guardar las cosas en la misma caja. Estos libros contienen la lista de cada uno de los objetos que hay en las cajas, todos ellos numerados.

– SÍ es así, ¿por qué debemos desempaquetar todas las cajas? ¿Por qué no echamos simplemente un vistazo al listado y buscamos algo como «media piedra con un maleficio» en esa lista?

– Por varias razones. Primero, porque ya he examinado estos libros y no parece que haya nada como «media piedra con un maleficio» en ellos, Segundo, porque es muy posible que esté en la lista, pero con una descripción demasiado imprecisa. Por lo que será necesario un examen visual del contenido de las cajas. Tercero, porque como yo no soy la única persona que ha catalogado estos objetos y que ha empaquetado estas cajas, no puedo estar seguro de que no se haya cometido algún error involuntario. Y por último, porque es muy posible que no encontráramos «media piedra con un maleficio» en estos libros, ya que la pueden haber archivado como parte de algún otro objeto. Por ejemplo, cuando yo encontré mi trozo de piedra, estaba en una caja de alabastro, por lo tanto…

– En el listado puede que solo aparezca una «caja de alabastro» sin que se especifique lo que hay en su interior.

– Exactamente. -Él cruzó hacía la otra esquina de la oficina, donde había una serie de mantas apiladas, y agarró un puñado de ellas-. Pondremos esto en el suelo para proteger los objetos que vayamos sacando de las cajas. Le sugiero que empecemos juntos con una caja para que se vaya familiarizando con el procedimiento, luego podremos trabajar cada uno por separado. ¿Cuento con su aprobación?

Cuanto antes se pusieran manos a la obra antes podrían encontrar la piedra. Entonces tendría lugar la boda, su vida volvería a sus cauces normales, y por fin podría olvidarse por completo de lord Greybourne.

– Manos a la obra.

Dos horas más tarde, Philip encontró entre los objetos una vasija de arcilla especialmente hermosa que recordaba haber desenterrado en Turquía. Su mirada se posó en miss Chilton-Grizedale, y sintió que le empezaba a faltar la respiración.

A causa del calor sofocante que hacía en aquel almacén mal ventilado, ella se había quitado su chal de encaje de color crema, del mismo modo que él se había quitado la chaqueta. Ella estaba doblada sobre una caja, con medio cuerpo dentro de la misma, intentando extraer un objeto. La tela de su falta moldeaba las femeninas curvas de sus nalgas. Las hermosas curvas femeninas de sus nalgas.

Aunque ella se había sentado en el carruaje a una prudente distancia delante de él-un transporte que le había parecido bastante espacioso hasta aquel momento-, Philip había estado todo el tiempo inquietantemente pendiente de ella. Sin duda a causa de su perfume… esa deliciosa fragancia de pastel recién sacado del horno que le abría el apetito. Como si fuera algo pecaminosamente comestible que hiciera que un hombre deseara tomar un pedazo.

Un dorado rayo de sol matinal entraba a través de la ventana capturándola en su halo. Había algo realmente vivo en aquella mujer. Por debajo de su tranquilidad, de su decoro exterior, él sentía fluir una energía reprimida. Una vitalidad cargada de pasión.

Y también estaba su color. Oscuros rizos brillantes contrastando con el color porcelana de su rostro, limpiamente pálido excepto por dos pinceladas de color durazno que teñían sus mejillas. Todo ello rematado por esos impresionantes ojos verde azulados, cuyo color le recordaba las aguas turquesas del mar Egeo, sin mencionar sus carnosos y apetecibles labios rojos…

Todo en ella parecía ser tan vivo. Tan lleno de color. Tan excepcional. Como una simple mancha de color pintada sobre una tela, por lo demás inmaculadamente blanca. Ella le recordaba las puestas de sol en el desierto: los ricos y vividos matices del sol de la tarde pintando en el cielo un impresionante contraste sobre el dorado de las interminables arenas.

Ella se movió, y por la mente de él cruzó una imagen -la más inoportuna y viva de las imágenes- de sí mismo acercándose a ella, tocando con sus labios la suave piel de su nuca, presionando su cuerpo contra sus formas femeninas… Una imagen fugaz que dejó un rastro de calor en su estela.

Philip sacudió la cabeza para alejar esa imagen sensual, y la sacudió de manera tan vigorosa que sus gafas resbalaron de su nariz. ¡Por todos los demonios!, ¿qué le estaba pasando? Normalmente él no era propenso a pensamientos lascivos, especialmente cuando estaba trabajando. Por supuesto, nunca antes había trabajado tan cerca de una mujer. Una mujer cuyas faldas susurraban a cada movimiento, haciéndole pensar en las curvas que escondían. Una mujer que olía como si acabara de salir de una confitería.

Una mujer que no era su prometida.

Ese pensamiento le hizo volver en sí y borrar los restos de esa incómodamente provocativa imagen de su mente. Se esforzó por mantener la calma. Sí, ella no era su prometida. Excelente. Ahora ya estaba de nuevo en el camino correcto. Le parecía que aquella mujer era molesta e irritante. Su intención era convertirlo en un atontado dandi, en un petimetre repeinado. Sí, eso estaba mucho mejor. Ella era su enemiga.

Así y todo, cuando trató de apartar la mirada de las hechizantes curvas de su enemiga, falló por completo. La observó mientras ella extraía con cuidado un cuenco de madera de la caja y lo dejaba suavemente sobre la manta que había en el suelo. Luego se dio media vuelta para anotar algo en el libro, permitiéndole admirar su perfil.

Su nariz ligeramente respingona y su barbilla formaban un ángulo que solo podría describirse como obstinado. Ella frunció el entrecejo y se mordió el labio inferior, haciendo que él fijara la atención en su boca. Y qué boca tan hermosa. No podía decidir si esos labios gruesos, húmedos y deliciosos eran propios de un ángel o del mismísimo diablo. Miss Chilton-Grizedale era el ejemplo viviente de una mujer decente, pero no había nada decente en esa prometedora boca lujuriosa ni en los pensamientos ardientes que le inspiraba.

El cerró los ojos y se vio arrebatado por la imagen vivida de sí mismo tomándola entre sus brazos. Casi podía sentir sus curvas apretándose contra su cuerpo. Bajando la cabeza unió sus labios a los de ella. Cálidos, suaves, con un sabor delicioso… como un dulce y suculento postre. El beso se hizo más intenso; introdujo su lengua en la boca de ella y…

– ¿Le pasa algo malo, lord Greybourne?

Philip abrió los ojos de golpe. Ella le estaba mirando fijamente con expresión de sorpresa. El calor ascendía por su nuca y tuvo que luchar contra el impulso de arrancarse de un tirón su ya medio aflojado pañuelo.

– ¿Malo? No, ¿por qué lo pregunta?

– Estaba usted gimiendo. ¿Acaso se ha hecho daño?

– No.

Estar dolorido no es exactamente lo mismo que haberse hecho daño. Lo más lentamente que le fue posible movió el brazo para que el libro que sostenía ocultase la parte «dolorida» de su cuerpo. Demonios. He ahí las consecuencias de los muchos meses de celibato que había pasado.

¡Ah, claro! Sí, seguramente esos inusitados deseos lujuriosos que ella le inspiraba se debían al hecho de que habían pasado meses -muchos meses- desde la última vez que estuvo con una mujer. Se agarró a esa explicación como un perro callejero a un hueso. Por supuesto, no era más que eso. Simplemente se trataba de su cuerpo que estaba reaccionando a ella en respuesta a su larga abstinencia. Sin duda, habría sentido lo mismo cerca de cualquier otra mujer. El hecho de que esa… arpía hubiera inspirado aquellos lujuriosos pensamientos confirmaba su teoría.

Se sintió considerablemente reconfortado hasta que su voz interior resonó. «Pasas más de una hora a solas con lady Sarah -tu prometida- en la intimidad del escasamente iluminado salón, y ni por un momento tus pensamientos te llevan hasta ese punto.»

– ¿Ha descubierto usted algo? -preguntó ella.

«Sí. Que estás teniendo el más inaudito, inoportuno e inquietante efecto sobre mí. Y eso no me gusta ni pizca», pensó él.

– No. -Forzó una sonrisa que esperaba que no pareciera tan tensa como él mismo se sentía-. Solo ha sido un pequeño calambre por haber estado mucho tiempo agachado. -Observando el montón de objetos que estaban cuidadosamente alineados sobre la manta, añadió-: ¿Algo interesante en su caja?

– Todo lo que hay aquí es interesante. De hecho es fascinante. Pero no hay nada que se parezca ni remotamente a lo que estamos buscando. -Levantó las manos formando un arco que abarcaba todos los objetos que había a su alrededor-. Esto es realmente asombroso. Parece increíble que haya encontrado usted todas estas cosas. Es impresionante pensar que en otro tiempo estos objetos pertenecieron a personas que vivieron hace siglos. Debió de sentirse usted henchido de asombro cada vez que descubría uno de estos objetos.

– Sí. Henchido de asombro. Eso lo describe perfectamente.

– ¿Extrajo realmente con sus manos todos estos objetos del suelo?

– Algunos de ellos sí. Otros los compré con mi dinero. Otros los adquirí con fondos del museo. Y aún hay otros que los cambié por mercancías inglesas.

– Fascinante -murmuró ella. Se agachó de nuevo y recogió un cuenco pequeño-. ¿Quién podría desprenderse de un objeto tan hermoso?

– Alguien hambriento. Alguien que tal vez lo hubiera robado. Alguien desesperado. -El perverso demonio que había dentro de él le hizo avanzar hacia ella, como si quisiera desafiar a su cuerpo y a su mente a no reaccionar ante ella, como si necesitara una prueba de que lo que le había pasado hacía solo cinco minutos no era más que una enajenación pasajera. Se paró en seco cuando ya solo les separaban unos pocos pasos-. Las situaciones desesperadas suelen forzar a las personas a actuar como no lo harían en cualquier otra situación.

Algo brilló en los ojos de ella. Algo oscuro y lleno de dolor. Ella parpadeó y la angustia pareció desaparecer de sus ojos; y si no hubiera sido un brillo tan vivido y contundente, podría haber llegado a pensar que lo había imaginado.

– Estoy segura de que tiene razón -dijo ella en voz baja. Se quedó mirando el cuenco que aún sostenía en la mano y pasó la punta de un dedo por el satinado interior-. Nunca antes había visto nada como esto. Parece hecho de piedras pulidas. ¿Cómo se llama?

– Madreperla. Creo que esa pieza debe de datar aproximadamente del siglo dieciséis, y seguramente pertenecía a una mujer noble.

– ¿Cómo lo sabe?

– La madreperla se extrae del interior de la concha de un molusco, y está asociada al agua y a la luna, lo que la hace por naturaleza muy femenina. Aunque no son tan valiosas como las perlas, las madreperlas son igualmente muy caras, y solo pertenecían a personas con cierto nivel de riqueza.

El dedo de Meredith seguía moviéndose lentamente por el interior del cuenco, un movimiento hipnótico que captó la atención de él de una manera que deshizo cualquier esperanza de que su cuerpo no volviera a reaccionar ante ella.

– Hay algo tan hermoso, tan mágico en las perlas -dijo ella con una voz suave, como en trance-. Me recuerdo a mí misma cuando era niña observando un cuadro de una mujer con largos collares de brillantes perlas que le rodeaban el negro cabello. Pensaba que seguramente era una de las mujeres más hermosas que hubiera existido jamás. En el retrato, ella sonreía, y yo sabía que la razón por la que estaba feliz era porque llevaba esas perlas. -Una sonrisa melancólica rozó sus labios-. Me dije que algún día yo llevaría perlas como esas en el cabello.

Inmediatamente él se la imaginó con un collar de gemas blanquecinas rodeando sus oscuros bucles.

– ¿Y las tiene?

Ella alzó la vista y sus miradas se cruzaron. Él casi pudo ver la cortina cayendo sobre el vislumbre del pasado que ella había tenido, mientras los recuerdos se perseguían unos a otros ante sus ojos.

– No. Ni tampoco espero tenerlas ya. No era más que un deseo infantil.

– Mi madre tenía montones de perlas -dijo Philip-. En otro tiempo se pensaba que eran las lágrimas de los dioses. Simbolizan la inocencia; son talismanes para los inocentes y se dice que mantienen a los niños a salvo.

– ¿No sería entonces maravilloso que cada niño pudiera tener una? Para mantenerse a salvo.

– Sí, realmente lo sería.

Algo en el tono de voz de ella despertó su inquisitiva naturaleza, y se preguntó si estaría hablando de algún niño en concreto.

– ¿Sabía usted que los griegos y los romanos creían que las perlas nacían en las ostras cuando una gota de rocío o de lluvia penetraba en la concha? -dijo él intentando reconducir la conversación para no quedarse mirándola boquiabierto.

Pero en el momento en que esa pregunta cruzaba sus labios deseó haberse tragado sus palabras. Seguramente la mirada de ella reflejaría el aburrimiento que le provocaba ese tema. Él había pasado mucho tiempo alejado de la alta sociedad, pero aún recordaba perfectamente que ese tipo de relatos del saber histórico no eran muy populares entre los círculos de damas. Pero, muy al contrario, los ojos de ella se iluminaron con inconfundible interés.

– ¿De veras?

– Sí, aunque los chinos antiguos tenían una teoría mucho más curiosa. Creían que las perlas se concebían en el cerebro de los dragones. Se trataba de unas gemas muy raras, que los dragones guardaban entre sus dientes. La única manera de conseguir una perla era matando al dragón.

– Estoy segura de que el dragón tendría algo que decir al respecto.

Al mirarla y ver que sus ojos brillaban divertidos, él no pudo reprimir una sonrisa burlona en sus labios. Ahora, realmente, con esas manchas de polvo en el cabello, no parecía la aristocrática arpía que había pensado que era. De hecho, no podía recordar cuándo había sido la última vez que sintió una camaradería tan cómoda con una mujer, al menos con una típica mujer inglesa. Cuando era un muchacho, siempre se había sentido incómodo y torpe en presencia de las mujeres, como si se le hubiera comido la lengua el gato. Incluso cuando ya era un hombre joven, antes de marcharse de Inglaterra, siempre había carecido de la tranquila sofisticación de la que hacían gala la mayoría de sus contemporáneos. Afortunadamente, se había desecho de su incomodidad y de su vergüenza conforme había ido madurando lejos de su país, al haberse visto expuesto a otras culturas.

Su mirada se entretuvo en el rostro de ella, ligeramente sonrojado, sin duda a causa del calor que hacía en aquel almacén. Un poco de polvo se había depositado en su mejilla, y sin pensarlo, él se acercó para limpiárselo.

En el momento en que sus dedos rozaron la lisa mejilla de ella se dio cuenta de su error. La piel de ella era como de terciopelo color crema. Tan increíblemente suave. Tan pálida. Y su mano parecía oscura y áspera al lado de aquel cutis, como si allí estuviera fuera lugar. Lo cual por supuesto era así.

Sintiéndose como un completo idiota, especialmente teniendo en cuenta la manera como ella no se había inmutado -excepto por la forma en que le miraba, con los ojos abiertos como platos-, él bajó la mano y dio un paso atrás.

– Había una mancha de polvo en su cara.

Ella parpadeó varias veces, como si estuviera saliendo de un trance, con un vivo color tiñendo sus mejillas y hechizándolo a él aún más de lo que ya lo estaba. Por todos los demonios, aquella… fuera lo que fuese… atracción, tensión, se le diera el nombre que se le diera, no era una enajenación mental. Y fuera lo que fuese lo que había encendido la chispa de esa atracción, él estaba dispuesto a mandarla al demonio.

Ella dejó escapar una leve risa y se echó también varios pasos hacia atrás.

– Es muy cierto. Y sabe el cielo que no me apetece ir por ahí con la cara sucia.

Él buscó desesperadamente algo en su mente, algo que decir, lo que fuera, pero, maldita sea, lo único que se le ocurría era horriblemente inapropiado, incluso para él. Hubiese querido preguntar: «¿Puedo tocar de nuevo?». La calma que sentía hacía apenas unos momentos había vuelto a desaparecer. Con un solo suspiro aquella mujer le hacía volver a sentir toda la torpeza que él creía ya superada. He ahí otra razón para tenerle antipatía. Pero no le tenía antipatía. ¿O sí?

El hecho de que todavía sintiera un hormigueo en las yemas de los dedos que acababan de rozar su cara no cuadraba bien con la teoría de tenerle antipatía.

Justo en el momento en que el pesado silencio empezaba a hacérsele opresivo, el sonido de un portazo le sobresaltó y le sacó del estupor que le había provocado miss Chilton-Grizedale.

– ¿Está usted ahí, Greybourne? -gritó una voz profunda.

Philip dejó escapar un débil suspiro de alivio por la interrupción, pero enseguida frunció el ceño.

– Ahí parece que llega lord Hedington. -Alzando la voz, contestó-: Sí, aquí estoy. En la parte de atrás.

– Puede que traiga noticias de lady Sarah -dijo ella sin haber perdido su tono de voz esperanzado.

– Sí, lady Sarah. -«Tu prometida. La madre de tus futuros hijos. La mujer que debería estar ocupando tus pensamientos», se dijo él.

Meredith apretó los labios e, inclinándose, se sacudió el polvo de la falda en un intento por estar más presentable. Esperaba que lord Hedington trajera buenas noticias al respecto de lady Sarán, pero a pesar de lo que le recomendaba su razón, agradeció a las estrellas que hubiera llegado en ese momento de forma tan precipitada.

Lord Greybourne tenía sobre ella un extraño e inesperado efecto. El casi inocente roce de aquellos dedos sobre su mejilla le había hecho sentir como sí se le hubiera prendido fuego a la falda. Seguramente no había sido más que el resultado de haber estado a solas con él durante tanto tiempo. Sí, eso explicaba por qué, incluso aunque su atención estaba centrada en catalogar los objetos, ella había estado todo el tiempo intensamente consciente de su presencia. De cada uno de sus movimientos. De los sonidos de sus movimientos al abrir las cajas. Del ocasional cruce de una mirada.

Se suponía que debería haber estado hablando con él de la etiqueta, pero entre su fascinación por las antigüedades y su preocupación por su presencia, cualquier pensamiento sobre los modales había desaparecido de su mente.

Sus miradas se habían cruzado cuatro veces. Y cuatro veces había sentido como si cada partícula de aire hubiera desaparecido de la habitación. Cuatro veces él había sonreído a su manera torcida, esa manera que producía un hoyuelo en sus mejillas. Y cuatro veces ella se había dicho que no pasaba nada.

Pero las cuatro veces se había mentido. Sí que pasaba algo. Ese hombre encendía en ella sentimientos y deseos que la confundían y asustaban. Y a ella no le gustaba sentirse confundida o asustada.

No podía pasar por alto sus obvias carencias en cuanto a los modales y su franca naturaleza, pero incluso cuando solo estaban hablando de trabajo, demostraba ser -y así se lo parecía a ella- inteligente, divertido e inquietantemente atractivo.

Y eso estaba muy mal.

– Al fin le encuentro -dijo el duque al dar la vuelta a la esquina, con un entrecejo fruncido que arrugaba todo su rostro-. Yo… -Se sobresaltó al verla a ella, y al momento, quitándose el socarrón monóculo, dijo mirándola-: ¡Usted aquí!

– Miss Chilton-Grizedale me está ayudando a encontrar el pedazo de piedra que falta de la tablilla, su Excelencia -dijo Philip-. ¿Trae usted alguna novedad?

La mandíbula del duque subía y bajaba mientras miraba alternativamente a cada uno de ellos.

– Sí, tengo noticias. -Se paró al lado de Meredith y la señaló con un dedo acusador-. Todo esto es culpa suya.

Antes de que Meredith pudiera decir una palabra, lord Greybourne se colocó entre ella y el airado duque:

– Acaso quiera usted explicarse -dijo lord Greybourne en un tono de voz suave que no ocultaba el acero que había debajo. Ella se movió hacia un lado y se quedó junto a él.

Lord Hedington, con su enrojecida cara perruna, parecía una tetera a punto de vomitar un chorro de vapor.

– Y también le maldigo a usted, lord Greybourne. -Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de brocado y sacó de él un trozo de papel de vitela doblado-. Hace una hora que me llegó esta nota de mi hija… la nueva baronesa de Weycroft. Para asegurarse de que no se vería obligada a casarse con usted, se casó ayer con lord Weycroft con una licencia especial.

Las palabras del duque hicieron eco en el silencioso almacén. A Meredith le pareció que se le iba a parar el corazón, aunque sabía que su pulso seguía palpitando, porque podía sentirlo golpeando, no, aporreando, en sus oídos. Con el rabillo del ojo vio que lord Greybourne estaba completamente inmóvil.

– Parece ser que esa idea se le ocurrió después de conversar con usted en la galería -dijo furioso el duque-. Parece ser que desde hacía años estaba interesada en Weycroft, pero como sabía que su obligación era casarse de acuerdo con mis deseos, aceptó unirse a usted. -Sus ojos se clavaron en Meredith, la cual casi se quedó helada ante aquella gélida mirada-. Una boda que usted había preparado. Una boda que me había asegurado que sería beneficiosa para mí familia y para mi hija.

El duque dirigió de nuevo su atención hacia Philip.

– Según lo que dice en su carta, cuando por fin se encontró con usted, se dio cuenta de que no podía comprometerse, y eso la hizo comprender lo fuertes que eran sus sentimientos hacia Weycroft. Lo que usted le contó sobre maldiciones, caídas y dolores de cabeza la asustó, convenciéndola de que si se casaba con usted moriría. Pero, por supuesto, también sabía que yo no iba a estar de acuerdo en deshacer el compromiso.

La mañana siguiente al encuentro con usted, escribió a Weycroft contándoselo todo. Aparentemente, Weycroft también estaba enamorado de Sarah desde hacía tiempo. Intentando evitar que sufriera algún daño si se casaba con usted, consiguió una licencia especial. Ayer fue a recogerla a casa, con la excusa de escoltarla hasta la iglesia de St. Paul. Ahora están casados y van de camino al continente para realizar un largo viaje de luna de miel.

El airado duque volvió a fijar de nuevo su atención en Meredith, y la examinó con una mirada que rezumaba desprecio.

– El escándalo que irá unido a este asunto dejará una negra mancha en mi familia, y yo la hago a usted personalmente responsable de ello, miss Chilton-Grizedale. Será una cuestión personal intentar evitar que nunca más pueda utilizar sus trucos de casamentera con nadie. -Se dio la vuelta hacia lord Greybourne-. Y por lo que a usted respecta, la única luz en este caso es que mi hija no haya llegado a casarse con un imbécil como usted, con lo que luego hubiera dado a luz una futura generación de imbéciles. Aunque se rumorea que, de cualquier manera, usted no habría sido capaz de darle a ella un hijo.

Meredith no pudo reprimir un grito apagado al oír los exabruptos del duque. Miró de reojo a lord Greybourne. Sus labios estaban apretados y un músculo palpitaba en su mandíbula.

Lord Greybourne dio un paso al frente con cada uno de los músculos de su cuerpo tensos por la situación.

– Puede usted decir de mí lo que guste, pero debería recordar que hay una dama presente. Está usted a punto de cruzar una línea que, se lo aseguro, se arrepentirá de haber cruzado. -Su voz era poco más que un murmullo, pero no había duda de la amenaza que emanaba de ella.

– ¿Me está usted retando? -preguntó el duque, rebajando la fanfarronería de su tono de voz con un rápido paso atrás.

– Solo le estoy advirtiendo de que mi paciencia con usted está llegando a su límite. Ahora, salvo que haya algo más de lady Sarah que quiera decirme, creo que no tenemos nada más de que hablar. -Ladeó la cabeza hacia la izquierda-: La salida es por allí.

Regalándoles a ambos una última mirada feroz a través de su socarrón monóculo, el duque giró sobre sus talones y salió de allí a toda prisa. El sonido de sus botas golpeando contra el suelo de madera se fue desvaneciendo, luego se oyó un portazo y el almacén volvió a quedar en silencio.

Meredith se obligó a respirar profunda y lentamente para intentar calmarse. Un medio sollozo, medio risa, empezó a ascender por su garganta, y tuvo que apretarse los labios con las manos para contenerlo. Por Dios, no podía haber imaginado que la situación podría ser aún peor, pero ahora que lady Sarah se había casado, la situación era en realidad aún muchísimo peor. Era, de hecho, un completo y absoluto desastre.

Lord Greybourne estaba de pie delante de ella. Sus ojos castaños hervían de enfado tras las gafas, aunque no ocultaban su preocupación. Se acercó a ella y la agarró amablemente por los hombros.

– Lamento mucho que se haya visto expuesta a tan inexcusable rudeza y a tan groseras insinuaciones. ¿Está usted bien?

Meredith simplemente se quedó mirándole fijamente durante varios segundos. Estaba claro que él pensaba que ella estaba alterada a causa de los comentarios acerca de la… masculinidad de lord Greybourne. Mal podía imaginar lord Greybourne que, gracias a su pasado, pocas cosas podían sorprender a Meredith. Y ella no podía imaginarse que alguien, a poco que mirara a lord Greybourne, pudiera dudar de su masculinidad.

Apartándose las manos de la boca, tragó saliva intentando recuperar la voz:

– Estoy bien.

– Bueno, pues yo no. Tendré que colocarme a mí mismo en la categoría de «muy molesto». -Su mirada vagó por el rostro de ella y sus manos le apretaron los hombros-. ¿No irá usted a desmayarse de nuevo, verdad?

– Por supuesto que no. -Ella dio un paso atrás y las manos de Philip se deslizaron por sus brazos. La impronta cálida de las palmas de sus manos se filtraba por la tela del vestido, produciéndole un suave hormigueo-. Y usted debería colocarme a mí en la categoría de «mujeres que no sucumben a los vahídos».

– Resulta que yo sé que no es así exactamente -dijo él levantando una ceja.

– El episodio de St. Paul fue una excepción, se lo aseguro.

– Me alegro de oírlo -contestó él, aunque no parecía completamente seguro de lo que decía.

– Salió usted en mi defensa de una manera muy caballerosa, se lo agradezco.

– Estoy seguro de que eso no quiere decir que le haya sorprendido.

De hecho estaba sorprendida -en realidad, aturdida-, aunque no había pretendido sonar como si lo estuviera. Pero tendría que reflexionar al respecto más tarde. En ese momento tenía otros graves problemas de los que preocuparse.

Incapaz de quedarse quieta, Meredith empezó a caminar de un lado para otro delante de él.

– Desgraciadamente, con las noticias del duque, debemos recatalogar nuestra situación de «mala» a «francamente desastrosa». Usted ha perdido a su novia, haciendo que nuestros planes para casarle el día 22 se hayan esfumado; y mi reputación como casamentera está por los suelos. Y teniendo en cuenta los problemas de salud de su padre, nos queda muy poco tiempo. Debe de haber alguna manera de darle la vuelta a esta situación, pero ¿cómo?

– Estoy abierto a cualquier sugerencia. Incluso si tenemos éxito y encontramos el pedazo de piedra desaparecido, sin novia mi matrimonio está fuera de cuestión. -Se le escapó una risa amarga-. Con este maleficio pendiendo sobre mi cabeza, la poco halagüeña historia en los periódicos y los rumores que lord Hedington hará circular al respecto de mi capacidad para… cumplir con mis obligaciones matrimoniales, parece ser que la respuesta a la pregunta planteada en el Times de hoy es: «Sí, el vizconde maldito es la persona más incasable de toda Inglaterra».

«Incasable.» Esa palabra hizo eco en la mente de Meredith. Maldita sea, tenía que haber una manera de… Ella se movió hasta quedar frente a él.

– Incasable -repitió ella pronunciando aquella palabra lentamente, en franca oposición con los pensamientos que se sucedían a toda velocidad por su mente-. Sí, alguien debería nombrarle el Hombre más Incasable de Inglaterra.

– Un título de un dudoso honor -dijo él inclinando la cabeza en un gesto de mofa-. Y una vez más me sorprende que sus palabras suenen tan… entusiastas. ¿Acaso le importaría compartir conmigo sus pensamientos?

– En realidad estaba pensando que podría demostrar usted algún momento de genialidad, señor.

Philip caminó hacia Meredith, sin apartar ni un momento su mirada de los ojos de ella, y se detuvo cuando solo los separaban un par de pasos. Ella notó que su espalda se tensaba, y se obligó a mantenerse en su sitio, aunque por dentro algo le decía que debería retroceder.

– ¿Un momento de genialidad? En claro contraste con todos mis otros momentos, supongo. Un cumplido muy amable, aunque su tono aturdido cuando pronunció esas palabras le han quitado algo de brillo. Una idea genial que se me puede ocurrir, aunque solo sea por un momento, podría ser que me temo que no entiendo qué puedo haber dicho para inspirarle esa idea.

– Supongo que estará usted de acuerdo con que la boda de lady Sarah con lord Weycroft nos coloca a ambos en una situación incómoda. -Él asintió con la cabeza y ella continuó-: Así pues, si es usted el Hombre más Incasable de Inglaterra, y parece bastante claro que así es, la casamentera que sea capaz de casarle conseguiría un éxito increíble. Y si yo fuera capaz de conseguirlo, usted ganaría una esposa y mi reputación se vería restaurada con ello.

– Está claro que mi momento de genialidad sigue dependiendo solo de mí, ya que estoy siguiendo el desarrollo de sus pensamientos y me parece que lo que describe es un buen plan. Sin embargo, a menos que sea capaz de acabar con el maleficio no podré casarme.

– Eso es algo que un hombre tan genial como usted sin duda será capaz de conseguir.

– Si somos capaces de encontrar la parte que falta de la «Piedra de lágrimas». Y suponiendo que tuviéramos éxito, ¿con quién tiene en mente que podría casarme?

Meredith arqueó las cejas, y empezó una vez más a andar de aquí para allá.

– Hum. Sí, eso es un problema. Pero estoy convencida de que en todo Londres habrá alguna mujer que no sea supersticiosa y esté deseando ser cortejada por un hechizado vizconde al que persiguen los rumores acerca de su cuestionable masculinidad, y que seguramente le llenará la casa de reliquias antiguas.

– Le ruego que lo deje antes de que todas esas palabras de cumplido se me suban a la cabeza.

Ella ignoró su comentario jocoso y siguió caminando de un lado a otro.

– Aunque, por supuesto, para asegurar que mi reputación se verá restaurada, debo encontrarle a usted la mujer perfecta. Y no vale cualquier mujer que esté dispuesta a hacer eso.

– Bueno, me alegro de oírlo.

– Pero ¿quién? -Ella seguía andando y dando vueltas a esa idea en su mente, pero de repente se paró y chasqueó los dedos-. ¡Por supuesto! ¡La mujer perfecta para el Hombre más Incasable de Inglaterra es la Mujer más Incasable de Inglaterra!

– Ah, sí. Eso suena maravillosamente.

Ella ignoró una vez más su comentario.

– Ya puedo ver las páginas de sociedad de los periódicos: «El Hombre más Incasable de Inglaterra se casa con la Mujer más Incasable de Inglaterra, y elogiamos a Meredith Chilton-Grizedale, la aclamada Casamentera de Mayfair por haberlos unido». -Frunció los labios y se golpeó el mentón con un dedo-. Pero ¿quién es la Mujer más Incasable?

Él tragó saliva y dijo:

– En realidad, creo que yo lo sé.

Meredith se detuvo en seco, dio media vuelta y se dirigió hacia él con entusiasmo:

– Excelente. ¿Quién es?

– Usted, miss Chilton-Grizedale. Cuando la alta sociedad lea la edición de mañana del Times, usted será la Mujer más Incasable de Inglaterra.

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