5

Dos días después de que se reuniesen todos en París sucedió lo inevitable. Alguien del hotel o del hospital avisó a la prensa. A las pocas horas había docenas de fotógrafos en la puerta del hospital; media docena de los más emprendedores subieron las escaleras a escondidas y fueron detenidos en la puerta de la habitación de Carole. Stevie salió al pasillo y, con un lenguaje propio de un marinero, les paró los pies e hizo que les echasen a la calle. Pero a partir de entonces se armó un tremendo alboroto.

El hospital trasladó a Carole a otra habitación y puso a un guardia de seguridad en la puerta. Sin embargo, las cosas se complicaron para el personal y se hicieron aún más difíciles para la familia. Los fotógrafos les esperaban tanto en el hotel como en la puerta del hospital. Había cámaras de televisión en ambos lugares, y los flashes les deslumbraban cada vez que entraban o salían. Era una escena familiar para todos ellos, aunque Carole siempre había protegido a sus hijos de la curiosidad del público. Sin embargo, Carole Barber en coma, víctima de un atentado terrorista, era una noticia mundial. Esta vez no podían esconderse de la prensa. Simplemente tenían que vivir con ello y arreglárselas como pudiesen. La buena noticia era que Carole respiraba por sí sola. Seguía inconsciente, pero le habían retirado la sedación y los médicos esperaban que diera pronto señales de vida. De no ser así, habría unas implicaciones a largo plazo que nadie quería afrontar aún. Mientras tanto, la prensa les perseguía sin parar. Carole ocupaba las portadas de los periódicos de todo el mundo, incluyendo Le Monde, Le Fígaro y el Herald Tribune en París.

– Siempre me encantó esa foto suya -dijo Stevie al día siguiente, tratando de restarle importancia mientras todos leían los periódicos durante el desayuno.

Llevaban tres días en París.

– A mí también -dijo Anthony mientras cogía otro pain au chocolat.

Su apetito había mejorado. Se estaban acostumbrando a ir al hospital juntos cada día, hablar con los médicos y pasar con Carole tanto tiempo como podían. Después volvían al hotel y se sentaban en el salón de la suite a la espera de noticias. Se desaconsejaban las visitas nocturnas, y además ella seguía durmiendo profundamente. Mientras tanto, personas de todo el mundo leían periódicos y revistas que hablaban de su estado y rezaban por ella. En la puerta del hospital habían empezado a reunirse admiradores que levantaban pancartas cuando llegaba la familia. Era una visión conmovedora.

Aquella mañana, mientras salían hacia el hospital, en un piso de la rue du Bac de París un hombre se sirvió su café au lait, puso jamón sobre una tostada y se sentó a leer el periódico de la mañana. Lo abrió como siempre hacía, alisó las arrugas y echó un vistazo a la portada. Las manos la temblaron al mirar la fotografía. Era una imagen de Carota tomada años atrás, cuando rodaba una película en Francia. El hombre que la miraba lo supo al instante; aquel día estaba con ella, presenciando el rodaje. Se la saltaron las lágrimas mientras leía el artículo y, tan pronto como acabó de leer, se levantó y llamó a La Pitié Salpétrière. Le pusieron con la unidad de réanimation y preguntó por Carota. Le dijeron que su situación era estable, pero que no estaban autorizados a dar más información por teléfono. Pensó en llamar al director del hospital, pero luego decidió acudir en persona a La Pitié.

Era un hombre alto y de aspecto distinguido. Tenía el pelo blanco y tras sus gafas los ojos eran de un azul brillante. Aunque ya no era joven, seguía siendo un hombre atractivo. Se movía y hablaba como alguien acostumbrado a mandar. Tenía un aire de autoridad. Se llamaba Matthieu de Billancourt y había sido ministro del Interior de Francia.

Se puso un sobretodo y a los veinte minutos de leer el artículo del periódico subía a su coche. Se sentía conmocionado por lo que había leído. Sus recuerdos de Carole seguían siendo muy claros, como si la hubiese visto el día anterior, cuando en realidad habían pasado quince años desde la última vez que la vio, cuando se marchó de París, y catorce años desde que habló con ella. No había tenido noticias suyas desde entonces, excepto lo que leía en la prensa. Supo que había vuelto a casarse, con un productor de Hollywood, y sintió una punzada de celos incluso entonces, aunque se alegraba por ella. Dieciocho años atrás, Carole Barber había sido el amor de su vida.

Al llegar al hospital, Matthieu de Billancourt aparcó el coche en la calle. Entró en el vestíbulo con paso ágil y preguntó en recepción por la habitación de Carole. La recepcionista le dijo que no podía pasar, que no se informaba acerca de su estado y no se permitían visitas en su habitación. Matthieu le entregó su tarjeta y pidió ver al director del hospital. La recepcionista echó un vistazo a la tarjeta, vio su nombre y desapareció enseguida.

Al cabo de tres minutos apareció el director del hospital y se quedó mirando a Matthieu para comprobar que el nombre de la tarjeta era real. Era la tarjeta del bufete de abogados familiar, donde trabajaba desde que abandonó el gobierno diez años atrás. Contaba sesenta y ocho años, pero tenía el aspecto y el paso de un hombre más joven.

– Monsieur le ministre? -preguntó el director del hospital, retorciéndose las manos en un gesto nervioso-. ¿En qué puedo ayudarle, señor?

No tenía ni idea de qué le traía por allí, pero el nombre y la reputación de Matthieu fueron legendarios mientras fue ministro del Interior, y seguía apareciendo en la prensa de vez en cuando. Le consultaban con frecuencia y le citaban a menudo. Había sido un hombre poderoso durante treinta años. Tenía una expresión de indiscutible autoridad. La mirada de Matthieu casi daba miedo. Parecía muy preocupado y trastornado.

– He venido a ver a una vieja amiga -dijo con voz sombría-. Era amiga de mi esposa.

No quería llamar la atención con su visita, aunque al preguntar por el director del hospital resultaría inevitable. Esperaba que el hombre fuese discreto. Matthieu no quería acabar saliendo en la prensa, pero en ese momento lo habría arriesgado casi todo con tal de volver a verla. Sabía que podía ser su última oportunidad. El periódico decía que seguía en estado crítico y con riesgo de perder la vida tras el atentado terrorista.

– Me han dicho que no puede recibir visitas -explicó Matthieu-. Su familia y la mía estaban muy unidas.

El director de La Pitié Salpétrière adivinó al instante quién era la paciente. Matthieu parecía desesperado y sombrío, cosa que no le pasó desapercibida al hombre bajo y de aspecto diligente.

– Estoy seguro de que podemos hacer una excepción con usted, señor. ¿Quiere que le acompañe a su habitación? Estamos hablando de la señora Waterman… la señora Barber… ¿no es así?

– Así es. Y sí, le agradecería que me llevase a su habitación.

Sin añadir más, el director del hospital le guió hasta el ascensor, el cual acudió casi al instante lleno de médicos, enfermeras y visitas. Cuando sus ocupantes salieron, Matthieu y el director entraron. El director pulsó el botón y al cabo de un momento estaban en la planta de Carole. A Matthieu se le aceleró el corazón. No sabía lo que vería al entrar en la habitación ni quién estaría allí. Le parecía poco probable que los hijos de ella le recordasen; en aquella época eran muy pequeños. Supuso que su actual marido estaría allí con ella. Confiaba en que estuvieran fuera, descansando.

El director se detuvo ante el mostrador de enfermería y le susurró unas palabras a la enfermera jefe. Ella asintió, miró a Matthieu con interés y señaló una puerta situada al fondo del pasillo, que era la habitación de Carole. Matthieu le siguió sin mediar palabra. Angustiado, afligido y preocupado, a la luz desolada del hospital aparentaba la edad que tenía. El director se detuvo ante la puerta que había señalado la enfermera, la abrió e indicó a Matthieu que entrase. Este vaciló y murmuró:

– ¿Está su familia? Si no es buen momento no quiero molestar.

De pronto había caído en la cuenta de que podía verse en una situación embarazosa. Por un momento, había olvidado que ella ya no le pertenecía.

– ¿Quiere que le anuncie si están con ella? -preguntó el director.

Matthieu negó con la cabeza sin dar más explicaciones, pero el director lo comprendió.

– Lo comprobaré.

El hombre entró en la habitación. Matthieu esperó fuera mientras la puerta se cerraba con un zumbido. No había podido ver nada del interior de la habitación. El director salió al cabo de un momento.

– Su familia está con ella -confirmó-. ¿Quiere usted aguardar en la sala de espera?

Matthieu pareció aliviado.

– Pues sí. Esto debe de ser muy duro para ellos -dijo.

El director volvió a acompañarle de vuelta por el pasillo hasta una pequeña sala de estar privada que solía utilizarse cuando había demasiadas visitas o personas muy afligidas que necesitaban intimidad. Era perfecta para Matthieu, que quería evitar las miradas indiscretas y prefería estar solo mientras esperaba para verla. No tenía ni idea de cuánto tiempo estaría su familia con ella, pero estaba dispuesto a quedarse todo el día e incluso parte de la noche. Tenía que verla.

El director del hospital indicó una silla e invitó a Matthieu a sentarse.

– ¿Le apetece tomar algo, señor? ¿Tal vez una taza de café?

– No, gracias -dijo Matthieu, tendiendo la mano-. Agradezco su ayuda. Me he quedado conmocionado al conocer la noticia.

– Nos sucedió a todos -comentó el director del hospital en tono reservado-. Pasó aquí dos semanas sin que supiésemos quién era. Ha sido algo tremendo.

– ¿Se pondrá bien? -preguntó Matthieu con una mirada llena de dolor.

– Creo que es demasiado pronto para saberlo. Las lesiones craneales son traicioneras y de difícil pronóstico. Sigue en coma, aunque respira por sí sola, lo cual es buena señal. Pero aún no está fuera de peligro. Volveré más tarde a ver cómo está -prometió el director-, y las enfermeras le traerán cualquier cosa que le apetezca.

Matthieu volvió a darle las gracias y el director se marchó. El hombre que había sido ministro del Interior de Francia se sentó con tanta tristeza como cualquier otra visita, pensando en un ser querido, absorto en sus pensamientos. Matthieu de Billancourt seguía siendo uno de los hombres más respetados y en otro tiempo poderosos de Francia, pero estaba tan asustado como cualquier otra persona que visitase la planta de réanimation. Estaba aterrado por ella y por sí mismo. El simple hecho de saber que se encontraba allí, tan cerca, hacía que su corazón despertase después de tantos años.

Jason, Stevie, Anthony y Chloe llevaban ya horas con Carole. Se turnaban para sentarse junto a ella, acariciarle la mano o hablarle.

Chloe besó los dedos azulados que sobresalían de la escayola.

– Vamos, mami, por favor… queremos que te despiertes.

Parecía una niña, y al final se quedó allí sentada sollozando, hasta que Stevie le pasó el brazo por los hombros y le dio un vaso de agua.

Anthony ocupó su lugar junto a la cama. Intentaba ser valiente, pero no pudo decir más que unas pocas palabras antes de derrumbarse. Jason, desconsolado, se hallaba de pie detrás de ellos. No dejaban de hablarle, porque siempre existía la remota posibilidad de que pudiese oírles, y rogaban que eso le hiciese volver. Hasta el momento nada había dado resultado. Sus hijos y Jason se sentían agotados, afectados por el desfase horario y afligidos, y Stevie trataba de animarles con valor, aunque no se encontraba en mejores condiciones que ellos. Sin embargo, estaba decidida a ayudar en lo posible, por el bien de Carole y por el de sus hijos, aunque en el fondo, estaba tan destrozada como ellos. Carole era para ella una amiga muy querida.

– Vamos, Carole, tienes que escribir un libro. No es momento de aflojar -dijo cuando le llegó el turno de sentarse en la silla, como si su jefa pudiese oírla.

Jason esbozó una sonrisa. Stevie le caía bien. Era una mujer de recursos y se estaba portando de maravilla con todos ellos. Se notaba cuánto quería a Carole.

– ¿Sabes? Lo cierto es que estás llevando al extremo el concepto del bloqueo mental, ¿no crees? ¿Has pensado en el libro? La verdad, creo que deberías hacerlo. Los chicos también están aquí. Chloe está fantástica; se ha cortado el pelo y lleva una tonelada de accesorios nuevos. ¡Ya verás cuando recibas la factura! -dijo, y los demás se echaron a reír-. Eso debería despertarla -comentó Stevie.

Había sido una tarde larga y resultaba evidente que nada había cambiado. Anhelaban que sucediese algo. Era angustioso contemplar la silueta inmóvil y la cara mortalmente pálida de Carole.

– Tal vez deberíamos regresar al hotel -sugirió Stevie por fin.

Jason, lívido, parecía a punto de desmayarse. Ninguno de ellos había comido desde esa mañana, y apenas habían desayunado. Por su parte, Chloe lloraba cada vez más. Anthony no tenía mucho mejor aspecto y la propia Stevie se sentía débil.

– Creo que todos necesitamos comida. Nos llamarán si ocurre algo, y podemos volver esta noche -dijo en tono práctico.

Jason asintió. Necesitaba una copa, aunque no solía beber. Pero al menos en ese momento supondría cierto alivio.

– No quiero irme -dijo Chloe, sentándose entre sollozos.

– Vamos, Clo. -Anthony le dio un abrazo-. Mamá no querría que estuviésemos así. Además, tenemos que conservar las fuerzas.

Hacía un rato Stevie había sugerido un chapuzón en la piscina del hotel cuando volviesen y a él le había parecido buena idea. Necesitaba ejercicio para hacer frente a la tensión a la que estaban sometidos. La propia Stevie deseaba relajarse un rato en la piscina.

Consiguió sacarlos de la habitación tras saludar a la enfermera con un gesto. Fue una gran proeza moverles, ya que en realidad no querían separarse de Carole. Tampoco Stevie, pero sabía que tenían que mantener la moral tan alta como pudiesen. No había manera de saber cuánto duraría aquello y no podían permitirse el desánimo. Stevie sabía que en ese caso de nada le servirían a Carole, así que decidió cuidar de ellos. Tardaron una eternidad en llegar al ascensor. Chloe se había olvidado el suéter y Anthony, el abrigo. Volvieron de la habitación y entraron por fin en el ascensor, prometiéndose regresar al cabo de pocas horas. No soportaban tener que dejarla sola.

Matthieu les vio marcharse desde su asiento en la sala de estar privada. No reconoció a ningún miembro del grupo, pero supo quiénes eran. Les oyó hablar entre sí con acento estadounidense. Había dos mujeres y dos hombres. En cuanto se cerraron las puertas del ascensor, volvió a dirigirse a la enfermera jefe. En condiciones normales estaban prohibidas todas las visitas, pero él era Matthieu de Billancourt, venerado ex ministro del Interior, y el director del hospital le había dicho que hiciese todo lo que Matthieu desease. Era evidente que las normas no eran válidas para él, ni esperaba que lo fueran. Sin decir ni una palabra, la enfermera jefe le acompañó a la habitación de Carole. Ella yacía allí como una princesa durmiente, conectada a un gotero. Una enfermera la vigilaba y comprobaba los monitores. Matthieu vio que Carole yacía inmóvil y mortalmente pálida, y le acarició la cara. Todo lo que antaño sintió por ella estaba en sus ojos. La enfermera se quedó en la habitación, pero se volvió hacia otro lado con discreción. Intuía que estaba asistiendo a un momento de gran intimidad.

Matthieu se quedó contemplándola un buen rato, como si esperase a que abriese los ojos, y luego, con la cabeza gacha y los ojos húmedos, salió de la habitación. Carole era tan hermosa como él la recordaba. Parecía que los años no hubiesen pasado por ella. Incluso su pelo seguía siendo igual. Le habían quitado el vendaje de la cabeza y Chloe le había cepillado el pelo antes de marcharse.

El ex ministro del Interior de Francia se quedó sentado en su coche durante mucho tiempo. Luego se cubrió la cara con las manos y lloró como un niño, recordando todo lo que había ocurrido, todo lo que le había prometido y nunca le dio. Se le partía el alma al pensar en lo que pudo haber sido. Aquella fue la única vez en su vida que incumplió su palabra. Lo había lamentado amargamente durante todos los años transcurridos desde entonces y, sin embargo, incluso ahora sabía que no había habido otra opción. Ella también lo supo y por eso se fue. No le reprochaba que le hubiese abandonado, y nunca lo había hecho. El tenía demasiadas responsabilidades en aquella época. Solo deseaba poder hablarlo con ella ahora, mientras yacía en su profundo sueño. Cuando se marchó se llevó su corazón consigo, y aún lo poseía. La idea de que muriese le resultaba casi insoportable. Y mientras se alejaba lo único que sabía era que, pasara lo que pasase, tenía que volver a verla. A pesar de los quince años transcurridos desde la última vez que la vio y de todo lo que les había ocurrido a ambos desde entonces, seguía siendo adicto a ella. Una mirada a su rostro había vuelto a embriagarle.

Загрузка...