11

En los días que siguieron a la visita de Mike, Carole empezó a encontrarse fatal. Había pillado un resfriado tremendo. Seguía expuesta a los sufrimientos humanos corrientes y estos se sumaban al problema neurológico que estaba tratando de superar y a la necesidad de aprender de nuevo a caminar con soltura. Trabajaban con ella dos fisioterapeutas y también una logopeda que acudía a diario. Carole ya andaba mejor, pero se sentía desanimada por el resfriado. Stevie también estaba resfriada. Como no quería que Carole enfermase aún más, guardaba cama en el Ritz. El médico del hotel fue a comprobar su estado y le dio antibióticos por si empeoraba. Tenía una fortísima sinusitis y una tos terrible. Llamó a Carole, que estaba casi tan mal como ella.

Había una enfermera nueva de servicio que dejaba sola a Carole durante el almuerzo. Carole se sentía sola sin poder hablar con Stevie y, por primera vez desde que estaba allí, encendió la televisión y vio las noticias de la CNN. Así hacía algo. Aún no podía concentrarse lo suficiente para leer un libro. Leer seguía resultándole difícil. Y escribir era peor. Su caligrafía también se había resentido. Stevie se había dado cuenta hacía tiempo de que de momento no escribiría su libro, aunque no se lo había dicho a Carole. De todos modos, no podía escribirlo ahora. Ya no recordaba el argumento y su ordenador estaba en el hotel. Tenía problemas más esenciales que afrontar. Pero por ahora a Carole le gustaba ver la televisión mientras se hallaba a solas en su habitación. De todos modos la enfermera nueva no le hacía mucha compañía, y además era bastante adusta.

Con el ruido de la tele, Carole no oyó abrirse la puerta de la habitación y se sobresaltó al ver a alguien a los pies de su cama. Cuando volvió la cabeza, la estaba observando un chico joven, con vaqueros, que aparentaba unos dieciséis años. Tenía la piel oscura y grandes ojos rasgados. Al mirarle a los ojos, vio que parecía desnutrido y asustado. Carole no tenía ni idea de qué estaba haciendo en su habitación. No dejaba de mirarla. Supuso que el guardia de seguridad de la puerta le habría dejado entrar. Debía de ser el repartidor de alguna floristería, pero no vio ni rastro de flores. Trató de hablarle en un francés vacilante, pero él no la entendió. Entonces lo intentó en inglés.

– ¿Puedo ayudarte? ¿Buscas a alguien?

Tal vez se hubiese perdido o fuese un admirador. Habían venido algunos, aunque se suponía que el guardia no debía dejarles pasar.

– ¿Eres una estrella de cine? -preguntó con un acento desconocido.

Parecía español o portugués. Y ella no recordaba nada de español. También habría podido ser italiano o siciliano. Era moreno.

– Sí, lo soy -respondió ella con una sonrisa-. ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó con amabilidad.

Parecía muy joven. Llevaba una chaqueta holgada encima de un suéter azul marino. La chaqueta daba la impresión de pertenecer a otra persona, pues le venía enorme. Llevaba zapatillas deportivas con agujeros, como las que llevaba Anthony. Su hijo decía que eran sus zapatillas de la suerte y las había traído a París. Aquel chico parecía no tener nada mejor. Ella se preguntó si querría un autógrafo. Había firmado unos cuantos desde que estaba allí, aunque su firma actual no guardaba ningún parecido con la normal. La bomba también había hecho eso. Escribir a mano seguía resultándole difícil.

– Te estaba buscando -se limitó a decir el chico, mirándola a los ojos.

Carole sabía que nunca le había visto y, sin embargo, sus ojos le recordaban algo. Le vino a la mente la imagen de un coche y la cara de él en la ventanilla, mirándola fijamente. Y entonces lo supo. Le había visto en el túnel, en el coche situado junto al taxi, antes de que estallasen las bombas. Había salido de un salto y había echado a correr. Luego todo explotó a su alrededor y, segundos después, se vio envuelta en la negrura.

Al tiempo que surgía la visión en su mente, le vio sacarse de la chaqueta un horrible cuchillo con una siniestra hoja larga y curvada y un mango de hueso. Carole le miró fijamente mientras él daba un paso hacia ella y saltó de la cama por el otro lado.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó aterrada, de pie con su bata de hospital.

– Te acuerdas de mí, ¿verdad? El periódico decía que tu memoria ha vuelto -dijo el chico, que parecía casi tan aterrado como ella, limpiando la hoja en los vaqueros.

– No me acuerdo de ti, para nada -dijo ella con voz temblorosa, rogando que sus piernas la sostuviesen.

Estaba a pocos centímetros del botón de emergencia de la pared posterior. Si podía llegar hasta él, tal vez la salvasen. Si no, aquel muchacho iba a degollarla. Carole lo supo con absoluta certeza. El chico tenía la muerte en los ojos.

– ¡Eres una actriz y una mujer pecadora! ¡Eres una puta! -gritó él en la habitación silenciosa, embistiendo mientras Carole se alejaba de él.

Sin previo aviso, el chico se deslizó por encima de la cama amenazándola con el cuchillo y, en ese mismo instante, Carole golpeó el botón negro con todas sus fuerzas. Oyó que se disparaba una alarma en el corredor mientras el muchacho extendía la mano y trataba de agarrarla por el pelo, llamándola «puta» de nuevo. Carole le arrojó la bandeja del almuerzo, que le pilló desprevenido, y en ese instante cuatro enfermeras y dos médicos se precipitaron en la habitación esperando hallar a un paciente en condiciones críticas. En cambio, se encontraron con el chico del cuchillo, que se balanceaba descontroladamente hacia ellos sin dejar de intentar alcanzar a Carole, confiando en matarla antes de que pudiesen detenerle. Sin embargo, los dos médicos le sujetaron de los brazos mientras una de las enfermeras corría a buscar ayuda. Al cabo de unos segundos entró en la habitación un guardia de seguridad que arrancó literalmente al chico de sus manos, arrojó el cuchillo a un rincón, le sujetó y le puso unas esposas, mientras Carole se deslizaba despacio hasta el suelo, temblando de pies a cabeza.

Ahora lo recordaba todo: el taxi, el coche junto a este, los hombres que se reían en el asiento delantero, tocando la bocina en dirección al coche que iba delante, y el chico del asiento trasero que la miraba fijamente a los ojos y luego echaba a correr hacia la salida posterior del túnel… las explosiones… el fuego… volar por los aires… y luego la oscuridad interminable que la había reclamado… todo era de una claridad meridiana. El había vuelto para matarla después de ver en el periódico las palabras de Mike, que afirmaba textualmente que su memoria había regresado. Iba a degollarla para que no pudiese identificarle. Lo único que Carole no sabía era por qué le había dejado pasar el guardia.

En cuestión de minutos su doctora estaba en la habitación para examinarla y ayudarla a acostarse. Se sintió tremendamente aliviada al encontrarla ilesa, aunque traumatizada y temblando de terror. La policía ya se había llevado al chico del cuchillo.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó la doctora muy preocupada.

– Creo que sí… no lo sé… -dijo Carole sin dejar de temblar-. Me he acordado… me he acordado de todo al verle… en el túnel. Iba en el coche que estaba junto a mi taxi. Salió corriendo, pero antes me vio.

Carole temblaba muchísimo y le castañeteaban los dientes. La doctora le pidió a una enfermera unas mantas calientes, que llegaron enseguida.

– ¿Qué más recuerda? -preguntó la doctora.

– No lo sé.

Carole parecía hallarse en estado de shock y la doctora la tapó con una manta mientras le exigía detalles.

– ¿Recuerda su habitación en Los Ángeles? ¿De qué color es?

– Amarilla, creo.

Casi podía verla en su mente, aunque no del todo. Aún había neblina a su alrededor.

– ¿Tiene jardín? -Sí.

– ¿Qué aspecto tiene?

– Hay una fuente… y un estanque… rosas que planté… son rojas.

– ¿Tiene perro?

– No. Tenía una perra, pero murió hace mucho tiempo.

– ¿Recuerda qué hizo antes del atentado?

La doctora le estaba apretando mucho, aprovechando a fondo las puertas abiertas de pronto en su mente por causa del chico que había venido a matarla con el siniestro cuchillo.

– No -respondió ella, y entonces se acordó-. Sí… Fui a ver mi antigua casa… cerca de la rue Jacob.

Recordaba con toda claridad la dirección. Había caminado hasta allí, cogió un taxi para volver al hotel y quedó atrapada en el atasco del túnel.

– ¿Qué aspecto tiene?

– No lo sé, no me acuerdo -dijo Carole en voz baja, antes de que otra voz en la habitación respondiese por ella.

– Era una casita con un patio, un jardín y bonitas ventanas. Tenía mansarda y ventanas oeil de boeuf en el último piso.

Era Matthieu, de pie junto a su cama, con aspecto feroz. Carole le miró entre lágrimas sin querer verle, aunque aliviada al mismo tiempo. Se sentía confusa, y él miró a la doctora, al otro lado de la cama.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó con voz atronadora-. ¿Dónde estaba el guardia?

– Ha habido un malentendido. Ha salido a comer y la enfermera ha hecho lo mismo, pero su relevo no ha venido.

La doctora parecía angustiada ante la furia de Matthieu, que resultaba justificada.

– ¿Y la dejó sola? -le espetó él.

– Lo siento, monsieur le ministre, no volverá a ocurrir -respondió ella con voz glacial.

Por muy imponente que resultase, Matthieu de Billancourt no la asustaba. Solo estaba preocupada por su paciente y el horror que habría podido padecer a manos del joven árabe.

– Ese chico vino a matarla. Era uno de los autores del atentado del túnel. Debió de ver ese estúpido artículo del periódico de ayer que decía que había recuperado la memoria. Ahora quiero dos guardias en su puerta, día y noche. Y si no pueden defenderla como es debido, envíenla al hotel.

No tenía autoridad en el hospital, pero sin duda tenía razón.

– Me ocuparé de ello -le aseguró la doctora, y antes de que acabase de pronunciar las palabras entró el director del hospital.

Matthieu le había convocado de inmediato, tan pronto como vio que se llevaban al chico esposado y la policía le dijo lo que había ocurrido. Matthieu había subido corriendo las escaleras hasta la habitación de Carole. Venía a visitarla, pero al descubrir lo que el muchacho estuvo a punto de hacer puso el grito en el cielo. Si Carole no hubiese podido llegar al timbre, a esas alturas estaría muerta.

El director le preguntó a Carole en un inglés chapurreado si estaba bien y volvió a salir al cabo de un minuto para repartir broncas. Si asesinaban a una estrella de cine estadounidense en su hospital, tendrían muy mala prensa.

La doctora se marchó con una cálida sonrisa para Carole y una mirada fría para Matthieu. Le disgustaba que los profanos le dijesen lo que tenía que hacer, tanto si eran ministros retirados como si no, aunque en ese caso le daba la razón. Carole había estado a punto de ser asesinada. Era un milagro que el chico no hubiese tenido éxito en su misión. Si la hubiera encontrado dormida, la habría matado. Se le ocurrían una docena de siniestras situaciones hipotéticas.

Matthieu se sentó en la silla situada junto a su cama y le dio unas palmaditas en la mano. Luego la miró con una expresión tierna que nada tenía que ver con la forma en que le había hablado al personal del hospital. Estaba indignado por lo mal que la habían protegido. Habrían podido asesinarla con mucha facilidad. Matthieu agradecía a Dios que no lo hubiesen hecho.

– Tenía previsto venir a verte hoy -dijo él en voz baja-. ¿Preferirías que me fuera? No tienes buena cara.

Ella negó con la cabeza en respuesta.

– Estoy resfriada -dijo ella, mirándole a los ojos.

Al mirarlos sintió un sobresalto. Reconocía aquellos ojos. Eran unos ojos que había amado. No recordaba lo ocurrido entre ellos y no estaba segura de querer hacerlo, pero recordaba tanto ternura como dolor, y un sentimiento de intensa pasión. Aún temblaba por la conmoción del incidente que acababa de ocurrir. Había pasado mucho miedo. Pero algo en él hacía que se sintiese protegida y segura. Era un hombre poderoso, en muchos aspectos.

– ¿Te apetece una taza de té, Carole?

Ella asintió. En la habitación había un termo de agua caliente y una caja de las bolsas de té que le gustaban. Stevie se las había traído del hotel. Matthieu lo preparó tal como a Carole le gustaba, ni demasiado fuerte ni demasiado flojo. Le dio la taza y ella la cogió mientras se incorporaba sobre un codo. Estaban solos en la habitación. La enfermera se había quedado fuera, sabiendo quién se encontraba con ella. Por lo menos estaba en buenas manos y ya no se hallaba en peligro médico. La enfermera estaba allí para su comodidad, no debido a ninguna necesidad acuciante.

– ¿Te importa si también tomo una taza? -preguntó Matthieu.

Carole negó con la cabeza y él se preparó una taza del mismo té. Entonces Carole recordó que fue él quien se lo regaló por primera vez. Siempre habían tomado ese té juntos.

– He pensado mucho en ti -le dijo él tras un sorbo de té de vainilla.

Carole no había dicho una palabra. Estaba demasiado asustada por lo que acababa de ocurrir.

– Yo también he pensado en ti -reconoció-. No sé por qué, pero lo he hecho. He estado tratando de recordar, pero es que no puedo.

Se había acordado de algunas cosas, pero de nada sobre él. Ningún detalle. Reconocía sus ojos y sabía que le había amado, pero eso era todo. Aún no sabía quién era él ni por qué todo el mundo se ponía firme cuando él se aproximaba. Lo que era más importante, no recordaba haber vivido con él, ni cómo era su vida juntos, salvo el té. Carole tenía la sensación de que aquel hombre ya le había preparado el té antes. Muchas veces. En el desayuno, en la mesa de una cocina en la que entraba el sol a raudales.

– ¿Recuerdas cómo nos conocimos?

Ella negó con la cabeza. Después del té se sentía un poco mejor. Dejó la taza vacía sobre la mesa y volvió a acostarse. El estaba sentado muy cerca de ella, pero a Carole no le importaba. Se sentía segura junto a él. No quería estar sola.

– Nos conocimos mientras rodabas una película sobre María Antonieta. Hubo una recepción en el Quai d'Orsay, ofrecida por el ministro de Cultura. Era un viejo amigo mío e insistió en que acudiese. Yo no quería. Esa noche tenía otra cosa que hacer, pero armó tanto alboroto que fui. Y tú estabas allí. Estabas guapísima. Venías directamente del rodaje y aún llevabas puesto el vestido. Nunca lo olvidaré. María Antonieta nunca tuvo ese aspecto.

Carole sonrió. Ahora lo recordaba vagamente, el traje y un espectacular techo pintado en el Quai d'Orsay. Pero no se acordaba de él.

– Era primavera. Tenías que regresar al plato después y devolver el traje. Te acompañé allí y, cuando te cambiaste, fuimos a dar un paseo junto al Sena. Nos sentamos a orillas del río, en el muelle, y hablamos durante mucho rato. Me sentí como si el cielo se me hubiese caído encima y tú dijiste lo mismo.

El sonrió ante el recuerdo y volvieron a mirarse a los ojos.

– Fue un coup de foudre -dijo ella en un susurro.

Esas habían sido las palabras de él después de aquella primera noche… coup de foudre… relámpago… flechazo. Carole recordaba sus palabras, pero no lo que ocurrió a continuación.

– Hablamos durante muchas horas. Nos quedamos despiertos hasta que tú tuviste que volver al plato, a las cinco de la mañana. Fue la noche más emocionante de mi vida. Me contaste que tu marido te había dejado por una mujer muy joven, que yo recuerde. Rusa, creo. Iba a tener un hijo suyo. Estabas destrozada, te pasaste horas hablando de ello. Creo que le querías de verdad.

Ella asintió. Había recibido la misma impresión de Jason. Era extraño tener que depender de todas aquellas personas para que le dijesen cómo se había sentido. Ella misma no lo recordaba. No con Jason. Pero estaba empezando a acordarse de algunas cosas de Matthieu, no tanto acontecimientos como sentimientos. Recordaba haberle querido y la emoción de aquella primera noche.

Tenía una vaga imagen de haber vuelto al plato sin haber dormido. Pero no sabía qué aspecto tenía él en aquella época. De hecho, había cambiado muy poco, salvo por el pelo blanco. Entonces lo tenía oscuro, casi negro. Cuando se conocieron contaba cincuenta años y era uno de los hombres más poderosos de Francia. Casi todo el mundo le tenía miedo, pero ella nunca se lo tuvo. El nunca la asustó. La amaba demasiado para eso. Lo único que Matthieu quería entonces era protegerla, igual que ahora. No consentiría que nadie le hiciese daño. Carole lo percibía ahora, mientras él permanecía sentado cerca de ella, hablando del pasado.

– Te invité a cenar la noche siguiente y fuimos a un local ridículo de mis tiempos de estudiante. Lo pasamos bien y volvimos a hablar durante toda la noche. Nunca parábamos. En mi vida he podido expresarme con alguien así. Te lo conté todo, mis sentimientos, secretos, sueños y deseos, y algunas cosas que no debería haberte contado sobre mi trabajo. Tú nunca defraudaste mi confianza. Nunca. Confié en ti por completo, desde el principio, e hice bien. Nos vimos cada día hasta que terminaste la película, cinco meses después. Volvías a Nueva York o a Los Ángeles. No sabías muy bien adónde ir y te pedí que te quedaras en París. Para entonces estábamos profundamente enamorados y aceptaste. Encontramos juntos la casa. La que está cerca de la rue Jacob. Fuimos juntos a subastas, la amueblamos. Construí para Anthony una cabaña en la copa de un árbol del jardín. Le encantaba. Ese verano hizo allí todas sus comidas. Nos marchábamos al sur de Francia cuando ellos iban a visitar a su padre. Íbamos juntos a todas partes. Yo pasaba contigo cada noche. Ese verano pasamos dos semanas en un velero en el sur de Francia. Creo que nunca en mi vida he sido tan feliz, ni antes ni después. Fueron los mejores días de mi vida.

Carole asentía mientras escuchaba. No recordaba los acontecimientos, solo los sentimientos. Tenía la sensación de que fue una época mágica. Al pensar en ello sentía afecto, pero también hubo algo más, algo que estaba mal. Hubo un problema de alguna clase. Clavó los ojos en los de él y entonces lo recordó, y lo dijo en voz alta:

– Estabas casado -dijo con tristeza.

– Sí, lo estaba. Mi matrimonio había terminado años atrás, nuestros hijos eran mayores. Mi esposa y yo éramos unos extraños el uno para el otro. Cuando tú llegaste hacía diez años que llevábamos vidas separadas. Iba a dejarla incluso antes de conocerte a ti. Prometí que lo haría, y hablaba en serio. Quería hacerlo con discreción, sin provocar un escándalo. Le expliqué la situación a mi esposa y ella me pidió que no me divorciase enseguida. Temía la humillación que sufriría si me iba con una famosa estrella de cine. Era doloroso para ella y el caso podía ocupar las portadas de toda la prensa internacional, así que accedí a esperar seis meses. Tú te mostraste muy comprensiva. No parecía que importase. Éramos felices y yo vivía contigo en nuestra casita. Quería a tus hijos y creo que les caía bien, al menos al principio. Entonces eras muy joven, Carole. Cuando nos conocimos tenías treinta y dos años y yo, cincuenta. Habría podido ser tu padre, pero cuando estaba contigo volvía a sentirme como un muchacho.

– Recuerdo el barco -dijo ella en voz baja-, en el sur de Francia. Fuimos a Saint Tropez y al puerto viejo de Antibes. Creo que era muy, muy feliz contigo -dijo como en sueños.

– Ambos lo éramos -añadió él con tristeza, recordando todo lo que había ocurrido después.

– Ocurrió algo. Tuviste que marcharte.

– Sí, tuve que hacerlo -reconoció asombrado.

Casi lo había olvidado, aunque en su momento fue un enorme drama. Se habían comunicado por radio con él en el barco. Tuvo que dejarla en el aeropuerto de Niza y él se marchó en un avión militar.

– ¿Por qué te marchaste? Le dispararon a alguien, creo -dijo ella frunciendo el ceño, tratando de recordar-. ¿A quién le dispararon?

– Al presidente de Francia. Fue un intento de asesinato, que fracasó. Durante el desfile del día de la Bastilla en los Campos Elíseos. Yo debía estar allí, pero en cambio estaba contigo.

– Estabas en el gobierno… algo muy alto y muy secreto. ¿Qué eras?… ¿Era policía secreta? -preguntó ella, mirándole de reojo desde la cama.

– Esa era una de mis obligaciones. Era ministro del Interior -dijo en voz baja.

Ella asintió. Ahora se acordaba. Había muchas cosas que no tenía presentes de su propia vida, pero recordaba eso. Llevaron el velero hasta el puerto y se marcharon en un taxi hacia el aeropuerto. Matthieu la dejó minutos más tarde, y ella, tras contemplar cómo despegaba el avión militar, volvió a París sola. Él sintió dejarla así. A Carole no le asustaron las ametralladoras de los soldados que le rodeaban, aunque sí le resultaron extrañas.

– Hubo otra cosa así… otra vez… Alguien estaba herido, y me dejaste en alguna parte, en un viaje… estábamos esquiando y te marchaste en helicóptero.

Aún podía ver cómo se elevaba en el aire, levantando nieve por todas partes.

– El presidente tuvo un ataque al corazón y tuve que marcharme para estar con él.

– Eso fue el fin, ¿verdad? -preguntó ella con tristeza.

Matthieu asintió, recordando en silencio. Aquel fue el incidente que le llevó a recapacitar y comprender que no podía dejar su cargo. Pertenecía a Francia, por más que amase a Carole y quisiera dejarlo todo por ella. Al final no pudo. Tuvieron un poco más de tiempo después, aunque no mucho. Además, su esposa también causaba muchos problemas. Fue un momento terrible para ambos.

– Sí, fue casi el final. Pasaron dos años entre esos dos acontecimientos, y muchos momentos maravillosos.

– Eso es todo lo que recuerdo -dijo ella, observándole y preguntándose cómo habrían sido los dos años.

Tenía la sensación de que habían sido excitantes, como él, aunque difíciles en ocasiones, porque el carácter de él también lo era. Como acababa de decirle, había tenido una vida complicada. La política y el drama que la acompañaba habían sido la sangre de su vida. Sin embargo, durante un tiempo también lo había sido ella. Había sido el corazón que le mantenía con vida.

– El primer año pasamos la Navidad en Gstaad, con los niños. Y entonces empezaste otra película en Inglaterra. Yo iba a verte cada fin de semana. Cuando volviste, quise acudir a un abogado para divorciarme y mi esposa me suplicó de nuevo que no lo hiciese. Dijo que no podría afrontarlo. Llevábamos veintinueve años casados y sentía que le debía algo, al menos un poco de respeto, puesto que ya no la quería. Ella lo sabía, sabía cuánto te quería a ti, y no me lo reprochaba. Se mostraba muy compasiva con eso. Tenía previsto dejar mi puesto en el gobierno ese año, habría sido el momento perfecto para separarme de ella, y entonces me nombraron para otra legislatura. Tú y yo llevábamos un año juntos, el año más feliz de mi vida. Accediste a esperar otros seis meses. Y yo tenía toda la intención de divorciarme. Arlette prometió no poner trabas, pero entonces hubo escándalos en el gobierno que afectaban a otras personas y me di cuenta de que no era el momento adecuado. Prometí que, si me concedías otro año, dimitiría y me iría a Estados Unidos contigo.

– Nunca lo habrías hecho. Habrías sido desdichado en Los Ángeles.

– Me parecía que le debía algo a mi país… y a mi esposa. No podía marcharme así, sin cumplir con mi deber, pero tenía toda la intención de marcharme e irme contigo, y entonces… Ocurrió algo terrible…

Carole recordó lo que había sucedido.

– Tu hija murió… en un accidente de tráfico… Lo recuerdo… fue horroroso…

Se miraron a los ojos y Carole le tocó la mano.

– Tenía diecinueve años. Ocurrió en las montañas. Fue a esquiar con unos amigos. Tú te portaste de maravilla conmigo. Pero no podía dejar a Arlette entonces. Habría sido inhumano.

Carole lo recordaba.

– Siempre me dijiste que la dejarías. Desde el principio. Dijiste que tu matrimonio con ella había terminado, pero no era así. Siempre te parecía que le debías algo más. Ella siempre quería otros seis meses y tú se los dabas. En todo momento la protegiste a ella y no a mí. Ahora lo recuerdo. Yo siempre estaba esperando a que te divorciases de ella. Vivías conmigo, pero estabas casado con ella y con Francia. Siempre tenías que darle un año más a Francia, y seis meses más a tu esposa, y sin darnos cuenta pasaron dos años -dijo ella, mirándole atónita por lo que acababa de recordar-. Y me quedé embarazada.

El asintió con expresión angustiada.

– En ese momento te supliqué que te divorciaras de tu esposa, ¿no es así?

El volvió a asentir, humillado.

– En aquella época se incluía en mis contratos una cláusula de moralidad y, si alguien se hubiese enterado de que estaba viviendo con un hombre casado e iba a tener un hijo suyo, mi carrera habría terminado para siempre. Los estudios habrían vetado mi presencia y me habría quedado sin trabajo. Por ti me arriesgué a eso -dijo ella con tristeza.

Ambos conocían los riesgos. El país de él le habría perdonado que tuviese una amante y engañase a su esposa, era perfectamente aceptable en Francia. El país de ella, o al menos su mundo, no le habría perdonado ser la amante de un hombre casado ni verse implicada en un escándalo público con un alto funcionario del gobierno. Por no hablar de un bebé ilegítimo. La cláusula de moralidad de sus contratos era estricta. De la noche a la mañana se habría convertido en una paria. Se había arriesgado porque él había insistido en que se divorciaría, aunque ni siquiera había ido nunca a ver a un abogado. Su esposa le había suplicado que no lo hiciera, así que nunca lo hizo. Se limitó a ganar tiempo con Carole. Cada vez más.

– ¿Qué pasó con el bebé? -preguntó con voz ahogada, mirándole a los ojos.

Carole continuaba sin acordarse de algunas cosas, aunque en ese momento estaba recordando una parte importante de su propia historia.

– Lo perdiste. Era un niño. Estabas casi de seis meses. Te caíste de la escalera al decorar el árbol de Navidad. Aunque intenté agarrarte, no pude evitar tu caída. Pasaste tres días en el hospital, pero lo perdimos. Chloe no llegó a enterarse de que estabas embarazada, pero Anthony sí. Se lo explicamos. Me preguntó si íbamos a casarnos y yo dije que sí. Y entonces murió mi hija y Arlette sufrió una depresión nerviosa y me suplicó que no lo hiciese. Amenazó con suicidarse. Para entonces habías perdido al bebé, así que no era tan urgente que nos casáramos. Te supliqué que lo entendieses. Iba a dimitir en primavera y pensaba que Arlette podría aguantarlo. Necesitaba más tiempo, o al menos eso dije -explicó él, mirando a Carole con ojos apesadumbrados-. Al final, pienso que hiciste lo correcto -añadió, aunque le costaba decirlo-. Me parece que nunca la habría dejado. Quería hacerlo. Creía que lo haría, pero no pude. No pude dejarla a ella ni abandonar mi cargo. Después de que te marcharas de París, tardé otros seis años en retirarme. No estoy seguro de que hubiese podido dejar a Arlette. Siempre habría habido alguna razón que me impidiese abandonarla. Ni siquiera creo que me amara, al menos no como me amabas tú o como yo te amaba a ti. No quería que la dejase por otra mujer. Si hubieses sido francesa lo habrías soportado, pero no lo eras. Todo te parecía mentira, y a veces lo era. No tenía valor para decirte que no podía hacerlo. Me mentía a mí mismo más que a ti. Cuando te decía que me divorciaría de ella, hablaba en serio. Te odié por dejarme. Pensé que eras cruel conmigo, pero hiciste bien. Al final te habría roto el corazón aún más. Los últimos seis meses fueron una pesadilla. Peleas constantes, llanto constante… Te quedaste destrozada después de perder al bebé, y a mí me ocurrió lo mismo.

– ¿Qué hice al final? ¿Qué hizo que me marchara? -preguntó ella en un susurro.

– Otro día, otra mentira, otro retraso. Sencillamente te levantaste una mañana y empezaste a hacer las maletas. Esperaste hasta fin de curso. Yo no había hecho nada acerca del divorcio y me pedían que cumpliese otra legislatura en el ministerio. Traté de explicártelo y no me escuchaste. Te marchaste al cabo de una semana. Te llevé al aeropuerto y ninguno de los dos pudimos dejar de llorar. Me dijiste que te llamara si me divorciaba. Llamé, pero nunca me divorcié, y me quedé en el gobierno. Me necesitaban. Y Arlette también, a su manera. No me quería, pero estábamos acostumbrados el uno al otro. Ella creía que tenía la obligación de quedarme a su lado. Cuando volviste a Los Ángeles te llamé varias veces, pero con el tiempo dejaste de contestar. Me enteré de que habías vendido la casa. Un día fui solo para mirarla. Casi se me rompió el corazón al recordar lo felices que habíamos sido allí.

– Fui a verla aquel día, antes de que las bombas explotaran en el túnel. Regresaba al hotel cuando sucedió -dijo ella.

Matthieu asintió. Aquella casa había sido un refugio para ambos, una guarida, el nido de amor que compartieron y en el que concibieron a su bebé. Carole no pudo evitar preguntarse qué habría ocurrido si hubiese tenido aquel hijo, si en ese caso se habría divorciado él por fin de su esposa. Pero seguramente no. Era francés, y los franceses tenían amantes e hijos ilegítimos. Llevaban años haciéndolo y nada había cambiado. Aquello seguía siendo aceptable, aunque no para Carole. Ella era una chica de granja de Mississippi, por muy famosa que fuese, y no quería vivir con el marido de otra mujer. Se lo dijo desde el principio.

– Nunca debimos empezar -dijo, mirándole desde la cama, donde yacía con la cabeza sobre la almohada.

– No pudimos elegir -dijo Matthieu con sencillez-. Estábamos demasiado enamorados.

– Yo no lo creo -dijo ella con firmeza-. A mí me parece que la gente siempre puede elegir. Nosotros lo hicimos. Elegimos mal y pagamos un precio alto por ello. No estoy segura, pero creo que nunca te perdoné. Tardé mucho en olvidarte, hasta que conocí a mi último marido.

Ahora lo recordaba con claridad.

– Leí que te casaste hace unos diez años -dijo él, y ella asintió-. Me alegré por ti -añadió, sonriendo con pesar-, aunque me puse muy celoso. Es un hombre afortunado.

– No, no lo es. Hace dos años murió de cáncer. Todo el mundo dice que era una persona maravillosa.

– ¡Ah, por eso estaba aquí Jason! Me preguntaba por qué razón.

– Habría venido de todos modos. También es un buen hombre.

– Hace dieciocho años no pensabas eso -dijo Matthieu, irritado.

No estaba seguro de que ella hubiese dicho lo mismo de él, que era un buen hombre, ni siquiera ahora. A ojos de ella, no lo había sido. Carole se lo dijo en su momento. Dijo que le había mentido y le había hecho creer cosas falsas, y que era una persona deshonesta e indigna. En su momento, aquello le había herido en lo más profundo. Nadie le había acusado jamás de eso en su vida, pero ella tenía razón.

– Creo que ahora Jason es una buena persona -dijo Carole-. Al final todos pagamos por nuestros pecados. La chica rusa le dejó cuando me marché de París.

– ¿Intentó volver contigo? -preguntó Matthieu con curiosidad.

– Al parecer sí. Dice que le rechacé. En aquella época debía de seguir enamorada de ti.

– ¿Lo lamentas?

– Pues sí -dijo ella con sinceridad-. Desperdicié dos años y medio de mi vida contigo y seguramente otros cinco olvidándote. Es mucho tiempo para darle a un hombre que no piensa dejar a su esposa. ¿Dónde está ella ahora?

– Murió hace un año, tras una larga enfermedad. Se pasó muy enferma los últimos tres años de su vida. Me alegro de haber estado con ella. Se lo debía. Estuvimos casados durante cuarenta y seis años. Aunque no era el matrimonio que yo hubiese querido, ni el que esperaba cuando me casé con ella a los veintiuno, fue el que tuvimos. Éramos amigos. Ella se tomó lo tuyo con mucha elegancia. No creo que me perdonase, pero lo entendió. Sabía lo enamorado que estaba de ti. Nunca sentí eso por ella. Arlette era una persona muy fría. Pero era una buena mujer, muy sincera.

Así pues, se había quedado, tal como Carole siempre pensó que haría. E incluso Matthieu acababa de decir que ella hizo bien en marcharse. Ahora tenía las respuestas que había venido a buscar a París. Sabía que era demasiado tarde para volver con Jason cuando él se lo pidió. Ella ya no le amaba, y además no había podido impedir que se casara con la supermodelo rusa. Carole no pudo elegir en aquel momento, y, cuando pudo, ya no le amaba. Tampoco le amaba ahora. Era demasiado tarde. Y en cuanto a Matthieu, solo habría podido ser su amante. El se habría quedado con su mujer hasta la muerte. Carole lo entendió y por eso se marchó de París. Sin embargo, solo ahora sabía que tomó una decisión acertada. El se lo había confirmado. Eso era una especie de regalo, aunque hubiese pasado tanto tiempo.

Ya tenía presente gran parte de aquello, algunos de los acontecimientos y demasiados sentimientos. Casi podía notar su decepción y desesperación cuando por fin se había rendido y le había abandonado. El estuvo a punto de destruirla a ella y a su carrera. Incluso decepcionó a sus hijos. Fueran cuales fuesen sus intenciones al principio, o su amor por ella, no había sido honorable con ella. Al menos lo que Jason había hecho, por muy horrible que hubiese sido para ella, había sido claro y sincero. Se había divorciado de ella y se había casado con la otra mujer. Matthieu nunca lo había hecho.

– ¿A qué te dedicas ahora? ¿Sigues estando en el gobierno? -quiso saber.

– Lo estuve hasta hace diez años, cuando me retiré y volví al bufete de abogados de mi familia. Ejerzo con dos hermanos míos.

– Y fuiste el hombre más poderoso de Francia. Entonces lo controlabas todo y te encantaba.

– Así es.

Al menos era sincero en ese aspecto, y ahora también había sido sincero sobre lo demás. Eso demostraba por fin que ella estaba en lo cierto, pero oírlo resultaba doloroso, incluso ahora. Recordaba demasiado bien cuánto le había amado y cuánto daño le había hecho él.

– El poder es como una droga para los hombres. Es difícil renunciar a él. Yo era adicto al poder, aunque todavía era más adicto a ti. Cuando me dejaste me quedé destrozado, pero aun así no pude divorciarme de ella ni renunciar a mi puesto.

– Yo nunca pretendí que renunciases a tu puesto. Esa no era la cuestión. Lo que quería era que te divorciases.

– No pude -dijo, bajando la cabeza-. No tuve valor -añadió, mirándola a los ojos de nuevo.

Era una confesión descomunal y Carole tardó unos instantes en responder.

– Por eso te dejé.

– Hiciste bien -contestó él en un susurro.

Ella asintió.

Permanecieron juntos en silencio durante un buen rato, y luego, mientras él la miraba, Carole cerró los ojos y se quedó dormida. Por primera vez en mucho tiempo estaba en paz. Él se quedó allí sentado, contemplándola, y luego por fin se puso en pie y salió de la habitación sin hacer ruido.

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