Solo quedaban nueve cajas.
A las seis de la tarde habían acabado de buscar en tres cajas más, sin éxito. Descorazonado, Philip decidió hacer un descanso en el trabajo. Le dolían los músculos, la húmeda camisa se le pegaba al cuerpo como una incómoda segunda piel que deseaba quitarse, y le retumbaba en el estómago un hambre que ya no podía ignorar por demasiado tiempo. De hecho, el trabajo debería haber acabado horas antes si Meredith no hubiera tenido la prudencia de traer con ella una cesta llena de panecillos, bollos, queso, jamón y una botella de sidra.
No tenía intención de dejar de trabajar en todo el día, pero un poco de comida y cambiarse de ropa le vendrían bien. Además, ya no podía pedirle más a su padre, a Meredith o a Goddard por hoy. Todos ellos habían trabajado sin descanso y sin que ni una sola queja saliera de sus labios. Había obligado a su padre a que se tomara varios descansos, pero el conde parecía revivir con el trabajo, y todas las veces había sido reacio a abandonarlo por mucho que Philip insistiera.
Además de comer y cambiarse de ropa, Philip también quería ver a Andrew, que posiblemente aún no se encontraba bien, o que tal vez había ido al museo. Tenían muchas cosas de las que hablar.
Su padre y Goddard se dirigieron a lo largo del pasillo hacia la salida. Antes de que Meredith les siguiera, Philip le preguntó:
– ¿Puedo hablarle un momento, Meredith?
Goddard se detuvo mirando a Meredith por encima del hombro con expresión interrogativa.
– Está bien, Albert -dijo ella con una sonrisa cansada-. Me quedaré sola un momento.
Asintiendo con la cabeza, Goddard siguió avanzando por el pasillo.
Cuando estuvo seguro de que no le podían oír, Philip se acercó hacia ella, parándose en seco cuando solo les separaban dos pasos. Motas de polvo ensuciaban sus mejillas pálidas y su lustroso cabello negro, por no mencionar los desperfectos que el trabajo había ocasionado en su vestido marrón. Tenía un aspecto cansado, despeinado y sucio. Aunque se sintió culpable por haberla colocado en aquella situación, no podía negar que incluso cansada, despeinada y sucia la encontraba más atractiva que cualquiera de las damas perfectamente arregladas que jamás hubiera visto. Sus dedos ardían de deseos de tocarla y acariciarla, y de llegar aún mucho más allá.
– Quiero agradecerte la ayuda que me has ofrecido hoy, la tuya y la de Goddard, y que hubieras pensado en traer algo de comida y bebida. Me temo que cuando estoy absorto en el trabajo suelo olvidar esas costumbres tan humanas como comer y beber. Tu previsión entra dentro de la categoría de «absolutamente genial».
Ella le regaló una tentativa de sonrisa.
– Gracias, pero la verdad es que entra más en la categoría de «autopreservación». Supuse que estaríamos aquí casi toda la tarde, y además sospeché que a nadie se le iba a ocurrir pensar en comida o bebida hasta que todos estuviéramos completamente hambrientos. Y sabía que si yo era la primera persona en sugerir que abandonáramos el trabajo para dedicarnos a nuestro mantenimiento se me habría tachado de…
– ¿Flor de invernadero?
– Exactamente. Y por lo que veo mi plan funcionó perfectamente, porque en lugar de colocarme en la categoría de «blanda y débil mujer» crees que soy un genio.
– Bueno, la comida que nos has ofrecido era exquisita y absolutamente deliciosa. Una de las comidas más perfectas que recuerdo en muchos años.
– Eso es solo porque estabas muy hambriento. Habría apostado que aunque te hubiera servido empanadas de serrín te habrías lanzado sobre ellas con la misma ansiedad.
– Hum. Seguro que tienes razón. Pero tal y como lo has hecho, nos has salvado el día, y en agradecimiento por tu generosidad al proveerme de tan deliciosa comida, quiero devolverte el favor. ¿Quieres cenar conmigo mañana por la noche?
– ¿Cenar contigo? -preguntó ella con una mirada llena de cautela.
– Sí. -Los labios de él se doblaron hacia arriba-. Estoy seguro de que no te parece tan horroroso como aparentas. Te prometo que no te serviré empanadas.
Philip no podía aceptar que ella estuviera intentando rechazar su invitación, de modo que, antes de que pudiera hacerlo, él añadió:
– Esa puede ser una perfecta oportunidad para seguir conociendo más a fondo a algunas de las damas de la fiesta de anoche.
Ella parpadeó dos veces, a lo que le siguió una mirada de innegable alivio que a él le pareció de lo más descorazonados. Inmediatamente ella cambió su expresión por lo que parecía ser un destello de desilusión que él encontró muy estimulante.
– Oh, ya. ¿Quieres decir invitando a otras personas también?
– Yo mismo enviaré las invitaciones. Creo que ocho será un buen número para una cena animada: tú y yo, y otras seis jóvenes. Echaré un vistazo a la lista de la fiesta de anoche y elegiré. ¿Puedo contar contigo?
– Sí, estaré encantada.
– Excelente. Enviaré a Bakari para que te recoja en mi carruaje. ¿Te parece bien a las siete en punto?
– Eso será perfecto. -Se lo quedó mirando durante varios segundos, y luego añadió en voz baja-: Philip… me alegro de que estés dando pasos para conocer más a fondo a esas jóvenes damas. Cualquiera de ellas sería una admirable y respetable esposa para ti.
– Cuento con ello, Meredith. Ambos queremos que elija a una admirable y respetable esposa, y quédate tranquila, estoy intentando que ambos consigamos exactamente lo que queremos.
Cuando Philip llegó a casa, Bakari le informó de que Andrew había pasado el día en el museo y todavía no había regresado. Philip pidió que le prepararan un baño caliente y, mientras esperaba que la bañera estuviera lista, se retiró con Bakari a su estudio privado y engañó a su apetito con varias rebanadas de pan fresco y unas lonchas de queso.
Después de haber informado a Bakari de los acontecimientos del día, le dijo:
– Tengo el mal presentimiento, Bakari, de que ese «barco» que falta es precisamente lo que estamos buscando. Y ya sabes tú de qué manera suelen tender a cumplirse mis malos presentimientos.
– La tormenta de arena en Tebas, la tormenta de Chipre, el robo de las tumbas en El Cairo, no se lo recuerde a Bakari -dijo el mayordomo estremeciéndose.
– Me parece muy extraño que sea el único objeto que falta, y ya sabes que no soy alguien que crea en las coincidencias. Si no fuera así, no andaría compartiendo mis preocupaciones, ya que no quiero que los demás se preocupen. Aunque me niego a perder la esperanza. Todavía quedan nueve cajas en el almacén y la próxima semana espero que llegue el Sea Raven con el cargamento de los objetos que aún faltan. Puede que ese «barco de yeso» aparezca entre los objetos que están por llegar. -Se hurgó los cabellos con las manos-. Por todos los demonios, tendría que haberme dado cuenta. Espero que este no acabe siendo el error más caro de toda mi vida.
– Bakari reza por ello -dijo el pequeño hombre con ese tono grave que tan bien conocía Philip.
Era la típica frase de Bakari: «Rezaré por todo lo que valga la pena rezar, aunque probablemente no arregle mucho las cosas». Por todos los demonios.
Tras acabar con la última rebanada de pan, Philip dijo:
– Hay algo más que quiero comentar contigo. Quiero que dispongas una pequeña cena íntima para mañana por la noche. De estilo mediterráneo.
– ¿Íntima? -Los ojos de Bakari brillaron.
– Sí. -Philip le dio las instrucciones para la cena, sabiendo que Bakari las memorizaría y las llevaría a cabo al pie de la letra. Cuando acabó de dictarle las instrucciones, se levantó-. Mi baño debe de estar casi preparado. Cuando acabe ya habrá llegado Andrew. Ya es casi la hora de cenar y él no es de los que se pierden una cena.
Cuando Philip, arreglado, lavado y vestido con ropa limpia, entró en el comedor, con cuarenta y cinco minutos de retraso, Andrew estaba ya sentado a la mesa de cerezo disfrutando de un tazón de lo que parecía una reconfortante sopa. Haciéndole una seña al camarero para que le trajese lo mismo, Philip se sentó en la silla que había enfrente de Andrew, cuyo pelo y ropa evidenciaban rastros de polvo y suciedad.
– Me alegro de que ya te encuentres mejor.
– No tanto como me alegro yo. -Su mirada se detuvo en las ropas y el pelo limpio de Philip-. Me da envidia el baño que has tomado. He pedido que me preparen uno, pero antes tenía que comer. Pensé que al personal le horrorizaría que me sentara a la mesa con el aspecto de haberme estado arrastrando por un suelo polvoriento. Pero por suerte Bakari estaba aquí para hacer de intermediario, porque cuando llegué creí que me iban a echar a la calle.
Cuando el camarero hubo depositado el tazón delante de Philip, este lo despidió. Andrew y él cenaron en silencio concentrados durante varios segundos antes de que Philip comenzara a hablar.
– Como he visto que en el momento en que he entrado no has saltado sobre mí con la buena noticia de que habías encontrado el pedazo de piedra desaparecido, supongo que la búsqueda de hoy en el museo ha sido infructuosa.
– Desgraciadamente, sí. Solo quedan tres cajas. Edward me ha estado ayudando, al menos todo lo que le ha permitido su mano herida. Me ha contado lo que pasó anoche. Un asunto muy desagradable. Ha tenido suerte de vivir para contarlo. Dice que cree que se rompieron algunas piezas durante el asalto.
– Por desgracia sí, hay cinco piezas rotas. De todos modos, podría haber sido mucho peor.
Andrew lo miró con expresión interrogante.
– ¿Robaron algo?
Philip le puso al día de los acontecimientos, hablándole de la muerte del guardián y de la desaparición del barco de yeso.
– Maldita sea, Andrew, tendría que haberlo supuesto.
– Yo también miré esos libros, al igual que Edward y Bakari. A ninguno de nosotros se le ocurrió, Philip. No te eches la culpa a ti solo.
– Está claro que el responsable de las notas y del robo es la misma persona -dijo Philip asintiendo con aire ausente-. Tengo que descubrir su identidad antes de que alguien más resulte herido. Por eso, he pensado en contratar a un detective de Bown Street para que investigue el caso. Creo que el responsable debe de ser alguien que navegaba con nosotros en el Dream Keeper. Alguien que conoce las antigüedades y el maleficio.
Andrew estudió su cara durante unos segundos y luego dijo:
– ¿Por qué no me dejas que dirija yo la investigación? Edward puede dedicarse a buscar en el resto de cajas que quedan en el museo. Conozco a todos los que viajaban en el Dream Keeper, y ya sabes que soy capaz de sacarle a cualquiera toda la información que necesite.
– Sí, la verdad es que ya lo demostraste al recuperar la estatua de Afrodita que nos habían robado en Atenas, y eres perfectamente capaz de defenderte solo de cualquier ataque. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
– Claro. Deseo detener a ese mal nacido tanto como tú. Empezaré mañana por la mañana.
– Perfecto. Gracias. -Aliviado y confiando en que Andrew sería capaz de descubrir la verdad, Philip añadió-: También he mantenido hoy una interesante conversación con el amigo y mayordomo de Meredith, Albert Goddard. -Le hizo un breve resumen de lo que sabía y le contó de qué manera había llegado Goddard a vivir con Meredith.
– Goddard ha tenido mucha suerte de sobrevivir a una infancia tan horrible -dijo Andrew con cara apesadumbrada-. Está claro que tu miss Chilton-Grizedale esconde mucho más de lo que salta a la vista.
– Sí. Esa dama es un enigma. Y ya sabes tú cuánto disfruto con los enigmas.
– ¿Eso es lo que pretendes hacer? ¿Disfrutar con ella?
– En realidad, he decidido seguir tu consejo.
– Como bien debías hacer ya que, ejem, yo raras veces me equivoco. Y ¿qué estrategia has decidido seguir, exactamente?
Miró a Andrew por encima de los cristales de sus gafas.
– Voy a cortejarla. Antes de conocer a Meredith estaba completamente decidido a casarme con una mujer a la que no conocía para cumplir el trato que hice con mí padre. Pero ahora que debo elegir a alguien como esposa, prefiero casarme con alguien que… me guste. Alguien a quien desee.
– Una sabia decisión. Yo no me podría imaginar casándome con alguien a quien no conozco. Por supuesto, me sentiría indudablemente mucho mejor si tú sintieras algo más que… atracción por míss Chilton-Grizedale.
– Apenas la conozco.
– Por lo que yo he visto, la conoces todo lo que hace falta conocerla. Pero que te guste y que la desees es sin duda un buen comienzo. Dado que los gestos románticos no son tu fuerte, estaré encantado de ofrecerte unos cuantos consejos.
Philip le miró circunspecto.
– Contrariamente a lo que tú crees, ya he hecho algunos de esos gestos.
«¿Algunos?», puntualizó su voz interior, «no definitivamente». Pensar en ellos no significaba haberlos llevado a cabo. Pero es que no había encontrado aún a la mujer adecuada que le inspirase esos gestos. Hasta ahora.
– Y para acabar, he invitado a Meredith a cenar conmigo mañana por la noche.
– ¿Una cena? Estaré encantado de asistir.
– Lástima, porque no estás invitado.
– Ah, ¿y de qué tipo de fiesta se trata? No hace falta que te preocupes, me esfumaré si así lo deseas. Volveré al salón de boxeo Jackson para caballeros. Lo pasé bastante bien allí anoche, y me gustaría repetir la experiencia. -Una lenta sonrisa elevó uno de los extremos de la boca de Andrew-. Partirle la cara a alguien en el cuadrilátero es una buena manera de sacarse de encima las decepciones. Ya sabes cómo me gustan las buenas peleas.
– ¿Anoche? -La mirada de Philip se fijó en la mano de Andrew y se dio cuenta de que estaba hinchada, con los nudillos llenos de rasguños-. Pensaba que te habías quedado en la cama.
– Y así fue. Pero me sentí mejor después de tomarme la poción de Bakari y salí a dar una vuelta por la ciudad. Recordé que tú habías mencionado el club Jackson en alguna ocasión y decidí hacer una visita al establecimiento.
– Mi padre me ha dicho esta mañana que creyó verte por la calle, pero yo le aseguré que no podías ser tú. No sabes lo que me alegro de que no haya dos como tú dando vueltas por Londres. -Arqueó una de las cejas-. No sé por qué Bakari no me comentó que habías salido.
– Salí sin que me vieran los criados de las escaleras, para no molestar a quienes estaban en la fiesta.
– Nos habría alegrado que te unieras a nosotros.
– Es muy amable por tu parte, te lo aseguro; pero tenía miedo de que si me unía a la velada, todas las mujeres que estaban allí para observarte a ti podrían haber quedado prendadas de mi fascinante encanto americano. -Tosió modestamente contra una mano-. No quería deslucir tu presencia.
– Créeme que habrías sido bienvenido por la mayoría de ellas, excepto por una.
– Hum, si. Miss Chilton-Grizedale. Puede que hayas dejado prendada a más de una jovencita antes, pero estoy seguro de que ahora te das cuenta de que hay una gran diferencia.
– Sí, esta vez me importa -dijo Philip asintiendo lentamente.
– Pero cortejarla puede representar un desafío, especialmente cuando todas sus energías están centradas en encontrarte una esposa.
Una lenta sonrisa hizo que los labios de Philip se doblaran hacia arriba mientras alzaba su copa de vino.
– Sí, pero no tendrá que preocuparse más por eso, dado que ya he elegido a una. Además, ya sabes cuánto me gustan los desafíos. -Echó un vistazo al reloj de la pared-. Y hablando de desafíos, ¿estás con ánimos para una búsqueda en las cajas del almacén esta noche?
– Por supuesto.
– Excelente. Y como el East End nos viene de camino, podremos parar en algún bar para tomar una copa.
– Eso suena muy bien. ¿Acaso andas buscando algo… aparte de problemas?
– Información.
– ¿Sobre…?
– Un deshollinador llamado Taggert.
A la mañana siguiente, con los ojos arenosos por la falta de sueño, Meredith entró en una calesa, mirando hacia delante, mientras Albert manejaba las riendas. Él iba sumido en sus pensamientos, cosa que ella le agradecía, mientras que su propia preocupación la hacía mantenerse en silencio.
Philip. Maldición, tenía que dejar de pensar en él. Pero ¿cómo? La noche pasada, él había ocupado todos los rincones de su cerebro -lo cual ya era bastante malo, pero la manera en que ocupaba sus pensamientos era de lo más perturbador.
Estuvo imaginando cómo le arrancaba la ropa, y luego pasaba sus manos por la cálida carne de él, explorando cada músculo y cada rincón de su cuerpo. A continuación, Philip le devolvía el favor, arrancándole el vestido, acariciándola por todas partes con la boca y las manos, y acababa haciéndole el amor con suave, lánguida y exquisita delicadeza.
Esas imágenes habían estado rondando por su imaginación toda la noche, y habían invadido sus sueños cuando ya había conseguido dormirse. Se había tumbado en la cama, sola, con el corazón saliéndosele del pecho, el cuerpo tenso de deseo y decepción, y la carne entre sus muslos húmeda y dolorida. En el pasado, en aquellas ocasiones en que tales sensaciones la habían asaltado -experimentar la pasión de un beso masculino, sentir unas manos sobre su piel, la sensación de un hombre dentro de su cuerpo- su amante imaginario había sido siempre alguien sin nombre, un producto de su imaginación. Y alguien completamente desestimable. Pero Philip no era un producto de su imaginación. Era un hombre de carne y hueso que la atraía a todos los niveles. Le gustaba. Le gustaba su sonrisa fácil y su comportamiento burlón. La inteligencia que evidenciaban sus cálidos ojos marrones. La pasión que sentía por las antigüedades. Admiraba la parte de él que había rescatado un cachorro abandonado y admiraba el cariño con el que había tratado a Hope, su aceptación y profunda comprensión del problema de Albert. No le había pasado desapercibido que Philip había asignado a Albert tareas que se acomodaran a su discapacidad. Porras, ya no encontraba sus salidas de tono y su falta de cortesía -que, gracias a Dios, empezaban a ser menos frecuentes- como algo fuera de lugar. En el poco tiempo desde que lo conocía, había sabido animar su sentido del humor, su curiosidad, su imaginación, y, qué Dios la ayudara, su cuerpo. Si ella hubiera estado buscando un hombre para sí misma, sin duda no tendría que seguir buscando mucho más…
La realidad cayó sobre ella como un jarro de agua fría. No estaba buscando un hombre. E incluso aunque así fuera, Philip, por muy interesado que estuviera por ella, era una opción imposible. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Gracias al cielo, después de su conversación la noche de la fiesta en su casa, él se dio cuenta claramente de que ella no era una mujer apropiada para él, como lo probaba el hecho de que hubiera organizado la cena de aquella noche. Había dejado de perseguirla, y había vuelto a la lista de jóvenes damas para encontrar a seis que pudieran interesarle. Excelente.
Una sensación incómoda como un calambre le recorrió el estómago. ¿Excelente? Eso no era más que una mentira como un templo. No estaba en absoluto contenta. Se sentía miserablemente celosa y hubiese querido abofetear a cualquier mujer que se atreviera a tocarlo. La idea de él haciendo el amor con una de aquellas perfectas, jóvenes, nubiles y rubias bellezas le daba ganas de ponerse a gritar.
Una ola de resentimiento la invadió ahogándola en su estela. Un resentimiento por no poder permitirse desear una relación con un hombre como Philip. Por no poder contarle la verdad y por la razón que le impedía hacerlo. Resentimiento porque las decisiones que había tomado hacía años, y que no dudó en tomar, todavía marcaban hoy su vida y lo harían hasta que exhalara el último aliento. Resentimiento por saber que nunca podría ser para él nada más que una amante. Aunque un arreglo de ese tipo la pudiera satisfacer físicamente, la destruiría emocionalmente, forzándola a abandonar la respetabilidad por la que tanto y tan duro había luchado, por no mencionar el dolor que le provocaría una relación como aquella cuando acabara, como inevitablemente sucedería. Ella sabía muy bien en qué acababan ese tipo de relaciones. Y el destino con el que se enfrentaba una amante descartada. Meredith no podía permitirse que eso le pasara a ella. No cuando había ido tan lejos para evitarlo. Nunca más.
Seguramente, después de la cena de esa noche Philip elegiría a la novia. En cuanto el problema del maleficio estuviera resuelto, que sin duda sería muy pronto -se negaba a pensar en otra posibilidad-, tendría lugar la boda. Solo era una cuestión de días, y ya no tendría que volver a ver jamás a Philip. Y eso era muy bueno. Su corazón intentó refutar aquella afirmación, pero su cabeza aplastó a su corazón como si fuera un insecto. Y en cuanto a la cena de esa noche, ella se concentraría simplemente en su función de casamentera, asegurándose de que la conversación no decayera, y de no ser así se mantendría en la sombra.
Tomando aire profundamente, estiró la espalda y se alegró de haber podido colocar las cosas en la perspectiva adecuada. Especialmente porque casi habían llegado ya al almacén.
– Te agradezco que me acompañes al almacén y que nos ayudes a buscar en las cajas, Albert.
– No podría hacer otra cosa, miss Merrie. Sobre todo desde que parece que hay algún peligro rondando, con lo del robo y todo eso. Lord Greybourne me dijo que tenía que estar atento y vigilante.
Al cabo de unos minutos llegaron al almacén. Meredith echó a andar por el vasto edificio, entre las motas de polvo que bailaban en el aire caliente, con toda la intención de concentrarse en la búsqueda e ignorar a Philip. Pero sus buenas intenciones se empezaron a tambalear en el preciso instante en que dobló la esquina y se encontró frente a él.
Parecía que llevaba tiempo trabajando, porque una capa de polvo cubría su despeinado pelo castaño y sus gafas estaban a medio camino de la punta de su nariz. Se había quitado la chaqueta y el pañuelo, y se había remangado la camisa hasta los codos. Tenía un aspecto maravilloso. Por Dios, aquel iba a ser otro día terriblemente largo.
En el transcurso de la mañana, Meredith estuvo inmersa en catalogar objetos, con la tensión que sentía al tener que estar tan cerca de Philip moderada por la belleza y el esplendor de las piezas antiguas que iban pasando entre sus manos.
Cuando llevaban aproximadamente una hora trabajando, llegó un caballero al que le presentaron a ella y a Albert como el señor Binsmore. Meredith reconoció su nombre como el del caballero cuya mujer había muerto, supuestamente por culpa del maleficio. Parecía cansado y demacrado, con sus oscuros ojos azules inundados de pena y una palpable tristeza ensombreciendo su carácter amable. Se notaba que estaba profundamente afectado por la muerte de su esposa.
Tras las presentaciones, el señor Binsmore miró a su alrededor y arqueó las cejas.
– Creí que Andrew estaría aquí.
– Está llevando a cabo una investigación para descubrir quién es el responsable del robo -dijo Philip.
– Oh, ¿y ha hecho algún progreso?
– Acaba de empezar esta mañana. Si se descubre algo te lo comunicaré inmediatamente.
– Bien. Hablando de descubrir cosas… He acabado de catalogar las cajas que quedaban en el museo antes de venir. -El señor Binsmore meneó la cabeza-. Allí no había ni rastro del pedazo de piedra que estamos buscando.
– Todavía nos queda la esperanza de que esté entre las cajas que tenemos aquí -dijo Philip apretando la mandíbula-. Y si no, todavía nos faltan las piezas del Sea Raven, que llegará pronto a puerto.
Philip se colocó una mano bajo la cara. Parecía tan preocupado que Meredith tuvo que luchar contra sí misma para no acercarse a él y acariciarle la arruga del entrecejo, o arrobarlo en un abrazo de conmiseración.
Meredith y Albert estuvieron trabajando en una caja, mientras Philip y el señor Binsmore se dedicaban a otra. Meredith era capaz de identificar con facilidad muchas de las piezas, ya que buena parte de ellas eran reconocibles jarras, cuencos y lámparas. A pesar de que eso ralentizaba el trabajo, no podía evitar observar cada una de las piezas durante unos segundos, y luego cerrar los ojos tratando de imaginar a quién habría pertenecido y cómo habría sido la vida de aquella persona de una civilización antigua, en una tierra lejana.
Sus sentidos se quedaron helados cuando de repente notó una presencia detrás de ella.
– Yo hago lo mismo -dijo Philip en voz baja, andando alrededor de ella hasta colocarse delante. Le ofreció una media sonrisa que a ella le pareció entrañable.Toco esos objetos y mi mente se evade mientras trato de imaginar a quién habrían podido pertenecer y qué tipo de vida habría llevado aquella gente.
Con el corazón latiéndole con fuerza, ella le devolvió la sonrisa.
– Yo acabo de decidir que la cuchara y el cucharón pertenecieron a una princesa egipcia que se pasó la vida vestida con elegantes trajes de seda, y a la que se le consentían todos los caprichos.
– Interesante… e intrigante. Una princesa vestida de seda a la que se le consienten todos los caprichos. Dime, ¿no reflejará eso alguno de tus deseos?
Ella se cerró en banda al oír solo mencionar la palabra «deseos», especialmente dado que el objeto de los mismos la estaba mirando con sus intensos y oscuros ojos castaños.
– Creo que todas las mujeres han soñado alguna vez con eso en secreto. Y estoy seguro de que la mayoría de los hombres sueña también alguna vez con que se les concedan todos los deseos.
– Y más aún si se los concede una princesa vestida de seda -dijo él guiñándole un ojo.
Ella dejó escapar una auténtica carcajada. Luego, al darse cuenta de que el señor Binsmore les estaba mirando con expresión curiosa, se tranquilizó y señaló hacia una pieza que estaba en una esquina de la manta.
– La he dejado aparte porque no estaba segura de lo que era -dijo ella.
Agachándose, él recogió un instrumento de metal con una forma parecida a un signo de interrogación.
– Es un strigilis. Lo utilizaban los antiguos griegos y romanos para quitarse la humedad de la piel después del baño.
Sus ojos se encontraron, y algo pareció suceder entre ellos. Un mensaje privado, silencioso y secreto que les hizo sentirse como si fueran las dos únicas personas que había en aquella habitación. Ella recordó al momento su viva fantasía de la noche anterior, sobre quitarle la ropa polvorienta y darle un baño. Le subió por la nuca un calor que la hizo sentirse aún peor, porque se daba cuenta de que él reconocía el sonrojo en sus mejillas.
– Los romanos eran famosos por sus baños de aguas termales, y tomar baños frecuentes en las termas era parte de su cultura. De modo que el estrigil era un utensilio muy común en los baños. Cuando una persona acababa de tomar un baño, se pasaba el estrigil por la piel de esta manera. -Él la agarró amablemente el brazo y se lo extendió, y a continuación le colocó la parte curva interior del utensilio por encima del codo y luego lo deslizó lentamente hacia la muñeca-. Por supuesto -añadió en voz baja-, deberías estar desnuda, y recién salida del baño. -Sujetando todavía su brazo, continuó-: El estrigil también se utilizaba para quitarse el aceite del cuerpo. Un aceite con el que las mujeres se daban masajes; después, al cabo de una hora más o menos, se extraían el exceso de aceite con el estrigil, lo que les dejaba una piel suave y olorosa.
Mientras pronunciaba las palabras «piel suave y olorosa» su pulgar acarició suavemente el dorso de la mano de ella.
Mirando en sus ojos, una miríada de imágenes aparecieron en su imaginación. De ella y de él, en la Roma antigua, desnudos en los baños. De él dándole un masaje con aceites por todo el cuerpo. Acariciándola, besándola. De él tumbándola sobre los húmedos azulejos…
– ¿Te estás imaginando cómo se utilizaba el estrigil? -murmuró él con un tono de voz muy bajo que claramente solo podía oír ella-. ¿Imaginándolo en los baños? ¿Haciendo resbalar el aceite de sus cuerpos?
Meredith tuvo que tragar saliva dos veces para recuperar la voz.
– ¿Sus cuerpos? -Por el amor del cielo, ¿ese graznido había salido de su garganta?
– ¿El de la gente de tu imaginación? Romanos antiguos… o tal vez no.
No había ninguna duda, mirándole a los ojos, de lo que él estaba imaginando, así que ella apartó bruscamente su mano y miró para otro lado para que él no pudiera seguir leyéndole el pensamiento.
Adoptando su tono de voz más arisco, Meredith dijo:
– Muchas gracias por su edificante lección, lord Greybourne. Tengo que ver si el estrigil está anotado en el libro.
Dicho esto, concentró su atención en el libro de entradas con el celo que un jefe de cocina pondría al preparar una de sus recetas más apreciadas. Mirándole de reojo entre parpadeo y parpadeo, lo vio agacharse de nuevo y colocar el estrigil sobre la manta, y luego lo vio avanzar hacia el señor Binsmore y comentar algo con él.
Ella dejó escapar un suspiro de alivio. Bueno, ahora ya estaba otra vez lejos. Ahora ya podía olvidarse de nuevo de él y concentrarse en el trabajo.
Pero todavía podía oír el timbre grave de su profunda voz mientras hablaba con el señor Binsmore. Todavía podía sentir el calor de su mano sobre su piel, allí donde la había tocado. Y todavía podía sentir un pequeño escalofrío en el lugar en que su pulgar le había acariciado la piel. Cerró los ojos y rezó para que esa mañana acabara pronto. Una risa seca le subió por la garganta. ¿Deseaba que acabara la mañana? Sí, claro. Y de ese modo podría concentrarse en pasar toda la noche también en su compañía.
Por Dios, cuánta razón tenía. Aquel iba a ser un día muy, pero que muy largo.
A última hora de la tarde, Philip les dijo que dejaran ya el trabajo. Todos estaban sucios y cansados, y tristes por no haber encontrado ni rastro del pedazo que faltaba de la «Piedra de lágrimas». Dejando a un lado el desánimo, Philip se limpió las manos con un trapo y se acercó a Goddard.
– ¿Tiene un momento? -le preguntó, indicando con la cabeza el despacho.
En los ojos de Goddard se dibujó la sorpresa, pero este asintió. Una vez que los dos hombres hubieron entrado en el despacho, Philip cerró la puerta. Vio que Goddard se quedaba de pie en el centro de la habitación, y al momento se dio la vuelta mirándole de manera interrogativa.
– ¿Y bien? -preguntó el joven.
– Me he enterado de algo que imagino que le interesará saber.
Los ojos de Goddard miraron hacia otro lado, y Philip trató de imaginar qué tipo de secretos quería ocultarle.
– ¿Y por qué piensa que me parecerá interesante?
– Porque tiene que ver con un deshollinador de chimeneas llamado Taggert.
En los ojos de Goddard se reflejó una expresión de alivio e interés. Pero estas dos emociones se vieron reemplazadas enseguida por cierta amargura acompañada de un destello de miedo.
– ¿Taggert? -refunfuñó Goddard-. Lo único que me puede interesar saber de ese mal nacido es que esté muerto.
– Lo está. Murió el año pasado en la cárcel para morosos, en la que había pasado los dos últimos años de su vida.
Goddard se quedó pálido.
– ¿Cómo lo ha sabido?
– Hice unas cuantas preguntas a las personas adecuadas.
– ¿Las personas adecuadas? La única manera de que usted y Taggert tuvieran conocidos comunes sería que él hubiera robado a alguno de sus amigos ricos.
– No he ido preguntando a ninguno de mis amigos ricos. Me encontré con varios conocidos de Taggert en un bar cerca de los muelles.
– ¿Y por qué ha estado preguntando por Taggert? -dijo Goddard mirándole con recelo.
– Porque pensaba que le gustaría saber algo más de él. Porque yo en su lugar querría saber, necesitaría saber. No hubiera aceptado tenerlo siempre en la recámara de mi mente, pensando en si algún día me encontraría. O en si me cruzaría con él por la calle. Y sintiéndome siempre tentado a echarle las manos al cuello y matarlo en ese mismo momento. No habría querido que él tuviera ese poder sobre usted. Ya está muerto, Goddard, ya no puede hacerle daño ni a usted ni a ningún otro niño.
Goddard parecía confundido.
– ¿Cómo sabía que…?
– Porque es exactamente así como yo me habría sentido en su lugar.
Goddard dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y tragó saliva. Un brillo de humedad afloró en sus ojos, y los apretó para contenerlo.
– Quería saber -murmuró él-. Pero también tenía miedo de ponerme a averiguar. Estaba horrorizado de que, de alguna manera, le llegaran noticias de que yo estaba preguntando por él y me descubriera. Podía haber intentado hacerle daño a miss Merrie. O a Charlotte, o a Hope. Aquel hombre era un demonio, un mal nacido sin corazón, y no podía arriesgarme a que de alguna forma se metiera en nuestras vidas. Pero aquello me estaba devorando, aunque solo fuera desde lo más profundo de mi memoria. ¿Estaría escondido detrás de la esquina? ¿Me reconocería si me viera? No dejaba de pensar en él. Que Dios me ayude… no podía sacármelo de la cabeza
– Ya no tiene que seguir pensado más en él. Es usted libre, Goddard.
El joven abrió los ojos, pero no hizo un solo movimiento para secarse las lágrimas que le corrían ya por las mejillas, y Philip aparentó que no las veía.
– La verdad es que no sé qué decirle… excepto que le estoy muy agradecido.
– No tiene que darme las gracias -dijo Philip, e inclinando la cabeza se dirigió hacia la puerta para marcharse. Pero la voz de Goddard le detuvo.
– ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué se ha arriesgado yendo a un lugar tan peligroso por mí, alguien a quien apenas conoce?
Philip se quedó observando su rostro durante varios segundos y luego suspiró. Solo podía decirle la verdad.
– Porque la historia que me contó sobre cómo le había tratado Taggert me afectó profundamente. No solo por los horrores que sufrió usted, sino porque hizo que los menosprecios y las humillaciones que yo sufrí cuando era un niño, que hasta entonces me habían parecido muy importantes, empalidecieran de insignificancia.
– ¿Quién podría humillar a un tipo rico como usted? -preguntó Goddard arqueando las cejas.
– Otros tipos ricos, Goddard. Pero también hay otra razón.
– ¿Cuál?
– Tú le importas mucho a ella y ella me importa mucho a mí.
En el momento en que Meredith le entregó el gorro y el chal de cachemira a Bakari, aún mantenía sus emociones bajo control. Estaba convencida de que podría mantenerse a distancia de su anfitrión, concentrándose en el decurso de la conversación y en las otras invitadas femeninas. Y luego se escaparía de allí lo antes posible.
Siguió a Bakari por el pasillo, y se sorprendió al ver que pasaban de largo la puerta del comedor y la del salón. Se detuvieron ante la última puerta.
– ¿A qué habitación vamos? -dijo ella desconcertada.
– Estudio privado. -Sus ojos oscuros buscaron los de ella por un segundo con una expresión inescrutable-. Espero que le guste.
Antes de que ella pudiera preguntarle nada más, Bakari golpeó la puerta de madera de roble. Una voz apagada contestó desde dentro de la habitación y Bakari abrió.
– Miss Chilton-Grizedale -anunció solemnemente indicándole a ella que debía pasar.
Con la más impersonal de sus sonrisas en los labios, Meredith cruzó el umbral y al instante se quedó helada.
¿Estudio privado? Aquella habitación no parecía en absoluto un estudio. De hecho, le parecía haber entrado en una tienda opulenta. Tapices de seda y de satén de mil colores cubrían las paredes, colgando desde el techo y derramándose con lujo por el suelo. Con una de sus manos acarició la cortina de seda de color burdeos que estaba colgada en la pared más cercana a ella. Excepto en la tienda de madame Renée, Meredith nunca había visto tanta abundancia de telas hermosas.
Su mirada recorrió lentamente la habitación. Una magnífica alfombra, con un intrincado dibujo, como nunca había visto otro igual, cubría el suelo. Un acogedor fuego ardía en la chimenea, llenando la sala de sombras intrigantes. Había media docena de mesas bajas repartidas por la habitación, y la luz parpadeante de una docena de candelabros de diferentes tamaños se reflejaban en su superficie oscura y bruñida. Había una mesa baja y rectangular al lado del fuego. Sobre ella, varios platos de plata con tapa, así como cubiertos y copas de cristal para dos comensales. Había almohadones mullidos con cenefas de topacios, rubíes, zafiros y esmeraldas alrededor de la mesa, invitando acogedores a tumbarse en ellos hasta llegar a unas profundidades decadentes.
Solo había dos muebles en la habitación: en una esquina un biombo finamente labrado, y una hermosa chaise longe en otra. El corazón le dio un vuelco cuando descubrió a Philip de pie, entre las sombras, al lado de la chaise longe.
– Buenas noches, Meredith.
Su voz profunda hizo que ella sintiera un respingo en la espalda, y aunque intentaba responder al saludo, no fue capaz de conseguir que le saliera la voz. Justo cuando estaba a punto de conseguirlo, lo vio moverse hacia ella con una elegancia y un sigilo que inmediatamente le hizo pensar en un animal de presa caminando por la selva.
Sus ojos se abrieron como platos ante la visión de él. En lugar de la limpia camisa de lino y el pañuelo, vestía una ancha camisa que parecía de seda, que le cubría la parte superior del cuerpo dejando su bronceado cuello desnudo. Por debajo de la camisa llevaba… Meredith tuvo que tragar saliva.
En lugar de unos pantalones elegantes, vestía unos anchos bombachos de color azul oscuro que parecían ceñirse a su cintura con solo unas cintas de tela que le cruzaban el talle. Con el cabello perfectamente despeinado, Philip tenía un aspecto de persona oscura y peligrosa que hizo que a ella se le acelerara la sangre en las venas. Solo las gafas le recordaban que ese hombre salvajemente atractivo era un estudioso de las antigüedades, o así debería haber sido, si sus lentes de aumento no hubieran magnificado la calidez que emanaba de su mirada.
Él se detuvo cuando no les separaban más de tres pasos. Sin apartar la mirada de ella, le hizo una formal reverencia, y luego, agarrándole la mano, le estampó un beso suave en las puntas de los dedos. El tacto de su boca contra la piel de sus dedos le hizo sentir una vibración y un calor que, a pesar de ser incómodos, al menos la sacaron del estupor en el que se había hundido.
Con las mejillas ardiendo, sacó su mano de entre las manos de él y se echó a andar hacía atrás. Desgraciadamente, solo había retrocedido dos pasos cuando su espalda topó con la puerta cerrada. Philip recorrió esos dos pasos de una sola zancada y se quedó parado tan cerca de ella que casi llegaban a tocarse. Tan cerca como para que ella pudiera respirar su olor limpio y masculino. Meredith sintió que se fundían en ella una sensación parecida al pánico junto con cierta dosis de indignación.
– ¿Qué demonios pretende? -dijo ella en un susurró sibilante, frotándose la mano contra el vestido en un infructuoso intento de limpiarse el persistente hormigueo que le había dejado aquel beso-. ¿Y por qué ha decorado su estudio de una manera tan… decadente? ¿Y qué demonios lleva puesto? Por el amor del cielo, ¿qué van a pensar sus invitados? -Lanzó una mirada rápida a la habitación-. ¿Y dónde están exactamente sus invitados?
– Demasiadas preguntas. En cuanto a lo que estoy haciendo: ¿se refiere a cuando besé su mano o ahora mismo? -Antes de que ella pudiera contestar, él continuó-: Le besé la mano en señal de saludo, y ahora mismo simplemente estoy admirando lo hermosa que está. La habitación la he transformado para que parezca una tienda beduina en el desierto, una muy parecida a la que perteneció a un rico mercader egipcio que conocí en uno de mis viajes. Y en cuanto a mi atuendo, así es como acostumbraba a vestir cuando estaba en el extranjero, y puedo asegurarle que es infinitamente más cómodo que la ropa inglesa. Y en cuanto a lo que pensarán mis invitados, estoy ansioso por oír su opinión.
– Es un completo escándalo. Veo avanzar por el horizonte un completo desastre. -Alzó la mano señalando a su alrededor y le rozó los brazos sin darse cuenta mientras describía un arco que abarcaba la habitación. La retiró al momento, como si hubiera tocado fuego-. ¿Ha visto esto algún otro invitado además de mí?
– No.
– A Dios gracias. Ahora mismo debe ir a cambiarse y ponerse una ropa más apropiada antes de que lleguen los invitados.
– Ya han llegado todos.
Su alivio se desvaneció como una vela consumida.
– Dios bendito. Si cualquiera de esas jovencitas llega a entrar en esta sala tan seductoramente decorada… -Ella parpadeó un par de veces incapaz de entender lo que estaba sucediendo-. ¿Dónde están? Yo las mantendré ocupadas mientras usted se viste y…
Él interrumpió sus palabras tocando con uno de sus dedos los labios de ella.
– Meredith, todos los invitados, la única invitada, está aquí, en esta habitación.