Al día siguiente de los esponsales, Philippa celebró su cumpleaños número dieciséis. Banon, ya relevada de sus servicios en la corte, llegó temprano a la casa de lord Cambridge con todas sus pertenencias. Sus ojos azules brillaban de felicidad y su porte era muy distinguido. Había cambiado mucho durante la estancia en el palacio. Banon había cumplido catorce años el 10 de marzo.
– Lamento no haber podido venir ayer. Pero Catalina me dio permiso para partir esta mañana y huí del palacio antes de la primera misa. ¡Ese lugar es un pandemonio! Todo el mundo está conmocionado por la mudanza a Greenwich. Francamente, no entiendo por qué te gusta tanto vivir en la corte, con ese bullicio y ese ajetreo constantes. En fin… ¡Feliz cumpleaños, hermanita! -exclamó y besó a Philippa en ambas mejillas-. ¡Estás muy pálida! ¿Qué te ocurre?
– Según el tío Tom, sufro de nerviosismo prenupcial. Estoy feliz de verte, Banon. Ven, comamos algo antes de que aparezcan mis cuñadas. Hablan todo el tiempo y tienen una mentalidad demasiado provinciana para mi gusto. Reconozco que son muy buenas y dulces, pero no soportaría vivir cerca de ellas.
– ¡Al fin una comida de verdad! -exclamó Banon entusiasmada-. Los mejunjes de la corte son incomibles. -Tomó una rebanada de pan recién horneado, la untó y una mirada de felicidad iluminó su rostro mientras la mantequilla derretida le chorreaba de la boca-. ¡Ah, qué manjar celestial!
– ¡Vas a engordar!
– ¿Y qué me importa? Lo único que me interesa es ser la dueña de Otterly, tener hijos y mimar a Robert. A él no le preocupa mi silueta, y siempre dice que me querrá más si engordo.
– ¿Cómo es posible que hablen con tanta naturalidad entre ustedes? Si se conocieron casi al mismo tiempo que yo y el conde…
– Philippa, eres mi hermana mayor y no necesito recordarte cuánto te quiero, pero te estás pareciendo demasiado a la reina; pienso que deberías imitar más a mamá. Ella ama la vida y no tiene miedo de entregarse a la pasión.
Banon hundió la cuchara en la avena caliente y se la llevó a la boca. El potaje estaba condimentado con canela, azúcar, crema y trocitos de manzana.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Philippa, sorprendida.
– El tío Tom me contó muchas cosas en estos dos años que llevamos viviendo juntos. Tú, en cambio, tratas con mucha distancia a Crispin St. Claire. Mañana te casarás y tendrás que intimar más con él. De lo contrario, no cumplirás con los deberes conyugales como corresponde.
– Lo sé -admitió Philippa-. Es que estoy confundida y asustada.
– ¿De qué?
– De él. Del conde. Es muy obstinado. Banon se echo a reír.
– ¡Mira quién habla! ¡Tú también eres obstinada!
– Ayer, después de la ceremonia, me llevó a los jardines y me besó una y otra vez.
– ¿Y qué más?
– ¡Acarició mi pecho! Dijo que yo era su alumna y que él me enseñaría a amar con pasión. Entré corriendo en la casa y me encerré en mi alcoba por el resto del día.
– Veo que estás decidida a ser infeliz. ¿Qué te pasa? El conde es un hombre encantador. No es muy popular en la corte, pero quienes lo conocen elogian su bondad e integridad. Nadie te obligó a casarte, Philippa. Deja de comportarte como una virgen timorata y tonta.
– ¡Es que soy una virgen timorata! -protestó Philippa.
– Mira, Philippa, créeme que si no estuviera tan enamorada de Robert Neville, no vacilaría en robarte a ese conde y casarme con él -declaró Banon irritada y bebió de un trago medio vaso de cerveza-. Es uno de los mejores candidatos que hay.
– ¡Oooh, gracias, Banon! -interrumpió el conde acercándose a la mesa. La miró con una amplia sonrisa y luego se dirigió a Philippa-: ¿Te sientes mejor hoy, chiquilla?
Tras darle un beso en la frente, se sentó a su lado.
– Sí, milord -respondió bajando la mirada.
– Muy bien, creo que he comido hasta hartarme -comentó Banon v se levantó de su silla-. Tomaré una merecida siesta. Una nunca duerme lo suficiente en la corte. Los veré más tarde.
– Espérame, te acompaño -dijo Philippa, pero el conde la detuvo. La joven volteó hacia él y lo miró con asombro.
– ¡No quiero que me acompañes! -gritó Banon alejándose.
– ¡Basta de juegos! -regañó el conde a Philippa.
– No sé qué me pasa, milord. No suelo comportarme como una cobarde -se excuso. Tomó la jarra, le sirvió un vaso de cerveza, untó con mantequilla una rebanada de pan y se la dio.
– Pasaremos el día juntos -anunció Crispin St. Claire-. Navegaremos río arriba en la barca de Tom hasta alejarnos de la ciudad. Llevaremos una canasta con víveres y comeremos los dos solos. Sin mis latosas hermanas, ni la encantadora Banon, ni el extravagante tío Tom. Solo tú y yo. Me hablarás de tu familia y de tu aversión por las ovejas, y yo te hablaré de mi pasado.
– ¡Me gusta la idea! -exclamó Philippa y le sonrió.
– Estás cansada, pequeña, lo sé. Te tomas la vida demasiado en serio. Me pregunto si alguna vez te has permitido alguna diversión -dijo el conde mientras le acariciaba el rostro.
– Iré a decirle al cocinero que nos prepare una canasta Crispin tomó su mano y la besó.
– No te demores, pequeña. Me gusta mucho tu compañía.
Philippa se alejó sonriendo. Banon tenía razón. Estaba actuando como una tonta, sin duda influida por la reina, que siempre predicaba la castidad a sus doncellas, no solo con palabras sino con el ejemplo. Sin embargo, en otros aspectos la corte era un paraíso de lujuria y libertinaje. Eso la confundía y no podía determinar con exactitud qué cosas estaban bien y qué cosas, mal.
Al llegar a la cocina, ordenó que prepararan una canasta con pan, jamón, queso y vino.
– Y también quiero uno de esos deliciosos pasteles de carne recién salidos del horno. ¡Ah, y esas fresas frescas que veo allí! Coloque una cantidad abundante, señor cocinero. El conde es un hombre robusto y de buen comer.
– ¿Cuándo vendrá a buscar la canasta?
– Dentro de una hora o tal vez antes. Mandaré a Lucy a retirarla.
Cuando regresó al salón, el conde ya había terminado de desayunar. Estaba solo, pues lord Cambridge casi nunca se levantaba antes de las diez de la mañana cuando se encontraba en Londres. Y, al parecer, las hermanas de Crispin tampoco.
– Esperaré a que se levante el tío Tom. No quiero partir sin antes avisarle adonde iremos. ¿Te gustaría salir al jardín? Es un día hermoso.
– Sí. Tengo una sorpresa para ti, Philippa. Como hoy cumples dieciséis, te he comprado un regalito.
Crispin St. Claire le entregó una bolsa de terciopelo.
– ¡Qué considerado! -se asombró la joven-. ¿Qué es?
– Ábrela y lo sabrás -sonrió el conde.
Philippa vació en la palma de su mano el contenido de la bolsa: una delicada cadena de la que pendía un medallón de oro tachonado de estrellas de zafiro.
– ¡Oh, es precioso, milord! ¡Muchísimas gracias! Después del tío Thomas, eres el primer hombre que me regala una joya.
Philippa levantó la cadena y se quedó admirando el medallón que lanzaba graciosos destellos a la luz del sol que se colaba por las ventanas.
– Bueno, de ahora en adelante seré yo quien goce del privilegio de regalar joyas a mi esposa. Permíteme que te la ponga. -Philippa le tendió la cadena. El conde la hizo girar y se la colocó pasándola suavemente por la cabeza-. Perteneció a mi madre y a mi abuela. Por tradición debe ser entregada a la condesa St. Claire. Uno de mis antepasados luchó en las cruzadas con el rey Ricardo Corazón de León y trajo esta hermosa reliquia de Tierra Santa.
Tomándola de la cintura, le dio un beso en el hombro y acomodó el medallón en el centro, deslizando los dedos entre los senos de la joven, como al descuido, aunque ambos sabían que lo había hecho a propósito.
Philippa sintió que se le aceleraba el pulso, pero esta vez no lo regañó ni se resistió. Mañana sería su esposa. Además, una vez formalizado el compromiso, la pareja se consideraba casada según las leyes del reino. Solo faltaba que la Iglesia bendijera y santificara la unión. Si la finalidad del matrimonio era la reproducción, ella debía rendirse a los deseos del conde. Y también, por qué no, a sus propios deseos. Las dudas y los interrogantes la agobiaban y, por primera vez en tres años, Philippa sintió una necesidad imperiosa de hablar con su madre.
– ¿Qué estás pensando? -inquirió St. Claire.
– Me gustaría que mi madre estuviera aquí. ¡Tengo tantas preguntas para hacerle!
– Sé que te preocupa tu inexperiencia, Philippa -adivinó su pensamiento.
– Te prohíbo leer mi mente -rió Philippa. Dio media vuelta y lo besó-. Gracias. El regalo es precioso y lo cuidaré como un tesoro.
Cuando salieron al jardín, vieron barcos navegando por el río desde Richmond hasta Greenwich. Cuando la nave real pasó cerca del muelle, Philippa y Crispin hicieron una amplia reverencia.
– ¡Philippa, Philippa! -Una niña con un vestido rojo escarlata movía frenéticamente la mano.
Philippa le devolvió el saludo y la pareja volvió a inclinarse en una reverencia.
– Es la princesa María-le dijo al conde-. ¡Buen viaje, Su Majestad!
Tras alejarse la majestuosa nave, se sentaron en un banco de mármol.
– ¿Por qué pasaron por aquí si Greenwich está en la dirección contraria? ¿Todos viajan en barco?
– En primavera, sí -explicó Philippa-. Algunos viajan en sus propias embarcaciones y otros, en las de amigos o conocidos. Son muy pocos los que pueden darse el lujo de tener un barco. La corte parte cuando lo decreta el rey y, a veces, la marea no coincide con sus decisiones. Entonces navegan primero río arriba y luego vuelven a bajar. Lo lógico sería que Su Majestad se rigiera por las mareas, pero nunca lo hace -rió Philippa-. Si prestas atención, escucharás el traqueteo de los carros cargados con el equipaje que avanzan por el camino. Entre ellos, van las personas que, supuestamente, prefieren hacer el viaje a caballo, pero que, en realidad, no pudieron conseguir un asiento en los botes. Yo he sido muy afortunada. Desde la primera vez que llegué al palacio, supe que ese era el tugar donde quería vivir. No concibo otro tipo de vida.
– Sabes que a partir de mañana ya no podrás pasar tanto tiempo en la corte. Como condesa de Witton, tendrás otros deberes que cumplir. Pero te prometo que iremos en Navidad y en mayo, por supuesto.
– Desde luego -acordó amablemente. La reina le había sugerido que en algún momento volvería a requerir sus servicios como dama de la corte y Philippa pensaba que el conde no se rehusaría a semejante reclamo. Estaba dispuesta a esperar.
Lucy salió al jardín y los saludó con una reverencia.
– Dice el cocinero que ya está lista la canasta, señorita. ¡Buenos días, milord!
– Me despediré del tío Tom -anunció Philippa.
– ¿Mis hermanas ya se han levantado, Lucy? -inquirió Crispin.
– No las he visto y tampoco a sus doncellas, milord.
– ¿Crees que serás feliz en Brierewode? Es muy distinto de Cumbria.
– Mi felicidad está allí donde se encuentre mi ama. Con su permiso, llevaré la canasta.
– No, yo me encargaré. ¿Cuál es la barca?
– La que tiene cortinas azul y oro. Son los colores de Friarsgate. Lord Cambridge la hizo construir especialmente para lady Rosamund cuando vino a la corte tras la muerte de sir Owein Meredith.
– ¿Piensas que le agradaré a la madre de Philippa?
– Si es bueno con su hija, sin duda lo querrá.
– Hago todo lo posible por ser bueno con tu ama, Lucy.
– Ella admira demasiado a la reina, milord, pero, por favor, no se le ocurra repetir mi comentario -dijo Lucy guiñándole el ojo-. ¿Me comprende, verdad?
El conde se echó a reír.
– Sí, y me ocuparé de borrar esa nefasta influencia lo antes posible. Luego, se dispuso a llevar la canasta a la embarcación que se mecía junto al muelle.
Entretanto, Philippa había entrado a la casa y subido las escaleras rumbo a los aposentos de lord Cambridge. Golpeó suavemente la puerta y fue recibida por el ayudante personal de Thomas Boldon.
– Buenos días, señorita Philippa -la saludó.
– ¿Ya está despierto?
– Sí, se levantó hace más de una hora y ya está impartiendo órdenes al señor Smythe. Le diré que ha venido. La joven fue admitida de inmediato.
– ¡Feliz cumpleaños, queridísima mía! -exclamó el tío Tom.
– ¿Puedo expresarle mis mejores deseos, señorita? -dijo William Smythe con una galante inclinación. Se hallaba de pie junto a la cama de su empleador.
– Por supuesto. Muchas gracias.
– ¡Esa joya que adorna tu cuello es una hermosura! -opinó el tío Tom-. Jamás la había visto antes y no es uno de mis regalos. Acércate para que la observe con detenimiento.
– ¿No es bellísima? Me la regaló el conde para mi cumpleaños. Dice que perteneció a todas las condesas de Witton desde que un antepasado suyo y cruzado de Ricardo Corazón de León la trajo de Tierra Santa. -Se quitó la cadena y se la tendió a lord Cambridge.
– Es una pieza sublime, tesoro -confirmó luego de examinarla y devolverla a su dueña-. Espero que Crispin tenga tan buen gusto como su ancestro.
– Vine a decirte que tomaremos la barca de mamá y pasaremos el día junto al río. Acabamos de ver pasar a la corte rumbo a Greenwich.
– Nunca entenderé por qué el rey se empecina en ignorar las mareas. Ese necio cree que puede controlar todo en su vida. Ve, pequeña, y diviértete. Yo me encargaré de entretener a tus cuñadas. Tal vez las lleve a la torre para ver los leones del rey. ¿Dónde está Banon? ¿Ya llegó a casa?
– Sí, y desayunamos juntas. Ahora está durmiendo la siesta. Se siente muy feliz de estar contigo y de regresar a Otterly. ¿Robert Neville viajará con ustedes o ya ha partido hacia el norte?
– Viajará con nosotros, porque debemos pasar por la casa de su padre para firmar el compromiso y arreglar la fecha de la boda antes de seguir camino a casa. Vendrá hoy a la noche. ¿Verdad, Will?
– Así es, milord.
– Entonces, me marcho ya mismo, y reza porque pueda escapar al jardín sin ser acosada por mis cuñadas.
El conde la esperaba en el muelle. Muy galante, la ayudó a subir al bote. La barca navegó río arriba, manteniéndose siempre cerca de |a costa donde las corrientes eran menos traicioneras.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Philippa.
– No tengo la menor idea. Desconozco esta parte del río. Reconoceré el lugar cuando lo vea -dijo el conde mientras la estrechaba en sus brazos.
– ¿Y cómo lo verás si estás ocupado besándome? -preguntó con curiosidad. Crispin la miraba con una expresión extraña en sus ojos grises, pero esta vez Philippa no sintió ningún temor.
– Dudo que el sitio perfecto se encuentre tan cerca de la casa de lord Cambridge, así que podemos besarnos a gusto. La práctica es muy útil, dicen. -Sus labios rozaron los de Philippa-. Y tú has estado descuidando el estudio, pequeña. -Le dio un dulce y prolongado beso.
– Estaba esperando al maestro indicado, milord -le dijo en un tono seductor cuando sus labios se separaron-. ¿Acaso eres tú?
Philippa estaba asombrada de su desfachatez. ¡Estaba flirteando con el hombre que la desposaría al día siguiente! Crispin le levantó la barbilla y clavó la vista en sus ojos color miel, que lo miraban con una timidez irresistiblemente seductora.
– Lo soy, Philippa. Te enseñaré todas las técnicas amatorias, no solo los besos. ¿Comprendes?
– Sí -murmuró-. Hoy no llevo camisa y el vestido se desata en la parte delantera. -Enseguida se ruborizó por esa atrevida confesión. El conde estaba realmente asombrado.
– ¡Me halagas, Philippa!
– Bueno, ya estamos comprometidos y mañana nos casaremos -sonrió y prefirió cambiar de tema-: ¿Nunca estuviste comprometido antes?
– No. Mientras mi padre vivió, no le veía sentido al matrimonio y sabía que, si algo malo me ocurría, los hijos de mis hermanas heredarían el título.
– Pero decidiste irte de Brierewode.
– No tenía nada que hacer allí, Philippa. Mi padre no quería compartir su autoridad con nadie más, ni siquiera con su único hijo varón y heredero. Fui a probar suerte a la corte y llamé la atención del cardenal Wolsey. Al poco tiempo, comenzaron a encomendarme misiones diplomáticas. Un buen día me enviaron a San Lorenzo, un pequeño ducado entre Italia y Francia. El embajador anterior irritó al duque hasta hartarlo: lo expulsó y le dijo al rey que no deseaba más diplomáticos ingleses. Enrique VIII me envió para calmar los ánimos del soberano de San Lorenzo, pero no lo logré. Fui trasladado al ducado de Cleves, y mientras trabajaba allí, murió mi padre. Entonces abandoné mi puesto. No tenía tiempo para pensar en casarme mientras servía al rey.
– Eres más joven que tus hermanas.
– Sí. Tengo treinta años; Marjorie, treinta y siete y Susanna, treinta y cinco. Mi madre era una mujer de salud frágil, pero estaba empecinada en darle un hijo varón a su esposo. El esfuerzo acabó minando sus escasas fuerzas y murió justo después de mi segundo cumpleaños.
– Yo tenía seis años cuando murió mi papá. Me quedaron vagos recuerdos de él, pero mis hermanas no lo recuerdan para nada. Todos dicen que Bessie, la menor, se parece a mi padre y que Banon y yo nos parecemos a mi madre. En cambio, mis hermanos son iguales a su papá, Logan Hepburn.
– Es escocés, ¿verdad?
– Sí. Su casa está muy cerca de Friarsgate, del otro lado de la frontera. Estuvo enamorado de mamá desde la infancia.
– ¿Tu madre solía pasar mucho tiempo en la corte?
– ¡No! ¡La odiaba! Cuando murió su segundo esposo, estuvo bajo la tutela del rey Enrique VII. El rey le pidió a mi padre que la escoltara durante el viaje al palacio. En la corte conoció a la reina Margarita de Escocia y a Catalina y las tres eran damas de honor de la Venerable Margarita. Mamá solía visitar a las dos reinas tras la muerte de papá, pero siempre añoraba sus tierras.
– En cambio, tú amas la corte.
– Desde el primer día que vine con el tío Tom y mamá.
– Bueno, eso es algo que tenemos en común. Me gusta la corte, pero también quiero un heredero.
– Conozco mis deberes, milord, y te prometo que los cumpliré.
– Pero primero debemos intimar más, pequeña. Ya sabes que los bebes no nacen del aire -bromeó mientras le acariciaba el rostro.
– Eso lo sé muy bien, pero me falta un poco de información -admitió con candidez.
– Soy un hombre paciente, Philippa, no puedes negarlo -dijo y comenzó a desatar lentamente el corpiño-. Para lograr una buena intimidad, debemos procurarnos placer el uno al otro. -Abrió la prenda y miró extasiado sus pequeños senos blancos y redondos-. ¡Oh, eres hermosa! -exclamó deslizando su dedo entre los senos.
Philippa se mordió el labio con nerviosismo y le susurró algo en voz tan baja que él tuvo que pegarse a ella para escucharlo.
– Los remeros, milord.
La cálida fragancia de su piel atizaba sus sentidos.
– No tienen ojos en la nuca, pequeña, ya te lo dije…
Ahuecando la mano, envolvió uno de sus senos, suave y trémulo como un gorrión atrapado. Tocó el pezón con la yema del dedo y notó cómo se endurecía. Bajó la cabeza y lo lamió con suma lentitud. Ella contuvo el aire hasta que exhaló un fuerte suspiro, seguido por un agudo gritito de estupor.
– ¡Aaah!
– ¿Te gustó? -preguntó el conde levantando la cabeza. Philippa asintió con los ojos bien abiertos, pero no pudo emitir palabra.
– ¿Quieres que lo haga de nuevo?
– ¡Sí! -dijo con esfuerzo, pues sentía una opresión en la garganta.
El conde cubrió de besos el cálido pecho desnudo, y sintió cómo el corazón de su prometida latía cada vez más aceleradamente. Lamió el otro pezón y comenzó a succionarlo con delicadeza.
Ella se estremeció de placer y un leve gemido escapó de su boca. Entonces Crispin empezó a chupar el pezón con más ardor hasta que la joven experimentó una extraña sensación en sus zonas más íntimas, como un cosquilleo o, mejor, una vibración. Notó que estaba mojada, pero esa humedad no era pis, sino una sustancia pegajosa. Frotó su cuerpo contra él.
De pronto, Crispin St. Claire se detuvo y la miró azorado. Con cierta turbación, se apresuró a cerrarle el vestido.
– ¿Eres una bruja? -murmuró.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué te detienes? ¡Me gustaba lo que estabas haciendo!
– Y a mí también -admitió-. Demasiado… No soy un hombre lujurioso, pero si continuamos así, me temo que te robaré la virginidad antes de que la Iglesia bendiga nuestra unión. Podrías odiarme, Philippa, y no quiero que me odies.
– Déjame a mí -dijo, y terminó de atarse el corpiño, rematando los lazos con unos delicados moñitos-. Jamás me habían tocado con tanta ternura, milord. Al principio sentí miedo, pero luego, a medida que jugabas con mi cuerpo, el temor se fue desvaneciendo y empecé a disfrutar de tus caricias. ¡No quería que te detuvieras!
– Si bien nuestra relación comenzó por un pedazo de tierra, ahora te deseo con locura. Pero también debo honrarte como esposa. Jamás te despojaría de tu virtud en un bote en medio del Támesis, aunque juro que, si no fueras virgen, pequeña, te habría hecho el amor hace cinco minutos.
Luego, la besó con voracidad, enroscando su lengua en la de Philippa. Se apretó contra ella con fuerza y aplastó sus senos hasta hacerla gritar de dolor.
– ¡Lo siento! -se disculpó el conde-, ¡Por el amor de Dios! ¿Qué has hecho para embrujarme de esta manera?
El miembro se le había puesto rígido como una piedra por ese inocente juego destinado a preparar a la novia para los deberes maritales.
– ¿Acaso tengo poderes mágicos, milord? -bromeó Philippa. De pronto, sintió una felicidad que nunca antes había experimentado.
– Sí. Eres una pequeña hechicera, chiquilla. No tienes idea del poder que ejerces sobre mí en este momento. Me temo que pronto te convertirás en una mujer muy peligrosa.
– No comprendo muy bien lo que dices, pero me encanta cómo suenan tus palabras, milord.
– Philippa, mi nombre es Crispin. Quisiera que me llamaras por mi nombre.
– Crispin. ¿Solo Crispin?
– No. Crispin Edward Henry John St. Claire. Me pusieron Edward y Henry por los reyes y John, por mi padre.
– ¿Y Crispin?
– Por un antepasado. Cada tantas generaciones un varón de la familia es bendecido, o maldecido, según el punto de vista, con ese nombre.
– Me agrada, Crispin. ¡Oh, mira! ¡Hay un bosquecito de sauces en la margen derecha del río! Por favor, diles a los remeros que nos lleven allí.
El conde descorrió las traslúcidas cortinas y dio la orden a los remeros, que se apresuraron a obedecerla. Cuando el bote tocó la costa, St. Claire salió de un salto y ayudó a Philippa a desembarcar. Uno de los remeros les tendió la canasta, una manta donde sentarse y varios almohadones de seda, y preguntó:
– Vimos una posada río abajo, milord. ¿Podríamos ir allí Ned y yo?
– ¿Cuánto falta para que cambie la marea?
– Unas cuatro horas y después viene la calma.
– Regresen dentro de tres horas o antes, si lo prefieren. Navegaremos río abajo hasta que la marea vuelva a cambiar.
– Gracias, milord -dijo el remero. Subió a la barca y, junto con su compañero, la hizo girar en dirección a la posada.
Philippa, entretanto, extendió la manta debajo de un enorme sauce, la rodeó de almohadones y, en el centro, colocó la canasta.
– ¿Quieres sentarte a mi lado, Crispin?
La intimidad con un hombre ya no la asustaba sino que, por el contrario, comenzaba a gustarle. Realmente disfrutaba de las caricias del conde. Antes de que él se acercara, se desató los moños y se humedeció los labios con la lengua.
Cuando el conde la miró, se quedó sin aliento, fascinado por la belleza de su prometida. No llevaba cofia ni velo y su abundante cabellera caoba caía con naturalidad sobre los hombros y la espalda. Su vestido de seda verde Tudor era de una sola pieza y los labios insinuantes de la joven invitaban a desgarrarlo. Crispin no entendía lo que le estaba pasando. ¿Por qué sentía ese deseo irrefrenable de poseer a Philippa Meredith?
Philippa hizo una profunda inspiración y luego exhaló todo el aire. Su pecho subía y bajaba, haciendo que el corpiño se abriera peligrosamente.
– Siéntate a mi lado, milord -invitó al conde con voz muy dulce.
– No es una buena idea.
– Sí que lo es. ¿Acaso no tenemos que conocernos mejor? -Extendió su mano hacia él-. Ven, siéntate. Quiero que me beses y me abraces de nuevo. Estamos solos, nadie nos verá en nuestro bosquecillo de sauces.
Sin tomarle la mano, Crispin se sentó. Era un adulto experimentado y podría refrenar sus impulsos un día más.
– Tengo hambre -dijo echando un vistazo a la canasta. La comida lo haría olvidar la pasión.
– Yo también -replicó mirándolo como si él fuera una deliciosa golosina que quería probar ya mismo.
El conde trataba de no sonreír. Estaba asombrado de lo que había provocado en esa niña inexperta con unos pocos besos y caricias. Era como si todas sus inhibiciones hubieran desaparecido.
– Señora -dijo en un tono deliberadamente severo y admonitorio-, debes aprender a controlarte.
– ¿Por qué? Quiero que me beses.
– Y pensar que ayer me rechazabas. ¿A qué se debe este cambio repentino? Antes no podía besarte y ahora tengo la obligación de hacerlo.
– Es que ahora estamos comprometidos y mañana será el día de nuestra boda -explicó Philippa-. ¿No deseas besarme, Crispin?
– Philippa, quiero besarte y acariciar tus deliciosos senos. Pero debo confesar que lo que empezó como una inocente lección amorosa ha avivado tanto mi deseo que temo no poder controlarme. Quiero que seas virgen en nuestra noche de bodas. Que los sirvientes chismorreen sobre las sábanas manchadas de sangre una vez que hayamos partido hacia Brierewode.
– ¡Oh, Crispin! Te cubriría de besos ahora mismo, si no corriera el riesgo de liberar esa bestia feroz que, dices, hay en ti. Cuando vuelva a servir a la reina, le contaré cuan honorable es el hombre con quien me he casado. Eres el marido que ella habría soñado para mí, Crispin. Aunque has despertado en mí un lado nada casto. Ansío mucho tus caricias.