Preparar a Carole para abandonar el hospital fue más arduo de lo que Stevie esperaba. Cuando despertó al día siguiente, Carole estaba cansada y nerviosa por tener que abandonar el capullo de protección que le habían proporcionado. Una vez más, tenía que pasar de oruga a mariposa. Después de que Stevie la ayudase a lavarse el pelo, Carole se maquilló por primera vez y supo disimular muy bien la cicatriz de la mejilla. Stevie la ayudó a ponerse unos vaqueros, un suéter negro, un chaquetón marinero que tenía en el hotel y un par de mocasines de ante negro. Llevaba sus pendientes de diamantes y el pelo recogido en su habitual cola de caballo, lisa y brillante. Volvía a parecer Carole Barber y no una paciente con una bata de hospital, e incluso después del calvario que había sufrido su belleza natural resultaba deslumbrante. Delgada y un poco frágil, se sentó en una silla de ruedas. Los médicos y las enfermeras acudieron a despedirse. La enfermera que iría al Ritz con ellas llevaba puesto el abrigo y empujaba la silla, mientras los dos miembros del CRS que tenían asignados caminaban a ambos lados de Carole con mirada severa, sosteniendo sus ametralladoras. Stevie llevaba el bolso de Carole y el suyo propio. Formaban un grupo de lo más variopinto.
Bajaron en el ascensor y cruzaron el vestíbulo rodeados por los guardias de seguridad del hospital. El director acudió a estrecharle la mano y desearle lo mejor. Fue una marcha conmovedora. Su propia doctora les acompañó hasta el coche que el Ritz le había enviado, una larga limusina Mercedes. Los dos escoltas, la enfermera, Stevie y Carole desaparecieron rápidamente en el interior. Ella bajó la ventanilla y saludó a la multitud de admiradores de la acera, mientras Stevie se maravillaba ante la ausencia de fotógrafos en las proximidades que les entorpeciesen el paso. Con suerte, entrarían en el hotel con la misma facilidad, por la rue Cambon, y llegarían a la suite de Carole sin incidentes. Esta ya parecía cansada. Levantarse, vestirse y salir a la calle había supuesto toda una conmoción para ella, un gran cambio.
La limusina se deslizó en la rue Cambon y se detuvo ante la entrada posterior del Ritz, que habían abierto especialmente para Carole. Se puso en pie tambaleándose un poco, miró hacia el cielo y sonrió, mientras los miembros del CRS se situaban junto a ella. Caminó por sus propios medios hacia la entrada del hotel, sonriendo al tiempo que aparecían cuatro fotógrafos entre la puerta del hotel y ella. Carole vaciló un instante y luego continuó caminando sonriente. Después de todo, alguien les había avisado. Los miembros del CRS les hicieron señas para que se apartaran y los paparazzi se hicieron a un lado, disparando foto tras foto, gritando su nombre, mientras uno de ellos chillaba «¡Brava!» y le lanzaba una rosa. Ella la cogió, se volvió y le sonrió antes de desaparecer con elegancia en el hotel.
El director la esperaba dentro y la acompañó a su suite. El simple hecho de llegar hasta allí era una tarea más dura de lo que Carole esperaba. Tras recorrer los pasillos en los que se alineaban los guardias de seguridad, llegó a su suite cansada, pero le agradeció al director el enorme ramo de rosas que se alzaba más de un metro encima de una mesa para darle de nuevo la bienvenida al Ritz. Al cabo de unos minutos el hombre salió de la habitación y los miembros del CRS se apostaron en el exterior, mientras los guardias del hotel se situaban a su alrededor. Stevie dejó la bolsa de Carole y le dedicó una mirada severa.
– Siéntate. Se te ve derrotada -dijo preocupada por su amiga, que tenía la cara del color de la nieve.
– Lo estoy -reconoció Carole, sentándose despacio.
Se sentía como si tuviese cien años. La enfermera la ayudó a quitarse el abrigo y luego se quitó el suyo propio y lo dejó a un lado.
– No puedo creer lo cansada que estoy. Lo único que he hecho es salir de la cama y venir hasta aquí en coche, pero me siento como si me hubiese atropellado un autobús -se quejó a Stevie con cara de agotamiento.
– Es que lo que te ocurrió hace un mes fue más o menos eso. Date tiempo.
Stevie aún estaba molesta de ver que alguien había advertido a la prensa de la llegada de Carole. Resultaba inevitable, pero ahora se le echarían encima y la esperarían en cada salida del hotel. Siempre que quisiera salir, tendría que abrirse paso entre ellos. Stevie contemplaba la opción de utilizar la salida de servicio. Lo habían hecho en otras ocasiones, aunque no estaba lejos de la puerta de Cambon y también estaría vigilada. Eso no hacía más que añadir más tensión a la existencia de Carole, algo que no necesitaba en ese momento. Habría sido agradable que nadie se hubiese enterado del traslado del hospital al hotel. Eso era esperar demasiado, con camareras limpiando su habitación, camareros del servicio de habitaciones trayéndole comida y todo el cotilleo interno de un gran hotel, aunque fuese el Ritz. Alguien tenía que contárselo a la prensa. Les pagaban generosamente por hacerlo.
Sin preguntarle, Stevie le dio una taza de té, que Carole cogió agradecida. Se sentía como si esa mañana hubiese escalado el Everest. Y con lo que había sufrido, no era para menos.
– ¿Quieres comer algo?
– No, gracias.
– ¿Por qué no te acuestas un rato? Creo que acabas de hacer tu ejercicio matutino.
– ¡Mierda! ¿Alguna vez volveré a sentirme normal? No estaba tan cansada en el hospital. Me siento como si hubiese muerto.
– Es que has muerto y has resucitado -confirmó Stevie-. Te sentirás mejor al cabo de un par de días, o puede incluso que antes. Necesitas acostumbrarte a tu nuevo entorno y a no estar envuelta en algodones en el hospital. Cuando me quitaron el apéndice hace dos años, me sentía como si tuviese unos noventa años al llegar a casa. Cinco días después estaba bailando como una loca en una discoteca. Dale tiempo, nena. Dale tiempo -la tranquilizó Stevie.
Carole suspiró. Se desanimaba al sentirse tan conmocionada y débil. Sin embargo, lo que le estaba ocurriendo era normal. El paso del hospital al mundo real, aunque se hubiese efectuado de manera suave y dirigido con cuidado, era para ella como ser disparada desde un cañón. Carole entró despacio en el dormitorio y miró asombrada a su alrededor. Vio el escritorio y su ordenador y su bolso encima. Le daba la sensación de haber salido de la habitación horas antes para dar su decisivo paseo. Cuando se volvió hacia Stevie había lágrimas en sus ojos.
– Me produce una sensación extraña pensar que, pocas horas después de salir de esta habitación, estuve a punto de morir. Es como morir y volver a nacer, o tener otra oportunidad.
Stevie asintió y abrazó a su amiga.
– Ya lo sé. Yo también lo he pensado. ¿Quieres que intercambiemos las habitaciones?
Carole negó con la cabeza. No quería que la mimasen. Necesitaba tiempo para adaptarse a lo que había ocurrido, no solo físicamente, sino también desde un punto de vista psicológico. Se echó en la cama y miró a su alrededor. Stevie le trajo el resto del té. Acostada se sentía mejor. Había sido estresante para ella ver a la prensa, aunque no se notase. Nunca se notaba. Parecía una reina mientras saludaba con elegancia a los periodistas y pasaba sonriente por su lado con su largo cabello rubio y los diamantes destellando en las orejas.
Al final Stevie acabó pidiendo el almuerzo para las dos, y Carole se sintió mejor después de comer. Se deleitó con un baño caliente en la gigantesca bañera del cuarto de baño de mármol rosa, y luego se tendió en la cama de nuevo vestida con el grueso albornoz de rizo rosa del hotel. Eran las cuatro cuando llamó Matthieu, y para entonces se había echado una siesta y se encontraba mejor.
– ¿Cómo te va en el hotel? -preguntó él con amabilidad.
– Llegar hasta aquí ha sido más difícil de lo que pensaba -reconoció ella-. Cuando hemos llegado estaba molida, pero ya me siento mejor. Ha sido una sacudida tremenda. Además, nos hemos tropezado con varios paparazzi en la puerta trasera. Seguramente al salir del coche parecía la novia de Frankenstein. Apenas podía andar.
– Estoy seguro de que estabas preciosa, como siempre.
– Uno de los paparazzi me ha lanzado una rosa. Ha sido muy amable, pero ha estado a punto de derribarme. La expresión «casi me caigo de espaldas» parece haber adquirido un nuevo significado.
Matthieu se echó a reír ante sus palabras.
– Iba a pedirte que dieras un paseo conmigo, pero me da la impresión de que no te apetece. ¿Prefieres una visita? Tal vez podamos salir de paseo mañana. O con el coche, si te parece mejor.
– ¿Te gustaría venir a merendar? -ofreció ella.
No le apetecía que viniese a cenar y tampoco estaba segura de que fuese adecuado. Su relación era endeble, muy afectada por las penas del pasado, así como por el amor que habían compartido.
– Eso me parece perfecto. ¿A las cinco? -sugirió él, aliviado al saber que estaba dispuesta a verle.
– No me iré a ninguna parte -le aseguró Carole-. Aquí estaré.
Matthieu estaba allí una hora más tarde. Vestía un traje oscuro y formal y su sobretodo gris. Esa tarde hacía un frío recio y tenía las mejillas enrojecidas por el viento. Carole llevaba el mismo suéter negro y los vaqueros con los que salió del hospital, los mocasines cié ante negro y los pendientes de diamantes en las orejas. A él le pareció exquisita, aunque muy pálida. Pero sus ojos brillaban y se encontraba mejor mientras tomaban té, pasteles y dulces de La Durée, que le había enviado el hotel. Matthieu se había alegrado de ver a la escolta en la puerta de su habitación y a la seguridad del hotel en el pasillo de toda la planta. No pensaban correr riesgos con ella, y más les valía. El incidente del hospital les había servido de advertencia. Carole corría peligro.
– ¿Qué tal te ha ido por Lyon? -preguntó ella con una sonrisa serena, contenta de verle.
– Ha sido un fastidio. Tenía una comparecencia que no podía aplazar y he estado a punto de perder el tren de regreso. Las penas y desventuras de un ciudadano y abogado corriente -respondió él con una carcajada.
Carole pareció volver a la vida mientras charlaban. Estaba más animada y se sentía mejor. Matthieu observó con gusto que se comía una docena de dulces y compartía con él un petisú de café. Esperaba que hubiese recuperado el apetito. Estaba muy delgada, aunque no tan pálida como a su llegada. Teniendo en cuenta todo lo que le había sucedido en las últimas semanas, resultaba extraordinario verla allí sentada, con sus pendientes de diamantes y sus vaqueros. Esa tarde le habían hecho la manicura en la habitación. Le habían pintado las uñas de rosa claro, el único color que llevaba desde hacía años. Matthieu admiró en silencio sus largos dedos elegantes mientras se bebía el té a sorbos. Stevie les había dejado solos y se había retirado a su propia habitación con la enfermera. Stevie estaba convencida de que Carole se sentía cómoda a solas con él. Le había dedicado una mirada inquisitiva antes de salir del salón de la suite y Carole sonrió y asintió con la cabeza para indicarle que podía marcharse tranquila.
– Temí no volver a ver nunca esta habitación -reconoció Carole.
– Yo también -confesó él con una mirada de alivio.
Estaba deseando sacarla del hotel y dar un paseo con ella, pero era evidente que Carole no estaba preparada para aventurarse tan lejos, aunque también le habría gustado.
– Siempre que vengo a París me busco problemas, ¿verdad? -dijo con una sonrisa maliciosa, y luego empezaron a hablar de su libro.
Carole había tenido unas cuantas ideas en los últimos días y esperaba poder volver al trabajo una vez que regresase a Los Ángeles. Matthieu la admiraba por ello. A él las editoriales siempre le estaban pidiendo que escribiese sus memorias, pero aún no lo había hecho. Había muchas cosas que quería hacer y por eso tenía previsto jubilarse al año siguiente, para dedicarse a aquello con lo que soñaba antes de que fuese demasiado tarde. El fallecimiento de su esposa le había recordado que la vida era breve y muy valiosa, sobre todo a su edad. En Navidad iría a esquiar con sus hijos a Val d'Isère. Carole dijo con pesar que sus días de esquiar habían terminado. Lo último que necesitaba era otro golpe en la cabeza, y él estuvo de acuerdo. Eso les recordó a ambos cuánto se divertían esquiando juntos durante la permanencia de Carole en Francia. Habían ido varias veces y se llevaron a los hijos de ella. Matthieu era un esquiador consumado y ella también. En su juventud, él había formado parte de un equipo nacional de competición.
Hablaron de muchas cosas mientras fuera caía la oscuridad. Eran casi las ocho cuando Matthieu se puso en pie. Se sentía culpable por haberla tenido despierta tanto rato. Carole necesitaba descanso. Se había quedado durante mucho tiempo y ella parecía cansada, pero relajada. Y entonces, mientras se levantaban, lanzó una exclamación al mirar por las ventanas cubiertas por largas cortinas. Fuera estaba nevando y Matthieu vio que Carole abría la ventana y sacaba la mano, tratando de tocar los copos de nieve. Ella se volvió a mirarle con los ojos desorbitados de una niña.
– ¡Mira! ¡Está nevando! -dijo alegremente.
El asintió y le sonrió. Carole contempló la noche y sintió que la embargaba un sentimiento de gratitud. Todo tenía un significado nuevo para ella y los placeres más pequeños le producían alegría. Ella era la mayor alegría de todas para él. Siempre lo había sido.
– ¡Es tan bonito…! -añadió Carole, asombrada.
Matthieu estaba justo detrás de ella aunque sin tocarla. Gozaba de su presencia y temblaba por dentro.
– Tú también lo eres -dijo en voz baja.
Se sentía muy feliz de hallarse allí y de que Carole le permitiese estar con ella. Era un regalo muy valioso.
Entonces Carole se volvió a mirarle de nuevo. La nieve caía detrás de ella.
– La noche que me trasladé a nuestra casa estaba nevando… Tú estabas allí conmigo. Tocamos los copos y nos besamos… Recuerdo que pensé que nunca olvidaría aquella noche, era tan bonita… Dimos un largo paseo a orillas del Sena, mientras la nieve caía a nuestro alrededor… Yo llevaba un abrigo de pieles con capucha… -susurró ella.
– … parecías una princesa rusa…
– Eso me dijiste.
El asintió mientras ambos recordaban la magia de aquella noche, y luego, de pie ante la ventana abierta del Ritz, se movieron imperceptiblemente el uno hacia el otro y se besaron mientras el tiempo se detenía.