CAPÍTULO 10

El 28 de abril amaneció húmedo. La corte se preparaba para partir rumbo a Greenwich al día siguiente. La ceremonia de compromiso se llevaría a cabo en el gran salón de Thomas Bolton. Luego de cumplidas las formalidades, darían una pequeña fiesta, aunque ni el rey ni la reina se quedarían para la celebración. Solo brindarían por la pareja y luego regresarían a Richmond.

La noche anterior, Philippa había ido a casa de lord Cambridge para dormir en su propia cama. La reina se había enterado por la camarera mayor de las doncellas de que la joven no estaba descansando bien y creyeron que se debía a los nervios previos al casamiento. Pero no durmió mejor en la casa de Thomas Bolton. Sus futuras cuñadas no paraban de hablar y le resultaban irritantes. Tanto lady Marjorie Brent como lady Susanna Carlton adoraban a su hermano menor y no cesaban de darle consejos sobre cómo cuidarlo y alimentarlo. Philippa se sentía al borde de un ataque de nervios, pero Banon se dio cuenta de la situación y decidió ponerle coto.

Se levantó de la mesa y con una sonrisa les dijo:

– Philippa debe ir a la cama y descansar, señoras. Durante varias semanas hemos compartido la cama en el palacio y les aseguro que apenas pudo conciliar el sueño debido a sus múltiples deberes. Con su permiso, por favor.

Tomó a su hermana de la mano y la condujo fuera del salón.

– ¡Qué niña encantadora! -escucharon que decía lady Susanna, y se rieron juntas mientras subían deprisa las escaleras y se miraban con alegre complicidad.

– Gracias, Banon -le dijo Philippa cuando se acercaban a su dormitorio-. No sé por qué, ya que son muy buenas personas, pero las hermanas de Crispin me resultan molestas. No sé qué me pasa últimamente. -Abrió la puerta de su habitación y entraron juntas.

– Te pasa que te vas a casar dentro de dos días -respondió Banon con sensatez-. Solo tienes los nervios alterados. En tu lugar, yo también estaría nerviosa. Apenas conoces a tu futuro marido. Los estuve observando en el palacio y noté que en las últimas semanas hacías todo lo posible por evitarlo. Tal vez no debería decir esto, pero soy tu hermana y quiero tu felicidad: todavía puedes cancelar la boda. Philippa sacudió la cabeza.

– No. Es un candidato maravilloso para mí y también es un honor para la familia que yo forme parte de la nobleza. Y, además, si cancelara la boda, no podrías casarte en otoño con tu apuesto Neville. ¿Lo amas, Banon?

– Creo que sí. Aunque, en verdad, hermana, no estoy segura de qué es el amor n¡ cómo se siente. Pero me gusta estar con él. Y me gusta la idea de tener hijos. Cuando vea a mamá, en unas semanas, le preguntaré todo sobre el amor.

– ¿Se han besado muchas veces? ¿Te ha tocado?

Banon estuvo a punto de protestar por el grado de intimidad de las preguntas. Pero luego se dio cuenta de que su hermana no era impertinente, sino que, por alguna razón, necesitaba conocer la respuesta.

– Sí, nos besamos muchas veces. A Robert le encanta besarme y debo admitir que yo también lo disfruto. Y me acaricia los senos y yo lo acarició a él. Nos da mucho placer, Philippa. ¿Y a ti? ¿Te gusta besar y acariciar al conde?

– No nos besamos muchas veces y me he resistido a sus caricias -admitió Philippa. Estaba muy pálida-. No quería que pensara que soy una mujer fácil, como suelen serlo las damas de la corte. Y ahora estoy aterrorizada, porque me acostaré con un extraño dentro de dos noches. No es que quiera cancelar la boda, solo tengo mucho miedo, Bannie.

Banon Meredith meneó la cabeza.

– Philippa, eres la hermana mayor y deberías saber cuáles son tus obligaciones. Pero, a esta altura, me doy cuenta de que Bessie tiene más idea que tú acerca de la unión matrimonial. Te he visto evitar al conde durante las últimas semanas y apuesto a que nunca ha logrado verte a solas. ¿En qué estabas pensando, querida hermana? Ese hombre será tu marido y no parece ser un monstruo. De hecho, tiene el aspecto de un hombre noble. El único consejo que te puedo dar es que confíes en su bondad.

– ¡Pero no sé qué tengo que hacer! -lloriqueó Philippa.

– Bueno, yo tampoco. ¿Cómo podríamos saberlo? -sonrió-. Preguntémosle a Lucy. Seguro que sabe más que nosotras dos juntas.

– ¿Lucy? -preguntó Philippa muy sorprendida. La sirvienta estaba siempre a su lado. ¿Cómo podía saber algo sobre la relación entre los hombres y las mujeres?

– Las sirvientas de la corte conocen bien esos asuntos. Son más liberales que nosotras. ¡Lucy! -La joven criada entró en el dormitorio desde el guardarropa donde estaba preparando el vestido de su dama para el día siguiente.

– ¿Sí, señorita Banon?

– Mi hermana necesita saber qué pasa entre un hombre y una mujer en la noche de bodas. Dado que mamá no está aquí, debes contarle todo lo que sepas. -Los ojos celestes de Banon brillaban con malicia.

– ¿Y qué le hace pensar que sé de esas cosas? -preguntó Lucy con las manos sobre sus generosas caderas.

– Yo sé que tú sabes -replicó Banon-. Te he visto con los sirvientes de la corte. ¿Vas a decirme que se reunían para conversar?

– Es incorregible, señorita -la regañó Lucy-. Le contaré a mi ama todo lo que necesite saber, dado que su madre no está aquí para hacerlo, pero usted deberá irse a su cuarto. Usted no se casa dentro de dos días, así que será su madre quien la instruya sobre lo que debe hacer en la noche de bodas. -Cuando Banon salió del dormitorio, se volvió hacia su ama y le dijo-: Primero, aprestemos todo para que se acueste y luego le contaré lo que necesita saber.

Philippa asintió.

– ¿Tendré tiempo para darme un baño por la mañana?

– Sí. Debemos levantarnos temprano. El rey, como siempre, será puntual porque está muy ocupado.

Lucy la ayudó a desvestirse. Philippa caminó hacia la mesa de roble donde había una jofaina con agua perfumada y se lavó la cara, las manos y el cuello. Se frotó los dientes con un lienzo áspero. Vestida solo con la camisa, se dirigió hacia la cama y se acostó.

Lucy ordenó las prendas de Philippa y vació la jofaina por la ventana. Entonces, se sentó al borde de la cama.

– Primero, señorita, cuénteme lo que sabe.

– No sé nada. Banon me ha regañado porque no me dejé besar lo suficiente ni tampoco permití a mi futuro marido que me tocara. Ahora me doy cuenta de que tiene razón.

– Tal vez, pero usted no lo hizo y ahora se acerca la noche nupcial, señorita. Sin embargo, en mi modesta opinión, no hay demasiado que saber. A él le encantará que usted sea ignorante y ser el único que ha estado entre sus piernas. Esos caballeros aprecian la pureza de sus esposas, según me han dicho. Usted es única, señorita. La mayoría de sus compañeras han sido traviesas y lascivas con los caballeros de la corte. Usted, en cambio, se ha mantenido casta.

– ¿Pero qué tengo que hacer?

– Nada, señorita. Él le dirá lo que tiene que hacer y así es como debe comportarse una jovencita como usted. Su marido la pondrá de espaldas sobre la cama y se introducirá entre sus piernas. Hay un agujero profundo entre los labios íntimos donde él meterá su virilidad. Moverá las caderas hacia delante y hacia atrás en búsqueda del placer. No es nada más que eso. Y cuando haya liberado los jugos del amor en sus entrañas, se retirará.

– ¿Y los besos y las caricias, Lucy?

– Eso dependerá de cuánto la desee el hombre -sonrió Lucy-. Debo decirle una cosa importante. La primera vez suele doler un poco, y habrá algo de sangre. No se asuste por eso, no es nada.

Philippa asintió. Todo sonaba muy pragmático. Luego de haber oído las explicaciones de Lucy, la niña no entendía por qué, entonces, se hablaba tanto de ello.

– Gracias por instruirme, Lucy. No quería quedar como una tonta frente al conde.

– La señorita Banon me ha dicho que usted no ha dormido bien durante las últimas noches. Espero que esta conversación la haya aliviado un poco. Ahora no tiene nada que temer, milady. Cierre los ojos y duérmase. Está muy protegida en la casa de su tío Thomas.

Luego, Lucy se retiró en puntas de pie a su catre del cuarto contiguo. Philippa pensó que una vez más pasaría la noche en vela. No podía parar de pensar. Nunca había estado en Brierewode. ¿Cómo sería su futura morada? ¿Sería fácil ser la señora de esa casa? ¿Los criados le harían la vida imposible o estarían contentos de tener una nueva ama y señora? ¿Podría ser una buena esposa y condesa de Witton? ¿Cómo podría encontrar un equilibrio entre sus deberes hacia Crispin y sus obligaciones en la corte? Al rato, para su sorpresa, sintió que se iba quedando dormida. ¿Por qué se torturaba con esas preguntas? Todo saldría bien, como siempre. Y ella no iría a Brierewode hasta el otoño. Los párpados le pesaban. No había nada de qué preocuparse. Nada. Estaba todo bien. Y con esos pensamientos se quedó dormida.

Cuando Lucy la sacudió suavemente para despertarla, Philippa sintió el ruido de la lluvia. Bueno, era abril. Permaneció acostada unos minutos más detrás de las cortinas de su cama, mientras dos criados entraban y salían del cuarto con cubos de agua para llenar la bañera. Lucy vertió aceite en el agua y colocó la toalla al lado del fuego. Luego, abrió las cortinas de su lecho.

– Venga, señorita. Está todo listo para el baño y el agua está a la temperatura que a usted le gusta. -Ayudó a Philippa a salir de su cama y le quitó la camisa.

Philippa se introdujo en la bañera, suspirando mientras el calor envolvía su cuerpo.

– ¡Aaah! ¡Qué agradable! Primero lávame el cabello, Lucy.

Obedeciendo la orden, la criada lavó y enjuagó la larga cabellera con agua perfumada y luego la cubrió con una toalla. Philippa tomó un jabón y comenzó a lavarse el resto del cuerpo. Lo hizo rápidamente, porque era una mañana helada y temía resfriarse. Acto seguido, se secó y, envuelta en un lienzo de baño, se sentó junto al hogar y comenzó a cepillarse el cabello.

Lucy se dirigió deprisa a la cocina en busca del desayuno de su ama. Regresó con una bandeja que contenía una lonja de jamón, un huevo duro, pan recién horneado, naranjas españolas y mantequilla y mermelada.

– El cocinero le pide disculpas por la comida. Está muy ocupado preparando la fiesta de compromiso. ¡Qué hermoso vestido se va a poner hoy!

Philippa sintió que se le dibujaba una sonrisa. Sí, era un vestido precioso.

– Esta comida está bien para el día de hoy porque no tengo nada de hambre.

– Bueno, de todas maneras, debe comer, señorita. El estómago vacío es enemigo del amor. Y el cocinero le trajo esa deliciosa mermelada de cerezas que tanto le gusta.

Philippa comió todo lo que había en la bandeja y bebió una pequeña copa de cerveza. Limpia, descansada y bien alimentada, sintió que ahora sí podía enfrentar ese día tan importante. Finalmente, se enjuagó la boca con agua mentolada.

La doncella le alcanzó una camisa limpia de seda color marfil, con mangas largas que culminaban en un delicado encaje. El cuello era redondo y cerrado. Luego la ayudó a colocarse el vestido.

– Me encanta sentir la seda sobre la piel -ronroneó Philippa.

Lucy sonrió. En el suelo yacían dos enaguas de seda y le ayudó a ponérselas. A continuación, le ajustó todas las prendas. Luego, puso una falda sobre el vestido de Philippa y la ató a las múltiples enaguas. Philippa acarició el brocado de terciopelo violeta con las palmas de las manos. El cuello cuadrado del corpiño estaba ribeteado con bordados de hilos de oro. La parte superior de las mangas era ajustada, pero la inferior era amplia y terminaba en un puño de satén violeta y un brocado del mismo color.

– Ya está lista para el compromiso -anunció la criada-. Ahora debe ponerse los zapatos. Me ocuparé de su cabello. Lord Cambridge me ordenó que esté muy cepillado y suelto. Y me dio esto para que lo espolvoree en su cabellera mientras la peino. -Sacó una cajita y se la mostró a Philippa.

– Es polvo de oro y del más exquisito. Mi tío no deja de sorprenderme con sus extravagancias. No lo uses todo, pues quiero guardar algo para el día de la boda.

– Ahora, póngase de pie -le pidió Lucy mientras se subía a un taburete con el cepillo en la mano. Cepilló y cepilló el cabello de su ama hasta dejarlo brillante. Cuando se sintió satisfecha, esparció el polvo de oro y volvió a arreglar el cabello de Philippa-. No lo utilicé todo, solo lo necesario para darle más brillo. Debemos guardarlo también para los festejos de Navidad. Usted va a causar sensación, señorita.

– No estoy segura de que una mujer casada deba causar sensación-rió Philippa. Luego giró y dio un paso hacia atrás.

– ¿Cómo me veo, Lucy?

– Es todavía más hermosa que su madre -respondió con admiración.

De pronto, alguien golpeó a la puerta y, antes de que tuvieran tiempo de contestar, lord Cambridge entró en la habitación con una amplia sonrisa. El tío, feliz, abrió su jubón y extrajo una larga cadena y un par de pendientes de perlas.

– Son para ti, mi querida. Y también debes usar la cadena con el crucifijo de oro y perlas -le aconsejó mientras la joven se enjoyaba-. Te conseguí esas perlas especialmente para que combinen con toda tu vestimenta.

– ¿Ya llegó el rey? -preguntó Philippa.

– Por suerte no, tesoro. Tú y yo debemos agradecerle personalmente su visita en cuanto atraviese el umbral de la puerta. No recuerdo que haya venido jamás a mi casa. Gracias a Dios que mi residencia es pequeña y simple, o despertaría los celos de Su Majestad y me sentiría obligado a entregar mí casa a la corona.

– Tío Thomas -rió Philippa-, ¡tu lengua viperina no se detiene nunca, ni siquiera a la mañana temprano! ¿Ya han alimentado bien a las cotorras?

– Tu lengua es tan incisiva como la mía, querida. Sí, llenaron los estómagos de tus futuras cuñadas con generosas bandejas de comida y ya están en el salón. Ambas están muy excitadas ante la idea de conocer al rey. Ninguna de ellas tuvo ese honor. No puedo dejar de alardear sobre la larga relación que une a la familia Bolton con los Tudor. Cuanto más les cuento, más se alegran con la idea de la boda.

Philippa sacudió la cabeza y dijo:

– Eso no importa, tío. Crispin tendrá las tierras de Melville y aunque yo fuera tuerta y desdentada igual me desposaría. Me niego a hacerme ilusiones, así me evitaré futuros desengaños.

– Pienso que eres injusta con tu conde, querida. Es un hombre honorable. Sí, es cierto que fue Melville lo que lo atrajo en primera instancia, pero tengo la certeza de que no se casa contigo solo por las tierras. ¿No te has dado cuenta de la manera en que te mira cuando cree que nadie lo observa?

Alguien golpeó la puerta y Lucy se apresuró a ver de quién se trataba. Afuera estaba William Smythe, vestido sobriamente con su clásico atuendo negro.

– Milord, la barca real se está acercando al muelle -anunció con una reverencia.

– Gracias, Will. Vamos, querida -dijo lord Cambridge y tomó a su sobrina del brazo-. ¿Está todo listo en el salón? ¿Las hermanas del conde ya están por desmayarse?

– La verdad es que sí -respondió el secretario con una sonrisa discreta-. Creo que solo se calmarán cuando usted y su sobrina les hagan compañía. Al conde también se lo nota bastante incómodo y nervioso.

Philippa y su tío bajaron deprisa las escaleras y se dirigieron hacia el jardín. Desde la puerta vieron cómo la barcaza real atracaba en el muelle. Luego, el rey puso su pie en tierra firme y ayudó a su esposa a desembarcar mientras los sirvientes de Thomas Bolton los cubrían con un toldo para protegerlos de la lluvia. Los reyes de Inglaterra atravesaron los jardines, donde lord Cambridge y su sobrina los esperaban para darles la bienvenida. Detrás de la pareja real, venía uno de los sacerdotes de la reina.

Thomas Bolton los saludó con una inclinación de cabeza mientras que Philippa hizo una reverencia desplegando sus faldas como si fuesen pétalos de flores.

– Su Majestad, no sé cómo expresarle el honor que significa su presencia en mi casa -dijo lord Cambridge mientras hacía pasar al rey y a la reina a través de la puerta de entrada.

– Desde el río, su morada parece una joya, Tom. Es perfecta para usted -tronó la voz del rey. Luego, se volvió hacia Philippa y la aprobó con su mirada-. Tu madre estaría muy orgullosa de ti, querida mía. Haber elevado a tu familia a tan alto rango es un gran logro de tu parte, considerando quién es tu padrastro. Aunque reconozco que ni tú ni ninguna de tus hermanas tienen sangre escocesa. Me enteré de que una de ellas se va a casar con un Neville.

– Sí, Su Majestad. Banon se casará con Robert Neville en otoño. Su abuelo y mi abuela eran parientes.

– ¿Tienen el permiso de la Iglesia? -preguntó el rey a lord Cambridge.

– Sí, Su Majestad. El cardenal en persona obtuvo el permiso de Roma.

– Excelente -dijo Enrique VIII-. Bueno, comencemos con la ceremonia de compromiso. La reina y yo tenemos un largo día por delante. Mañana mismo partiremos rumbo a Greenwich.

Lord Cambridge y Philippa condujeron a los reyes hasta el salón donde el conde de Witton y sus hermanas estaban esperándolos. Lady Marjorie y lady Susanna fueron, finalmente, presentadas a los monarcas. Estaban nerviosas, pero se tranquilizaron al ver que el rey era de lo más gentil. Les hizo bromas e incluso les dio un sonoro beso en sus enrojecidas mejillas. La reina también se mostró muy amable y las hermanas del conde quedaron deslumbradas por sus modales encantadores.

Los criados se apresuraron a llevar el vino. Todos los sirvientes, desde el ayudante de cocina hasta el mayordomo, se reunieron en la parte trasera del salón para espiar al rey y a la reina. William Smythe trajo los papeles del compromiso y los desplegó con cuidado sobre la mesa. Colocó también el tintero, la arena secante y la pluma. Sobre el tablero de la mesa habían dispuesto dos grandes candelabros de oro con velas de cera de abeja. El fuego del salón ardía y las ramas floridas inundaban el ambiente con su fragancia. Y afuera, la lluvia de abril golpeaba las ventanas.

– Llegó la hora, milord -dijo el secretario.

Lord Cambridge asintió.

– Por favor, acérquense para formalizar el compromiso entre mi sobrina Philippa Meredith y Crispin St. Claire.

– Crispin St. Claire, ¿está usted de acuerdo con los términos de este compromiso? -preguntó el sacerdote.

– Sí, padre.

– Por favor, firme aquí -señaló el secretario. El conde de Witton firmó y le devolvió la pluma a William Smythe. El secretario entintó la pluma y se la ofreció a Philippa, mientras colocaba los papeles frente a la joven.

El sacerdote volvió a intervenir:

– Philippa Meredith, ¿acepta usted este compromiso?

– Sí, padre -respondió Philippa. Luego, respiró profundamente y estampó su firma. Le devolvió la pluma al secretario, que secó las rúbricas con arena.

A continuación, el clérigo les pidió a los novios que se arrodillaran y les dio su bendición.

– Ya está -dijo el rey jovialmente, mientras el conde ayudaba a Philippa a ponerse de pie-. Y ahora, ¡brindemos por los novios!

Enseguida trajeron el vino y todos llenaron sus copas para desearle larga vida y muchos hijos a la nueva pareja.

– Su madre es muy fértil -dijo el rey lanzándole una mirada significativa a su esposa-. Seguramente tendrán un heredero este mismo año.

La reina se mordió el labio angustiada y agregó:

– Le pedí a fray Felipe que oficiara los sacramentos en mi capilla de Richmond el día 30 de abril. Y, luego, los recién casados vendrán a Greenwich para reunirse con nosotros.

– ¡De ninguna manera! -volvió a tronar el rey-. No nos iremos a Francia hasta principios de junio. Podrás sobrevivir sin Philippa, Catalina, son apenas unas pocas semanas. Ella y su marido irán a su casa en Oxfordshire y los volveremos a ver en Dover el día 24 de mayo. Han tenido muy poco tiempo para estar solos desde que se cerró el acuerdo entre las familias. Dejémoslos disfrutar de la intimidad. ¿Acaso nosotros no gozamos de una maravillosa luna de miel hace muchos años, Catalina? -Y acto seguido le dio un beso en los labios, lo que hizo enrojecer de inmediato el rostro siempre macilento de la reina.

– Tienes razón, querido Enrique. Por supuesto.

– Pero, Su Majestad -protestó Philippa-, ¿usted no me necesita?

– ¿Ves? -dijo el rey, complacido-. Esta joven es tan devota al deber como su padre, sir Owein Meredith, que Dios guarde en su santa gloria. -Luego se volvió hacia las hermanas del conde-: ¿Sabían ustedes, queridas señoras, que sir Owein sirvió a los Tudor desde que cumplió los seis años? -A continuación, se dirigió a Philippa-: No, querida, debes pasar un tiempo en absoluta privacidad con tu nuevo esposo. Es una orden del rey.

– Sí, Su Majestad -dijo Philippa haciendo una reverencia. ¿Pasar un tiempo con el conde? Apenas se conocían. ¿De qué hablarían?

– Nosotros debemos partir -anunció el rey-. Y dado que no voy a asistir a la boda, besaré a la novia. -Tomó a Philippa por los hombros y besó sus mejillas ardientes-. ¡Que Dios te bendiga, querida! Nos veremos pronto en Dover.

Se produjo un largo silencio hasta que lady Marjorie y lady Susanna comenzaron a hablar al unísono.

– ¡Por la Virgen! ¡Qué apuesto es el rey!

– Me hizo cosquillas con su barba cuando me besó en la mejilla.

– A la reina no le gusta. Se la dejó crecer porque el rey Francisco usa barba y quiere honrarlo con ese gesto.

Las hermanas se fascinaron al oír esa información. Habían visto con sus propios ojos que el rey y la reina trataban a su futura cuñada con una familiaridad solo reservada a los altos miembros de la realeza o a los poderosos, y no a una joven de Cumbria. Tanto Marjorie como Susanna tenían hijos que algún día necesitarían contactos en la corte. Tal vez Philippa podría ayudarlos. Ese matrimonio era verdaderamente conveniente para ambas partes.

– Si las señoras desean ver la barcaza real -dijo William Smythe-, en este momento está zarpando del muelle de milord.

Lady Marjorie y lady Susanna corrieron hacia la ventana que daba al río y no cesaron de proferir exclamaciones de asombro.

– ¡Nunca he visto algo similar!

– ¡Ni lo volveremos a ver!

– Susanna, ¿alcanzas a ver al rey?

– No -respondió desilusionada-. Ya bajaron las cortinas.

Mientras tanto, lord Cambridge regresó al salón y se dirigió a Philippa para besar su suave mejilla.

– Pequeña, se te ve exhausta y el día recién comienza. Debes ir a los jardines con Crispin a tomar un poco de aire fresco.

– ¿Bajo la lluvia? -le preguntó Philippa.

– Ya no Hueve más. Mi querida, faltan apenas dos días para que estén formalmente casados y el tiempo vuela. Debes aprovecharlo.

– ¿Cómo es posible que me conozcas mejor que yo misma? -le preguntó, mientras le regalaba una sonrisa y le guiñaba el ojo.

Luego lord Cambridge le dijo al conde:

– Creo que una tranquila caminata les hará muy bien. En cuanto la mesa esté servida para la fiesta, enviaré a los criados a buscarlos.

Sin decir una sola palabra, Crispin St. Claire tomó a Philippa de la mano y la condujo a través del salón.

– Por favor, traiga mi capa y pídale a Lucy que le alcance a su ama la suya -ordenó a un sirviente en el corredor. Cuando estuvieron solos, el conde tomó a Philippa por los hombros y la besó con dulzura-. No nos hemos besado para sellar nuestro compromiso -le dijo con una sonrisa amable-. De hecho, hace muchos días que no nos besamos. ¿Acaso no te gusta besarme? ¿Te parece desagradable, pequeña mía? -Sus ojos grises estudiaban la mirada de Philippa mientras alzaba su mentón con la mano.

– No, milord. Me gusta besarte -admitió en voz baja-. Pero no quería que pensaras que era una joven desvergonzada.

– Puedo decir muchas cosas sobre ti, Philippa, pero jamás utilizaría la palabra "desvergonzada" para describirte -le dijo y la abrazó con fuerza. Le agradaba sentir su pequeño cuerpo contra el suyo.

– Sé que te enteraste del desafortunado episodio de la Torre Inclinada.

– Pero también sé los motivos que te llevaron a cometer esa imprudencia, querida mía. Y ya te dije que me resultaba una historia divertida. Tienes la reputación de ser la más casta de las doncellas de la reina.

– ¿Y cómo sabes eso? -Una agradable fragancia emanaba del jubón de Crispin.

– Porque hice mis averiguaciones. En mis treinta años de vida aprendí que la mejor manera de encontrar la respuesta a las dudas, es preguntando.

– ¡Ah! -respondió Philippa sintiéndose un poco tonta.

– Su capa, milord. -El criado había regresado con las prendas requeridas y los ayudó a ponérselas.

La pareja recién comprometida comenzó a caminar por los jardines de lord Cambridge. La lluvia había cesado y el sol empezaba a brillar a través de las nubes.

– ¡Oh, mira! -gritó Philippa-. Dicen que da buena suerte contemplar el arco iris. Desde ahora y para siempre.

El conde miró hacia donde señalaba su novia y vio el ancho arco de color atravesando el río Támesis. Sonrió.

– Un signo de buena suerte en el día de nuestro compromiso es más que bienvenido.

– ¿Acaso estás asustado?

– ¿De qué debería estar asustado?

– De nuestro matrimonio. Apenas nos conocemos.

– Tuvimos la oportunidad de conocernos, pero la hemos desperdiciado. Me evitabas de manera deliberada y no entiendo por qué.

Philippa suspiró.

– Lo sé. Primero acepté casarme y luego me asusté. Tú perteneces a la nobleza, milord, y temo que nunca me ames, que solo desees desposarme por la tierra de Melville.

– Si fuera posible, Philippa, te juro que no aceptaría Melville para demostrarte que nuestra unión ya no tiene nada que ver con la tierra. Pero necesitamos esos campos de pastoreo. Por otra parte, todos los matrimonios se arreglan sobre la base de decisiones sensatas. El amor tiene poco que ver en la mayoría de las bodas. Algún día, nosotros llegaremos a amarnos, pequeña. Pero vayamos paso a paso. Por ahora, estamos comprometidos y en dos días estaremos casados. Al menos debemos ser amigos. Por suerte, el rey nos permitió pasar un tiempo a solas. El viaje a Brierewode llevará unos días y estoy ansioso por mostrarte tu nuevo hogar.

– Pero iremos a Francia -replicó Philippa-. Yo debo acompañar a la reina.

– Y así será, querida. Llegaremos a Dover el día de la partida. Estaremos todo el verano en Francia con la corte antes de volver a Inglaterra para visitar a tu madre y luego pasar el invierno en Brierewode.

– Pero debemos volver al palacio para los festejos de Navidad.

– Si no estás embarazada.

– ¿Embarazada? -Philippa respiró hondo.

– El propósito de nuestra unión es tener hijos -le dijo con solemnidad-. Necesito un heredero. SÍ pruebas ser tan fértil como tu madre, tendré la suerte de ser el padre de muchos niños.

Philippa se detuvo y le dio un pisotón.

– No me hables como si fuera una vaca de raza -protestó.

– Todavía está por verse si eres de raza -replicó el conde secamente y la miró con sus ojos grises, de pronto helados.

– Me habías prometido que esperaríamos un poco.

– Philippa, eso es lo que hice durante casi un mes, mientras tú evitabas mi compañía. Ni un beso ni una caricia. Pero dentro de dos noches, pequeña, cumplirás con tus obligaciones porque debes convertirte en mi esposa. ¿Me entiendes?

– Eres el hombre más arrogante del mundo -le contestó furiosa.

Crispin rió.

– Es probable -asintió. Y luego la acercó a su cuerpo y la abrazó con ternura-. De ahora en adelante, a esa deliciosa boquita tuya, Philippa, le daremos un mejor uso que el de pelear conmigo. -Inclinó su cabeza y sus labios se encontraron con los de su prometida en un beso apasionado.

Al principio, los puños cerrados de la joven golpeaban contra el jubón de terciopelo de Crispin. Pero el beso la fue debilitando y la cabeza le daba vueltas. Le gustaba. Sí, le gustaba mucho. Sus labios se abrieron y la muchacha lanzó un suspiro de placer, y dejó de golpear a su prometido.

El conde alzó la cabeza y miró a su novia.

– Philippa, ya estás dispuesta a ser amada. ¿Por qué te opones a tus deseos? Seré muy cuidadoso contigo.

– Es que necesito conocerte más antes de ser tuya en cuerpo y alma -murmuró contra su boca.

– Pequeña, cuentas solo con estos dos días para conocerme. No hay más tiempo -le dijo, mientras la sentaba en un banco de mármol a la sombra de un ciruelo. Luego, comenzó a besarla una y otra vez hasta que la joven temió que sus labios quedaran morados. Los dedos del conde soltaron los lazos del corpiño. Sus manos se introdujeron por el escote y alcanzaron a tocar con dulzura sus deliciosos y redondos senos.

Philippa no podía respirar y su corazón latía con furia. La mano de Crispin era tibia y suave. Apoyó la cabeza en el hombro de su prometido. Esas caricias eran la experiencia más excitante de su vida.

– No deberías hacerlo -protestó débilmente-. Todavía no estamos casados.

– El compromiso ha legalizado nuestra unión -gimió el conde.

– La reina dice que toda mujer debe ser casta aun en el lecho nupcial -susurró Philippa.

– ¡Basta con la reina! -dijo Crispin enojado-. ¿Es ella la culpable de tu conducta de las últimas semanas?

– ¡Milord! -Philippa estaba perturbada por sus palabras-. La reina es un ejemplo en todo sentido, incluso como esposa, para todas las mujeres del reino.

– Tal vez sea por eso que Catalina no pudo dar vida a ningún hijo varón -le respondió mientras su pulgar frotaba los pezones de Philippa-, ¡Los niños saludables son hijos de la pasión, no de la mojigatería!

– No puedo concentrarme cuando haces eso -volvió a protestar.

– ¿En qué debes concentrarte, preciosa? -le dijo riendo con ternura. Luego volvió a besarla mientras seguía acariciándole los senos-. Lo que sí deberías hacer es perder la compostura y entregarte al placer de las deliciosas sensaciones que corren por tus venas en este momento. -Sus labios ardientes tocaron la frente, las mejillas y el cuello de Philippa.

La joven levantó la cabeza.

– ¡Oh, milord! No debes tocarme con tanta dulzura. Tus caricias y besos me marean y no puedo pensar.

El conde soltó una carcajada.

– Muy bien, pequeña, haremos una pausa. Este breve encuentro me ha dejado con la sospecha de que, en el interior de esa alma inocente, se esconde un espíritu apasionado y lujurioso. Y me gustaría mucho encontrarlo, Philippa.

– Milord -dijo un poco incómoda-, me parece increíble oír semejante vocabulario de la boca de un caballero. Mi ama, la reina, jamás aprobaría el uso de esas palabras que pronuncias con tanta soltura.

– Tu ama, la reina, es una buena mujer que luchó toda su vida para tratar de ser una buena esposa del rey. Pero es una mojigata, Philippa. En España la educaron solo para cumplir con sus deberes, que consisten, principalmente, en una estricta devoción a la Iglesia. Luego siguen sus obligaciones como infanta española y reina de Inglaterra, y por último su lealtad hacia el marido. Pero el deber no se extiende hasta el lecho marital, Philippa. -Ella lo miró asombrada-. Todo hombre desea una mujer que disfrute del lecho nupcial. Una mujer que se abra a una pasión compartida y confíe en que su esposo le hará gozar de los placeres más exquisitos. Sé que eres virgen, pequeña. Y me gusta que hayas permanecido casta. Pero ya terminó el tiempo de la pureza. Hasta el día de nuestro matrimonio, complacerás todos mis deseos, pequeña. Y no te arrepentirás. Eso te lo prometo.

– La reina… -Philippa comenzó a decir, pero él le tapó la boca con los dedos.

– Tú no eres la reina, Philippa. Quiero que me digas: "Sí, Crispin. Haré lo que quieras". -Sus ojos grises brillaban divertidos.

– Pero tienes que entender… -intentó una vez más Philippa y otra vez los dedos le sellaron los labios.

– Por favor, di: "Sí, Crispin".

– Nadie me habla como si fuera una niña -protestó Philippa.

– Pero es que eres una niña en los temas del amor. Y yo soy quien deberá instruirte y hacer de ti la mejor alumna, Philippa. Ahora, la primera lección. Debes besarme con dulzura y decir: "Sí, Crispin. Haré todo lo que me pidas".

Philippa le clavó sus ojos de miel. Era una mirada aguerrida. Apretó sus labios hasta formar con ellos una delgada línea. Se puso de pie y dijo:

– No, Crispin. No diré todo lo que quieres. No eres más que un arrogante domador de caballos.

Luego, se volvió y regresó a la casa, con los lazos del corpiño flameando al viento. El conde de Witton lanzó una carcajada. El matrimonio con Philippa Meredith iba a ser cualquier cosa menos aburrido.

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