CAPÍTULO 18

Cuando el encuentro terminó, el rey y la corte se retiraron a Calais, donde Enrique despidió a casi todos los miembros de su comitiva. Luego, él y la reina se dirigieron a Gravelinas para encontrarse con el emperador Carlos V y la regente Margarita. Los cuatro regresaron a Calais y, allí, Carlos y Enrique hicieron un pacto por el cual Inglaterra se comprometía a no firmar nuevos tratados con Francia durante los próximos dos años. La decisión tomada por ambos mandatarios no agradó al rey Francisco, pero no pudo hacer nada.

Philippa y Crispin habían hecho el breve trayecto de Calais a Dover en el navío que lord Cambridge había alquilado para ellos, junto con una docena de cortesanos de menor jerarquía, que les rogaron que los llevaran a fin de retornar a Inglaterra lo más pronto posible. Casi todos eran hombres de Oxford a quienes Crispin conocía y no vaciló en ayudarlos.

Habían partido antes del amanecer y pudieron observar el sol naciente emergiendo, majestuoso, por sobre la cada vez más lejana costa de Francia. En Dover, comenzaron a cabalgar rumbo a Oxfordshire.

Philippa notó que algo estaba pasando. La amistosa y, en cierto modo, protocolar relación que había entablado en los últimos dos meses con su marido parecía estar cambiando. Y el cambio había comenzado en Francia, luego de que ella le contara el episodio de los conspiradores. Philippa no lo comprendía. Crispin se mostraba mucho más solícito y lo había sorprendido en varias ocasiones observándola con una expresión nueva en esos ojos color gris plata que, de pronto, podían volverse tan gélidos. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Acaso la amaba? ¿Era posible que algo semejante ocurriera entre ellos? ¿Sería ella capaz de responder a ese amor? Pensó que sí, aunque no estaba segura de lo que significaba estar enamorada. Además, no podía decírselo. Había aprendido en la corte que una mujer debe ocultar sus sentimientos hasta que el caballero no revele los suyos.

El no intentó poseerla en los hostales donde habían pernoctado. Y cuando ella le preguntó la razón de esa abstinencia, él le dijo que prefería esperar y hacer el amor en Brierewode; de alguna manera, era comprensible. Lord Cambridge no se había ocupado de organizarles el viaje, pues no sabía cuándo regresarían, de modo que las posadas donde pasaban las noches distaban de ser lugares románticos, o aun confortables, en algunos casos. Sin embargo, Philippa estaba ansiosa por corroborar si sus juegos amorosos seguían siendo tan placenteros como antes.

Luego de cabalgar varios días hasta el crepúsculo y de pasar las noches en la primera posada que encontraban, arribaron finalmente a Brierewode para sorpresa de la señora Marian, que no esperaba volver a verlos hasta el otoño.

Philippa no se había aseado en mucho tiempo y ordenó que le prepararan el baño de inmediato. Tenía el cabello sucio a causa del polvo de los caminos estivales y de nada le hubiera valido cepillarlo. Mientras Lucy preparaba la bañera y los criados la llenaban con agua caliente, la joven abrió de par en par una de las ventanas del dormitorio y se inclinó sobre el alféizar. El aire era fresco y tenía el aroma característico del verano, pero en las colinas la niebla era ahora más densa. Seguramente llovería durante la noche, y se alegró de estar de vuelta en casa. Había pasado muy poco tiempo en Brierewode y, sin embargo, sentía que ese era su verdadero hogar. Allí es donde pasaría el resto de su vida, salvo las visitas anuales a la corte. Y allí nacerían sus hijos.

Aunque no era probable que tuviera hijos si continuaba tomando en secreto el brebaje de su madre para impedir la concepción. Philippa experimentó un profundo sentimiento de culpa. Lo que estaba haciendo se oponía a los preceptos de la Iglesia. La reina se hubiera horrorizado de su sacrílego comportamiento. Sin embargo, en el fondo de su corazón no se arrepentía de su conducta. Había visto morir a demasiadas mujeres por dar a luz a un hijo tras otro, sin tomarse un descanso entre parto y parto. No. Su culpa no provenía de beber un brebaje para evitar la preñez, sino de no cumplir sus deberes para con Crispin, que era tan bueno con ella y deseaba con tanta vehemencia un heredero.

Cuando llegaron a Brierewode, los esperaba un mensaje procedente de Otterly, donde lord Cambridge les comunicaba que la boda de Banon se celebraría el 20 de septiembre y que los vería primero en Friarsgate y luego en sus tierras. Rosamund estaba ansiosa por conocer a su nuevo yerno.

– Tu madre aún no ha perdido la esperanza de que te hagas cargo de Friarsgate.

– Si tú y Crispin no han cambiado de idea, estoy seguro de que él convencerá a Rosamund de renunciar a sus planes, pero ignoro cómo reaccionará. Todavía es bastante joven y hay tiempo suficiente para elegir a un nuevo heredero.

Probablemente la elección recaería en uno de los Hepburn; Philippa estuvo a punto de desternillarse de risa al pensar en el gesto del finado Henry Bolton de haberse enterado de una decisión semejante, pero se conformó con lanzar unas breves, pero estentóreas, carcajadas.

– El baño está listo -anunció Lucy, entrando en el dormitorio-. Y perdone la intromisión, milady, pero ¿se puede saber por qué se ríe con tanta malicia?

– Porque me imaginaba la reacción del tío abuelo Henry, en caso de que uno de los Hepburn heredase la tierra de los Bolton.

– De modo que usted renunciará a Friarsgate -repuso Lucy, mientras ayudaba a su ama a desvestirse.

– Hace un momento, al mirar por la ventana, me di cuenta de que este es mi auténtico hogar. Pertenezco a Brierewode, Lucy, lo sé.

– Sí. Oxfordshire es una hermosa tierra.

– Lava solo lo rescatable. En cuanto a esas faldas, han conocido tiempos mejores -acotó Philippa con una sonrisa irónica.

– Las lavaré de todas maneras, y usted podrá ponérselas cuando viaje al norte, para no estropear la ropa nueva -dictaminó la práctica y ahorrativa doncella. Una vez que Philippa se sentó, Lucy le quitó los pesados zapatos de cuero para cabalgar-. Necesitan algunos remiendos, además de una buena lustrada -dijo mientras le sacaba las medias-. y éstas, ¡al fuego! De tanto viaje se han quedado con más agujeros que tela.

– De acuerdo. Tíralas a la basura -concluyó la joven, al tiempo que se ponía de pie y se sacaba la camisa.

Totalmente desnuda, se encaminó a la antecámara donde se hallaba la bañera, frente a la chimenea. En Brierewode solían encender el fuego incluso en los días de verano, a fin de quitar la humedad del ambiente. Lucy, quien ya había puesto a calentar las toallas junto al hogar, recogió las ropas de su ama y la siguió a la antecámara.

– Llevaré la ropa al lavadero y luego vendré a ayudarla con el baño.

– No. Primero me lavas la cabeza. Hemos tenido que dormir donde nos sorprendía la noche y quiero asegurarme de no tener pulgas. Si tío Thomas hubiese organizado las cosas, no habríamos pernoctado en esas posadas infectas. Le escribiré para pedirle que se ocupe de nuestro viaje al norte, de ese modo será más placentero. -Philippa subió los peldaños de madera y se metió en la bañera-. ¡Ah, el agua está deliciosa! ¡Qué placer!

– Sumérjase ahora, milady, y le daré una buena jabonada. -Dos veces le lavó el cabello y dos veces se lo enjuagó. Luego envolvió la cabeza de Philippa en una toalla caliente-. Ya está, milady. Con su permiso, ahora sí llevaré esta ropa a lavar.

La joven cerró los ojos. El hecho de tener la cabeza limpia la hacía sentir maravillosamente bien. Medio adormecida, escuchó a lo lejos el débil retumbo de un trueno y se incorporó para mirar por la ventana abierta: el cielo se había oscurecido y pronto comenzaría a llover. Pero no le importó. Estaba en casa, al abrigo de cualquier inclemencia. Su cabello estaba limpio y esa noche dormiría en una cama pulcra y fresca.

En ese momento, se abrió la puerta de la antecámara y apareció Crispin. Al verla, no pudo evitar sonreír.

– Voy a meterme en la bañera -anunció. Y comenzó a sacarse la ropa.

– ¿Y si Lucy vuelve y te ve desnudo? -protestó Philippa.

– Lucy no regresará hasta que la llamemos. La encontré en el corredor y le di las instrucciones pertinentes. Cuando hagas sonar la campanilla, nos traerá la cena. Esta noche no tengo intenciones de ir al salón. Tú serás mi aperitivo, señora.

Una vez liberado de la última de sus prendas, se dirigió a la bañera.

– ¡El agua va a rebalsar! -exclamó Philippa alarmada.

– No, señora, no va a rebalsar. Les dije a los criados hasta dónde debían llenarla.

Subió los peldaños, se metió en el agua y tomó a la joven entre sus brazos.

– Hemos estado separados demasiado tiempo, pequeña. -No hemos estado separados en absoluto -dijo ella, con voz ahogada.

Crispin le sacó la toalla de la cabeza y hundió los dedos en los cabellos mojados.

– Sí, estuvimos separados, señora, pero ya no nos apartaremos el uno del otro.

Sus manos se hundieron en el agua y, tomándola de las nalgas, la levantó y la colocó sobre su erguida vara.

– Ahora, esposa mía, ya no estamos separados -murmuró, al tiempo que la sorprendida Philippa abría los ojos de par en par.

– ¡Oh, milord! -exclamó, mientras él deslizaba su potente virilidad en su amoroso canal.

Y aunque ella recordaba cuan maravillosa era su pasión, se había olvidado de las considerables dimensiones que podía cobrar. Él la penetró hasta las profundidades de su alma, moviendo las delgadas caderas cada vez más deprisa hasta que ambos gritaron al unísono.

– Caramba, Philippa. He pensado en mi propio placer y no en el tuyo. ¿Me perdonarás, esposa?

Ella lanzó una suave risita.

– Crispin, no sé si le corresponde a una dama admitir que, pese a la rapidez del encuentro, también ha alcanzado el placer.

– ¿Es cierto?

– Sí, es cierto. He extrañado nuestros juegos, milord. Pero debemos lavarnos primero antes de meternos en la cama y continuar este delicioso interludio. Luego, comeremos algo y volveremos a hacer el amor, a menos, por supuesto, que estés demasiado cansado por el viaje -concluyó Philippa en un tono provocativo.

– Señora, realmente me asombras -repuso Crispin, lanzándole una mirada de aprobación.

La joven vertió un poco de agua en el cabello castaño ceniza de su marido y se lo lavó. Cuando hubo terminado, tomó un cepillo y le frotó vigorosamente la espalda, los hombros y los brazos. Después, enjabonó un paño de franela y lo pasó por su ancho y fornido pecho y por su adorable rostro.

– Ahora sal de la bañera y déjame terminar mis abluciones, milord. Las toallas están calientes.

Él obedeció y comenzó a secarse cuidadosamente, observando con delicia la punta de sus senos, que flotaban, oscilantes, en el agua, mientras ella se frotaba la espalda.

Su boca anhelaba atrapar esos tentadores capullos de carne. Tras quitarse la toalla de la cabeza, enroscó un lienzo en torno a sus caderas, pero no logró disimular la floreciente lujuria que empezaba a consumirlo. Nunca había deseado a una mujer como deseaba a Philippa, su adorable y pequeña esposa. Philippa, que no solo le incendiaba el cuerpo sino también el corazón. Pero ¿cómo podía declararle su amor si ella se obstinaba en guardar silencio? Era una muchacha dulce y dócil, fiel a la Iglesia y apasionada en el lecho. Y aunque entregaba generosamente su cuerpo, no comunicaba ninguna de sus emociones.

– Te espero en el dormitorio -dijo Crispin, y abandonó la antecámara.

– No tardaré -repuso Philippa.

¡Por Dios! ¿Todos los hombres serían tan apasionados como él? Esa era una de las muchas preguntas que tenía que formularle a su madre. Y de pronto, Philippa supo que debía ir a Friarsgate lo antes posible. Si él se mostraba tan apasionado, entonces ¿por qué no la amaba? Y si la amaba, ¿por qué no se lo decía? Su madre conocería las respuestas.

Salió de la bañera y se secó lentamente. Luego se sentó junto al fuego y se frotó el cabello con una toalla hasta quitarle toda la humedad. Por último, se encaminó al dormitorio completamente desnuda.

– ¡Detente! -dijo Crispin, cuando ella estaba a punto de franquear el umbral-. ¡Eres tan terriblemente bella, Philippa!

Sintió que la ardiente mirada de su marido la quemaba por completo. Él le tendió una mano y cuando ella se acercó para tomarla, Crispin la arrastró al lecho, de modo que la joven cayó sobre su cuerpo y se besaron con una pasión arrebatadora.

Afuera se escuchó el estruendo que sigue al relámpago y Philippa jugó con la idea de que sus labios, al unirse con tanta vehemencia, habían sido la causa del trueno.

Sus bocas se fundieron en un beso ardiente y húmedo, cada vez más intenso. Sus senos se aplastaron contra el suave y fornido pecho de Crispin. Ella estaba encima de él y las manos de ambos se enredaban en los cabellos del otro. Sintió el cuerpo de él arder bajo el suyo. Sintió que su virilidad se erguía una vez más, aunque tratara de refrenarse para saborear ese mágico y sublime momento. Finalmente, Philippa apartó la cabeza.

Crispin la levantó y la sentó sobre su torso, como si ella estuviera cabalgando. El redondo y pequeño trasero de la joven le bastaba para mantener intacta su lujuria. Por ahora, todo cuanto quería era acariciarle los senos, esas dos perfectas y deliciosas esferas. Se llevó los dedos a la boca para humedecerlos con saliva y los pasó repetidas veces en torno al tenso capullo de rosa. Ella se estremeció. Lo tomó el pezón entre el pulgar y el índice y lo friccionó hasta convertirlo en un talluelo enhiesto. Lo pellizcó con suavidad y ella emitió un leve quejido. Al mirar su rostro, vio que tenía los ojos cerrados y que disfrutaba de cada nuevo placer que le ofrecía. Jugó primero con un seno y luego se dedicó al segundo.

Philippa suspiraba sin decir palabra. Crispin pensó que el tiempo no los apremiaba y, tras un mes de celibato, ella estaría dispuesta a aceptar lo que pensaba proponerle.

– Ahora tiéndete de espaldas sobre mi cuerpo, pequeña. Déjate caer hacia atrás y te haré conocer una nueva manera de gozar. No tengas miedo, Philippa, jamás te lastimaría.

Al escuchar sus palabras, el corazón de la joven comenzó a latir a un ritmo vertiginoso. Lo desconocido la atemorizaba, pero cada vez que se había adentrado en lo desconocido con su esposo no había obtenido sino placer. Obedientemente, se tendió boca arriba. Él le levantó las piernas y deslizó un cojín bajo su trasero. Philippa estaba intrigada, pero no abría los ojos, pues no sabía si estaba lista para mirarlo cuando hacían el amor. Él le levantó aún más las piernas y la sostuvo firmemente en esa posición. ¿Y su cabeza? ¿Dónde había metido la cabeza? ¿Acaso entre sus muslos? Entonces, sintió que la lengua del hombre, eludiendo el tierno follaje, separaba sus labios internos y se hundía en el lugar más secreto de su cuerpo. Philippa ahogó un grito y abrió los ojos, sorprendida.

– ¡Crispin! -se las ingenió para exclamar.

Él alzó la cabeza y la miró.

– Confía en mí, pequeña -fue todo lo que dijo, antes de proseguir con sus deliciosos trabajos de amor.

La lengua era el más exquisito tormento que Philippa había experimentado en su vida. Los sabios lengüetazos lamían, ávidos, su sedosa carne. Sus jugos fluían más copiosamente que nunca y, a juzgar por los sonidos de su laboriosa lengua, él los estaba bebiendo con fruición, como si se tratase del néctar de los dioses. Después, la lengua llegó a ese lugar que sólo había tocado su dedo, y a partir de allí se convirtió en una suerte de émbolo, entrando y saliendo del fragante santuario de su femineidad hasta que Philippa comenzó a gemir. Era una sensación demasiado maravillosa para poder soportarla, y la joven pensó que el único desenlace posible era la muerte. Pero en lugar de morir, se dejó arrastrar por la ola a una vertiginosa altura, antes de desmoronarse dos veces sobre la playa. Crispin la montó entonces, como si fuera una espléndida yegua blanca, y la empaló con su rígido miembro. Sus cuerpos se movieron al unísono hasta que los gemidos de ella le indicaron que había llegado el momento de saciar sus apetitos y él, incapaz ya de contenerse, la inundó con un chorro que le llegó al fondo de las entrañas. Temblando, se apartó de ella con un gruñido de satisfacción.

Yacieron el uno junto al otro, jadeantes y maravillados por cuanto acababa de ocurrir. Crispin la tomó de la mano sin decir una palabra. ¿Por qué Philippa se empeñaba en guardar silencio? ¿Por qué no le decía que lo amaba?

Philippa, aunque encerrada en un mutismo absoluto, no pudo contener las lágrimas. ¿Por qué su esposo no le declaraba su amor? Tal vez porque no la amaba, concluyó la joven, dejándose llevar por el escepticismo… y la ignorancia.

Crispin St. Claire fue el primero en hablar.

– Creo que esta noche hemos engendrado un hijo -murmuró con una voz sofocada por la emoción.

– No lo sé, milord -repuso Philippa, pensando que eso no era posible a causa del brebaje que tomaba todos los días.

– Yo estoy seguro. Una pasión semejante entre un hombre y su esposa debería dar algún fruto.

– Nunca he considerado, milord, que la pasión entre nosotros fuera infructuosa -replicó la joven.

– ¿En serio, señora? -sonrió el conde. Cuando hacían el amor, respondía a sus caricias con una pasión que hubiera satisfecho al hombre más exigente, pero rara vez hablaba del tema-. ¿Tienes hambre? En ese caso llamaré a Lucy para que nos traiga la cena.

Ella asintió con la cabeza, totalmente adormilada.

– Mmmh… sí. Despiértame cuando llegue -dijo, y sus ojos se cerraron.

Crispin tiró del cordón de la campanilla. Puso un brazo en torno a Philippa y se quedó escuchando su tranquila respiración. Evidentemente, ella estaba cansada de tantos viajes, y en cuanto a él, la idea de ir al norte en unas pocas semanas no le hacía la menor gracia, pero se lo había prometido. El casamiento de su hermana era importante para Philippa; además, ya era hora de conocer a sus parientes políticos. Se preguntó si era sensato de su parte permitirle a Philippa renunciar a una herencia que le pertenecía por derecho de nacimiento. Y concluyó que sí. Los St. Claire de Wittonsby no eran una familia acaudalada ni tampoco era probable que lo fuesen. Los tiempos en que un hombre podía elevar la condición socioeconómica de su familia habían pasado.

Al escuchar a Lucy en la antecámara, el conde se levantó del lecho, se envolvió la toalla en torno a la cintura y se encaminó a su encuentro.

– Vacía primero la bañera y luego dile a Peter que te ayude a guardarla. Y pon la bandeja sobre la mesa. Tu ama no te necesitará esta noche, Lucy. ¿Han preparado tu cuarto?

– Oh, sí, milord. Todo está tal cual lo dejé, y la señora Marian es de lo más generosa. Me invitó a cenar con ella y con Peter.

– Encárguense entonces de la bañera y luego ambos pueden retirarse -le dijo a la doncella y regresó al dormitorio, cerrando la puerta tras de sí.

Lucy terminaba de vaciar el agua cuando apareció Peter.

– ¿Vienes a cenar con nosotros? Mi hermana quiere conocerte mejor.

– Primero guardemos la bañera en el armario -dijo Lucy y, tras una breve pausa, agregó-: ¿Se puede saber por qué tu hermana quiere conocerme mejor? ¿Qué hay que conocer? Me crié en Friarsgate. Mi hermana es la doncella de lady Rosamund, a quien he servido durante diez años. Mi vida no esconde ningún misterio; soy tal como me ves.

– Mi hermana opina que deberíamos casarnos -repuso Peter con voz calma.

– ¿Qué? -Lucy lo miró de lo más sorprendida-. ¿Cómo se le ocurre semejante cosa?

– Según ella, es bueno que el lacayo del conde y la doncella de la condesa se casen, pues el matrimonio impide que otros los distraigan de sus deberes.

– SÍ me lo preguntas, te diré que tu hermana es una mandona y una entrometida. Por el momento, no pienso casarme. Además, eres demasiado viejo para mí.

– Tengo cuarenta años.

– Y yo, veinte -repuso Lucy-. Sin embargo, si algún día me enamoro, consideraré la posibilidad de contraer matrimonio. Pero no todavía. Y se lo diré a tu hermana, si osa decir algo. Ahora, ayúdame a inclinar la bañera para terminar de vaciarla. Si no nos apuramos, se enfriará la comida del señor conde y de la señora condesa. Nuestros amos no nos perdonarán tamaña negligencia.

– Supongo que están más interesados en hacer el amor que en la comida -dijo Peter, mirándola con picardía.

– ¡Dios bendito! -exclamo Lucy, sonriendo-. No eres tan almidonado como pareces.

– Pero no le diremos nada a la señora Marian, ¿verdad?

– No, señor mentiroso -replicó la joven sonriendo y cerró la puerta con fuerza para que sus amos supieran que se habían retirado.

El conde salió de la alcoba e inspeccionó la cena. Había un plato de ostras frescas y comió seis seguidas, acompañándose con una copa de vino. Medio somnolienta, Philippa apareció en la antecámara totalmente desnuda y, sin decir una palabra, se abalanzó sobre la bandeja, tomó un pastel de carne y comenzó a devorarlo con avidez. Crispin le sirvió una copa de vino y se la alcanzó.

– Gracias -murmuró Philippa, mientras se apoderaba de otro pastel, que engulló con tanta prisa como el primero. Luego, atacó la fuente con espárragos en salsa de limón, y cada vez que chupaba los carnosos tallos, se lamía sensualmente los labios.

Crispin, que al observaría sentía un cosquilleo en el miembro, apartó la vista, tomó una sabrosa y tierna pata de venado y la desgarró hasta el hueso con sus dientes blancos y vigorosos. Bebió más vino y pensó que jamás había comido con una mujer desnuda. "¿Qué hay de malo? Somos un matrimonio en la intimidad de sus aposentos" -pensó, y se quitó la toalla de las caderas.

Cuando Philippa notó que el lienzo había caído al suelo, alzó la vista y miró de arriba abajo el cuerpo delgado y largo de su esposo. Los dos se hallaban parados frente al aparador. Estaban tan hambrientos que ni siquiera se habían molestado en sentarse para comer. Una vez que dieron cuenta de las ostras, la carne y los espárragos, cortaron con las manos la enorme hogaza de pan casero. Philippa extrajo un poco de mantequilla y la untó en el pan con el dedo pulgar. Con un rápido movimiento, el conde le arrebató el mendrugo, lo desmenuzó en pedacitos y los fue introduciendo en la boca de la joven. Imitando el gesto, Philippa cortó trozos de queso cheddar se los fue metiendo en la boca. Y luego se lamieron los dedos el uno al otro.

Acto seguido, Crispin colocó el plato de fresas, la crema y un pequeño jarro de miel junto al fuego, y acostó a su esposa en el piso mientras la besaba dulcemente. En silencio, Philippa observaba cómo untaba con crema sus pezones y colocaba en la punta una fresa. A continuación, Crispin le cubrió el torso con crema y fresas, que procedió a comer una por una, y luego le lamió el abdomen hasta no dejar rastros de crema. Dejó para el final las dos pequeñas frutas de sus pezones, y los lamió hasta sentir que ella se retorcía de placer.

– ¿Te gustó lo que te hice antes? -dijo finalmente Crispin, haciéndole cosquillas en la oreja con su cálido aliento.

– Sí, pero fue muy perverso.

– Sí, fue muy perverso -repitió el conde con un ronroneo y le mordisqueó los labios-. Puedo enseñarte otras cosillas perversas, ¿quieres?

La joven, deseosa, asintió varias veces con la cabeza. Entonces, el conde hundió su virilidad en el tarro de miel y la retiró, ante la perpleja mirada de su mujer. Luego la apretó contra los labios de Philippa, quien los abrió y lamió la dulce sustancia con su rosada lengua. Como la miel comenzaba a licuarse y a chorrear debido al calor de su cuerpo, el conde introdujo todo el miembro en su boca. Philippa se sobresaltó al principio, pero enseguida se puso a chupar toda la miel, y cuando sintió que la rigidez de su amorosa vara la desbordaba, la dejó salir. El conde la deslizó entre sus piernas y empezó a empujar con ímpetu.

Philippa le arañaba la espalda emitiendo suaves quejidos. Al instante esos quejidos se transformaron en gemidos y los gemidos desembocaron en un jubiloso grito. El conde movía sus caderas hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, hasta que Philippa sintió que su cabeza giraba como un torbellino. Estaba mareada y débil por el ardiente placer que fluía por todo su cuerpo. "¡Lo amo! ¡Lo amo!" -pensó, pero no lo expresó en voz alta, pues Crispin aún no le había dicho que la amaba.

Estaban empapados de sudor por el apasionado esfuerzo. Crispin la penetró hasta lo más profundo de su vientre, y sintió cómo los espasmos del éxtasis sacudían el cuerpo de Philippa. Sin embargo, no la oyó gritarle su amor. ¿Acaso era incapaz de experimentar ese tierno sentimiento? ¿Solo le interesaba satisfacer su instinto carnal? No sabía la respuesta y tampoco le importaba mucho en ese momento. Los jugos de la pasión brotaron de su ser, dejándolo exhausto y desesperado de amor.

Se quedaron acostados junto al fuego un largo rato. Caía la oscuridad; los pájaros habían dejado de cantar; solo se oía el repiqueteo de la lluvia y algún trueno ocasional. El conde se puso de pie y ayudó a Philippa a levantarse. Juntos entraron en la alcoba, se metieron en la cama y durmieron hasta bastante después del amanecer.

Philippa fue la primera en despertarse. Mientras oía los sonidos del nuevo día, se puso a reflexionar sobre los acontecimientos de la noche anterior. Pronto volvería a Friarsgate y podría hablar con Rosamund; esa idea le iluminó el rostro. Jamás había imaginado que llegaría a necesitar tanto a su madre, pero sus sentimientos hacia Crispin la tenían muy confundida. Se deslizó fuera de la cama, se dirigió al hogar y retiró del fuego la jarra que Lucy les había dejado. Volcó un poco de agua caliente en el aguamanil de plata, se lavó y arrojó el contenido por la ventana.

Remoloneando en la cama, el conde observaba cómo Philippa se vestía y cepillaba su cabellera caoba hasta dejarla tersa y brillante como la seda.

– Buenos días, condesa.

Philippa dio media vuelta y le sonrió.

– Buenos días, milord. Puedes lavarte con agua caliente -anunció señalando el lavamanos.

– ¿Acaso no me lavaste bien anoche, pequeña?

– ¡Milord! -lo regañó.

– La próxima vez te echaré miel a ti y lameré tu deliciosa vaina.

– Crispin, eres un depravado -replicó, pero, en realidad, los recuerdos de la miel, la crema y las fresas le causaban un cosquilleo en todo el cuerpo.

Las semanas siguientes fueron maravillosas. Recorrieron a caballo las tierras de St. Claire, hicieron el amor en una parva de heno, donde el trasero del conde estuvo a punto de ser atacado por una abeja y Philippa lloró de la risa. Crispin le explicó cómo se administraban sus propiedades. Se detuvieron en cada casa de las tres calles de Wittonsby para saludar a los inquilinos y charlar con ellos. Las noches las dedicaban al placer y la pasión. Y, de pronto, el mundo exterior irrumpió en su dichosa existencia.

Un mensajero que llevaba la insignia del cardenal Wolsey llegó a Brierewode con una orden para el conde de Witton: debía reunirse con el poderoso clérigo en Hampton Court. Enrique Tudor estaba pasando el verano en Wiltshire y Berkshire; la reina, en cambio, se había refugiado en su amado Woodstock y se quedaría allí hasta septiembre, cuando el rey iría a buscarla.

– Estamos casi a mediados de agosto -protestó Philippa-. Debemos partir hacia el norte para asistir a la boda de mi hermana. ¿Por qué te reclama, si ya no estás a su servicio?

– Es cierto, pero no puedo decirle que no. Es el vocero del rey, pequeña. Debo partir. Iremos al norte apenas regrese.

– ¿Y cuándo volverás?

– No lo sé. ¿Por qué no te preparas para el viaje mientras estoy ausente? Peter empacará mis cosas.

– ¿Cómo? ¿No te acompañará?

– El cardenal quiere discutir ciertos asuntos conmigo y no necesito llevar a mi lacayo. Cabalgaré deprisa con mis hombres y trataré de retornar lo antes posible. Wolsey sabe muy bien que no estoy a su servicio y, a decir verdad, dudo que ese hombre siga gozando de los favores del rey por mucho tiempo más.

– Si no regresas dentro de una semana, viajaré sola.

– No, te quedarás a esperarme en Brierewode. Te prometí que irías a la boda de tu hermana y lo cumpliré. Pero si me desobedeces, enfrentarás mi enojo, Philippa. Recuerda que quien manda en esta casa soy yo. ¿Estamos de acuerdo?

A la mañana siguiente, Crispin St. Claire partió junto con el mensajero del cardenal y una tropa de hombres armados. Al llegar a Hampton Court, lo hicieron esperar dos jornadas enteras, pues Wolsey estaba muy ocupado arreglando los asuntos del rey. Por fin, llegó el día del encuentro.

– Necesito que emprenda una nueva misión, milord -anunció Thomas Wolsey.

– No podré ser de utilidad dentro del país, Su Gracia, y mi intención es permanecer en mis tierras, al menos hasta que mi esposa y yo tengamos herederos. Lo siento, Su Gracia, pero ya he pasado los treinta años y no podré hacerle un hijo a Philippa si no estoy en Brierewode. El rey sabrá comprender mis motivos.

– De él se trata precisamente, Witton -enfatizó Wolsey-. Lo que le diré hoy no debe repetirlo en ninguna circunstancia. Se sospecha que el duque de Buckingham, el duque de Suffolk y varias personas más se han conjurado para derrocar a Enrique Tudor, con la excusa de que Su Majestad no tiene un heredero varón. Algunos seguidores de rango inferior son vecinos suyos, milord. Buckingham es descendiente de Eduardo III y siempre ha sido un hombre muy ambicioso. Algunos dicen que sus derechos al trono son más legítimos que los del propio rey.

– Sólo un tonto se atrevería a decir algo así en voz alta -replicó el conde.

– ¡Ah, sí! Pero la corte está plagada de tontos. Quiero que usted sea mi espía en Oxford, milord, necesito un hombre en quien pueda confiar.

– ¿Suffolk? Me llama la atención que lo haya mencionado, pues es amigo y cuñado del rey.

El cardenal se echó a reír con ganas.

– Se casó con María Tudor sin el permiso del rey, ¿recuerda? Y permaneció en Francia hasta que su esposa obtuvo el perdón de Enrique. Suffolk sólo es leal a sí mismo, milord.

– O sea que mi misión consiste en escuchar y comunicarle cualquier información que pudiera perjudicar a nuestro rey, ¿verdad?

– Exactamente. No me atreví a poner mis instrucciones por escrito, por temor a que fueran leídas por personas equivocadas. Si bien tengo espías a mi disposición, trato de renovarlos periódicamente. Usted no es la única persona que he destituido del servicio secreto, milord. -Captó la mirada seria del conde y cambió de tema-: ¿Cómo se encuentra su bella esposa? ¿Está satisfecho con el matrimonio? ¿Melville valió la pena el esfuerzo?

– ¡Oh, sí! -replicó el conde de Witton con una sonrisa- Estoy más que satisfecho con ella. Su madre y la reina han sido excelentes mentoras.

– Entonces, regrese a casa, Crispin St. Claire, y le doy las gracias por haber venido. Sé que puedo confiar en usted.

Crispin se puso de pie, lo saludó con una profunda inclinación y abandonó el salón privado del cardenal. Aún no era el mediodía y no tenía motivos para quedarse allí. Reunió a sus hombres y emprendieron el regreso a Oxford. Llegó varios días más tarde, y se enteró de que su esposa se había marchado a Friarsgate. Enojado, lanzó una sarta de improperios, provocando la reprobación de la señora Marian.

– ¡Milord! -exclamó horrorizada, pues jamás le había escuchado palabras tan soeces. La señora llamó a uno de los criados y le ordenó que sirviera una copa de vino a su amo. El conde le arrebató la copa al sirviente y la bebió de un solo trago.

– ¿Cómo se fue? -preguntó al ama de llaves-. ¿Quién la acompañó?

– Lucy y mi hermano, milord, pero por suerte Peter logró convencerla de llevar a seis hombres armados. Ella no aceptó un hombre más. No sé qué locura la atacó. Desde que usted se fue, se la veía cada vez más perturbada. Me dijo que necesitaba ver a su madre. De no haber sido por el poder de persuasión de Lucy, se habría marchado al día siguiente de su partida, señor.

– ¿Qué cosas llevó con ella? -inquirió el conde más tranquilo.

– Solo una pequeña alforja. Dijo que no precisaría sus finos vestidos en Friarsgate y que deseaba llegar lo antes posible. No aceptó el carro con el equipaje que le ofrecimos. ¿Qué vestirá en la boda de su hermana? Me imagino que será una fiesta grandiosa.

– Lord Cambridge la proveerá de vestidos, no se preocupe. La familia, y sobre todo mi esposa, suele recurrir a él para esos menesteres.

– Debe de estar cansado de cabalgar, milord. Vaya al refectorio y le serviré algo de comer.

– Tengo que partir ya mismo a Friarsgate.

– Sí, milord, lo entiendo, pero muy pronto caerá la noche. Los días son más cortos ahora. Disfrute de una buena cena y de una noche en su cama limpia y fresca, y salga mañana a la mañana. -Lo condujo al refectorio y ordenó a los criados que se apresuraran a servir la cena.

– Ay, Marian, pese a sus locuras, amo a Philippa.

– Lo sé, milord, y ella también lo ama.

– Nunca me lo ha dicho.

– ¿Y usted, milord, le ha confesado su amor? Las mujeres no dicen esas cosas si el marido no toma la iniciativa.

– ¡Oh, no, soy un idiota! -exclamó Crispin agarrándose la cabeza con las manos.

– Como la mayoría de los hombres -replicó la señora con la confianza de una vieja y querida sirvienta-. Pero no lo ha abandonado, milord. Y ya tendrá tiempo de corregir el error.

– ¿Por qué no quiso esperarme?

– No lo sé. Solo sé que, de pronto, sintió una imperiosa necesidad de ver a su madre. Mire qué delicioso pastel de conejo acaba de salir del horno. Quiero que se lo coma todo; también hay pan, queso y mantequilla, y de postre, tarta de manzana.

El conde la miró con una cálida expresión de gratitud.

– Dígales a mis hombres que mañana partiremos a Cumbria.

– Sí, milord -repuso la señora Marian y se retiró.

Tal como le había asegurado el ama de llaves, Crispin se sintió mejor después de la cena y mucho mejor aún después de haber dormido profundamente en su propia cama. Uno de los sirvientes empacó sus pertenencias en ausencia de Peter y las puso en el caballo de carga. El conde tenía la esperanza de alcanzar a su testaruda esposa antes de que llegara a Friarsgate.

Pero Philippa estaba decidida a encontrarse con su madre lo antes posible. Galopaba sin descanso, ante la mirada perpleja de los hombres, que no podían creer que una dama tan delicada viajara sin los típicos bártulos femeninos. Un día los sorprendió la noche antes de llegar a una posada o un convento, de modo que tuvieron que descansar en medio del campo y dormir en parvas de heno. Philippa no emitió una sola queja. Finalmente, llegaron a Cumbria y siguieron avanzando hacia el norte. Una mañana, cerca del mediodía, subieron a una colina y contemplaron el lago y las praderas donde los numerosos rebaños de Friarsgate pastaban plácidamente.

– Gracias a Dios, podré morir en mi propia cama -suspiró Lucy.

– Primero tendrás que bajar la colina -rió Philippa. El lugar era tal como lo recordaba: hermoso y pacífico. Espoleó los flancos de la montura e inició el descenso.

– Su madre debe de estar en Claven's Carn -dijo Lucy.

– Entonces mandaré a alguien a buscarla -replicó la joven con firmeza.

Rosamund no estaba en Escocia, sino en sus amadas tierras. Y se sorprendió de ver a su hija mayor tan pronto.

– ¡Bienvenida, querida mía! ¿Dónde está ese marido tuyo de quien Tom habla maravillas? Lo elogia tanto que temo que Logan termine odiando al pobre hombre. -Y sin decir más abrazó con fuerza a su hija.

Con excepción de las dos cunas junto al fuego, nada había cambiado. Philippa se acercó a ver a los bebés.

– ¿Son mis nuevos hermanitos?

– Sí. ¿No son hermosos? Pese a que salieron de mi vientre al mismo tiempo, no son nada parecidos, ¡por suerte! Una de las mujeres de la aldea también tuvo mellizos el mismo día que nacieron Tommy y Edmund, pero esos niños son dos gotas de agua. ¡Bienvenida a casa, Lucy! Te ves exhausta. ¿Quién es el apuesto hombre que te acompaña?

Peter dio un paso adelante.

– Mi nombre es Peter y soy el lacayo del conde de Witton.

– ¿Y por qué no está tu amo contigo?

– Creo que esa pregunta debería responderla milady -replicó el sirviente con cortesía y dio un paso atrás.

– ¿Philippa? -inquirió Rosamund con el rostro serio y preocupado.

– Le advertí a Crispin que si no regresaba en siete días, vendría al norte sin él, mamá. Y no se hable más del tema.

– ¿Y dónde se había ido tu esposo, querida? -insistió Rosamund.

– A Hampton Court. El cardenal Wolsey deseaba verlo. Mamá, estoy cansada y sucia. Quiero tomar un baño y meterme en la cama.

– Aún no me has explicado por qué te fuiste de Brierewode sin tu marido. ¿Por qué no lo esperaste?

– ¿Y perderme la boda de mi hermana? Por favor, mamá, no me trates como a una niña, ahora soy una mujer casada y la condesa de Witton.

– Banon y Robbie se casarán dentro de varias semanas, Philippa, así que no comprendo por qué no esperaste a que el conde regresara. No había tanta urgencia por venir. ¿Cuándo llegaste de Francia?

– Hace más de un mes.

– Puedes retirarte, hija mía. Los criados te prepararán el baño. Oh, aquí viene Annie. Annie, corre a buscar a Maybel y dile que Philippa ha vuelto. -Rosamund esperó hasta que su hija dejara el salón, y dijo-:

– Lucy, quiero hablar contigo. Annie, busca a Maybel y llévate a Peter contigo. Él es el lacayo del conde.

Cuando Annie y Peter desaparecieron, la dama de Friarsgate indicó a Lucy que tomara asiento.

– Ahora cuéntame qué es lo que pasa.

– No estoy segura, milady. El matrimonio marcha bien. El conde es un amo excelente y un buen esposo. Pero apenas partió a Hampton Court, Philippa comenzó a inquietarse. Tenía miedo de que el cardenal lo demorara demasiado tiempo y ella no pudiera asistir al casamiento de Banon. Andaba nerviosa, hecha una furia, le diría, y lo único que quería era venir lo antes posible a Friarsgate. No trajimos más ropa que la que llevamos puesta, milady. Creo que no es la fiesta de Banon la verdadera razón del alboroto.

– ¿Ha estado tomando el brebaje que le envié?

– Ya no, milady -contestó Lucy ruborizada.

– Entonces querrá tener hijos muy pronto. Me parece bien; después de todo, su deber es darle un heredero a su marido. Recuerdo cuan ansiosa estaba por quedar embarazada cuando me casé con su padre, Dios lo tenga en la gloria -dijo Rosamund persignándose.

– No, su intención era esperar hasta volver a la corte. En Francia, milady y el conde no gozaban de la más mínima privacidad. La pobre se bañaba en camisón como la reina. En tales circunstancias, me pareció innecesario administrarle la poción, pero todas las mañanas yo le daba un vaso de agua mezclada con semillas de apio y ella lo bebía religiosamente, convencida de que era el famoso brebaje. Cuando retornamos de Francia, mi ama empezó a hablar de la posibilidad de tener hijos y de no volver a la corte porque la reina la había relevado de sus funciones. Entonces pensé que carecía de sentido que siguiera tomando la poción contra el embarazo.

– Pero siguió tomando el agua con semillas de apio.

– Sí, señora Rosamund. Cuando mi ama toma una decisión, no hay forma de hacerla entrar en razones. Es muy cabeza dura. Como no quería discutir con ella ni portarme como una criada desobediente, preferí dejar el asunto en manos de Dios.

– ¿Cuándo tuvo el último período? Apuesto a que no tuvo ninguno desde el regreso de Francia.

Lucy se quedó pensando unos instantes y luego abrió grandes los ojos.

– ¡Oh, milady, es cierto! ¿Qué he hecho? ¡Ay, Dios mío!

– Me temo que Philippa está encinta y que la muy tonta está tan absorta en sí misma y en su marido que aún no se ha dado cuenta. -Rosamund sacudió la cabeza-. ¿Crees que el conde estará muy enojado cuando venga a Friarsgate?

– Tendrá que preguntárselo a Peter. Yo siempre lo vi tratarla con la mayor de las dulzuras, aunque ella, a veces, ponía a prueba la paciencia de ese pobre hombre.

– No le comentes mis sospechas, Lucy, ni a Philippa ni a nadie -le advirtió y se levantó del asiento-. Vigila a los niños; subiré a hablar con mi hija mayor.

De pronto, una jovencita alta, esbelta y de largos cabellos rubios irrumpió en el salón.

– ¡Mamá! ¡Acabo de enterarme de que volvió Philippa!

– Así es, Bessie. Lucy te contará todo. Yo debo hablar con tu hermana. -Rosamund se retiró de la estancia.

– Vino demasiado temprano para la boda de Bannie -dijo Elizabeth Meredith-. ¿Cómo es su esposo, Lucy? ¿Es apuesto y galante? ¿Es rico?

– ¿Cuántos años tiene, señorita? -preguntó la doncella.

– Cumpliré trece. ¡Vamos, Lucy, cuéntamelo todo!

– Pensé que no le interesaba la vida de las damas y los caballeros distinguidos -bromeó Lucy.

– Bueno, no deseo ser como ellos y, a diferencia de mis hermanas, jamás iré a la corte ni me arrodillaré ante los poderosos, pero no me molesta escuchar las historias de esa gente.

Entretanto, Rosamund entró en la alcoba de Philippa, que había terminado de bañarse y se estaba secando.

– Yo siempre necesito bañarme luego de los viajes -dijo la madre-. ¿Dónde está tu cepillo? Te secaré y peinaré el cabello, hijita mía.

– Aquí está. Pero antes me pondré un camisón limpio. Dejé algunos aquí en mi última visita.

Sacó un vestido de seda del baúl situado frente a la cama y se lo puso. Luego, se sentó junto a su madre y dejó que secara y cepillara su larga melena.

– Dime, Philippa -murmuró Rosamund con voz calma-, ¿qué problemas tienes? A ti te ocurre algo; no lo niegues ni trates de convencerme de que viniste corriendo a Friarsgate por el casamiento de Banon.

– ¿Qué es el amor? -preguntó sin rodeos-. ¿Cómo sabes si estás enamorada? ¿Y por qué Crispin no me dice nada después de todos estos meses? -y empezó a llorar-. ¡Ay, mamá, me resulta difícil explicarlo, pero lo amo y él no me ama! Es tierno y ardiente; sin embargo, nunca me ha expresado una palabra de amor. ¿Cómo puede ser tan apasionado conmigo si no me ama?

– ¡Qué es el amor, Philippa! Es el sentimiento más extraño que existe, pues desafía cualquier explicación racional. Lo importante no es que lo entiendas, sino que lo sepas con el corazón, hija mía. En cuanto a tu esposo, si es tan tierno y apasionado como afirmas, estoy segura de que te ama. Pero a los hombres les resulta difícil decirlo en voz alta. En general, la mujer desea hacerlo, pero antes de expresar sus sentimientos necesita estar segura de que son correspondidos. Por consiguiente, se resiste a declarar su amor y permanece tan callada como el hombre. Es un dilema viejo como el mundo, Philippa.

– Cuando estuvimos en Francia, escuché a unos hombres que planeaban asesinar al rey y se lo conté a Crispin. Al principio se enojó y luego me di cuenta de que el enojo no iba dirigido a mí sino a él mismo. Estaba asustado por mí y lamentaba no haber estado a mi lado cuando escapé de los asesinos.

Rosamund sonrió y dejó el cepillo sobre la mesa.

– Crispin te ama, créeme.

– Tiene que decírmelo sin que yo se lo pregunte, mamá. De lo contrario, jamás estaré segura. -Philippa rompió en llanto y se arrojó en los brazos de su madre.

Rosamund la estrechó con fuerza y la acarició dulcemente. Iba a ser abuela, no tenía ninguna duda. Esos violentos arranques de emoción eran una prueba inequívoca de que Philippa estaba embarazada. Su elegante y refinada hija se había enamorado e iba a tener un bebé.

– ¿Tienes hambre? Hoy cenaremos guiso de conejo.

– No, mamá, estoy muy cansada. Necesitaba estar en casa y hablar contigo. Ahora me siento mejor, pero estoy extenuada. Prefiero acostarme.

– De acuerdo, querida. -Luego Rosamund se puso de pie, ayudó a Philippa a meterse en la cama, y la arropó-. Que tengas dulces sueños, hija mía. Estás en casa y te vamos a cuidar. Además, estoy segura de que muy pronto vendrá a visitarnos el conde.

Dos días más tarde, Crispin St. Claire arribó a Friarsgate. Por pedido de Rosamund, tanto lord Cambridge como Logan Hepburn habían dejado sus propiedades y acudido en su ayuda a poco de llegar Philippa. Rosamund necesitaba que toda la familia colaborara para reconciliar a los recién casados. Ni bien vio a su yerno, le agradó y le pareció el esposo perfecto para su hija.

– ¿Cómo elegiste tan bien, primito? -le susurró a Thomas Bolton.

– Por instinto -replicó con un murmullo y dio un paso adelante con los brazos extendidos para saludar al conde de Witton-. ¡Mi querido amigo, que alegría volver a verte! Te presento a tu suegra, la dama de Friarsgate. Prima, te presento al marido de Philippa.

Crispin tomó la mano de Rosamund y la besó al tiempo que se inclinaba en una graciosa reverencia.

– Señora.

– Bienvenido a Friarsgate, milord.

– Te presento a Logan Hepburn, lord de Claven's Carn y esposo de Rosamund -continuó lord Cambridge.

Los dos hombres se miraron con recelo y se dieron la mano

– Por favor, pasemos al salón -lo invitó la dama de Friarsgate tomándolo del brazo.

– ¿Dónde está mi esposa?

– En su alcoba. Le suplico que no la regañe. Ha venido aquí porque sentía una imperiosa necesidad de hablar conmigo. Son problemas comunes a las esposas jóvenes. Ya ordené a su hermana que fuera a buscarla cuando lo vimos venir.

– Regresé a Brierewode dos días después de su partida. Le prohibí terminantemente viajar sin mí, pero me desobedeció.- Rosamund sacudió la cabeza.

– No le sobra experiencia con las damas, milord, ¿o me equivoco? Jamás debe prohibirle nada a una mujer, pues hará exactamente lo que usted le ordenó que no hiciera -rió-. La ama mucho, ¿verdad? Siéntese, por favor.

– ¡Cómo es posible que usted se dé cuenta de ello y mi esposa no, señora! -exclamó en un tono de desesperación-. A veces me pregunto si esa niña es capaz de amar.

– Ella lo ama con locura -replicó Rosamund y le tendió una copa de vino dulce-. En estos dos días, Philippa y yo hemos hablado más que en muchos años.

– ¿Y por qué no me dice que me ama?

– ¿Porqué no se lo dice usted?-replicó Rosamund con una sonrisa.

– Es que soy un hombre, señora -contestó seriamente.

– Y ella es una dama de la corte a quien le enseñaron que no debía confesar sus emociones antes de que lo hiciera el caballero.

– ¡Por Dios!

– Bien dicho, milord, yo no lo hubiera podido expresar mejor.

– ¡Mamá! -gritó Elizabeth Meredith acercándose a su madre-. Philippa se rehúsa a bajar. Está tan terca y tonta como siempre. Logan ha ido a buscarla.

– ¡Oh, Bessie, eres una malvada! -dijo Maybel riendo. La vieja nodriza acababa de entrar en el salón.

– ¿Qué pasa? -preguntó lord Cambridge.

– Bessie mandó a Logan a buscar a Philippa, pues ella no quiere bajar -informó la dama de Friarsgate.

– ¡Ay, Dios mío! -se quejó Thomas Bolton, pero no pudo reprimir una sonrisa.

De pronto, se escuchó un grito ensordecedor, y luego otro, y otro.

– Parece que están asesinando a alguien -opinó el conde.

– No, es mi marido arrastrando a Philippa hasta el salón -explicó Rosamund muerta de risa.

El señor de Claven's Carn ingresó en la estancia cargando a la joven sobre los hombros y luego la depositó en el regazo de Crispin. Aullando como un gato escaldado, Philippa se paró de un salto.

– ¿Cómo permites que ese maldito y salvaje escocés me trate así, milord? -encaró Philippa a su esposo, furiosa y arrebatada. Su larga melena, que siempre lucía tan perfecta, estaba despeinada y se bamboleaba de un lado a otro con los bruscos movimientos de la joven.

– Buenos días, señora. Si mal no recuerdo, la última vez que hablamos te pedí que esperaras a que volviera de Hampton Court para emprender el viaje a Friarsgate -dijo el conde.

– ¿Crees que iba a perderme la boda de mi hermana por los estúpidos asuntos del cardenal?

– Todavía faltan algunas semanas para la boda, señora.

– Bueno, no importa. Quería ver a mi madre.

– ¿Por qué razón tan importante que no pudiste esperarme?

– ¡Quería que me explicara qué es el amor y por qué no me amas! -Sus ojos de miel se inundaron de lágrimas.

– En el nombre de Dios y de la Santa Madre, ¿qué te hizo creer que yo no te amaba?

– ¡Tú nunca me lo dijiste! -gritó Philippa mientras el torrente de lágrimas surcaba sus mejillas.

– ¡Pequeña! ¿Crees que recorrí el largo camino de Oxfordshire a Cumbria a todo galope porque no te amo? ¡Claro que te amo! ¡Te adoro! Eres tan bella que el solo verte hiere mi corazón. Eres la mujer más valiente que he conocido. ¡La idea de perderte me causa espanto! ¡Te amo con locura, Philippa! No lo dudes más, mi dulce pequeña.

– ¡Oooh, Crispin! ¡Yo también te amo! -Y se arrojó en sus brazos.

– ¡Demonios! -gruñó Elizabeth Meredith poniendo los ojos en blanco.

El conde y su esposa se besaron y el resto de los presentes sonrieron felices. El problema se había resuelto.

– No vuelvas a maldecir, Bessie. Es una conducta indigna de una dama -dijo Rosamund a su hija menor-. Ahora propongo que todos nos reunamos junto al fuego, pues tengo algo que decirles -y agregó, dirigiéndose a Philippa-: Parece que seré abuela en la próxima primavera. Estás encinta, querida. ¿No te diste cuenta?

La joven se quedó helada. Estuvo a punto de abrir la boca, pero la mirada de advertencia de su madre la disuadió de hacerlo.

– Es lógico, es tu primer hijo y no sabes detectar los signos del embarazo como una mujer experimentada. Más tarde te explicaré todo en mi alcoba. Bien, mi querido yerno, ¿qué dice? Su esposa ha cumplido con su deber y tendrá un heredero.

– Señora, estoy feliz y sorprendido a la vez -respondió y luego dio un prolongado beso a su esposa-. Te dije que concebiríamos un niño aquella noche -murmuró con los labios pegados a su boca y Philippa se ruborizó.

– Ahora debemos hablar del tema de la herencia de Friarsgate. Philippa, por derecho te corresponden a ti y a tu marido. Ya que vas a tener un bebé, ¿no quieres aceptar tu legítima propiedad?

– Señora, tanto su hija como yo agradecemos su gran generosidad, pero no queremos ser dueños de Friarsgate -intervino el conde.

– Es cierto, mamá, debes entenderlo -dijo Philippa-. Lo siento mucho, pues sé cuánto amas tus tierras, pero ahora pertenezco a Brierewode.

– Podrías otorgárselas al próximo hijo -insistió Rosamund.

– No, si tengo otro hijo, irá a la corte. Comenzará su carrera como paje y quién sabe adónde podría llegar.

– ¿Está de acuerdo con ella, milord? -preguntó la suegra al yerno.

– Sí, señora. Philippa y yo hemos servido a Sus Majestades cada uno a su manera. Somos criaturas de la corte, y también lo serán nuestros hijos algún día. Cumbria y sus vastas tierras no son para nosotros. No tendríamos tiempo para administrarlas y están demasiado lejos de Londres.

Rosamund lanzó un profundo suspiro.

– ¿Entonces para qué me he sacrificado tanto? -dijo como si hablara para sí-. Le he dedicado mi vida entera. Cuando perdí al hijo de Owein Meredith y luego a su padre, centré todas mis esperanzas en ti, Philippa. Banon será dueña de Otterly y tampoco desea Friarsgate. ¿Qué voy a hacer ahora? Últimamente, paso la mayor parte del tiempo en Claven's Carn para criar a los pequeños Hepburn. ¿Qué haré? ¿Quién se ocupará de mis tierras ahora?

– Yo me ocuparé de tus tierras -respondió Elizabeth Meredith con voz potente, y todos la miraron perplejos. Era la hija menor de Owein Meredith, la niña revoltosa, la pequeña que corría descalza por los prados para atrapar a las ovejas. Pero, como descubrieron todos de repente, ya no era una niña, sino una jovencita que muy pronto se convertiría en mujer-. Amo cada pulgada de Friarsgate tanto como tú, y nunca tuve el deseo de ir a la corte ni de estar en otro lugar que no fuera este, mamá. Friarsgate es mi hogar, me pertenece. Yo debería ser su dueña. No puedes legárselo a los Hepburn, pues estas tierras son y serán siempre inglesas.

Rosamund no salía de su asombro. Por primera vez en mucho tiempo, miró a su hija menor y vio a Owein Meredith, el fiel servidor de los Tudor, el hombre que se enamoró de Friarsgate desde el momento en que puso sus ojos en él.

– Es cierto, Friarsgate debe seguir perteneciendo a Inglaterra -coincidió Logan Hepburn-. Además, mis hijos no sabrían qué hacer con tantas ovejas. La niña tiene razón, Rosamund.

– Sí, yo también estoy de acuerdo. Si Banon y Philippa no quieren Friarsgate, la única dueña legítima es Bessie y nadie más -dijo lord Cambridge y abrazó a la jovencita-. ¿Qué dices, Bessie? ¿Aceptas sinceramente ser la heredera de Friarsgate como lo fue tu madre?

La muchacha asintió y luego declaró:

– No me llamen Bessie. Ya no soy una niña. Soy Elizabeth Meredith, la futura dama de Friarsgate y a partir de este momento no volveré a responder al nombre de Bessie.

– ¡Entonces demos tres hurras por la heredera de Friarsgate! -exclamó Philippa con una sonrisa.

– ¡Hip hip, hurra! ¡Hip hip, hurra! ¡Hip hip, hurra! -gritaron todos a coro en el salón.

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