CAPÍTULO 16

Enrique Tudor no quería hacer ningún trato que excluyera a Francia. Acordó reunirse nuevamente con Carlos V en Gravelmas, en territorio imperial, después del encuentro con el rey Francisco. La tarde del martes 29 de mayo, el joven emperador partió rumbo a Sándwich y, a la mañana siguiente, el monarca inglés y la corte se dirigieron a Dover, donde los esperaba una flota de veintisiete barcos, presidida por la nave personal de Su Majestad.

Recién reacondicionado para el viaje a Francia, el Great Henry tenía unas magníficas velas de paño de oro que se henchían con la brisa del verano. Hermosas banderas y exquisitos estandartes flameaban en lo alto de todos los mástiles. El rey sabía que los franceses no tenían nada parecido a ese portentoso barco y, si bien lamentaba que Francisco no estuviera en Calais para verlo con sus propios ojos, estaba seguro de que no tardaría en recibir un informe detallado de la nave.

La comitiva del rey estaba integrada por casi cuatro mil personas. Además del infaltable secretario privado de Su Majestad, Richard Pace, había pares y obispos; heraldos, guardias, ayudantes de cámara y funcionarios de la corte, acompañados por sus propios sirvientes. El séquito de la reina estaba formado por más de mil personas, dentro de las cuales se contaban Philippa y su doncella Lucy. En la comitiva del cardenal Wolsey figuraban, entre otros, el conde de Witton, varios capellanes y sirvientes. En total, viajaron a Francia más de cinco mil personas y cerca de tres mil caballos.

El gran cortejo real partió de Dover la madrugada del 31 de mayo. Tras navegar por aguas tranquilas, la flota llegó a Calais hacia el mediodía. El conde y la condesa de Witton habían acogido en su barco privado a seis damas de la corte y sus respectivas doncellas. Una de las damas era María Bolena. A Philippa le parecía una persona agradable, pero a Crispin no le gustaba tenerla a bordo.

– Goza de muy mala reputación -explicó a su esposa.

– La reina me pidió que la llevara y no pude rehusarme. ¿Qué te han contado de ella?

– Que es una ramera fácil de llevar a la cama.

– Supongo que todas las rameras son fáciles de llevar a la cama; de lo contrario, no serían rameras. ¿Acaso gozaste de sus servicios?

– ¡Válgame Dios, Philippa! ¡No! Nunca me sedujeron los caminos demasiado trillados.

– ¿Crees que el rey está transitando por ese camino ahora? Tal vez sea esa la razón por la que Catalina me pidió que la lleváramos con nosotros.

– Hay rumores, pequeña. Ahora que se fue Bessie Blount y que se confirmó que la reina no puede tener hijos, Enrique está muy perturbado. María Bolena es una mujer de vida ligera.

– Es una tragedia que el único hijo varón del rey tenga que ser un bastardo.

– Enrique encontrará la manera de deshacerse de la vieja reina y buscarse una mujer joven y fértil. Te aseguro que el rey hará lo imposible por conseguirse un heredero. No permitirá que la dinastía Tudor fundada por su padre se extinga con él. Además, el futuro marido de la princesa María tendrá que ser forzosamente alguien de su mismo rango, pues una reina debe casarse con un rey. Pero los ingleses no aceptarán ser gobernados por un monarca nacido en el extranjero.

– Por supuesto que no -remarcó Philippa con firmeza.

Permanecieron en su barco hasta el 3 de junio, cuando la comitiva partió rumbo a Guisnes. Philippa se quedó pasmada al ver la fastuosa ciudadela que se había construido para alojar a los reyes y su séquito. En cambio, el obispo Fisher estaba horrorizado por el excesivo derroche y el lujo, y sacudía la cabeza en gesto de reprobación.

La suntuosa tienda del rey Francisco era de paño de oro y el techo estaba pintado con estrellas y signos astrológicos. La entrada interior estaba repleta de árboles jóvenes y tiestos de hiedra y, en el centro, se erguía una enorme estatua de oro de san Miguel que reflejaba la luz del sol procedente de la amplia apertura del pabellón.

Enrique VIII logró superar en riqueza y extravagancia a su par francés. Seis mil carpinteros, constructores, albañiles y artesanos habían tardado varios meses en edificar un palacio de estilo italiano para el rey y su séquito. Hecho en piedra y ladrillo, se hallaba coronado por hermosas almenas y decorado con mosaicos, piedras labradas en forma de abanico, herrajes y estatuas de tamaño natural que representaban a héroes famosos. De los ángulos del palacio surgían unos animales heráldicos de piedra y, en el centro, se levantaba una cúpula hexagonal, también ornamentada con animales fantásticos y un ángel labrado en oro.

Soberbios tapices, alfombras, cortinados de seda, mobiliario y adornos habían sido trasladados de Greenwich y Richmond a Francia. En la capilla había un altar cubierto por un mantel de hilos de oro y bordado con perlas y otras piedras preciosas, y doce estatuas de oro de los apóstoles. Los candelabros y los cálices habían sido traídos de la abadía de Westminster. El detalle más impresionante lo daban las fuentes construidas en la explanada del castillo. De una de ellas brotaba vino clarete y, de la otra, cerveza, y todo aquel que quisiera refrescarse con un trago podía servirse a discreción.

El conde y la condesa de Witton se sintieron aliviados al enterarse de que su tienda se hallaba en el límite que separaba los pabellones de la reina y del cardenal Wolsey. Lord Cambridge les había conseguido una carpa de exquisita tela con un cobertizo para los caballos y con dos secciones. El lacayo del conde había encendido el fuego y puesto braseros con carbones ardientes en los dos cuartos de la tienda para eliminar la humedad y el frío del ambiente. En la sala de estar había una mesa con varias sillas, y en un rincón alejado, se hallaba el colchón para Lucy. En el otro cuarto, una cama, una silla y una mesa. A Peter se le ocurrió la brillante idea de tender una soga para que Lucy pudiera colgar los vestidos de su ama.

Aún no habían terminado de instalarse en su nuevo hogar, cuando Philippa y Crispin recibieron una visita. Un caballero con atavíos espléndidos ingresó en el pabellón. Miró a su alrededor y, al posar los ojos en Crispin, exclamó:

– ¡Mon chou! No sabía que seguías al servicio de monsieur le Cardenal.

– ¡Querido Guy-Paul! -saludó el conde mientras se acercaba a saludar al invitado-. Ya no trabajo para el cardenal Wolsey. Vine a Francia porque mi esposa es una de las damas de honor de la reina.

– ¿Tu esposa? ¿Te has casado, Crispin?

– ¿No te parece que era hora de sentar cabeza, Guy-Paul? Philippa, te presento a mi primo Guy-Paul St. Claire, conde de Renard. Primo, te presento a mi esposa.

Monsieur le comte-dijo Philippa con extrema cortesía, tendiendo la mano al caballero.

Madame la comtesse -replicó escudriñándola con sus ojos azules. Le besó la mano y luego, tomándola de los hombros, le besó ambas mejillas. Retrocedió unos pasos para admirar a la joven y exclamó-: ¡Crispin, mon cher, tienes una esposa bellísima!

– Me halaga usted, aunque sé que exagera. Admito que soy bonita, pero nada más. De todas maneras, le aseguro que encontrará muchas mujeres hermosas en nuestra corte.

Guy-Paul se sorprendió al oír estas palabras.

– Veo, madame la comtesse, que no lograré seducirla con mis encantos.

– Un poquito, tal vez. Por favor, tome asiento. Iré a buscar el vino.

– ¿Cuánto hace que te casaste, primo? La última vez que nos vimos eras soltero -dijo Guy-Paul, mientras Philippa se ocupaba de servir el vino.

– La boda se celebró el último día de abril.

– ¿Es una mujer rica?

– Tenía unas tierras que me interesaban y una dote considerable.

– Pero no pertenece a la nobleza.

El conde de Witton negó con la cabeza.

– De todos modos, era un excelente partido y tiene conexiones importantes. Su madre es amiga de la reina y Philippa la ha servido durante cuatro años. Catalina quiere mucho a mi esposa.

– Es bueno que cada tantas generaciones los nobles de casen con mujeres de una clase ligeramente inferior. La sangre se renueva y se fortalece. Tendré que imitarte uno de estos días. La familia está cada vez más fastidiosa. Mi hermana dice que no me quedará simiente para engendrar hijos legítimos si sigo teniendo bastardos.

– ¿Cuántos van?

Tras meditar unos segundos, Guy-Paul replicó:

– Creo que seis varones y cuatro mujeres.

– Siempre te gustó hacer las cosas a lo grande. Pero es hora de que te cases, primo. Te lo recomiendo. Además, tienes dos años más que yo.

– El vino, señores -anunció Philippa sosteniendo una bandeja. Había escuchado toda la conversación.

– Siéntese y únase a la charla, chérie -la invitó Guy-Paul.

– No sabía que mi esposo tenía parientes en Francia -murmuró y bebió un sorbo de vino. Había tantas cosas que ignoraba de su marido, fuera del hecho de que disfrutaba de compartir con ella los placeres de la cama.

– Nuestro antepasado común tuvo dos hijos -comenzó a explicar el conde de Renard-. El mayor fue, por supuesto, el heredero y el menor fue a luchar con el duque Guillermo de Normandía cuando reclamó el trono de Inglaterra. En retribución por los servicios prestados, le donaron tierras de esa región.

– No obstante -prosiguió el relato Crispin-, las dos ramas de la familia nunca se separaron. Peleamos en bandos opuestos en defensa de nuestros reyes y codo a codo en las cruzadas. De niño, pasé dos veranos en Francia con los St. Claire y Guy-Paul pasó dos veranos en Inglaterra conmigo. De vez en cuando hay casamientos entre primos y los miembros de cada generación siempre se mantienen en contacto por carta.

– Qué bueno -comentó Philippa-. La familia de mi madre también era así, pero en un momento se separaron hasta que una feliz coincidencia nos reunió a todos de nuevo.

– Me dijo Crispin que era una de las damas de la reina.

– He sido dama de honor durante cuatro años. Sin embargo, cuando vuelva a Inglaterra dejaré mi puesto a pedido de Catalina, pues considera que ahora mi deber es cuidar de mi marido y darle herederos. No quiso despedirme antes, porque sabía lo mucho ansiaba hacer el viaje a Francia.

– Así que le gusta la corte de Enrique Tudor.

– ¡Es la mejor del mundo! -repuso Philippa con entusiasmo.

– ¿Y cómo hará para sobrevivir cuando ya no forme parte de ella?

– No lo sé, pero sobreviviré. Mi padre sirvió a los Tudor desde los seis años. Mi madre tuvo que hacerse cargo de una enorme propiedad a los tres años y la ha administrado con éxito hasta el día de hoy. Me han inculcado el sentido del deber desde que nací, monsieur le comte.

Guy-Paul St. Claire quedó impresionado por el discurso de Philippa. La veía tan joven, tan deliciosa, tan femenina, que le sorprendió descubrir esos rasgos de severidad. Y lo más curioso era que su primo parecía celebrar las palabras de su esposa.

Madame, es usted admirable. Crispin, creo que, por primera vez en tu vida, has logrado causarme envidia.

Philippa se levantó de su silla.

– Señores, los dejaré solos para que renueven su amistad. Estoy muy cansada a causa de los viajes. Lucy, ven a ayudarme -ordenó a su doncella. Luego, saludó a los dos hombres con una graciosa reverencia y desapareció tras las cortinas de brocado que separaban las dos secciones de la tienda.

– Es tan joven y a la vez tan intensa. ¿Es así en la cama? Si me dices oui, moriré de envidia.

Oui-contestó Crispin devolviéndole la sonrisa.

– Es injusto -reprochó el conde de Renard-. ¿Cómo diablos hiciste para conseguir ese tesoro, primo?

Cuando St. Claire terminó de contarle toda la historia, Guy-Paul meneó la cabeza con escepticismo.

– Si frecuentaras más a los burgueses ricos, encontrarías una esposa como Philippa, pero sospecho que eres demasiado perezoso. Sin embargo, tendrás que intentarlo algún día, primo.

– Tal vez, pero primero quiero gozar de este grandioso evento, mon chou. Mi único deber es divertirme y por eso estoy aquí. Francisco ha traído mucha menos gente que tu rey. Sospecho que, al ser más poderoso, no necesita ostentar tanto como Enrique Tudor.

El conde de Witton se echó a reír.

– No vuelvas a decir eso en voz alta, Guy-Paul. Si te escuchara cualquier otro caballero inglés, se ofendería y te retaría a duelo. Tú, por supuesto, ganarías, pero se armaría un gran alboroto. Enrique ha querido impresionar a tu rey y a los franceses para demostrarles que es muy poderoso. Recuerda que algún día su hija será reina de Francia.

El conde de Renard se encogió de hombros.

– Me pregunto si eso realmente ocurrirá o si la reina terminará casando a su hija con algún español. Estos compromisos son meras jugadas de ajedrez y lo sabes tan bien como yo.

– Es posible, pero hasta el momento la princesa María y el joven delfín están comprometidos. Inglaterra y Francia son amantes.

– Con España acechando tras bastidores.

– Carlos V se casará mucho antes de que nuestra princesita esté en edad de contraer matrimonio. Ese hombre tiene grandes responsabilidades.

Los primos continuaron conversando un tiempo más hasta que finalmente se separaron, con la promesa de volver a verse.

La reunión de los dos reyes se había planeado hasta el más mínimo detalle, como una complicada coreografía. Los monarcas se comunicaban a través de mensajeros y el cardenal Wolsey era el emisario de Enrique. Cada vez que emprendía una misión, iba acompañado por cincuenta caballeros montados, vestidos con trajes de terciopelo carmesí, y por cincuenta ujieres que portaban mazas de oro. Cien arqueros a caballo marchaban al final de la comitiva. Todo el mundo admiraba el impresionante séquito del cardenal.

Por fin, llegó el momento de la primera reunión. Era 7 de junio, Día de Corpus Christi. Se habían levantado colinas artificiales en los extremos del val d'or o valle de oro, como se llamó al lugar de! encuentro. Hacia el fin de la tarde sonaron las trompetas. Ingleses y franceses salieron a caballo de sus respectivos campamentos. Cada rey iba escoltado por una comitiva de cortesanos. El traje de Enrique era de paño de oro y plata con incrustaciones de piedras preciosas. Llevaba un sombrero engalanado con una pluma negra y el collar de la Orden de la Jarretera. De su corcel, asistido por los alabarderos de la guardia real, colgaban tintineantes campanillas de oro. El rey francés iba tan emperifollado como su par inglés.

Al llegar a la cima de sus respectivas colinas, los reyes se detuvieron. Cuando escucharon el sonido de las trompetas y clarines, descendieron al galope y se encontraron en la mitad del valle. Quitándose los sombreros con gestos mayestáticos, Enrique y Francisco se abrazaron sin bajar de sus cabalgaduras. Luego se apearon y se dirigieron al pequeño pabellón construido especialmente para el memorable evento. A fin de evitar la enojosa situación de tener que decidir quién entraba primero, los monarcas se tomaron del brazo e ingresaron juntos, seguidos por el cardenal Wolsey y el almirante francés Bonnivet. A continuación, se leyeron en voz alta los artículos de la reunión y se enumeraron todos los títulos de Enrique Tudor, incluyendo el de rey de Francia. El soberano inglés se echó a reír.

– Me temo que la presencia de mon frére Francisco invalida ese título en particular -dijo, palmeando en la espalda a su par francés-. Algún día nuestros hijos resolverán esa vieja disputa entre Inglaterra y Francia.

Los dos hombres se sentaron a beber y conversar un rato. Al cabo, se pusieron de pie, salieron a recibir los vítores de los espectadores, se abrazaron varias veces y se separaron para volver a sus respectivos campamentos. Las trompetas y clarines ingleses y las flautas y tambores franceses inundaban el aire de sonidos musicales a medida que avanzaban. A partir de ese día y durante las dos semanas siguientes se celebraron fiestas y justas de un esplendor jamás visto.

Philippa casi no vio a su marido en ese lapso, pues no podía separarse de la reina. Apenas durmió en su confortable tienda, pues debía permanecer en el gran pabellón de Catalina y estar siempre lista para obedecer sus órdenes. Solo retornaba a su tienda para cambiarse la ropa.

Según Guy-Paul St. Claire, era la mujer más elegante de todas las damas inglesas e incluso los propios franceses admiraban su forma de vestir. Los ingleses consideraban indecentes los escotes bajos y abiertos de las francesas. Los embajadores de Venecia y Mantua afirmaban que, salvo escasas excepciones, las francesas vestían mejor que las inglesas, pero estaban maravillados por las hermosas cadenas de oro que usaban estas últimas.

El 10 de junio Francisco presentó sus respetos a la reina Catalina. Se celebró un gran banquete en su honor y Philippa eligió un vestido de brocado verde y dorado con mangas largas de hilos de oro que terminaban en unos puños ajustados y forrados con piedras preciosas. El escote seguía la moda francesa y causó murmullos entre las damas. La joven rió para sus adentros al oír los cuchicheos. El cabello lo llevaba recogido en la nuca con un chignon adornado con flores silvestres. Ni siquiera las francesas usaban un peinado tan audaz.

El rey de Francia reparó inmediatamente en Philippa y preguntó a sus asistentes por ella.

– Es la condesa de Witton, la flamante esposa de mi primo inglés, Su Alteza -dijo Guy-Paul St. Claire.

– ¿Nació en Francia? -preguntó el soberano.

– No, es oriunda del norte de Inglaterra.

Mon Dieu! ¿Dónde aprendió esa hermosa niña a tener tan refinado estilo?

– No sabría decirle, señor. Mi primo me la presentó hace apenas unos días.

– Me gustaría conocerla -repuso el rey entrecerrando los ojos.

– Puedo arreglar un encuentro. Estoy seguro de que madame la comtesse se sentirá muy honrada por su interés, señor.

Guy-Paul supuso que la esposa de Crispin no cometería la tontería de dejarse seducir por Francisco, pero él podría ganarse la simpatía del rey al presentarlos. Lo que ocurriera después no era asunto suyo. Francisco era un hombre muy persuasivo con las mujeres, y el hecho de que una dama lo rechazara lo estimulaba aun más. Por consiguiente, tanto si Philippa sucumbía a sus encantos como si lo desairaba, Francisco quedaría satisfecho.

– Entonces, hágalo -replicó el rey. Luego giró la cabeza para sonreír a la anfitriona, que precisamente le estaba diciendo que le gustaría presentarle a sus damas de honor. Francisco asintió complacido y saludó con el tradicional beso en ambas mejillas a cada una de las ciento treinta mujeres que desfilaron ante él y entre las cuales se hallaba, por supuesto, la bella condesa de Witton. Al inclinarse en una profunda reverencia, Philippa reveló un par de pechos soberbios que deleitaron los ojos del rey. Cuando la tomó de los hombros para besarla, sus regias manos se demoraron un poco más de lo habitual. Luego le tocó el turno a Anne Chambers, otra de las damas de la reina que también resultó del agrado del rey.

Philippa se retiró y volvió a encontrarse con el primo de su esposo.

Cousine, estás preciosa hoy. Francisco estuvo elogiando tu belleza hace unos segundos. ¿Quieres que te lo presente, chérié?

– Me lo acaba de presentar la reina -replicó Philippa. Aún no sabía si ese hombre le gustaba o no.

Non, non! No me refiero a eso. Cuando te vio, el rey quedó maravillado por tu hermosura y me expresó su deseo de pasar un momento a solas contigo.

– ¿En medio de todo este barullo? -preguntó Philippa con incredulidad-. ¡Vamos, mon cher Guy-Paul! Lo que desea tu venerado rey es seducirme. Conozco muy bien su reputación y he pasado bastante tiempo en la corte para reconocer a un hombre en plan de conquista. Si aún fuera una doncella, la respuesta sería no. Pero como soy una mujer casada, la respuesta sigue siendo no -y se echó a reír-. No pongas esa cara de desilusión. ¿En serio creíste que aceptaría semejante invitación?

No, definitivamente Guy-Paul St. Claire no le agradaba en lo más mínimo, pero debía ser cortés con él por respeto a Crispin.

El conde se quedó abatido, pero al rato dijo:

– Puesto que conoces tan bien el carácter de Francisco, no correrás ningún peligro. ¿No piensas que sería conveniente hacerte amiga del rey de Francia?

– ¿Con qué fin, Guy-Paul? Si no permito que me seduzca, Francisco se sentirá ofendido. Y no estoy dispuesta a dejarme seducir por ningún hombre que no sea mi marido, que, además, es tu primo, por si lo olvidaste. ¿Crees que Crispin aprobará que ofrezcas a su esposa al rey de Francia?

El conde de Renard parecía dolido por las palabras de la joven.

– Siempre es útil tener un amigo en las altas esferas, Philippa, no solo para ti sino también para tu familia. Algún día tú y Crispin tendrán hijos. Además, piensa en tu madre, quien, según me ha contado mi primo, posee una próspera empresa. Imagínate los beneficios que ella obtendría si su hija fuera amiga del rey de Francia.

– Si no dudara de tus motivos, estaría de acuerdo contigo, Guy-Paul. ¿Por qué diablos querría el rey conocerme si no es para seducirme? -dijo Philippa, pero a la vez pensaba que quizá la idea no fuera tan mala. Si lograba hacerse amiga del rey de Francia sin comprometer su honor y buen nombre, podría ayudar a su familia algún día. ¿Por qué no intentarlo? Después de todo, lo único que tenía que hacer era no dejarse seducir.

– Me duele que sospeches de mí. Seamos francos, Philippa. Eres una muchacha de campo a quien se le brinda la oportunidad de conocer a un rey de enorme prestigio. Imagina las historias que les contarás a tus hijos y nietos. Es cierto, el rey me deberá un pequeño favor si le presento a la bella mujer que lo ha cautivado. Pero si lo rechazas, no me lo reprochará. Y tú, chérie, eres muy inteligente y te las ingeniarás para conservar su amistad y su buena voluntad, sin perjudicar a Crispin.

Philippa no pudo evitar reírse.

– Eres un ser malvado, Guy-Paul. Argumentas tan bien como Tomás Moro, aunque él es un hombre piadoso y tú jamás lo serás. Si aceptara conocer al rey Francisco, ¿dónde y cuándo sería el encuentro?

El conde trató de disimular su alegría. Sabía que debía apelar a su inteligencia y a su devoción por la familia para convencerla.

– No puede ser de noche -aclaró Philippa-, ni en un horario en que Crispin esté desocupado. Si se entera de que voy a reunirme con el rey, me lo prohibirá terminantemente y entonces yo me enojaré y cometeré alguna tontería -terminó la frase con una sonrisa-. Más vale contarle todo después del hecho. Es probable que se enfade contigo, ¿no has considerado esa posibilidad?

– Podría ser por la tarde, después de las justas y antes de la fiesta nocturna -sugirió el conde, ignorando las últimas palabras de Philippa.

– De acuerdo. Crispin suele reunirse con sus amigos en ese horario.

– Me encargaré de todo -dijo Guy-Paul con voz suave. Tomó la mano de Philippa y la besó-: Sé tan encantadora con él como lo has sido conmigo, y Francisco caerá rendido a tus pies, ma chère cousine.

– No quiero que caiga rendido a mis pies. Me entrevistaré con el rey en privado, le diré lo que corresponde decir en esas ocasiones, y luego desapareceré de su vista. Ahora, márchate. La reina nos está observando y querrá saber por qué conversamos tanto. Creo que no sería prudente repetirle nuestra charla, ¿verdad?

Mientras el soberano francés visitaba a Catalina, Enrique Tudor visitaba a Claudia, la reina de Francia. Al regresar a sus respectivos campamentos, los reyes se encontraron en el camino: cada uno elogió a la esposa del otro y agradeció el excelente trato que había recibido. Luego, se abrazaron y siguieron viaje.

Los festejos continuaron durante días. Los cocineros reales de los dos campamentos trabajaban sin descanso para ofrecer los menús más exquisitos y todos los días se organizaban justas deportivas. Dos árboles de honor artificiales portaban los emblemas de ambos reyes: el capullo de espino de Enrique VIII y la hoja de frambuesa de Francisco I, que se hallaban exactamente al mismo nivel, para demostrar su igualdad.

Hacia mediados de junio, el calor se hizo insoportable. Las multitudes que se acercaban a mirar los torneos eran cada vez más numerosas; en un momento llegaron a reunirse diez mil personas. La situación se tornaba peligrosa y el capitán preboste era incapaz de controlarla.

Una de esas tardes temibles y tórridas, Guy-Paul St. Claire saludó a Philippa, que descendía de las gradas de los ingleses.

– ¿Podrías dar un paseo conmigo? -preguntó con cordialidad.

– Su Majestad, le presento al primo de mi esposo, el conde de Renard -dijo Philippa a la reina-. Si no necesita mis servicios, saldré a caminar con él.

– Por supuesto, hija mía. Te veré en el banquete de esta noche.

– Me pregunto si el conde de Witton sabe que tiene un primo francés -comentó maldiciente una de las damas de la reina mientras los observaba alejarse tomados del brazo-. Ese sujeto hace honor a su nombre, pues realmente parece un zorro… o renard, en francés.

Las otras mujeres se echaron a reír, pero la reina las regañó:

– No admitiré esas habladurías. Philippa me ha hablado del conde y, Alice, te aconsejo que pases más tiempo rezando a Dios y a su Santa Madre para que te ayuden a contener esa lengua viperina. De todas las damas que me han servido, solo dos poseen una virtud intachable, y una de ellas es Philippa Meredith. Confiesa tu pecado y haz penitencia antes de volver a presentarte ante mí.

Mientras tanto, Philippa avanzaba entre la multitud que asistía a las justas del día. Su acompañante la condujo discretamente a la tienda donde Francisco se preparaba para los torneos. En calzas, con el torso desnudo y sentado en un taburete de tres patas, aguardaba que un criado terminara de lavarlo. Alzó la vista al entrar los visitantes y sonrió.

– Madame la comtesse, ha sido usted muy amable en venir a verme -saludó. Se paró con el agua chorreando por su amplio pecho. Era un hombre muy alto y viril.

Philippa retrocedió un paso e hizo una reverencia.

Monseigneur le roi. Ha peleado con bizarría hoy y veo que su ojo está casi curado -saludó. Vio con el rabillo del ojo que Guy-Paul se escabullía fuera de la tienda y entonces se dio cuenta de que estaba cometiendo una tontería. Lo único que conseguiría sería poner en peligro su integridad y la de su esposo.

El rey indicó a su sirviente que se retirara; luego tomó la mano de Philippa y se la besó.

– Usted me llamó la atención el día del banquete de la reina. Era la más elegante de las damas inglesas. ¿Por qué sus compatriotas se visten tan mal? ¿Acaso no les gusta que un hombre las admire? -preguntó sin soltarle la mano y clavando sus ojos negros en el valle de su pecho.

Philippa se sintió perturbada por esa mirada lasciva y ardiente, pero trató de no revelar sus emociones.

– Mi tío Thomas Bolton, lord Cambridge, es un hombre dotado de una finísima sensibilidad en materia de estética. Él me enseñó a vestirme, aunque dice que poseo un instinto natural para la ropa y los colores.

– ¿Y su tío también le enseñó a elegir las joyas? -inquirió Francisco, tocando las perlas de su collar y demorando sus dedos en la parte superior de los senos de la joven.

– Así es, mi tío dice que también tengo un instinto natural para las joyas -replicó, tratando de reprimir la sensación de asco que la embargaba.

– ¿Y qué otros instintos posee, madame'? -ronroneó, mientras su brazo se deslizaba como una serpiente alrededor de la cintura de Philippa y la atraía hacia él.

La joven se sorprendió ante el intento de seducción. Rozó el cuerpo mojado del rey y tuvo miedo de que sus intensos ojos oscuros la hipnotizaran. Se sintió como un conejo acorralado por un sabueso gigantesco, pero se armó de valor y empujó al monarca con suavidad y firmeza al mismo tiempo.

– ¡Oh, monseigneur, es usted tan fuerte y yo soy tan débil! Pero acabo de casarme y no quiero avergonzar a mi esposo. ¡Perdóneme! -Se arrodilló bruscamente y alzó la mirada hacia el rey con las manos unidas en señal de súplica-. ¡No debí venir! Me sentí tan halagada cuando supe que Su Majestad había reparado en mi humilde persona, que no pude resistirme. Soy solo una muchacha de campo, y ahora tendré que confesar mi conducta pecaminosa al sacerdote de la reina. -Agachó la cabeza y se las ingenió para soltar una lágrima.

– ¿Y no le dirá nada a su marido? -preguntó el rey, divertido.

– ¡Oh, no! ¡Me molería a golpes!

– Si fuera mía, madame la comtesse, y mirara a otro hombre, yo también la azotaría -acotó el rey y luego la levantó-. Regrese con su esposo y duerma con su casta conciencia tranquila, pues no ha cometido pecado alguno. Nunca me vi en la necesidad de forzar a una mujer. -Besó sus labios y rió al ver la cara de asombro de Philippa-. No pude evitarlo, chérie, y en compensación por la desilusión que me ha provocado, exijo que me conceda una danza en el baile de esta noche.

Philippa hizo una graciosa reverencia y huyó de la tienda, agradeciendo a su buena estrella por haber salido indemne de esa terrible situación. Sin embargo, Guy-Paul tenía razón. Había logrado engañar al rey con su pequeña pero brillante actuación, y había escapado sin mancillar su honor. De pronto, se detuvo pues no sabía dónde estaba. Y si bien aún era de día y el sol tardaría en ocultarse, no había suficiente luz en las angostas callejuelas que se formaban entre las carpas. Además, el viento empezaba a levantar el polvo y le impedía ver el camino.

Quizá si caminaba hasta el final de la hilera de tiendas vería el campo y no sería difícil hallar el camino que conducía al sector inglés. Sin embargo, cuando llegó al extremo de la fila, descubrió que el sendero terminaba allí y que lo cruzaba una nueva callejuela. ¿Debía doblar a la derecha o a la izquierda? Recordó que el campamento inglés se hallaba al oeste, entonces dobló a la izquierda y continuó caminando. Cuando llegó al final del corredor, se encontró en la misma disyuntiva que antes: ¿izquierda o derecha? Ese lugar era peor que un laberinto de ligustros y ella, una mujer sola en un campamento extraño. ¡Maldito Guy-Paul! Debió haberla esperado, pero, de seguro, creyó que su rey lograría seducir a la campesina inglesa. Jamás volvería a dirigirle la palabra. No, mejor hablar con él, si quería que su esposo no se enterara del infortunado incidente que ella misma había provocado. ¿O le contaría todo? ¡Por Dios! ¿Dónde estaba el campo de juego? ¿Y si la sorprendía la noche? ¿Cómo hallaría el camino de regreso?

Por fin, vio el campo de juego y sintió un gran alivio. Pero había un grupo de caballeros franceses conversando, y Philippa decidió avanzar hasta la siguiente callejuela para eludirlos. Más adelante vio un corrillo más pequeño de hombres. Philippa tuvo que detenerse pues no podía ver nada por el polvo que el viento arremolinaba. Sabía que estaba a centímetros de los hombres, pero temía moverse en esas circunstancias.

Sin querer escuchó la conversación y descubrió con estupor que estaban tramando un asesinato. ¡Iban a matar a Enrique Tudor! Se quedó petrificada por el terror, pero al instante se dio cuenta de que ella misma corría peligro de ser asesinada. Tenía que usar toda su inteligencia para escapar de esa horrenda situación.

La garganta se le cerraba y apenas podía tragar. Respiraba con dificultad, las piernas le flaqueaban. Philippa trató de recuperar la calma: inspiró y espiró una y otra vez hasta que el dolor y la opresión de la garganta desaparecieron y pudo volver a tragar. Tenía que ser valiente para salvar su vida y advertir al rey. Con el cuerpo pegado a una carpa, Philippa se puso a escuchar con extrema atención.

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