CAPÍTULO 07

– Allí están mi heredera y su hermana mayor; es la que sentada a los pies de la reina, a quien mucho le simpatiza. Quizá Philippa le recuerde su juventud, cuando ella y la leal Rosamund compartieron momentos de dicha y también de tristeza -susurró lord Cambridge.

– ¿Es la muchacha vestida de verde? -quiso confirmar el conde.

– Sí, de verde Tudor -bromeó Tom-. Todavía no tiene dieciséis años y ya es una perfecta dama de la corte. ¿Qué opina? Le ofrezco riqueza, la tierra que desea y una hermosa jovencita por esposa.

Crispin St. Claire trataba de no mirarla con insistencia. Era una criatura encantadora, de rasgos delicados y, si bien no era noble, solo un insensato la consideraría una persona vulgar.

– Es muy bella, pero busco algo más que belleza en una mujer.

– Es culta y refinada.

– ¿Y es inteligente, milord?

Thomas Bolton sintió una ligera irritación y dijo con aspereza:

– Si perteneciera a la familia más noble, ¿sería usted tan quisquilloso? Las muchachas de sangre azul suelen morir jóvenes y no son muy fértiles. Si quiere que su familia se perpetúe, deberá casarse con una mujer que no pertenezca a su entorno natural. No obstante, si no le interesa desposar a mi sobrina, no tiene más que decirlo y nos despediremos como buenos amigos.

– Necesito una esposa con quien pueda mantener una conversación inteligente, milord -alegó St. Claire-. Prefiero quedarme soltero y causar la desaparición de los condes de Witton a casarme con una dama cuyo único tema de conversación sea el bordado, la casa y los niños. Y creo que a usted tampoco le interesaría una mujer así.

Lord Cambridge no pudo contener la risa.

– No, señor, no me interesaría una mujer así. Si ese es su temor, no debe preocuparse. Philippa es capaz de opinar sobre cualquier cosa. Puede volverlo loco, pero aburrirlo, jamás. Lo enfurecerá, lo hará reír, pero nunca sentirá una pizca de tedio con ella, se lo garantizo, muchacho. Entonces, ¿desea que se la presente o prefiere que nos separemos?

– Sus palabras son muy convincentes -admitió St. Claire-. Estoy intrigado. De acuerdo, quiero conocerla.

– ¡Excelente! Hablaré con mi sobrina y arreglaremos un encuentro en un lugar menos público y bullicioso.

– ¿Por qué no ahora mismo? -preguntó el conde sorprendido y también algo desilusionado.

– En asuntos tan delicados como este, es mejor actuar con cautela y preparar bien el terreno. Philippa quedó muy enojada y dolorida por el desaire de Giles FitzHugh, me temo que ha perdido la confianza en los hombres.

– ¿Amaba tanto a ese joven?

– ¡No, en absoluto! Pero ella estaba convencida de que lo quería, pese a que apenas se conocían -explicó lord Cambridge-. Ahora, pienso que mi sobrina hubiese preferido ver muerto a ese joven que ser abandonada por la Santa Iglesia.

– ¿Todavía sigue enojada?

– Aunque lo niegue, yo creo que sí. Pero ya pasaron ocho meses desde ese infortunado incidente y es hora de que Philippa prosiga con su vida, ¿verdad, milord?

El conde asintió.

– ¿Cuándo la conoceré, entonces?

– En unos pocos días. Usted se alojará en mi casa, milord. Dejará de inmediato ese horroroso cuartucho en la residencia del cardenal Wolsey. Philippa no debe pillarnos desprevenidos. Ella y su hermana viven en la corte como damas de honor. Viene a casa a menudo para buscar ropa, pues aquí no tiene suficiente espacio.

– De acuerdo, agradezco su hospitalidad. Si continuara al servicio del rey, seguramente me habrían ofrecido un cuarto mejor. Me hospedaron a regañadientes, ni siquiera hay una chimenea y, por supuesto, jamás me invitan a la mesa del cardenal.

Lord Cambridge se estremeció de indignación.

– Será un hombre inteligente y un gran cardenal, mi querido, pero en definitiva su procedencia lo delata. No tiene modales ni sentido común. Sus palacios de York Place y Hampton Court son más grandes y fastuosos que los del propio rey. Un día Enrique Tudor dejará de tratarlo con tanta consideración. Nadie, ni siquiera un cardenal, debe ubicarse por encima del soberano. En algún momento, Wolsey cometerá un error y sus enemigos no tardarán en prevenir a Su Majestad. No es un hombre querido aunque al rey le resulte útil; su ascenso ha sido vertiginoso, pero su caída será terrible.

– Sin embargo, es extremadamente astuto e inteligente. Cuando servía al rey, él me daba las instrucciones. Según dicen, Wolsey gobierna y el rey juega, aunque, conociendo a los dos, tengo mis dudas. Enrique lo utiliza como a un sirviente cualquiera y mientras él se lleva toda la gloria, el cardenal se lleva todo el desprecio.

– ¡Ah, estoy sorprendido, mi querido conde! Es usted más sagaz de lo que pensaba. Me complace. Ahora, debo ir a conversar con unos amigos. Si desea marcharse antes que yo, tome mi barca y dígale al remero que luego venga a buscarme. -Lord Cambridge se despidió con una reverencia y se perdió en la multitud sonriendo y saludando a diestra y siniestra.

"¡Qué hombre interesante!"-pensó el conde de Witton. Excéntrico, pero interesante. Se retiró a un rincón tranquilo y paseó la mirada por el salón en busca de Philippa. Se había apartado de la reina y bailaba una alegre danza tradicional con un joven. Cuando su vigoroso compañero la levantaba en el aire y la hacía girar, la muchacha echaba la cabeza hacia atrás y reía. El conde sonrió al ver cómo se divertía. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Era joven y hermosa. Sintió cierto recelo cuando comenzó la siguiente danza y el rey se acercó a ella. Enrique solo bailaba con aquellas mujeres de la corte que consideraba expertas bailarinas. Por eso, sus potenciales parejas eran escasas, las jóvenes tenían terror de bailar con él y más aun de disgustarlo. Pero a Philippa no la asustaba en lo más mínimo Enrique Tudor. Su gracia y simpatía deslumbraron al monarca mientras bailaban al compás de una bella melodía. Cuando concluyó la danza, el rey besó la mano de la niña y ella le devolvió la gentileza con una reverencia. Luego, volvió a ocupar su lugar junto a la reina. Estaba ruborizada, un largo rizo color caoba se había desprendido del elegante rodete francés, y el conde la encontró sumamente encantadora.

Antes de retirarse, Thomas Bolton quiso ver a su sobrina.

– ¿Puedo robársela un momento, Su Majestad?

– Por su puesto, lord Cambridge -accedió la reina sonriente.

Lord Cambridge ofreció el brazo a Philippa y abandonaron la espaciosa antecámara donde el rey y sus cortesanos disfrutaban de la fiesta. Mientras caminaban por una galería de magníficos tapices, lord Cambridge dijo:

– Mi tesoro, somos las personas más afortunadas del mundo.

– ¿Conseguiste la propiedad que buscabas, tío?

– Sí, pero eso no es todo. Había otro individuo interesado en la propiedad, un caballero cuyas tierras lindan con Melville. Se trata del conde de Witton, es soltero y está buscando esposa -dijo Tom con efusividad.

Philippa lo hizo callar.

– Sé adónde apuntas, tío, y no me gusta nada.

– Podrías ser la condesa de Witton, querida. ¡Imagínate casada con un conde de una antigua familia ilustre!

– ¿Y por qué un hombre de tan noble estirpe aceptaría desposar a la humilde hija de un caballero del rey? Algún defecto grave ha de tener -replicó Philippa con suspicacia.

– Su nombre es Crispin St. Claire y ha estado al servicio del rey como diplomático. Su padre murió el año pasado y ha vuelto a Inglaterra a asumir sus responsabilidades. No tiene ningún defecto.

– Entonces, debe ser un anciano, tío. ¿Quieres condenarme a vivir al lado de un vejestorio? -exclamó con una mirada de temor.

– Tiene treinta años, querida, jamás diría que es un vejestorio. Es un hombre maduro y preparado para el matrimonio. ¿No te das cuenta de lo afortunada que puedes ser? Él quiere ser dueño de Melville, que es una parte de tu dote.

– En otras palabras, está tan desesperado por esas tierras que no le queda más remedio que casarse conmigo.

– ¡No, no! -replicó Thomas Bolton. Sintió ganas de arrojarle un balde de agua fría a esa niña con tan elevada opinión de sí misma- Siempre le interesaron esas tierras, y como supe que estaba buscando esposa, simplemente le comenté que Melville era parte de tu dote,

– ¡Tío, hiciste muy mal! -se enfureció Philippa-. ¡Le tendiste una trampa a ese pobre hombre!

– No, tan solo me aproveché de la situación. Tu madre aprobaría plenamente mi conducta.

– ¡Tu desfachatez, querrás decir! ¿Qué pensará de ti ese conde de Witton? ¡Y de mí! No puedo creer que hayas caído tan bajo, tío.

– No digas bobadas, querida -espetó Tom, inmune a las críticas de su sobrina-. El conde de Witton pertenece a una familia antigua y honorable aunque no muy próspera. No es un hombre pobre, pero tampoco es rico. Si te casas con el conde, obtendrás un título y tus hijos serán auténticos nobles. El conde recibirá a cambio las tierras que tanto ansía añadir a las que ya posee y una esposa con gran dote en oro. Será un matrimonio perfecto.

– ¿Y qué lugar tiene el amor en esta historia, tío? Si he de desposar a este hombre, ¿no debería haber algo más que dinero y tierras? -La preocupación embellecía su rostro, sus ojos color miel lo miraban pensativos.

– Al menos, intenta conocerlo. Jamás te obligaría a casarte por la fuerza. Primero, averigüemos si tú y el conde congenian, de lo contrario tendrá que buscarse otra esposa. Quiero tu felicidad tanto como tu madre. ¡Pero piensa, Philippa! Se trata de un verdadero conde y no del segundo hijo de un conde. El único que se habría beneficiado con ese maldito matrimonio habría sido Giles FitzHugh. ¿Qué ventajas habrías obtenido? Ninguna. Confieso que, al principio, antes de que vinieras a la corte, me pareció un buen candidato, pero Witton es mil veces mejor. Además, gozas de los favores de los reyes. Te vi bailar con Enrique esta noche.

– ¿Sabes por qué? Porque no podía bailar con Bessie, ella le dijo que yo era una excelente bailarina.

– ¿Y qué impedía a la señorita Blount danzar con el rey? -preguntó lord Cambridge con gran curiosidad.

– No se siente bien. Últimamente está muy molesta por el embarazo -fue la ingenua respuesta de Philippa.

Tom dudó unos instantes y luego dijo:

– ¿Has oído el rumor, verdad?

Philippa se mordió el labio inferior y se sonrojó.

– ¿De que es la amante del rey? Sí, tío, lo escuché. Y si lo fuera, ¿qué debería hacer yo? Amo a la reina, pero también me simpatiza Bessie Blount.

– No hagas nada, pequeña, mantén la misma actitud de siempre. Debes respetar y amar a la reina, y al mismo tiempo ser afable con la señorita Blount. Serías una tonta si no lo hicieras, porque, sin duda, Bessie es la amante de Enrique. Y te diré algo más, jovencita: es muy probable que el hijo que está esperando sea del rey. Estoy seguro de que muy pronto Bessie desaparecerá de la corte, pues Enrique Tudor no querrá que mortifique a la reina paseando su enorme barriga por el palacio, sobre todo ahora que se sabe que Catalina no puede concebir.

– Estoy al tanto de esos rumores, pero no los creo. ¿Quién querrá casarse con Bessie Blount si cae en desgracia?

Thomas Bolton rió para sus adentros. A veces la ingenuidad de su sobrina lo conmovía y le recordaba cuan cándida era.

– El rey será generoso con la señorita Blount, sobre todo si da a luz a un varón. Como recompensa, recibirá un marido, una pensión, y la criatura gozará de ciertos honores, te lo aseguro.

– Me siento culpable de ser amiga de Bessie sabiendo la angustia que siente la reina.

– No cometas el error de tomar partido, es muy común entre los miembros de la corte. La realeza es voluble como el viento, mi ángel, y conviene más soplar a favor que en contra. Al rey le agrada la señorita Blount, y ella se comporta con respeto y discreción ante la reina. Tanto Enrique como Catalina actúan como si nada malo ocurriera entre ellos. ¿Acaso la reina muestra animosidad hacia la señorita Blount?

– No, pero varias damas de la reina la tratan con desprecio, y algunas son repugnantes.

– No sigas su ejemplo. Compórtate con la reina y con Bessie como siempre lo has hecho. Nadie sabe qué puede pasar el día de mañana. Ahora, ocúpate de tus asuntos. Dentro de unos días solicitaré el permiso de la reina para que nos visites. Invité al conde de Witton a hospedarse en mi residencia.

– Una condesa -murmuró Philippa-. Seré la condesa de Witton.

Millicent Langholme se pondrá verde de envidia. Acaba de casarse con sir Walter Lumley. Cecily se asegurará de informar a Giles y a sus padres. Quedarán muy impresionados. Espero que los Witton tengan mejores tierras que los Renfrew. Imagínate, el conde de Renfrew se ofreció a buscarme un candidato, ¡pero jamás podría encontrar uno tan bueno como el tuyo, tío querido! -a Philippa comenzaba a gustarle la idea.

– Todavía no está dicha la última palabra -le advirtió lord Cambridge-. Primero deberás conocerlo.

– Él desea Melville. ¿Acaso dudas de que le agrade a ese conde de Witton?

– Es cierto, pero es un hombre de honor y no se casará contigo solo por las tierras.

– Y yo tampoco, tío. -Tom le sonrió.

– Tesoro, estoy seguro de que Crispin St. Claire caerá rendido a tus pies. Será un golpe magistral, Philippa. ¡Imagínate, un conde, un diplomático! Un hombre que disfrutará de la corte tanto como tú. Pero cumplirás con tu deber y le darás un heredero.

Philippa se quedó callada.

– Hijos -murmuró-. No había pensado en los hijos, tío. Pero si en algo me parezco a mi madre es en el sentido del deber.

Lord Cambridge la miró con alegría y asintió.

– Sí, encantarás al conde, querida niña. Estoy completamente seguro.

– Iré a tu casa dentro de dos días. ¿Puedo contarle a la reina que me presentarás un candidato?

– Sin mencionar nombres, por favor -aconsejó Tom-. Ella comprenderá.

– De acuerdo. Debo regresar, tío. No quiero abusar de la amabilidad de Catalina.

– Antes cuéntame rápidamente cómo le va a Banon.

– Le simpatiza a los reyes, pero, como mamá, siente nostalgia por sus tierras y está ansiosa por retornar a Otterly -anunció Philippa. Besó al tío en la mejilla y salió corriendo hacia el otro extremo de la galería.

Thomas Bolton estaba exhausto, sentía el peso de sus cuarenta y nueve años en cada parte de su cuerpo. Respiró hondo, con sorpresa descubrió que la corte ya no lo apasionaba tanto como antes. Quería estar en su casa de Otterly, junto al fuego protector, lejos del crudo invierno de Cumbria. Si bien le interesaba buscar alianzas para Philippa y Banon, mucho más lo entusiasmaba el comercio de la lana que había emprendido con Rosamund. ¿Cómo supervisaría sus asuntos comerciales en Londres? Rosamund estaba en Claven's Carn, esperando el nacimiento de su hijo. Le preocupaba que su estado le impidiera ocuparse correctamente de los asuntos comerciales.

– ¿Lord Cambridge? -William Smythe apareció como un fantasma de un rincón oscuro de la galería. Estaba vestido con una casaca de terciopelo negro algo gastada y polvorienta, que le llegaba a la mitad de las pantorrillas.

– ¡Oh, señor Smythe!

– No quise molestarlo mientras hablaba con su sobrina, milord -dijo William Smythe prodigándole una sonrisa.

– Muy amable de su parte -replicó. Tom pensó que era un hombre verdaderamente encantador y le devolvió la sonrisa.

– He estado pensando en lo que me dijo la última vez que nos vimos. ¿Entendí mal, milord, o usted sugirió que podría ofrecerme una tarea interesante?

– Con la condición de que esté dispuesto a residir en el norte y a viajar de vez en cuando. El comercio de la lana se está expandiendo. Mi prima y yo ya no podemos administrarlo sin ayuda, pero, por supuesto, necesitamos una persona refinada y experta en el arte del comercio. Deberá trasladarse a Otterly, William. Al principio, vivirá en mi residencia y luego, si decide continuar, le daré una casa en la aldea. Le daré cincuenta guineas de oro por año, que recibirá puntualmente el Día de San Miguel.

Una mirada de asombro iluminó el rostro impasible de William Smythe.

– Es una oferta muy generosa, milord. Mucho más de lo que hubiera imaginado.

– Tómese su tiempo para evaluar mi propuesta. Es un honor servir al rey, supongo que tendrá que consultar a su familia también.

– Ya no queda nadie en mi familia. Tampoco soy uno de los más allegados al rey. Sé lo que valgo, milord. Soy un hombre inteligente con escasas posibilidades de desplegar todo mi talento, Pero, gracias a Dios, usted supo apreciar mis virtudes y está dispuesto a brindarme una gran oportunidad. -Toda la arrogancia que había manifestado en el encuentro anterior había desaparecido-. No necesito evaluar nada. Me sentiré feliz y orgulloso de servirlo, milord, y trabajaré arduamente para usted. -Se arrodilló, aferró la mano de Thomas Bolton y la besó.

– Obtenga el permiso del rey, William. Todavía no sé cuándo partiremos a Otterly, pero me gustaría que comenzara a trabajar lo antes posible. -Sacó la bolsa de su vistoso jubón, tomó una moneda y se la tendió al joven-: Pague sus deudas, no quiero problemas mientras esté a mi servicio.

El secretario se puso de pie y acotó, nervioso:

– Debo pedirle un favor, milord. Tengo una gata que ha sido mi más fiel compañera durante muchos años. ¿Podría llevarla conmigo?

– ¡¿Una gata?! -Lord Cambridge lanzó una estruendosa carcajada-. ¡Por supuesto que puede traerla! Apuesto que simpatizará con mi sobrina más joven, Bessie Meredith. Además, a mí también me gustan los gatos. ¿Es hábil para cazar ratones?

– ¡Oh, sí, milord! Pussums es una excelente cazadora.

– Cuando esté listo, le enviaré mi barca para que lo traslade. A usted y a Pussums -se corrigió lord Cambridge. Luego se despidió y siguió caminando por la galería.

Se sentía exhausto. Sin embargo, la visita a la corte había dado un giro inesperado, comenzaba a resultarle bastante entretenida.


Philippa había vuelto a ocupar su lugar junto a la reina.

– ¿Está todo en orden, pequeña? -preguntó Catalina.

– Sí, señora. Mi tío acaba de comunicarme que tiene un candidato Para mí. Lord Cambridge solicita a Su Majestad que me otorgue permiso para visitarlo en su casa pasado mañana.

– ¿Y puedes decirme cómo se llama el caballero en cuestión?

– Mi tío espera que Su Majestad comprenda la importancia de ser discretos hasta tanto no haya un acuerdo firme -replicó Philippa con nerviosismo. Había dicho que no a la reina, algo que jamás se había atrevido siquiera a imaginar.

– Comprendo perfectamente la situación. Quieres proteger al caballero y a ti misma -admitió la reina, para sorpresa de la joven. Y luego agregó con una sonrisita cómplice-: Ni al rey se lo diré.

Esa noche Philippa se acostó en la cama que compartían con su hermana. Banon estaba excitadísima porque el padre de Robert Neville hablaría con lord Cambridge para formalizar el compromiso entre su hijo y la joven Meredith.

– El tío Thomas estará de acuerdo -aseguró Banon-. Robert no será el primogénito, pero es un Neville.

– Como tu abuela, querida. No creo que eso impresione a Tom.

Philippa estaba un poco celosa de que su hermana se comprometiera antes que ella.

– ¿Has visto el lago que limita con Otterly? Pertenece a los Neville, y el padre de mi Robert prometió obsequiárselo. También le entregará una porción de sus tierras. Todo eso pasará a formar parte de Otterly si nos casamos.

– Lord Neville no pierde nada con ese gesto que te parece tan admirable. Al fin y al cabo, si Robert te desposa, todo Otterly será suyo. -Otterly será de nuestro hijo mayor.

– Que se apellidará Neville, y no Bolton o Meredith. Los Neville acrecentarán sus posesiones gracias a tu bendito matrimonio.

– Pero yo seré feliz. ¿Por qué te gusta complicar las cosas? Estás molesta porque voy a comprometerme y tú no. -Dio la espalda a su hermana y tiró del cobertor para taparse los hombros.

– El tío Thomas ha encontrado un candidato para mí, no tendré que irme del palacio si me caso con él.

– ¿Quién es? -preguntó Banon sin cambiar de posición.

– Todavía no puedo revelar su nombre a nadie, ni siquiera a la reina. Pronto lo conoceré.

– Seguro que no es un Neville.

– No. Es alguien que ama la corte tanto como yo, hermanita. Y ruega a Dios que ese hombre y yo nos llevemos bien, pues mamá no permitirá que te cases antes que yo. Soy la mayor y debo desposarme primero.

Banon se sentó en la cama y fulminó a su hermana con la mirada.

– ¡Si llegas a arruinar mi felicidad, jamás te perdonaré, Philippa Meredith!

– A ti te agrada Robert Neville, Bannie. Bueno, a mí también tendrá que gustarme este caballero. No me casaré solo para facilitarte las cosas -la desafió Philippa chasqueando la lengua.

– ¡A veces eres tan odiosa y malvada!

– Empieza a rezar, hermanita -la azuzó. Luego, dio media vuelta y se quedó profundamente dormida, mientras su hermana yacía tendida con los ojos abiertos y llena de rabia.

Dos días más tarde, Philippa se encaminó hacia el muelle donde debía abordar la barca que la conduciría a la casa de lord Cambridge. Llevaba un vestido de brocado de terciopelo marrón y oro, con un corpiño bien ceñido al cuerpo. El escote era bajo y cuadrado, cubierto con una finísima tela plisada de color natural, los puños de las mangas estaban forrados en piel de castor. Una faja de seda bordada con hilos de oro y cobre rodeaba su delgada cintura; en la cabeza lucía una cofia con velo de gasa dorada. También llevaba una capa de terciopelo marrón y ribeteada en piel de castor para cubrir sus hombros.

– ¡Vaya, vaya! El hombre quedará muy impresionado, señorita Philippa -evaluó Lucy con picardía.

– ¿A qué hombre te refieres? -preguntó Philippa nerviosa.

– Al caballero que le quiere presentar lord Cambridge. Es por eso que va a su casa, ¿verdad? Me lo dijo la señorita Banon.

– Es cierto, pero todavía no se ha hablado de matrimonio. Decidimos encontrarnos fuera de la corte para evitar las habladurías.

– Bien hecho, señorita Philippa, aquí hay demasiados fisgones.

– No se te ocurra abrir la boca, Lucy -la reprendió, y su doncella asintió.

Por fortuna, había tomado la precaución de ponerse varias enaguas abrigadas debajo del vestido. El día era frío y lúgubre; una helada aguanieve calaba los huesos. En medio del río, muerta de frío, Pese a la manta de piel que cubría sus piernas y los ladrillos calientes que calentaban sus pies, miles de pensamientos se agolpaban en su mente.

¿Cómo sería ese conde de Witton que la doblaba en edad? ¿Le seguiría gustando la vida palaciega? ¿La dejaría ir a la corte o pretendería que se quedara en la casa pariendo un heredero tras otro? Tenía que casarse lo antes posible, pronto cumpliría dieciséis años. Cecily aún no había regresado a la corte, y estaba esperando un bebé, según le había escrito. Ella y su esposo permanecerían en Everleigh hasta el nacimiento del niño, pues Cecily quería estar cerca de su madre. Hasta la arpía de Millicent Langholme estaba preñada. Sir Walter había visitado la corte en la Noche de Reyes para hacer alarde de su virilidad de toro. Bessie Blount también estaba embarazada, aunque era un tema delicado del que se hablaba poco, le había dicho a Philippa que el niño nacería en junio. Muy pronto, antes de la Cuaresma, se marcharía de la corte. El golpe de la barca contra el muelle de la casa de lord Cambridge la sacó de su ensimismamiento.

Un lacayo la ayudó a descender.

– Lord Cambridge la está esperando en el salón, señorita -dijo mientras la conducía por los jardines. Lucy caminaba detrás de ella. Luego de ingresar a la residencia, el muchacho le quitó la capa y, sin perder un segundo más, Philippa enfiló hacia el salón.

– ¡Tío! -gritó. La estancia era tan cálida y acogedora que olvidó de inmediato el tiempo horrible que hacía afuera. Extendió los brazos hacia lord Cambridge.

– ¡Tesoro mío! -Thomas Bolton se acercó a la joven, tomó sus manos y la besó en ambas mejillas-. Ven, quiero que conozcas a alguien. -La condujo hacia el rincón de la chimenea donde un alto caballero los estaba aguardando junto al fuego-. Philippa Meredith, te presento a Crispin St. Claire, conde de Witton. Milord, ella es la sobrina de quien le he hablado. -Soltó las manos de la joven.

Philippa saludó al hombre con una graciosa reverencia.

– Milord -dijo, bajando los ojos, pero deseosa de observarlo mejor. No había tenido tiempo de decidir si era apuesto o no.

"De cerca, es todavía más bella"-pensó el conde. Levantó con delicadeza la mano de Philippa, la llevó a sus labios y le dio un beso muy suave.

– Señorita Meredith -saludó.

Su voz era profunda y algo ronca. Philippa sintió que un leve escalofrío le recorría la columna vertebral. Echó una rápida ojeada al hombre que retenía su mano y preguntó:

– ¿Podría devolverme mis dedos, milord?

– No sé si quiero devolvérselos -respondió el conde con atrevimiento.

– Muy bien, queridos míos, veo que pueden prescindir de mi grata presencia. Los dejaré solos para que conversen tranquilos y se conozcan -murmuró lord Cambridge y se retiró del salón, convencido de que todo saldría de maravillas.

– ¡Ah, tiene unos hermosos ojos color miel! -exclamó el conde cuando se encontraron sus miradas-. En el baile de la corte, estaba muy lejos como para distinguir el color. Pensé que serían marrones como los de la mayoría de las pelirrojas.

– Heredé el pelo de mi madre y los ojos de mi padre.

– Son preciosos.

– Gracias -replicó Philippa sonrojada.

El conde advirtió enseguida que esa niña nunca había sido cortejada. Sin soltarle la mano, la condujo a uno de los asientos junto a la ventana que daba al Támesis.

– Bien, señorita Meredith, aquí estamos, en una situación un tanto incómoda. ¿Por qué será que quienes buscan nuestro bienestar no comprenden que al hacerlo nos colocan en una situación difícil?

– Usted desea Melville -lanzó Philippa sin rodeos.

– Es cierto. Durante años he llevado a los ganados a pastar en esas tierras. Las necesito, pero no tanto como para aceptar un matrimonio en el que yo o mi esposa seamos infelices. Por el amor de Dios, míreme a los ojos, ha querido observarme desde que entró al salón. No soy el rey; puede mirarme. Tengo treinta años, y soy sano de cuerpo y mente, creo. -Soltó la mano de Philippa y se puso de pie-. ¡Mire de frente al conde de Witton, señorita Meredith!

Philippa lo observó. Era alto y delgado, no se destacaba por su belleza, pero no era desagradable. Tenía una nariz demasiado larga y filosa, un mentón puntiagudo y una boca enorme. Pero poseía unos hermosos ojos grises y unas largas y tupidas pestañas oscuras. El cabello era de color castaño y estaba vestido con elegante sencillez. Llevaba una casaca plisada de terciopelo azul hasta las rodillas, con mangas acampanadas y ribeteadas en piel. La muchacha vislumbró una fina cadena de oro prendida en su jubón de brocado azul. Era el atuendo de un caballero, aunque no necesariamente el de un cortesano. Sin embargo, sus modales denotaban una excesiva seguridad en sí mismo. El hombre, por alguna razón, la irritaba.

La joven se paró enérgicamente.

– ¡No me dé órdenes, milord!

Una sonrisa se dibujó en el rostro del conde, y al instante se desvaneció.

– Es usted muy menuda -opinó-. ¿Su madre también es de contextura pequeña, señorita Meredith?

– Sí, milord, y engendró a siete hijos, seis de ellos viven y gozan de buena salud, y está a punto de parir al octavo. Yo también seré capaz de darle un heredero a mi esposo, señor.

– A algunas damas de la corte no les gustan los niños -señaló St. Claire.

– Soy la mayor de mis hermanos y le aseguro, señor, que me gustan los niños. Si llegáramos a casarnos, milord, no vacilaría en cumplir con mi deber.

– ¿Y quién criaría a nuestros hijos, señorita Meredith?

– Soy dama de honor de la reina, tendré que pasar parte de mi tiempo en la corte.

– Pero si se casa, dejará de ser dama de honor. ¿No consideró esa posibilidad? ¿Habrá alguna otra tarea para usted entre las damas de Su Majestad?

Esa posibilidad no se le había cruzado por la cabeza hasta que él la mencionó. De pronto, advirtió que ninguna de sus compañeras de la corte había regresado luego de contraer matrimonio.

– No lo había pensado… -no pudo contener las lágrimas.

St. Claire tomo rápidamente su mano para consolarla.

– Jamás la alejaría de la corte si se convirtiera en mi esposa. Solo le pediría que pasara el tiempo suficiente en Brierewode para cuidar a los niños. Muchos hombres de mi condición social aceptan que sus hijos sean criados por sirvientes, pero no es mi caso. Podríamos ir a la corte en otoño, durante la temporada de caza, y regresar para las fiestas navideñas. Pasaríamos el invierno en Oxford, nos reuniríamos con Sus Majestades durante la primavera y regresaríamos a casa a comienzos del verano. Mientras esté en la corte, usted podría ofrecer sus servicios a la reina, pero también, si quisiera, podría simplemente divertirse. Después de todo, se lo merece.

– El panorama que me presenta es muy agradable, milord.

– Así es -replicó el conde.

– Ser su esposa sería una gran ventaja para mi familia, pero debo aclararle mi posición, milord, aunque algunos la encuentran ridícula: no me casaré sin antes conocer bien a mi futuro esposo.

– Estoy completamente de acuerdo con usted. Yo también deseo conocer a mi esposa antes de tomar los votos matrimoniales. No obstante, creo que este ha sido un buen comienzo, señorita Meredith.

– Y yo creo, milord, que dadas las circunstancias, debería empezar a tutearme y llamarme Philippa.

– ¿Por qué te pusieron ese nombre? Supongo que será por algún miembro de la familia.

– Mi abuela se llamaba Philippa Neville. Nunca la conocí porque murió junto con mi abuelo y su hijo cuando mamá tenía tres años.

– Neville es un apellido prestigioso en el norte -señaló St. Claire.

– Pero nosotros pertenecemos a una rama menos conocida de la familia -replicó Philippa. No quería que el conde pensara que ella pretendía mostrarse mejor de lo que era.

– Eres honrada, Philippa, una cualidad que admiro tanto en hombres como en mujeres.

– Las mujeres podemos ser honorables, milord -repuso con cierta crudeza.

La conversación se estaba tornando difícil. Ambos se mostraban demasiado formales y corteses. ¿Siempre sería así el conde de Witton? ¿Sabría comportarse de otra manera? Después de todo, tenía treinta años. En la corte había muchos hombres de su edad o incluso mayores que sabían divertirse. El rey, sin ir más lejos, era más viejo y sabía cómo entretenerse.

– ¿Qué estás pensando, Philippa?

– Que estamos demasiado serios.

– ¿Siempre eres tan franca en tus respuestas? -Notó que la mano de la joven estaba fría-. Es una situación difícil. Somos dos extraños a quienes pretenden casar-dijo frotando la mano para calentarla-. Hace mucho tiempo que no cortejo a una mujer, Philippa, y temo que lo hago con bastante torpeza; a decir verdad, nunca fui un gran seductor.

– ¿Por eso aún no te has casado?

El conde rió.

– Lo primordial en mi vida era servir al rey. Sé que comprendes el significado del deber, pues también sirves con lealtad a la reina, como lo hizo tu padre, según me han dicho.

Advirtió que la mano de la joven estaba más caliente.

– Cuéntame de tu familia -Philippa quiso saber un poco más de ese misterioso hombre.

– Mis padres murieron. Tengo dos hermanas mayores. Ambas están casadas y convencidas de que saben qué es lo mejor para mí.

La muchacha echó a reír.

– Las familias son muy extrañas, milord. Nunca dejaremos de amarlas, pero, a veces, quisiéramos que guardaran silencio y se evaporaran para poder estar solos y vivir nuestra vida en paz.

– Eres demasiado jovencita para tener esas ideas.

– ¡No soy jovencita! Cumpliré dieciséis a fines de abril.

– ¿En serio? Entonces casémonos ya mismo o serás una vieja para mí -bromeó St. Claire.

– ¡Bravo, tienes sentido del humor! ¡Qué alivio! Temía que fueras demasiado serio.

El conde de Witton lanzó una carcajada.

– Lord Cambridge me aseguró que jamás me aburriría contigo, Philippa, y a juzgar por nuestro breve encuentro, veo que no mintió. Bien, ya nos hemos conocido y conversado… ¿Qué dices? ¿Quieres que sigamos o no?

– Ambos debemos casarnos. Si lo deseas, puedes cortejarme, milord, pero te ruego que esperemos un poco antes de formalizar el compromiso.

– Por supuesto. Le pediré permiso a la reina para llevarte a mi casa en Oxfordshire También invitaré a lord Cambridge y a tu hermana. Supongo que querrás conocer Melville. -Levantó la mano que aferraba entre las suyas y la besó-. Ahora sí te devuelvo tus preciosos deditos.

– ¿Te quedarás mucho tiempo en Londres?

– Hasta que la reina me conceda una audiencia. Luego, regresaré a Brierewode y me ocuparé de que acondicionen la casa para tu visita. Quiero que la conozcas en todo su esplendor. El invierno está terminando, pero es mejor viajar antes de que se inunden los caminos. Brierewode es hermoso aun en esta época del año.

– Si decidimos contraer matrimonio, milord, quisiera hacerlo después de la visita de la corte a Francia, que será a principios del verano. Nunca estuve allí, y si bien considero que Enrique y Catalina son las estrellas más brillantes del firmamento, me gustaría poder contarles a mis hijos que también he conocido a los reyes de Francia.

– De acuerdo, pero iré contigo, Philippa. Eres demasiado joven e inocente pese a tu sofisticada apariencia. Los franceses son muy taimados y no quiero que un apuesto caballero de la corte se abalance sobre ti. Yo te acompañaré y te protegeré.

– No necesito protección, milord. Sé defenderme sola -declaró con indignación.

– ¿Conociste alguna vez a un francés?

– No, pero no creo que sean más pícaros que nuestros cortesanos.

– Son muchísimo más pícaros, y lograrán que te quites el vestido sin siquiera darte cuenta. Los franceses son maestros en el arte de la seducción. Debo cuidar la reputación de la futura condesa de Witton. Confía en mí, tengo bastante experiencia en estas cuestiones.

– ¡Pero descubrirán nuestro compromiso! -exclamó contrariada.

– ¿Y qué? ¿Acaso deseas ser seducida? Porque si lo deseas, me hará muy feliz complacerte -ronroneó el conde de Witton entrecerrando peligrosamente los ojos.

Philippa dio un respingo.

– ¡No, milord! Te prometo que seré muy precavida.

– Por supuesto que lo serás, pues no me alejaré de tu lado, pequeña. Todos sabrán que eres mi prometida y no se atreverán a mancillar tu virtud.

– ¡Jamás permitiría tal cosa! ¿Supones que he arriesgado mi honor en los tres años que he estado en la corte? ¡Me ofendes!

– ¿Juras que jamás has besado a ningún joven del palacio?

– Claro que n… -Philippa interrumpió la frase. Había besado a sir Roger Mildmay, pero ¿cómo podría explicárselo?- Bueno, sí, fue en la primavera pasada. Me había reservado para Giles hasta que él me rechazó, estaba tan enfadada… y una amiga me convenció de que mi reputación no peligraba, así que le concedí el privilegio a un amigo.

– En ese momento obraste impulsada por la ira. Tienes que impedir que las emociones guíen tus actos, Philippa. Esa conducta pudo llevarte a cometer un error fatal. ¿Quién era el caballero en cuestión?

– ¡Se dice el pecado pero no el pecador, señor! Solo puedo decirle que fue un tal sir Roger. Y solo me besó. No se tomó otras libertades y además es un amigo.

El conde de Witton no sabía si reír o regañarla. Por lo visto, la reina no ejercía un control absoluto sobre sus doncellas, era comprensible pues esa pobre mujer estaba abrumada de problemas. Al fin y al cabo, era un milagro que no se hubieran producido más escándalos.

– Antes de casarnos, si es que lo hacemos, dejarás de experimentar con esos jueguitos. Si deseas ser besada, seré yo quien lo haga.

– ¡No lo entiendo! ¿Qué hay de malo en un beso inocente?

– Tu reticencia aviva aun más mi curiosidad.

– ¿Acaso te sientes deshonrado por mi conducta y deseas limpiar el honor de tu familia? -preguntó Philippa con candor.

– ¡De ningún modo! No tengo la menor intención de reprender a ese muchacho por haber consolado a una niña despechada en una época en la que ni siquiera te conocía. Lamento que me hayas interpretado mal. Sin embargo, si has a ser mi esposa, no puedo dejarte sola en Francia. No se vería bien. Como futuro marido, tengo el deber de escoltarte dondequiera que vayas.

– Podríamos comprometernos formalmente luego de regresar de Francia.

– Si no nos comprometemos antes del viaje, Philippa, olvídate del matrimonio. Dices que cumplirás dieciséis años en abril. Bueno, yo tendré treinta y uno en agosto. Ninguno de los dos puede esperar más tiempo Quiero tener un heredero lo antes posible. Te concedo la libertad de ir a Francia con la corte, pero yo te acompañaré a todas partes. Y nos casaremos en cuanto regresemos a Inglaterra. Si no aceptas mis condiciones aquí y ahora, no veo motivo para continuar esta conversación.

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