CAPÍTULO 14

Hacia el mediodía, la barca se acercó a la costa.

– Ahora, déjennos solos -ordenó el conde a los remeros-. Los llamaré cuando estemos listos para continuar el viaje. Han remado a buen ritmo. Llegaremos al King's Head al atardecer. ¿Tienen comida?

– Sí, milord, gracias. Vamos a comer y a descansar un rato. Philippa extendió el mantel sobre la hierba y, cuando se sentó, las faldas se extendieron a su alrededor.

– Ven a almorzar, milord.

En la cesta encontraron un verdadero banquete y hasta una botella de vino tinto. El aire era más cálido que a la mañana y comieron hasta vaciar la canasta.

– Es el Día de Mayo más bello que he tenido. El viaje por el río fue maravilloso -suspiró Philippa.

– Pasaremos por Windsor esta tarde.

– Nunca vi el palacio desde el Támesis. Siempre íbamos de Richmond a Greenwich por el río pero, salvo aquel día de campo, nunca me aventuré más allá de la casa del tío Thomas.

Se acostó plácidamente en la hierba. Crispin se tendió junto a ella y le tomó la mano.

– Tengo que confesarte algo, Philippa. La idea del viaje en barco fue de lord Cambridge. Le parecía más romántico y menos agotador que hacer todo el trayecto a caballo o en carruaje. Yo no estaba nada entusiasmado, pero igual acepté su plan. ¡Y no me arrepiento en lo más mínimo! Es la mejor forma de festejar la primavera.

Apoyándose en uno de los codos, contempló su bello cuerpo y le dio un beso.

– Crispin -murmuró Philippa-, los remeros… Alzó su cabeza y sonrió con picardía.

– ¿Por qué crees que les ordené que nos dejaran solos? Te aseguro que entendieron perfectamente mi mensaje, así que no debes preocuparte. Tengo el firme propósito de hacerte el amor bajo los árboles, y si no me permites satisfacer mi deseo aquí y ahora, en algún momento de la tarde, mientras estemos en la barca, te poseeré cuando me plazca. La decisión es tuya, señora. -Su mirada denotaba que no estaba bromeando.

– Eres muy perverso, milord. ¿Y si pasara un pastor o una lechera y nos sorprendieran en flagrante delito?

Crispin le levantó las faldas y acarició sus suaves muslos.

– Un hombre retozando con su esposa no es un delincuente. ¡Philippa, eres tan deliciosa y cautivante!

La besó con furor, separándole los labios con la lengua.

¿Por qué se sentía tan débil y aturdida cuando él la embestía de esa manera? Abrió la boca y acogió esa lengua sensual mientras los hábiles dedos del conde jugueteaban con sus labios íntimos. Sus senos estaban a punto de saltar del corpiño. Maldijo la idea de usar un vestido tan complicado de desabrochar. Entre tanto, el conde excitaba con la yema de los dedos la pequeña y sensible cresta de su femineidad. Ella ronroneó.

– Crispin, no sigas, por favor.

– ¿Por qué? -susurró mientras deslizaba dos dedos en la venusina caverna.

– No sé -logró articular-. ¡Oh, no! ¡No deberías hacer eso, no!

– ¿Por qué? -preguntó otra vez. Luego la cubrió con su cuerpo y comenzó a penetrarla.

– ¡Oh, por Dios! -Philippa lo acogió y sintió cada pulgada de su virilidad. Su longitud, su grosor, su calor.

– De modo que te gusta, ¿eh? -musitó lamiéndole la oreja-. Te gusta mucho, muchísimo. Dime que me deseas tanto como yo a ti, pequeña.

– ¡Sí! -jadeó-. ¡Sí! -Y siguió gimiendo. El conde se movía a un ritmo cada vez más frenético hasta que los dos aullaron de éxtasis, fundiendo sus cuerpos en uno solo.

Más tarde, Crispin se puso de pie, se acomodó la ropa y recobró su porte distinguido. Philippa alzó la vista hacia él. Jamás había imaginado que ese hombre tan elegante fuera tan apasionado. Al ver que estaba despierta, el conde se agachó, la levantó entre sus brazos y la besó con ternura.

– Debemos irnos. Llamaré a los remeros.

– ¿Tengo un aspecto decente? -preguntó Philippa.

– Estás perfecta, señora -replicó luego de alisarle las faldas.

– La próxima vez, desátame el corpiño, Crispin. Me costaba respirar. De ahora en más, usaré vestidos que se anuden en la parte delantera.

– No es mala idea -acordó su flamante esposo-. Eché de menos esos apetitosos frutos que posees. Hoy a la noche les pediré disculpas por haberlos abandonado.

– ¡No haré el amor contigo en una posada pública! -declaró indignada.

– Ya veo. En la ribera del río sí, pero en la posada no.

– ¡La gente puede oírnos!

– Todo depende de las habitaciones que nos den.

Pasaron por el gran castillo de Windsor, cuyas torres y almenas se alzaban sobre el Támesis. Philippa siempre había admirado su magnificencia, pero desde el río le resultaba aun más imponente y amenazador. Recordó las partidas de caza en las que había participado durante los meses de otoño. Cuando dejaron atrás el castillo de Windsor, divisó las hermosas colinas de Chiltern. Llegaron a la posada King's Head poco después de la puesta del sol. El cielo seguía iluminado, pues la noche caía muy tarde en primavera.

Lucy y Peter, el lacayo del conde, los estaban esperando. Lord Cambridge había reservado toda un ala de la posada, que constaba de una inmensa alcoba para los recién casados, dos pequeños cuartos destinados a los sirvientes y un comedor privado. Los remeros cenarían en la cocina y pasarían la noche en los establos.

– La cena fue ordenada previamente por lord Cambridge, milord -anunció Peter a su amo.

– Dile al posadero que nos sirva, entonces. Ha sido un día muy largo y la dama está ansiosa por retirarse a las habitaciones a descansar.

– Sí, milord.

Lucy había acompañado a su ama a la alcoba para que se refrescara.

– El viaje no fue nada malo, milady. El tal Pedro resultó ser un buen hombre y una agradable compañía.

– Tendrías que haber visto Windsor desde el Támesis -comentó Philippa-. Parece el doble de grande, o más. Me sentía diminuta en un barquito minúsculo. Todo se ve diferente desde el río. Tío Thomas tuvo una idea brillante y siempre se lo voy a agradecer. -Se lavó la cara y las manos. Cuando terminó, le dijo a su doncella-: Ve a cenar ahora y luego me ayudas a prepararme para la cama, ¿de acuerdo?

– Gracias, milady -replicó Lucy haciendo una reverencia. Acompañó a Philippa al comedor privado y luego desapareció, seguida por Peter.

Al rato se presentó el dueño de la posada, escoltado por tres jóvenes sirvientas que cargaban tres bandejas enormes. Crispin St. Claire rió para sus adentros al ver la cena. Lord Cambridge no había sido muy sutil en la elección del menú: ostras para el caballero y espárragos verdes en salsa de limón para la dama. Echó una mirada a Philippa y vio cómo chupaba los carnosos tallos y se lamía los labios con fruición.

– ¡Me encantan los espárragos! -exclamó la flamante esposa con gran entusiasmo-. ¡Qué dulce es el tío Tom que se acordó de este detalle!

Philippa no tenía idea de cómo ese plato inocente estaba afectando a su marido.

– Milord encontrará una tarta de manzanas con crema sobre aquella mesa -indicó el posadero al conde. Luego, le presentó sus respetos y, azuzando a las criadas, salió de la habitación y cerró la puerta.

Crispin y Philippa se echaron a reír.

– Cómo se nota que el tío Tom anduvo por aquí. Estoy segura de que vino en persona y abrumó al pobre hombre con miles de instrucciones.

– Y no nos defraudó, pequeña. El menú fue perfecto y la comida, deliciosa. Ojalá nos atiendan así en todas las posadas.

– Seguro que sí -replicó Philippa. Conocía muy bien a Thomas Bolton y sentía que, segundo a segundo, aumentaba la enorme deuda que tenía con él y que jamás podría pagarle. Gracias a él había conocido al conde, con quien disfrutaba de los placeres de la cama. Además, Crispin era un hombre bondadoso.

Sin embargo, sospechaba que el conde no compartía del todo su devoción por servir a la reina. Rezó en silencio y rogó a Dios que Crispin lograra comprenderla.

Cuando terminaron de comer, aun no había anochecido. El sonido de flautas, tambores y címbalos inundó la estancia. Se acercaron a la ventana y vieron que habían instalado un Palo de Mayo en la plaza de la aldea. Las parejas se estaban preparando para comenzar el baile. Philippa miró suplicante a su esposo y él asintió con la cabeza. En el corredor de sus apartamentos había una puerta que comunicaba con el exterior. Tomados de la mano, salieron para ver a los jóvenes danzando alrededor del poste engalanado con coloridas cintas que los bailarines enredaban con sus saltos y piruetas. Era el final perfecto de un día perfecto.

El conde volvió a hacerle el amor esa noche, luego de convencerla de que nadie podría oírlos, pues sus habitaciones se hallaban en el extremo más alejado de la posada. Crispin fue tierno y cariñoso.

Cuando finalmente llegaron a Oxford, con su bullicio y ajetreo, Philippa se alegró: la ciudad le resultaba vivificante, incluso más que Londres. La posada elegida por lord Cambridge quedaba sobre el camino que conducía a Brierewode.

– Tendremos que salir al amanecer -anunció el conde.

– De acuerdo, milord. Sé que estás ansioso por llegar y yo muero de curiosidad por conocer mi nuevo hogar.

– Te encantará.

Philippa le sonrió, pero dudaba de que fuera a gustarle. "Será otra finca en medio del campo -pensó-. No es la corte. Me aburriré enseguida. Por suerte, en un par de semanas volveremos a reunimos con el rey y la reina".

Por primera vez desde el 30 de abril, el día amaneció gris y nublado, aunque no llovía. Partieron de Oxford bajo una luz mortecina. Los acompañaba una tropa de guardias armados que habían contratado en Henley. Lucy y Peter iban en la retaguardia, junto al carro que transportaba las pertenencias de la condesa. Ya avanzada la tarde, Philippa escuchó la voz de Crispin en medio del ruido de los cascos de los caballos.

– Ya casi llegamos, pequeña. Ahí adelante está la aldea de Wittonsby. ¿Alcanzas a ver la aguja de la iglesia?

– ¿Cómo se llama el río que estamos bordeando?

– Windrush. Podrás verlo desde la casa, Luego de la próxima curva, sobre la ladera de las colinas, está Brierewode -anunció con alegría.

Cuando doblaron la curva, Philippa alzó la vista y descubrió una hermosa casa de piedra gris con tejados a dos aguas y altas chimeneas.

– Es encantadora -reconoció.

En la pradera, junto al río, pastaba el ganado. Los campos estaban recién arados y la tierra, lista para ser sembrada. Los labriegos interrumpieron sus tareas para observar a la comitiva. Cuando reconocieron a su amo, todos gritaron al unísono y agitaron sus manos con gran efusividad. Crispin St. Caire les devolvió el saludo. Philippa entendió de inmediato que su marido era amado por su gente.

La aldea estaba ubicada a lo largo de la ribera bordeada por añosos sauces. Las granjas de piedra, con sus techos de paja, estaban muy bien conservadas. Los esposos y su cortejo cruzaron la plaza principal, donde había una hermosa fuente, y se detuvieron ante la iglesia de piedra que se alzaba hacia el cielo. Los pobladores abandonaron sus casas y sus campos para dar la bienvenida al conde. Alertado por uno de los niños, el sacerdote salió presuroso del templo.

El conde levantó la mano para pedir silencio; fue obedecido al instante.

– Les presento a Philippa Meredith, condesa de Witton, a quien he desposado hace seis días en la capilla de la reina Catalina. El párroco se acercó e hizo una reverencia.

– Bienvenido a casa, milord. Bienvenida a Wittonsby, milady. Dios bendiga su unión con muchos hijos. Soy el padre Paul -dijo dirigiéndose a Philippa. Era un hombre sencillo de mediana edad.

Luego, un hombre de baja estatura y rostro rubicundo dio un paso adelante y tomó la palabra.

– Bienvenido a casa, milord -dijo, arqueándose en una cómica reverencia-. Me alegro de que haya regresado. Bienvenida, milady -agregó, despejándose la frente a modo de saludo. Luego, arengó a la multitud-: ¡Gritemos tres hurras por el señor y su novia! ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

Y todos los pobladores vitorearon a coro.

– Es Bartholomew, mi capataz. Bario es un buen hombre -explicó el conde a Philippa-. La condesa y yo agradecemos a todos por tan grato recibimiento -dijo a la multitud. El conde y su comitiva se retiraron de la plaza saludando, y subieron la arbolada colina donde se hallaba Brierewode.

El mayordomo los aguardaba en la puerta y los mozos de cuadra procedieron a hacerse cargo de los caballos.

– Bienvenidos a casa, milord, milady -saludó el mayordomo con una reverencia-. ¿Desea que atienda a los guardias, milord?

– Sí. Aliméntalos y alójalos en algún sitio; por la mañana, dile a Robert que les pague por su servicio.

Crispin miró a Philippa y, lomándola por sorpresa, la levantó en sus vigorosos brazos y la llevó en andas hasta el vestíbulo, donde la depositó suavemente.

– Es una vieja costumbre.

– Lo sé, pero la había olvidado -rió Philippa-. Enséñame toda la casa, no quiero perderme ningún detalle.

– ¿No estás exhausta por el viaje, pequeña?

– Sí, pero la curiosidad por conocer mi futuro hogar es más fuerte que el cansancio.

Las paredes del salón estaban revestidas con paneles de madera oscura. El techo era altísimo; de sus vigas doradas y talladas pendían banderas de colores que, según le explicó el conde, eran los estandartes que sus ancestros portaban durante las batallas en Inglaterra, Escocia y Tierra Santa.

– Siempre hemos luchado por Dios, el rey e Inglaterra, Philippa.

Una gran chimenea de piedra encendida caldeaba el recinto y, justo enfrente, había unos altos ventanales de vidrio en forma de arco. Desde allí se podía ver el río Windrush, que corría a lo largo del valle, al pie de la colina sobre la que estaba emplazada la casa.

– Nuestro hogar se construyó hace trescientos años, pequeña, y se hicieron varias reformas en el transcurso del tiempo. Las cocinas ahora están en el sótano y no en un edificio separado como antes.

– ¿Qué más hay en este piso de la casa?

– Está la habitación donde el capataz, mi secretario Robert y yo discutimos los asuntos de Brierewode. Y también tengo una biblioteca. ¿Sabes leer?

– ¡Por supuesto! -contestó Philippa con orgullo-. Sé leer, escribir y hacer cuentas, no olvides que se suponía que algún día iba a encargarme de Friarsgate. A mamá no le gusta que su fortuna sea administrada por personas extrañas. Mis hermanas y yo aprendimos todas esas cosas y también hablamos varios idiomas. Cuando llegué al palacio, sabía francés, griego y latín, tanto el eclesiástico como el vulgar. Aprendí un poco de italiano y alemán en la corte. He notado que los venecianos son muy encantadores. En el salón de Friarsgate hay un retrato de mi madre que fue pintado por un artista veneciano.

Crispin se sobresaltó al oír esto último. Recordó haber visto el retrato de una ninfa vestida con una túnica traslúcida y con un seno al aire en el salón del palacio del duque de San Lorenzo. Bastó contemplar el cuadro solo una vez para que lo cautivara por completo. De pronto, relacionó la imagen de esa mujer con su esposa y advirtió que el parecido era asombroso. Sabía que no era Philippa, aún era demasiado joven para irradiar tanta sensualidad. No. Era la efigie de una mujer amada y enamorada. El conde se quedó sumamente intrigado y decidió que la próxima vez que se encontrara con Thomas Bolton le preguntaría si sabía algo al respecto.

– ¿Puedo usar tu biblioteca? -inquirió Philippa.

– ¡Desde luego!

– Muéstrame más cosas.

– No hay mucho más para ver. Solo quedan las alcobas y los áticos donde duermen los sirvientes. ¿No prefieres explorar la casa sola en otro momento, mientras me ocupo de mis asuntos?

– De acuerdo, así no me aburro.

– ¡Bienvenido, milord! -Una mujer alta y de contextura grande irrumpió en el salón. Tras hacer una reverencia, se presentó ante la nueva condesa de Witton-: Milady, soy Marian. Tengo el honor de ser el ama de llaves de Brierewode, estoy a su entera disposición. -Acto seguido, le entregó un manojo de llaves-. Aquí tiene, milady.

– Guárdalas, Marian -dijo Philippa con voz cálida-. Soy una extraña aquí y necesitaré que guíes mis pasos hasta que me sienta más segura. Además, pasaré gran parte del tiempo en la corte, pues soy una fiel servidora de nuestra buena reina.

El ama de llaves asintió con la cabeza.

– Gracias por su confianza, milady.

– Si mi esposo confía en ti, yo también lo haré. He traído a mi doncella Se llama Lucy. Necesitará una habitación propia, por pequeña que sea, y cercana a la mía.

– Me encargaré de ello, milady. ¿Desea que le enseñe sus aposentos ahora?

– Ve, pequeña -la animó el conde-. Tengo que hablar con Bartholomew y Robert antes de que termine el día. Besó a Philippa en los labios y se retiró.

– ¿Así que es una fiel servidora de la reina Catalina? -la vieja mujer parecía muy impresionada por esa información.

Philippa le contó rápidamente cómo su familia y ella misma habían servido a los reyes por mucho tiempo y agregó:

– Acompañaré a mi reina siempre que me necesite. Es un honor servirla. Es una de las mujeres más bondadosas que he conocido.

– Tuvimos suerte con esta reina. Lástima que el rey no consiga tener un heredero.

– La princesa María será quien nos gobierne algún día.

– Tal vez Su Majestad pueda engendrar un hijo que sobreviva -replicó Marian con esperanza y abrió una puerta de dos hojas-. Estos son sus aposentos, milady.

Lucy, que estaba adentro del apartamento, corrió alborozada al encuentro de su ama y, tras hacer una rápida reverencia, exclamó:

– ¡Es un sitio adorable, milady! ¡Seremos tan felices aquí!

– Cuando no estemos en la corte, Lucy -aclaró Philippa riendo- estoy segura de que seremos muy felices en Brierewode. ¿Ya conoces a la señora Marian, el ama de llaves?

– Señora -dijo la doncella haciendo un gesto de cortesía.

– Lucy -replicó la mujer-, si tienes un momento libre y tu ama te autoriza, te presentaré al resto de la servidumbre. Peter, el lacayo del señor, es mi hermano y ya me ha contado que eres una muchacha de buena reputación.

– ¿Puedo ir, milady?

– Ve tranquila. Exploraré el lugar sola.

– Sé que querrán disfrutar de una buena comida -acotó el ama de llaves-, pero hoy preparamos una cena muy sencilla, no esperábamos al conde.

– Estamos muy cansados del viaje, Marian, y lo que más necesitamos es reponer nuestras fuerzas. Lo que haya de cenar hoy será más que suficiente. Mañana hablaremos de temas culinarios. Me interiorizarás sobre los gustos del conde y yo te contaré cuáles son mis platos preferidos.

– Muy bien, milady -asintió Marian y se retiró junto con Lucy. Con la ayuda del ama de llaves, sería fácil administrar la casa. Philippa se preguntó si su esposo la acompañaría siempre a la corte o si preferiría quedarse en Oxfordshire. Le gustaba Crispin St. Claire. Era ingenioso, inteligente y, por cierto, muy apasionado. No era tan apuesto, pero no le importaba. ¿A quién se parecerían sus hijos? Solo esperaba que al menos sus hijas heredaran la belleza de la madre.

Hijas. Hijos. ¿Cuántos hijos querría el conde? ¿Sería ella una mujer fértil? Su madre había parido ocho bebés, de los cuales siete habían sobrevivido. ¿Volvería a quedar embarazada? Conocía muy bien a Rosamund y sabía que la decisión dependía exclusivamente de ella y no de Logan Hepburn. ¿Pero cómo se tomaban esas decisiones? Lamentaba que Rosamund estuviera ausente en esos momentos tan cruciales de su vida. Decidió plantearle todas sus dudas en persona, cuando se reencontraran en otoño.

Se sentó en el sillón junto al fuego y se quedó dormida. Lucy la despertó para la cena. Philippa bostezó y se estiró para desperezarse.

– No creo que pueda cenar -dijo la nueva condesa de Witton.

– Yo también estoy muy cansada, milady. Permítame que le quite el vestido y le ponga un camisón limpio. ¡Ah! Esta es una casa muy linda y los sirvientes son muy amables. Me recuerdan a la gente de Friarsgate.

– Mañana a la mañana tomaré un buen baño -anunció.

– Sí, milady. Encontré la bañera antes de que usted llegara. Es grande y confortable. Ahora, siéntese. Traeré la jofaina.

Extenuada, Philippa se acostó. Trató de mantenerse despierta, pero los ojos se le cerraban obstinadamente. Al verla dormitando, Lucy colocó el lavamanos sobre el fuego y salió en puntas de pie. Cuando pasó por el salón, vio al conde y caminó hacia él.

– ¿Qué ocurre, Lucy?-preguntó Crispin.

– Con su permiso, milord. Quería avisarle que la señora cenará en la alcoba. La pobre apenas puede mantenerse despierta.

– Subiré en cuanto pueda.

Lucy bajó a la cocina y preparó una bandeja con una cazuela de guiso, pan, manteca y un jarro de sidra. Cuando entró en la alcoba de su ama, se encontró con el conde, que observaba a su esposa dormida. "¡Bendito sea! -pensó la doncella-, ¡Qué mirada más tierna!". Dejó la bandeja sobre la mesa y le golpeó suavemente el hombro de Philippa.

– Milady, la cena está servida. Se sentirá mucho mejor después de comer, ya lo verá. Su atento esposo está a su lado esperando que se despierte.

– Mmmh -murmuró Philippa y abrió los ojos-. ¡Crispin! El conde la miró y le sonrió.

– Tiene razón, pequeña. Come algo antes de volver a dormir. Lucy, trae la bandeja. La señora comerá en la cama. -El conde la ayudó a sentarse y colocó las almohadas en su espalda.

La doncella colocó la bandeja en el regazo de la joven esposa y se alejó a un rincón. Con ojos somnolientos, Philippa miró la comida y negó con la cabeza. El olor era delicioso, pero no tenía fuerzas para comer.

Crispin levantó la cuchara y comenzó a alimentarla. Abrió la boca, obediente, y tragó. El conde repitió los mismos movimientos hasta que el plato quedó vacío.

– Tengo un cansancio increíble.

– Tus tareas en la corte son agotadoras. Espero que cuando tengamos hijos ya no te resulte tan placentera esa forma de vida.

– No puedo abandonar mis obligaciones. Le debo lealtad a [a reina.

– Lucy, llévate la bandeja. Te llamaré cuando te necesite. -Una vez que la doncella se hubo retirado, continuó-: Has sido dama de honor durante cuatro años. Ahora eres una mujer casada y muy pronto otra muchacha ocupará tu lugar junto a la reina.

– Tenemos que acompañar a los reyes a Francia -le recordó Philippa.

– La reina sabe lo mucho que deseas ir a Francia y nos ha invitado para retribuir tu lealtad. Pero apenas termine el receso estival, deberás asumir tu rol de condesa de Witton. Deseo un heredero y es tu deber dármelo. Catalina conoce mejor que nadie las obligaciones de una esposa. Si le preguntaras, te diría lo mismo que yo.

– Prometiste que me dejarías permanecer en la corte.

– No. Dije que visitaríamos la corte. Si no estás encinta, iremos allí en Navidad y en mayo del año que viene. No me casé contigo porque fueras una dama de honor, pequeña.

– ¡No, claro que no! ¡Te casaste conmigo por las tierras de Melville!

– Es cierto, no voy a negar que la dote fue un factor importante. -Philippa lo fulminó con la mirada.

– ¡Lograrás que te odie!

– Espero que no, pequeña, porque me he habituado a tu compañía y me sentiría muy solo sin ti. ¿Es tan terrible renunciar a la corte?

– Siempre fue mi única ambición.

– Era el sueño de una niña, pero ahora eres una mujer, Philippa. ¿Acaso no aspirabas a casarte y tener hijos como otras jovencitas?

– Sí, quería casarme con Giles FitzHugh, pero me abandonó por la Iglesia.

– Entonces, lord Cambridge corrió a buscarte un marido y por uno de esos azares de la vida me encontró a mí. Dices que te gusta hacer el amor y, por cierto, lo has demostrado muy bien.

– ¿Acaso está mal? -se preocupó Philippa.

– No, está bien, y me alegra que disfrutes de los placeres del lecho conyugal. Pero uno de los propósitos del amor es tener hijos, y eso será imposible si pasas todo el tiempo en la corte y yo me quedo en Brierewode ocupándome de mis tierras, como corresponde.

– ¡Estás hablando como mi madre! -rezongó Philippa.

– Y tú estás hablando como una niña malcriada que no acepta asumir sus responsabilidades.

– Si eso es lo que piensas, ¿por qué no te quedas en casa mientras viajo a Francia con los reyes? Puedes administrar tus preciosas tierras perfectamente solo; no necesitas mi ayuda para eso.

– Ahora eres mi esposa y no irás sin mí.

– ¿Me estás prohibiendo ir a Francia?

El conde notó un brillo asesino en sus ojos.

– No, porque sé que ese viaje significa mucho para ti. Además, el encuentro entre el rey Enrique y el rey Francisco será un acontecimiento extraordinario que contaremos a nuestros hijos en el futuro. -Volvió a besar su pequeña mano-.Vamos, chiquilla, aplaca esa furia y hagamos las paces. Tenemos muchos años por delante y miles de oportunidades para pelear.

Philippa no pudo evitar reír. Sin duda, su marido era un hombre encantador.

– Te perdono por haberme hecho enojar, Crispin.

El conde soltó una carcajada. En ese momento entendió que su esposa siempre iba a querer tener la última palabra y que él casi siempre le haría creer que la tenía la mayor parte del tiempo.

– Le diré a Lucy que te prepare para dormir. Iré a comer al salón. Esta noche podrás descansar tranquila.

Se puso de pie, se inclinó en una galante reverencia y abandonó el cuarto.

Philippa no tardó en quedarse dormida. En un momento de la noche, se despertó y sintió el cuerpo de su marido pegado a su espalda. Era una sensación muy gratificante.

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