CAPÍTULO 12

El 30 de abril amaneció con un sol radiante. El río brillaba bajo la alegre luz matinal. Las primeras flores teñían de color los jardines y los pájaros cantaban dulcemente.

Philippa se había levantado temprano para contemplar la salida del sol. Había bajado al jardín en camisón y se había mojado la cara con el rocío de la hierba. Luego, se puso a bailar descalza entre las plantas perfumadas y volvió a entrar en la casa. "Ojalá mamá estuviera aquí" -pensó. Pero en esa época del año Rosamund estaba ocupada contando los corderos, seleccionando el ganado y preparando el embarque de los tejidos de lana.

Crispin St. Claire también se había levantado temprano. Desde la ventana de su alcoba, había visto una graciosa figura danzando entre las flores. Era Philippa. Mientras la contemplaba fascinado, se dio cuenta de que se había enamorado de la muchacha con quien iba a casarse en pocas horas. Esa revelación lo hizo sonreír y sentirse un poco tonto. Su novia le parecía una muchacha ingenua, pero, a la vez, muy sofisticada, y sabía que con el tiempo iría descubriendo otros aspectos de su personalidad.

Banon entró en la alcoba de su hermana mayor, restregándose los ojos para despabilarse.

– Nunca voy a recuperar el sueño perdido durante todos estos meses en la corte. ¿Puedo compartir el baño contigo?

Abrió la boca en un amplio bostezo y, suspirando, se sentó en la cama.

– Lucy fue a buscarnos algo de comer. Es un día perfecto, Bannie. El aire es cálido y fragante.

– Estoy contenta de regresar a Otterly antes de que se desate la peste.

– No hay peste todos los años.

Lucy apareció con una pesada bandeja que colocó sobre la mesa de roble situada en el centro de la habitación.

– Vengan, niñas, he traído el desayuno. Les prepararé el baño enseguida.

Las dos hermanas se sentaron a la mesa y comenzaron a comer Había huevos con salsa de queso, crema y eneldo; jamón, pan fresco, mantequilla dulce y mermelada de cerezas. Había, además, potaje de avena, y miel y crema para añadir al cereal. Pese a los tres años pasados en la corte, Philippa no había perdido su buen apetito de campesina y Banon, por supuesto, la igualaba en voracidad. Comieron todo hasta no dejar ni una miga de pan.

Los lacayos subían y bajaban las escaleras con baldes de agua. Habían sacado la enorme bañera de roble con bandas de hierro de un armario empotrado en la pared y la habían colocado frente al fuego. Cuando la bañera se llenó, Lucy echó el cerrojo a la puerta y se dispuso a aromatizar el agua.

– No se te ocurra echar aceite de lirios. Bannie se va a bañar conmigo y no quiero que use mis fragancias.

– A mi no me gusta el brío del valle, querida, me hace doler la cabeza.

– Entonces, echaré rosas damascenas.

– Te han crecido los senos -señaló Philippa a su hermana mientras subía a la bañera-. Eres dos años menor y son más voluminosos que los míos. ¡No es justo!

– Los tuyos crecerán cuando dejes que tu esposo los acaricie con regularidad. No se agrandarán si solo los guardas para ti. ¡Ay, cómo te envidio! ¡Ojalá fuera mi noche de bodas!

– ¡Si su madre las oyera! -se quejó Lucy.

– ¿Y qué? Te aseguro que no armaría ningún escándalo -la desafió Banon-. Durmió con nuestro padrastro antes del matrimonio y fue la amante del conde de Glenkirk. Y hasta tu propia hermana quedó embarazada antes de la boda.

– ¿Cómo saben esas cosas? ¡Si eran unas niñitas en esa época!

– La gente no suele prestar atención a los niños, Lucy, pero escuchan todo.

Muertas de risa, las hermanas se lavaron el cabello y el cuerpo. Cuando terminaron, salieron de la bañera y Lucy las cubrió con enormes toallas que había calentado junto al fuego.

– Primero voy a vestir a la señorita Banon.

La ayudó a ponerse las medias, las ligas y una camisa de seda de cuello redondo. El vestido era de brocado de seda rosa, con escote cuadrado y una guarda bordada con hilos de oro y plata. Las zapatillas estaban forradas con el mismo género que su pequeña cofia estilo Tudor, adornada con un velo corto de gasa transparente. Una sencilla cadena con una cruz de oro, rubíes y perlas rodeaba su delicado cuello.

– ¡Ese color te favorece muchísimo! -opinó Philippa-. Debe de ser porque resalta tus ojos azules. Pese a que las dos tenemos el mismo color de cabello, a mí ese rosa no me queda nada bien.

– Me muero de ganas de ver tu vestido. La tela que elegiste es bellísima.

Philippa sonrió ante el comentario de su hermana. Ya se había puesto las medias y las enaguas, y Lucy se disponía a colocarle el corpiño del traje nupcial de brocado de seda color marfil. Las mangas eran anchas y abiertas. Estaban atadas con cordones de oro y se ajustaban en las muñecas. Los puños remataban en unos graciosos volados de encaje. El escote era cuadrado, decorado con una cinta bordada en oro y perlas. La falda del vestido se abría en la parte delantera para mostrar una enagua de terciopelo dorado y marfil, deliciosamente bordada.

– ¡Oh, Philippa! -exclamó Banon maravillada-. ¡Eres una obra de arte! ¡Cómo me gustaría que te viera mamá!

– En la primavera está demasiado ocupada y era imposible posponer mi casamiento, pues la reina quiere que seamos marido y mujer cuando viajemos a Francia.

– ¿Es que nunca dejarás de servir a la reina?

– Nunca.

– Se rumorea que el rey está disgustado con Catalina porque no puede darle un heredero.

– La princesa María será su sucesora. El rey no puede hacer nada a menos que la reina muera.

– Dicen que Enrique podría divorciarse y desposar a otra mujer más joven y fértil. Muchos reyes lo han hecho con el fin de tener un heredero.

– ¡Eso es imposible! El matrimonio cristiano dura hasta la muerte. Espero que no hayas repetido esas viles calumnias en la corte.

Banon sacudió la cabeza.

– Solo me limité a escuchar. Nada más.

Se oyó un golpe en la puerta y lord Cambridge entró en la alcoba. Golpeándose el pecho con dramatismo y echándose hacia atrás, exclamó:

– ¡Querida, estás espléndida! ¡Mereces ser inmortalizada por un gran artista! Hablaré con el conde.

– Banon me dijo lo mismo -replicó Philippa. Se acercó a él y le dio un fuerte beso en la mejilla-. Gracias, tío Thomas, por todo lo que has hecho por mí. Este matrimonio es perfecto, y te lo debo a ti.

– Veo que Crispin te agrada, mi pequeña, y quiero que seas feliz. Ya no le interesan solo las tierras. Creo que se ha enamorado de ti, Philippa, y es un buen hombre. No vacilaría en cancelar la boda si no estuviera plenamente convencido de ello. Prometí a tu madre que te cuidaría y sabes que ella es la persona que más quiero en el mundo. Jamás la defraudaría, y a ti tampoco. -Tomó un rulo de su cabello y lo besó.

– Sí, lo sé -sonrió Philippa-. Pero, tío de mi alma, estás vestido con extrema sobriedad. ¿Dónde está el deslumbrante jubón bordado con hilos de oro y perlas? ¿Y las coloridas calzas de seda? ¿Y la bolera con incrustaciones de piedras preciosas? Hoy es mi fiesta de bodas y te apareces con una sencillísima casaca de terciopelo con mangas de piel. SÍ no fuera por esa aparatosa cadena de oro y ese medallón impresionante, no te reconocería. ¡Hasta los zapatos son discretos!

– Hoy es tu día, tesoro. No quiero opacar a la novia, pero, eso sí, me he ocupado con empeño de los atavíos del novio. Ahora está en el salón con sus hermanas, que lloran y parlotean, y con el joven Neville. ¿Dónde están las joyas?

– Estaba a punto de ponérselas cuando usted entró, milord -intervino Lucy. Colocó una gran sarta de perlas alrededor del cuello de su ama y prendió unos pendientes en sus orejas-. Ya está. ¿No lucen preciosas?

– ¿Estamos todos listos? -preguntó lord Cambridge-. Tú también, Lucy, muévete.

– ¿Yo? ¡Gracias, señor, gracias! Espere un segundo que vaya a buscar mi delantal.

– ¡Date prisa, mujer! Los barcos están aguardando para llevarnos a Richmond. Ve tú primero, Banon. Philippa y yo te seguiremos en un momento. -Amablemente, acompañó a la niña hasta la puerta, dio media vuelta y miró a su sobrina mayor-. No soy la persona indicada para hablarte de estas cosas, querida, pero no hay nadie más a la vista.

Lord Cambridge estaba muy incómodo.

– Está bien, tío -rió Philippa-. Sé todo lo que se precisa saber sobre ese tema. La reina, las damas de honor, Lucy y Banon han tenido la gentileza de compartir sus conocimientos conmigo. Y la reina me advirtió que no es bueno dar demasiadas instrucciones a la novia.

– ¡Gracias a Dios! -exclamó y respiró aliviado-. Creo que me habría desmayado antes de atreverme a hablar de un asunto tan delicado.

– ¡Estoy lista, milord!

Lucy había regresado, ataviada con un sencillo vestido de seda negra y un delantal de hilo y encaje.

– ¡Entonces, vámonos! -ordenó Thomas Bolton.

Cuando llegaron al salón, todos estaban esperándolos. El conde clavó la mirada en Philippa y ella le sonrió con labios trémulos. Lady Marjorie y lady Susanna alabaron el vestido con gran efusividad.

– Queridos míos -anunció lord Cambridge-, llevaré a la ruborizada novia y a su doncella en el bote pequeño. Los demás irán en mi barca personal. Salgamos ya mismo, no hagamos esperar al sacerdote.

Como siempre, lord Cambridge había planeado todo a la perfección. El río estaba quieto como el agua de un estanque. Las embarcaciones se deslizaban fácilmente por el Támesis rumbo al palacio de Richmond. En el muelle de piedra los aguardaba un solo lacayo, pues la mayor parte de la servidumbre se había trasladado a Greenwich junto con Sus Majestades. Uno de los sacerdotes de Catalina los esperaba en el altar y Philippa lo reconoció enseguida. Era fray Felipe.

La novia se alejó del séquito nupcial y se acercó al padre.

– Gracias por quedarse en el palacio para oficiar el sacramento, fray Felipe.

– Es un honor, milady -replicó con fuerte acento español-. Su Majestad le tiene un gran afecto y sé que usted ha servido a la reina tan bien como su madre. -Le hizo una reverencia y agregó-: ¿Podemos empezar?

El conde de Witton se paró junto a Philippa y tomó su mano, apretándola ligeramente. La miró y le sonrió. Lord Cambridge se colocó del otro lado de la novia mientras Banon, Neville, lady Marjorie, lady Susanna y Lucy se agolpaban alrededor del trío. En un momento la capilla quedó en silencio. Solo se escuchaba el murmullo de la voz del sacerdote que recitaba frases en latín.

Cuando se esparció el dulce incienso sobre los novios, Philippa se sintió inmersa en un dulce sueño. Sus reacciones eran instintivas y repetía mecánicamente las palabras en latín que le había enseñado el padre Mata. Era el día de su boda. La ceremonia aún no había terminado y, de pronto, la acometió una oleada de pánico. ¿Estaba a tiempo de cambiar de opinión? El conde la calmó apretando suavemente su mano. ¿Estaba respirando? Abrió la boca para recibir la hostia. Repitió las palabras tal como le indicaba el sacerdote. Crispin deslizó un pesado anillo de oro y rubíes en su dedo. Fray Felipe unió las manos de la pareja con una cinta de seda mientras hablaba de la indisolubilidad del matrimonio. Finalmente, los bendijo y dio por terminada la ceremonia. Philippa era una mujer casada a los ojos de la ley inglesa y de la Sagrada Iglesia. Ya no era la señorita Meredith, sino Philippa, condesa de Witton. El conde la besó con dulzura y la capilla se inundó de risas y aplausos.

– Ahora puedes respirar -le susurró Crispin al oído-. Ya estamos legítimamente unidos hasta que la muerte nos separe, mi pequeña.

Ella le sonrió y le dijo mientras salían de la iglesia:

– Fue como un sueño. Pensar que una joven se pasa la vida esperando este momento que dura menos que un suspiro.

Lord Cambridge aguardó a que todos se fueran para entregarle una bolsita de monedas al prior.

– Por favor, dele las gracias a Su Majestad por su generosidad con mi sobrina.

– A Su Majestad le complace ver a sus doncellas bien casadas y este matrimonio es, sin duda, muy ventajoso para la joven. Se lo merece, milord, porque siempre se ha mantenido casta y ha manifestado una absoluta lealtad a la reina. Ojalá otros mostraran la misma devoción.

– La carne es débil y los hombres son aun más débiles que las mujeres. Enrique es nuestro rey, pero también es un hombre, padre.

– Es cierto -dijo lacónicamente y luego lo despidió con una reverencia-: Que tenga un buen día, milord.

Thomas Bolton comprendió enseguida a quién se referían las palabras del sacerdote. Bessie Blount se había ido de la corte, pero el inminente nacimiento de su hijo -y del rey Enrique- era un secreto a voces. "Que el Señor se apiade de la reina si esa mujer da a luz a un saludable varoncito" -pensó Tom, que estaba al tanto de todos los rumores y chismes que circulaban en la corte. Se decía que el rey se sentía desdichado y empezaba a creer que Dios estaba disconforme con su matrimonio. Lord Cambridge se alegró de emprender muy pronto el regreso a Otterly.

Apurando el paso, se dirigió al muelle y subió a la barca más grande. -Ajá, veo que nuestros tortolitos ya han partido. Después de la fiesta, les tengo reservada una linda sorpresa.

– ¡Oh, tío, no seas malo y dinos de qué se trata! -suplicó Banon. -No, no. Lo anunciaré en presencia de Crispin y Philippa -declaró Tom con una risa maliciosa.

– Cuando ríe así es porque algo maravilloso va a ocurrir -dijo Banon a Robert Neville- Es el hombre más generoso del mundo.

En el banquete había ostras recogidas del mar esa misma mañana; bacalao en una salsa de crema condimentada con apio y eneldo, una enorme trucha sobre un colchón de berros y rodajas de limón y muchos otros majares. Los panes recién salidos del horno habían sido moldeados en formas graciosas y podían untarse con mantequilla dulce. Había dos tipos de quesos: un brie francés y un cheddar inglés.

– Jamás vi un festín igual en mi vida -susurró lady Marjorie a su hermana-. Thomas Bolton me resulta un tanto extraño, pero debo admitir que es un anfitrión insuperable.

Luego, se sirvieron los postres: gelatinas, violetas caramelizadas, fresas con una espesa crema de Devon y barquillos de azúcar regados con vino. Por último, se hicieron varios brindis por la salud y felicidad de la pareja.

Caía la tarde y, en un momento dado, lord Cambridge se puso de pie.

– Ahora, queridos míos, tengo una sorpresa para ustedes. Banon, Robert, lady Marjorie y lady Susanna me acompañarán a mi casa de Greenwich. Los baúles ya han sido empacados y despachados. Y también he enviado a los sirvientes. Propongo despedir a los novios y partir de inmediato. -Y dirigiéndose a Philippa dijo con gran satisfacción-: Pueden disponer de mi casa a su antojo, tesoro.

– ¡Greenwich! -gritó lady Marjorie-. ¡Allí está la corte en pleno!

– Así es. Y mañana es el Día de la Primavera, la fiesta preferida del rey. No se imaginan cuan grandiosas son las celebraciones de la primavera en la corte. Mi casa queda muy cerca del palacio y estamos todos invitados.

– ¡Qué maravillosa noticia! -exclamó lady Marjorie con los ojos desorbitados.

– Y cuando se hayan hartado de la juerga, mis queridas damas, pueden volver a mi casa. Mi pupila, el joven Neville y yo partiremos rumbo al norte, a Otterly.

– Tío Thomas… -empezó a decir Philippa, pero se interrumpió.

– No me agradezcas nada, pequeña -ronroneó lord Cambridge con un brillo en sus ojos azules.

Philippa se echó a reír.

– No pensaba agradecerte. Crispin y yo nos marcharemos a Brierewode mañana.

– Lo sé, pero mereces gozar de privacidad por el resto del día. ¿O quieres que tus cuñadas te miren con ojos maliciosos cuando te retires al tálamo nupcial? -murmuró en voz muy baja-. Banon, Robert y yo volveremos pronto, pero nos quedaremos unos pocos días, y después emprenderemos el regreso definitivo a Otterly.

– Voy a extrañarte, tío. La vida es más divertida cuando estás cerca.

– Te veré cuando vayas a Friarsgate con tu esposo, y también en la boda de Banon, que, lo juro, será tan espectacular como la tuya. Aunque lo más importante es el gran amor que sienten. Lo has notado, ¿verdad?

– ¿Cómo podría notarlo?

– ¿No observaste cómo la miraba Robert en la capilla, querida? Es un hombre enamorado que se entrega con todo el corazón.

– No entiendo ese tipo de amor, aunque he tenido un buen ejemplo en mamá. ¿Qué se siente, tío? -Philippa parecía realmente confundida.

– Lo sabrás cuando lo experimentes en carne propia. Bien, espero que me cuentes hasta el mínimo detalle de tu viaje a Francia cuando nos veamos -dijo inclinándose para besarle la frente. Luego, ordenó a sus invitados-: ¡Despídanse de Philippa y Crispin! La barca nos está esperando.

Banon abrazó a su hermana.

– La pasé muy bien contigo, Philippa. Nos veremos en mi boda. -Las hermanas se besaron y, acto seguido, Banon se acercó a su flamante cuñado-: Adiós, milord. Estoy muy contenta de que vengas a visitarnos a Otterly. ¡Les deseo un buen viaje!

El joven Neville saludó a los novios, seguido por lady Marjorie y lady Susanna, que lloraron mientras abrazaban a Philippa y a su hermano. Lord Cambridge fue el último en despedirse.

– Lucy se quedará en casa e irá con ustedes. Crispin y yo ya organizamos todo el viaje. ¡Adiós, dulzura! ¡Que seas muy feliz! Nos vemos en octubre.

Encabezados por Thomas Bolton, todos los invitados se retiraron del salón.

Los novios permanecieron en silencio un rato y luego Philippa corrió a una de las ventanas que daban al Támesis. Vio cómo todos iban subiendo al barco. Antes de embarcar, Thomas Bolton giró y la saludó con la mano. Philippa estalló en un llanto incontrolable, ante la mirada de asombro de su flamante esposo.

– ¿Qué te pasa, pequeña? -preguntó y, tras unos segundos de vacilación, la estrechó en un tierno abrazo.

– Me doy cuenta de que mi niñez se ha ido para siempre. Sentí algo parecido cuando vine a la corte, pero en esa época todavía tenía a mi familia. ¡Ahora estoy sola! -Apretó su cara contra el hombro aterciopelado.

– No has perdido a tu familia, tontuela -la consoló el conde riendo-. Siempre contarás con ellos, aunque seas mi esposa. Y se irá agrandando cuando tengamos nuestros hijos. No llores, Philippa.

Philippa sollozaba ruidosamente. Alzó la vista y lo miró. Las pestañas, empapadas por el llanto, parecían pequeñas púas filosas. Las lágrimas inundaban sus ojos color miel y dejaban surcos en sus mejillas.

– ¡No soy una tonta! -gritó con toda la dignidad de la que era capaz.

– Pero eres inexperta -dijo Crispin con voz calma-, y así debe ser, Eres una novia joven que acaba de ver partir a su familia y se ha quedado sola con un hombre que apenas conoce. Pero así es el mundo en el que vivimos, Philippa. Tendrás que aprender a confiar en mí, pues estaremos juntos hasta la muerte.

– Me emocionó ver al tío Tom saludando con la mano. Tras la muerte de mi padre, él vino a casa para escoltar a mamá hasta la corte. Era muy distinto de todos los hombres que habíamos conocido.

– Me imagino -rió el conde.

– Pero era tan bondadoso -continuó Philippa-. Tom y mamá llegaron a quererse como si se hubieran conocido de toda la vida. Maybel y Edmund también le tomaron mucho cariño, así que muy pronto pasó a formar parte de nuestra familia.

– Tenía propiedades en el sur del país, ¡verdad?

– Sí, pero las vendió y compró la casa de nuestro tío abuelo Henry. Pero no quiero aburrirte con esa larga historia.

– Me gustaría escucharla.

– Entonces vayamos al jardín y te la relataré. Y después me hablarás de tu vida y tu familia. -Dio media vuelta y se sobresaltó cuando Crispin le tomó la mano-. Es una lástima perdernos un día tan lindo.

Salieron al jardín y se sentaron bajo el cálido sol. Philippa le contó a Crispin cómo el tío Henry había intentado robarle Friarsgate a Rosamund, la heredera legítima, y cómo su madre, con la ayuda de Hugh Cabot, Owein Meredith, Thomas Bolton y Logan Hepburn, había logrado desbaratar los perversos planes de su tío y su familia.

– Tu madre es una mujer muy valiente y astuta. Espero que hayas heredado sus virtudes, Philippa.

– La gran pasión de mi madre siempre ha sido Friarsgate. Bueno, no siempre, en realidad. Una vez amó tanto a un hombre que estaba dispuesta a abandonar sus tierras. Pero el destino no lo quiso así.

– ¿Otra historia para contar? -preguntó el conde sonriéndole.

– En otro momento. ¡Tengo tantas anécdotas de mi familia!

– La mía, en cambio, es un tedio comparada con la tuya.

– Crispin, antes de viajar a Cumbria en otoño debes decirme con total sinceridad si quieres realmente renunciar a Friarsgate. Es una herencia muy tentadora y, si bien yo no deseo esas tierras ni asumir las responsabilidades que implican, quizás a ti te interesen.

– No, ya te dije que Brierewode y Melville me mantendrán muy ocupado. Iremos a la corte mientras disfrutes de esa forma de vida. Te he dado mi palabra y la cumpliré. Pero no viviremos allí como la mayoría de los cortesanos. Mis campesinos y arrendatarios necesitan de mi presencia y mi protección. Me preocupo por Brierewode tanto como tu madre por Friarsgate.

Se levantó un ligero viento procedente del río. El sol comenzaba a caer. Bajo los jardines, en el Támesis, ya no quedaba ninguna embarcación.

– Es mejor que entremos -dijo el conde ayudándola a levantarse del banco de mármol donde se habían sentado- Lord Cambridge fue muy amable al invitar a mis hermanas a pasar unos días en Greenwich. Ellas son mujeres del campo que llevan una vida sencilla. Marjorie tiene seis hijos; Susanna, cuatro. Sus esposos son un tanto aburridos, pero buenas personas.

Tomados de la mano, cruzaron el jardín y entraron en la casa. No quedaban rastros de la fiesta en el salón y el fuego ardía en la chimenea. El ayudante principal del mayordomo apareció en el salón e hizo una reverencia.

– Les hemos preparado una pequeña colación. Sobre la mesa tienen carne fría, pollo, pan, mantequilla, queso y tartas de frutas. ¿Prefieren servirse ustedes mismos?

– Sí, Ralph, gracias -dijo Philippa-. ¿Dónde está Lucy?

– ¿Milady requiere su presencia?

¡Milady! ¡Ahora era milady!

– Ahora no, pero la necesitaré más tarde.

– Le avisaré de inmediato, milady. Está cenando en la cocina -informó Ralph y, tras hacer una reverencia, se retiró.

– ¿Quieres comer ahora? -preguntó Philippa al conde.

– Todavía no. Tengo ganas de jugar al ajedrez contigo.

– ¡No, milord! Sería injusto que te ganara en nuestro día de bodas.

– Nuestra noche de bodas, querrás decir -le recordó con una sonrisa picara y las mejillas encendidas.

– ¡Ah, veo que piensas jugar sucio! -lo retó.

– Dicen que en el amor y en la guerra, todo está permitido.

– ¿Y lo nuestro qué es? ¿Amor o guerra?

– ¡Buena pregunta, pequeña!

– ¿Por qué me dices "pequeña"?

– Porque eres baja de estatura y más joven que yo.

– Me agrada.

– Bien. Trataré de agradarte todo lo que pueda.

– Y yo también. Traeré el tablero y las piezas.

El conde se acercó a ella.

– Promete que ganarás sin humillarme. -Posó los labios en su cabeza y cuando ella, sorprendida, alzó la vista, le dio un beso prolongado. Rodeó su delgada cintura con el brazo y la atrajo hacia él.

Philippa reculó instintivamente, pero enseguida recordó que era su esposo. Observó sus ojos grises, que la miraban serios, y no pudo descifrar sus emociones.

– No eres hermoso, pero me gusta tu rostro.

– ¿Por qué? -inquirió el conde. Luego aferró su mano y comenzó a besarle los dedos.

– Irradia fuerza y nobleza -afirmó, asombrada de sus propias palabras.

– ¡Qué hermoso cumplido, pequeña! -sonrió y le recordó-: Prepara el tablero, señora.

Se sentaron y comenzaron a jugar. Como siempre, Philippa no tardó en ganar una posición ventajosa, capturando las torres y la reina.

– Eres demasiado impaciente -opinó ella-. Tienes que observar el tablero y pensar con anticipación tres jugadas, por lo menos.

– ¿Cómo? ¡Si no sé qué pieza vas a mover tú!

– ¡Crispin! -se exasperó-. Hay una cantidad limitada de movimientos en cada jugada. Debes calcular mentalmente cuáles son esos movimientos y decidir cuál es el mejor de todos.

AI conde lo sorprendió la explicación.

– ¿Tú haces eso? -preguntó sabiendo la respuesta.

– Sí. No me gusta perder. Tendrás que dejar que te enseñe, pues eres un oponente muy fácil. No me divierte jugar con alguien a quien sé que le voy a ganar.

– ¿Nunca te dijeron que es poco femenino vencer a un hombre en el ajedrez?

– Sí, ya me lo advirtieron. Pero la reina jamás deja que el rey la derrote con facilidad y la mayoría de las veces gana ella. Solo sigo el ejemplo de Su Majestad, milord. No soy ni seré nunca como esas mujeres alborotadas de la corte.

– Por supuesto que no. Pero, a veces, las mujeres inteligentes que se jactan de su superioridad intelectual no ven lo más evidente. Jaque mate, mi querida condesa -remató con una sonrisa triunfante mientras capturaba al rey.

Philippa miró el tablero azorada, pero al instante se echó a reír y a aplaudir.

– ¡Brillante, milord, te felicito! Comienzo a descubrir que tienes más virtudes de las que imaginaba.

– Poseo muchas virtudes, por cierto -declaró con absoluta seriedad. Luego se puso de pie y estiró los brazos-. Es hora de comer, no podemos postergar indefinidamente lo inevitable. -Tomándola de la mano, la condujo a la mesa y, con gesto galante, corrió su silla para que se sentara.

Philippa asintió ruborizada. La sola mención de la noche que la esperaba le había quitado el hambre. Crispin comía con buen apetito, sin dejar de observarla mientras ella pinchaba un trozo de pollo o bebía de un trago media copa de vino. Se dio cuenta de que la joven estaba asustada, aunque ignoraba cuan intenso era ese temor. Philippa era virgen, y al conde no le agradaba la idea de desflorar a una virgen aprensiva. No obstante, debería hacerlo esa misma noche. Él estaba seguro de que lord Cambridge querría comprobar la pérdida de la virtud de Philippa para asegurarse de que el matrimonio se había consumado. Vació de un trago su copa de vino. Esa noche debía impartir una lección de diplomacia y estrategia. Esperaba estar a la altura de las circunstancias.

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