CAPÍTULO 17

Philippa no podía ver a los hombres que hablaban claramente de asesinar al rey Enrique, pero ellos tampoco podían verla a ella. Sin embargo, cuando la tormenta de polvo amainara y advirtieran su presencia, ¿se darían cuenta de que los había escuchado?

– ¿Estamos de acuerdo, entonces? -preguntó un hombre de voz ruda en un francés extraño.

– Así es -replicó una segunda voz-. Todos estarán en el mismo lugar al mismo tiempo. No podemos dejar pasar esta oportunidad, mes amis, pues no volverá a repetirse. Los malditos ingleses ya no seguirán reclamando el trono de Francia, y nosotros nos apoderaremos de Inglaterra. Una vez eliminados el presuntuoso Enrique Tudor, su beata esposa española y el rechoncho cardenal, Francisco tomará bajo su tutela a la princesa María, la prometida del delfín, e Inglaterra será nuestra. Cuando el rey se entere de nuestra hazaña, de seguro nos recompensará generosamente.

– ¿Y no se enojará el emperador? Después de todo, la reina es su tía. Además, ¿realmente crees que nos recompensarán? ¿No es posible que nos ejecuten por lo que planeamos hacer?

– ¡Por supuesto que el emperador se va a enojar, idiota! Pero nuestros agentes en Inglaterra arrancarán a la princesita de las manos de sus guardianes y la traerán a Francia. Tal vez Francisco se enfade al principio, pero enseguida apreciará las ventajas de la situación. Además, la reina Luisa de Saboya nos protegerá pues ¿no somos acaso sus sirvientes? Cuando el rey tenga en sus manos a la princesa, podrá celebrarse la boda y el emperador no se animará a desafiar a la Iglesia. Inglaterra dejará de ser una amenaza para nosotros y se convertirá en súbdita de Francia. Los nobles ingleses no tardarán en aceptar la nueva situación, pues la aristocracia siempre trata de caer bien parada. Lo único que les importa es su propio bienestar; siempre ha sido así. Todos se echaron a reír a mandíbula batiente.

– La señal será la salamandra del rey, ¿entendido?

Oui.

El viento empezó a amainar y la nube de polvo se disipaba progresivamente. Philippa no tenía lugar donde esconderse. Apretando los dientes, decidió avanzar.

– ¡Abran paso, abran paso! -gritó caminando en medio de la penumbra en dirección a los conspiradores. Ahora podía verles el rostro-. ¡Muévanse! Dejen pasar a la condesa de Witton. ¡Vamos, muévanse! -Estaba a centímetros de ellos.

– ¡Qué demonios…! -exclamó un sujeto de mirada torva, y se plantó delante de Philippa.

– ¡Apártese de mi camino, monigote! -dijo en inglés con arrogancia y clavó los ojos en el hombre.

– ¿Nos habrá escuchado? -preguntó otro de los franceses.

– ¡Dejen pasar a la condesa de Witton!

– ¿Cuánto tiempo estuvo aquí, madame? -le preguntó sujetándole las muñecas-. ¿Cuánto tiempo?

– ¿Cómo se atreve a tocarme con sus sucias manos? ¡Suélteme ya mismo! Haré que lo castiguen por su impertinencia.

El corazón le latía a un ritmo frenético. ¿Podría escapar de esa situación? ¿Lograría convencerlos de que no entendía lo que le decían ni el idioma que hablaban? Le dio un fuerte puntapié al bandido que la tenía atrapada.

El hombre la soltó maldiciendo y frotándose la pantorrilla, mientras sus compañeros reían ante el cómico espectáculo.

Madame, parlez vous français?-inquirió otro de los conspiradores.

– ¿Qué? ¿Qué dice? ¿Por qué no habla inglés? ¡Malditos rufianes franceses! ¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Unos forajidos quieren atacarme!

– No habla francés -opinó uno de ellos-. No pudo haber entendido nuestra conversación, y si sigue aullando como una loca atraerá la atención de todo el mundo. Dejémosla ir, Pierre, antes de que vengan a socorrerla los caballeros. Fíjense en su ropa. Es una dama.

– ¡Deberíamos estrangular a la perra! Pensé que las finas damas de la corte sabían francés, pero parece que no es así, Michel.

Finalmente, el hombre se apartó y dejó pasar a Philippa, que alzó la falda y corrió hasta llegar al campo de juego. Respiró aliviada y miró a su alrededor en busca de alguna rostro conocida. Gritó al sentir que una mano firme le apretaba el codo. Dio media vuelta y se encontró con su marido.

– ¿Dónde estabas? ¿Y qué hiciste? -Su mirada traslucía enojo y también preocupación.

– ¡Hay un complot, milord! -atinó a decir Philippa-. ¡Un complot para matar al rey!

– ¿A cuál rey? -preguntó alarmado.

– ¡Al nuestro, a Enrique Tudor! Me importa un maldito rábano el rey francés.

– ¿Cuándo?

– No lo sé.

– ¿Dónde?

– Tampoco lo sé.

– ¿Quiénes son los asesinos? -A esa altura Crispin estaba bastante exasperado.

– Eso tampoco lo sé.

– ¡Por Dios! -rugió el conde llamando la atención de la gente-. Dices que van a asesinar al rey y no sabes cuándo ni dónde ni quiénes lo cometerán, y sospecho que tampoco sabrás por qué. ¿Estás loca, Philippa? ¿Es posible que el calor y el polvo te hayan afectado tanto?

– Por favor, Crispin, no hablemos aquí. Vayamos a nuestro pabellón y te contaré lo que he escuchado.

La tienda se balanceaba, pero seguía firmemente clavada al suelo.

– Entra los caballos, Peter. Este horrible viento durará un buen rato.

– Sí, milord.

Al ingresar a la carpa, saludaron a Lucy y le pidieron que se retirara.

– Siéntate, Philippa, y explícame lo ocurrido. Fui a buscarte a donde estaban reunidas las damas de la reina y me dijeron que te habías ido con mi primo. Ya habrás notado que Guy-Paul no es una persona confiable. Siempre fue un niño taimado, y al reencontrarme con él me di cuenta de que no ha cambiado. ¿Qué demonios hacías con él?

– ¿Estás celoso? -Philippa se sorprendió de sus propias palabras. ¿Por qué iba a estar celoso? Sabía que su esposa era una mujer honorable y que jamás lo traicionaría. ¿Por qué le perturbaba tanto que hubiera estado con su primo?

– Responde la pregunta -urgió el conde.

– Francisco me vio en el banquete de la reina y le gusté. Quiso conocerme y yo acepté, pues no me parecía nada malo encontrarme con el rey.

– ¿No te parecía nada malo ofrecerte en bandeja como un cordero a un goloso caballero? ¿Qué pasó entre ustedes dos? -preguntó con frialdad.

– ¡No pasó nada! -replicó Philippa, indignada de que Crispin desconfiara de ella-. ¿Cómo osas dudar de mi honor? Soy tu esposa, y no una ramera de la corte.

– Una mujer que se entrevista con ese rey corre serio peligro de perder su buen nombre, que, te recuerdo, es también mi nombre, ¡maldita sea! ¿Qué hacía mi primo mientras conversabas con Francisco de Valois? ¿Había otras personas o estabas a solas con ese mujeriego empedernido?

– Tu primo me condujo hasta el monarca y luego huyó como una sucia rata de albañal. Espero que lo regañes por su indigna conducta; por mi parte, no quiero volver a verlo jamás. Ahora que sabes que nadie dañó ni mancilló una de tus posesiones, te contaré lo que escuché mientras trataba de encontrar el camino de regreso a nuestra tienda.

El conde estaba irritado. ¿Acaso creía que él la consideraba una mera posesión? ¿No se daba cuenta, por la forma en que le hacía el amor, de sus sentimientos hacia ella? Apretó los dientes y declaró:

– Estaba preocupado por ti, pequeña. No podía localizarte ni encontrar a ese bastardo que por desgracia lleva mi misma sangre. Ahora, háblame del complot que crees haber descubierto.

– No es ninguna creencia, Crispin, lo escuché con mis propios oídos. Eran tres hombres y, por lo que decían, estoy segura de que son sirvientes de la reina Luisa de Saboya. Uno, el más corpulento, se llamaba Pierre; el otro, Michel, y el tercero, no lo sé pues nadie lo llamó por su nombre. Hablaban de matar al rey, a la reina y al cardenal.

– ¿Con qué fin?

– Según escuché, unos compatriotas suyos que están en Inglaterra van a secuestrar a la princesa María y traerla a Francia para casarla con el delfín.

– Y entonces Inglaterra será súbdita de Francia -dedujo el conde.

– Así es, y decían que ni siquiera el Papa podría impedir esa boda.

– Es cierto, no tendría ningún motivo para oponerse, ya que el compromiso entre la princesa y el delfín fue acordado por Enrique Tudor y Francisco de Valois.

– Y también afirmaban que las grandes familias de la nobleza aceptarían la situación.

– No todas. Algunas saldrían a buscar un heredero inglés. Otras se pondrían del lado de Francia a causa de la princesa. Estallaría la guerra civil otra vez, Philippa -sacudió la cabeza-. ¿Qué más escuchaste?

– Dijeron que lo harían en algún momento en que los tres estuvieran juntos y que la salamandra del rey sería la señal.

– La salamandra es el emblema personal de Francisco, pero, por lo que cuentas, no está involucrado en el complot. Sin embargo, su madre es una mujer muy ambiciosa. Haría cualquier cosa por su hijo, pero asesinar al rey de Inglaterra, a su reina y al cardenal es un plan de enorme envergadura. Hablaré con él, ahora. Es una suerte que hayas escuchado la conversación. Te aseguraste de que los conspiradores no te vieran, ¿verdad?

– Por supuesto que me vieron cuando se disipó el polvo, y se asustaron bastante. Trataron de retenerme, pero fingí que no entendía el francés y les hablé todo el tiempo en inglés. Fui muy vehemente e imperiosa -dijo con una risita-. En ningún momento manifesté miedo, aunque, obviamente, estaba aterrorizada. Es más, los traté con bastante rudeza, como suele comportarse una dama inglesa ante subordinados franceses -concluyó con una amplia sonrisa.

– Podrían haberte asesinado -murmuró el conde. La sola idea de perderla le destrozaba el corazón. Se dio cuenta de que la amaba y de que nunca se lo había dicho. ¿Y si Philippa hubiera muerto sin saber cuánto la amaba?

De pronto, se escuchó un ruidoso griterío y Peter salió a averiguar qué pasaba. Minutos más tarde, regresó con la noticia de que el enorme pabellón del rey Francisco había sido derribado por el viento.

– Las tiendas no estaban bien clavadas al suelo. Las nuestras no sufrieron mayores daños -informó el criado.

Tomando a Philippa por los hombros, el conde la miró a los ojos.

– Prométeme que te quedarás aquí, pequeña. Iré a hablar con el cardenal Wolsey. Él decidirá cómo manejar este asunto -la besó en la frente-. Vendré a buscarte si el cardenal desea verte.

Philippa asintió y se quedó mirándolo mientras él se alejaba. Se había mostrado muy enojado cuando la encontró y ella lo acusó de estar celoso. ¿Realmente lo estaba? ¿Por qué motivo? Ella jamás haría nada que enlodara su reputación, y él lo sabía.

¿Era posible que Crispin St. Claire sintiera cariño por su esposa o incluso amor? Nunca le había dicho nada, pero la forma en que le hacía el amor demostraba que, al menos, se sentía atraído por ella. La joven suspiró. Había una sola persona capaz de aclarar todas sus dudas: su madre, Rosamund Bolton, que se hallaba muy lejos de Francia, en el norte de Inglaterra. Philippa se sentó a esperar. No le quedaba otra alternativa.

– ¿Hay otro banquete esta noche? -preguntó Lucy acercándose a su ama.

– Sí, ve y preséntale mis excusas a la reina. Dile que el viento y el polvo me han causado un terrible dolor de cabeza, y que la veré mañana antes de misa.

– ¿Se encuentra bien, milady?

– No lo sé. ¡Vete ya!

– Regresaré enseguida.

Cuando Lucy volvió, Philippa reunió a los dos sirvientes, les contó lo que había escuchado y les explicó que el conde había ido a ver al cardenal para informarle del complot.

– No digan una palabra -les advirtió-. Ignoro qué hará el cardenal, pero supongo que querrá capturar a los conspiradores.

– ¡Qué horror! -exclamó Lucy, conmocionada.

– Mantendré la boca cerrada y los oídos bien abiertos, señora -dijo Peter.

– ¡Podría haber muerto asesinada, milady! ¿Y cómo diablos le hubiera dado semejante noticia a su madre? Además, Annie me habría acribillado.

Philippa sonrió ante el comentario.

– Me temo que cuando volvamos a Inglaterra la vida nos resultará aburrida -bromeó.

Lucy y Peter no pudieron contener la risa.

– Me permito decir que mi vida se ha vuelto más interesante desde que usted se casó con el amo -confesó Peter.

Finalmente, Crispin regresó y anunció que, después del banquete, cuando cayera la noche, el cardenal iría al pabellón del conde y la condesa de Witton para hablar con Philippa. Thomas Wolsey no quería que la joven se presentara en sus cuarteles, pues había mucha gente y su presencia allí resultaría sospechosa.

– Mandé decir a la reina que me encuentro enferma. No me sentía capaz de asistir a una gran reunión después de haberme enterado del plan de asesinato -explicó Philippa.

– Está bien. Iré a buscar al cardenal. Dado que he estado a su servicio previamente, a nadie le extrañará vernos partir juntos. Mi misión aquí era recabar información que pudiera interesarle al rey, pero no logré averiguar nada que no supiera todo el mundo, hasta que tú descubriste ese plan macabro. Agradezco a Dios que oyeras a esos hombres, pequeña, pero más le agradezco que te haya devuelto sana y salva.

– Les conté todo a Lucy y Peter -le comunicó Philippa, extrañada por la ternura en la mirada de su esposo.

– Hiciste bien, ellos deben saber lo que pasa y son lo bastante inteligentes como para mantener cerrada la boca. -La rodeó con sus brazos y le alzó la barbilla-. Promete que no irás a ninguna parte hasta que se haya resuelto este asunto.

– Lo prometo.

El conde la besó con tanta dulzura que ella parecía derretirse en sus brazos y quiso creer que la amaba, pero al instante trató de quitarse esa idea de la cabeza. Era su esposa y no debía importarle que la amara. Sin embargo, le importaba, y mucho, aunque no entendía por qué. Quería regresar a Inglaterra y hablar con su madre.

– No debes pensar cuando te beso -bromeó el conde.

– Estaba pensando en lo maravillosos que son tus besos. Creo que me gusta estar casada contigo, esposo mío.

– Me alegra oír eso, Philippa, pues yo también estoy muy contento de ser tu esposo, mucho más de lo que había imaginado. -Volvió a besarla-. Extraño nuestros juegos amorosos -le susurró al oído.

Philippa asintió ruborizada.

– También pensaba que no veo la hora de regresar a Inglaterra, milord. Estoy un poco cansada de la corte y deseo ver a mi familia. Quiero que los conozcas a todos y estoy ansiosa por mostrarte Friarsgate.

– ¿Acaso cambiaste de opinión, pequeña?

– No, en absoluto. Prefiero mil veces Brierewode; es un lugar pacífico e ideal para criar a nuestros hijos -dijo Philippa con las mejillas arreboladas.

– Tengo que prepararme para ir al banquete. Si sigo abrazándote así, querré llevarte a la cama y hacerte el amor para concebir al primero de nuestros hijos.

Con sus delicados dedos, Philippa le acarició el rostro.

– Ya habrá tiempo para eso, milord. Pronto regresaremos a nuestra querida Inglaterra.

– Antes de ir al norte quisiera pasar por Brierewode.

– Mi hermana se casará a fines del verano. Sabremos la fecha exacta cuando lleguemos a Oxfordshire. Estoy dispuesta a quedarme en Brierewode todo el tiempo que sea necesario, pero de ninguna manera me perderé la boda de Banon con el joven Neville.

– De acuerdo, pero con la condición de que pasemos el invierno en nuestro hogar. Nos imagino a los dos juntos sentados frente al fuego mientras afuera es de noche y nieva.

– Acepto, milord -replicó Philippa con una sonrisa-. Pero me sentarás en tu regazo, me acariciarás como sólo tú lo haces y me llenarás de placer.

– Señora -gimió Crispin-, el cuadro que pintas es tan tentador que borraría todos esos meses que faltan para poder gozar de tan dulce intimidad.

– Peter -ordenó la joven-. Ayuda a tu amo a vestirse para la fiesta de esta noche. Lucy, ve al pabellón de la cocina y tráeme algo de cenar. -Se deslizó suavemente de los brazos de Crispin. "Lo amo" -pensó.

El conde se lavó con el agua de la jofaina y luego se emperifolló para el banquete.

– No sé cuándo estaré de regreso -dijo a Philippa antes de salir-. Sabes cómo son estas fiestas en las que los anfitriones se desviven por impresionar a los invitados. -Besó sus labios y se retiró con un suspiro de tristeza.

Lucy sirvió una suculenta cena. Apenas podía mantenerse en pie por el peso de la bandeja que cargaba. La señora y sus criados se sentaron a la mesa y comieron un enorme pollo asado, tres pasteles de carne, pan fresco, mantequilla, un queso blando francés y duraznos frescos. Pese a los terribles acontecimientos de ese día, Philippa tenía mucho apetito. Devoró con fruición los deliciosos platos, bebió dos copas de un exquisito vino dulce, y al rato la invadió una profunda modorra, pero dijo:

– No debo quedarme dormida.

– Y tampoco puede permanecer despierta, milady -señaló Lucy-. Vaya a la cama. La despertaré en cuanto vuelva el señor. -Acompañó a su ama al dormitorio, la ayudó a desvestirse, le puso el camisón, le cepilló la larga cabellera y la acostó en la cama. Philippa se durmió enseguida-. Pobre señora -dijo Lucy a Peter cuando entró al otro cuarto-. Fue muy valiente hoy, pero imagino que habrá sentido un miedo atroz. Yo me hubiera aterrorizado en su lugar.

Hacia la medianoche, el conde regresó a la tienda acompañado por el cardenal Wolsey y uno de sus sirvientes. Ordenó a Lucy que despertara a su esposa. Philippa se apareció en su largo camisón de seda, que se ataba al cuello con cintas de seda blanca. Era un atuendo bastante modesto, dadas las circunstancias. El cabello suelto la hacía parecer más joven e inocente.

– Su Gracia -dijo con una reverencia y besó la enorme mano de Thomas Wolsey.

El cardenal tomó asiento, pero no invitó a sentarse a sus anfitriones.

– Su esposo me ha contado el episodio de esta tarde. Ahora quisiera escuchar sus propias palabras, señora. Dígame qué pasó cuando dejó la tienda del rey.

Philippa se sonrojó.

– El primo de mi esposo había desaparecido y yo no sabía cómo volver al sector inglés. Como sabrá, Su Gracia, en esa zona las carpas son pequeñas, están alineadas una al lado de otra y forman un verdadero laberinto. Después de caminar para uno y otro lado, escuché una conversación entre dos hombres.

– Su esposo me dijo que eran tres individuos -interrumpió el cardenal.

– Así es, pero solo hablaban dos de ellos. Al principio, no podía verlos a causa del polvo -explicó Philippa clavando la vista en el cardenal.

– Prosiga, señora -dijo Thomas Wolsey. Cuando Philippa concluyó el relato, el hombre asintió con la cabeza y preguntó-: ¿Está segura de que eran sirvientes de la reina Luisa de Saboya?

– Sí, Su Gracia, y decían que ella los protegería en caso de que los atraparan. Tengo la impresión de que el complot es una idea que se les ocurrió a esos hombres para congraciarse con su ama.

– Me sorprende que una joven que ha pasado cuatro años en la corte no conozca las iniquidades de las que son capaces los seres humanos. Es usted muy ingenua, señora, y sospecho que se debe a la influencia de Su Majestad Catalina -comentó el cardenal-. A decir verdad, no me interesa si la reina Luisa está involucrada; lo importante es encontrar la manera de impedir que el crimen se lleve a cabo. Con excepción de esos tres imbéciles, todos los demás escaparán al castigo, en especial los más poderosos. ¿Cuándo planean cometer el asesinato? Ese es el meollo de la cuestión.

– Dijeron que lo harían en un momento en que ustedes tres estuvieran juntos.

El cardenal se sumió en una profunda reflexión, mientras sus elegantes dedos tamborileaban en el apoyabrazos de la silla. Frunció los labios, cerró los ojos y al rato los abrió.

– ¡Ya sé! -exclamó.

– ¿Milord? -preguntó el conde.

– El último evento de esta pomposa fanfarria es una misa que yo mismo presidiré y a la que asistirá todo el mundo. Es el lugar perfecto para perpetrar un asesinato. Enrique Tudor y Catalina, Francisco, la reina Claudia y Luisa de Saboya estarán en la primera fila. -Luego volteó hacia Philippa-. ¿Sería capaz de reconocer a esos tres sujetos, señora? ¿Pudo observar bien sus rostros pese al miedo?

– Estaba asustada, milord, pero el miedo no llegó a enceguecerme. Puedo reconocerlos sin dificultad.

– Supongo que no exigirá a la reina Luisa que haga desfilar a todos sus sirvientes para someterlos a una inspección -acotó el conde de Witton.

– Por supuesto que no, mi querido Crispin. En primer lugar, sería muy fácil para los conspiradores eludir esa inspección y, además, dudo que la reina conozca a todos sus sirvientes.

– Entonces su idea es esperar hasta el día de la misa. ¿No le parece peligroso, Su Gracia? ¿Habrá tiempo para detener a esos malhechores?

– No queda otra opción -replicó el cardenal con voz calma-. Dios nos protegerá. Ahora, debo regresar antes de que empiecen a preocuparse por mi ausencia. Señora, la felicito por su inteligencia y su valentía. No conocí personalmente a su padre, pero sé que estaría muy orgulloso de usted. -Tendió la mano a Philippa, que se la besó, y se dirigió al conde-: Ha elegido una excelente esposa, Crispin. -Volvió a extender su regordeta mano para que el conde se la besara-. Les deseo buenas noches -se despidió.

– Me parece un hombre muy seductor y a la vez atemorizante.

– Es las dos cosas, pequeña.

– ¿Realmente no intentará hallar a los asesinos antes de la misa? Si fuéramos al campamento francés, podríamos encontrarlos.

– O ellos podrían encontrarnos a nosotros. Y entonces descubrirán que entendiste cada una de las viles palabras que pronunciaron. No, pequeña, aunque el plan del cardenal parezca demasiado sencillo e incluso peligroso, debemos confiar en él. Ese hombre sabe lo que hace.

El conde la abrazó y le dio un beso en la frente. Philippa se apoyó contra el pecho de su esposo, embriagada por una sensación de absoluta felicidad. "Lo amo -pensó-. Ojalá también me ame, pero a pesar de que se ha comportado muy bien desde el día de la boda, sé que se casó conmigo por mis tierras. Nunca me amará".

Al día siguiente los gobernantes de Inglaterra y Francia intercambiaron regalos, con la intención de demostrar la amistad que reinaba entre los soberanos. Sin embargo, debajo de ese barniz civilizado, seguía existiendo la vieja rivalidad.

Después de casi un mes de fiestas, torneos y diversas actividades sociales, el encuentro llegaba a su fin. El día de la entrega de los suntuosos regalos, no había combatientes en el campo de juego, sino carpinteros, vidrieros, albañiles y artesanos que trabajaban sin descanso para erigir una capilla temporal. Los dos reyes juraron que algún día se levantaría en ese mismo lugar la iglesia de Nuestra Señora de la Amistad, donde volverían a reunirse allí para rezar y estrechar aún más sus vínculos. El cardenal Wolsey sería el encargado de colocar la piedra fundacional de ese templo luego de la misa final.

La corte en pleno asistió a la capilla. Philippa y su marido lograron ubicarse junto a la reina. El altar estaba adornado con los candelabros de la abadía de Westminster y cubierto por un mantel traído de Notre Dame de París. Los cálices pertenecían a ambas catedrales. El cardenal, vestido con su toga color púrpura, era asistido por sacerdotes ingleses y franceses.

De pronto, Philippa reconoció al hombre que había permanecido callado durante la ominosa conversación. Al principio no podía creer lo que estaba viendo, pero, luego, se inclinó hacia su marido y le susurró al oído:

– ¡Crispin, uno de los conspiradores está en el altar con el cardenal! ¡Dios mío, es un sacerdote! ¡Qué horror!

– ¿Cuál es? -preguntó el conde al tiempo que hacía señas a uno de los sacerdotes ingleses que él conocía y que se hallaba junto a la reina.

– El hombre pelirrojo. Ese día llevaba una capucha y el polvo le oscurecía el color de su cabello, pero estoy absolutamente segura de que es él. Hay solo dos ancianos sacerdotes entre él y el cardenal -dijo con nerviosismo.

– ¿Milord? -preguntó el religioso inglés acercándose a Crispin.

– El hombre pelirrojo que está junto al cardenal es un asesino, padre. Wolsey sabía que estaría aquí, pero ignoraba su identidad. Acabamos de reconocerlo. ¿Podría avisarle a Su Gracia?

El sacerdote asintió con la cabeza. Sabía que el conde había sido funcionario del rey y que su esposa era una devota servidora de la reina. Sigilosamente se deslizó entre los coristas y se paró en uno de los extremos del altar. Susurró algo al oído de otro sacerdote y se desplazaron con sumo cuidado hasta colocarse a ambos lados del conspirador.

– Tendrá que acompañarnos, padre -susurró el hombre de la reina-. Se ha descubierto el complot y el cardenal desea hablar con usted después de la misa.

El francés se sobresaltó, pero se dejó escoltar por los caballeros sin oponer resistencia. Salieron al campo de juego por una puerta lateral. El conde, que los estaba aguardando, echó una rápida mirada al prisionero y descubrió una peligrosa daga, cuya punta era más oscura que el resto de la hoja.

– ¡Cuidado! -gritó Crispin-. ¡La daga está envenenada!

– Salvaron la vida del cardenal, pero muy pronto su rey y su reina serán asesinados. Y no podrán hacer nada para impedirlo -gruñó el conspirador.

El conde lo agarró del cuello y casi le rozó la garganta con la punta de la ponzoñosa daga.

– ¡Dígame cómo se llaman y dónde están sus secuaces!

– ¡Váyase al infierno!

– ¿Realmente cree que asesinando a los monarcas de Inglaterra y secuestrando a su hija, Francia va a regir mi país? ¿Está dispuesto a perder su vida por esa ridícula idea? ¿Acaso no sabe que hay otros herederos legítimos del trono?

El sacerdote permaneció en silencio, pero era evidente que estaba reflexionando en las palabras del conde.

– ¿Qué harán con nosotros? -preguntó finalmente.

– Dígame quiénes son y dónde están los otros conspiradores y los entregaremos a su ama. Ella decidirá qué hacer con ustedes. No queremos romper los lazos de amistad que se han creado entre ambos reinos. Hable ya mismo o le juro por Dios que le clavaré el cuchillo y lo dejaré morir sin la posibilidad de confesarse. ¿Acaso quiere presentarse ante el Creador con el alma mancillada por tan abyecto pecado?

– Sus nombres son Pierre y Michel, y son sirvientes de la reina Luisa. Ahora se encuentran junto a ella en la capilla. Pierre es el más alto de todos los presentes, después de su rey Enrique. Michel está parado a su derecha. ¡Quite esa daga de mi cuello, se lo suplico!

El conde arrojó al suelo al inicuo clérigo y le entregó el arma al sacerdote de la reina.

– Vigílenlo de cerca. Si intenta escapar, clávenle la daga.

Crispin St. Claire volvió a entrar en la capilla y habló unas palabras con el capitán de los alabarderos de la guardia real. Los hombres armados se dirigieron en silencio al lugar donde estaban los dos conspiradores, los tomaron del brazo sin siquiera darles tiempo a protestar y los llevaron discretamente fuera del templo. Muy pocos advirtieron lo que pasaba, pues la mayoría de los presentes estaban embobados por la pompa y la magnificencia de la misa y no querían perderse ningún detalle. Ni siquiera Luisa de Saboya se dio cuenta del pequeño alboroto.

Afuera, los tres conjurados estaban arrodillados en el suelo, con las manos atadas a la espalda y bajo la celosa vigilancia de la guardia de Enrique VIII. Los dos sacerdotes ingleses habían regresado a la capilla.

– Llévenlos a un sitio donde no los puedan ver los reyes ni las cortes -dijo el conde al capitán-. Hablaré con Su Gracia después de la misa y él decidirá qué hacer con ellos.

– Sí, milord -fue la respuesta.

De pronto, se escuchó un griterío procedente del campo.

– ¡La salamandra! ¡La salamandra! Había olor a pólvora y un fuerte silbido atravesó el cielo.

– ¿Qué fue eso? -preguntó el capitán.

– Parece que uno de los fuegos artificiales se disparó antes de tiempo. Iré a ver.

Y, efectivamente, tenía razón. Según le contaron los encargados del ígneo espectáculo, un jovencito había encendido por accidente la salamandra, el emblema personal del rey Francisco.

– ¡Torpe! -exclamó enojado el especialista en fuegos de artificio-. Si hubiera arruinado otra pieza, lo habría perdonado, pero ¡el símbolo del rey! No tendré tiempo de hacer otro.

– ¿Dónde está el niño? -preguntó Crispin.

– Le di una paliza y lo dejé ir.

– ¿Sabe quién es?

– El inútil hijo de mi hermana. -Necesito hablar enseguida con él.

– Piers, pequeño idiota, ¿dónde te has metido? ¡Ven ahora mismo o te despellejaré el trasero cuando te encuentre! -gritó el artesano.

Esperaron un largo rato, hasta que apareció un muchachito sucio; parecía hambriento.

– ¡Ven aquí, idiota! Este distinguido caballero desea hablar contigo.

– Ven aquí, pequeño -dijo el conde con voz amable.

– Sí, milord -susurró el niño, asustado.

– Mira, muchacho, debes decirme la verdad y si lo haces te recompensaré. Y no trates de engañarme pues lo notaré enseguida. ¿Entendido?

– Sí, milord.

– ¿Alguien te pagó para que encendieras la salamandra cuando el sol estuviera en el cénit? Quiero la verdad. El niño parecía aterrorizado.

– ¿Hice algo malo, milord?

– Tal vez sí, pero solo quiero saber la verdad. ¿Alguien te pagó para que encendieras la salamandra?

– Sí, milord. Un sacerdote me dio un penique de plata. Dijo que la madre del rey quería hacerle una broma.

– ¿Un penique de plata? -exclamó el artesano-. ¿Dónde está, pequeño idiota? Deberías dármelo por todo el daño que me has causado. -Lo fulminó con la mirada y lo abofeteó-. ¡Dámelo!

– Se lo di a mamá. Tú no me has pagado nada desde que me tomaste como aprendiz. Y mamá lo necesita para alimentar a mis hermanitos.

El artesano volvió a azotar a su sobrino hasta que el conde le aferró el brazo.

– Deje en paz al chiquillo. Necesito que identifique al sacerdote y si lo hace habrá una recompensa para usted. Ha habido un complot para matar a una figura muy importante y la salamandra era la señal que esperaban los asesinos. Su pobre sobrino fue víctima de un engaño.

– ¡Santa Madre de Dios! -El hombre se persignó con nerviosismo.

– El niño es inocente. Lo único que hizo fue aprovechar la oportunidad de ganarse un penique de plata. Por fortuna, nadie resultó herido, pues la conspiración se descubrió a tiempo. Pero necesito que el joven identifique al sacerdote ante las autoridades pertinentes. Vengan conmigo.

– ¿Y usted quién es?

– Mi nombre no significará nada para usted; soy un servidor del cardenal Wolsey.

– De acuerdo, de acuerdo. Iremos con usted. -Todo el mundo, aun los franceses, sabían que el cardenal Wolsey era el verdadero gobernante de Inglaterra. Agarró al niño del cuello de la camisa y le gritó-: ¡Vamos, Piers, y di toda la verdad, basura inmunda!

El conde los condujo desde el lugar donde se habían instalado los fuegos de artificio hasta el pabellón del cardenal en el campamento inglés. El guardia apostado en la entrada lo reconoció y lo hizo pasar junto con sus acompañantes. Adentro vieron a los tres malhechores arrodillados frente a Thomas Wolsey, quien había regresado de la misa.

– ¡Es él! -gritó el niño sin esperar a que le preguntaran-. Es el sacerdote que me pagó un penique de plata por encender la salamandra.

El cardenal les indicó que se acercaran.

– Explíqueme lo que ocurre, Witton -reclamó el clérigo.

– ¿Recuerda que Philippa habló de la señal de la salamandra? Este niño es aprendiz del artesano de los fuegos de artificio y alguien le dio un penique de plata para que encendiera la salamandra cuando el sol alcanzara el cénit. El sacerdote que le pagó le dijo que la reina madre quería hacerle una broma a su hijo Francisco.

– ¿Y ese sacerdote está aquí, en mi pabellón, muchacho? -preguntó el cardenal.

– ¡Sí, Su Gracia! Es uno de los que están arrodillados -el niño señaló al culpable.

– Gracias, pequeño. Arrodíllense para que les dé mi bendición -les dijo al tío y a su sobrino.

Tras bendecirlos, tuvo un gesto que sorprendió al conde, pues el poderoso cardenal era famoso por su mezquindad: metió su mano en un bolsillo oculto bajo su toga y sacó dos monedas. La más grande se la entregó al artesano, y la más pequeña, al muchacho.

– Usted vuelva a su puesto y procure que los fuegos artificiales de esta noche deslumbren a todo el mundo -ordenó Wolsey al artesano-. El niño se quedará conmigo un tiempo más, pues tendrá que contar su historia a otra persona. -Luego se dirigió a uno de sus sirvientes-: Trae mi litera; iré a visitar a la reina Luisa de Saboya para averiguar qué opina de todo este complot. Crispin St. Claire, como siempre, ha hecho un excelente trabajo. Ahora vuelva al lado de su esposa y goce del espectáculo. Crispin hizo una reverencia.

– Gracias, mi cardenal. Me complace haberle sido útil una vez más, pero quien merece toda la gloria es mi esposa. Si no hubiese escuchado esa conversación, el maléfico plan habría tenido éxito.

El más corpulento de los prisioneros tuvo una súbita revelación y, mirando a su compañero Michel, protestó:

– ¡Te dije que había que estrangularla! La muy perra entendió cada una de nuestras malditas palabras.

– Así es, caballeros -replicó el conde, y salió del pabellón. Debía encontrar a Philippa y contarle todo lo que había sucedido.

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