19

Philip se arrodilló al lado de Meredith, quien se apretaba la cabeza con ambas manos y se quejaba. Intentó no dejar escapar un suspiro de desánimo y silenció un «¡No!» que rebotaba por todo su cerebro. La caída, el dolor de cabeza, el maleficio… todo eso no podía estar sucediéndole de verdad. No cuando por fin se habían encontrado. No cuando su futuro, hacía solo unos segundos, aparecía tan brillante en el horizonte.

Intentando apartar de sí los aguijones de miedo que se le estaban clavando, la alzó en sus brazos y la llevó hasta la cama, donde la tumbó sobre el colchón tras echar a un lado la colcha color borgoña. Su cutis estaba extremadamente pálido y su rostro arrugado en una mueca de dolor.

– Nunca había tenido un dolor de cabeza como este -murmuró ella-. Me siento como si la cabeza me ardiera y estuviera a punto de estallar.

«En la cabeza luego sentirá un infernal dolor.» Philip la cubrió con la colcha y luego se sentó un momento a su lado, tomando su mano y rezando para que todos los poderes del cielo intervinieran para salvarla. Para que le ayudaran a encontrar el pedazo de piedra desaparecido. «Por favor, por favor, que no se muera.»

Inclinándose, Philip rozó con sus labios la frente de Meredith.

– Voy a dejarte un momento para preparar una tisana que te alivie el dolor.

Se acercó al armario y sacó de él una bolsa de cuero. Rebuscando en el interior extrajo una botella de uno de los misteriosos remedios de Bakari. Philip no sabía exactamente qué contenía la botella, pero sabía por experiencia que era efectivo contra los dolores de cabeza. Añadió varias gotas a un vaso de agua y volvió al lado de ella.

– Bébete esto -le dijo, ayudándola a incorporarse.

Cuando ella hubo bebido el contenido del vaso, la volvió a acomodar contra los almohadones. Ella abrió los ojos y una temblorosa media sonrisa elevó uno de los extremos de sus labios.

– Lo siento, Philip. No pretendía empañar de esta manera nuestras investigaciones.

– Meredith, me temo que lo que tienes no sea un simple dolor de cabeza.

– ¿Qué quieres decir?

– La serie de acontecimientos de esta mañana. Nos hemos declarado el amor que sentimos el uno por el otro. Yo te he pedido que te cases conmigo y tú has aceptado. Hemos hecho el amor. Luego te has caído y ahora te duele la cabeza.

La comprensión en medio de la confusión apareció reflejada en sus ojos.

– El maleficio. Pero no estamos casados.

– Recuerda las dos líneas que dicen: «Una vez que tu prometida haya sido am…» y «Nada podrá salvar…». Creo que «am» debe de ser parte de la palabra «amada». Y tú eres mi prometida. Te he dicho que te amaba. Me temo que al hacerlo he hecho que caiga sobre ti el maleficio.

Ella abrió los ojos con una combinación de miedo e incredulidad.

– ¿Y eso significa que dentro de dos día voy a… morir?

Él sintió un fuerte dolor en las entrañas al oír aquella pregunta y agarró sus frías manos entre las suyas.

– Significa que solo tengo dos días para encontrar el pedazo de piedra desaparecido y para averiguar cómo romper el maleficio.

– ¿Y si no lo consigues?

Se miraron el uno al otro en silencio durante un largo momento, conociendo ambos la espantosa respuesta, una respuesta que ninguno de los dos podía poner en palabras.

– No te fallaré en esto, Meredith. Tu vida depende de mi éxito, y no hay nada más precioso para mí que tu vida.

El labio inferior de Meredith se estremeció, pero una llama de determinación ardía en sus ojos.

– Bueno, también es algo bastante precioso para mí, especialmente ahora que mi futuro te incluye a ti, y no tengo ninguna intención de dejarme vencer por esto. ¿Qué puedo hacer para ayudarte?

– Puedes quedarte aquí, en la cama.

– ¡No estoy dispuesta a hacerlo! No puedes pretender que me quede aquí tumbada cuando…

– Meredith. -Él le rodeó el pálido semblante con las manos-. Necesito que te quedes aquí, por el momento. -Enfatizó las últimas palabras; y para prevenir la contestación que podría esperar de ella, añadió-: De esa manera sabré que estás a salvo. Andrew, Bakari y Edward me ayudarán a buscar en las cajas que quedan en el almacén y en las que hay en el Sea Raven.

– Philip, yo puedo ayudarte a buscar. Necesitarás todas las manos de las que puedas disponer. Y en cuanto a mi seguridad, me sentiré más a salvo contigo que en ninguna otra parte.

Él dejó escapar un largo suspiro y le acarició la cara con las manos. Ella tenía razón; sabía que estaría a salvo si la tenía a la vista. Y Dios era testigo de que no tenía ningunas ganas de pasar ni un solo minuto alejado de ella.

– ¿Te encuentras lo suficientemente bien?

– Sí. Todavía me duele la cabeza, pero ya no tan fuerte.

Le tocó las pálidas mejillas con las yemas de los dedos sintiendo la imperiosa necesidad de decirle lo que sentía, pero sin saber cómo hacerlo.

– Lo siento, Meredith. No sabía que…

– Por supuesto que no lo sabías. -Ella colocó una mano sobre las manos de él y volvió la cara para darle un beso en la palma-. Conseguiremos salir de esto, juntos, Philip. Ya lo verás.

A Philip se le hizo un nudo de emoción en la garganta. En lugar de sentirse enfadada con él por haber hecho caer aquella maldición sobre ella, o en lugar de sucumbir al pánico, Meredith le estaba animando con amor. Y con determinación. Y sin embargo, él no le había ofrecido nada más que su propio miedo.

– Juntos -repitió él-. No dejaré que sufras ningún daño, Meredith. Te doy mi palabra.

– Eso es lo único que necesito -dijo ella sonriéndole.

A él le dio un vuelco el corazón al ver la confianza que se reflejaba en los ojos de ella. Solo le quedaba rogar para que no se equivocara al poner en él su confianza.

– De acuerdo. Vamos a vestirnos. No hay tiempo que perder.

El coche de caballos de alquiler estaba aún a medio kilómetro del almacén cuando Philip olió el aire y frunció el entrecejo.

– Huele a humo.

– Sí, yo también lo huelo -dijo Meredith asintiendo.

Intercambiaron una mirada y Philip se dio cuenta de que ella tenía el mismo presentimiento que se había instalado en él. Pero al cabo de unos minutos, en cuanto llegaron al almacén, sus miedos se vieron aplacados. Fuera lo que fuese lo que estaba ardiendo, no se trataba del almacén.

Como no vio su carruaje por los alrededores le dijo al cochero:

– Espérenos aquí.

Ayudó a Meredith a bajar del coche, y enseguida entraron en el almacén siguiendo el laberíntico camino que les conducía hasta donde estaban guardadas las cajas de Philip. No había nadie allí, pero alguien había dejado una nota clavada en una de las cajas. Philip le echó una ojeada a la misiva.

Ya hemos acabado con las cajas de aquí. No hemos encontrado nada que se parezca a la piedra desaparecida. Nos vamos a los muelles a esperar la llegada del Sea Raven.

El hecho de que no se hubiera encontrado el pedazo de piedra desaparecido en aquellas cajas le hizo sentir como si un nudo se apretara alrededor de su garganta. Tenía menos de cuarenta y ocho horas para resolver aquel rompecabezas, antes de que se abriera la trampilla del cadalso. Tomando a Meredith de la mano se dirigieron a la salida. Cuando abrieron la puerta les llegó el ácido olor a humo, más fuerte que antes, llenando sus orificios nasales. El cochero apuntó con su látigo hacia una negra nube de humo que se elevaba en el aire.

– Parece que viene de los muelles -dijo el cochero con voz sena.

Una vez más, Philip sintió un estremecimiento premonitorio que le recorría la espalda.

– Llévenos allí enseguida -le dijo al cochero ayudando a Meredith a subir a la calesa.

Philip le agarró las manos en cuanto el coche empezó a moverse por las estrechas callejuelas.

– ¿Cómo va el dolor de cabeza?

– Mejor.

– Pero ¿todavía te duele?

– Sí -contestó ella mirándole con ojos serios.

Se notaba que ella estaba intentando hacer acopio del coraje suficiente, pero sombras de miedo empañaban su mirada. Él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para reconfortarla, pero no sabía qué. Hacía solo quince días ni siquiera conocía la existencia de aquella mujer, y ahora sentía que su corazón estaba en manos de ella. Y que él tenía en sus manos su futuro y su vida. Su propia vida dependía de su habilidad para acabar con aquel maleficio.

Sin poder evitar tocarla, Philip se movió desde el asiento que había frente a ella hasta el que estaba a su lado. Luego la rodeó con los brazos y le apretó los hombros con fuerza. Ella le echó los brazos al cuello y apoyó su cabeza en el pecho de él. Cerrando los ojos, Philip la mantuvo apretada contra su cuerpo, con su cálido aliento rozándole la cara y su pelo suave acariciando su mandíbula. «No la voy a perder. No puedo perderla.»

Se oyó una explosión ensordecedora y el coche se detuvo. Meredith se quedó rígida en su asiento con los ojos abiertos como platos.

– ¿Qué ha sido eso?

– Parecía una explosión de pólvora -dijo Philip con un nudo en el estómago.

Gruesas nubes de humo negro se alzaban en la distancia, por detrás de los edificios que había exactamente delante de ellos. El caballo resopló con fuerza y Philip oyó al cochero tratando de tranquilizar al animal.

– Creo que no voy a poder acercarme más, señor-dijo el cochero-. El caballo se ha asustado por la explosión y ha olido el humo de lo que sea que esté ardiendo. Me temo que no podré hacer que siga adelante.

– Seguiremos a píe -dijo Meredith desde detrás.

Con una incómoda sensación en todos sus nervios, Philip asintió con la cabeza. Sacó unas cuantas monedas del bolsillo y se las dio al cochero. Luego, fuertemente agarrados de las manos, los dos dieron la vuelta al edificio que tenían delante.

En el momento en que doblaban la esquina, Philip se detuvo en seco. Había un barco envuelto en llamas y humo. El barco se desplazaba por el río, ya que obviamente lo habían soltado de las amarras para que el fuego no afectara a los demás barcos del muelle. Había montones de hombres corriendo de aquí para allá por el muelle, llevando cubos de agua con los que intentaban apagar varios pequeños fuegos que se habían declarado en tierra firme.

– ¡Qué desgracia! -dijo Meredith apretándole las manos.

– Sí. -Pero Philip sospechaba que todavía no se había dado cuenta de lo grande que era aquella desgracia. Porque el barco que iba a la deriva por el río era el Sea Raven.

En medio de las nubes de humo negro, Philip divisó una figura familiar.

– Vamos, creo que he visto a Andrew.

Manteniéndose muy juntos, avanzaron por el camino de adoquines. Cuando llegaron al muelle, Philip le tocó el hombro a Andrew. Su amigo se dio media vuelta, saludó a Meredith con una inclinación de cabeza y se quedó mirando a Philip con una mueca de asombro en la cara.

– ¿Cómo ha sucedido? -preguntó Philip.

– No lo sé. Cuando acabamos de catalogar las últimas cajas del almacén, vinimos aquí. En ese momento estaban amarrando el barco. Había gente por todas partes, y Edward, Bakari y yo nos separamos. No sé cómo, de repente el barco empezó a arder, y poco después se oyó una explosión.

– Pólvora -murmuró Philip-. Había unos doce barriles a bordo.

– Sí. No puedo hacerme a la idea de que ese barco haya viajado seguro desde Egipto solo para ser destruido precisamente a su llegada.

– ¿Ha habido heridos?

– Algunos quemados sin importancia, y uno de los marineros se ha roto una pierna. Pero no ha habido muertos, gracias a Dios. Si la pólvora hubiera explotado antes, cuando la tripulación estaba todavía a bordo, habría sido un gran desastre. -Sus miradas se encontraron-. Desgraciadamente no se ha podido salvar la carga. Se han perdido todos los objetos que iban a bordo.

– ¿Dónde están ahora Edward y Bakari?

– No lo sé. -Hizo un gesto vago con las manos-. Deben de estar por aquí cerca, eso es seguro.

Philip sintió una presión en su brazo. Se dio la vuelta y se encontró con la mirada profundamente preocupada de Meredith.

– ¿Los objetos? -murmuró Meredith-. Dios mío, ¿ese era el Sea Raven?

– Me temo que sí. -A Philip se le encogió el corazón al ver el miedo y la resignación que destilaban los ojos de ella.

– De modo que esto es todo -dijo Meredith con una voz completamente desprovista de expresión-. Ya no tenemos ninguna esperanza de encontrar el pedazo de piedra desaparecido. Lo cual significa que moriré en menos de cuarenta y ocho horas.

– ¿Qué es lo que está diciendo, miss Chilton-Grizedale? -preguntó Andrew con la voz llena de perplejidad-. ¿De qué está hablando, Philip?

Antes de que Philip pudiera contestar, Edward y Bakari se reunieron con ellos. Al igual que Andrew, las ropas de los otros dos estaban tiznadas de humo negro.

– Qué horrible tragedia -murmuró Edward sacudiendo la cabeza-. Gracias a Dios no ha habido que lamentar pérdidas. -Se volvió hacia Andrew-. ¿Dónde te habías metido? No te he visto por ninguna parte hasta que hemos llegado a los muelles.

– Lo mismo podría decir yo de ti -contestó Andrew levantando las cejas.

– Mucha gente, mucha confusión -dijo Bakari. Luego señaló hacia el agua-. Mirad.

Todos ellos se volvieron para mirar el barco, y durante los siguientes minutos se quedaron observando en silencio cómo se iba hundiendo poco a poco en el agua, hasta llegar a desaparecer completamente de la vista.

– Todo nuestro trabajo, todas las antigüedades… -Edward meneó la cabeza y luego le puso una mano a Philip sobre el hombro-. Es una pérdida terrible para ti, Philip.

– Eso no tiene importancia. Lo que importa es que encontremos la manera de romper el maleficio. Antes de que sea demasiado tarde. -Su mirada se detuvo en cada uno de sus tres amigos-. Meredith ha sido afectada por el maleficio.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Andrew con un tono seco de voz.

– Quiero decir que la cólera de este maldito maleficio ha caído sobre ella.

– Pero ¿cómo? -preguntó Edward-. ¿Te has casado con ella?

– No. Pero le he pedido que se case conmigo. Y al poco de que lo hiciera, ella se cayó y después sufrió un terrible dolor de cabeza.

Las miradas de Andrew, Edward y Bakari se clavaron en Meredith, con expresiones que iban desde la compasión hasta el horror. Ninguno de ellos se atrevió a decir que posiblemente su caída y su posterior dolor de cabeza no fueran más que simples coincidencias.

– ¿Qué podemos hacer para ayudar? -preguntó Andrew en voz baja.

– Quiero que tú acompañes a Meredith a mi casa. Que se acomode allí mientras tú cuidas de ella. -Philip dirigió a Andrew una mirada elocuente, y su amigo asintió con la cabeza entendiendo que «cuidar de ella» significaba no perderla de vista. Luego se volvió hacía Meredith-: ¿Quieres pasar antes por tu casa? Ella negó con la cabeza.

– Ahora no. No quiero que Charlotte y Albert se preocupen. Aunque, por supuesto que los tendré que ver… pronto.

– Los podrás ver cada día, durante muchos años -le dijo Philip apretándole las manos. A continuación se dirigió a Bakarí-: Quiero que vayas a casa de mi padre y que los tengas vigilados a él y a Catherine. Y Edward, sí no te importa, me gustaría que investigaras cómo se ha producido el fuego y después lo notifiques a las autoridades competentes.

– ¿Y qué es lo que vas a hacer tú? -preguntó Meredith.

– Yo pasaré por el almacén para echar una última ojeada a los libros. Puede que encuentre algo que me dé alguna idea. Luego me reuniré contigo en casa.

Edward se despidió de ellos con la promesa de ponerse en contacto en cuanto averiguara algo. Philip y Meredith siguieron a Andrew hasta donde estaba el carruaje de Greybourne, a varias manzanas de allí. Cuando Andrew y Bakari doblaron una esquina ofreciéndoles un poco de privacidad, Philip se detuvo y apretó a Meredith contra él. Antes de que ella pudiera emitir una palabra, él le cubrió los labios con su boca en un beso duro y entregado, empañado por la desesperación y el temor que lo dominaban. Ella le devolvió el beso con la misma desesperación y con un miedo palpable. Apartándose de su boca, Philip le tomó la cara entre las manos y la miró fijamente a los ojos.

Meredith torció la boca en una leve sonrisa.

– Esperando a que tus amigos doblen la esquina para besarme… qué respetuoso te has vuelto. Aunque debería puntualizar que besarme en plena calle es algo muy escandaloso.

– Durante las próximas cinco o seis décadas tengo la intención de hacer mucho más que besarte en plena calle. Pienso hacerte el amor bajo las estrellas en un jardín inglés a la luz de la luna. En las cálidas playas del Adriático. Y en un montón de lugares más. Para demostrarte y para decirte cada día lo mucho que te quiero.

Ella parpadeó rápidamente para hacer desaparecer la humedad que se acumulaba en sus ojos antes de que él la viera.

– Estaré encantada de esperar a que eso ocurra.

Dándole un beso rápido, la tomó de la mano y dio la vuelta a la esquina para llegar hasta el carruaje que les estaba esperando ante la fachada del edificio que había enfrente. Adelantándose al lacayo, él mismo abrió la puerta y ayudó a Meredith a entrar en el coche, donde ella se sentó en el asiento opuesto al que ocupaban Andrew y Bakarí.

– No tardaré en volver a casa -le dijo él apretándole las manos.

– ¿No subes para que te llevemos en coche hasta el almacén? -preguntó ella.

– No. No está demasiado lejos, y creo que un paseo le sentará bien a mi cabeza. -Se dirigió a Andrew y a Bakari-: Tened cuidado.

Luego cerró la puerta y le dio la señal al cochero para que partieran. Se quedó mirando el carruaje mientras doblaba la esquina, y apoyándose firmemente en su bastón se dirigió hacia el almacén.

Desde que era un niño, pasear siempre había sido para él un reconfortante bálsamo que le ayudaba a aclarar sus pensamientos de una manera lógica y metódica. Y solo Dios sabía que jamás en la vida había necesitado eso más que ahora. Avanzando por las estrechas callejuelas, se dedicó a repasar la miríada de pensamientos que daban vueltas por su cabeza, intentando desbrozarlos uno a uno.

No le cabía ninguna duda de que la destrucción del Sea Raven había sido deliberada. Quienquiera que hubiera hecho arder el barco no solo había provocado un daño irreparable, sino que la descarada audacia de aquel acto le daba a entender que su enemigo estaba cada vez más desesperado.

¿Quién lo habría hecho? ¿Quién estaba tan empeñado en verle sufrir? ¿Y por qué? Desgraciadamente, las investigaciones de Andrew no habían ofrecido ninguna respuesta.

Dando la vuelta a la última esquina llegó hasta el almacén. Caminó entre los pasadizos repletos de cajas dirigiéndose directamente a la oficina. Abrió el escritorio en el que guardaba los libros y se quedó helado. Encima de uno había un trozo de papel.

Tengo la piedra que estás buscando. Vas a sufrir.

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