Primavera de 1519.
– No puedo casarme contigo -le dijo Giles FitzHugh sin rodeos a Philippa Meredith, que se quedó boquiabierta.
Corría el mes de mayo y la corte se había trasladado a Greenwich. Los árboles estaban cubiertos de hojas y el perfume de las primeras flores era embriagador. Más allá de los jardines reales, el río Támesis fluía suavemente hacia el mar como una cinta de seda que ondeaba bajo el sol primaveral. Era un lugar para el romance, no para el desprecio.
Philippa pensó que su corazón se había detenido. Pero no, todavía seguía latiendo. Cerró la boca y trató de entender lo que él acababa de decirle.
– ¿Te has enamorado de otra mujer?
– No.
– ¡¿Entonces por qué me dices esto?! Nuestras familias han planeado la boda durante años, Giles. Acabo de cumplir los quince, ya estoy lista para ser tu esposa.
– Philippa, nunca existió un compromiso formal entre nosotros -respondió con calma-. Tu propia madre lo prefirió así, querida mía. -A los diecinueve años, Giles FitzHugh era alto y corpulento. Al igual que su hermano mayor, había heredado el cabello color arena de su padre y los ojos azules de su madre.
– Pero todos estaban seguros de que algún día nos casaríamos -insistió, desconcertada ante el comportamiento poco gentil de Giles. ¿Debía enojarse con él? Por supuesto, y mucho-. Entonces, si no hay otra mujer, ¿qué es lo que te aleja de mí?
– Dios -respondió con devoción mientras se persignaba.
– ¿Qué? -creyó haber escuchado mal, ahora sí estaba absolutamente confundida. ¿Era el mismo Giles FitzHugh que se escapaba de misa cada vez que podía cuando era el paje del rey, que casi siempre lograba evitar los castigos ofreciendo las más inverosímiles excusas para justificar sus ausencias? La muchacha soltó una risotada y dijo:
– Bromeas, no hay duda.
Giles sacudió la cabeza.
– Quiero tomar los hábitos, Philippa. Voy a ser sacerdote. Estudié en Roma con el primo del rey, Reginald Pole. Cuando llegué, no era esa mi intención, pero de pronto sentí el llamado divino. No tengo más explicaciones que dar. Es lo que deseo, querida mía, mucho más que casarme con cualquier mujer.
– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? -inquirió Philippa, aún incrédula. Era ridículo. Completamente absurdo. ¿Giles? ¿Su Giles, convertido en sacerdote? ¡Imposible!
– Mi dulce Philippa, fui a estudiar a Europa; primero a París y luego a Roma. Quería dedicarme a la literatura y a la historia. Quería estudiar, beber y frecuentar burdeles como todos los jóvenes. Y eso hice en París -confesó riendo con picardía. Philippa recordó al viejo Giles, a aquel muchacho de quien se había enamorado hacía ya tanto tiempo, y sintió un fuerte dolor en el pecho-. Pero luego fui a Roma y algo me ocurrió en la antigua ciudad.
– ¿Qué sucedió, Giles? Dime qué te pasó en Roma.
– Todo comenzó con la ciudad misma, tan vieja, tan sagrada. Las voces de los coros de las iglesias flotan en el aire. La luz es dorada y el aire que respiras te purifica. Roma es tan bella que hiere el corazón, Philippa. No sé cómo me di cuenta, pero de pronto comprendí que estaba destinado a permanecer allí para servir a Dios con todo mi ser. Entonces, abandoné la vida frívola y me dediqué por completo a mi nueva vocación. Dios elige a sus servidores, querida. Sólo regresé para comunicarte en persona mi decisión y para recibir la bendición de mis padres. Se sorprendieron tanto como tú, pero me entendieron. De hecho, al comprobar mi genuina devoción por la Santa Madre Iglesia, se sintieron felices.
– Bueno, yo no lo entiendo -dijo bruscamente Philippa, exteriorizando toda su furia-. ¿Cómo puedes preferir una vida de celibato, de arduo trabajo en una iglesia miserable o rodeado de libros en un lugar polvoriento, a casarte conmigo? ¿Cómo se te ocurre rechazar a una heredera como yo? ¡Tú ni siquiera eres primogénito, Giles! Nuestro matrimonio también era muy ventajoso para nuestras familias. Tú hubieses poseído Friarsgate y yo, a cambio, hubiese sido condesa. Te he amado desde los diez años, ¿y ahora me dices que no me amas? -Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas.
– No comprendes, Philippa, sí te aprecio. Eras la niña más encantadora del mundo y te has convertido en una bellísima joven. Pero no te amo como un marido debe amar a su esposa. Amo más a Dios. Cuando viniste por primera vez a la corte, no tuvimos oportunidad de conocernos bien. Al poco tiempo, partiste a Friarsgate y cuando regresaste a palacio para servir a la reina, yo ya me había ido hacia el extranjero. Tú no me amas en realidad. Estás enamorada de un sueño, de una fantasía que inventaste. Lo superarás muy pronto, te lo aseguro.
– Te amaré hasta la muerte. No puedo creer que no me ames. Que elijas la vida clerical en lugar de una esposa y tierras propias. ¡Es absurdo!
– Philippa, no quiero tus tierras. Están situadas demasiado al norte para mí. Antes de venir a la corte crecí en el sur, en la frontera entre Gales e Inglaterra. No hubiese soportado el inhóspito clima de tu región ni vivir tan alejado de mi familia.
– ¿Acaso no te sentirás triste en Roma? Estarás mucho más alejado de tu familia que en Cumbria. No podrás ver a los tuyos a menos que vuelvas a Inglaterra. -La joven se secó las lágrimas de su bonito rostro.
Giles sonrió con gentileza.
– Me ordenaré sacerdote en cuanto regrese a Roma. Me prometieron un puesto en el Vaticano al servicio del mismísimo Santo Padre. Al parecer mi talento para las finanzas será de utilidad para la Iglesia. Pero, dondequiera que me envíen, siempre me sentiré en casa y contento mientras esté al servicio de Dios. -Tomó la mano de la joven y la besó-. ¿No me deseas buena suerte, Philippa? -Sus ojos azules la observaban con calma. No expresaban ningún sentimiento hacia ella; quizás, un poco de lástima.
Ofendida, Philippa retiró la mano y lo abofeteó con todas sus fuerzas.
– No, Giles, no te desearé suerte. Has arruinado mi vida. ¡Te odio! Nunca te perdonaré.
– Te ruego que trates de comprender -insistió él, frotándose la delicada mejilla.
– ¡No! ¿No entiendes lo que me has hecho? Vine a la corte a servir a la reina con la idea de que algún día nos casaríamos. Ahora te rehúsas. ¿Cómo te atreves a hacerme esto? Tengo quince años y estoy lista para casarme. ¿Qué clase de esposo conseguiré, después de haber sido repudiada por un hombre que prefiere a Dios antes que a una mujer de carne y hueso? Seré el hazmerreír de la corte. Todas las bromas maliciosas recaerán en mí hasta que otro tonto caiga en desgracia y sea el nuevo objeto de las burlas palaciegas, y sólo Dios sabe cuándo ocurrirá eso. Si supiste que tu vocación era servir a Dios ya en Roma, ¿por qué entonces no le escribiste a tu padre de inmediato? Así, mi madre habría salido a buscar otro buen partido. ¿Tienes idea de cuán difícil es encontrar la pareja apropiada entre familias como las nuestras? Ni tú ni yo portamos un gran apellido, Giles. Has actuado de una manera horriblemente egoísta. No, no lo entiendo, ni te desearé buena suerte en tu nueva vida. No soy una santa, Giles FitzHugh, aunque es obvio que tú sí aspiras a serlo.
Giles hinchó el pecho con orgullo y repitió con firmeza;
– Siento mucho ser el causante de tu infelicidad, Philippa. Sin embargo, te perdono por la inmadurez de tus sentimientos. Siempre te recordaré con cariño y rezaré por ti.
– ¡Vete al infierno! -le gritó Philippa con ira. Luego, lo empujó, sobre un sendero de rosas damascenas. Hecha una furia, la joven dio media vuelta y partió con la cabeza erguida rumbo al palacio de Greenwich. Giles maldecía por lo bajo entre los rosales tratando de arrancarse las espinas, y no vio que Philippa lloraba de nuevo.
Esa muchacha tenía un temperamento terrible, pensó Giles una vez que logró salir de los arbustos. Dios lo había salvado de casarse con una arpía. Bien, respiró aliviado, ya había pasado lo peor. Ahora podía retornar a Roma cuanto antes. Pese a la desagradable e indecorosa conducta de Philippa, él rezaría por su felicidad. Después de todo, si Dios había ideado un plan para Giles FitzHugh, seguramente también tenía otro para Philippa Meredith.