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En una tranquila y soleada mañana de noviembre, Carole Barber levantó la vista del ordenador y se quedó mirando el jardín de su casa de Bel-Air. Era una gran mansión laberíntica de piedra en la que llevaba viviendo quince años. Desde la soleada habitación acristalada que utilizaba como estudio se veían los rosales que había plantado, la fuente y el estanque que reflejaba el cielo. La vista era sosegada y la casa se hallaba en silencio. Sus manos apenas se habían movido sobre el teclado durante la última hora. Resultaba más que frustrante. Después de una larga carrera de éxitos en el cine, Carole trataba de escribir su primera novela. Aunque llevaba años escribiendo relatos breves, nunca había publicado ninguno. Una vez incluso intentó escribir un guión. A lo largo de su matrimonio, ella y su difunto marido, Sean, habían hablado de hacer una película juntos, pero nunca encontraron tiempo para ello. Sus campos de actividad principales les ocupaban demasiado.

Sean era productor y director y ella era actriz. En realidad, Carole Barber era una estrella de primer orden desde los dieciocho años, y hacía dos meses que había cumplido los cincuenta. Por decisión propia, llevaba tres años sin participar en ninguna película. A su edad, pese a poseer una belleza aún extraordinaria, los buenos papeles escaseaban.

Carole dejó de trabajar cuando Sean cayó enfermo, y en los dos años transcurridos desde su muerte se había dedicado a viajar para visitar a sus hijos en Londres y Nueva York. Su defensa de diversas causas, relacionadas sobre todo con los derechos infantiles y de la mujer, la había llevado a Europa varias veces, a China y a países subdesarrollados de todo el mundo. Le preocupaban mucho la injusticia, la pobreza, la persecución política y los crímenes contra los inocentes y los indefensos. Llevaba diarios de todos sus viajes, y había escrito uno muy conmovedor en los meses previos a la muerte de Sean. En los últimos días de la vida de Sean, ambos hablaron de la posibilidad de que ella escribiese un libro. El pensaba que era una idea estupenda y la animó a iniciar el proyecto. Para hacerlo, Carole había esperado dos años, y en ese momento llevaba un año lidiando con la escritura. El libro le daría la oportunidad de hablar abiertamente de las cosas que más le importaban y ahondar en sí misma de una forma que la interpretación nunca le permitió. Ansiaba terminar el libro, pero no lograba ponerlo en marcha. Algo la detenía y no tenía ni idea de lo que era. Era un caso clásico de bloqueo mental, pero Carole se negaba a rendirse. Se sentía como un perro con un hueso. Quería volver a su profesión de actriz, pero no antes de escribir el libro. Sentía que le debía eso a Sean, y que también se lo debía a sí misma.

En agosto había rechazado un papel que parecía bueno en una película importante. El director era excelente y el guionista había ganado varios Premios de la Academia por colaboraciones anteriores. Habría sido interesante trabajar con los demás actores. Sin embargo, cuando leyó el guión no le dijo nada en absoluto. No sintió ninguna atracción por él. Carole no quería volver a actuar si el papel no le encantaba. Vivía obsesionada por el libro, aún en su fase inicial, y ello le impedía volver al trabajo. En lo más hondo de su corazón sabía que antes tenía que escribirlo. Esa novela era la voz de su alma.

Cuando Carole comenzó por fin el libro, insistió en que no trataba de sí misma. Solo al implicarse más en él se dio cuenta de que en realidad era así, pues la protagonista compartía muchas facetas con Carole. Cuanto más se enredaba esta con el libro, más difícil le resultaba escribirlo, como si no pudiese soportar enfrentarse a sí misma. Llevaba semanas bloqueada de nuevo. La historia versaba sobre una mujer madura que hacía balance de su existencia. Ahora se daba cuenta de que el libro tenía mucho que ver con ella y con su vida, con los hombres que había amado y las decisiones que tomó. Cada vez que se sentaba a escribir se quedaba con la mirada perdida, soñando con el pasado, y la pantalla del ordenador permanecía en blanco. La asaltaban ecos de su vida anterior y sabía que, mientras no llegase a aceptarlos, no podría ahondar en su novela ni resolver los problemas que planteaba. Antes necesitaba la llave para abrir aquellas puertas y no la encontraba. Todas las preguntas y dudas que siempre tuvo sobre sí misma habían vuelto de un salto a su mente al empezar a escribir. De pronto se cuestionaba todos sus pasos. ¿Por qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Hizo bien o mal? ¿Las personas de su vida eran de verdad tal como ella las veía? ¿Había sido injusta? No dejaba de hacerse las mismas preguntas, sin saber por qué importaban tanto ahora. No podría llegar a ninguna parte con el libro hasta encontrar las respuestas acerca de su propia vida. Se estaba volviendo loca. Era como si al tomar la decisión de escribir ese libro se viese obligada a enfrentarse a sí misma como nunca había hecho, como había evitado hacer durante años. Pero ya no podía seguir escondiéndose. Las personas que conoció flotaban en su mente por las noches, tanto si permanecía en vela como si se dormía y soñaba. Por la mañana se despertaba agotada.

El rostro que más acudía a su mente era el de Sean. Él era la única persona de la que estaba segura. Sabía con certeza quién era y qué significaba para ella. La relación entre ellos había sido muy franca y limpia. Las demás no lo fueron tanto. Albergaba dudas sobre todas sus relaciones, menos sobre su relación con Sean. Él deseaba tanto que Carole escribiese el libro del que habían hablado que esta creía debérselo como un último regalo. Además, quería demostrarse a sí misma que podía hacerlo. Aun así, se sentía paralizada por el miedo a no ser capaz. Ya hacía más de tres años que soñaba con el libro, y necesitaba saber si lo tenía o no en su interior.

La primera palabra que acudía a su mente al pensar en Sean era «paz». El era un hombre amable, tierno, sensato y cariñoso que siempre se portó muy bien con ella. Al principio había aportado orden a su vida, y juntos construyeron una sólida base para la convivencia. Jamás trató de ser su dueño ni de agobiarla. Sus vidas nunca se entrelazaron ni enredaron; viajaron uno junto a otro, a un paso cómodo para ambos, hasta el final. Por la forma de ser de Sean, incluso su muerte de cáncer fue una desaparición serena, una especie de evolución natural hacia otra dimensión en la que Carole ya no podía verle. Aun así, debido a la importancia que tuvo en la vida de ella, siempre le sentía cerca. Sean aceptó la muerte como un paso más en el viaje de la vida, una transición que tenía que hacer en algún momento, una oportunidad maravillosa. El aprendía de todo lo que hacía y aceptaba de buena gana aquello que encontraba en su camino. Con su actitud, enseñó a Carole otra valiosa lección sobre la vida.

Dos años después de su fallecimiento, aunque seguía echando de menos su risa, el sonido de su voz, su genialidad, su compañía y los largos paseos serenos que daban por la playa, Carole siempre tenía la sensación de que se hallaba cerca, ocupándose de sus propios asuntos, prosiguiendo su viaje y compartiendo con ella aquella especie de bendición que él poseía, como cuando estaba vivo. Conocerle y amarle había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Antes de morir, Sean le recordó que todavía tenía mucho que hacer y la animó a volver al trabajo. Quería que hiciese más películas y escribiese el libro. A Sean le encantaban sus ensayos y relatos breves. Además, a lo largo de los años Carole le había escrito docenas de poemas que él apreciaba de verdad. Ella los encuadernó todos en una carpeta de cuero varios meses antes de la muerte de Sean, que se pasaba horas leyéndolos una y otra vez.

Carole no tuvo tiempo de comenzar el libro antes de que él muriese. Estaba demasiado ocupada cuidando de él. Se había tomado un año de descanso para dedicarle su tiempo y atenderle ella misma cuando empeoró, sobre todo después de la quimioterapia y en los últimos meses de la enfermedad. Sean fue valiente hasta el final. La víspera de su muerte fueron juntos a dar un paseo. No pudieron ir muy lejos y hablaron muy poco. Caminaron uno junto a otro, de la mano, sentándose cada vez que él se cansaba, y contemplaron entre lágrimas la puesta de sol. Ambos sabían que el final estaba cerca. Tuvo una muerte serena la noche siguiente, entre los brazos de ella. Le dedicó una última y larga mirada, suspiró con una tierna sonrisa, cerró los ojos y se fue.

Debido a la forma en que murió, con una elegante aceptación, a Carole le era imposible sentirse abrumada por la pena al pensar en él. Dentro de lo que cabía, estaba preparada. Ambos lo estaban. Lo que sintió con su ausencia fue un vacío que aún sentía, y quería llenar ese vacío con una mejor comprensión de sí misma. Era consciente de que el libro la ayudaría a hacerlo, si alguna vez lograba escribirlo. Quería intentar al menos estar a la altura de Sean y de la fe que tenía en ella. Su marido había sido una fuente de inspiración constante para ella, en la vida y en el trabajo. Le había aportado calma y alegría, serenidad y equilibrio.

En muchos aspectos, había sido un alivio no hacer películas en los últimos tres años. Había trabajado tanto y durante tanto tiempo que antes incluso de que Sean cayese enfermo era consciente de necesitar un descanso. También sabía que si disponía de tiempo libre para la introspección sus interpretaciones adquirirían un significado más profundo. A lo largo de los años había hecho varias películas importantes y había participado en algunos grandes éxitos comerciales. Sin embargo, ahora deseaba algo más. Quería aportar algo nuevo a su trabajo, la clase de profundidad que solo llegaba con la sabiduría, la madurez y el tiempo. A sus cincuenta años no era vieja, pero el tiempo transcurrido desde la enfermedad y la muerte de Sean le había dado una profundidad que nunca hubiese experimentado de otro modo, y sabía que esa profundidad se notaría en la pantalla. Y sin duda también en su libro, si llegaba a hacerse con él. Ese libro era para ella el símbolo definitivo de haber alcanzado la edad adulta y la libertad respecto a los últimos fantasmas de su pasado. Llevaba muchos años fingiendo ser otras personas a través de sus interpretaciones y aparentando ser lo que el mundo esperaba que fuese. Ahora quería desembarazarse de las expectativas de otros y ser por fin ella misma. Ya no pertenecía a nadie. Era libre para ser quien quisiera ser.

Sus años de pertenecer a un hombre habían terminado mucho antes de conocer a Sean. Ellos fueron dos almas libres que vivieron una junto a otra, disfrutando una de otra con amor y respeto mutuo. Sus vidas fueron paralelas, en perfecta simetría y equilibrio, pero nunca se enredaron. Cuando se casaron, lo único que Carole temía era que las cosas se complicasen, que él tratase de ser su dueño y que de algún modo se sofocasen uno a otro, pero eso nunca sucedió. El le había asegurado que no sucedería y mantuvo su promesa. Ella sabía que sus ocho años con Sean eran algo que solo se daba una vez en la vida. No esperaba encontrarlo con nadie más. Sean era único.

No imaginaba enamorarse ni casarse de nuevo. En los dos últimos años había echado de menos a Sean, pero no había llorado su muerte. Su amor la había saciado tanto que ahora se sentía cómoda incluso sin él. No hubo angustia ni dolor en su mutuo amor, aunque, como todas las parejas, tenían de vez en cuando sonadas discusiones que luego les hacían reír. Ni Sean ni Carole eran la clase de persona aficionada a guardar rencor y no había ni pizca de malicia en ellos, ni siquiera en sus peleas. Además de amarse, eran buenos amigos.

Se conocieron cuando Carole tenía cuarenta años y Sean treinta y cinco. Aunque él tenía cinco menos que ella, le había dado ejemplo en muchos aspectos, sobre todo con su visión de la vida. La carrera de Carole seguía funcionando muy bien y en ese momento ella hacía más películas de las que quería. Durante mucho tiempo se había visto forzada a seguir los dictados de una carrera cada vez más exigente. Cuando se conocieron, hacía cinco años que ella había regresado de Francia para instalarse en Los Ángeles. Carole trataba de pasar más tiempo con sus hijos, debatiéndose siempre entre ellos y unos papeles cinematográficos cada vez más atractivos. Tras su regreso de Francia no había tenido una relación seria con un hombre. Le faltaba tiempo y deseo. Había salido con varios hombres, por lo general durante poco tiempo, algunos de ellos del mundo del cine, sobre todo directores o guionistas; otros, pertenecientes a campos creativos diferentes, como el arte, la arquitectura o la música. Eran hombres interesantes, pero jamás se enamoró de ninguno y estaba convencida de que nunca volvería a enamorarse. Hasta que llegó Sean.

Se conocieron en una conferencia acerca de los derechos de los actores en Hollywood. Juntos participaban en un debate sobre el papel cambiante de las mujeres en el cine. Nunca les importó que él tuviese cinco años menos que ella. Eso resultaba del todo irrelevante para ambos. Eran almas gemelas, fuera cual fuese su edad. Un mes después de conocerse se fueron juntos a México a pasar un fin de semana. El se fue a vivir con Carole tres meses después y nunca se marchó. A los seis meses se casaron, a pesar de las reticencias y aprensión de Carole. Sean la convenció de que era lo más conveniente para ambos. Tenía toda la razón, aunque al principio Carole insistió en que no quería volver a casarse. Estaba convencida de que sus respectivas carreras interferirían, causarían conflictos entre ellos y repercutirían en su matrimonio. Sin embargo, tal como Sean le había prometido, sus temores resultaron infundados. Su unión parecía bendecida por los dioses.

Por aquel entonces los hijos de Carole eran jóvenes y aún vivían en casa, lo cual suponía una preocupación añadida para ella. Sean no tenía hijos propios, y tampoco los tuvieron juntos. El adoraba a los dos hijos de ella y, además, las múltiples ocupaciones de ambos no les dejaban tiempo para otro hijo. En lugar de eso cuidaban uno de otro y alimentaban su matrimonio. Tanto Anthony como Chloe iban al instituto cuando Sean y ella se casaron, y en parte ello influyó en su decisión de casarse con él. A ella no le gustaba dar el ejemplo de limitarse a convivir sin más compromisos y sus hijos se entusiasmaron ante la idea del matrimonio. Querían que Sean se quedase, pues él había demostrado ser un buen amigo y padrastro para ambos. Y ahora, muy a su pesar, sus dos hijos eran mayores e independientes.

Tras licenciarse en la Universidad de Stanford, Chloe desempeñaba su primer empleo como ayudante del director adjunto de la sección de complementos para una revista de moda de Londres. El empleo le ofrecía sobre todo prestigio y diversión. Consistía en ayudar con el diseño, organizar sesiones fotográficas y hacer recados, a cambio de un salario ínfimo y de la ilusión de trabajar para la edición británica de Vogue. A Chloe le encantaba. Poseía una belleza similar a la de su madre y podría haber sido modelo, pero prefería trabajar en el campo editorial y, además, en Londres se lo pasaba en grande. Era una chica alegre y extravertida, y estaba entusiasmada con la gente que conocía gracias a su trabajo. Carole y ella hablaban mucho por teléfono.

Anthony seguía los pasos de su padre en Wall Street, en el mundo de las finanzas, tras conseguir en Harvard un máster en administración de empresas. Era un joven serio y responsable y siempre se habían sentido orgullosos de él. Era tan guapo como Chloe, aunque siempre lúe un poco tímido. Salía con muchas chicas listas y atractivas, pero aún no había hallado a ninguna especial. Su vida social le interesaba menos que su trabajo en la oficina. Se esmeraba mucho en su carrera y nunca perdía de vista sus objetivos. De hecho, no se detenía ante casi nada y cuando Carole le llamaba al teléfono móvil a altas horas de la noche solía encontrarle trabajando.

Ambos hijos sentían un gran cariño por su madre y por Sean. Siempre habían sido sanos, sensatos y afectuosos, a pesar de alguna que otra trifulca entre Chloe y Carole. Chloe siempre necesitó el tiempo y la atención de su madre más que su hermano y se quejaba amargamente si esta debía participar en un rodaje, sobre todo cuando iba al instituto y quería que Carole estuviese cerca de ella como las demás madres. Sus quejas hacían que Carole se sintiese culpable, aunque se las arreglaba para que sus hijos fuesen a visitarla al plato cuando era posible y volvía a casa durante los descansos para estar con ellos. Anthony había sido fácil de llevar y Chloe no tanto, al menos para Carole. Chloe creía que su padre era perfecto, pero estaba más que dispuesta a recalcar los defectos de su madre, quien se consolaba pensando que así solían ser las relaciones entre madre e hija. Resultaba más fácil ser madre de un hijo devoto.

Y ahora que sus hijos eran mayores, independientes y felices con su propia vida, Carole estaba decidida a abordar a solas la novela que durante tanto tiempo se había prometido escribir. En las últimas semanas se había desanimado mucho. Empezaba a dudar que alguna vez fuese a conseguirlo y se preguntaba si habría hecho mal en rechazar el papel que le ofrecieron en agosto. Quizá debía renunciar a escribir y volver al cine. Su representante, Mike Appelsohn, comenzaba a enfadarse. Estaba disgustado por los papeles que no dejaba de rechazar y harto de oír hablar del libro que nunca escribía.

No conseguía pulir el argumento, los personajes todavía estaban mal definidos, el desenlace y el desarrollo formaban un nudo en su cabeza. Todo era un lío gigantesco, como un ovillo de lana con el que ha jugado un gato. Hiciera lo que hiciese y por más vueltas que le diese, no lograba aclarar sus ideas. Aquello era muy frustrante.

Había dos Oscar apoyados en un estante sobre su escritorio, además de un Globo de Oro que ganó justo antes de tomarse un descanso cuando Sean cayó enfermo. Hollywood no la había olvidado, pero Mike Appelsohn le aseguraba que al final la dejarían por imposible si no volvía a trabajar. A Carole se le habían agotado las excusas y se había concedido hasta finales de año para comenzar el libro. Le quedaban dos meses y no avanzaba. Empezaba a entrarle el pánico cada vez que se sentaba ante el ordenador.

Oyó que una puerta se abría suavemente a su espalda y se volvió con una mirada inquieta. No le importó la interrupción; en realidad le venía muy bien. La víspera había reorganizado los armarios del cuarto de baño en lugar de trabajar en el libro. Al volverse, vio a Stephanie Morrow, su asistente, de pie en el umbral de su estudio con gesto vacilante. Era una mujer guapa, maestra de profesión, que Carole contrató para el verano quince años atrás, nada más volver de París. Carole había comprado la casa en Bel-Air, aceptado papeles en dos películas ese primer año y firmado un contrato de un año en Broadway. Comenzó a defender la causa de los derechos de la mujer y tuvo que hacer la promoción de las películas, por lo que necesitaba ayuda para organizar a sus hijos y al servicio doméstico. Stephanie había llegado para ayudarla durante dos meses y ya llevaba quince años. Ahora tenía treinta y nueve. Vivía con un hombre que viajaba mucho y comprendía las exigencias de su trabajo. Stephanie seguía sin saber con certeza si quería casarse alguna vez, aunque tenía claro que no quería hijos. Decía en broma que Carole era su bebé. Carole correspondía diciendo que Stephanie era su niñera. Era una asistente fabulosa, llevaba muy bien a la prensa y era capaz de manejar cualquier situación hablando. Podía con todo.

Cuando Sean estaba enfermo, Stephanie hizo todo lo que pudo por Carole. Estuvo allí para los chicos, para Sean y para ella. Incluso ayudó a Carole a organizar el funeral y elegir el ataúd. Con los años, Stephanie había llegado a ser más que una simple empleada. A pesar de los once años que las separaban, las dos mujeres se habían hecho amigas íntimas. Sentían un profundo afecto y respeto mutuo. No había ni un ápice de envidia en Stevie, como la llamaba Carole. Se alegraba de los triunfos de Carole, lloraba sus tragedias, amaba su trabajo y afrontaba cada día con paciencia y buen humor.

Carole sentía un gran cariño por Stephanie y reconocía de buena gana que sin ella estaría perdida. Era la asistente perfecta y, como suele ocurrir con ese tipo de puestos, eso significaba poner la vida de Carole en primer término y la suya en segundo, y a veces incluso no tener vida en absoluto. Stevie adoraba a Carole y su empleo, y no le importaba. La vida de Carole era mucho más emocionante que la suya propia.

Stevie medía más de un metro ochenta de estatura. Tenía el pelo negro y liso y unos grandes ojos castaños, y ese día se había puesto vaqueros y una camiseta de manga corta.

– ¿Té? -susurró, desde el umbral del estudio de Carole.

– No, arsénico -dijo Carole con un gemido mientras giraba en la silla-. No puedo escribir este dichoso libro. Algo me detiene y no sé qué es. Puede que solo sea terror. Puede que sepa que no puedo hacerlo. No sé por qué creí que podría.

Desesperada, miró a Stevie con el ceño fruncido.

– Sí que puedes -dijo Stephanie con calma-. Date tiempo. Dicen que lo más difícil es el principio. Solo tienes que sentarte ahí el tiempo suficiente. Quizá necesites tomarte un descanso.

Durante la semana anterior, Stevie le había ayudado a reorganizar todos sus armarios, a rediseñar el jardín y a limpiar el garaje de arriba abajo. Además, habían decidido rehacer la cocina. Una vez más, Carole había encontrado todas las distracciones y excusas posibles para no empezar el libro. Llevaba meses así.

– Últimamente toda mi vida es un descanso -gimió Carole-. Tarde o temprano tengo que volver al trabajo haciendo una película o escribiendo este libro. Mike me matará si rechazo otro guión.

Mike Appelsohn era productor y llevaba treinta y dos años haciendo de representante suyo, desde que la descubrió a los dieciocho, un millón de años atrás. Entonces Carole solo era una chica de campo de Mississippi, con el pelo largo y rubio y enormes ojos verdes, que llegó a Hollywood más llevada por la curiosidad que por una verdadera ambición. Mike Appelsohn la había convertido en lo que era hoy. El y su propio talento. Su primera prueba de cámara a los dieciocho años dejó alucinado a todo el mundo. El resto era historia. Su historia. Ahora era una de las actrices más famosas del mundo, con un éxito que superaba sus más locos sueños. Entonces, ¿qué hacía tratando de escribir un libro? No podía evitar preguntarse lo mismo una y otra vez, aunque conocía la respuesta, al igual que Stevie. Buscaba una pieza de sí misma, una pieza que había escondido en algún cajón, una parte de sí que quería y necesitaba encontrar, a fin de que el resto de su vida cobrase sentido.

Su último cumpleaños la había afectado mucho. Cumplir los cincuenta había sido un hito importante para ella, sobre todo ahora que estaba sola. No podía ignorarlo. Había decidido entretejer todas sus piezas como nunca había hecho, soldarlas en un todo en lugar de tener pedazos de sí misma vagando por el espacio. Quería que su vida tuviese sentido, al menos para ella. Quería volver al principio y resolverlo todo.

Muchas cosas le habían sucedido por accidente, sobre todo en los primeros años, o al menos eso le parecía a ella. Tuvo buena y mala suerte, aunque más buena que mala, por lo menos en la profesión y con sus hijos. No obstante, no quería que toda su existencia pareciese fruto de la casualidad. Muchas de las cosas que hizo fueron reacciones a las circunstancias o a otras personas y no decisiones tomadas de forma activa. Ahora parecía importante saber si esas reacciones habían sido acertadas. ¿Y luego qué? No dejaba de preguntarse de qué serviría eso. El pasado no cambiaría. No obstante, podría alterar el curso de su vida durante los años que le quedaban. Ahora que Sean había desaparecido, le parecía más importante tomar decisiones y no limitarse a esperar que le sucediesen las cosas. ¿Qué quería ella? Quería escribir un libro. Eso era lo único que sabía. Y tal vez a continuación viniese lo demás. Tal vez entonces entendiese mejor qué papeles quería interpretar en el cine, qué impacto deseaba tener en el mundo, qué causas quería apoyar y quién quería ser durante el resto de su vida. Sus hijos habían crecido. Ahora le tocaba a ella.

Stevie desapareció y regresó con una taza de té. Té descafeinado de vainilla. Stevie lo encargaba para ella en Mariage Frères de París. Carole se había aficionado a él cuando vivía en la capital francesa y seguía siendo su favorito. Agradecía las tazas humeantes que Stevie le llevaba. El té la reconfortaba. Con la mirada perdida, Carole se llevó la taza a los labios y dio un sorbo.

– Puede que tengas razón -dijo con aire pensativo, echándole un vistazo a la mujer que llevaba años acompañándola.

Viajaban juntas, puesto que Carole la llevaba al plato cuando participaba en una película. A Stevie le gustaba encargarse de todo y hacer que la vida de Carole discurriese con suavidad. Le encantaba su empleo y acudir cada día a trabajar. Cada jornada suponía un reto distinto. Además, después de todos aquellos años aún le hacía ilusión trabajar para Carole Barber.

– ¿En qué tengo razón? -preguntó Stevie, apoyando sus largos brazos en la cómoda butaca de cuero de la habitación.

Pasaban muchas horas juntas en esa habitación, hablando y haciendo planes. Carole siempre estaba dispuesta a escuchar las opiniones de Stevie, aunque al final hiciese algo diferente. Sin embargo, los consejos de su asistente solían parecerle sensatos y valiosos. Para Stevie, Carole no era solo una jefa, sino que más bien parecía su tía. Las dos mujeres compartían opiniones acerca de la vida y a menudo veían las cosas de la misma forma, sobre todo en cuestión de hombres.

– Puede que necesite un viaje.

En este caso Carole no pretendía evitar el libro, sino tal vez resolverlo, como si fuese una cáscara dura que se resistiese y solo pudiese abrirse con un golpe.

– Podrías ir a visitar a los chicos -sugirió Stevie.

A Carole le encantaba visitar a sus hijos, puesto que ya no iban mucho a verla. A Anthony le resultaba difícil escaparse de la oficina, aunque siempre encontraba tiempo para quedar por la noche cuando ella viajaba a Nueva York, por muy ocupado que estuviese. Quería a su madre, al igual que Chloe, que lo dejaba todo para ir con ella de compras por Londres. La muchacha se impregnaba del amor y el tiempo de su madre como una flor bajo la lluvia.

– Lo hice hace solo unas semanas. No sé… Creo que necesito hacer algo muy distinto… Ir a algún sitio donde nunca haya estado, como Praga o algo así… o Rumania… Suecia…

No quedaban muchos lugares en el planeta que no hubiese visitado. Había dado conferencias sobre la mujer en la India, Pakistán y Pekín. Había conocido a jefes de Estado de todo el mundo, había trabajado con UNICEF y se había dirigido al Senado estadounidense.

Stevie dudaba si debía decir lo obvio. París. Sabía cuánto significaba la ciudad para ella. Carole había vivido en París durante dos años y medio y solo había regresado dos veces. Decía que allí ya no había nada que le interesase. Llevó a Sean a París poco después de su boda, pero a él no le caían bien los franceses y prefería ir a Londres. Stevie sabía que hacía unos diez años que ella no visitaba la ciudad y que solo había estado en París una vez en los cinco años transcurridos antes de que conociera a Sean, cuando vendió la casa que tenía en la rue Jacob o, mejor dicho, en un estrecho callejón situado detrás de esta. Stevie fue con ella para cerrar la casa, que le encantó. Sin embargo, para entonces Carole, cuya vida había vuelto a establecerse en Los Ángeles, decía que no tenía sentido mantener una casa en París, aunque le resultó duro cerrarla. No regresó allí hasta su viaje con Sean, en el que se alojaron en el Ritz. Sean no paró de quejarse. Le encantaban Italia e Inglaterra, pero Francia no.

– Tal vez sea hora de que vuelvas a París -dijo Stevie con prudencia.

Sabía que allí persistían fantasmas para ella, pero, quince años después y tras vivir ocho años con Sean, suponía que ya no afectarían a Carole. Fuera lo que fuese lo que le sucedió a Carole en París, se había curado hacía mucho y de vez en cuando aún hablaba con cariño de la ciudad.

– No lo sé -dijo Carole, pensando en ello-. Llueve mucho en noviembre. Aquí hace muy buen tiempo.

– No parece que el buen tiempo te ayude a escribir el libro, pero puedes pensar en otro sitio. Viena, Milán, Venecia, Buenos Aires, Ciudad de México… Hawai… Puede que necesites pasar unas semanas en la playa, si buscas buen tiempo.

Pero ambas sabían que la meteorología no era el problema.

– Ya veremos -dijo Carole con un suspiro mientras se levantaba de la silla-. Lo pensaré.

Carole era alta, aunque no tanto como su asistente. Era delgada, ágil y conservaba una bonita figura. Hacía ejercicio, pero no lo suficiente para justificar su apariencia. Tenía unos genes estupendos, una buena estructura ósea, un cuerpo que desafiaba sus años y un rostro que mentía acerca de su edad, y no había recurrido a la cirugía.

Carole Barber era una mujer hermosa. Su cabello seguía siendo rubio y lo llevaba largo y liso, a menudo recogido en una cola de caballo o un moño. Desde que tenía dieciocho años, los peluqueros del plato se lo pasaban en grande con su sedoso pelo rubio. Sus ojos eran enormes y verdes; sus pómulos, altos; sus rasgos, delicados y perfectos. Tenía el rostro y la figura de una modelo. Además, su porte expresaba confianza, aplomo y gracia. No era arrogante; simplemente estaba cómoda consigo misma y se movía con la elegancia de una bailarina clásica. El primer estudio que la contrató la obligó a tomar clases de ballet. Ahora seguía moviéndose como una bailarina, con una postura perfecta. Era una mujer espectacular que no solía llevar maquillaje. Tenía una sencillez de estilo que la hacía aún más deslumbrante. Stevie se sentía intimidada cuando empezó a trabajar para ella. Entonces Carole tenía solo treinta y cinco años y ahora que tenía cincuenta resulta difícil creerlo, pues aparentaba diez años menos. Aunque contaba cinco años menos que ella, Sean siempre pareció mayor. Era atractivo pero calvo y tenía tendencia a engordar. Carole seguía teniendo la misma figura que a los veinte años. Cuidaba su alimentación, pero sobre todo era afortunada. Había sido bendecida por los dioses al nacer.

– Salgo a hacer unos recados -le dijo a Stevie al cabo de unos minutos.

Se había puesto un suéter blanco de cachemira sobre los hombros y llevaba un bolso de cocodrilo beis de Hermès. Le gustaba la ropa sencilla pero buena, sobre todo si era francesa. A sus cincuenta años, Carole tenía algo que te recordaba a Grace Kelly a los veinte. Poseía la misma elegancia aristocrática, aunque Carole parecía más cálida. Carole no tenía nada de austero y, habida cuenta de quién era y de la fama de que había disfrutado durante toda su vida adulta, era sorprendentemente humilde. Como a todo el mundo, a Stevie le encantaba ese aspecto de ella. Carole no se lo tenía nada creído.

– ¿Quieres que haga algo por ti? -se ofreció Stevie.

– Sí, escribe el libro mientras estoy fuera. Mañana se lo enviaré a mi agente.

Carole había contactado con una agente literaria, pero no tenía nada que enviarle.

– Hecho -le respondió Stevie con una sonrisa-. Me quedaré al cargo del fuerte. Tú vete a Rodeo Drive.

– No pienso ir a Rodeo -dijo Carole en tono remilgado-. Quiero mirar unas sillas nuevas. Creo que el comedor necesita un lavado de cara. Ahora que lo pienso, yo también necesitaría unos arreglillos, pero soy demasiado miedica para hacérmelos. No quiero despertar por la mañana y parecer otra persona. He tardado cincuenta años en acostumbrarme a la cara que tengo. No me gustaría quedarme sin ella.

– No necesitas un lifting -dijo Stevie con la intención de tranquilizarla.

– Gracias, pero he visto en el espejo los estragos del tiempo.

– Yo tengo más arrugas que tú -dijo Stevie.

Era cierto. Tenía una fina piel irlandesa que, muy a su pesar, no envejecía tan bien como la de su jefa.

Cinco minutos más tarde, Carole se fue en su ranchera. Llevaba seis años conduciendo el mismo coche. A diferencia de otras estrellas de Hollywood, no sentía la necesidad de que la viesen en un Rolls o un Bentley. Tenía bastante con la ranchera. Las únicas joyas que llevaba eran un par de pendientes de diamantes y, cuando Sean estaba vivo, su sencillo anillo de casada, que por fin se había quitado ese verano. Consideraba innecesaria cualquier otra cosa, y los productores pedían joyas prestadas para ella cuando tenía que hacer la promoción de una película. En su vida privada la joya más exótica que llevaba Carole era un sencillo reloj de oro. Lo más deslumbrante de Carole era ella misma.

Volvió dos horas más tarde y encontró a Stevie comiendo un bocadillo en la cocina. Había un pequeño despacho en el que trabajaba y su principal queja era que estaba muy cerca de la nevera, que visitaba con demasiada frecuencia. Hacía ejercicio en el gimnasio cada noche para compensar lo que comía en el trabajo.

– ¿Ya has acabado el libro? -preguntó Carole al entrar, mucho más animada que cuando se marchó.

– Casi. Voy por el último capítulo. Dame media hora más y estaré lista. ¿Qué tal las sillas?

– No pegaban con la mesa. El tamaño no era el apropiado, a menos que compre una mesa nueva.

Carole no paraba de buscar nuevos proyectos, pero ambas sabían que tenía que volver a trabajar o escribir el libro. La indolencia no era propia de ella. Después de trabajar sin parar durante toda la vida, y ahora que Sean había desaparecido, Carole necesitaba ocupaciones.

– He decidido seguir tu consejo -añadió, sentándose con gesto solemne ante la mesa de la cocina, frente a Stevie.

– ¿Qué consejo?

Stevie ya no recordaba qué había dicho.

– Lo de hacer un viaje. Necesito marcharme de aquí. Me llevaré el ordenador. Tal vez sentada en una habitación de hotel pueda empezar de nuevo con el libro. Ni siquiera me gusta lo que tengo hasta ahora.

– A mí sí. Los dos primeros capítulos están muy bien. Solo tienes que seguir avanzando a partir de eso y continuar adelante. Es como escalar una montaña. No mires hacia abajo ni te pares hasta llegar a la cima.

Era un buen consejo.

– Tal vez, ya veremos. De todas formas, necesito despejarme -dijo con un suspiro-. Resérvame un vuelo a París para pasado mañana. No tengo nada que hacer aquí y aún faltan tres semanas y media para el día de Acción de Gracias. Más vale que me marche antes de que vengan los chicos a celebrarlo. Es el momento perfecto.

Había estado pensándolo de camino a casa y se había decidido. Ya se sentía mejor.

Stevie se abstuvo de hacer comentarios. Estaba convencida de que a Carole le vendría bien marcharse, sobre todo tratándose de un lugar que le encantaba.

– Creo que estoy preparada para volver -dijo Carole con voz suave y mirada pensativa-. Puedes reservarme una habitación en el Ritz. A Sean no le gustaba, pero a mí me encanta.

– ¿Cuánto tiempo quieres quedarte?

– No lo sé. Mejor que reserves la habitación para dos semanas. He decidido utilizar París como base. La verdad es que quiero ir a Praga, y tampoco he estado nunca en Budapest. Quiero pasear un poco y ver cómo me siento cuando esté allí. Soy libre como el viento, así que más vale que lo aproveche. Tal vez me inspire si veo algo nuevo. Si quiero volver a casa antes puedo hacerlo. Además, de regreso me detendré un par de días en Londres para ver a Chloe. Si falta poco para el día de Acción de Gracias, puede que mi hija quiera volver conmigo en el avión. Podría ser divertido. Anthony también viene a pasar el día de Acción de Gracias, por lo que no hace falta que pare en Nueva York a la vuelta.

Siempre trataba de ver a sus hijos cuando iba a alguna parte, si había tiempo. Sin embargo, aquel viaje era para ella.

Stevie le sonrió mientras anotaba los detalles.

– Será divertido ir a París. No he estado allí desde que cerraste la casa. Han pasado catorce años.

Entonces Carole pareció un poco violenta. No se había expresado con claridad.

– Vas a pensar que soy una borde. Me encanta que viajemos juntas, pero quiero hacer este viaje sola. No sé por qué, pero creo que necesito entrar en mi propia mente. Si te llevo, me pasaría el tiempo hablando contigo en vez de profundizar en mí misma. Busco algo y ni siquiera sé con certeza qué es. Yo misma, creo.

Tenía la profunda convicción de que las respuestas a su futuro y al libro estaban enterradas en el pasado. Quería volver para desenterrar todo lo que dejó atrás y trató de olvidar hacía tiempo.

Stevie pareció sorprenderse, pero sonrió.

– Me parece perfecto. Lo único que pasa es que me preocupo por ti cuando viajas sola.

Carole no lo hacía a menudo y a Stevie no le gustaba demasiado la idea.

– Yo también me preocupo -confesó Carole-. Además, soy tremendamente perezosa. Me tienes mimada. Detesto tratar con los conserjes y pedir mi propio té, pero puede que me vaya bien. Por otra parte, ¿hasta qué punto puede ser dura la vida en el Ritz?

– ¿Y si vas a la Europa del Este? ¿Quieres que alguien te acompañe allí? Podría contratar a alguien en París, a través del departamento de seguridad del Ritz.

A lo largo de los años había recibido amenazas, aunque ninguna reciente. La gente la reconocía en casi todos los países, pero, incluso en el caso de que no la reconociesen, era una mujer hermosa que viajaba sola. ¿Y si caía enferma? Carole siempre sacaba a la madre que había dentro de Stevie. A esta le encantaba cuidar de ella y protegerla de la vida real. Era su trabajo y su misión en la vida.

– No necesito seguridad. No me pasará nada. Además, aunque me reconozcan, ¿qué más da? Como decía Katherine Hepburn, mantendré la cabeza gacha y evitaré el contacto visual.

Era sorprendente lo bien que funcionaba esa estrategia. Cuando Carole no establecía contacto visual con la gente en la calle, la reconocían mucho menos. Era un viejo truco de Hollywood, aunque no siempre funcionaba.

– Siempre puedo acudir si cambias de opinión -se ofreció Stevie.

Carole sonrió. Sabía que su asistente no iba a la caza de un viaje. Solo se preocupaba por ella, cosa que la conmovía. Stevie era la perfecta asistente personal en todos los sentidos, siempre esforzándose por facilitar la vida de Carole y adelantarse a los problemas antes de que pudiesen surgir.

– Prometo llamar si tengo algún tropiezo y me siento sola o rara -le aseguró Carole-. ¿Quién sabe? Puede que decida volver a casa a los pocos días. Es bastante divertido marcharse sin planes concretos.

Había hecho un millón de viajes para promocionar o rodar películas. No estaba acostumbrada a irse de aquella manera, pero a Stevie le parecía una buena idea, aunque fuese insólita en ella.

– Tendré encendido el teléfono móvil para que puedas llamarme, incluso por la noche o cuando vaya al gimnasio. Siempre puedo hacer una escapada -prometió Stevie.

No obstante, Carole nunca la llamaba por la noche. A lo largo de los años ambas habían establecido firmes límites. Carole respetaba la vida privada de Stevie y esta respetaba la suya. Eso les había ayudado mucho a trabajar juntas.

– Llamaré a la compañía aérea y al Ritz -dijo Stevie antes de acabarse el bocadillo e ir a meter el plato en el lavavajillas.

Hacía mucho que Carole había reducido el personal doméstico a una sola mujer, que acudía por las mañanas cinco días por semana. Ahora que Sean y los chicos ya no estaban allí, no necesitaba ni quería demasiado servicio. La propia Carole revolvía en la nevera y ya no tenía cocinera. Además, prefería conducir ella misma. Le gustaba vivir como una persona normal, sin la parafernalia de una estrella.

– Voy a hacer la maleta -dijo Carole mientras salía de la cocina.

Dos horas más tarde había terminado. Se llevaba muy poco. Varios pantalones de vestir, algún vaquero, una falda, jerséis, zapatos cómodos para caminar y un par de tacones. Metió en la maleta una americana y un impermeable y sacó una abrigada chaqueta de lana con capucha para el avión. Lo más importante que se llevaba era el ordenador portátil, aunque tal vez ni siquiera lo utilizase si no se le ocurría nada durante el viaje.

Acababa de cerrar la maleta cuando Stevie entró en el dormitorio para decirle que había hecho las reservas. Salía hacia París dos días después y el Ritz le guardaba una suite en la parte del edificio que daba a la place Vendôme. Stevie dijo que la acompañaría al aeropuerto. Carole estaba preparada para su odisea de encontrarse a sí misma, en París o en cualquier otro lugar al que fuese. Si decidía viajar a otras ciudades, podía hacer las reservas una vez que estuviese en Europa. Carole se sentía ilusionada ante la perspectiva de marcharse. Sería maravilloso estar en París al cabo de tantos años.

Quería pasar por delante de su vieja casa cerca de la rue Jacob, en la Rive Gauche, y rendir homenaje a los dos años y medio que había pasado allí. Parecía que hubiese transcurrido toda una vida. Cuando se marchó de París era más joven que Stevie. Su hijo, Anthony, que entonces tenía once años, se alegró mucho de volver a Estados Unidos. En cambio Chloe, de siete, se sintió triste al abandonar París y a las amigas que tenía allí. La niña hablaba un francés perfecto. Sus hijos tenían ocho y cuatro años respectivamente la primera vez que fueron a París, cuando Carole rodó allí una película durante ocho meses. Se quedaron durante dos años más. Entonces parecía mucho tiempo, sobre todo para unas vidas tan cortas, e incluso para ella. Y ahora volvía, en una especie de peregrinación. No sabía lo que encontraría allí ni cómo se sentiría. Sin embargo, estaba preparada. Tenía unas ganas enormes de marcharse. Ahora se daba cuenta de que era un paso importante para escribir el libro. Volver tal vez la liberase y abriese esas puertas que estaban tan bien cerradas. Sentada ante su ordenador en Bel-Air, no podía forzarlas. Sin embargo, tal vez las puertas se abriesen allí de par en par por sí solas. Al menos eso esperaba.

Solo con saber que se iba a París, Carole pudo escribir varias horas esa noche. Se sentó ante el ordenador después de que Stevie se fuese, y ya volvía a estar allí a la mañana siguiente cuando esta llegó.

Dictó varias cartas, pagó sus facturas e hizo los últimos recados. Al día siguiente, cuando salieron de casa, Carole estaba lista. Charló animadamente con Stevie de camino al aeropuerto, recordando los últimos detalles sobre lo que había que decirle al jardinero y sobre unos encargos que llegarían mientras estaba fuera.

– ¿Qué les digo a los chicos si llaman? -preguntó Stevie tras llegar al aeropuerto mientras sacaba de la ranchera la maleta de Carole, que viajaba con poco equipaje para poder manejarse ella sola con más facilidad.

– Diles simplemente que estoy fuera -dijo Carole con desenvoltura.

– ¿En París?

Stevie siempre se mostraba discreta y solo contaba lo que Carole la autorizaba a decir, incluso a sus hijos.

– Puedes decírselo. No es un secreto. Seguramente les telefonearé yo misma en algún momento. Llamaré a Chloe antes de ir a Londres al final. Primero quiero ver qué decido hacer.

Le encantaba la sensación de libertad que le producía disponerse a viajar sola y decidir día a día a qué lugar quería ir. No estaba acostumbrada a actuar con tanta espontaneidad y hacer lo que deseaba. Aquella oportunidad parecía un verdadero regalo.

– No te olvides de decirme lo que haces -le insistió Stevie-. Me preocupo por ti.

Aunque sus hijos la querían, a veces no mostraban tanto interés. En ocasiones, Stevie se mostraba casi maternal hacia ella. Conocía el aspecto vulnerable de Carole que otros no veían, el aspecto frágil, el que dolía. Ante los demás, Carole se mostraba tranquila y fuerte, aunque en el fondo no siempre se sintiera así.

– Te mandaré un correo electrónico cuando llegue al Ritz. No te preocupes si después no tienes noticias mías. Si voy a Praga, a Viena o a cualquier otra parte, seguramente dejaré el ordenador en París. No quiero tener que contestar un montón de correos mientras estoy fuera. A veces es divertido escribir en blocs normales. Puede que el cambio me vaya bien. Llamaré si necesito ayuda.

– Más te vale. Que te diviertas -dijo Stevie mientras la abrazaba.

– Cuídate y disfruta del descanso -dijo Carole sonriendo mientras un mozo de equipaje cogía su maleta y la registraba.

Carole viajaba en primera clase. El hombre reaccionó un instante después de mirarla y sonrió al reconocerla.

– Vaya… Hola, señora Barber. ¿Cómo está?

El empleado se sentía entusiasmado de ver a la estrella cara a cara.

– Muy bien, gracias -respondió ella, devolviéndole la sonrisa.

Sus grandes ojos verdes iluminaban su rostro.

– ¿Se va a París? -preguntó él, deslumbrado. Estaba tan guapa como en la pantalla, y parecía simpática, cálida y real.

– Sí, voy a París.

El simple hecho de decirlo hizo que se sintiera bien, como si París la estuviese esperando. Le dio una buena propina y él la saludó con la gorra mientras otros dos mozos de equipaje se apresuraban a pedirle autógrafos. Los firmó, le dijo adiós con la mano a Stevie por última vez y desapareció en la terminal con sus vaqueros, su gruesa chaqueta de color gris oscuro y una gran bolsa de viaje en el brazo. Llevaba el pelo rubio, liso y brillante, recogido en una cola de caballo y, al entrar, se puso unas gafas oscuras. Nadie se fijó en ella. Solo era una mujer más que se acercaba a toda prisa a los controles de seguridad, de camino a un avión. Viajaba con Air France. Pese a los quince años transcurridos, todavía se sentía a gusto hablando francés. Tendría la oportunidad de practicar en el avión.

El avión despegó del aeropuerto internacional de Los Ángeles a la hora prevista y ella se puso a leer el libro que había llevado. A medio camino se durmió y, tal como había solicitado, la despertaron cuarenta minutos antes de la llegada, con lo que tuvo tiempo de lavarse los dientes y la cara, peinarse y tomar un té de vainilla. Mientras aterrizaban miró por la ventanilla. Era un día lluvioso de noviembre en París y el corazón le dio un vuelco al volver a ver la ciudad. Por razones que ni siquiera conocía con certeza, efectuaba una peregrinación en el tiempo y, después de tantos años, sentía que volvía a casa.

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