Cuando terminaron de comer y los sirvientes despejaron la mesa, se produjo un largo e incómodo silencio entre los recién casados.
– Creo que deberíamos retirarnos, querida. Me quedaré en el salón. Cuando estés lista, dile a Lucy que avise a mi criado -ordenó el conde en un tono calmo que, sin embargo, no admitía réplica. Luego, se puso de pie, tomó la helada mano de Philippa y la besó-. Mi paciencia tiene un límite, pequeña.
Ella se inclinó en una reverencia; el color había desaparecido de sus mejillas, parecía mareada. Tras una profunda inspiración, le respondió: -Trataré de no hacerte esperar. Cuando Philippa entró a su alcoba, gritó asombrada:
– ¡Lucy! ¿Qué pasó aquí?
– Fue idea de su tío. Los sirvientes redecoraron la habitación siguiendo instrucciones precisas de lord Cambridge. Dijo que los novios debían comenzar su vida en común en un terreno neutral y que el escenario de su noche de bodas no podía ser de ninguna manera el cuarto de su infancia, milady.
Philippa miró a su alrededor. Los cortinados de terciopelo rosa de la ventana y de su antigua cama habían sido reemplazados por otros color borravino. Las alfombras persas eran de un rojo y un azul intensos. Los muebles eran los mismos, con excepción de una enorme cama, donde cabían cómodamente dos personas, rodeada por cortinas sujetas por unos brillantes aros de bronce.
– Bien, ha logrado su objetivo -reconoció riendo-, pero me gustaba el viejo terciopelo rosa, pero el tío Thomas es la persona más sensible y atenta que conozco. A nadie, ni siquiera a mi madre, se le hubiese ocurrido una idea tan extravagante.
– El adora a sus sobrinas. Vamos, milady, no perdamos más tiempo.
Philippa sonrió a la doncella.
– Me resulta extraño que me digas "milady".
– Ahora es la condesa de Witton, milady -replicó la doncella con orgullo. Estaba muy concentrada en su laboriosa tarea. Desató los cordones de las mangas, le sacó el corpiño y lo apartó a un lado. Luego, desanudó la falda y las enaguas, que cayeron al suelo.
La condesa abrió el cofre de las joyas y guardó los pendientes y la sarta de perlas. Luego se sentó en una silla y se lavó las manos y el rostro. Mezcló polvo de piedra y menta en un lienzo y se frotó los dientes. Repitió mecánicamente todos los pasos que solía dar antes de acostarse. Pero esa noche sería distinta: habría un hombre en su cama.
– Muy bien, ya está lista, milady -dijo la criada, y se retiró de la habitación haciendo una reverencia.
– El cabello… -murmuró Philippa-. Bueno, tendré que peinarme sola -rió.
Sentada frente a la ventana que miraba a los jardines, comenzó a cepillarse. Maybel y su madre le habían enseñado que debía darse cien cepilladas todas las mañanas y todas las noches. Las cerdas se movían a un ritmo constante a través de su larga y ondulada cabellera.
Contempló el paisaje. La luna estaba en cuarto creciente y, junto a ella, había una estrella. Era un espectáculo maravilloso. "¿Por qué no será así siempre?". De pronto, se abrió la puerta y escuchó los pasos del conde entrando en la alcoba.
Ella no se dio vuelta, pero su mano se detuvo en el aire, a la altura de la nuca. Sin decir una palabra, Crispin tomó el cepillo y lo deslizó por su melena caoba. Inmóvil y en silencio, la joven respiraba con dificultad.
– ¿Ya llegamos a las cien? -preguntó el conde.
– Perdí la cuenta, pero creo que sí, o más.
– Entonces hemos terminado. Tienes un cabello hermoso. -Tomó un mechón, se lo llevó a los labios y lo besó.
Se sentó junto a su esposa y le ciñó la cintura con los brazos. La muchacha dio un salto y él aflojó un poco la presión. Desnudó su cuello y lo besó amorosamente. Philippa sintió un ligero escalofrío. El conde comenzó a desatar las cintas de la camisa.
– No, por favor -suplicó, oprimiendo sus manos contra las de Crispin.
– Solo quiero acariciar tus dulces senos, pequeña -le susurró al oído, y le besó el lóbulo de la oreja.
– Estoy asustada.
– ¿De qué?
– De todo esto. De ti. De lo que pasará esta noche. -Las palabras salían con torpeza de su boca.
– Sólo estoy acariciándote. -Crispin logró liberarse de las manos de Philippa, le abrió la camisa y tocó su seno-. Soy tu marido, pequeña, no hay razón para que tengas miedo de mí. Debemos consumar el matrimonio para que tu familia quede satisfecha. De lo contrarío -agregó jocoso-, robaré tu dote y te dejaré por no haber cumplido con tus deberes conyugales.
– Jamás harías algo así -se enojó Philippa-. Eres un caballero honorable.
– Me alegra que tengas esa opinión de mí, pequeña -sonrió Crispin-. Soy un hombre honorable y, precisamente por eso, aceptarás que hoy se consume nuestra relación. Vamos, no temas. Uniremos nuestros cuerpos y nos brindaremos al placer.
– ¿Y por qué tiene que ser esta noche? ¿No podemos esperar un poco más?
– ¿Cuánto tiempo más quieres esperar? -rió el conde.
– No lo sé.
– Tiene que ser esta misma noche. Cuanto más lo posterguemos, más miedo sentirás. En cambio, si lo hacemos ahora mismo, verás que no es tan terrible e incluso es probable que quieras repetirlo más de una vez.
– La reina, y también la Iglesia, dicen que la única finalidad de la unión entre los esposos es la procreación, milord.
– Ni la reina ni la Iglesia se meterán hoy en nuestra cama, Philippa -repuso el conde con voz firme-. ¡Solo estaremos tú y yo! -y le dio un fogoso beso.
Primero, la joven mantuvo sus labios sellados, pero luego se doblegó. El conde introdujo su lengua hasta tocar la de su amada, y la acarició con frenesí. La besó hasta dejarla sin aliento. Ella se estremeció; de pronto, rodeó con sus brazos el cuello de Crispin.
– Me gusta que me beses -murmuró.
– Estás hecha para ser besada, acariciada y amada, pequeña. Puedo ser un perfecto caballero mientras no te toque, pero cuando te estrecho en mis brazos y saboreo esos dulces senos que tienes, soy capaz de perder el control, Philippa. Ninguna mujer me excitó tanto.
Philippa adivinó la pasión del conde en sus ardientes ojos grises.
– Te deseo -repitió el conde- y me alegra que me hayas obligado a esperar hasta este momento. Quedaremos extasiados de tanto placer.
Philippa sintió que sus huesos se derretían; no tenía fuerzas para moverse ni emitir palabra. Crispin la paró frente a él y le quitó la camisa. Sintió cómo la seda se deslizaba por sus caderas, sus muslos, sus piernas. Se sintió frágil, desnuda ante ese hombre. No sabía dónde mirar, tenía un nudo en la garganta.
A excepción de unas pocas mujeres, nadie la había visto desnuda. ¿Qué diría la reina? ¿Alguna vez se habría mostrado desnuda ante el rey? Probablemente no, supuso, pues Catalina jamás se sacaba la camisa, ni siquiera para bañarse.
– No es justo -se quejó-. Te estás aprovechando de mi inocencia.
– Es cierto -admitió el conde-. Ya mismo me quitaré la ropa para estar en igualdad de condiciones, -Se desnudó y arrojó las prendas junto a las de ella-. Voila.
En un acto reflejo, la joven se cubrió los ojos con ambas manos.
– ¡No, milord! Las velas están encendidas. Hay demasiada luz en la habitación.
Crispin apartó las manos de su rostro, pero los ojos de Philippa permanecían cerrados.
– ¿Por qué cierras los ojos? -preguntó el conde.
– Porque no llevas nada puesto, milord. No es correcto que veamos nuestros cuerpos desnudos. La Iglesia dice que Dios nos dio la ropa para cubrir nuestra vergüenza.
– Será más difícil hacerte el amor si estás vestida, Philippa -explicó el conde-. Además, si la finalidad de nuestra unión ha de ser la procreación, como nos enseña la Iglesia, es necesario que estemos desnudos. -Sintió ganas de reír pero no lo hizo. Maldijo a la reina española y su beata mojigatería, y comprendió la frustración del rey. ¿Cuánto tiempo había estado Philippa bajo la influencia de Catalina? ¿Tres, cuatro años? Aunque Crispin sabía que era imposible borrar en una sola noche todas las tonterías que le había inculcado la reina, decidió hacer el intento.
– ¡Abre los ojos! ¡Soy tu esposo y me debes obediencia! -ordenó el conde.
Sobresaltada por la severidad de su voz, la joven abrió sus ojos color miel y los fijó en un punto situado por encima del hombro de su flamante esposo.
– Sí, milord -susurró ruborizada y dio un paso hacia atrás.
Con una brusca y veloz maniobra, Crispin la arrastró hacia él y la abrazó.
Philippa forcejeaba inútilmente contra el cuerpo sólido de su marido.
En un momento, sus miradas se encontraron y Crispin procedió a explicarle cada detalle de lo que harían a continuación:
– Ahora, Philippa voy a acariciar cada pulgada de tu delicioso cuerpo y tú, del mío. Nos besaremos, y cuando se encienda la pasión nos uniremos como marido y mujer. Eso puede servir a la procreación, pero también provocar placeres insospechados, y no hay nada malo ni pecaminoso en ello. Lamento que la reina no haya experimentado jamás esos placeres. Pero tú, pequeña, los sentirás en cada fibra de tu ser.
– Su Majestad asegura que la esposa debe rezar el rosario y orar sin cesar mientras el marido está montado sobre ella.
– ¡Nada de rosarios ni plegarias! El único sonido que escucharé de tus labios serán gritos de júbilo y súplicas para que no me detenga. ¿Comprendes, Philippa?
El conde calzó sus vigorosas manos en el trasero de la joven, y comenzó a acariciarle las nalgas.
Sobresaltada, trató de liberarse de esas garras que la apretaban contra él. Era imposible. De pronto, sintió que algo duro presionaba su vientre y el estupor fue aún mayor.
– ¡Oh! -jadeó Philippa. Intentó alejarse de él, pero fue en vano-. ¿Crispin?
– ¿Qué? -preguntó. Sus ojos irradiaban una inmensa felicidad.
– Por favor…
– ¿Por favor qué?
– ¡Eres muy cruel! -exclamó mientras una lágrima rodaba por su mejilla.
El conde lamió la lágrima. La muchacha comenzó a temblar. El gestito le pareció lo más sensual que había experimentado en su vida.
– Sí, A veces un hombre debe ser cruel para ser gentil -dijo Crispin.
– No lo comprendo.
– No, ahora no comprendes nada, querida, pero ya entenderás.
La alzó y la depositó en la cama con delicadeza.
Ya no podía seguir apartando la vista, y se atrevió a mirarlo. Crispin tenía un cuerpo tan esbelto como las estatuas del jardín de lord Cambridge y, por cierto, mucho más hermoso que su rostro. Cuando se acostó sobre ella, la joven lanzó un suave gemido.
El conde había notado la expresión de admiración de Philippa, aunque sus ojos no habían siquiera vislumbrado su virilidad. Con sumo cuidado, Crispin se colocó en una posición que no la lastimara. Comenzó a besarla de nuevo. Tenía deseos de penetrarla, pero sabía que su esposa aún no estaba lista, y decidió esperar. Quería que la pérdida de la virginidad fuera lo menos dolorosa posible para ella. Le besó los labios y el rostro y vio con satisfacción cómo Philippa le devolvía sus besos tímidamente y lo rodeaba con sus brazos. En un momento dado, la hizo girar en la cama de modo que él quedara debajo de ella. Philippa lanzó un chillido de asombro, pero no protestó. La tiró hacia delante hasta que los senos de la joven quedaron a la altura de su boca. Primero hundió el rostro en la hendidura entre esos dos deliciosos frutos y luego, incapaz de contener su ardor, le lamió los pezones, primero uno, después el otro, hacia atrás y hacia delante, hasta que ella emitió un gemido casi inaudible. Crispin apretó con sus labios una de esas tentadoras fresas y comenzó a succionarla con vigor, escuchó un grito, pero esta vez era de placer. Cuando exprimió al máximo el primer pezón, pasó al segundo y lo atizó con deleite, mientras ella subía y bajaba la cabeza, sacudiendo su roja cabellera.
– ¡Esto está mal! -jadeó Philippa.
El travieso conde le mordió el pezón.
– ¡Ay, Crispin! -exclamó, pero no exigió que se detuviera. Haciéndola girar nuevamente, se puso encima de ella y comenzó a lamerle el cuerpo con su carnosa lengua. Se detuvo en la garganta, para sentir cómo se aceleraba el pulso bajo sus caricias; luego, pasó a los hombros, los brazos, las manos… Luego, deslizó la lengua por su bello torso y besó la suave curvatura de su vientre. Quería saborear el néctar de su virgen femineidad, pero temía que su joven e inocente esposa se asustara al sentir una pasión tan intensa. Entonces, se acostó junto a ella y la abrazó, mientras su mano exploraba su intimidad. Le acarició el monte de Venus y luego metió un dedo entre los húmedos labios.
– ¡No! ¡No debes hacer eso! -exclamó Philippa.
– Sí, lo haré. -Tocó su pequeña gema y comenzó a atizarla, primero despacio y luego con insistencia, sonriendo al oír los gemidos que su mujer no lograba ahogar.
¿Qué estaba haciendo? ¿Y por qué era tan… tan… maravilloso? No, debía detenerlo. Eso estaba muy mal. El propósito de la unión carnal era, pura y exclusivamente, la procreación. Pero, por cierto, todavía no se había producido la unión carnal. Una ráfaga de placer estremeció su cuerpo y la aturdió tanto que al principio no se dio cuenta de que el conde había introducido uno de sus dedos.
Entretanto Crispin maldecía para sus adentros, la joven era demasiado estrecha. Con la punta del dedo tocó el himen. Estaba intacto, lo que probaba su inocencia. Empujó un poco más y entonces Philippa, plenamente consciente de lo que estaba sucediendo, pegó un grito.
– ¡Nooo!
– Sí, pequeña, llegó el momento -dijo, y al instante estaba montado sobre ella. Logró separar los muslos que oponían resistencia y se colocó en posición de ataque. Había querido penetrarla desde el momento en que había entrado en la alcoba. Crispin podía sentir cómo su miembro rígido como una piedra latía a causa de la ansiedad por iniciar la batalla. Comenzó a moverse para penetrarla.
– ¡No! -bramó Philippa-. ¡No!
Pese a las protestas, la joven estaba húmeda a consecuencia del placer que le prodigaba su esposo. El conde la apaciguó con gestos y palabras tiernas. Y continuó empujando. Despacio, despacio. Cuando metió la punta, sintió una fuerte opresión en su virilidad. Siguió penetrándola hasta que se topó con la barrera de la virginidad. Entonces se detuvo.
– No soporto más -sollozó-. Es demasiado grande. Me lastimarás.
No podía decirle nada que la aliviara y él lo sabía muy bien. Debía apresurarse a romper su virginidad. Empujó con violencia y sintió cómo se desgarraba la delgada membrana.
Philippa gritó, pero no de dolor sino más bien de asombro. Cuando Crispin la llenó, la joven experimentó una sensación que nunca había imaginado. Él se movía dentro de ella, murmurando palabras dulces y excitándose cada vez más, hasta que el deseo comenzó a obnubilarle la razón. De pronto, ella se relajó y sintió un irrefrenable impulso de entregarse a la pasión. Cerró los ojos y fue embestida por una ráfaga de placer, un arrebato embriagador que le resultaba absolutamente nuevo y desconocido. Crispin aflojó la presión que ejercía sobre ella y entonces Philippa abrazó su largo y delgado cuerpo y comenzó a acariciarlo.
– ¡Rodéame con tus piernas, pequeña! -jadeó el conde.
Obedeció mientras él empujaba para penetrarla cada vez más hondo.
– ¡Oooh, Crispin! -suspiró.
¡Por todos los santos, cómo pudo haber sentido miedo de una experiencia tan maravillosa! ¡Era el paraíso en la tierra! ¡Un milagro divino! ¿De modo que así era cómo se concebían los hijos?
Volvió a suspirar. Un estremecimiento surgió de lo más profundo de su ser y agitó violentamente cada fibra de su cuerpo. Turbada por esa nueva conmoción, lanzó un grito, que al instante fue sofocado por una agradable sensación de bienestar. El conde la colmó con su cálido fluido y emitió un prolongado gemido de placer y de alivio. Luego, se tendió junto a ella y la abrazó mientras besaba su rostro, sus labios, sus ojos.
– ¡Mi pequeña, mi pequeña! Gracias por regalarme tu inocencia y darme tanto placer. Espero haberte satisfecho yo también.
– Olvidé decir mis oraciones. No podía pensar en nada mientras me hacías el amor. Será mejor que no se lo cuente a la reina.
El conde de Witton estalló en una carcajada.
– Señora, te prohíbo rezar mientras hacemos el amor. Dios se apiade de la reina que nunca ha conocido la pasión.
– Al principio me dolió -confesó la joven.
– Es normal que duela al principio. ¿No lo sabías? Tal vez no te lo dijeron para no asustarte.
– Pero después fue maravilloso, como estar en otro mundo. Sentí que volaba, créeme. ¿Cuántas veces lo haremos?
– Todas las veces que desees, pequeña. Pero ahora vamos a dormir. Mañana partimos a Brierewode y en unas semanas viajaremos a Francia. Ha sido un día largo. Tienes que descansar; yo me quedaré junto a ti para protegerte. A partir de esta noche dormiré a tu lado.
– ¡Qué bien! Mis padres siempre dormían juntos, y mamá y Logan Hepburn también.
Philippa tiró del cobertor para cubrirse y cubrir a su esposo. No tenía sentido levantarse a buscar el camisón. Arropó bien al conde, que sintió ternura por ese gesto maternal. Comenzaba a convencerse de que había hecho un excelente trato con lord Cambridge. Se acurrucó junto a su bella esposa, sintió el roce de su tupida cabellera caoba. Por fin se quedaron dormidos.
Crispin se despertó antes del amanecer en los brazos de su esposa. La observó con detenimiento: era una criatura encantadora. Su piel era hermosa y su cuerpo, magnífico. El mero hecho de mirarla lo excitó. Acarició suavemente las curvas de ese cuerpo tendido junto a él.
Philippa abrió los ojos. Al principio estaba desorientada, pero luego recordó dónde se encontraba. Miró al conde y la atmósfera de intimidad que los rodeaba la hizo sonrojar. Sin decir una palabra, el conde se subió encima de ella, que, lejos de protestar, estaba ansiosa por volver a hacer el amor. Lo rodeó con sus brazos y lo atrajo hacia sí mientras él penetraba lentamente en su cuerpo anhelante.
– ¡Aaah, qué placer! -exclamó Philippa.
– Dime qué sientes cuando estoy dentro de ti.
– Es difícil de explicar. Me gusta desde el momento en que entras en mi cuerpo. Cuando me llenas con tu virilidad, siento deseos de fundirla con mi carne y no dejarla salir nunca. Es como si perdiera mi identidad al unirnos en un solo ser.
– A mí me provoca una sensación de inmenso poder -admitió Crispin-. ¡Oh, pequeña, es tan irresistiblemente dulce estar dentro de ti! -murmuró, y luego la besó.
La besó hasta que la cabeza de Philippa comenzó a girar. El roce de sus labios, su miembro la colmaban de una dicha tan increíble que era casi insoportable. Sintió cómo su hombría latía dentro de su cuerpo y comenzó a gemir de deseo. Sentía una necesidad imperiosa de ser poseída.
– ¡No te detengas, no te detengas! -imploró.
Crispin comenzó a moverse a un ritmo cada vez más acelerado. Philippa sacudía frenéticamente la cabeza en la almohada y el conde contemplaba extasiado su rostro ávido de pasión. Empujó con más fuerza hasta que ella empezó a gritar de placer.
Philippa anudó sus piernas en torno a él para permitirle una penetración más profunda. El vértigo era increíble, y por primera vez logró comprender la pasión de su madre. Aún podía mantener cierto control, aunque el placer se acrecentaba cada vez más hasta que sintió que estaba a punto de desfallecer. No se inquietó. Lo único que le importaba era saciar su deseo. Su cuerpo comenzó a agitarse como si fuera a explotar.
– ¡Crispin! ¡Crispin! -gritó. Y entonces su conciencia fue absorbida por un oscuro torbellino de ardiente placer.
El conde la escuchó gritar su nombre, pero estaba hipnotizado por las extrañas emociones que lo asaltaban. Su miembro se hinchaba y crecía dentro de ella, causándole sensaciones dolorosas e intolerables, hasta que, por fin, brotó el ardiente tributo en sucesivos torrentes. Por un momento, pensó que ese manantial jamás se agotaría. Desconcertado por la extrema voluptuosidad que su joven esposa había provocado en él, se preguntó si acaso siempre sería tan deliciosamente perversa. Y rogó a Dios que así fuera, aunque lo terminara matando.
Al rato se quedaron dormidos, con sus cuerpos exhaustos, desparramados a lo ancho de la cama y con las piernas entrelazadas.
Philippa fue la primera en despertarse, el sol ya había salido y los pájaros cantaban sus coplas de mayo. Estudió el rostro de su esposo y se ruborizó al recordar el reciente arrebato. Tenía un cuerpo fuerte y vibrante. Dirigió la mirada hacia su masculinidad y se sorprendió de la diferencia de tamaño, comparada con el estado anterior.
– Ahora está agotada, pero ya se recuperará -aseguró el conde sin abrir los ojos.
– ¡Oh! -se asustó Philippa al ser descubierta examinando atentamente su miembro-. Es la primera vez que veo el cuerpo de un hombre.
Crispin sonrió y abrió sus ojos grises.
– Espero no haber defraudado tus expectativas.
– En realidad, no tenía ninguna expectativa, milord. Pero, para tu tranquilidad, juro que lo que he visto no me ha desilusionado en lo más mínimo.
– En otro momento te enseñaré a acariciarlo, Philippa. Es increíble lo que puede lograr la mano de una bella mujer. Pero ahora hay que levantarse, pequeña, aunque esos adorables senos tuyos me están tentando para que me quede en la cama.
Philippa se cubrió rápidamente y le sacó la lengua.
– Para que no te tientes más -bromeó.
– Lo único que me impide pasar el día en la cama contigo es el deseo de llevarte a Brierewode. Has resultado ser muy fogosa, mi querida condesa de Witton.
– Y tú, milord, has alejado todos mis temores relativos al amor conyugal.
Se deslizó fuera de la cama, se puso la camisa y abrió la puerta.
– ¡Lucy! El señor y yo queremos tomar un baño ahora -vociferó Philippa.
– Enseguida, milady-replicó la doncella saltando de la silla. Había estado esperando el llamado de su ama desde hacía rato. Esa mañana no se atrevía a entrar en la cámara nupcial-. ¿Dónde quiere que coloquemos la bañera? ¿Aquí afuera?
– De acuerdo. ¿El fuego está bien caliente?
– Sí, milady.
Philippa regresó a la alcoba.
– Tomaremos un baño ahora, no tendremos muchas oportunidades de hacerlo durante el viaje. Debes saber que suelo bañarme con regularidad, y no dos o tres veces al año como la mayoría de las personas de la corte. Quisiera que nos metiéramos juntos en la bañera, milord.
La bañera tardó un tiempo en llenarse. Lucy pidió al lacayo del conde que colocara la ropa limpia de su amo en el cuarto contiguo a la alcoba de Philippa. El hombre atravesó velozmente la sala de estar donde se bañaban los recién casados. Mientras tanto, Lucy sacó la sábana con la mancha de sangre y la apartó para que lord Cambridge pudiera comprobar la pérdida de la virginidad de su sobrina. Luego, preparó la ropa que Philippa usaría ese día. Los baúles ya estaban empacados. Casi todo el guardarropa quedaría en Londres hasta que los esposos regresaran de Brierewode. La doncella sonrió al escuchar cómo su ama y el conde reían alborozados en la bañera. Al parecer, la noche de bodas había sido un éxito.
– ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar a Brierewode? -preguntó Philippa mientras se enjabonaba.
– Varios días. Navegaremos hasta Henley y luego cabalgaremos hasta Cholsey, donde tomaremos una barca que nos llevará a Oxford. De allí iremos a Brierewode por tierra. Tal vez sea más rápido hacer todo el viaje a caballo, pero mi intención es que disfrutemos de nuestro tiempo a solas mientras podamos. Espero que apruebes mis planes.
– Es una idea muy romántica, milord. Nunca hice un trayecto tan largo por el río. Además, estamos en mayo, contemplaremos la naturaleza en todo su esplendor.
Después del baño, fueron atendidos por sus respectivos sirvientes. Philippa se puso un vestido de terciopelo azul cerrado en el escote y con cuello de hilo. Era el atuendo ideal para el viaje y Philippa pensaba usarlo todos los días. El conde llevaba una casaca plisada de color azul, con cuello y forro de terciopelo, que le llegaba hasta los tobillos. Los zapatos lucían un bonito bordado.
Después de acicalarse, bajaron al salón donde les habían servido un suculento desayuno compuesto por potaje de avena, pan, jamón, huevos duros, manteca, queso y mermelada de cerezas, la preferida de Philippa. Decidió beber vino aguado, como cuando era niña. Luego de comer, se prepararon para embarcar.
– Nos reuniremos con ustedes en la posada donde pasarán la noche -informó Lucy.
– ¿Cómo? ¿No vienes con nosotros? -preguntó Philippa.
– Una doncella y un lacayo de mediana edad no son la compañía más apropiada para una pareja de recién casados -rió Lucy-. Le preparé una canasta con comida para el almuerzo. No se preocupe, milady.
– Debemos partir, pequeña -dijo el conde. Tomados de la mano, llegaron al muelle donde los aguardaba la barca.
Era 1° de mayo y el tiempo estaba espléndido.
– Ahora deben de estar bailando en el palacio -comentó Philippa con una sonrisa nostálgica.
– ¿Sientes pena por no estar allí?
– No voy a negar que me gustaría, pero solo si me acompañaras, Crispin.
– Eres una excelente diplomática. Te lo dice un ex embajador, querida.
Ayudó a su esposa a subir a la encantadora barca que Thomas Bolton había construido especialmente para su prima Rosamund. En la cabina había un banco tapizado de terciopelo flanqueado por dos ventanas. Los dos remeros estaban sentados en la cubierta de proa, esperando instrucciones. Luego de que la pareja se acomodó en los sillones, el conde dio la orden de partir y la barca comenzó a alejarse del muelle.
La embarcación se deslizaba sin problemas por el agua. Philippa contemplaba con fascinación el paso de los barcos que se dirigían a Londres. Algunos transportaban flores y productos de granja; otros, ganado. Al cabo de un rato, se encontraron solos en medio del río. A medida que avanzaban, pasaban debajo de varios puentes e iban dejando atrás granjas, praderas y pequeñas aldeas. También divisaron nidos de aves acuáticas entre los juncos y los pantanos de la ribera, e incluso vieron varias parejas de cisnes con sus crías.
– Hacía mucho tiempo que no estaba en el campo -comentó Philippa.
– No te gusta, ¿verdad?
– Sí me gusta. Solo necesito estar en un lugar que esté relativamente cerca de la corte. Friarsgate se encuentra tan lejos de Londres que se tarda una eternidad en ir y volver. A mi madre nunca le agradó la vida palaciega; su única pasión son sus tierras.
– Brierewode es una propiedad fácil de manejar, pequeña, ya lo verás. Solo tendrás que ocuparte de la casa y de los niños.
– ¿Y quién cuidará de ti? -preguntó con una sonrisa maliciosa.
– Sospecho que no será sencillo lidiar contigo, esposa -rió el conde-. Pero con el tiempo aprenderás que solo puede haber un amo en Brierewode y ese soy yo. -Le besó la punta de la nariz.
– ¡Ah, no, milord! -protestó; sus mejillas comenzaron a encenderse por la irritación-. No permitiré que me trates como una cabecita hueca. He renunciado a Friarsgate, pero puedo ser mucho más útil de lo que imaginas. Seré la señora de Brierewode y también serviré a la reina en la corte durante una parte del año.
– Tu deber principal es darme un heredero, Philippa, no lo olvides -replicó con tono severo.
– ¿Romperás tu promesa de ir a Francia? ¡No podemos rechazar esa invitación!
– Iremos a Francia, pequeña. Cuando doy mi palabra, la cumplo -repuso el conde y luego le acarició el rostro con ternura-. Es probable que ya haya plantado una semillita en tu vientre, señora -agregó y se rió al ver cómo sus palabras avergonzaban a la joven-. Fuiste una virgen muy receptiva y apasionada. -Posó los labios en su frente.
– Milord, no hables de asuntos tan íntimos. Los remeros podrían oírnos.
– Dos veces -susurró Crispin-. Dos veces te entregaste con ansia para recibir mi semilla en tu jardín secreto. ¡Dios me guarde! Me siento excitado de solo pensar en lo que hicimos anoche.
– ¡Crispin, compórtate!
– Podría hacerte el amor aquí mismo -murmuró. Tomó su mano y la apretó contra su virilidad ardiente, oculta bajo la casaca-. Tal vez más tarde te siente en mi regazo, despacio, muy despacio, levante tus faldas y te penetre profundamente. Entonces te enseñaré a cabalgar en tu brioso semental mientras sofoco tus gritos con mis besos. ¿Te gustaría eso, señora?
– Tus impúdicas palabras me avergüenzan, milord -murmuró, pero siguió apretándole la entrepierna.
– Cuando lleguemos a casa, te enseñaré a tocarlo, chiquilla -replicó Crispin St. Claire, y apartó la mano de la joven.
Philippa dirigió la mirada hacia el río. El corazón le latía con violencia. Sintió un ardor en todo el cuerpo y la suave brisa no alcanzaba a apagar el fuego. Cerró los ojos para serenarse, pero la asaltaron las voluptuosas imágenes de su noche de bodas. Trató de recordar las enseñanzas de la reina. Catalina nunca había mencionado el placer en sus lecciones. Philippa empezó a pensar que, tal vez, estaba mal haber disfrutado tanto, que no debería excitarse con las palabras seductoras que acababa de susurrar el conde, ni desear que su esposo volviera a tomarla en sus brazos y la poseyera por completo. Cuando el conde tomó de nuevo su mano, la joven se sobresaltó.
Crispin le besó el dorso, luego, cada uno de los dedos y por último, la palma.
– No te asustes, querida -trató de aliviarla, consciente del duelo de emociones que se libraba en la mente de su esposa-. Todo saldrá bien, te lo prometo.
Sin soltarle la mano, se puso a contemplar el río.
Philippa cerró los ojos una vez más. El trajín de la corte, las semanas previas a la boda y la noche anterior habían agotado sus fuerzas. Sí, estaba cansada, pero ya no tenía miedo. De repente, sintió deseos de que Banon estuviera con ella para contarle todo. Aunque no hacía falta. Muy pronto su hermana descubriría que el matrimonio podía ser algo maravilloso si se encontraba al hombre adecuado.