La policía llegó al día siguiente para tomarle declaración a Carole. El joven detenido era sirio y tenía diecisiete años. Era miembro de un grupo fundamentalista responsable de tres atentados terroristas recientes, dos en Francia y uno en España. Aparte de eso, sabían muy poco de él y Carole era la única persona que podía relacionarle con el atentado del túnel. Aunque gran parte de sus recuerdos acerca del ataque terrorista seguían siendo vagos, como le ocurría con los detalles de su propia vida, sí recordaba con toda claridad haberle visto en el coche situado junto al taxi, atrapado en el atasco. Al ver su cara en la habitación de La Pitié Salpétrière se acordó de todo. Los ojos de aquel chico la fascinaron mientras se precipitaba contra ella con su cuchillo de hoja curva y alargada.
Los policías la interrogaron durante casi tres horas y le mostraron fotografías de una docena de hombres. Carole no reconoció a ninguno, solo al joven que había entrado en su habitación para matarla. Una de las fotografías le recordó levemente al conductor del coche situado junto al taxi, pero Carole no le había prestado tanta atención como al chico del asiento trasero y no pudo estar tan segura. No tenía la menor duda acerca de la identidad del muchacho que la había atacado; su mirada entristecida se le había quedado grabada. Su ataque se lo había traído a la memoria de nuevo. Las imágenes eran muy nítidas.
También estaban volviendo otros recuerdos, aunque a menudo aparecían desordenados y carentes de sentido para ella. Se hacía una imagen mental del establo de su padre y se veía ordeñando las vacas como si fuese ayer. Oía la risa de su padre, pero por más que se concentrase no visualizaba su cara. No se acordaba de ningún detalle del encuentro con Mike Appelsohn en Nueva Orleans, cuando él la descubrió, pero ahora recordaba la prueba de cámara y haber trabajado en su primera película. Esa mañana se había despertado pensando en ello, pero el día en que conoció a Jason y sus primeros tiempos con él se habían esfumado. También le vino a la memoria el día de su boda y el piso de Nueva York en el que vivieron después de casarse, y tenía alguna imagen del nacimiento de Anthony, pero no se acordaba en absoluto del parto de Chloe, de las películas que había hecho ni de los Oscar que ganó. Y seguía recordando muy poco a Sean.
Todo resultaba inconexo y desordenado, como escenas de una película que se hubiesen eliminado del montaje. Acudían a su mente rostros y nombres, a menudo sin relación entre sí, y luego aparecían sucesos enteros y de una claridad meridiana. Era como un edredón irregular de retales de su vida que trataba sin cesar de arreglar, organizar y ordenar, y, justo cuando pensaba que todo iba bien y que sabía lo que estaba recordando, aparecía otro detalle, rostro, nombre o acontecimiento, y toda la historia volvía a cambiar. Era como un caleidoscopio en continuo movimiento cuyos colores y formas se alterasen sin parar. Resultaba agotador tratar de asimilarlo y entenderlo todo. Durante varias horas seguidas hacía memoria de todo, y luego, durante muchas más, su mente parecía apagarse, como si se hubiera hartado del proceso de cuidadoso examen y selección que ocupaba todas sus horas de vigilia. Hacía esfuerzos por recordarlo todo y, cuando acudían imágenes a su mente, no se cansaba de hacer preguntas, tratando de enfocar con mayor nitidez la lente de su memoria. Era un trabajo a tiempo completo, el más difícil que había hecho en su vida.
Stevie era consciente de lo agotador que resultaba y se sentaba en silencio cuando veía que Carole reflexionaba. Al final, Carole decía algo, pero se pasaba largas horas tendida en la cama con la mirada perdida, pensando en todo ello. Una parte seguía sin tener sentido, como un álbum de fotos sin etiquetas que indicasen quiénes habían sido aquellas personas o por qué estaban allí. Recordaba mucho ciertas cosas; otras, demasiado poco. Todo estaba revuelto. A veces tardaba horas en identificar una escena, cara o nombre y, cuando lo hacía, era una verdadera victoria. Se sentía triunfante cada vez; luego permanecía exhausta y callada durante mucho rato.
A los policías les sorprendió lo mucho que Carole podía recordar. Al principio les informaron que lo había olvidado todo. Eso les sucedía a muchas de las víctimas. Dentro del túnel estaban distraídas, hablando con otros pasajeros o jugueteando con la radio, o bien la conmoción y las heridas sufridas habían borrado todo recuerdo de su mente. La policía y una unidad especial de información llevaban semanas entrevistando a los testigos. Hasta entonces, les habían dicho que Carole no podría aportar nada a su investigación. Sin embargo, las cosas habían cambiado de pronto y ella podía prestarles una ayuda inestimable. Ahora le proporcionaban seguridad adicional en el hospital. Había en su puerta dos miembros de un grupo especial de operaciones y los CRS, con sus botas de combate y su mono azul marino. Estaba bien claro quiénes eran y por qué estaban allí. Las ametralladoras que llevaban lo decían todo. Los CRS eran la unidad más temible de París. Las autoridades recurrían a ellos para disolver disturbios o en caso de ataque terrorista. Su presencia confirmaba la gravedad del suceso que llevó a Carole a La Pitié Salpétrière.
No había ninguna razón sólida para creer que otros miembros del grupo fuesen a intentar otro ataque contra ella. Por lo que sabían, todos los autores habían muerto en el atentado suicida del túnel, a excepción del único chico que había huido. Carole le recordaba con toda claridad corriendo hacia la entrada del túnel justo antes de que estallara la primera bomba. Su recuerdo de las siguientes era más vago, porque para entonces ella misma había salido despedida del taxi y caía hacia el suelo del túnel. Pero la policía seguía teniendo una preocupación razonable, ya que ella era una víctima muy visible del suceso. Eliminarla sería una ventaja para los terroristas, además de la victoria adicional de matar a una persona conocida para llamar la atención hacia su causa. En cualquier caso, la policía y las unidades especiales de información no tenían deseo alguno de que Carole muriese en territorio francés. Querían hacer todo lo posible para mantenerla con vida, al menos hasta que abandonase Francia. Y, como era estadounidense, también se habían puesto en contacto con el FBI, que había prometido vigilar su hogar en Bel-Air durante los próximos meses, sobre todo una vez que estuviese en casa. Esa perspectiva resultaba aterradora y tranquilizadora al mismo tiempo.
La posibilidad de que Carole continuase estando en peligro no resultaba nada alentadora. Ya había pagado un precio muy alto por su presencia en el túnel durante el atentado suicida. Ahora solo quería recobrar la memoria, salir del hospital y seguir con su vida una vez que llegase a casa. Conservaba la esperanza de escribir su novela. Y ahora todo lo relacionado con su vida, presente y pasado, le parecía más valioso, sobre todo sus hijos.
Matthieu apareció en mitad de la entrevista con la policía. Sin decir nada se coló en la habitación, saludó a Carole con la cabeza y se quedó de pie, observando y escuchando con expresión seria y preocupada. Había telefoneado varias veces a la unidad de información que se ocupaba del caso y al director del CRS. El actual ministro del Interior también había recibido una llamada suya el día anterior. Matthieu quería que la investigación y la protección de Carole se llevasen sin errores ni fallos. Había dejado muy claro que el asunto tenía la máxima importancia para él. No necesitaba explicar por qué. Carole Barber era una visitante importante para Francia y ante el ministro del Interior reconoció que había sido una amiga personal íntima durante muchos años. El ministro no le preguntó por la naturaleza de aquella amistad.
Matthieu estuvo mirándola mientras la interrogaban. Le extrañó lo mucho que recordaba. Podía aportar muchos detalles que antes se le habían escapado por completo. Esta vez a Carole no le importó que Matthieu estuviese allí. Era un consuelo tener cerca a alguien conocido. El ya no le daba miedo. Su temor inicial cuando la visitó se debía a que percibía que había sido importante para ella, pero ignoraba por qué. Sin embargo, ahora se acordaba de más cosas de su convivencia que de otras personas y sucesos.
Tenía grabados con fuerza en la memoria los puntos culminantes de su vida con él, emergiendo de los mares que los habían cubierto, y también recordaba numerosos detalles, momentos importantes, días soleados, noches ardientes, momentos tiernos y la angustia que sentía ella al ver que no dejaba a su esposa, así como las discusiones que tenían por ese motivo. Las explicaciones y excusas de él destacaban en su mente, además del viaje en velero por el sur de Francia. Carole tenía presentes casi todas las conversaciones que habían tenido mientras navegaban a la deriva cerca de Saint Tropez, y también la pena inconsolable de él cuando su hija murió un año más tarde, al igual que su dolor y desengaño cuando abortó. Esos momentos angustiosos ahogaban todo lo demás. Recordaba la aflicción que él le había causado como si fuera ayer, y el día en que abandonó Francia. Para entonces había renunciado a toda esperanza de tener una vida con Matthieu. Sabiendo todo eso, estar en una habitación con él era extraño. No aterrador, aunque sí desestabilizador. Aquel hombre tenía una expresión austera e infeliz que a Carole le pareció siniestra al principio, pero, ahora que recordaba la historia de ambos, su aspecto sombrío le resultaba familiar. No parecía un hombre feliz y daba la impresión de vivir atormentado por sus recuerdos. Matthieu llevaba años queriendo disculparse, y el destino le había dado esa oportunidad.
Cuando la policía y los funcionarios salieron de la habitación, Carole parecía agotada. Matthieu se sentó junto a ella y, sin preguntarle, le puso en la mano una taza de té. Carole le miró agradecida y sonrió. Casi estaba demasiado cansada para llevársela a los labios. El vio que le temblaba la mano y le sujetó la taza. La enfermera seguía fuera de la habitación, charlando con los dos miembros del CRS. Habían hecho caso omiso de las protestas del hospital acerca de sus ametralladoras. La protección de Carole era primordial y tenía prioridad sobre las normas del hospital. Las ametralladoras se quedaron. La propia Carole las había visto cuando dio un paseo por el corredor con la enfermera, antes de que llegase la unidad de interrogatorios para tomarle declaración. Al ver sus armas se quedó conmocionada y, sin embargo, al mismo tiempo más tranquila. Como la presencia de Matthieu a su lado, parecía tanto una maldición como una bendición.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Matthieu en voz baja.
Carole asintió mientras se bebía a sorbos el té que él le sostenía. Estaba temblando de pies a cabeza.
Había sido una mañana demoledora, aunque menos que el día anterior, cuando entró en la habitación el muchacho del cuchillo. Nunca olvidaría el suceso ni la sensación que tuvo. Había tenido la certeza de que iba a morir, aún más que mientras volaba por el túnel. Ese ataque era mucho más personal y estaba destinado específicamente a hacerle daño a ella, como un misil dirigido contra su persona. Cuando lo pensaba, aún se sentía asustada. Mirar a Matthieu la calmaba. Allí sentado, junto a la cama, parecía muy tierno. Poseía una amabilidad que ella no había olvidado y que resultaba claramente visible en ese momento. El amor que sentía por ella resplandecía en sus ojos. Carole no sabía con certeza si era el recuerdo o un fuego que nunca se había apagado, y no deseaba preguntárselo. Era preferible dejar algunas puertas cerradas para siempre. Lo que se hallaba tras esa puerta en concreto era demasiado doloroso para ambos, o al menos eso creía ella. Matthieu no le había hecho ninguna aclaración acerca del presente, solo acerca del pasado, y eso era suficiente para ella.
– Estoy bien -suspiró, apoyando la cabeza en la almohada y mirándole a los ojos-. Ha sido duro -dijo refiriéndose a la investigación, y él asintió.
– Lo has hecho muy bien.
Matthieu se sentía orgulloso de ella. Carole se había mantenido serena y despejada y se había esforzado por sacar todos los detalles de su destrozado banco de memoria. Había estado impresionante, aunque a Matthieu no le sorprendía. Siempre fue una mujer excepcional. También se portó de forma extraordinaria cuando murió su hija, y un millón de veces más. Nunca le falló en ningún aspecto, algo que no podía decir de sí mismo. Demasiado lo sabía, y en los años transcurridos lo había repasado en su mente innumerables veces. Durante quince años había vivido obsesionado por su cara, su voz y su contacto, y ahora estaba sentado junto a ella. Casi resultaba demasiado extraño para creerlo.
– ¿Has hablado con ellos antes? -quiso saber Carole.
Los policías habían sido amables y respetuosos con ella, si bien fueron implacables al exigirle cualquier posible detalle. Pero la forma en que la habían tratado parecía insólitamente tierna y respetuosa y Carole sospechaba que el responsable era él. Los agentes habrían podido pisotearla. Ese era su estilo, pero no lo habían hecho. Habían llevado el interrogatorio con delicadeza.
– Anoche llamé al ministro del Interior.
En última instancia era este quien se hallaba a cargo de la investigación y el responsable de la manera de llevarla, así como de su posible éxito. Era el mismo cargo que tenía Matthieu cuando se conocieron.
– Gracias -dijo ella, mirándole agradecida-. ¿Echas de menos tu antiguo cargo?
A Carole le parecía natural que así fuera. Matthieu había tenido mucho poder; había sido el hombre más poderoso de Francia. A cualquiera le resultaría difícil renunciar a eso, sobre todo a un hombre. Cuando ella le conoció, le gustaba implicarse en todos los aspectos del poder, motivo por el cual nunca habría podido dejarlo. Le parecía que estaba a su cargo en todo momento el bienestar de su país, ese país que amaba. Ma patrie, como tantas veces le había dicho, encendido de pasión tanto por su tierra natal como por sus gentes. Era improbable que eso hubiese cambiado, aunque se hubiera retirado de la política.
– A veces -dijo él con sinceridad-. Es difícil renunciar a una responsabilidad como esa. Es como el amor; nunca se acaba, aunque cambie de dirección. Pero ahora los tiempos son distintos. Hoy en día es un trabajo más duro, no es tan limpio. El terrorismo ha cambiado muchas cosas en todos los países. Ahora ningún dirigente lo tiene fácil. Era más sencillo cuando yo estaba en el gobierno. Sabías quiénes eran los malos. Ahora no tienen rostro y no les ves hasta que el daño está hecho, como te sucedió a ti. Es más difícil proteger el país y a la gente. Todo el mundo está desencantado y algunos, muy amargados. Es difícil ser un héroe. Todos se enfadan con todos, no solo con sus enemigos, sino también con sus dirigentes -añadió con un suspiro-. No envidio a los gobernantes actuales, aunque sí, lo echo de menos -reconoció, regalándole una de sus escasas sonrisas-. ¿Qué hombre no lo haría? Era muy divertido.
– Recuerdo que te encantaba -dijo ella en respuesta, con una sonrisa empañada-. Trabajabas hasta horas imposibles y recibías llamadas durante toda la noche.
Era así como él lo quería. Le gustaba conocer cada detalle de lo que ocurría en todo momento. Había sido una obsesión para él.
Y esa mañana, de pie en la habitación de Carole, había supervisado la investigación como si todavía estuviese al mando. A veces olvidaba que ya no lo estaba. Aún era profundamente respetado por el público y los hombres que le habían sucedido en el cargo. Con frecuencia adoptaba una postura propia sobre cuestiones políticas y los periódicos le citaban a menudo. Le habían llamado varios días antes para conocer su opinión acerca del atentado en el túnel y la forma en que se llevaba el asunto. El se mostró diplomático, cosa que no siempre hacía. Cuando estaba disgustado por algo o criticaba al gobierno, no tenía pelos en la lengua. Nunca los había tenido.
– Francia siempre fue mi primer amor -contestó él-. Hasta que llegaste tú -añadió en voz baja.
Sin embargo, Carole no estaba segura de que eso fuese cierto. A ella le parecía que había ocupado el tercer lugar, por detrás de su país y su matrimonio.
– ¿Por qué te retiraste? -le preguntó Carole.
Volvió a coger su té. Esta vez sostuvo la taza ella misma. Ya se sentía mejor y más tranquila. El interrogatorio la había puesto nerviosa, pero por fin se estaba calmando. Él también se daba cuenta.
– Pensé que ya era hora. Serví a mi país durante mucho tiempo. Había hecho mi tarea. Mi legislatura terminó y el gobierno cambió. Tenía algunos problemas de salud, que seguramente estaban relacionados con el trabajo. Ahora estoy bien. Al principio lo eché muchísimo de menos y desde entonces me han ofrecido cargos menores, como gesto simbólico. No quiero eso. No quiero un premio de consolación. Tuve lo que quería. Pensé que ya era hora de dejarlo. Además, me gusta ejercer de abogado. Me han pedido varias veces que me convierta en magistrado, en juez, pero eso me resultaría aburrido. Es más divertido ser abogado que juez, al menos para mí, aunque también tengo previsto retirarme de eso este año.
– ¿Por qué? -preguntó preocupada.
Era un hombre que necesitaba trabajar. A sus sesenta y ocho años tenía el brío y la energía de un hombre mucho más joven. Carole había vuelto a comprobarlo cuando la estaban interrogando. Estaba verdaderamente eléctrico, como un cable vivo. Para un hombre como él no era saludable jubilarse. Era suficiente haber dejado el ministerio; a Carole no le parecía sensato que también dejase la abogacía.
– Soy viejo, querida. Es momento de hacer otras cosas. Escribir, leer, viajar, pensar, descubrir nuevos mundos… Tengo previsto viajar un poco por el Sudeste Asiático. El año pasado estuve en África. Ahora quiero hacer las cosas más despacio y saborearlas, antes de que ya no pueda hacerlas.
– Te quedan muchos años por delante. Sigues siendo un hombre vital y juvenil.
El se echó a reír ante las palabras elegidas por Carole.
– Sí, juvenil, pero no joven. No es lo mismo. Quiero disfrutar de mi vida y de la libertad que nunca tuve. Ahora no tengo que responder ante nadie. Eso tiene una ventaja y un inconveniente. Mis hijos son mayores, incluso mis nietos son mayores -dijo, y soltó una carcajada; resultaba difícil imaginarlo, pero se dio cuenta de que era verdad-. Arlette ya no está. A nadie le importa dónde estoy ni qué hago, lo cual es triste pero cierto. Más vale que lo aproveche mientras pueda, antes de que mis hijos empiecen a llamar a casa para preguntarle a la doncella si he comido o he mojado la cama.
Faltaba mucho para eso y la imagen que esbozaba de su futuro conmovió a Carole. En cierto modo, también era su caso. Sus hijos eran mucho más jóvenes que los de Matthieu. Carole calculó que el hijo mayor de este debía de contar más de cuarenta años, no muchos menos que ella misma. Matthieu se había casado joven y había tenido hijos pronto, así que no estaba ligado a unos hijos jóvenes, como ella. Pero incluso los de Carole habían acabado sus estudios, eran supuestamente adultos y vivían en otra ciudad. Si Stevie no le hiciese compañía a diario, su casa sería una tumba. No había ningún hombre en su vida, ningún niño en casa, nadie ante quien responder, con quien pasar el tiempo o a quien cuidar, nadie que se preocupase por su hora de cenar o por si cenaba siquiera. Tenía casi veinte años menos que él, pero ahora también era libre. Eso era lo que la había llevado a escribir el libro y a hacer el viaje por Europa, para encontrar las respuestas que no había conseguido hasta entonces.
– ¿Y tú? -Matthieu se volvió hacia Carole, con las mismas preguntas en los ojos-. Hace mucho tiempo que no haces una película. Creo que las he visto todas.
Matthieu volvió a sonreír. En muchas ocasiones se había dado el capricho de sentarse en un cine a oscuras para contemplarla y escucharla. Había visto algunas de sus películas tres y cuatro veces, y luego volvía a verlas en televisión. Cuando Carole estaba en la pantalla, su esposa salía de la habitación sin hacer ruido. Lo supo hasta el final. En los últimos años de su convivencia ya no hablaban de ello. Arlette aceptaba su amor hacia Carole y sabía que nunca la había amado a ella de la misma forma ni lo haría jamás. Los sentimientos de Matthieu hacia su esposa eran muy diferentes. Guardaban relación con el deber, la responsabilidad, la camaradería y el respeto. Sus sentimientos hacia Carole habían nacido de la pasión, el deseo, la esperanza y los sueños. Había perdido los sueños, pero conservaba el amor y la esperanza. Eran suyos para siempre y los mantuvo guardados en su corazón como una joya rara y preciosa en una caja fuerte, al abrigo de cualquier daño y de las miradas ajenas. Mientras hablaban, Carole percibía las emociones que aún sentía Matthieu. La habitación del hospital era un hervidero de cosas que no se decían pero se sentían, al menos por parte de él.
– Los guiones que he leído en los últimos años no me han gustado. No quiero hacer papeles estúpidos. Últimamente he pensado en hacer algo que sea muy divertido. Siempre he querido hacer comedia y tal vez lo intente un día de estos. No sé si soy muy divertida, pero me encantaría probar. A estas alturas, ¿por qué no? Por lo demás, quiero hacer papeles que tengan sentido para mí y le aporten algo al público. No veo para qué voy a mantener mi cara en la pantalla solo con el fin de que la gente no olvide quién soy. Quiero ser muy cuidadosa con los personajes que interpreto. El papel tiene que importarme o no valdrá la pena hacerlo. No hay muchos papeles así por ahí, y menos a mi edad. No quise trabajar durante el año en que mi marido estuvo enfermo. Desde entonces no he visto ni un solo guión que me haya gustado. Todos son basura. Nunca he hecho basura y no voy a empezar ahora. No necesito hacer eso. He intentado escribir un libro -le confesó con una sonrisa.
Siempre habían tenido conversaciones interesantes, sobre películas, política, la condición humana y la vida. Matthieu era un hombre sumamente culto, leído y filosófico, con licenciaturas en literatura, psicología y letras, además de un doctorado en ciencias políticas. Tenía muchas facetas y una mente aguda.
– ¿Estás escribiendo un libro acerca de tu vida? -preguntó él intrigado.
– Sí y no -contestó ella con una tímida sonrisa-. Es una novela sobre una mujer madura que examina su vida tras la muerte de su marido. He empezado una docena de veces. He escrito varios capítulos, desde distintos puntos de vista, y siempre me quedo atascada en el mismo punto. No acabo de entender cuál es el propósito de su vida, una vez que él ha muerto. Es una brillante neurocirujana y no le ha podido salvar de un tumor cerebral, a pesar de todos sus conocimientos. Es una mujer acostumbrada al poder y al control, y su incapacidad para cambiar el destino la lleva a una encrucijada. Tiene que ver con la aceptación, la rendición y la comprensión de sí misma y del verdadero sentido de la existencia.
Tomó algunas decisiones importantes que aún influyen en su vida. Deja su trabajo y se marcha de viaje, tratando de encontrar las respuestas a sus propias preguntas, las llaves de las puertas que han permanecido cerradas durante casi toda su vida, mientras avanzaba. Ahora tiene que volver atrás antes de poder seguir adelante -dijo, extrañada de recordar tantos detalles del libro.
– Parece interesante -reflexionó él en voz alta.
Al igual que Carole, entendía perfectamente que trataba sobre ella y sobre las decisiones que había tomado, las resoluciones y las bifurcaciones en el camino que había seguido y, sobre todo, la decisión que tomó de abandonar Francia y la relación que se había convertido para ella en un callejón sin salida.
– Eso espero. Puede que algún día sea incluso una película, si es que llego a escribirlo. ¡Me gustaría interpretar ese papel! -exclamó, aunque ambos sabían que ya lo había hecho-. De todos modos, me gusta escribir el libro. Me da la voz narrativa, que es omnisciente, que lo ve todo, no solo diálogo entre personajes y expresiones faciales en una pantalla de cine. El escritor lo sabe todo, o eso se supone, creo. Casualmente, descubrí que yo no. No pude encontrar las respuestas a mis propias preguntas, así que vine a Europa para encontrarlas antes de seguir con el libro. Esperaba que eso me desbloquease.
– ¿Y fue así? -preguntó él intrigado, y Carole sonrió con pesar.
– No lo sé. Tal vez sí. El día que llegué a París fui a ver nuestra vieja casa y tuve algunas ideas. Volvía al hotel para escribir un poco y entonces ocurrió lo del túnel. Esas ideas volaron de mi cabeza, junto con todo lo que había habido siempre en ella. Resulta muy extraño no saber quién eres o dónde has estado, qué te importaba. Todas las personas, lugares y acontecimientos que has reunido desaparecen y te quedas sola y en silencio, sin la menor idea de cuál es tu historia o de quién has sido.
Era la peor de las pesadillas y Matthieu no podía imaginarla.
– Ahora está volviendo -continuó ella-, a trozos. Aunque no sé qué he olvidado. Casi siempre veo imágenes y caras y recuerdo sentimientos, pero no sé muy bien qué lugar exacto ocupan, cómo encajan en el rompecabezas de mi vida.
Curiosamente, recordaba más cosas de Matthieu que de los demás, incluso que de sus propios hijos, y eso la entristecía. Apenas se acordaba de Sean, salvo lo que le habían contado y momentos especiales de los ocho años que habían pasado juntos; hasta el hecho de su muerte le resultaba vago. Y lo que peor recordaba era su relación con Jason, aunque sabía que le tenía un cariño dulce y fraternal. Sus sentimientos acerca de Matthieu eran distintos. Su presencia hacía que se sintiera incómoda y le traía recuerdos de alegría y dolor intensos. Sobre todo dolor.
– Yo creo que al final recuperarás la memoria por completo. Debes tener un poco de paciencia. Tal vez este accidente te permita entender las cosas mejor de lo que las habrías entendido de otro modo.
– Tal vez.
Los médicos se mostraban optimistas, aunque no podían prometer una recuperación total. Carole se sentía mejor y avanzaba deprisa, pero todavía había momentos en que se detenía del todo. Habían desaparecido de su cerebro palabras, lugares, incidentes y personas. Carole ignoraba si alguna vez volvería a encontrarlos, aunque los terapeutas la ayudaban. Dependía de otros para que compartiesen su historia con ella y le refrescasen la memoria, como Matthieu había hecho. Y, en su caso, aún no sabía con certeza si eso era positivo o negativo. Lo que Matthieu le había contado hasta el momento la había entristecido. Habían perdido muchas cosas, incluso un hijo.
– Si no recupero la memoria -comentó Carole en tono práctico-, me va a costar muchísimo trabajar en el futuro.
Puede que todo haya terminado para mí. Una actriz incapaz de recordar los diálogos no tiene demasiadas posibilidades de conseguir papeles. Aunque he tenido ocasión de trabajar con muchas así -dijo con una carcajada.
Se había tomado muy bien la pérdida que había sufrido y estaba mucho menos deprimida de lo que temían los médicos y su familia. Aún conservaba la esperanza. Y él también. Carde le parecía extraordinariamente lúcida y llena de vida, dado lo que había ocurrido y las repercusiones en su cerebro.
– Me encantaba verte rodar tus películas. Iba a Inglaterra cada fin de semana mientras hacías la que siguió a María Antonieta. Ahora no recuerdo cómo se llamaba. Salían en ella Steven Archer y sir Harland Chadwick -dijo él, tratando de refrescarle la memoria.
De pronto, sin tan siquiera intentarlo, Carole soltó el título de la película:
– Epifanía. ¡Dios, qué película tan horrorosa! -dijo con una sonrisa, y luego se quedó atónita por haberlo recordado-. ¡Hala! ¿De dónde ha salido eso?
– Está todo ahí, en alguna parte -dijo Matthieu con ternura-. Lo encontrarás. Solo tienes que mirar.
– Creo que me da miedo lo que pueda encontrar -dijo ella con sinceridad-. Puede que sea más fácil así. No recuerdo las cosas que me dolieron, las personas a las que odiaba o que me odiaban a mí. Los sucesos y personas que quise olvidar… Aunque tampoco lo bueno -dijo llena de nostalgia-. Ojalá recordase más cosas de mis hijos, en particular de Chloe. Creo que la perjudiqué con mi carrera. Debí de ser muy egoísta cuando Anthony y ella eran pequeños. El parece haberme perdonado; dice que no hay nada que perdonar, pero Chloe es más sincera. Parece enfadada y dolida. Ojalá hubiese pasado más tiempo con ellos.
Con la memoria había venido el sentimiento de culpa.
– Ya pasabas tiempo con ellos. Mucho tiempo. A veces pensaba que demasiado -dijo Matthieu para tranquilizarla-. Te los llevabas a todas partes; nos los llevábamos. Chloe nunca andaba muy lejos cuando estabas trabajando. Ni siquiera querías matricularla en un colegio. Era una niña muy necesitada. Le dieras lo que le dieses, siempre quería algo distinto o más. Era difícil de complacer.
– ¿Es eso cierto?
Resultaba interesante ver las cosas a través de los ojos de Matthieu, ya que ella estaba tan confusa, y se preguntó si tendría razón o si influiría en él la diferencia cultural y de género que existía entre ambos.
– Eso pensaba. Nunca pasé tanto tiempo con mis hijos como tú; tampoco su madre, y ella no trabajaba. Siempre estabas pegada a Chloe, preocupada por ella y también por Anthony, aunque yo me llevaba mejor con él. Era más mayor y más accesible para mí, porque era un chico. Cuando estabas aquí éramos muy amigos. Y al final me odió, como tú. Te veía llorar sin parar -dijo con expresión incómoda y de culpabilidad.
– ¿Yo te odiaba? -preguntó ella perpleja.
Lo que recordaba, o percibía a partir de los recuerdos que había recuperado, era angustia, no odio, o tal vez habían sido lo mismo. Desilusión, decepción, frustración, enfado. «Odio» parecía una palabra muy fuerte. En aquel momento no le odiaba. Y Anthony se había enfadado al verle, como un niño que se ha llevado una decepción tremenda. Al final, Matthieu no solo les traicionó a ellos. También se traicionó a sí mismo.
– No lo sé -dijo él, después de pensarlo-. Si no, tal vez deberías haberme odiado. Te fallé. Actué mal. Te hice promesas que no podía cumplir. Fui injusto contigo. Entonces me las creí, pero cuando miro atrás, y lo he hecho muchas veces en estos años, me doy cuenta de que estaba soñando. Quise hacer realidad mi sueño y no pude. Se convirtió en una pesadilla para ti y, al final, también para mí.
Trataba de ser sincero con ella y consigo mismo. Llevaba años queriendo decirle esas cosas y era un alivio hacerlo, aunque doloroso para ambos.
– Anthony no quiso despedirse de mí cuando os fuisteis -añadió-. A él le parecía que su padre os había traicionado y luego yo agravé su dolor. Fue un golpe terrible para ti y tus hijos, y también para mí. Creo que fue la primera vez en mi vida que me vi realmente como un mal hombre. Fui prisionero de las circunstancias.
Ella asintió, asimilando lo que él había dicho. No podía confirmar o negar lo que Matthieu decía, pero tenía sentido. Y, al escucharle, se compadeció de él, sabiendo que también debía de haber sufrido.
– Debió de ser una época dura para ambos.
– Así es. Y también lo fue para Arlette. Nunca creí que me quisiera, hasta que llegaste tú. Puede que ella misma no lo descubriese hasta entonces. Aunque tampoco estoy seguro de que fuese amor verdadero. Le parecía que yo tenía una obligación con ella y supongo que estaba en lo cierto. Siempre me he considerado un hombre de honor, pero no me porté de forma honorable con ninguna de las dos, ni conmigo mismo. Te quería a ti y me quedé con ella. Tal vez habría sido distinto si no hubiese permanecido en el gobierno. Mi segunda legislatura lo cambió todo. Tener una amante no habría supuesto una conmoción tan enorme; otros lo han hecho antes y después en Francia, pero, debido a tu fama, el escándalo habría sido mayúsculo para todos y creo que habría destruido tu carrera y la mía. Arlette se benefició de ello -dijo con sinceridad.
– Y sacó tanto provecho como pudo, si no recuerdo mal -dijo Carole, tensa de pronto-. Dijo que iba a telefonear a los estudios para contarles lo nuestro, y también a la prensa, y luego amenazó con suicidarse.
Aquel recuerdo la asaltó de repente y Matthieu pareció avergonzado.
– En Francia pasan esas cosas. Aquí es mucho más frecuente que en Estados Unidos que las mujeres amenacen con suicidarse, sobre todo por cuestiones sentimentales.
– Nos tenía agarrados por el cuello -dijo Carole sin rodeos.
Matthieu se echó a reír.
– Podría decirse que sí, aunque yo diría una parte distinta de la anatomía, en mi caso. Sin embargo, también me tenía agarrado por mis hijos. Yo pensaba sinceramente que nunca volverían a dirigirme la palabra si la dejaba. Hizo que mi hijo mayor hablase conmigo, como portavoz de la familia. Arlette fue muy lista, aunque no se lo reprocho. Yo estaba muy seguro de que accedería al divorcio. Hacía años que no nos queríamos. Fui un ingenuo al creer que accedería de buen grado a dejarme marchar y mi ingenuidad me llevó a hacerte creer cosas que eran falsas -dijo con aire apesadumbrado, mirándola a los ojos.
– Los dos estábamos en una posición difícil -dijo ella con generosidad.
– Así fue -convino él-, atrapados por nuestro mutuo amor y apresados por mi esposa, por el Ministerio del Interior y mis obligaciones allí.
Al oírle, Carole se dio cuenta de que él pudo tomar decisiones, tal vez duras, pero decisiones a pesar de todo. El había tomado la suya y ella optó por marcharse. Recordaba haber temido que fuese demasiado pronto para tirar la toalla; durante años se había preguntado si debía haberse quedado, si en ese caso las cosas habrían acabado de forma distinta, si habría podido conseguirle al final. Cuando conoció a Sean y se casó, todo aquello quedó atrás. Hasta entonces se había reprochado dejar a Matthieu demasiado pronto, pero dos años y medio parecía tiempo suficiente para que él cumpliese su promesa y ella se convenció de que nunca lo haría. Siempre había alguna excusa y al final Carole ya no pudo dar crédito a sus palabras. El propio Matthieu se las creía, pero Carole se rindió. Y después del atentado terrorista, Matthieu le hizo el regalo de decirle que había hecho bien. Pese a su memoria llena de lagunas, suponía un enorme alivio oírle reconocer eso. En las conversaciones telefónicas que tuvieron el año después de su marcha, Matthieu siempre le reprochaba haberse marchado demasiado pronto. Sin embargo, Carole sabía ahora que no fue así. Hizo lo correcto. Incluso quince años después se alegraba de saberlo, al igual que se alegraba de conocer las cosas que Jason le había contado sobre el matrimonio de ambos. Empezaba a preguntarse si el atentado del túnel habría sido un extraño regalo. Todas aquellas personas habían venido del pasado para abrirle su corazón. De otro modo, ella nunca habría sabido todo aquello. Era exactamente lo que necesitaba para su libro y para su vida.
– Deberías descansar -le dijo Matthieu por fin, al ver que tenía los ojos cansados.
La investigación policial la había agotado y hablar del pasado de ambos también le resultaba difícil. Y luego Matthieu le hizo una pregunta que le había obsesionado desde que la había vuelto a encontrar. Había entrado varias veces para verla, tranquilo en apariencia y cortésmente preocupado, pero su interés por verla era mucho mayor de lo que parecía. Y ahora que ella estaba consciente y recordaba lo que habían significado el uno para el otro, respetaba su capacidad de decisión.
– ¿Te gustaría que viniese a verte otra vez, Carole? -preguntó, conteniendo el aliento.
Ella vaciló durante un buen rato. Al principio, verle la había desconcertado y la había puesto nerviosa, pero ahora había algo reconfortante en su proximidad, como si fuese un ángel de la guarda que la protegiese con sus anchas alas y sus ojos intensamente azules, del color del cielo.
– Sí -dijo por fin, tras una pausa interminable-. Me gusta hablar contigo. No tenemos por qué seguir hablando del pasado. Tal vez podamos ser amigos. Eso me gustaría.
A Carole siempre le había gustado hablar con él. Ya sabía suficiente y no estaba segura de querer saber más. Había demasiado dolor allí, incluso después de todo el tiempo transcurrido.
El asintió. Aún quería más, pero no deseaba asustarla. Carole todavía era vulnerable después de todo lo que le había ocurrido. Además, había transcurrido mucho tiempo desde su relación. Era demasiado tarde, por más que le costase admitirlo. Había perdido al amor de su vida. Sin embargo, Carole había vuelto, aunque de una forma distinta. Tal vez, como ella decía, fuese suficiente. Podían intentarlo.
– Vendré a verte mañana -prometió él mientras se ponía en pie sin dejar de mirarla.
Bajo las sábanas, Carole se veía delicada y muy delgada. El se inclinó para besarla en la frente. Carole sonrió tranquilamente, cerrando los ojos y hablando en un susurro soñador:
– Adiós, Matthieu… gracias…
El nunca la había amado tanto.