Cecily FitzHugh regresó a su casa; también la odiosa Millicent Langholme. Solo quedaban en la corte Elizabeth Blount y Philippa Meredith, que en dos días partirían con la reina al anodino, tranquilo y aburrido Woodstock, para pasar un verano tedioso. Enrique, por su parte, se dirigiría a Esher y Penhurst con los pocos cortesanos que habían permanecido en el palacio. Pensaban disfrutar de las vacaciones estivales cazando durante el día y comiendo y riendo durante la noche.
La reina planeaba recibir pocos invitados, practicar un poco de ejercicio físico y, sobre todo, rezar, de modo que las doncellas se vieran obligadas a costarse temprano. Oxfordshire era un lugar idílico, pero, sin la vivaz compañía de la corte, carecía de todo interés para Philippa. No obstante, la reina amaba su belleza bucólica y las cinco capillas donde podía orar; su preferida era la pequeña iglesia redonda. El panorama era deprimente, Philippa estaba al borde de la desesperación.
– ¿De dónde lo sacaste? -preguntó Philippa.
– Lo robé -respondió la pícara Bessie- Es un exquisito vino de Madeira que encontré en la recámara de María de Salinas. Desde que se casó el año pasado, nadie vio la botella sobre el estante. Sería una pena desperdiciar un vino semejante y, considerando el verano que nos espera, creo que nos hará falta. Ojalá pudiéramos partir con el rey. Woodstock es tristísimo sin su presencia.
Philippa bebió el contenido de la copa y pidió un poco más.
– Mmmh, esto sí que sienta bien. Siempre quise probar el vino de Madeira.
– Busquemos la compañía de algunos caballeros- sugirió Bessie-. Durante una larga temporada no podremos gozar de la compañía de hombres jóvenes.
– ¿Quiénes se quedaron?- Bessie rió.
– Confía en mí; sígueme y trae tu copa. Yo llevaré el vino.
– ¿Adónde vamos?-preguntó Philippa.
– Subiremos a la Torre Inclinada. Allí nadie podrá encontrarnos -aseguró con malicia-. No querrás que nos descubran jugando a los dados y bebiendo, ¿verdad?
– No -respondió Philippa. Mientras caminaban, la joven seguía bebiendo ese delicioso vino de Madeira.
Atravesaron un patio y siguieron a tres muchachos que iban en la misma dirección. Aunque en verano la luz del crepúsculo tardaba en extinguirse, los jóvenes llevaban unos faroles. La Torre Inclinada tenía cuatro pisos: ciento veinte escalones llevaban a la gloriosa cúspide. Comenzaron el ascenso, de vez en cuando debían detenerse a causa de la risa incontrolable que íes provocaba el vino. Desde la azotea de la torre, se veía un magnífico panorama del río y la campiña. Había varias veletas azules y oro, adornadas con el escudo del rey. Los hombres se sentaron en el piso y empezaron a jugar a los dados. De inmediato, las muchachas se sumaron al grupo. La jarra de vino pasaba de mano en mano.
– No tengo más dinero -se quejó Philippa al cabo de un rato. El azar no la había favorecido esa velada.
– Entonces, apostemos nuestros trajes -sugirió el travieso Henry Standish.
– Yo apuesto un zapato -dijo Philippa sacándoselo y arrojándolo al centro del área de juego. Rápidamente perdió sus zapatos, las medias y dos mangas-. Por favor, Bessie, desátame el corpiño. ¡Mi suerte cambiará pronto!
En pocos segundos, Philippa también lo había perdido. Comenzó a desabrocharse la falda, pero estaba tan ebria que sus dedos no le respondían.
Como Bessie solo estaba un poco mareada y era una joven con más experiencia, trató de impedir que su amiga siguiera desvistiéndose. Los tres jóvenes que las acompañaban también estaban medio desnudos y se desternillaban de risa. La única que parecía bendecida por la suerte era Elizabeth Blount, pues solo había perdido los zapatos.
Philippa comenzó a entonar una canción que había escuchado en los establos, los caballeros no tardaron en sumar sus voces:
El pastor abrazó a la lechera. En el heno la abrazó.
La besó en los arbustos, porque allí se acostaron.
Y luego copularon alegremente, pues era el mes de mayo,
Gritando ay, ay, ay, oh, oh, oh.
Alegres y felices, hacían chistes de borrachos y lanzaban ruidosas carcajadas. Hasta Bessie reía, sin importarle que el cabello se le alborotase.
– ¡Shh! No hagan tanto ruido. ¡Pueden descubrirnos!
– ¿Quién podría encontrarnos? Toda la gente divertida, salvo nosotros, ya se fue a su casa -se defendió Philippa.
– ¿Y tú qué haces todavía aquí, mi bella dama? -preguntó lord Robert Parker clavando sus ojos lascivos en los senos que se asomaban por la camisa entreabierta de Philippa.
– ¿Adonde podría ir? ¿A Friarsgate? ¿A conversar con las ovejas? Prefiero recluirme con la reina en Woodstock antes que volver a Cumbria.
– Cum-cum-cumbria -canturreó lord Robert-. ¡Pobre señorita Philippa!
– Bebamos -sugirió Roger Mildmay, pasando la jarra a sus compañeros.
– Yo… hic… det-testo Cumbria -declaró Philippa-. Sigamos jugando y veamos quién tiene la suerte de ganar mi falda. O tal vez pueda recuperar mi corpiño, Hal Standish. -Tiró los dados y suspiró desilusionada-. Ahora te llevarás mi falda. Es justo, ¿para qué querrías un corpiño sin una falda? -Se puso de pie y volvió a lidiar con las presillas. Finalmente, logró desabrocharla y la falda cayó al suelo.
– ¿Qué diablos está sucediendo allá arriba? -tronó una voz familiar. El rey apareció con Charles Brandon en la terraza de la torre. Miró con indignación al quinteto de cortesanos y gritó:
– ¡Mildmay, Standish y Parker! Explíquenme ya mismo qué está sucediendo aquí.
– Jugábamos a los dados, Su Majestad -respondió Philippa eufórica-. Y parece que esta noche la suerte no me acompaña, hic. Será difícil recuperar la ropa. ¡Hic! ¡Ja, ja, ja!
Charles Brandon contuvo la risa. Esa niña estaba tan borracha como un tabernero.
– Cuan distinta es esta joven de su madre. ¿No te parece, Enrique? El rey frunció el ceño.
– Señorita Blount, ayude a la señorita Meredith a vestirse y llévela a la cama. Mañana, luego de la misa, tráigala a mi salón privado. ¿Entendido?
Elizabeth Blount estaba pálida, había recobrado la sobriedad a causa del susto.
– Sí, Su Majestad -susurró. Comenzó a recoger las prendas de Philippa y la ayudó a vestirse. Pero la joven se puso a cantar de nuevo la canción del pastor y la lechera.
El rey estaba horrorizado. Los tres caballeros, que también habían recuperado la compostura ante la presencia de Su Majestad, trataban de contener la euforia. Pero cuando Charles Brandon soltó sus campechanas carcajadas, los jóvenes volvieron a reírse hasta que el largo crepúsculo se hundió en la noche.
Bessie Blount había logrado vestir a Philippa y trataba de mantenerla de pie, pero la muchacha se cayó y su cabellera caoba terminó barriendo las botas del rey. Todos se quedaron mudos.
– Estoy tan cansada -murmuró-. Muy cansada. Hic. -Y en medio del silencio, comenzó a roncar suavemente.
Tras una larga pausa en la que nadie parecía respirar, el rey, harto de esa situación vergonzosa, le ordenó a Mildmay:
– Lleva a esta doncella a su cama. Standish, usted y Parker, la bajarán por las escaleras y después se la entregarán a sir Roger. Señorita Blount, acompáñelos y permanezca en el dormitorio junto con la señorita Meredith. En cuanto a ustedes tres, caballeros, vuelvan de inmediato a la torre. Les daré una lección de astronomía, así evitaré que se escabullan en el dormitorio de las doncellas. Señorita Blount, cierre la puerta de la recámara; enviaré a mi guardia personal para que verifique que mis órdenes se hayan cumplido a la perfección. Por último, mis estimados caballeros, retornarán a sus hogares en dos días. No están invitados a Esher. ¿Entendido?
– Sí, Su Majestad -contestó el trío a coro.
– Si así lo desean, pueden regresar para Navidad, pero no antes.
– Sí, Su Majestad -repitieron al unísono.
Luego, lord Parker y lord Standish alzaron a Philippa. Uno la tomó de los pies y el otro de los brazos. Descendieron de la Torre Inclinada, seguidos por sir Roger y Elizabeth Blount. Charles Brandon volvió a reír cuando oyó a uno de los jóvenes quejarse de la carga.
– ¡Uf! ¡Nunca pensé que Philippa pesara tanto!
– Tonto, ¿no te das cuenta de que es un peso muerto?
El conde de Suffolk miró a su cuñado y le preguntó:
– ¿Qué haremos con esta joven, Enrique? Rosamund Bolton moriría de vergüenza si se enterara de la conducta de su hija.
– La pobre niña tiene el corazón destrozado por el maldito FitzHugh -dijo el rey-. Hablaré con la reina del tema.
– ¿De veras enviarás a tu guardia a cerciorarse de que la puerta del dormitorio de las doncellas esté cerrada? -preguntó Charles Brandon en tono burlón.
– Por supuesto.
– La señorita Blount es una niña encantadora, ¿verdad?
– Sí -respondió el rey, pensativo.
A la mañana siguiente, Philippa se despertó con una espantosa sensación: la jaqueca le impedía abrir los ojos, pues no toleraba el menor rayo de luz, le latían las sienes y apenas podía moverse. Bessie logró sacarla de la cama pese a las protestas de su amiga.
– ¡Voy a morir! -gritó Philippa.
– No, vas a vestirte para la misa. La reina notará enseguida tu ausencia.
– ¿Qué pasó? ¿Cómo llegué aquí y quién me puso la ropa de dormir?
– ¿De veras no te acuerdas?
– ¡No!
La muchacha le contó todos los detalles de la velada, mientras Philippa enrojecía de vergüenza.
– ¿Me quedé en camisa? -preguntó Philippa horrorizada-. ¡Dios mío!
– Eso no fue lo peor -continuó Bessie divertida, y le relató cómo fueron sorprendidos por el rey y el duque Suffolk, y el deplorable estado en el que ella se encontraba-. ¡Estabas totalmente dormida y hasta roncabas!
– ¡Oh! ¡Virgen Santa! Estoy arruinada. ¿Y qué sucedió después? -preguntó con nerviosismo.
– El rey pidió que te llevaran al dormitorio de las doncellas. Les ordenó a los caballeros que retornaran a sus hogares y no volvieran hasta Navidad. A ti quiere verte hoy mismo, después de la misa en su salón privado, yo te acompañaré.
– Tengo náuseas.
Bessie le alcanzó una bacinilla y se dio vuelta mientras oía las arcadas de Philippa. Cuando la joven terminó de vomitar, Bessie le dijo:
– Ahora debemos ir a misa. Enjuaga tu boca con agua de rosas y partamos ya mismo. Pero no se te ocurra tomar una gota de agua por el momento. Eso te haría seguir vomitando. Más tarde te traeré un poco de vino.
– No volveré a tomar vino nunca más -declaró Philippa. Bessie rió.
– Confía en mí. Una pequeña dosis del mismo veneno solucionará todos tus problemas, salvo el dolor de cabeza, creo.
– ¡Voy a morir! -repitió Philippa. Se enjuagó la boca, pero no pudo sacarse el sabor amargo.
Salieron deprisa hacia la capilla real, llegaron justo cuando entraba la reina. Catalina se dio vuelta y miró a Philippa. Luego sacudió la cabeza y se dirigió a su silla.
"La reina ya lo sabe -pensó Philippa-. Tres años sin un traspié y ahora caigo en desgracia. Y todo por un hombre que prefirió ser sacerdote a casarse conmigo. ¿En qué estaba pensando cuando actué así? No quiero pasar el resto de mis días en Friarsgate. ¿Qué haré si me echan de aquí? No volveré a ver a mi querida Ceci, todo por culpa del maldito Giles. Soy una tonta, una cabeza hueca. ¡Dios mío! Tengo náuseas de nuevo, pero no debo vomitar". Se tragó la hiel y rogó al Señor que la ayudara a guardar la compostura.
Cuando la misa concluyó, Bessie Blount la acompañó al salón privado del rey. Las dos muchachas tuvieron que esperar de pie en la antecámara, entre secretarios, mercaderes extranjeros y otros personajes que solicitaban audiencia con Su Majestad. Por fin, un paje vestido con la librea real se les acercó.
– Señorita Blount, Su Majestad le permite retirarse. Señorita Meredith, por favor, sígame.
– ¡Buena suerte! -dijo Bessie, apretando con fuerza la mano helada de Philippa. Luego, salió deprisa para tomar el desayuno.
El paje la condujo hasta donde estaban los reyes y se quedó esperando detrás de la puerta.
– Ven aquí, hija mía -dijo la reina.
– Acércate, señorita Meredith, y explícame tu conducta de anoche -agregó el rey con severidad.
La pareja real estaba sentada a una mesa de roble, frente a Philippa. La joven hizo una reverencia y sintió como si su cabeza fuera a rodar por el piso. Respiró hondo, se aclaró la garganta y declaró con voz trémula:
– No hay ninguna excusa para mi conducta, Su Majestad. Pero en mi defensa debo alegar que nunca antes me comporté de esa manera y le aseguro que jamás lo volveré a hacer.
– Eso espero, Philippa Meredith -dijo suavemente la reina-. Tu madre se sentiría muy mal si se enterara de tu mala conducta.
– Estoy tan avergonzada, Su Majestad. Apenas recuerdo lo sucedido. Bessie Blount me puso al tanto de mi aberrante conducta. Nunca había hecho algo así en mi vida. Y usted lo sabe.
– Estabas ebria, pequeña -comentó el rey con calma.
– Sí, Su Majestad -admitió Philippa, bajando la cabeza.
– ¡Fue un espectáculo vergonzoso!
– Es cierto, Su Majestad. -Sintió que las lágrimas le rodaban por las mejillas.
– ¡Me sorprende que conozcas canciones de ese tipo!
– Las escuché en los establos -respondió Philippa.
– Apostaste tu dinero, tu ropa, y si yo no hubiera llegado a tiempo, no sé qué otra cosa hubieras entregado. ¿Por qué una jovencita como tú arruinaría su reputación por un capricho? Conocí a tu padre, era uno de los hombres más honorables del reino. Y pienso lo mismo de tu madre, aunque se haya casado con un escocés. Su buena conducta y lealtad te han brindado el honor de servir a nuestra reina. ¿Acaso quieres perder esos privilegios?
Philippa comenzó a sollozar.
– No, Su Majestad. Estoy tan orgullosa de servir a mi reina. Siempre quise estar a su lado. ¡Estoy tan arrepentida! Le ruego me perdone, Su Majestad. Lamento haberlo desilusionado de esa manera. -Philippa se echó a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
El rey parecía incómodo. No le gustaba ver llorar a las mujeres. Se puso de pie, se acercó a Philippa y la rodeó con su brazo. Sacó un pañuelo de seda y le secó los ojos como si fuera una niñita.
– No sufras más, pequeña. No es el fin del mundo -la tranquilizó. Le dejó el pañuelo y volvió a sentarse.
La muchacha trató de controlarse. Era una situación penosa, nadie aullaba como un bebé frente a un rey. Pero le dolía la cabeza y también el abdomen.
– Temo que decidan enviarme de regreso a Friarsgate -se animó a decir. Se enjugó las lágrimas y los miró a los ojos.
– Así es -dijo el rey alzando la mano para evitar que la joven intentara defenderse-. La reina y yo pensamos que debes regresar con los tuyos por un tiempo. No has estado en tu casa durante varios años. Cuando tu madre considere que estás lista para volver a la corte, nosotros te recibiremos con los brazos abiertos. Partirás con tu doncella mañana. Acompañarás a la comitiva de la reina hasta Woodstock y luego continuarás tu camino escoltada por nuestros hombres.
"No puedo objetar esta decisión -pensó Philippa-. Nadie discute con los reyes. Además, dijeron que podía volver".
– Gracias, Su Majestad -dijo tras hacer una reverencia.
– Por fortuna, hay poca gente en Richmond, Philippa Meredith. Los pocos que se han enterado de tu indiscreción la habrán olvidado cuando regreses. -Le tendió la mano. Philippa la tomó y besó el anillo del rey,
– Gracias, Su Majestad. Su Majestad -se dirigió a la reina-, por favor, acepte mis disculpas por la inexplicable conducta de anoche. No volverá a ocurrir. -Se inclinó en una profunda reverencia.
– Le llevarás una carta a tu madre -agregó el rey y levantó su mano en señal de despedida.
Suspirando, Philippa salió del salón privado del rey. La reina volteó hacia su marido.
– Milord, trata de ser diplomático cuando le escribas a Rosamund Bolton. Quiero volver a ver a Philippa en la corte en el futuro y, además, sé que la joven no quiere vivir en el norte.
– ¡Qué extraño! A Rosamund nunca le interesó la vida palaciega. En cambio, su hija mayor adora esa vida y es, sospecho, una perfecta dama de la corte. Me pregunto qué sucederá cuando se encuentren madre e hija. A Philippa no le gustará permanecer en Cumbria.
– Pero ella es la heredera de Friarsgate.
– Sospecho que eso no le importa demasiado.
Philippa se dirigió deprisa a la habitación donde sabía que Bessie la estaría esperando.
– Me han enviado de vuelta a casa -declaró con dramatismo ni bien traspuso la puerta.
– ¿Qué ocurrió? Pero podrás volver, ¿no? No te habrán expulsado para siempre.
– Sí, por fortuna me permitieron volver, pero solo cuando mamá lo autorice, así que tendré que convencerla de que necesito regresar cuanto antes a la corte. Los reyes me regañaron y con justa razón.
– ¿Lloraste?
– Sí -admitió Philippa-. Sentí mucha vergüenza, no pude contenerme.
– Entonces te castigó por eso. Dicen que el rey odia a las mujeres lloronas -sonrió Bessie-. ¿Cuándo te vas?
– Mañana parto rumbo a Woodstock con la comitiva de la reina y de allí me escoltarán hasta Friarsgate. Lucy casi terminó de empacar. Debe de estar feliz de saber que regresamos a casa. AI menos, ella extraña su tierra.
– ¿Friarsgate es tan espantoso como lo describes? Yo soy de Shropshire, dicen que tenemos los inviernos más crudos de Inglaterra. Mi familia tampoco es especial; pero, aunque me gusta la corte tanto como a ti, me siento feliz cuando tengo la oportunidad de volver a Kinlet Hall y ver a mi querida madre. Y eso que no tengo la buena fortuna de ser la heredera de las tierras de mi familia.
Philippa suspiró.
– Lo sé. Quizá sea una tonta, pero yo cambiaría Friarsgate por una pequeña propiedad en Kent, Suffolk o incluso en Devon. Las tierras de mi madre necesitan cuidados muy especiales. Ella y mi tío Thomas, lord Cambridge, crían ovejas para fabricar tejidos, luego los envían al extranjero en un barco que poseen. Saben exactamente cuánto van a vender y a quién, así pueden administrar las tierras. Por otra parte, si aprendí algo de mi madre es que uno debe administrar sus propiedades y no dejarlas en manos de extraños. Sin embargo, no deseo encargarme de semejante responsabilidad. Creo que soy más parecida a mi padre, él era un caballero leal del rey y entendía la vida de la corte. En cambio, de mi madre solo heredé su apariencia física.
– Tu familia siempre me dio la impresión de ser muy unida y cariñosa. ¿Tus hermanas vendrán alguna vez a la corte?
– Banon ya está en edad de hacerlo. Ella es la heredera de Otterly Court, las propiedades de lord Cambridge. Y luego está mi hermanita, que se llama Bessie como tú. Me temo que no las reconoceré después de tantos años.
– Seguro que de inmediato te sentirás como en los viejos tiempos.
– Sí. Y además veré a John Hepburn, el hijo de mi padrastro, y a mis medio hermanos; son escoceses, no ingleses. Ahora también seré una extraña para ellos.
– Entonces pasarás un verano interesante. No como el mío, que será tedioso. Creí que Maggie, Jane y Anne se quedarían con la reina durante el verano.
– La madre de Jane se enfermó y tuvo que regresar a su casa. No estoy segura de que pueda volver. Maggie fue a visitar a su abuela a Irlanda. Y Anne fue a conocer a un candidato que su familia encontró para ella -recordó Philippa-. Sí, creo que pasarás un verano muy aburrido, pero no te preocupes, trataré de volver lo antes posible.
– Dijiste que eso dependía de tu madre.
Philippa sonrió.
– No estaré feliz en casa. Y si no estoy contenta, nadie lo estará hasta que regrese a la corte y me rodee de gente civilizada. Bessie sacudió la cabeza.
– Deberías aprender a ser más complaciente, Philippa Meredith. A los hombres nos les gustan las mujeres tan testarudas. Philippa rió.
– No me importa. Al menos soy honesta, no como otras. Millkent Langholme sonríe con dulzura y se sonroja por cualquier tontería; pero todas sabemos que en cuanto consiga el anillo de bodas, le pondrá una soga al cuello a sir Walter y lo arrastrará por la vida a su manera, sin tenerle la menor consideración.
Bessie rió.
Al día siguiente, la reina y su comitiva partieron hacia Woodstock, y el rey y sus amigos a Esher. Philippa llevaba poco equipaje porque había dejado casi todo su guardarropa en la casa de lord Cambridge, cerca de Londres. Sus hermosos vestidos de fiesta no le servirían de nada en Friarsgate. Como no permanecería allí por mucho tiempo, le pareció más práctico llevar poca carga para poder desplazarse con mayor comodidad.
A la tarde, antes de la partida, la reina mandó llamarla. Catalina estaba sentada y había un caballero de pie junto a ella.
– Te presento a sir Bayard Dunham, pequeña. Él te escoltará hasta Friarsgate para que tú y Lucy puedan llegar a casa sanas y salvas. Ya ha recibido nuestras instrucciones y, además, lleva una carta para tu madre. Una docena de guardias armados de mi custodia personal acompañarán a sir Dunham. Partirán con la primera luz del amanecer.
– Gracias, Su Majestad -respondió Philippa e hizo otra reverencia.
– Envíale a tu madre mis más cariñosos saludos y dile que espero que retornes al palacio para Navidad. Siempre y cuando se hayan curado las penas que te ocasionó el joven FitzHugh -acotó.
– Sí, señora -contestó la joven con una sonrisa radiante. Después de sus aventuras en la Torre Inclinada, ya no estaba enojada con Giles FitzHugh. Pero sabía que la reina no le creería.
– Que Dios y la Santa Madre te protejan en tu viaje, mi niña.
– Y que Dios y su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, cuiden a Su Alteza y satisfagan todos sus deseos -agregó, haciendo una última reverencia, mientras salía de la habitación seguida por sir Bayard Dunham.
Las piadosas palabras de la joven conmovieron a Catalina de Aragón.
–
– Espero que entienda que la primera luz del amanecer significa exactamente eso, señorita Meredith. No podemos perder la mitad del día esperando que usted termine de acicalarse. ¿Lleva mucho equipaje? -preguntó con tono severo sir Bayard a Philippa en la antecámara de la reina.
– No. Los vestidos de la corte no son apropiados para Cumbria. Tanto mi criada Lucy como yo llevaremos solo lo indispensable, señor. No me gustan los viajes largos, y aunque no me ilusiona pasar el verano en las tierras de mi madre, deseo llegar lo antes posible. Espero que cada día cabalguemos hasta bien entrada la noche. Supongo que ya habrá arreglado dónde nos hospedaremos, sir Bayard.
– Así es, está todo organizado -replicó sin el menor rencor, pese al tono cáustico de la joven. Luego, la saludó con respeto-. Entonces, nos vemos mañana, señorita Meredith.
Philippa le hizo una reverencia y luego se retiró. Al encontrarse con Lucy le comentó:
– Nuestro escolta es sir Bayard Dunham, un viejo y rudo servidor de la reina. Lo vi muchas veces en la corte. Debemos partir con la primera luz de la mañana.
– Me ocuparé de que nos despertemos a tiempo para desayunar -respondió Lucy. La doncella había madurado mucho desde aquel viaje a Edimburgo, cuando se habían quedado atónitas ante la visión de la primera ciudad que conocían en su vida.
– ¿Volverás al palacio conmigo, Lucy? Sé que extrañas Friarsgate más que yo.
– ¡Por supuesto que volveré! Usted no podría arreglárselas sin mí. Unos pocos meses en Friarsgate bastarán para que se me pase el deseo de permanecer allí indefinidamente. Ya empiezo a sentir el hedor de las ovejas.
– Yo también -rió Philippa.
A la mañana siguiente, cuando el sol aún no había salido, Lucy y Philippa esperaban a sir Bayard en el establo junto a los mozos de cuadra y la tropilla de hombres armados, montados en sus caballos. Las dos mujeres habían desayunado avena, panecillos recién horneados untados con mantequilla y mermelada de ciruela, y el más delicioso de los vinos aguados de la reina. La guardia de sir Bayard estaba avergonzada: el hombre se había quedado dormido.
– Por favor, ¿podrían decirme dónde está la canasta de comida? -preguntó Philippa tras subir a su caballo.
– Aquí mismo -dijo el capitán, señalando la cesta de mimbre atada a la parte trasera de la montura.
Philippa se dirigió a sir Bayard y le dijo:
– Sir, ¿ya estamos listos para partir?
El caballero la miró con el ceño fruncido, convencido de que la joven se burlaba de él. Pero el rostro de Philippa no evidenciaba el menor gesto de humor, de modo que se limitó a asentir con la cabeza. Abandonaron el palacio, atravesaron la ciudad y tomaron la ruta que los conduciría al norte del país. Luego de una hora de cabalgata, Philippa se acercó a sir Bayard y le tocó la manga. El hombre la miró asustado. Sin decir nada, la joven le alcanzó un paquete pequeño envuelto en una servilleta. Al abrirlo, el caballero descubrió un grueso trozo de pan con mantequilla, huevo y una generosa lonja de jamón. La joven se retiró y se puso a conversar animadamente con Lucy. Sir Bayard Dunham, con su estómago rugiente, devoró el inesperado desayuno. Mientras comía, pensó que tal vez esa niña no fuera tan frívola y caprichosa como parecía, tal como solían ser las doncellas de la reina.
Recorrieron casi el mismo trayecto que Rosamund había hecho muchos años atrás. Atravesaron el bello condado de Warwickshire, con su gran castillo y sus verdes praderas; las rutas eran tan peligrosas como antes y, si bien no había llovido, el cruce de los ríos seguía siendo dificultoso.
Cuando llegaron a Shropshire, Philippa recordó que Bessie Blount le había dicho que la mansión de su padre quedaba allí.
– ¿Nos alojaremos en Kinlet Hall? -preguntó.
– Lamentablemente, no -respondió sir Bayard-. Nos aleja del camino.
En ese momento, un enorme rebaño de ovejas de cabeza negra se interpuso en el camino.
– ¡Saquen a esos malditos animales de ahí! -ordenó sir Bayard. -¡No, no! SÍ el rebaño se disgrega, al pastor le resultará muy difícil volver reunirlo, incluso puede perder algunos animales. Esperemos a que la ruta se despeje. -El hombre la miró sorprendido-. Mi madre tiene varios rebaños de ovejas de cabeza negra -explicó la muchacha.
Sir Bayard Dunham no salía de su estupor, y solo pudo acotar:
– Conocí a su padre.
– Todavía lo recuerdo, aunque era muy pequeña cuando murió -dijo Philippa.
– Era un buen hombre. Sabía cómo cumplir con su deber. ¿No tuvo hijos varones?
– El único que tuvo no sobrevivió.
El rebaño por fin terminó de cruzar la ruta y el pastor los saludó amistosamente agradeciéndoles la paciencia. La comitiva se dirigió hacia el norte y fuego hacia el oeste, rumbo a Cumbria, atravesando el condado de Cheshire y el boscoso Lancaster. Al cabalgar por unas desoladas e inhóspitas colinas, Philippa reconoció que estaban por atravesar Westmoreland.
– Mañana deberíamos llegar a Carlisle -aseguró-. Luego, nos quedará un día y medio de viaje para llegar a Friarsgate. Hemos tenido mucha suerte, sir Bayard, no ha llovido ni un solo día.
– Sí. Durante esta época del año, el tiempo suele ser seco.
– ¿Se reunirá con el rey en Esher cuando vuelva?
Sir Bayard sacudió la cabeza.
– Desde hace algunos años estoy al servicio de la reina. Ya no soy lo suficientemente joven para seguirle el ritmo al rey.
Al otro día, cuando arribaron a Carlisle, se alojaron en una posada que pertenecía al monasterio de St. Cuthbert. El tío abuelo de Philippa, el prior Richard Bolton, se hallaba allí cuando llegaron. En cuanto se enteró, corrió de la iglesia a la posada para saludarla. Era un hombre alto y distinguido, con brillantes ojos azules.
– ¡Philippa! Tu madre no me dijo que volverías a casa. ¡Bienvenida! -y la ayudó a bajar del caballo.
– Tío, me han enviado a casa. Pero solo sabré si he caído en desgracia o no, cuando mamá lea la carta que le envió la reina. De todas formas, me han dicho que puedo regresar a la corte para Navidad y retomar mis tareas habituales.
– Bueno, si te han vuelto a invitar, sospecho que la infracción no es demasiado grave. ¿Acaso tendrá que ver con Giles FitzHugh, pequeña? Los ojos de la joven se encendieron de furia.
– ¡Ese canalla!
– Querida, cuando se recibe el llamado de Dios, debe ser escuchado. No existe otra solución. Además, Roma tiene la propiedad de maravillar a ciertas personas sensibles y, según me informaron, Giles ocupará un puesto en el mismísimo Vaticano. Evidentemente, la Iglesia tiene grandes esperanzas depositadas en el joven FitzHugh. Lo siento, pequeña, pero el matrimonio no puede competir con la vocación divina.
– Lo sé -respondió Philippa con acritud-. Ya superé mi desilusión, querido tío, pero mi madre consideraba que el segundo hijo de un conde era un excelente candidato para la heredera de Friarsgate. Sin embargo, ya tengo más de quince años, creo que estoy condenada a ser una solterona.
– Estoy seguro de que Rosamund encontrará una solución a tu problema. SÍ es la voluntad del Señor que regreses a casa quiere decir que tiene otros planes para ti.
– Regresaré al palacio, tío -aseguró Philippa, inflexible-. No me casaré con un tonto pueblerino porque mi madre piense que administrará bien sus ovejas.
Los ojos azules de Richard Bolton traslucían preocupación. Philippa no amaba Friarsgate como Rosamund, pero era tan testaruda como ella. "No será un verano pacífico"-pensó el prior.