Matthieu fue a visitar a Carole la tarde del día de Acción de Gracias, por pura casualidad, mientras su familia y Stevie celebraban su cena en el hotel. Había sido muy prudente a la hora de visitarla. No quería encontrarse con ellos. Seguía sintiéndose incómodo, fueran cuales fuesen las circunstancias ahora. Además, la situación fue tan desesperada al principio que no quiso molestarles en mitad de su conmoción y pena. Sin embargo, había leído en el periódico que había despertado y estaba mejor, así que volvió. No pudo resistirse.
Entró despacio en la habitación y la miró embelesado. Era la primera vez que la veía despierta y el corazón le dio un vuelco. Carole no dio muestras de reconocerle. Al principio, Matthieu no supo si se debía al tiempo transcurrido o al golpe en la cabeza, pero después de todo lo que habían sido el uno para el otro no pudo imaginar que no le recordase. Él había pensado en Carole cada día. Resultaba difícil creer que, en su estado normal, ella no hubiese hecho lo mismo, o al menos que se acordara de su cara.
Carole se volvió hacia él con sorpresa y curiosidad. No recordaba haberle visto antes. Era un hombre alto y atractivo de cabello blanco, penetrantes ojos azules y expresión seria. Parecía una persona de gran autoridad y Carole se preguntó si sería médico.
– Hola, Carole -la saludó en un inglés de marcado acento.
No sabía si aún hablaría el francés, cosa que de momento no parecía.
– Hola.
Era evidente que ella no le reconocía, y eso estuvo a punto de romperle el corazón, habida cuenta de todo lo que habían sentido el uno por el otro. Carole permanecía inexpresiva.
– Debo de haber cambiado mucho -dijo él-. Ha pasado mucho tiempo. Me llamo Matthieu de Billancourt.
No se dio por enterada, pero le sonrió con simpatía. Todo era nuevo para ella, incluso su ex marido y sus hijos, y ahora aquel hombre.
– ¿Es usted médico? -preguntó pronunciando las palabras con claridad, y él negó con la cabeza-. ¿Es mi amigo?
Carole se daba perfecta cuenta de que, de no ser un amigo, él no estaría allí, pero era su forma de preguntarle si le conocía. Tenía que depender de otros para obtener esa información. Sin embargo, a él le sobresaltó la pregunta. Solo con verla se volvió a enamorar de ella. Para ella no quedaba nada. Matthieu se preguntó qué sentía por él antes del accidente. Estaba claro que ahora no sentía nada.
– Sí… sí… lo soy. Un buen amigo. Hace mucho tiempo que no nos vemos.
No le costó entender que Carole no había recuperado la memoria, y quiso ser prudente con la información que le daba. No quería conmocionarla. Allí, en aquella cama de hospital, seguía teniendo un aspecto muy frágil. No quería decir demasiado porque la enfermera estaba en la habitación. No sabía si hablaba inglés, pero se mostró cauto por si acaso. Además, de todos modos no podía contarle secretos a una mujer que no recordaba haberle visto jamás.
– Cuando vivías en París nos conocíamos -explicó Matthieu mientras le entregaba a la enfermera el gran ramo de rosas que le había llevado.
– ¿Yo he vivido en París? -preguntó ella sorprendida-. ¿Cuándo?
Nadie se lo había dicho todavía. Matthieu vio su mirada de frustración al comprender lo mucho que ignoraba de sí misma. Sabía que vivía en Los Ángeles y que había vivido en Nueva York con Jason, pero nadie había mencionado París.
– Viviste aquí durante dos años y medio. Te marchaste hace quince años.
– Ya -dijo Carole con un gesto de asentimiento.
Se limitó a mirarle sin hacer más preguntas. En sus ojos había algo que la desconcertaba; era como algo que no podía alcanzar pero que podía ver a lo lejos. Carole no sabía con certeza qué era, si era bueno o malo. Había algo muy intenso en él. No se sentía asustada, pero lo percibía, y no podía identificar la sensación.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó él cortésmente, pensando que resultaba más seguro hablar del presente que del pasado.
Carole reflexionó durante un buen rato en busca de la palabra hasta que la encontró. Tal como él le hablaba, como un viejo amigo, tenía la sensación de conocer bien a aquel hombre, aunque no estaba segura. Se parecía un poco a la que tenía con Jason, pero diferente.
– Confusa -dijo en respuesta a su pregunta-. No sé nada. No encuentro las palabras ni a las personas. Tengo dos hijos -dijo Carole, aún sorprendida-. Ya son mayores -explicó, como si se lo recordase a sí misma-. Anthony y Chloe.
Parecía orgullosa de recordar sus nombres. Retenía todo lo que le decían. Era mucho lo que tenía que asimilar.
– Lo sé. Les conocía. Eran maravillosos. Y tú también. Lo recordarás. Las cosas volverán a tu mente.
Ella asintió, aunque poco convencida. Aún faltaba mucho y era plenamente consciente de ello.
Carole seguía siendo tan hermosa como antes. A Matthieu le resultaba increíble lo poco que le había afectado el paso del tiempo, aunque se fijó en la cicatriz de la mejilla, pero no le dijo nada.
– ¿Éramos buenos amigos? -le preguntó ella como si buscase algo. Fuera lo que fuera, no podía acceder a ello. No le encontraba en su mente. Lo que aquel hombre representaba para ella había desaparecido junto con todos los demás detalles de su vida. Carole estaba haciendo borrón y cuenta nueva.
– Sí que lo éramos.
A continuación permanecieron unos momentos en silencio. Después él se acercó a la cama con prudencia y cogió su mano con gesto tierno. Ella se lo permitió; no sabía qué otra cosa hacer.
– Me alegro mucho de que estés mejorando. Vine a verte cuando aún dormías. Es un gran regalo que estés despierta. Te he echado de menos, Carole. He pensado en ti durante todos estos años.
Quiso preguntarle por qué, pero no se atrevió. Parecía demasiado complicado para ella. Algo en su forma de mirarla le producía ansiedad. No podía identificar la sensación, pero era distinta de la forma en que la miraban Jason o sus hijos. Estos parecían mucho más directos. Había algo oculto en aquel hombre, como si hubiese muchas cosas que no le decía pero las expresase con los ojos. A ella le resultaba difícil interpretarlas.
– Has sido muy amable al visitarme -dijo ella cortésmente, tras encontrar una frase que pareció surgir de golpe. A veces le ocurría, aunque en otras ocasiones tenía que esforzarse para hallar una sola palabra.
– ¿Puedo venir a verte otro día?
Ella asintió sin saber qué otra cosa decir. Las sutilezas sociales le resultaban confusas y, además, seguía sin tener la menor idea de quién era él. Tenía la sensación de que había sitio más que un amigo, pero él no decía que hubiesen estado casados. A ella le resultaba difícil adivinar quién y qué había sido él en su vida.
– Gracias por las flores. Son muy bonitas -dijo, buscando en sus ojos las respuestas que no expresaba con palabras.
– Tú también, cariño -dijo él, sin soltar su mano-. Siempre lo fuiste y sigues siéndolo. Pareces una muchacha.
Entonces, sorprendida, Carole se dio cuenta de algo en lo que no había pensado hasta entonces.
– No sé qué edad tengo. ¿Lo sabes tú?
Era fácil para él hacer el cálculo, añadiendo quince años a la edad que tenía ella cuando se marchó. Sabía que tenía cincuenta años, aunque no los aparentaba, pero no sabía si debía decírselo.
– No creo que eso importe. Sigues siendo muy joven. En cambio yo ya soy un viejo. Tengo sesenta y ocho años.
Su cara pregonaba su edad, pero su brío la desmentía. Poseía tanta energía y fuerza que parecía tener muchos años menos.
– Pareces joven -dijo ella amablemente-. Si no eres médico, ¿a qué te dedicas? -preguntó.
Seguía pareciéndole un médico, salvo por la bata blanca. Llevaba un traje azul marino de buen corte y un sobretodo gris. Iba bien vestido, con camisa blanca y corbata oscura, y su melena canosa estaba bien cortada y cuidada. Llevaba unas gafas sin montura muy francesas.
– Soy abogado.
No le dijo a qué se había dedicado antes. Ya no tenía importancia.
Ella asintió mientras le miraba de nuevo. Matthieu se llevó la mano de Carole a los labios y le besó con suavidad los dedos, aún magullados por la caída.
– Volveré a visitarte. Ahora debes ponerte bien. No dejo de pensar en ti.
Carole no sabía por qué. Resultaba muy frustrante no recordar nada del pasado, ni siquiera su propia edad o quién era. Eso les daba ventaja a los demás, que sabían todo lo que ella ignoraba. Y ahora aquel extraño también conocía una pieza de su pasado.
– Gracias. -Fue lo único que se le ocurrió decirle mientras él volvía a apoyar la mano de ella sobre la cama con suavidad.
Matthieu le sonrió de nuevo y se marchó al cabo de un momento. La enfermera que estaba en la habitación le había reconocido, pero no le dijo nada a Carole. No le correspondía a ella hacer comentarios sobre los antiguos ministros que la visitaban. Al fin y al cabo, era una estrella de cine y debía conocer a la mitad de las personas importantes del mundo. Sin embargo, resultaba evidente que Matthieu de Billancourt le tenía muchísimo cariño y la conocía bien. Incluso Carole podía percibir eso.
Esa noche los demás volvieron después de cenar con la moral muy alta. Stevie le traía una muestra de todo lo que habían tomado e identificó para ella los alimentos. Carole los probó con interés; dijo que no le gustaba el pavo, pero opinó que las nubes estaban muy buenas.
– No te gustan, mamá -la informó Chloe atónita-. Siempre dices que son una porquería y no nos dejabas comerlas cuando éramos niños.
– Es una lástima. Me gustan -dijo con una sonrisa tímida, y luego le tendió la mano a su hija menor-. Lamento no saber nada ahora mismo. Trataré de recordar.
Chloe asintió mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.
– No pasa nada, mamá. Ya te pondremos al tanto. La mayoría son cosas sin importancia.
– No es verdad -dijo Carole con ternura-. Quiero saberlo todo. Qué te gusta, qué no te gusta, qué nos gusta hacer juntas, qué hacíamos cuando eras pequeña…
– Viajabas mucho -dijo Chloe en voz baja.
Su padre le lanzó una mirada de advertencia. Era demasiado pronto para hablar de eso.
– ¿Por qué viajaba mucho? -quiso saber Carole.
– Trabajabas mucho -se limitó a decir Chloe.
Anthony contuvo el aliento. Llevaba años oyendo las mismas acusaciones. Aquellas conversaciones entre su madre y su hermana nunca acababan bien. Esperaba que no sucediese también ahora. No quería que Chloe disgustase a su madre en aquellas circunstancias. Seguía siendo muy vulnerable y habría sido injusto acusarla de cosas que ignoraba. A Carole le era imposible defenderse.
– ¿Qué hacía? ¿A qué me dedicaba? -preguntó Carole.
Le echó un vistazo a Stevie, como si la joven pudiese ponerla al tanto. Ya había percibido el vínculo que existía entre ambas, aunque desconocía los detalles y no recordaba ni su cara ni su nombre.
– Eres actriz -le explicó Stevie-. Una actriz muy importante. Eres una gran estrella.
– ¿De verdad? -Carole se quedó atónita-. ¿La gente me conoce?
Todo aquel concepto le parecía ajeno.
Todos se rieron, y Jason fue el primero en hablar:
– Tal vez deberíamos mantener tu humildad y no decírtelo. Eres probablemente una de las estrellas de cine más famosas del mundo.
– ¡Qué raro!
Era la primera vez que recordaba la palabra «raro», y todos se rieron.
– No es nada raro -dijo Jason-. Eres muy buena actriz, has hecho un montón de películas y has ganado premios muy importantes: dos Oscar y un Globo de Oro. Todo el mundo sabe quién eres.
Jason ignoraba si Carole recordaría lo que eran aquellos premios y su expresión le indicó que no. Sin embargo, la palabra «películas» sí le recordó algo. Sabía qué eran.
– ¿Qué te parece a ti eso? -le preguntó a Chloe, volviendo a ser la misma por un momento.
Todos los presentes contuvieron la respiración.
– Regular -murmuró Chloe-. De niños lo pasábamos mal.
Carole pareció entristecerse.
– No seas tonta -interrumpió Anthony, tratando de aligerar el ambiente-. Era estupendo tener como mamá a una estrella de cine. Todo el mundo nos envidiaba. Teníamos que ir a sitios geniales y tú eras guapísima. Aún lo eres -dijo, sonriendo a su madre.
Siempre había detestado los roces entre ellas y el resentimiento de Chloe a medida que se hacían mayores, aunque en los últimos años las cosas habían mejorado.
– Puede que fuese genial para ti -le espetó Chloe-, pero no para mí.
Entonces se volvió otra vez hacia su madre, que la miró con compasión y le apretó la mano.
– Lo siento -se limitó a decir Carole-. A mí tampoco me parece divertido. Si yo fuese una niña, querría que mi mamá estuviese siempre a mi lado.
Entonces miró a Jason de pronto. Acababa de recordar otra pregunta importante. Era terrible no saber nada.
– ¿Tengo madre?
El negó con la cabeza, aliviado por haber cambiado de tema por un momento. Carole acababa de regresar de entre los muertos tras semanas de terror para ellos. No quería que Chloe la disgustase o, aún peor, empezase una pelea con ella, y todos sabían que era capaz de hacerlo. Había muchos viejos conflictos allí, entre madre e hija; menos entre madre e hijo. A Anthony nunca le pareció mal el trabajo de su madre y siempre había esperado de ella menos que Chloe. Era mucho más independiente, incluso de niño.
– Tu madre murió cuando tenías dos años -explicó-; tu padre, cuando tenías dieciocho.
Entonces era huérfana. Recordó la palabra al instante.
– ¿Dónde me crié? -pregunto con interés.
– En una granja de Mississippi. Te fuiste a Hollywood a los dieciocho años. Un cazatalentos te descubrió en Nueva Orleans, donde vivías.
Carole no recordaba nada de aquello. Asintió y volvió a dirigir la atención a Chloe. Ahora estaba más preocupada por ella que por su propia historia. Eso era nuevo. Parecía que hubiese vuelto como una persona distinta, sutilmente distinta, pero tal vez cambiada para siempre. Era demasiado pronto para saberlo. Comenzaba haciendo borrón y cuenta nueva, y tenía que depender de ellos para que la pusieran al tanto. Chloe lo había hecho con su habitual sinceridad y franqueza. Al principio todos se sintieron preocupados, pero Stevie pensó de pronto que tal vez fuese para bien. Carole respondía bien. Quería saberlo todo de sí misma y de ellos, tanto lo bueno como lo malo. Necesitaba rellenar las lagunas, y había muchas.
– Lamento haber viajado tanto. Tendrás que hablarme de ello. Quiero saberlo todo y saber qué te parecía a ti. Es un poco tarde, ya sois mayores. Pero tal vez podamos cambiar algunas cosas. ¿Cómo te va ahora?
– Me va bien -dijo Chloe con sinceridad-. Vivo en Londres y vienes mucho a visitarme. Vuelvo a casa por Navidad y Acción de Gracias. Ya no me gusta Los Ángeles. Prefiero Londres.
– ¿A qué universidad fuiste?
– A la de Stanford.
Carole no dio muestras de reconocer aquel nombre. No le sonaba en absoluto.
– Es una universidad muy buena -se atrevió a sugerir Jason.
Carole asintió y sonrió a su hija.
– No esperaba menos de ti.
Esta vez Chloe sonrió.
A continuación charlaron de temas más cómodos y, al final, decidieron volver al hotel. Carole parecía cansada. Stevie fue la última en salir de la habitación. Se entretuvo un momento y le susurró a su amiga:
– Lo hiciste estupendamente con Chloe.
– Vas a tener que contarme algunas cosas. No sé nada.
– Ya hablaremos -prometió Stevie, y entonces se fijó en las rosas que había en una mesa, en un rincón. Había al menos dos docenas, rojas y con el tallo largo-. ¿De quién son?
– De un francés que ha venido a verme. No me acuerdo de cómo se llamaba, pero ha dicho que éramos viejos amigos.
– Me extraña que le hayan dejado pasar los de seguridad. Se supone que no deben hacerlo. Cualquiera puede decir que es un viejo amigo.
Se suponía que solo los miembros de la familia podían visitarla, pero ningún guardia de seguridad francés iba a prohibirle la entrada a un ex ministro de Francia. En la planta baja habían impedido el paso de miles de flores, que a petición de Stevie y Jason se repartieron entre todos los demás pacientes. Habrían llenado varias habitaciones.
– Si no tienen cuidado, tus admiradores invadirán el hospital. ¿No le has reconocido? -dijo Stevie, sabiendo que era una pregunta tonta.
Nunca se sabía. Tarde o temprano surgirían algunos recuerdos del pasado. Stevie esperaba que eso sucediese cualquier día.
– Por supuesto que no -contestó Carole-. Si no recuerdo a mis propios hijos, ¿por qué iba a reconocerle a él?
– Solo preguntaba. Le diré al guardia que tenga más cuidado. Por cierto, son unas flores bonitas.
Stevie había observado algunos fallos de seguridad y se había quejado. Cuando el guardia de servicio hacía un descanso, nadie le sustituía, y cualquiera habría podido entrar. Al parecer, alguien lo había hecho. Todos querían que Carole estuviese más segura.
– El hombre que las ha traído era agradable. No se ha quedado mucho rato. Dice que también conoce a mis hijos.
– Cualquiera puede decir eso.
Debían protegerla de los curiosos, los paparazzi, los admiradores y los chalados. Al fin y al cabo, ella era quien era, y el hospital nunca se había ocupado de una celebridad. Jason y Stevie habían hablado de contratar a un vigilante privado para ella, pero el hospital había insistido en que podían arreglárselas. Stevie iba a recordarles que debían endurecer las normas. Lo último que querían era que entrase un fotógrafo. La intrusión, ahora desconocida, habría trastornado a Carole, aunque antes estuviese acostumbrada.
– Nos vemos mañana. Feliz día de Acción de Gracias, Carole -dijo Stevie con una cálida sonrisa.
– Jódete -dijo Carole alegremente, y ambas se rieron.
Mejoraba a cada hora que pasaba. Por un momento casi pareció la que siempre había sido.