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Horas después todavía quedaban docenas de coches de bomberos en la salida del túnel cercano al Louvre. Las autoridades habían convocado a los CRS, los antidisturbios, que estaban allí con su uniforme de combate completo, con escudos, cascos y ametralladoras. Habían cerrado la calle. En la zona se apiñaban las ambulancias, el SAMU y montones de auxiliares sanitarios. La policía controlaba a los curiosos y peatones mientras las brigadas de explosivos buscaban más bombas. Dentro del túnel se desataba un incendio pavoroso. Los coches continuaban explotando por el fuego y resultaba casi imposible sacar a las víctimas. El suelo del túnel estaba sembrado de cadáveres. Los supervivientes gemían y los que estaban en condiciones de caminar o arrastrarse salían, muchos de ellos con el cabello y la ropa en llamas. Aquello era una auténtica pesadilla. Los servicios informativos acudían al lugar del siniestro para entrevistar a los supervivientes, que en su mayoría se hallaban en estado de shock. Por el momento ningún grupo terrorista conocido se había responsabilizado del atentado, pero las declaraciones de los testigos dejaban muy claro que había estallado una bomba, y tal vez más de una.

Después de la medianoche los bomberos y la policía informaron a los periodistas que creían haber sacado del túnel a todos los supervivientes. Pasarían varias horas más antes de que pudiesen apagar el fuego y sacar los cadáveres atrapados dentro de los vehículos y entre los escombros. Dos bomberos habían muerto por la explosión de otros coches mientras trataban de rescatar a las víctimas, y los gases y las llamas habían hecho flaquear a varios miembros de los equipos de rescate, así como a los auxiliares sanitarios que intentaban ayudar a la gente o atenderla en el lugar donde había quedado atrapada. Habían muerto hombres, mujeres y niños. Era un espectáculo dantesco. Muchas de las víctimas salían vivas pero inconscientes y las enviaban a cuatro hospitales distintos que habían dotado con personal médico adicional. Dos centros de quemados se hallaban desbordados y derivaban a la gente con quemaduras menos graves a una unidad especial situada en las afueras de París. Las tareas de rescate habían estado coordinadas de modo impresionante, como dijo uno de los locutores de los informativos. Tras un atentado terrorista de esa naturaleza no se podía hacer más. La fuerza de las bombas utilizadas había arrancado varias secciones de las paredes del túnel. Viendo la feroz negrura del humo y el incendio que aún se extendía con furia en el túnel era difícil creer que hubiese habido supervivientes.

Carole había acabado aterrizando en un pequeño hueco del túnel, que, por pura suerte, la había protegido a medida que avanzaba el fuego. Fue una de las primeras víctimas encontradas por los bomberos. Tenía una profunda herida en una mejilla, un brazo roto, quemaduras en ambos brazos y en la cara, así como una grave lesión craneal. Se encontraba inconsciente cuando la sacaron en camilla y la dejaron en manos de los médicos y auxiliares sanitarios del SAMU. Evaluaron rápidamente sus lesiones, la intubaron para que no dejase de respirar y la enviaron al hospital de La Pitié Salpétrière, donde se hacían cargo de los peores casos. Sus quemaduras no revestían demasiada gravedad. Sin embargo, la lesión craneal podía ocasionarle la muerte. Estaba en coma profundo.

Comprobaron si llevaba algún documento que la identificase, pero no lo encontraron. No tenía nada en los bolsillos, ni siquiera dinero, aunque seguramente se le debían de haber vaciado al volar por los aires. Y si hubiese llevado bolso lo habría perdido cuando salió despedida del vehículo en el que viajaba. Era una víctima no identificada de un atentado terrorista. No llevaba absolutamente nada que pudiese servir para identificarla, ni siquiera la llave de su habitación del Ritz. Incluso su pasaporte estaba sobre su escritorio, en el hotel.

Carole abandonó la escena en una ambulancia con otro superviviente inconsciente que había salido del túnel desnudo y con quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo. Los auxiliares sanitarios atendieron a ambos pacientes, aunque parecía poco probable que ninguno de ellos llegase vivo a La Pitié. La víctima quemada murió en la ambulancia. Carole estaba moribunda cuando la metieron a toda prisa en el hospital para llevarla a la unidad de traumatología. Había un equipo preparado, en espera de que llegasen los heridos. Las dos primeras ambulancias ya habían aparecido con cadáveres.

La doctora responsable del servicio de traumatología examinó a Carole con gesto sombrío. La herida de la mejilla era muy fea y las quemaduras de los brazos eran de segundo grado, aunque la de la cara parecía menor comparada con el resto de sus lesiones. Llamaron a un ortopedista para que le recompusiera el brazo, pero tuvo que esperar a que evaluasen los daños de la cabeza. Había que hacer varios escáneres urgentes y el corazón de Carole se paró antes de que pudiesen comenzar. El equipo cardíaco se puso a reanimarla a un ritmo frenético y consiguió que el corazón volviese a latir, pero luego la presión sanguínea cayó en picado. Había once personas trabajando con ella mientras traían a otras víctimas, aunque por el momento Carole era una de las más graves. Llegó un neurocirujano para examinarla y por fin pudieron hacer los escáneres. El doctor decidió aplazar la intervención, pues la paciente no estaba lo bastante estable para aguantarla. Le limpiaron las quemaduras y le recompusieron el brazo. Dejó de respirar y la conectaron a un respirador. Por la mañana se calmaron un poco las cosas en la unidad de traumatología, y el neurocirujano volvió a evaluarla. La principal preocupación del equipo médico era la inflamación cerebral. Resultaba difícil valorar con cuánta fuerza había chocado contra el muro del túnel y cuáles serían las secuelas en caso de que sobreviviese. El neurocirujano seguía sin querer operar y la jefa del servicio de traumatología estaba de acuerdo con él. Si podía evitarse la intervención, ambos lo preferían para no empeorar su estado. La vida de Carole pendía de un hilo.

– ¿Está aquí su familia? -preguntó el doctor con cara seria.

Suponía que sus parientes querrían que le diesen la extremaunción, como la mayoría de las familias.

– No hay familia. No está identificada -explicó la jefa del servicio de traumatología.

El neurocirujano asintió. Había en La Pitié varios pacientes sin identificar. Tarde o temprano sus familias o amigos les buscarían y se conocería su identidad. En ese momento resultaba irrelevante. Estaban recibiendo la mejor atención posible, fueran quienes fuesen. Eran cuerpos destrozados por una bomba. Esa noche ya habían muerto tres niños allí poco después de que los trajesen, irreconocibles por las quemaduras. Los terroristas habían cometido un acto malvado. El neurocirujano dijo que volvería al cabo de una hora para comprobar cómo estaba Carole. Mientras tanto, ella permaneció en la zona de reanimación de la unidad de traumatología, atendida por un equipo que intentaba desesperadamente mantenerla viva y con las constantes vitales estables. Se debatía literalmente entre la vida y la muerte. Lo único que parecía haberla salvado era el hueco al que había salido despedida, que le había proporcionado una bolsa de aire y una protección contra el fuego. De no haber sido así, como tantos otros, se habría quemado viva.

A mediodía el neurocirujano se fue a dormir un poco en una camilla, dentro de una pequeña habitación. Estaban tratando a cuarenta y dos víctimas del atentado del túnel. En total, la policía que acudió al lugar de los hechos había dado parte de noventa y ocho heridos y hasta el momento se habían rescatado setenta y un cadáveres, aunque aún quedaban más en el interior. Había sido una noche larga y terrible.

Cuando el doctor volvió cuatro horas más tarde, se sorprendió de encontrar a Carole aún con vida. Su estado era el mismo, el respirador seguía respirando por ella, pero otro TAC mostraba que la inflamación cerebral no había empeorado, lo que suponía una ventaja importante. Sus peores lesiones parecían localizarse en el tronco del encéfalo. Había sufrido un daño axonal difuso, con desgarros leves causados por las fuertes sacudidas cerebrales. No había forma de evaluar aún cuáles serían las secuelas a largo plazo. Su cerebro también había resultado afectado, cosa que podía poner en peligro sobre todo la función muscular y la memoria.

Le habían suturado la herida de la mejilla y, cuando el neurocirujano la miró, le comentó al médico que comprobaba sus constantes vitales que era una mujer guapa. Nunca la había visto, pero su cara le resultaba familiar. Supuso que debía de tener unos cuarenta o cuarenta y cinco años como máximo. Le sorprendía que nadie hubiese venido a buscarla. Aún era pronto. Si vivía sola, podían pasar varios días antes de que alguien se percatase de su desaparición. Sin embargo, las personas no permanecían toda la vida sin identificar.

El día siguiente era sábado y los equipos de la unidad de traumatología continuaron trabajando sin descanso. Pudieron cambiar a algunos pacientes a otras unidades del hospital, y varios fueron trasladados en ambulancia a centros especiales de quemados. Carole permaneció incluida en la lista de los pacientes heridos cuyo caso revestía mayor gravedad, junto con otros como ella que se hallaban en otros hospitales de París.

El domingo empeoró su estado, ya que empezó a tener fiebre, cosa que cabía esperar. Su organismo se hallaba en estado de shock y seguía luchando con la muerte.

La fiebre duró hasta el martes y luego remitió por fin. Su inflamación cerebral mejoró ligeramente mientras continuaba en observación. Sin embargo, no estaba más cerca de recuperar la conciencia que cuando ingresó. Tenía la cabeza y los brazos vendados, y el brazo izquierdo escayolado. La herida de la mejilla se estaba curando, aunque dejaría una cicatriz. La principal preocupación del equipo médico continuaba siendo el cerebro. La mantenían sedada debido al respirador, pero, incluso sin sedación, seguía en coma profundo. No había forma de evaluar qué daños cerebrales sufriría a largo plazo o si tan siquiera sobreviviría. De ninguna manera estaba aún fuera de peligro. Todo lo contrario.

El miércoles y el jueves nada cambió y Carole continuó con la vida pendiente de un hilo. El viernes, una semana entera después de su ingreso, los nuevos escáneres mostraron una ligera mejoría, lo cual era alentador. La jefa del servicio de traumatología comentó entonces que era la única víctima que aún no había sido identificada. Nadie había acudido a reclamarla, cosa que parecía extraña. Para entonces, todos los demás, muertos o vivos, habían sido identificados.

Ese mismo viernes la camarera de día que limpiaba su habitación le hizo un comentario a la gobernanta del Ritz. Dijo que la mujer que se alojaba en la suite de Carole no había dormido allí en toda la semana. Su bolso y su pasaporte estaban en la habitación, al igual que su ropa, pero la cama nunca se había utilizado. Era evidente que la dienta se había desvanecido después de registrarse. A la gobernanta no le pareció raro; los huéspedes hacían a veces cosas extrañas, como reservar una habitación o una suite para tener una aventura clandestina y aparecer solo esporádicamente, raras veces o nunca, si las cosas no salían como estaba previsto. Lo único que le extrañaba era que el bolso estuviese allí y que el pasaporte se hallase sobre el escritorio. Estaba claro que la huésped no había tocado nada desde que se registró. Como simple formalidad, informó de ello en recepción. Allí tomaron nota, aunque Carole había reservado la habitación para dos semanas y tenían una tarjeta de crédito que garantizaba la reserva. Después de su fecha de reserva, se habrían preocupado. Sabían muy bien quién era y tal vez nunca pretendió utilizar la habitación, sino tenerla disponible con algún fin desconocido. Las estrellas de cine hacían cosas extrañas. Tal vez se alojase en otra parte. No había ningún motivo para relacionarla con el atentado terrorista en el túnel. Sin embargo, en su cuenta escribieron una nota que decía: «La dienta no ha utilizado la habitación desde que se registró». Por supuesto, esa información no debía compartirse con la prensa ni, de hecho, con nadie. Nunca se les hubiese ocurrido. Además, su desaparición, si eso era, bien podía tener que ver con su vida amorosa y una necesidad de discreción que era sagrada para ellos. Como todos los buenos hoteles, guardaban muchos secretos, y sus clientes sabían agradecérselo.

El lunes siguiente Jason Waterman llamó a Stevie. Era el primer marido de Carole y el padre de sus hijos. Ambos se llevaban bien, pero no hablaban con frecuencia. Le dijo a Stevie que hacía una semana que trataba de comunicarse con Carole llamando a su teléfono móvil y que ella no había respondido sus mensajes. No había tenido mejor suerte cuando intentó llamar a su casa durante el fin de semana.

– Está de viaje -explicó Stevie.

Le había visto varias veces y él siempre se mostraba agradable con ella. Stevie sabía que Carole había mantenido una buena relación con él por sus hijos. Llevaban dieciocho años divorciados, aunque Stevie no conocía los detalles. Ese era uno de los escasos temas de los que Carole no quería hablar con ella. Solo sabía que se divorciaron mientras Carole rodaba una película en París, dieciocho años atrás, y que en los dos años siguientes ella se quedó en París con los niños.

– Lleva el teléfono móvil, pero no funciona en el extranjero. Se marchó hace casi dos semanas. No creo que tarde en tener noticias suyas.

Stevie tampoco había tenido noticias suyas desde la mañana en que llegó a París, diez días antes, pero Carole le había advertido que no se pondría en contacto con ella. Stevie suponía que debía de estar viajando por ahí o escribiendo y que no quería que la molestasen. A Stevie nunca se le pasaría por la cabeza la idea de importunarla. Esperaría a que Carole contactase con ella cuando le apeteciese.

– ¿Sabe dónde está? -preguntó él preocupado.

– La verdad es que no lo sé. Primero fue a París, pero iba a viajar un poco por su cuenta.

A él le dio la impresión de que tenía un nuevo amor, pero no quiso preguntar.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Stevie.

De pronto se inquietó por los chicos. Si les había ocurrido algo, Carole querría saberlo de inmediato.

– No es nada importante. Estoy intentando organizar las Navidades. Sé que nuestros hijos tienen previsto pasar el día de Acción de Gracias con Carole, pero ignoro qué planes tiene ella para las Navidades. He hablado con Anthony y Chloe, pero ellos tampoco saben nada. Me han ofrecido una casa en Saint Bart para pasar el Año Nuevo y no quería estropear los planes de Carole.

Sobre todo ahora que Sean había muerto, las vacaciones con sus hijos significaban mucho para ella. Jason siempre se había portado bien en ese sentido. Stevie sabía que se había vuelto a casar, aunque el matrimonio duró poco, y que tenía dos hijas más que ahora vivían en Hong Kong con su madre y eran adolescentes. Carole había mencionado que él no las veía a menudo, solo un par de veces al año. Mantenía una relación mucho más estrecha con los hijos de Carole y con ella misma.

– Le diré que le llame en cuanto tenga noticias de ella. Ya no creo que tarde mucho. Espero recibir su llamada cualquier día de estos.

– Confío en que no estuviese en París cuando estallaron esas bombas en el túnel. ¡Menudo desastre!

El atentado también había sido noticia en Estados Unidos. Un grupo fundamentalista extremista se había responsabilizado finalmente de él, cosa que también había causado protestas en el mundo árabe, que no quería en modo alguno verse relacionado con los terroristas.

– Fue horroroso. Lo vi en las noticias. Al principio me preocupé, pero fue el día en que llegó. Estoy segura de que estaba bien cómoda en el hotel descansando del vuelo y que ni se le pasó por la cabeza acercarse por allí.

Los viajes largos la agotaban y el día de llegada solía quedarse durmiendo en la habitación.

– ¿Ha intentado enviarle un correo electrónico? -preguntó Jason.

– Tiene el ordenador desconectado. La verdad es que quería pasar un tiempo sola -respondió Stevie en tono impasible.

– ¿Dónde se aloja? -preguntó él inquieto.

Stevie también empezaba a intranquilizarse. Había pensado en la posibilidad de que le hubiese ocurrido algo, pero se había dicho que era ridículo inquietarse. Estaba segura de que Carole se encontraba bien, pero la preocupación de Jason resultaba contagiosa.

– En el Ritz -dijo Stevie rápidamente.

– La llamaré y le dejaré un mensaje.

– Puede que ella esté de viaje y que no tenga respuesta en un par de días. Todavía no me preocupa demasiado.

– No estará de más que le deje un mensaje. Además, necesito saber si puedo reservar la casa y no quiero comprometerme si los chicos no quieren venir. Podría ser divertido para ellos.

– Muy bien, se lo haré saber si me llama -le aseguró Stevie.

– Veré si puedo encontrarla en el Ritz. Gracias.

Jason colgó y Stevie se sentó ante la mesa de su despacho, reflexionando. Estaba decidida a no preocuparse. Parecía muy poco probable que le hubiese ocurrido algo a Carole. ¿Cuáles eran las probabilidades de que estuviese en el lugar del atentado terrorista? Una entre cien millones. Stevie se obligó a dejar de pensar en ello mientras volvía a trabajar en el proyecto del que se estaba ocupando, consistente en reunir información para la labor de Carole a favor de los derechos de las mujeres. Estaba documentándose para un discurso que Carole tenía previsto pronunciar ante las Naciones Unidas. La ausencia de Carole le ofrecía a Stevie la oportunidad de ponerse al día.

En cuanto colgó, Jason llamó al Ritz de París y pidió que le comunicaran con la habitación de Carole. Le pusieron en espera mientras telefoneaban para anunciar la llamada. Carole siempre pedía que le filtrasen las llamadas. Cuando el telefonista volvió a ponerse, le dijo que no estaba en su habitación y que le pasaba con recepción, algo nada habitual. Jason decidió esperar a ver qué tenían que decirle. Un recepcionista le pidió que aguardase un momento. Entonces se puso al teléfono el subdirector, que le preguntó a Jason con acento británico quién era. La llamada se estaba volviendo cada vez más extraña y a Jason no le gustó.

– Me llamo Jason Waterman y soy el ex marido de la señora Barber. También soy un antiguo cliente del Ritz. ¿Ocurre algo? ¿La señora Barber se encuentra bien?

Sin saber por qué, empezaba a tener una sensación desagradable en la boca del estómago.

– Estoy seguro de que así es, señor. Es bastante raro, pero la gobernanta nos ha dejado una nota sobre su habitación.

Estas cosas pasan. Puede que esté de viaje o que en realidad se aloje en otro establecimiento, aunque lo cierto es que no ha utilizado su habitación desde que se registró. En condiciones normales no lo mencionaría, pero la gobernanta estaba preocupada. Al parecer, todas sus cosas están ahí, incluso su bolso, y dejó el pasaporte sobre el escritorio. Hace casi dos semanas que no hay señales de actividad en la habitación de la señora -dijo en voz baja, como si divulgase un secreto.

– ¡Mierda! -soltó Jason-. ¿La ha visto alguien?

– No que yo sepa, señor. ¿Le gustaría que llamásemos a alguien?

Aquello era muy raro. Los hoteles como el Ritz no decían a las personas que llamaban que el huésped por el que preguntaban llevaba dos semanas sin utilizar su habitación. Jason comprendió que también debían de estar preocupados.

– Sí -respondió Jason a su pregunta-. Puede que esto le parezca una locura, pero quisiera que hablase con la policía o con los hospitales a los que llevaron a las víctimas del atentado en el túnel y simplemente se asegurase de que no hay víctimas sin identificar, vivas o muertas. ¿Le importaría hacer unas llamadas? -preguntó al subdirector, quien prometió hacerlo.

Decirlo le ponía enfermo, pero de pronto estaba preocupado por ella. Aún la quería. Siempre la había querido. Era la madre de sus hijos y eran buenos amigos. Esperaba que no hubiese sucedido nada terrible. Si no era por el atentado del túnel, Jason no tenía ni idea de dónde demonios estaba. Stevie debía de estar mejor informada que él, aunque no querría divulgar sus secretos. Tal vez se hubiese reunido con algún tipo en París o en otro lugar de Europa. Al fin y al cabo, volvía a ser soltera desde la muerte de Sean. Pero, entonces, ¿por qué no había utilizado su habitación o al menos cogido su pasaporte y su bolso? Esas cosas no pasaban, se dijo. Pero a veces sí. Esperaba que estuviese liada con un nuevo amor y no en un hospital, o peor.

– ¿Sería tan amable de dejarme su número, señor?

Jason se lo dio. Era la una de la tarde en Nueva York y las siete en París. No esperaba tener noticias suyas hasta el día siguiente. Colgó intranquilo y se sentó ante su escritorio, donde permaneció largo rato pensando en ella y mirando fijamente el teléfono. Veinte minutos más tarde su secretaria le dijo que le llamaban del hotel Ritz de París. Era la misma voz británica y entrecortada con la que había hablado antes.

– ¿Sí? ¿Ha podido averiguar algo? -preguntó Jason en tono tenso.

– Eso creo, señor, aunque puede que no sea ella. En el hospital de La Pitié Salpétrière hay una víctima del atentado que aún no ha sido identificada. Es una mujer rubia de entre cuarenta y cuarenta y cinco años aproximadamente. Nadie la ha reclamado.

Sonaba como si fuese una maleta perdida y la voz de Jason era un gruñido cuando habló.

– ¿Está viva?

Le aterraba oír la respuesta.

– Está en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos. Sufre una herida en la cabeza. Es la única víctima del atentado que les queda por identificar. También tiene un brazo roto y quemaduras de segundo grado. Está en coma y por eso no han podido identificarla. No hay motivos para creer que sea la señora Barber, señor. Yo diría que alguien la habría reconocido incluso aquí en Francia, ya que es famosa en todo el mundo. Esa mujer debe de ser francesa.

Jason se estaba poniendo enfermo.

– No tiene por qué. Puede que tenga la cara quemada o que sencillamente no esperen verla allí. O puede que no sea ella. Ojalá no lo sea -respondió Jason al borde de las lágrimas.

– Así lo espero -dijo el subdirector con voz suave-. ¿Qué quiere que haga, señor? ¿Envío a alguien del hotel a echar un vistazo?

– Ya me ocupo yo. Puedo coger el vuelo de las seis. Llegaré a París a las siete de la mañana, más o menos, y al hospital a las ocho y media. ¿Podría reservarme una habitación?

Su mente funcionaba a toda velocidad. Deseó poder llegar allí antes, pero sabía que ese era el primer vuelo. Viajaba a París a menudo y siempre cogía el mismo vuelo.

– Me encargaré de ello, señor. Confío sinceramente en que no sea la señora Barber.

– Gracias. Nos vemos mañana.

Sentado ante su mesa, Jason se había quedado atónito. No podía ser. Aquello no podía haberle ocurrido a ella. Pensarlo resultaba insoportable. No sabía qué hacer, así que llamó a Stevie a Los Ángeles y le contó lo que le había dicho el subdirector del Ritz.

– ¡Dios mío! Por el amor de Dios, dígame que no es Carole -dijo Stevie con voz ahogada.

– Ojalá no lo sea. Voy a comprobarlo yo mismo. Llámeme si tiene noticias suyas, y no les cuente nada a los chicos si llaman. Le diré a Anthony que me voy a Chicago, a Boston o algo así. No quiero explicarles nada hasta que lo sepamos -le dijo Jason con firmeza.

– Yo también iré -dijo Stevie, fuera de sí.

El último sitio en el que quería estar en ese momento era Los Ángeles. Por otra parte, si Carole estaba bien, iba a pensar que estaban chiflados cuando volviese al Ritz desde Budapest, Viena o dondequiera que hubiese estado y se encontrase con Jason y con ella. Debía de estar perfectamente en algún lugar de Europa, pasándolo bien y sin tener ni idea de que se preocupaban por ella.

– ¿Por qué no espera hasta que averigüe algo allí? El tipo del hotel tiene razón, puede que no sea ella. Si lo fuese, probablemente la habrían reconocido.

– No lo sé. Tiene un aspecto muy sencillo sin maquillaje y con el pelo recogido. Además, seguramente no esperan que una estrella de cine estadounidense aparezca en una unidad de traumatología de París. Puede que no se les haya ocurrido.

Stevie también se preguntó si se le habría quemado la cara, cosa que explicaría que no la reconociesen.

– ¡No pueden ser tan estúpidos, por el amor de Dios! Es una de las actrices más famosas del planeta, incluso en Francia -le espetó Jason.

– Supongo que tiene razón -dijo Stevie, poco convencida.

Pero, por otra parte, él tampoco estaba convencido, o no iría hasta allí. Solo trataban de tranquilizarse mutuamente, sin demasiado éxito.

– No llegaré a París hasta las diez de esta noche, hora de Los Ángeles -le dijo Jason a Stevie-, y no creo que sepa nada hasta que pasen un par de horas más. Iré directamente al hospital desde el aeropuerto y la veré en cuanto pueda. Pero para entonces ya será medianoche en Los Ángeles.

– Llámeme de todos modos. Me quedaré despierta y, si me duermo, tendré en la mano el teléfono móvil.

Le dio el número y él lo anotó. Prometió llamarla cuando llegase al hospital de París. A continuación, le pidió a su secretaria que cancelase sus citas para la tarde y el día siguiente. Le dijo lo que se disponía a hacer, pero le advirtió que no se lo mencionase a sus hijos. La versión oficial era que tenía que ir a una reunión de urgencia en Chicago. Cinco minutos más tarde salió de su despacho y paró un taxi. Veinte minutos después estaba en su piso del Upper East Side, donde echó sus cosas en una maleta. Eran las dos de la tarde y tenía que salir de la ciudad a las tres para coger el avión de las seis.

Esperar a marcharse durante la siguiente hora fue un martirio. Y fue peor una vez que llegó al aeropuerto. La situación le parecía surrealista. Iba a ver a una mujer en coma en un hospital de París, rezando para que no fuese su ex esposa. Llevaban dieciocho años separados, y sabía desde hacía catorce que divorciarse de ella había sido el mayor error de su vida. La había dejado por una modelo rusa de veintiún años que resultó ser la mayor cazafortunas del planeta. En aquel momento estaba locamente enamorado de ella. Carole estaba en la cumbre de su carrera, haciendo dos y tres películas al año. Siempre estaba rodando en alguna parte o haciendo la promoción de una película. El era entonces la joven promesa de Wall Street, pero su éxito resultaba insignificante comparado con el de ella. Carole había ganado dos Oscar en los dos últimos años y eso a él le fastidiaba. Había sido una buena esposa, pero Jason se dio cuenta más tarde de que su ego era demasiado frágil para sobrevivir a esa clase de competencia. El mismo necesitaba sentirse un personaje y, frente a la fama de Carole, nunca lo conseguía. Así que se enamoró de Natalya, que parecía adorarle, y luego le desplumó y le dejó por otro.

La modelo rusa era lo peor que les había ocurrido a ambos, y desde luego a él. Era bellísima y se quedó embarazada pocas semanas después de que iniciasen su relación. Jason dejó a Carole por Natalya y se casó con esta antes de que se secara la tinta en los papeles del divorcio. Natalya tuvo otro bebé al año siguiente y luego le dejó por un hombre con mucho más dinero del que tenía Jason en aquel momento. Desde entonces había tenido dos maridos, y ahora vivía en Hong Kong, casada con uno de los financieros más importantes del mundo. Jason apenas conocía a sus dos hijas. Eran tan guapas como su madre y casi unas extrañas para él, a pesar de que las visitaba dos veces al año. Natalya no les dejaba viajar a Estados Unidos para verle, y los tribunales de Nueva York no tenían jurisdicción alguna sobre ella. Era una auténtica arpía que le sacó hasta el último centavo cuando se divorciaron, un año después de que Carole y los niños volviesen de París y se mudasen a Los Ángeles. Aunque Carole había vivido en Nueva York con él mientras estuvieron casados, decidió irse a Los Ángeles. Su trabajo estaba allí, y después de París era como empezar de nuevo. Cuando Natalya se fue, Jason intentó volver con Carole. Pero ya no había nada que hacer. Para entonces ella no quería tener nada que ver con él. Cuando Jason se enamoró de Natalya tenía cuarenta y un años y sufría alguna clase de demencial crisis de los cuarenta. A los cuarenta y cinco, cuando comprendió el error que había cometido y cómo había destrozado su vida y la de Carole, era demasiado tarde. Ella le dijo que todo había terminado entre ellos.

Carole había tardado varios años en perdonarle y no volvieron a hacerse realmente amigos hasta después de que se casara con Sean. Por fin era feliz. Jason nunca había vuelto a casarse. A sus cincuenta y nueve años, tenía éxito y estaba solo, y consideraba a Carole una de sus mejores amigas. Nunca en su vida olvidaría la expresión de su rostro cuando, dieciocho años atrás, le dijo que la abandonaba. Parecía que le hubiese pegado un tiro. Desde entonces había revivido ese momento mil veces y sabía que nunca se perdonaría a sí mismo. Todo lo que quería ahora era saber que estaba sana y salva, y no herida en un hospital de París. Al subir al avión esa noche supo que la quería más que nunca. Durante el vuelo llegó incluso a rezar, algo que no hacía desde que era niño. Estaba dispuesto a hacer cualquier trato que pudiese con Dios con tal de que la mujer del hospital de París no fuese Carole. Y, si lo era, con tal de que sobreviviese.

Jason se pasó todo el vuelo despierto, pensando en ella. Recordando el día en que nació Anthony, y luego Chloe… el día en que la conoció… lo guapa que era a los veintidós años e incluso ahora, veintiocho años más tarde. Habían vivido juntos diez años maravillosos, hasta que él lo jorobó todo con Natalya. Ni siquiera podía imaginarse cómo debió de sentirse Carole. Cuando fue a decírselo estaba trabajando en una película importante en París. Había sido un vuelo como el de aquella noche; entonces tenía una misión, la de poner fin a su matrimonio para poder casarse con Natalya. Ahora rezaba por su vida. Estaba demacrado y angustiado cuando el avión aterrizó bajo la lluvia en el aeropuerto Charles de Gaulle de París justo antes de las siete de la mañana, hora de París. El vuelo había llegado con unos minutos de antelación. Jason llevaba el pasaporte en la mano cuando aterrizaron. Ya no podía seguir soportando la incertidumbre. Todo lo que quería era llegar al hospital lo antes posible y ver por sí mismo a la víctima del atentado sin identificar.

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