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La suite del Ritz era tan bonita como Carole esperaba. Todas las telas eran de seda y satén; los colores, azul celeste y oro. Carole tenía un salón y un dormitorio, además de un escritorio Luis XV en el que conectó su ordenador. Le envió a Stevie un correo electrónico diez minutos después de llegar, mientras esperaba unos cruasanes y una tetera llena de agua caliente. Había traído reservas de su propio té de vainilla para tres semanas. Parecía absurdo, ya que se lo enviaban desde París, pero así no tendría que salir a comprarlo. Stevie se lo había metido en la maleta.

Carole decía en su correo electrónico que había llegado bien, que la suite era magnífica y que el vuelo había sido perfecto. Comentaba que en París llovía, pero que no le importaba. Mencionaba que apagaría el ordenador y no volvería a escribir en unos días. Si tenía algún problema telefonearía al móvil de su secretaria. A continuación pensó en llamar a sus hijos, pero al final decidió no hacerlo. Aunque le encantaba hablar con ellos, ya tenían su propia vida. Además, aquel viaje era solo suyo. Era algo que necesitaba hacer por sí misma. Aún no deseaba compartirlo con ellos. Además, sabía que les resultaría un tanto raro que se pusiese a vagar por Europa ella sola. Les parecería patético, como si no tuviese nada que hacer ni nadie con quien estar, cosa que no dejaba de ser cierta.

Sin embargo, le apetecía mucho hacer ese viaje. Ahora percibía que la clave del libro que trataba de escribir estaba allí, o al menos una de sus claves. Sus hijos se preocuparían si se enteraban de que viajaba sola. En ocasiones ellos y Stevie eran más conscientes de su fama que Carole. A ella le gustaba ignorarla.

Un camarero con librea vino a traerle los cruasanes y el té. El empleado dejó la bandeja de plata sobre la mesa de centro, en la que ya había pastelillos, una caja de bombones y un frutero lleno, así como una botella de champán enviada por cortesía del director del establecimiento. En el Ritz la cuidaban bien. Aquel hotel le encantaba. Nada había cambiado, pero estaba más bonito que nunca. Se acercó a las alargadas cristaleras que daban a la place Vendôme, bajo la lluvia. El avión había aterrizado a las once de la mañana. Carole había pasado directamente por la aduana y llegó al hotel a las doce y media. Ahora era la una. Disponía de toda la tarde para pasear bajo la lluvia y ver los monumentos. Aún no sabía adónde iría después de París, pero por el momento se sentía feliz. Empezaba a pensar que no iría a ninguna parte; se quedaría y disfrutaría de la ciudad. No había nada mejor. Seguía pensando que París era la ciudad más bonita del mundo.

Sacó de la maleta la poca ropa que llevaba y la colgó en el armario. Se dio un baño en la enorme bañera, se deleitó secándose con las gruesas toallas de color rosa y después se vistió con prendas abrigadas. A las dos y media cruzaba el vestíbulo con un puñado de euros en el bolsillo. Dejó la llave en recepción, pues la placa de latón pesaba mucho y ella nunca llevaba bolso cuando salía a caminar. Los bolsos le estorbaban. Se metió las manos en los bolsillos, se echó la capucha, bajó la cabeza y salió discretamente por la puerta giratoria. En cuanto estuvo en la calle se puso unas gafas oscuras. Para entonces la lluvia se había convertido en una llovizna que caía con suavidad. Bajó los peldaños del Ritz y salió a la place Vendôme. Nadie le prestó atención. Solo era una mujer anónima que salía a dar un paseo por la ciudad. Se dirigió a pie a la place de la Concorde, desde donde tenía pensado dirigirse a la Rive Gauche. Aunque era una larga caminata, Carole estaba preparada. Por primera vez en muchos años podía hacer lo que quisiera en París e ir a donde le apeteciese. No tenía que escuchar las quejas de Sean ni que entretener a sus hijos. No tenía que complacer a nadie que no fuese ella misma. Comprendió que ir a París había sido una decisión muy acertada. Ni siquiera le importaba la ligera lluvia de noviembre ni el aire frío. Su gruesa chaqueta la abrigaba y los zapatos con suela de goma mantenían sus pies secos sobre el suelo mojado. Entonces alzó la mirada al cielo, respiró hondo y sonrió. No había ciudad más espectacular que París, fueran cuales fuesen las condiciones meteorológicas. Para ella, el cielo de aquella ciudad era el más bonito del mundo. Ahora, más allá de los tejados, parecía una luminosa perla gris.

Pasó frente al hotel Crillon y llegó a la place de la Concorde, con sus fuentes y estatuas, y el tráfico que pasaba zumbando junto a ellas. Se quedó allí un buen rato, impregnándose de nuevo del alma de la ciudad, y luego siguió a pie hacia la Rive Gauche con las manos en los bolsillos. Se alegraba de haber dejado el bolso en la habitación. Habría sido un fastidio llevarlo encima. Así se sentía más libre. Solo necesitaba dinero suficiente para pagar un taxi de regreso si se alejaba en exceso del hotel y estaba demasiado cansada para volver a pie.

A Carole le encantaba vagar por París. Siempre le había encantado, incluso cuando sus hijos eran pequeños. Les llevaba de paseo por toda la ciudad, a todos los monumentos y museos, y también a jugar al Bois de Boulogne, las Tullerías, Bagatelle y los Jardines de Luxemburgo. Allí habían sido felices, aunque Chloe recordaba muy poco de aquel tiempo y Anthony se alegró de volver a casa. El niño echaba de menos el béisbol, las hamburguesas y los batidos, la televisión estadounidense y la Super Bowl. Al final, resultó difícil convencerle de que la vida era más emocionante en París. Para Anthony no lo era, aunque tanto él como su hermana habían aprendido francés, igual que Carole. Anthony todavía lo hablaba un poco, pero Chloe lo había perdido, y en el avión Carole había comprobado con alegría que aún podía arreglárselas bastante bien. Pocas veces tenía la oportunidad de practicarlo. Cuando vivían allí se esforzó y llegó a hablarlo con mucha soltura. Aún se defendía muy bien, aunque con la confusión entre le y la típica de los estadounidenses. Para cualquier persona que no hubiese crecido entre francófonos era difícil hablarlo a la perfección. Sin embargo, cuando vivían allí Carole había estado muy cerca de dominar el idioma, y dejaba impresionados a todos sus amigos franceses.

Cruzó hasta la Rive Gauche por el puente de Alejandro III, en dirección a los Inválidos, y luego subió por los muelles, pasando junto a todos los anticuarios que aún recordaba. Bajó por la rue des Saint Pères y con paso lento puso rumbo a la rue Jacob. Había vuelto allí como una paloma mensajera, y se metió por el corto callejón en el que estaba su casa. Durante los ocho primeros meses que pasó en París con sus hijos, vivieron en un piso que el estudio alquiló para ellos, pero que para ella, los dos niños, una secretaria y una niñera resultaba pequeño y al final se trasladaron a un hotel durante unas pocas semanas. Carole matriculó a los niños en un colegio estadounidense y, cuando terminó la película y decidió quedarse con su familia en París, encontró esa casa, justo detrás de la rue Jacob. La vivienda era una pequeña joya que daba a un patio particular y contaba con un jardín precioso en su parte trasera. La casa poseía las dimensiones adecuadas y tenía mucho encanto. Las habitaciones de los niños y la niñera, con ventanas oeil de boeuf y mansarda, estaban en el último piso. Su habitación en el piso inferior era digna de María Antonieta, con techos muy altos, cristaleras alargadas que daban al jardín, suelos del siglo XVIII y boiseries, y una chimenea de mármol rosado que aún funcionaba. Carole tenía un despacho y un vestidor junto a su dormitorio, y una enorme bañera donde se daba baños de burbujas con Chloe o se relajaba a solas. En la planta principal había un gran salón, un comedor y una cocina, así como una salida al jardín, donde solían comer en primavera y verano. La casa, construida en el siglo XVIII para algún cortesano, era una auténtica belleza. Nunca averiguó toda su historia, pero resultaba fácil imaginar que era muy romántica. Y para ella también lo fue.

Reconoció la casa sin dificultades y entró en el patio, ya que las puertas estaban abiertas. Se quedó mirando las ventanas de su antiguo dormitorio y se preguntó quiénes vivirían allí ahora, si serían felices, si aquel sería un buen hogar para ellos, si sus sueños se habrían hecho realidad en aquella casa. Ella vivió contenta allí durante dos años, aunque el final fue triste. Abandonó París embargada por la pena. Al recordar aquel tiempo volvió a sentirla. Era como abrir una puerta que había mantenido sellada durante quince años y recordar los olores, sonidos y sensaciones, la ilusión de estar allí con sus hijos y descubrir nuevas cosas, el inicio de una nueva vida y luego su marcha final para volver a Estados Unidos. Había sido una decisión difícil y triste. En ocasiones todavía se preguntaba si había tomado la decisión adecuada, si las cosas habrían sido distintas de haberse quedado en París. Sin embargo, estando allí ahora, sentía que había hecho lo correcto, al menos para sus hijos, y tal vez incluso para sí misma. Resultaba difícil saberlo pese a los quince años transcurridos.

Ahora se daba cuenta de que había regresado para resolver el problema de una vez por todas, para estar segura de que había actuado bien. Cuando albergase esa certeza en su corazón tendría algunas de las respuestas que necesitaba para escribir el libro. Viajaba hacia atrás en el mapa de su vida con la finalidad de saber qué había ocurrido. Aunque su libro fuese de ficción, necesitaba conocer la verdad antes de poder tejer con ella una historia. Era consciente de haber evitado esas respuestas durante mucho tiempo, pero ahora se sentía más valiente.

Salió despacio del patio con la cabeza gacha y tropezó con un hombre que cruzaba las puertas. Al verla, el hombre pareció sobresaltado y ella se disculpó en francés. El asintió y siguió adelante.

A continuación Carole paseó por la Rive Gauche mirando tiendas de antigüedades. Se detuvo en la panadería a la que solía llevar a sus hijos y compró unos pastelitos. Se los pusieron en una bolsita y fue comiéndoselos mientras caminaba. El barrio estaba lleno de recuerdos agridulces que la cubrían como un océano cubre la orilla durante la marea alta, pero la sensación no era desagradable. Pasear por aquellas calles le recordaba muchas cosas y, de pronto, le entraron ganas de volver al hotel y ponerse a escribir. Ahora sabía qué dirección debía tomar el libro y por dónde debía empezar. Mientras pensaba en reescribir el principio, paró un taxi. Llevaba casi tres horas caminando y ya había oscurecido.

Le dio al taxista la dirección del Ritz y se dirigieron hacia la Rive Droite. Cómodamente sentada en el taxi, Carole pensaba en su antigua casa y en todo lo que había visto aquella tarde. Desde su marcha de París, era la primera vez que paseaba por la ciudad y se permitía pensar en el pasado. Las cosas fueron diferentes cuando vino con Sean, y desde luego cuando vino con Stevie a cerrar la casa. Aquel día se sintió asaltada por una avalancha de dolor. No le gustaba nada renunciar a aquella casa, pero no tenía sentido conservarla. Los Ángeles estaba demasiado lejos, ella no paraba de hacer películas y ya no tenía ningún motivo para viajar a París. Aquella etapa había quedado atrás. Así pues, vendió la casa un año después de marcharse. Pasó dos días en la ciudad, dio a Stevie las instrucciones pertinentes y regresó a Los Ángeles. En aquella ocasión no se entretuvo, pero ahora tenía todo el tiempo del mundo. Además, los recuerdos ya no la asustaban. Al cabo de quince años, quedaban demasiado lejos para hacerle daño alguno. O tal vez ahora, sencillamente, estuviese preparada. Tras perder a Sean podía afrontar otras pérdidas en su vida. Sean le había enseñado aquello con su actitud ante la muerte.

Se hallaba absorta en sus pensamientos cuando entraron en el túnel situado justo delante del Louvre y se vieron atrapados en un atasco. A Carole no le importó. No tenía prisa por ir a ninguna parte. Acusaba el cansancio del viaje, la diferencia horaria y la larga caminata. Pensaba cenar temprano en su habitación y trabajar un poco en el libro antes de acostarse.

Mientras pensaba en el libro avanzaron unos cuantos metros en el túnel antes de detenerse por completo. Era hora punta, el momento en que muchos volvían a casa y otros muchos acudían al centro. A esas horas el tráfico parisino siempre era malo. Echó un vistazo al coche situado junto al taxi y vio a dos jóvenes en los asientos delanteros que tocaban la bocina entre risas histéricas. Otro joven sacó la cabeza por la ventanilla del coche que les precedía y les saludó agitando las manos. Carole tuvo la sensación de que se lo pasaban en grande y les miró sonriente. Parecían magrebíes, pues tenían la piel de un bonito color café con leche. En el asiento trasero del coche situado junto al taxi había un chico de dieciocho o diecinueve años que no compartía sus risas. Daba la impresión de estar nervioso y preocupado y su mirada se cruzó con la de Carole durante unos instantes. En cierto modo parecía asustado y a ella le dio pena. Mientras el tráfico del carril del taxi permanecía parado, los vehículos del carril contiguo reanudaron la marcha. Los muchachos del asiento delantero seguían riéndose y, cuando ya se alejaban, el adolescente saltó del coche y echó a correr. Carole le observó fascinada mientras corría hacia la entrada del túnel y desaparecía. Justo en ese momento oyó que un camión petardeaba más adelante. Entonces vio que los coches de los jóvenes se convertían en bolas de fuego mientras en el túnel se producía una cadena de explosiones y un muro de fuego avanzaba hacia el taxi. Su mente le ordenó que saliese del coche y corriese, pero antes de que pudiese hacer nada la puerta del taxi se abrió de golpe y Carole sintió que volaba sobre los coches, como si de pronto le hubiesen crecido alas. Solo veía fuego a su alrededor. Su taxi había desaparecido, pulverizado junto con otros vehículos cercanos. Le pareció estar soñando. Vio desaparecer coches y seres humanos. Otras personas volaban igual que ella. Luego bajó flotando a la deriva, hasta hundirse en la oscuridad más absoluta.

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