CAPÍTULO 08

– ¡Es increíble! -se quejó Philippa a lord Cambridge, y le relató su conversación con el conde de Witton. La joven estaba tan ofendida por las exigencias de Crispin que había abandonado el salón corriendo.

– Lo siento, querida, pero estoy de acuerdo con él -admitió Thomas Bolton.

– Pero, tío, se comporta como si no me tuviera confianza. No puedo casarme con un hombre que no cree en mí -replicó Philippa furiosa.

– Aunque Crispin te conociera lo suficiente como para confiar en ti, jamás te dejaría viajar sola a Francia. No es decoroso. Ahora, volvamos al salón y arreglemos este enojoso asunto.

– ¡Pero, tío! -protestó.

– Philippa, compórtate. El conde es un magnífico candidato. Espero que no lo hayas ahuyentado con tus caprichos de niña malcriada. Debemos volver a reunimos con él de inmediato. -Su voz era severa. Philippa parecía sorprendida. Nunca había oído a Thomas Bolton hablar de esa manera.

– ¿Alguna vez le hablaste así a mi madre?

– No, porque nunca fue necesario. Ahora, pequeña, ve ya mismo a la sala. -Y la empujó suavemente hacia la estancia donde el conde de Witton permanecía de pie y de mal humor mirando el río.

El conde se dio vuelta en cuanto la joven entró en la estancia.

– Philippa viene a pedirle perdón por su conducta -anunció lord Cambridge- y agradece que la acompañe a Francia este verano. ¿No es así, Philippa?

– Bueno, está bien -murmuró con rencor la muchacha-. Me disculpo, milord.

– Muy bien -aceptó lord Cambridge, satisfecho-. Ahora hagan las paces, por favor. Ambos tienen un espíritu independiente, pero deben aprender que, a veces, hay que ceder para llegar a un acuerdo razonable.

– Es cierto -respondió el conde mirando a Philippa.

– Lamento haberme marchado de una manera tan precipitada -reconoció Philippa con frialdad-. ¡Me sentí ofendida, milord! Nadie ha dudado de mí jamás.

– No fue mi intención -replicó el conde-. Solo me preocupaba por tu buen nombre y honor, Philippa. Me alegra que aceptes de buen grado que te acompañe a Francia.

Ella asintió complacida.

– ¡Excelente, excelente! -celebró lord Cambridge con una amplia sonrisa-. Y ahora, muchachos, ¡a comer! Estoy famélico. Estaban tan concentrados en la pelea que no notaron que la mesa estaba servida. Philippa, hoy pasarás la noche aquí. Está nevando, y no deseo poner en riesgo tu salud por enviarte de regreso al palacio. Partirás a la mañana.

Se sentaron frente a un verdadero banquete. El cocinero de lord Cambridge era un auténtico artista. Comenzaron por el salmón, cortado en finas lonjas, ligeramente asado y aderezado con eneldo. Luego, llegaron las ostras frescas y los camarones al vino. A continuación les sirvieron un pato jugoso nadando en una espesa salsa de vino tinto, pastel de conejo, una fuente de chuletas y otra con jamón de campo. Los ojos se Philippa se abrieron de par en par cuando vio otra fuente de plata colmada de carnosas alcachofas.

– ¡Tío! ¿Dónde las conseguiste? Creía que sólo el rey podía comerlas. Sabes cuánto le gustan.

Lord Cambridge sonrió con picardía.

– Bueno, querida, tengo mis recursos.

– En la cocina del tío Thomas siempre ocurren milagros; no importa en qué casa se encuentre.

– Entonces, usted tiene más de una residencia -se sorprendió el conde.

– Sí. Esta, otra en Greenwich y, por supuesto, la finca de Otterly en Cumbria -respondió Philippa antes de que su tío abriera la boca-. Y todas las casas son idénticas por fuera y por dentro, porque a él no le gustan los cambios. ¿No es cierto, tío?

– Es verdad. Así, mi vida es mucho menos complicada. No importa dónde me encuentre, cada cosa está siempre en el mismo lugar.

– Pero la tapicería es distinta -agregó la muchacha sonriendo.

– Bueno, una pequeña variación nunca viene mal -dijo lord Cambridge en tono burlón.

La cena culminó con una tarta de peras al vino. Las copas permanecieron llenas y los invitados estaban relajados y contentos; afuera, la lluvia no cesaba de caer, una señal de la cercanía de la primavera.

– Philippa juega bastante bien al ajedrez, Crispin -comentó lord Cambridge-. Yo mismo le enseñé. Si me disculpan, estoy exhausto, me retiraré a mis aposentos. -Se puso de pie, les hizo una reverencia y salió de la habitación.

– Mi tío no es muy sutil -confesó Philippa cuando Thomas Bolton ya se había ido.

– Es muy optimista. Piensa que ya no volveremos a pelear -contestó el conde. La joven sonrió.

– Cuando era niña, mi madre era la autoridad de la casa. Estos últimos años en la corte, me sentí libre, como si fuera artífice de mi propio destino, aunque sé que no es así. Ahora, la idea de un marido a quien debo obedecer me perturba. ¿Entiendes lo que siento, milord?

El conde asintió y pensó que desposar a una mujer era como domesticar a una criatura salvaje, al menos en el caso de Philippa.

– Trataré de no ser demasiado estricto contigo -prometió con una amplia sonrisa. Luego, se levantó de la mesa-. Vamos a jugar al ajedrez, señora. Es un juego que disfruto.

Philippa buscó el tablero y las piezas, que colocó prolijamente sobre una mesita junto al hogar.

– ¿Blancas o negras, milord? -preguntó mientras tomaban asiento.

– Negras. Siempre me divirtió ser el Caballero Negro.

– Y a mí, la Reina Blanca -retrucó Philippa moviendo el primer peón.

El conde advirtió enseguida que se enfrentaba a un verdadero rival. La joven no jugaba como solían hacerlo las mujeres, lloriqueando cada vez que perdían una pieza, Philippa jugaba fríamente, calculaba cada movimiento. Era tan astuta que lo sorprendió cuando le arrebató la reina. Durante la partida, no hablaron una sola palabra. Finalmente, él la venció, pero con mucho esfuerzo.

– Al fin encuentro un oponente digno de mi juego -dijo Philippa complacida-. No te dejaré tanta libertad de acción cuando juguemos otra vez.

– ¡Ah! Crees que puedes derrotarme.

– Tal vez. -Recordó que a los hombres no les gustaba que las mujeres los desafiaran, de modo que decidió contenerse.

– ¡Solo "tal vez"? -se mofó el conde.

– Nada es seguro, milord -contestó de inmediato Philippa. Él volvió a reír.

– No me convence tu aparente humildad. Si piensas que puedes vencerme, simplemente hazlo.

Dudaba de que ella pudiera ganarle y se divertía molestándola para ver cómo cambiaba la expresión de su encantador rostro.

En absoluto silencio, la muchacha volvió a colocar las piezas en su lugar, comenzó a jugar con una intensa concentración: no tardó en derrotarlo. Cuando le dio jaque al rey y lo arrinconó junto a su reina, caballos y alfiles, Philippa miró seriamente a su oponente.

– Es cierto, milord. No quería herir tus sentimientos. No se puede vivir en la corte al servicio de los monarcas y ser tan ingenua. Ni los reyes toleran enfrentarse con un mal ajedrecista, así que siempre me las arreglo para dejar ganar al rey. Pero juego con el suficiente nivel para que crea que el triunfo es mérito suyo. Le encanta medirse conmigo, porque le gané a su cuñado, el duque de Suffolk, y a muchos de sus favoritos. Incluso vencí dos veces al cardenal.

– Lord Cambridge tiene razón. Eres una auténtica dama de la corte. Estoy impresionado por tu perspicacia.

– ¿Pero soy el tipo de dama que tomarías por esposa, milord? -preguntó desafiante.

– Si nos casamos, ¿me obedecerás siempre? -preguntó el conde con candidez.

– Probablemente no -la espontánea respuesta lo hizo sonreír.

– Eres honesta, Philippa. Para mí, la honestidad es una de las grandes virtudes, junto con la lealtad y el honor -reconoció Crispin St. Claire-. Bueno, pero si realmente eres desobediente, deberé castigarte. Aunque hay maneras más placenteras de aplacar a una esposa rebelde.

– ¿Intentas seducirme, milord? -sus mejillas ardían.

– Sí, señorita. Me gusta hacerte ruborizar. Si puedo incomodarte, siento que tengo alguna ventaja.

– Hablas como si nuestro compromiso ya estuviese arreglado, milord-respondió la muchacha un poco irritada. Le molestaba la arrogancia del conde.

– ¿Es que piensas encontrar un mejor partido que el conde de Witton? -preguntó seriamente-. Yo podría hallar con facilidad una joven casadera de mejor linaje, pero, como bien dijo lord Cambridge, las mujeres de alta alcurnia suelen ser estériles. Si te pareces a tu madre, estoy seguro de que me darás todos los hijos que desee. Sí, el matrimonio está decidido entre nosotros.

– ¡Yo no he accedido todavía! -Saltó de la silla tan violentamente que hizo volar por los aires el tablero de ajedrez y todas las piezas.

– Pero sé que aceptarás ser mi esposa -se mofó Crispin.

– Lo que deseas son las tierras -le espetó.

– Al principio, sí. Pero desde que te vi en la corte la otra noche, decidí que quería casarme contigo.

– ¡No te atrevas a decir que me amas!

– No, jamás haría algo semejante. Apenas te conozco. Quizás algún día aprendamos a amarnos, Philippa. Aunque son pocos los que se casan por amor. No eres ninguna tonta, sabes muy bien que los matrimonios entre las personas como nosotros se arreglan por varias razones: la tierra, la riqueza, la condición social… los herederos. Philippa, nos respetaremos y tendremos hijos. Y si somos afortunados, el amor nos acompañará. Mientras tanto, serás una buena esposa y yo te haré condesa de Witton. Intentaré ser un buen marido. ¿Me encuentras poco atractivo?

– No. No eres demasiado apuesto, pero tienes ingenio e inteligencia, dos cualidades que aprecio mucho más en un caballero que una cara bonita. Sin embargo, también pienso que eres muy arrogante, milord.

– Sí, tienes razón, soy arrogante y, pese a todo, creo que hemos comenzado bastante bien, Philippa. -Se acercó a ella y la rodeó con sus brazos-. Quiero que firmemos los papeles del compromiso matrimonial cuanto antes -le dijo acercando el rostro de la joven al suyo-. No me gustaría tener que esperar demasiado tiempo para la noche de bodas.

El conde la había tomado desprevenida cuando la abrazó. La joven estaba aturdida. Su corazón se aceleraba ante la proximidad del cuerpo de Crispin. Entreabrió sus húmedos labios y suspiró cuando su boca se encontró con la del conde. Sintió que se mareaba a causa del placer. Estaba sorprendida, no había experimentado algo así desde aquella inolvidable velada con Roger Mildmay. Cuando los labios de Crispin se alejaron, se sintió abandonada. Estuvo a punto de protestar.

– Bien -anunció el conde-. El acuerdo entre nosotros ha quedado sellado, señorita Meredith.

– Pero ¡yo no dije nada!

– Pronto lo harás -prometió con su voz profunda y la liberó de su abrazo.

Ella se tambaleó, pero recuperó de inmediato el equilibrio.

– Debo irme a dormir. Tendré que madrugar para llegar al palacio antes de la primera misa. La reina siempre espera que sus damas de honor la acompañen. Buenas noches, milord. -Le hizo una reverencia y se retiró.

Crispin la miró partir. Luego, se sirvió una copa de vino tinto. Se sentó junto al fuego y recordó los acontecimientos del día. ¿Era correcto casarse con una mujer como Philippa Meredith? Sí, la deseaba. Y no estaba en sus planes esperar meses o años para desposarla. Seguía conmovido por el contacto con los labios de la muchacha. No era una cortesana experimentada, por cierto, sino una niña inocente y encantadora. La dejaría ir a Francia y, aunque ella no lo supiera todavía, partiría de viaje ya convertida en su esposa. Al día siguiente le pediría una audiencia al cardenal Wolsey y le ofrecería sus servicios durante el encuentro entre el rey Enrique y el rey Francisco. Crispin St. Claire sabía que harían falta diplomáticos experimentados para la ocasión. Si bien el cardenal era muy eficiente, no le correspondía ocuparse de los detalles tales como la ubicación del pabellón de cada rey y reina, la cantidad de caballos, la calidad y cantidad de comida y bebidas o el número de cortesanos. Nada debía quedar librado al azar. Cada monarca debía sentirse el más importante y el más poderoso. El trabajo requería dedicación y planificación para llevar a cabo la tarea más importante: lograr que Enrique Tudor y Francisco I se convencieran de que este encuentro los beneficiaría.

Philippa partió temprano a la mañana siguiente, incluso antes de que lord Cambridge o el conde se levantaran. No quería hablar con ninguno de los dos hasta que tuviera tiempo de reflexionar. Había dormido mal. La velada con Crispin St. Claire la había dejado un poco confundida: era un hombre muy decidido, evidentemente estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera. Pero, por desgracia, ella también.

Su padre había muerto cuando ella era una niña. Se crió prácticamente entre mujeres. Edmund Bolton era un hombre tranquilo y, cuando quedó a cargo de Friarsgate, eran Rosamund y Maybel las que en realidad tomaban las decisiones importantes. El tío Thomas tampoco interfirió en los planes de su prima, siempre fueron amigos leales y hasta íntimos confidentes. Y cuando Philippa regresó a su casa, a raíz de la boda de su madre con Logan Hepburn, su padrastro nunca se entrometió en la administración de tas tierras de su esposa. En las raras ocasiones en que Philippa iba a Claven's Carn junto con ellos, se la consideraba la heredera de Friarsgate.

En una palabra: la joven no estaba acostumbrada a que un hombre le dijera lo que tenía que hacer. Pero Crispin no lo había hecho -reconsideró Philippa-, simplemente quería ejercer sus derechos como señor de la casa. El conde era un candidato excelente para una mujer de su posición. Y cuando la besó… Philippa sintió un ardor al recordar el beso y sonrió. Fue una experiencia maravillosa, casi deseaba que la besara de nuevo, durante un largo rato sin detenerse.

Esa misma mañana, el conde de Witton entró en el salón de la casa de Thomas Bolton y lo encontró vacío, con excepción de los criados.

– ¿Dónde está la señorita Meredith? -preguntó.

– Volvió a Richmond, milord. Todavía no había salido el sol cuando pidió una barca. ¿Le traigo su desayuno, milord?

El conde asintió. Le hubiese gustado hablar con ella antes de su partida. ¿Acaso había escapado de él? ¿O, en efecto, debía estar de regreso antes de la primera misa? ¿Era tan importante para la reina que ella llegara a tiempo? Comió en abundancia y pasó la mañana en un estado de inquietud hasta que lord Cambridge hizo su aparición, como era de esperar, vestido con magnificencia. Evidentemente, él también pensaba retornar a la corte. El conde había visto que la barca de Bolton había regresado y que flotaba apacible en el río, junto al muelle.

– Querido muchacho, ¿cuánto tiempo lleva despierto? -preguntó Thomas Bolton a su invitado, tomando una copa de vino aguado que le ofrecía un sirviente.

– Varias horas, Tom.

– ¿Ha visto a mi querida sobrina antes de que partiera? -No. Se fue mucho antes de que yo me despertara. Un sirviente me dijo que apenas estaba clareando cuando se marchó. -La joven es muy cumplidora.

– Quiero que redactemos el contrato de compromiso cuanto antes -anunció el conde-. Philippa acompañará a la reina a Francia dentro de unos meses, pero yo preferiría que lo hiciéramos como marido y mujer. Pensaba ir ahora mismo a ofrecerle a Wolsey mis servicios para el evento. El rey elegirá solo a unos pocos privilegiados, así que debo ponerme al servicio del cardenal aunque sea por un breve lapso.

– ¿Y Philippa está tan ansiosa por casarse como usted, muchacho?

– Aún no lo he discutido con ella. No es asunto suyo cuándo nos casaremos -replicó el conde.

– ¡Calma, muchacho! No puedo anunciarle sin más a mi sobrina que usted ha elegido la fecha del casamiento. Puedo hacer redactar los papeles del compromiso, pedirle permiso al rey para la boda, pero primero debe decirle a Philippa que planea casarse antes del viaje a Francia. Seguramente habrá descubierto anoche que mi sobrina no es una criatura mansa como una ovejita. Tendrá que utilizar todas sus habilidades diplomáticas para convencerla. Por supuesto, yo también haré mi parte del trabajo para facilitarle las cosas: le recordaré que Banon no puede casarse hasta tanto ella no lo haga. Y Philippa sabe que Banon y Robert Neville desean hacerlo pronto. Si aceptara la fecha que usted le propone, su hermana podría casarse en Otterly en el otoño o a comienzos del invierno. El único problema es que Rosamund se sentirá desilusionada por no poder acompañar a su hija en un acontecimiento tan importante. Aunque estoy seguro de que sabrá comprender. Por otra parte, en este momento debe de estar por dar a luz, no le permitirán alejarse de Claven's Carn.

– ¿Usted podría actuar en representación de la dama de Friarsgate?

– Sí y el rey lo sabe. Pero recuerde, querido Crispin, que no obligaré a Philippa a casarse con usted. Su madre jamás lo permitiría.

– Rosamund llegó tres veces al altar por decisión de terceros. Solo pudo elegir al cuarto marido y, no se cansa de repetir que sus hijas deben escoger con absoluta libertad al hombre que las despose. ¡Claro que ella lo aprobaría! Pero no es a Rosamund a quien debemos convencer, sino a Philippa. Intercederé en su favor. De hecho, pienso que sería bueno para Philippa contar con la protección de un marido.

– ¿Usted viajará con la corte? -preguntó el conde.

Lord Cambridge sacudió la cabeza.

– El encuentro entre el rey de Inglaterra y el de Francia es un evento de gran trascendencia. Solo invitarán a los miembros de la alta nobleza. No soy lo bastante importante. Regresaré al norte junto con Banon Meredith y el joven para arreglar los detalles de la boda. Quizás ustedes puedan venir a! norte para conocer a la familia de Philippa. Estoy seguro de que mi adorada sobrina querrá asistir a la boda de su hermana.

– ¿Está seguro de que Philippa formará parte de la comitiva de la reina? No me gustaría ofrecerle mis servicios a Wolsey y luego estar separado de mi esposa durante unos meses.

– Sí. Pese a su humilde origen, es una de las favoritas de Su Majestad -aseguró lord Cambridge-. La reina la querrá a su lado. Philippa tiene el don de alegrar a Catalina cada vez que se entristece. ¡Y qué aventura será para la niña viajar a Francia, querido Crispin! Solo visitó Escocia con su madre y Dios sabe que es un lugar extraño para un inglés, ¡pero Francia es otro mundo! Será algo que Philippa jamás olvidará. ¿Será capaz de convencerla de que la boda se celebre antes del verano?

– No lo sé -admitió Crispin con extraño candor. Podía escuchar la voz de Philippa diciendo:"Pero ¡yo no dije nada!". ¿Cómo debía hablarle? ¿Directamente? ¿Con mucho tacto?

– Si estuviera en su lugar -sugirió lord Cambridge-, cortejaría a la muchacha empleando todos los recursos disponibles. Poesía, obsequios, pero, sobre todo, pasión. Querido, las vírgenes son muy sensibles, pero a la vez curiosas y es muy raro que sean inmunes a la pasión.

– No me estará sugiriendo…

– Si fuera usted -lo interrumpió lord Cambridge-, haría todo lo necesario para ganarme el favor de mi amada. Una seducción hábil es un arma infalible para robarle el corazón a una amante testaruda.

– Creo que el cardenal Wolsey hubiera encontrado en usted a un servidor astuto e inteligente, milord.

Thomas Bolton soltó una risotada.

– Muchacho, soy demasiado sensato para involucrarme en negociaciones políticas entre países o gobiernos. Les dejo esa tarea a quienes necesitan darse importancia.

Ahora reía el conde de Witton.

– ¿Es usted cínico o escéptico, Tom Bolton?

– Soy una persona realista. Y usted también debe serlo si desea conquistar a Philippa y llevarla a Francia como su esposa. Cortéjela, pero no la subestime, querido amigo.

¿Y cómo se haría eso? El conde sacudió la cabeza y se preparó para acompañar a lord Cambridge al palacio. Junto a él se sentía como un gorrión que escolta a un pavo real. Pero no era el único. Así se sentían casi todos en la corte frente a la presencia de lord Cambridge.

– Pediré audiencia a los reyes -añadió lord Cambridge mientras descendía de su barca en Richmond.

– ¿No llevará mucho tiempo? -preguntó el conde.

– En circunstancias normales, sí, pero tengo un nuevo amigo entre los secretarios del rey y una abultada bolsa. Entre los dos, lograrán conseguirme hoy mismo la audiencia, no tendremos que esperar.

– Entonces, iré a ofrecerle mis servicios al cardenal -resolvió el conde.

Los dos hombres se separaron. El conde de Witton anunció a un funcionario del cardenal Wolsey que deseaba hablar con su antiguo señor.

– Y debe ser hoy mismo -enfatizó Crispin-. Vengo a ofrecer mis servicios para el gran encuentro entre nuestro buen rey Enrique y el soberano de Francia.

El hombre que recibió al conde era el segundo secretario del cardenal. Sabía perfectamente quién era Crispin St. Claire y conocía su trayectoria al servicio de su amo.

– Entonces no necesita una entrevista extensa -concluyó y estudió con ansiedad la cara del conde-. El cardenal está terriblemente ocupado.

– Seré muy breve -dijo el conde.

– Tendrá que aguardar.

Crispin St. Claire se sentó en una silla de respaldo alto y esperó. Era consciente de cuan ocupado estaba el poderoso clérigo. Para Wolsey servir al rey no era una tarea fácil. Debía cumplir sus órdenes, adelantarse a los posibles problemas, identificar a sus detractores. Lo cierto era que Thomas Wolsey estaba más en contra que a favor del rey. Era un hombre brillante y muy trabajador, pero, desafortunadamente, no toleraba los actos desenfrenados del rey. Era arrogante y no le importaba en lo más mínimo hacer esperar a la gente durante horas en su antecámara. Hasta el conde de Witton debía aguardar, y lo hacía con más paciencia que la mayoría.

Por fin, el secretario lo llamó. Crispin se levantó deprisa y siguió al hombre hasta el salón privado del cardenal.

– Milord, el conde de Witton -anunció el secretario y se retiró.

– Me han dicho que desea ofrecerme de nuevo sus servicios, milord.

– Sí, por un breve lapso. Me gustaría ir a Francia con la corte.

– ¿Por qué desea viajar?

– Quiero desposar a una de las damas de honor de la reina. Si todo marcha según los planes, la boda se celebraría antes del verano. No me gustaría que Philippa viajara a Francia sin mi compañía, milord.

– ¿Philippa? -los ojos cansados del cardenal lo miraron durante unos instantes.

– La señorita Philippa Meredith, milord.

El cardenal se quedó pensando un largo rato y luego dijo:

– Su padre fue sir Owein Meredith y su madre, una heredera de Cumbria. -Hizo una breva una pausa y luego continuó-: Creo que su nombre era Rosamund Bolton. La Venerable Margarita arregló ese matrimonio. ¿Philippa es su hija? Estoy seguro de que usted puede encontrar algo mejor, milord.

– La joven me conviene, cardenal. Es bella, vivaz e inteligente.

– Cualidades atractivas para un hombre de menor importancia, Witton. ¿O hay algo más que le atrae de la joven? -Thomas Wolsey era muy perspicaz.

El conde sonrió.

– Su dote incluye una tierra que siempre deseé poseer -le contestó con sinceridad-. Esta sería la única manera de convertirme en su dueño.

– ¡Ah! -respondió el cardenal-. ¿Cómo es posible que una familia del norte adquiriera esa propiedad? ¡Espere! Percibo las finas manos de Thomas Bolton en todo este asunto. ¡Cómo no me di cuenta antes! Sería un hombre temible si decidiera dedicarse a la política. Él arregló esta boda, ¿no es cierto?

El conde asintió una vez más.

El cardenal permaneció en silencio durante un tiempo y luego agregó:

– Muy bien. Este verano podré contar con un par de ojos y oídos confiables en mi comitiva. Siempre abundan los complots y los traidores. Esta es una empresa sumamente peligrosa. Pero los reyes insisten en encontrarse. Debe desposar a la joven antes de que partamos en el mes de mayo. Oficiaré en la ceremonia nupcial. Elija una fecha.

– Gracias, mi cardenal. Es un honor volver a su servicio. Lo tendré al tanto de todo lo que ocurra.

– Sé que lo hará, Witton. Siempre se ha destacado por sus dotes diplomáticas -saludó al conde agitando la mano-. Que Dios lo bendiga, hijo mío.

El conde le hizo una reverencia y se retiró.

– Gracias, mi cardenal -dijo mientras desaparecía del cuarto del clérigo.

En la antecámara, arrojó una moneda sobre la mesa del secretario. Luego, sin decir nada, partió, mientras oía el sonido de la moneda que tintineaba en la madera.

"Elija una fecha". Las palabras del cardenal resonaban en su cabeza. También recordaba las palabras de Philippa: "¡Yo no dije nada!". El conde estuvo a punto de lanzar una carcajada. ¿Cómo la convencería de firmar el compromiso de matrimonio y casarse de inmediato? Solo un milagro podía ayudarlo. Nunca le había pedido nada a Dios. Pero ahora había llegado el momento de hacerlo. Buscó a lord Cambridge. No pudo encontrarlo. Sin embargo, vio a Philippa, como siempre, sentada junto a la reina. Caminó hacia ella, y cuando la joven alzó la vista y se ruborizó, reprimió una sonrisa.

Hizo una reverencia a la reina Catalina, que le dio permiso para que le dirigiera la palabra.

– Su Majestad, ¿podría hablar con Philippa unos instantes? -preguntó el conde.

La reina sonrió.

– Me han dicho que habrá un compromiso de boda, milord. ¿Es cierto?

– Así es, señora.

– Estoy muy contenta con esta unión -admitió la reina-. Philippa Meredith es una jovencita sumamente virtuosa. Será una buena esposa, milord. Sí, puede ir a caminar con ella, pero que sea breve. -La reina empujó suavemente a Philippa para que se levantara de su taburete-. Puedes ir con tu prometido, hija mía.

La muchacha se puso de pie e hizo una reverencia. La joven no se resistió a que Crispin la tomara del brazo. Y así, muy juntos, se retiraron.

– Vayan a los jardines -sugirió la reina-. Allí encontrarán la privacidad que necesitan, si eso es posible en este palacio.

– Es marzo -murmuró Philippa-. Con este frío, los jardines no me parecen un lugar propicio para un paseo romántico.

– En este momento, querida, no estoy interesado en el romance murmuró el conde-. Necesito hablar contigo en un lugar privado.

– Está helando y no traje mi capa. Mejor vayamos a la capilla, seguramente estará vacía.

– ¿Y si alguien viene a rezar? -preguntó el conde.

Philippa rió.

– ¿En la corte? La mayoría solo asiste a la misa de la mañana, con el único propósito de ser vistos por la reina y el rey. Ni siquiera los sacerdotes de Catalina andarán por allí. A esta hora suelen dormir la siesta 0 jugar a los dados. Sígueme.

Nuevamente, el conde quedó sorprendido por su perspicacia. Pese a que era una mujer muy joven, Crispin decidió confiar en ella desde el comienzo. A Philippa no se la podía engañar. Llegaron a la capilla que, en efecto, estaba vacía. El conde se asombró cuando Philippa espió en el confesionario para asegurarse de que no hubiera nadie. Luego, se sentó en el medio del recinto.

– Será difícil que nos vean si nos sentamos aquí.

Él se sentó a su lado.

– Eres asombrosa -le dijo y le besó la mano que aún no había soltado.

Para su sorpresa, esta vez la joven no intentó liberar su mano y, además, le regaló una genuina sonrisa.

– Presumo que necesitas discutir algún tema serio conmigo. Él asintió y dijo:

– Debo saber si puedo confiar en ti, Philippa, aunque sé que todavía eres una niña en muchos sentidos.

– Soy una persona discreta, milord. Si necesitas que permanezca en silencio, no tienes más que pedírmelo, y no diré una palabra.

– Es preciso que nos casemos cuanto antes -le espetó; no se sorprendió al ver los ojos asombrados de su prometida.

– ¿Por qué? -preguntó perturbada.

El conde le explicó sus razones y concluyó:

– De ese modo, podré acompañarte en el viaje a Francia.

– Como agente del cardenal, supongo -acotó la joven.

– Sí. Wolsey busca a alguien leal y atento a todos los movimientos de la corte. No me lo dijo, pero lo conozco muy bien después de tantos años de servicio. El cardenal percibe algún tipo de intriga y, aunque todavía no sepa exactamente de qué se trata, sus instintos son infalibles. Pero, por supuesto, nadie debe saber que soy uno de sus hombres. Además, nadie creerá que el prometido de la doncella favorita de la reina está en Francia por algo más que un verano de amor.

Philippa no pudo evitar reír.

– ¿Un verano de amor, milord? ¡Por Dios! Lo dices de un modo lascivo. Pero no te preocupes, en esta corte se escuchan todo tipo de cosas. Crispin le devolvió una sonrisa.

– Quizá no me expresé con propiedad.

– Sin embargo, me gustó la manera en que lo dijiste, milord, "un verano de amor" -repuso en tono burlón.

El hombre se sintió tentado de besar su adorable boca, pero se contuvo.

– El cardenal mismo oficiaría nuestra boda.

– ¿Thomas Wolsey estaría a cargo de la ceremonia? No, milord, no creo que sea una buena idea. Su presencia hará que toda la atención de la corte se centre en nosotros. Y, si quieres pasar inadvertido, lo mejor será que el gran cardenal no muestre interés en dos personas insignificantes como nosotros, pues la gente comenzará a hacer preguntas. Estoy segura de que uno de los sacerdotes de la reina podrá unirnos en el altar.

– Tienes razón -admitió el conde sorprendido. Y luego notó que la joven no había protestado ante la idea de una pronta boda-. Entonces, ¿aceptas?

Philippa asintió.

– Milord, necesito un tiempo para reflexionar sobre todo lo que ocurrió en estos días. Nuestra unión es evidentemente una buena idea. Solo quiero pedirte un favor.

– ¿Qué puedo hacer por ti, querida?

– Milord, todavía no tuve la oportunidad de conocerte. Aunque reconozco las ventajas de esta boda, soy muy inexperta en los asuntos amorosos. No puedo entregarme a ti simplemente porque seamos marido y mujer. No es que quiera privarte de tus derechos, milord. Solo necesito un poco más de tiempo para conocerte antes de unir nuestros cuerpos. ¿Me entiendes? -Philippa lo miraba a los ojos mientras le hablaba.

– Entiendo perfectamente. Te cortejaré y consumaremos nuestro amor en la noche de bodas.

– Lo que no entiendo es lo del cortejo -dijo la joven. -Tiene que ver con besarse y acariciarse.

– Eso ya lo oí, pero qué más implica el cortejo -insistió. La muchacha trataba de ignorar a propósito su comentario sobre la consumación del matrimonio.

– Ni siquiera yo lo sé bien -reconoció el conde-. Nunca cortejé seriamente a ninguna mujer. Deberemos aprender juntos. Entonces, ¿cuándo será la fecha de nuestra boda? Quiero que tú elijas el día.

– El sobrino de la reina, el emperador Carlos V, viene a Inglaterra a fines de mayo y luego, a principios de junio, partiremos a Francia. MÍ cumpleaños es el 29 de abril. Casémonos al día siguiente, milord. Así tendré tiempo para prepararme como corresponde. ¿Te parece bien?

– Tom asegura que tu madre no podrá venir. ¿Preferirías casarte en Cumbria?

– No, no hay tiempo. Mamá pronto dará a luz y conociendo a mi padrastro no la dejará viajar con el recién nacido ni siquiera a Friarsgate. Ella suele amamantar a sus niños -aclaró Philippa-. Si estás de acuerdo, me gustaría ir al norte para la boda de mi hermana Banon en el otoño. ¿Estás conforme con estos planes?

– Estoy muy conforme.

– Antes debo decirte una cosa más: soy la heredera de Friarsgate, pero le dije a mi madre que no quería ser la dueña de esa propiedad. Aunque sus tierras y sus rebaños sean magníficos no quiero asumir esa responsabilidad. Debes saberlo antes de que se formalice nuestro compromiso.

– Me parece muy bien. No podría ocuparme de una propiedad en el norte. Ya verás que Brierewode es más que suficiente para mí.

– ¿Tienes ovejas?

– Solo vacas y caballos.

– ¡Gracias a Dios! Porque no puedo soportar el hedor de las ovejas.

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