Hacia mediados de diciembre volvieron al palacio y se enteraron de que, en los últimos meses, la reina Catalina había estado muy delicada de salud. Los médicos, preocupados, le comunicaron al rey que su esposa no podría quedar embarazada. Enrique Tudor estaba disgustado y sentía que un velo oscuro se cernía ese año sobre las fiestas navideñas. No tenía ningún hijo varón que lo sucediera en el trono. ¿Por qué el buen Dios se lo había negado? ¿No era acaso un fiel cristiano? ¿No era un rey abnegado? Su esposa era vieja y estéril. Con excepción de María, su única hija, la reina nunca había podido insuflar la energía suficiente a sus bebés para que vivieran. ¿El heredero de Enrique Tudor sería entonces una mujer? ¡Por Dios, no! Él deseaba tener un heredero varón. Y además, era su deber. Sus pensamientos se centraron en su nueva amante, que le había susurrado al oído que llevaba en el vientre un hijo suyo y que nacería a principios del verano.
Volviendo a Philippa, la joven estaba desilusionada porque los festejos de ese año no serían tan alegres. Pero, en realidad, lo sentía más por Banon que por ella misma.
– En las fiestas, la corte es siempre maravillosa. Y después de la Noche de Reyes, casi inmediatamente viene la Cuaresma. Querida Banon, volverás a casa en primavera y no habrás tenido la suerte de divertirte.
– Piensa en la pobre reina -respondió Banon-. Mi corazón se destrozó cuando me llevaste a conocerla. Se la ve muy frágil y triste. Y aun así me saludó con calidez y una sonrisa. Debió de ser muy hermosa cuando era joven.
– Es lo que dice mamá, pero asegura que la reina Margarita era aun más bella. Apúrate. Debes prepararte para ir a la corte, Bannie. Nos esperan a la tarde. Abrígate bien porque hará frío en el Támesis.
– ¿Piensas que Cecily y Tony regresarán al palacio para los festejos de Navidad?
– Eso espero -respondió Philippa a su hermana mientras completaba su atuendo. Lucy le colocó una cadena de oro y perlas con el broche de esmeraldas, ahora convertido en un colgante. La joven estaba muy orgullosa de esa joya, porque la abuela del rey se la había regalado cuando nació, y a cada uno que la elogiaba, le contaba la historia.
Las hermanas se reunieron con lord Cambridge en sus aposentos con vista al río.
– Tío -exclamó Philippa al verlo-. ¡Tu vestimenta de hoy es todavía más impresionante que la de ayer! Dejando de lado al rey, eres el caballero más elegante de la corte.
– Soy mucho más espléndido que el rey Enrique -respondió lord Cambridge-, pero no discutamos minucias, querida niña. ¿Te gustan mis sobrias calzas? Las elegí especialmente para resaltar el jubón y la casaca. -Dio una vuelta para que las jóvenes admiraran su elegancia, mostrándoles con gracia sus mangas bordadas-. ¿Y qué les parecen mis zapatos? ¡Los hice teñir para que combinaran con la casaca! Y lo mismo hice con los guantes bordados.
– El celeste, el dorado y el blanco te favorecen, tío -opinó Philippa-. Pero lo mejor es el cuello plisado de tu camisa y ese sombrero con penacho.
El tío le sonrió complacido.
– Todo el conjunto está pensado para realzar mi tipo nórdico. Hay pocos hombres en esta corte que son rubios auténticos como yo. Y tú, Banon, ¿no tienes nada que decir?
– Tío, estoy asombrada por tu buen gusto. Aunque siempre te vistes bien en Cumbria, nunca te había visto tan espléndido atavío.
– Es que Otterly no es el lugar apropiado para esta ropa. Casi había olvidado el placer de lucir prendas suntuosas. Lamentablemente, no lo haré por mucho tiempo más.
Los sirvientes les alcanzaron sus capas de terciopelo forradas de piel y se las colocaron sobre los hombros para que pudieran salir de la habitación y dirigirse a la barcaza de lord Cambridge.
– ¿No te arrepientes de tener que volver al norte, tío? -preguntó Philippa.
– No, adorada niña, de ninguna manera. El palacio es demasiado agotador para un hombre de mi edad. Además, tu madre significa mucho más para mí que andar adulando al rey. No. A esta altura de mi vida, me sienta mejor la tranquilidad de Otterly. Sólo vine al palacio para cerciorarme de que estés bien aquí, Philippa Meredith.
La joven lo besó en la mejilla.
– Te quiero, tío Thomas.
Lord Cambridge sonrió contento. Pronto se irían de Londres a Greenwich. Thomas Bolton estaba empezando a interiorizarse de las intrigas del palacio. Por ejemplo, había oído el rumor de que la nueva y muy discreta amante del rey era la deliciosa señorita Blount. Y también se decía que Bessie estaba esperando un bebé. Como era de esperar, Tom le sugirió a Philippa que no interrumpiera su amistad con la encantadora Bessie. Y, además, decidió que él también gozaría de la tierna compañía de la joven Blount. Enrique Tudor no tendría celos de él. Por otra parte, si lord Cambridge flirteaba con la niña, le haría un favor, ya que ayudaría a acallar los rumores que podrían llegar a oídos de la reina. Y si eso ocurriera, la pobre Bessie dejaría de ser dama de honor. Obviamente, sus días al servicio de Su Majestad estaban contados, pero Bessie no tenía por qué irse en ese preciso momento. Catalina también apreciaba a Thomas Bolton, lord Cambridge, y se negaba a creer las historias acerca de sus costumbres poco ortodoxas, dado que no veía nada indecoroso en la conducta de ese caballero.
La Navidad en Greenwich fue sencilla y tranquila; los festejos, poco animados, por respeto a la reina, aunque el rey, todavía molesto, bailaba con todas las bellas mujeres que aparecían ante su vista y, sobre todo, con la señorita Blount. Bessie no era una muchacha maliciosa, así que continuó tratando a la reina, su ama, con la mayor deferencia y respeto, corriendo deprisa a su lado cada vez que la música terminaba. Algunos la trataban de ingenua por eso. Aunque Catalina sabía todo lo que estaba ocurriendo, prefería hacerse la distraída. Sentía un profundo agradecimiento hacia Bessie Blount por sus buenos modales y su noble corazón. La naturaleza dulce de Bessie hacía que todo el mundo la quisiera. Era imposible enojarse con ella. El rey la había elegido y Bessie había sido educada para obedecerlo.
Durante el primer día de! año 1520, lord Cambridge oyó unas noticias que excitaron su curiosidad, Lord Melvyn había muerto sin dejar herederos de sus tierras en Oxfordshire, que pasarían a manos de la corona. El rey podía conservarlas y usarlas como cotos de caza o bien venderlas. Se hallaban cerca de Londres, lo que permitiría que Philippa continuara al servicio de los Tudor. Y era una propiedad próspera. La plantación de manzanos de lord Melvyn era famosa por la excelente sidra que producía y sus tierras de pastoreo se alquilaban a muy buen precio a los vecinos que criaban ganado. Esa información la había obtenido lord Cambridge de uno de los secretarios del rey, William Smythe.
– ¿Y si yo estuviera interesado en adquirir las propiedades del difunto lord Melvyn?
– El rey está interesado en utilizarlas como parque para sus ciervos.
– Pero el rey tiene muchos parques de ciervos -respondió lord Cambridge.
– Eso es cierto, milord. Tal vez se podría vender, porque el monarca aprecia tanto una bolsa llena de dinero como un parque de ciervos. Y, además, Woodstock está cerca.
El significado de la frase era evidente.
– Por supuesto, le pagaré unos buenos honorarios a quien se encargue de la intermediación. En este caso, me refiero concretamente a su persona. Y hablo de honorarios más que generosos.
– Hay otro interesado en la compra de esa propiedad. Es el caballero que le alquilaba el campo de pastoreo a lord Melvyn.
– Yo pagaré más -afirmó lord Cambridge con franqueza. Introdujo la mano en su jubón y extrajo una pequeña bolsa de gamuza-. Una muestra de mi gratitud que le dejaré hasta que inspeccione las tierras de lord Melvyn en Oxfordshire. Además, le comentaré al rey acerca de mi interés en la propiedad, así no encontrará usted ninguna dificultad en la negociación.
– ¿Conoce tan bien a Su Majestad como para poder hablar con él? -preguntó impresionado, pues la mayoría de los cortesanos no hablaban con el rey. Y luego tomó la bolsa repleta de monedas que le ofreció lord Cambridge.
– Hace años que converso con el rey, señor Smythe, y la propiedad de lord Melvyn que deseo comprar es para la hija de mi prima, la dama de Friarsgate, una muy buena amiga de la reina. Hoy su hija está al servicio de Su Alteza.
– Confíe en mí, entonces. Las tierras de lord Melvyn no se venderán hasta que usted las haya inspeccionado, milord -dijo el secretario-. Pero, como comprenderá, debo venderla a quien le haga la mejor oferta a mi amo, el rey. Ese es mi deber.
– Por supuesto -dijo lord Cambridge, y luego se retiró de la habitación que ocupaban los secretarios del rey. El soborno había sido generoso y le daba tiempo para visitar la propiedad en cuestión. Le explicó a Philippa que debía ausentarse durante unos días por asuntos de negocios y partió rumbo a Oxfordshire, acompañado por dos hombres armados de Otterly.
La finca de lord Melvyn estaba situada al noroeste de Oxford. La ciudad contaba con buenos alojamientos y también ofrecía excelente comida y bebida. Lord Cambridge eligió la posada más confortable, King's Arms, situada casi en las afueras del pueblo. Si partían bien temprano a la mañana siguiente, llegarían fácilmente a Melville y podrían estar de regreso en Oxford cuando oscureciera. La suerte acompañaba esta vez a Thomas Bolton. Tras una noche de sueño reparador, al amanecer se despertó renovado. Era una mañana de invierno fría, pero con un cielo diáfano y sin viento. Cargaron comida para el viaje, comenzaron la cabalgata y al atardecer ya estaban de vuelta. Thomas Bolton sabía que había encontrado la nueva casa de campo de Philippa.
– Creo que te encontré una propiedad en Oxfordshire -informó a su sobrina-. Pero no estaré tranquilo hasta que todo quede arreglado. Dependo de uno de los secretarios del rey. Además, hay otro interesado en las tierras de Melville, aunque dudo que tenga tanto dinero como yo. Sin embargo, no debo alardear hasta que el asunto haya concluido.
¿Así que esos eran tus negocios, querido tío? Por dejar el palacio, te has perdido un evento de lo más importante. Banon conoció a un joven. No es más que un insignificante Neville, pero muy educado y de modales encantadores. Estoy segura de que te va a gustar.
– ¿A ti te gusta, mi dulce niña? ¿Y qué opina Banon del joven? ¿Será posible que ya se haya solucionado uno de mis problemas?
Sí, a mí me gusta y creo que a Banon también, aunque se muestra reticente a hablar del tema. Pero, por favor, cuéntame más sobre mi nueva propiedad.
– No, pequeña. No diré nada hasta que esté seguro de que es tuya. No quiero ocasionarte una nueva desilusión. William Smythe, uno de los secretarios del rey, dice que hay otro interesado en la compra de Melville. Todavía no sé si es cierto o si Smythe me lo dijo para subir el precio y así ganar un poco más de dinero, además del generoso soborno que ya tiene en su bolsillo. Esos funcionarios de bajo rango suelen ser codiciosos y despiadados. No deseo que me engañen ni me tomen tonto, porque eso podría afectar de manera negativa los negocios que llevo adelante desde hace años con tu madre. Mañana me encontraré con él y trataré de concluir la negociación.
– Gracias, tío. Nunca nadie ha sido tan bueno conmigo. Mamá siempre dice lo mismo de ti.
– Es que son mi única familia. Me sentiría perdido sin ustedes revoloteando a mi alrededor.
Inmediatamente después de la misa y antes del desayuno, el señor de Otterly se reunió con el secretario del rey. Había otro hombre con él, vestido con sobriedad, con el rostro bronceado de quien suele trabajar al aire libre. Por un instante, el desconocido se quedó boquiabierto mirando a lord Cambridge, ataviado con magnificencia.
– Buenos días, señor Smythe. Supongo que está listo para comenzar la negociación -dijo Thomas Bolton alegremente mientras saludaba al otro hombre.
– Le presento a Robert Burton, secretario y agente del conde de Witton, milord. Él también hará una oferta por la propiedad de lord Melvyn. ¿Le molestaría comenzar con su propuesta, milord? -El secretario sonrió y eso sorprendió a lord Cambridge. Era la primera vez que veía sonreír a un secretario del rey.
– Ciento cincuenta guineas -expuso Thomas Bolton. Consideraba que era un precio más que generoso y no estaba en sus planes tratar de ahorrar en esta compra.
– Doscientas guineas -contra ofertó el agente.
– Trescientas guineas -replicó lord Cambridge.
Robert Burton sacudió la cabeza y agregó:
– No puedo ofrecer más de lo que tengo, señor.
– Entonces, la propiedad queda en manos de lord Cambridge. ¿Puedo ver su dinero, milord?
Thomas Bolton extrajo una gran cartera de cuero y se la alcanzó al secretario.
– Cuéntelo, y tome diez guineas para usted. Pensaba pagar más, si era necesario, pero el conde de Witton, por suerte, no pensaba lo mismo. Esperaré hasta que haga la cuenta y terminemos con la compra.
– Milord, ¿puedo preguntarle para qué desea esa propiedad? -inquirió Robert Burton con delicadeza.
– Es un regalo para un familiar -dijo lord Cambridge en voz baja.
El agente asintió.
– Mi amo va a estar muy desilusionado -repuso. Luego, con una ligera reverencia, procedió a retirarse del cuarto.
– Me gustaría hablar con usted en privado, señor Burton -lo llamó Thomas Bolton. Mientras cerraba la puerta, el agente alzó su mano para indicar que lo había escuchado-. ¿Qué sabe usted de ese conde de Witton? -preguntó lord Cambridge al secretario Smythe.
– Casi nada, milord. Sé que ha estado al servicio de Su Majestad, pero no conozco ningún detalle más. Para mí, es un absoluto desconocido. -Terminó de apilar varias columnas de monedas que había extraído de la bolsa de cuero. Luego, lentamente, contó las diez guineas adicionales. Con sumo cuidado, cerró la cartera y se la devolvió a Thomas Bolton, junto con un billete de compra y la escritura de la propiedad.
Lord Cambridge tomó todos los papeles con una sonrisa,
– ¿Está satisfecho con su puesto al servicio del rey, Smythe?
– Es difícil para una persona de mi posición progresar todo lo que desearía. No soy uno de los hombres del cardenal. Lord Willoghby, el hombre que desposó a María de Salinas, una amiga de la reina, me recomendó hace varios años para este puesto. Pero no conozco a nadie con el poder suficiente como para ayudarme a mejorar mi situación.
– Smythe, no ha contestado mi pregunta. ¿Está satisfecho de estar al servicio del rey? ¿O preferiría un empleo en otra parte donde tuviera más responsabilidad y reconocimiento? -insistió lord Cambridge.
– Si existiera un puesto así y me lo ofreciera un amo respetable, podría abandonar sin ningún cargo de conciencia el servicio de Su Majestad. No soy una figura importante.
– Yo tampoco soy un hombre importante. Pero soy un caballero rico que se dedica al comercio y a quien le vendría muy bien alguien como usted. Debemos volver a conversar, William Smythe, antes de que regrese al norte. ¿Le molestaría vivir en Cumbria?
– En absoluto, milord -dijo el maestro Smythe y sonrió por segunda vez en el día. Estaba sorprendido de que lord Cambridge recordara su nombre de pila, y de pronto pensó que, pese a sus aires de dandy, Thomas Bolton era uno de los hombres más inteligentes y astutos que conocía.
Lord Cambridge se despidió; salió del cuarto del secretario y se dirigió al corredor donde se encontró con Robert Burton.
– Gracias por esperarme. Vayamos a algún lugar donde podamos hablar en privado. -Encontraron un cuarto alejado con una ventana que daba a un patio interior-. Bien, señor Burton, cuénteme algo sobre su amo, el conde de Witton. ¿Ha servido al rey en alguna ocasión? ¿Y por qué deseaba las tierras de lord Melvyn?
Robert Burton titubeó. Había esperado a Thomas Bolton por mera curiosidad, pero, a la vez, estaba ansioso por comunicarle a su amo el resultado de la negociación.
– Vamos, señor Burton -lo animó lord Cambridge en voz baja-. Sabré cómo mitigar su desilusión si me da las respuestas correctas. ¿El conde está casado?
– No, señor -respondió de inmediato.
– ¿Cuántos años tiene? -la pregunta escapó de sus labios.
– No sabría decirle, señor, pero obtuvo el título de conde el año pasado, después de la muerte de su padre a causa de la fiebre. MÍ amo no es un anciano, pero tampoco es joven.
– ¿Y por qué no está casado?
– ¡Por Dios! No tengo idea. Soy un simple secretario.
– ¡Pero los sirvientes saben más que sus amos! -bromeó Thomas Bolton con una sonrisa-. ¿Acaso no ha vivido en las propiedades del conde desde su nacimiento? ¿No recuerda cuándo nació su amo?
– Sí, yo tenía doce años cuando nació mi señor.
– ¿Y cuántos años tiene usted ahora?
– Cumplí cuarenta y dos en septiembre, milord.
– Entonces su amo tiene treinta, Robert Burton. Es una buena edad. Ahora, dígame, ¿sabe si su señor está comprometido con alguna mujer?
– No, milord. Pero está buscando una buena esposa o al menos eso es lo que dice mi hermana, que trabaja a su servicio en la casa.
– Bien, excelente. Ahora otra pregunta, Robert Burton. ¿Es su amo sano de cuerpo y mente? ¿Es un hombre apuesto?
– Es un amo bueno y justo, milord, y las muchachas dicen que es apuesto.
– ¿Y por qué su señor quería comprar Melville?
– Durante años hemos alquilado los campos de pastoreo de lord Melvyn, milord. Cuando él murió sin dejar herederos, nos pareció un buen momento para comprar sus tierras. ¿Quién más las querría? Pero, ¡ay!, usted las quiso. El conde va a sentir una enorme desilusión.
– Tal vez pueda aliviar sus penas. Dígale a su amo que venga a verme. Quizás exista una manera de que él pueda ser el dueño de Melville. Mi nombre es Thomas Bolton, lord Cambridge. Mi casa está en el río, cerca de Richmond y Westminster. Cualquier lugareño sabrá indicarle dónde queda.
– Gracias, milord, le comunicaré a mi amo todo cuanto me ha dicho. Creo que vendrá a verlo, porque deseaba ser dueño de Melville. Si el nuevo dueño destinara tas tierras a su uso personal en lugar de alquilarlas, nos quedaríamos sin pasturas para alimentar a nuestro ganado. -Hizo una reverencia y salió deprisa. Thomas Bolton consideró que, si el conde de Witton era una persona razonable, todos sus problemas terminarían por solucionarse.
Robert Burton arribó a Brierewode, la tierra del conde de Witton, pocos días más tarde. Le entregó su caballo al mozo de cuadra y se dirigió a la casa para hablar con el conde, que se hallaba en la biblioteca.
Crispin St. Claire miró a su secretario mientras entraba en la habitación.
– ¿Cuánto nos costó, Rob? Robert Burton sacudió la cabeza. Nada. La hemos perdido, milord.
– ¿Qué? -El conde de Witton estaba estupefacto-. ¿No te dije que podías ofrecer hasta doscientas guineas?
– Hubo tres ofertas, milord. La primera empezó con ciento cincuenta guineas. Luego, ofrecí doscientas, pero lord Cambridge subió a trescientas -el secretario se encogió de hombros-. Milord, ¿qué más podía hacer?
– Esa propiedad no vale todo ese dinero -refunfuñó el conde.
– Mientras el secretario real contaba el dinero, me pidió que lo esperara. Y así lo hice.
– ¿Y qué te dijo? -inquirió el conde con curiosidad.
– Me hizo muchas preguntas acerca de su persona, señor. Y me dijo que si milord fuera a verlo, tal vez podría convertirse en el dueño de la propiedad.
– Probablemente pretende beneficiarse con la venta de la propiedad -se irritó el conde-. Quizás esté confabulado con el secretario del rey en este negocio. ¡No quiero que me estafe un cortesano intrigante! ¡Maldición!
– Dudo que lord Cambridge sea un estafador, milord. Su vestimenta es soberbia y se podría decir que es un dandy. Pero sus modales son francos y directos. Es difícil reconciliar esas dos imágenes, pero debo decirle que me parece un hombre de bien. No creo que sea deshonesto.
– Muy interesante, Rob. Siempre has sido bueno para juzgar a las personas -acotó el conde-. Entonces, ¿me aconsejas que vaya a encontrarme con este lord Cambridge?
– Sin dudarlo, milord. Todavía es invierno y la tierra está sin cultivar. El ganado se halla en los establos, así que en este momento hay poco trabajo. ¿No es en invierno cuando los nobles visitan la corte? ¿Qué daño le podría hacer conversar con lord Cambridge? Me parece que nada puede empeorar su situación.
– Admito que siento una enorme curiosidad. Por otra parte, tú te encargarás de la propiedad durante mi ausencia, Rob. Pero esta vez, te juro que no regresaré a casa hasta que consiga una esposa.
– Es más probable que la encuentre en el palacio y no aquí. Ninguno de nuestros vecinos tiene hijas casaderas.
– No quiero desposar a una muchacha malcriada que solo piense en vestidos y en cómo gastar mi dinero. Un hombre debe tener una mujer con quien pueda conversar de vez en cuando. Esas niñas de la corte no sirven más que para bailar. Se ríen como tontas, coquetean y besan en los rincones oscuros al primer caballero que se les cruza en el camino. Sin embargo, no hay que perder las esperanzas. Tal vez haya alguna mujer para mí. Una muchacha dócil que se ocupe de llevar la casa y criar a mis hijos sin quejas ni lamentos. Y que no malgaste mi dinero en naderías.
– Nunca la encontrará, milord, si no va a la corte -insistió Robert Burton-. Sin duda, el rey lo acogerá, ya que estuvo a su servicio durante ocho años.
– Es cierto. Ser un diplomático que representa a Enrique Tudor no es una tarea fácil, Rob. Pero yo hice mi trabajo con esmero y fidelidad en San Lorenzo, cuando echaron al idiota de Howard, y también en Cleves.
– Nos habríamos sentido todos muy felices si hubiese regresado a casa con una novia, aunque fuera una dama extranjera.
– En San Lorenzo, las damas eran demasiado liberales en sus costumbres para que resultaran de mi agrado. Y en Cleves eran muy pacatas. No, por favor, necesito una buena esposa inglesa. Espero tener la suerte de encontrarla.
– Permanezca en la corte lo que resta del invierno, milord. Pero antes que nada, vaya a visitar a lord Cambridge para averiguar qué le ofrece. Y, además, fíjese si encuentra una bella joven que satisfaga sus deseos, señor -sonrió Robert Burton. Hacía años que servía al conde y se había ganado la libertad de hablar abiertamente con él.
Bueno, entonces debo ir a Londres aunque más no sea para ver qué me dice lord Cambridge. Y tal vez lo convenza de que me entregue las tierras que deseo.
Pocos días más tarde, el conde de Witton partió hacia el palacio. Cuando llegó a Londres, la corte se había retirado de Greenwich y se había instalado de nuevo en Richmond. Lo primero que hizo fue presentarse ante el mayordomo del cardenal Thomas Wolsey para pedirle alojamiento. Había sido el cardenal quien le había asignado las misiones diplomáticas en representación del rey. El conde de Witton dudaba de que el rey se acordara de él, pero estaba seguro de que Wolsey lo recordaría. Le dieron un pequeño cubículo donde podía dejar sus pertenencias y dormir durante la noche. Pero el alimento debía procurárselo por su cuenta. Podía comer en el salón del cardenal, si encontraba algún lugar Ubre. El conde de Witton le agradeció las atenciones al mayordomo y le insistió en que aceptara unas monedas por las molestias ocasionadas.
A la mañana siguiente, se vistió con esmero, pero de manera sobria y le pidió a un remero que lo llevara a la casa de Thomas Bolton. El marinero asintió y comenzó a remar río arriba y con la marea creciente. Ya habían pasado Richmond cuando comenzaron a acercarse a la costa. En medio de un bello parque se erigía una casa de varios pisos y techo de pizarra. Atracaron en el muelle; el conde salió de la barca y le lanzó una moneda de valor al marinero.
– ¿No quiere que lo espere, milord? -preguntó el remero.
Como el conde vio dos barcas amarradas al otro lado del muelle, dijo;
– No, gracias. Supongo que mi anfitrión me llevará de regreso en cuanto lo necesite.
Caminó a través del sendero de grava que conducía a la residencia y, cuando se hallaba a mitad de camino, un sirviente se acercó para ver quién era el extraño que andaba por el parque.
– Soy el conde de Witton y vengo a ver a lord Cambridge -dijo a modo de presentación.
– Pase, milord. Mi amo lo está esperando. Por favor, sígame.
El conde se sorprendió al entrar en una maravillosa sala que parecía ocupar toda la longitud de la casa. En una de las paredes había enormes ventanales que daban al río. La habitación estaba totalmente revestida en madera y el techo era artesonado. El piso de madera estaba cubierto por las más exquisitas alfombras orientales. Al fondo, dos grandes mastines de hierro flanqueaban el gigantesco hogar donde rugía un poderoso fuego. El fino mobiliario de roble brillaba y había cuencos con distintas fragancias que aromatizaban el ambiente. Sobre un amplio aparador había una bandeja de plata con su correspondiente juego de copas de vino y jarras de cristal.
De pronto, se abrió una de las puertas y apareció un caballero. Llevaba un jubón de terciopelo color borravino con cuello de fina piel. De las mangas abiertas asomaba una sofisticada seda negra que remataba en un gracioso encaje.
– Mi querido lord St. Claire -dijo el caballero, mientras le extendía su mano colmada de anillos-. Le doy la bienvenida. Mi nombre es Thomas Bolton, lord Cambridge. Por favor, sentémonos junto al fuego. ¿Tiene sed? Puedo ofrecerle unos vinos españoles excelentes. Pero no, mejor los bebemos más tarde, cuando celebremos nuestro acuerdo.
El conde aceptó la mano y se sorprendió por la firmeza de su apretón. Luego se sentó, francamente abrumado por la presencia de lord Cambridge.
– Dígame, milord. ¿Por qué acuerdo vamos a brindar? -se animó a preguntar.
Thomas Bolton sonrió.
– El único que le permitirá poseer las tierras de lord Melvyn, que es lo que desea. Y, a cambio, usted me dará lo que yo deseo. Es realmente muy simple, milord.
– No sé si podré reunir el dinero necesario para pagarle lo que pretende por Melville.
– Querido, esa tierra no vale el precio que pagué por ella -rió Tom.
– ¿Entonces, por qué ofreció una suma tan ridícula? -preguntó desconcertado.
– Porque quería comprarla, por supuesto. Me alegro de que su agente lo haya convencido de venir a verme. Parece ser un buen hombre y un fiel servidor. Y desde que su secretario partió, me he dedicado a hacer averiguaciones sobre su persona.
– ¡No me diga! -dijo el conde con asombro. Era la conversación más extraña que había tenido en su vida.
– Usted es el cuarto conde de Witton. Su linaje es antiguo y su familia fue siempre leal a quien estuviera en el trono. Una manera inteligente de actuar, debo agregar. Estuvo al servicio de Enrique Tudor en el continente como embajador y negociador durante mucho tiempo. Su madre murió cuando apenas tenía dos años. Su padre falleció hace un año y es por eso que usted regresó a su hogar. Tiene dos hermanas mayores, Marjorie y Susanna. Las dos están casadas con hombres respetables, pero no de gran alcurnia, obviamente, ya que sus dotes son más bien modestas. Se dice de usted que es un hombre honesto, inteligente y escrupuloso en sus transacciones. Nunca se ha casado y ni siquiera estuvo comprometido con mujer alguna.
– Es que no tuve tiempo -dijo el conde como a la defensiva, y luego se preguntó por qué se sentía en la obligación de disculparse.
– ¿Me he olvidado de algo? -preguntó lord Cambridge en voz alta. Y él mismo se respondió-: No, creo que no.
El conde no pudo evitar reír.
– ¿Y qué quiere usted de mí, milord?
– Deseo darle las tierras de lord Melvyn, querido muchacho. ¿No es eso acaso lo que quiere? -dijo Thomas Bolton sonriendo al conde de Witton,
– ¿Y qué desea usted a cambio, milord? ¿Qué podría desear con tanto anhelo para pagar una suma tan exorbitante por Melville?
– Usted necesita una esposa, mi querido conde. ¿Aceptaría casarse con una joven a cambio de las tierras de lord Melvyn? Por pura coincidencia, las propiedades ahora son parte de la dote de mi sobrina, Philippa Meredith.
El conde de Witton estaba atónito por las palabras de lord Cambridge. No sabía qué trato le iba a ofrecer, pero de ninguna manera se imaginó algo así. Con desconfianza le preguntó:
– ¿Qué problema hay con esa joven?
– Ninguno. Tiene quince años. Es pelirroja, inteligente, casta, y su dote, además de Melville, es abultada en monedas de plata y oro, joyas, vestimentas, ropa blanca y todo lo que se espera de una joven casadera.
– Estimado señor, le reitero la pregunta. ¿Qué pasa con esa niña? ¿Alguien la ha seducido y ha arruinado su reputación? No me casaré con una ramera. ¡Por Dios! -Obviamente, el conde no esperaba una propuesta tan escandalosa, pero parecía dispuesto a considerar la oferta.
– Philippa Meredith es la heredera de una gran propiedad en Cumbria y debía casarse con el segundo hijo del conde de Renfrew -empezó a explicar Thomas Bolton-. Pero resulta que, luego de estar en París y Roma, el joven decidió dedicar su vida a Dios.
El conde volvió a reír.
– Pobre muchacha. Pero si tiene tantas tierras en el norte, ¿para qué le compró Melville?
– Philippa renunció a ser la heredera de Friarsgate, aunque su madre todavía se niega a aceptarlo. Solo porque adoro a mi prima Rosamund y a sus hijas, le busqué una propiedad cerca de la corte a Philippa y elegí las tierras de lord Melvyn. Pero mi sobrina necesita también un marido y usted desea esas tierras, aunque no tiene dinero para comprarlas. Creo que el matrimonio es la solución para todos sus problemas. Usted tiene un nombre de alcurnia y Philippa es una rica heredera. Parece ser una combinación perfecta. Sé que tanto Rosamund como su esposo, el señor de Claven's Carn, estarán de acuerdo. Me tienen absoluta confianza en estos asuntos.
– ¿La joven es medio escocesa? No, entonces mi respuesta es no, querido amigo.
– No, Logan Hepburn es el padrastro de Philippa. Su difunto padre era sir Owein Meredith, un caballero que estuvo al servicio de los Tudor desde la infancia. Su madre es Rosamund Bolton, dama de Friarsgate. Enrique VII fue el tutor de Rosamund durante un tiempo y la madre del rey, la Venerable Margarita, arregló el matrimonio de mi prima con sir Owein. Rosamund es íntima amiga de Catalina y de la reina de Escocia, pues se crió con ellas. Es por eso que Philippa tiene un lugar en la corte de la reina.
– La familia de la joven no es aristocrática como la mía; sin embargo, su propuesta es muy tentadora, milord. Me gustaría conocer a su joven sobrina. Debemos congeniar y llevarnos bien; por muy rica que sea, no quiero discordia en mi hogar, sino una mujer dócil que me obedezca.
– Le prometo que Philippa será una buena esposa. Es inteligente, milord, y educada como la mayoría de las damas de honor de la reina. Aunque no siempre estará de acuerdo con usted, pero ¿qué mujer lo estaría, muchacho?
– De acuerdo. ¿La joven está ahora aquí?
– No, está en la corte con la reina. Es una fiel servidora de Catalina, como su padre lo fue de los Tudor.
– Eso habla bien de su sobrina. ¿Cuándo podré conocerla?
– Tengo una barca lista para partir en cuanto usted lo desee. Si no le molesta esperar a que me cambie de atavío para ir la corte, navegaremos juntos hasta Richmond, milord. Mis sirvientes, entretanto, le traerán algo para comer. ¿Dónde se aloja en Londres?
– En un cuarto de la casa del cardenal Wolsey. Pero la comida es un problema, así que agradecería que me sirvieran algo de comer. ¿Y por qué necesita cambiarse? La ropa que lleva es muy elegante.
– Querido, ¡no puedo aparecer en la corte con ropa de entre casa! -se escandalizó lord Cambridge-. Tengo que cuidar mi reputación, como pronto se dará cuenta usted también. Mis criados le traerán comida y vino mientras me acicalo. ¿Seguimos hablando en el camino al palacio? -Thomas Bolton se puso de pie y se retiró por la misma puerta por la que había entrado. Crispin St. Claire estaba perplejo y a la vez le divertía toda la situación.
Luego hicieron su aparición los sirvientes, provistos de una bandeja donde había un plato de huevos poché en una sabrosa salsa a base de vino de Marsala, jamón de campo, pan casero recién salido del horno, mantequilla dulce y dulce de cerezas. Le acercaron una mesita recubierta con un mantel de lino blanco. Apoyaron la bandeja y a su derecha pusieron una copa de cristal.
– ¿Vino o cerveza, milord? -preguntó con cortesía uno de los criados.
– Cerveza -respondió. Estaba hambriento, pues no había probado bocado esa mañana. Las atenciones de lord Cambridge habían causado una fuerte impresión en Crispin St. Claire. Si su sobrina era una anfitriona tan excelente como su tío, tal vez sería también una buena esposa y una eficiente condesa de Witton. Se sorprendió al darse cuenta de que estaba considerando la posibilidad de desposar a una vulgar terrateniente del norte. La familia del conde había llegado a Inglaterra varios siglos atrás, en los tiempos del rey Guillermo de Normandía, y tenía incluso sangre de los Plantagenet, ya que uno de sus ancestros se había casado con una de las hijas bastardas del rey Enrique I.
Pero la joven en cuestión poseía las propiedades que él codiciaba. Y, además, parecía un buen partido. ¿Acaso había otra dama con la que preferiría casarse? La triste verdad era que no. No había ninguna mujer en su vida. Y él necesitaba una esposa. Sus hermanas se lo recordaban cada vez que lo veían. Era el último varón de la familia St. Claire, pero no había hecho el menor esfuerzo por buscar una pareja. Tal vez esa jovencita fuera la respuesta a sus problemas. Su familia era respetable; sus contactos, buenos. Tenía la tierra con la que él había soñado y era la heredera de una pequeña fortuna. ¿Qué más podía pedir un hombre de una mujer? Y si además era bella, se sentiría en la gloria, aunque no era una condición necesaria. No tenía nada más que hablar con lord Cambridge. El hombre era astuto y sabía que, si le daba tiempo para aplacar su orgullo, el conde de Witton no podría rechazar su propuesta. El conde limpió su plato con el último trozo de pan y bebió hasta la última gota de vino. Empujó la silla hacia atrás y suspiró satisfecho. Iba a ser un gran día. Se abrió la puerta que comunicaba con la habitación principal e hizo su aparición lord Cambridge.
– ¿Ha comido bien, muchacho? -preguntó solícito.
– Sí -contestó el conde, mirando atónito a Thomas Bolton.
Lord Cambridge rió al ver la expresión del joven.
– Luzco magnífico, ¿verdad, milord?
Su casaca corta plisada era de un brocado de terciopelo azul oscuro, forrado y ribeteado con piel de conejo gris. El cuello de la camisa también estaba adornado con delicados pliegues. El jubón era de color celeste, con toques de hilos dorados. Las calzas de lana tenían rayas en distintos tonos de azul. Además, llevaba una liga dorada en su pierna izquierda. La bolera estaba bordada con piedras preciosas. Los zapatos, de punta cuadrada, estaban forrados con el mismo brocado de terciopelo de la casaca. Y alrededor de su cuello, colgaba una gran cadena de oro rojo.
– Nunca imaginé que un hombre pudiera lucir tan bien. Ni siquiera el rey viste así. Pero, por favor, no vaya a repetir estas palabras a Su Majestad.
– Y usted, milord, no vaya a repetir que el rey suele consultarme sobre su guardarropa. Ahora, si está listo, querido Crispin, le propongo partir hacia el palacio para que inspeccione a Philippa Meredith. Estoy seguro de que la aceptará como esposa.