17

Pasear por los Jardines de Luxemburgo con Matthieu le trajo a Carole una lluvia de recuerdos de todas las ocasiones en que había estado allí con sus hijos y con él. La primera vez que visitó esos jardines iba acompañada por él, y después volvió un centenar de veces con Anthony y Chloe.

Recordaron entre risas travesuras de los niños y otros momentos que a ella se le habían escapado hasta entonces. Caminar por París con él le traía a la memoria muchas cosas que de otro modo habrían seguido en el olvido, en su mayoría momentos buenos y tiernos que habían compartido. El dolor que él le había causado parecía ahora un poco más lejano en contraste con la felicidad que recordaba.

Seguían charlando y riéndose cuando bajaron del coche de Matthieu frente a la puerta del Ritz. Carole le había invitado a cenar en su suite y él había aceptado. Matthieu le estaba entregando las llaves de su coche al voiturier, con Carole agarrada de su brazo, cuando les sorprendió el destello de una instantánea. Sobresaltados, ambos levantaron la mirada hacia el fotógrafo y Carole sonrió la segunda vez, mientras Matthieu aparecía digno y severo. Ni siquiera en el mejor de los casos le gustaba que le hiciesen fotos, pero desde luego detestaba ser fotografiado por los paparazzi de la prensa del corazón. Cuando vivían juntos siempre fueron prudentes, pero ahora corrían mucho menos peligro. No tenían nada que ocultar, aunque era desagradable que les fotografiasen y hablasen de ellos. Desde luego, ese no era el estilo de Matthieu, que entró en el hotel quejándose. Últimamente utilizaban la puerta principal; era más sencillo que pedir cada vez que le abriesen a Carole la puerta de la rue Cambon. Cuando la fotografiaron llevaba pantalones grises y el abrigo de Stevie, y tenía las gafas oscuras en la mano. Era evidente que la reconocieron, aunque al parecer ignoraban quién era Matthieu.

Carole se lo mencionó a Stevie cuando subieron.

– Ya lo averiguarán -se limitó a decir Stevie.

A Stevie le preocupaba que Carole pasase tanto tiempo con Matthieu. Sin embargo, parecían felices y relajados, y Carole iba recuperando las fuerzas día a día. Al menos estar con él no le estaba perjudicando.

Stevie encargó al servicio de habitaciones la cena para ellos. Carole pidió foie gras salteado y Matthieu, un filete. Stevie cenó en su habitación con la enfermera. Ambas comentaron que Carole estaba mejorando. Se la veía más fuerte y había recuperado el color. Y, lo que era más importante, Stevie se daba cuenta de que parecía feliz.

Matthieu se quedó hablando con ella hasta las diez de la noche. Siempre tenían muchas cosas que decirse; nunca se les acababan los temas de conversación interesantes para los dos. La policía se había vuelto a poner en contacto con Carole para pedirle una declaración adicional sobre el atentado del túnel. Querían saber si recordaba algo más, pero no era así. Carole había perdido el conocimiento enseguida, tan pronto como explotó el coche situado junto al de ella. Sin embargo, tenían montones de declaraciones de otras personas. La policía consideraba que, a excepción del muchacho que fue a buscarla al hospital, todos los terroristas habían muerto. No había más sospechosos.

Matthieu le habló de algunos de los casos en los que estaba trabajando en el bufete y volvió a insistir en que quería jubilarse. Carole opinaba que no era una decisión acertada, salvo que encontrase alguna otra ocupación.

– Eres demasiado joven para jubilarte -insistió.

– Ojalá lo fuese, pero no es así. ¿Y tu libro? -preguntó él-. ¿Has pensado algo más?

– Pues sí -reconoció ella.

Sin embargo, aún no estaba preparada para volver al trabajo. Tenía otras cosas en mente, como por ejemplo a Matthieu, que empezaba a ocupar su cabeza día y noche. Carole intentaba resistirse. No quería obsesionarse con él, sino limitarse a disfrutar de su compañía hasta que se fuese a casa. Se daba cuenta de que era bueno que se marchase pronto, antes de que las cosas se descontrolasen entre ellos, como ya había sucedido.

Esa noche volvieron a besarse antes de que él se marchase, tanto por el pasado como por el presente. Sentían una mezcla de hábito y deseo, alegría y tristeza, amor y miedo.

Pasaron el resto del tiempo hablando del trabajo de Matthieu, del libro y la carrera de ella, de sus hijos y de todo lo que se les ocurrió. Nunca paraban de hablar. A ambos les encantaban sus cambios de impresiones. Para Carole suponía un reto tener conversaciones inteligentes con él pues eso la forzaba a exigirle a su mente ser lo que fue antes. A veces aún le costaba encontrar una palabra o un concepto, y todavía no había averiguado cómo manejar su ordenador. Los secretos de su libro seguían encerrados en él. Stevie se había ofrecido a ayudarla, pero Carole insistía en que no estaba preparada. Aquello requería demasiada concentración.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Stevie le trajo los periódicos. Tenía un montón. Carole salía con Matthieu en la primera plana de todos ellos; le habían reconocido y le identificaban por su nombre. En la foto, Matthieu salía sobresaltado y con la cara larga, mientras que Carole estaba preciosa, con una sonrisa amplia y desenvuelta. Habían utilizado la segunda foto, en la que sonreía. Estaba guapa; la cicatriz de la mejilla se veía un poco, aunque no lo suficiente para disgustarla. Y el Herald Tribune había hecho los deberes. No solo habían identificado a Matthieu como ex ministro del Interior, sino que era evidente que aquello había despertado la curiosidad de algún reportero celoso, joven o viejo. Habían revisado sus archivos durante el tiempo en que ella había vivido en Francia y comprobaron si existía alguna fotografía de ellos juntos de esa época. Habían encontrado una buena, tomada en una gala benéfica en Versalles. Carole se acordaba muy bien. Tuvieron el buen sentido de no acudir juntos a la fiesta. Arlette estaba allí con él, y Carole había acudido con un actor con el que había hecho una película, un viejo amigo que visitaba París en esos días. Formaban una pareja deslumbrante y fueron el blanco de todas las fotografías. Aunque las admiradoras del actor lo ignoraban, él era homosexual. Fue la coartada perfecta para Carole.

Matthieu y ella se habían reunido en el jardín durante unos minutos, avanzada la noche. Hablaban en voz baja cuando un fotógrafo les descubrió y les hizo una foto. Los periódicos del día siguiente decían simplemente: «Matthieu de Billancourt, ministro del Interior, delibera con la estrella de cine estadounidense Carole Barber». Habían tenido suerte. Nadie lo adivinó, aunque la esposa de él se puso furiosa al ver la prensa del día siguiente.

Las dos fotografías, la de Versalles y la de la puerta del Ritz del día anterior, tenían un pie distinto: «Entonces y ahora. ¿Nos hemos perdido algo?». Carole sabía que nunca obtendrían respuesta a la pregunta planteada. No habían dejado ningún rastro. Habría sido distinto si ella hubiese tenido el bebé, si Matthieu hubiese dejado a Arlette por ella, presentado una demanda de divorcio o dimitido del ministerio, pero nada de eso había ocurrido. Y ahora solo eran dos personas entrando en un hotel, tal vez viejos amigos, o algo más. El estaba retirado del ministerio y ambos eran viudos. Era difícil sacar conclusiones, sobre todo después de que ella resultase herida en el atentado. Tenía derecho a ver a viejos amigos que había conocido mientras vivía en París. Sin embargo, el pie de foto del Herald Tribune planteaba una pregunta interesante, cuya respuesta solo conocían ellos dos.

Matthieu la llamó en cuanto lo vio. Estaba enfadado; era la clase de insinuación que le molestaba. Pero Carole estaba acostumbrada a ello. Había soportado a la prensa del corazón durante toda su vida de adulta.

– ¡Qué estúpidos! -masculló él.

– No, la verdad es que han sido muy listos. Deben de haber rebuscado mucho para poder encontrar esa foto. Recuerdo cuándo la hicieron. Arlette estaba allí y apenas me hablaste en toda la noche. Yo ya estaba embarazada -dijo Carole con la voz cargada de resentimiento, ira y pena.

Después habían tenido una pelea, que fue la primera de muchas. Para entonces él le había dado mil excusas y Carole le acusaba de intentar ganar tiempo. En los meses siguientes su convivencia empezó a desbaratarse, sobre todo después de que ella perdiese al bebé. Ella lo había pasado fatal la noche en que hicieron la fotografía en Versalles. Matthieu también lo recordaba y se sentía culpable, cosa que en parte era el motivo de que al ver la fotografía en el Herald Tribune se hubiese molestado. No le gustaba nada que le recordasen la pena que le había causado a ella, y sabía que también estaría molesta, a menos que lo hubiese olvidado. No lo había hecho.

– No vale la pena disgustarse -añadió ella-. No podemos hacer nada.

– ¿Quieres que seamos más prudentes? -preguntó él con cautela.

– Lo cierto es que no -dijo ella en voz baja-. Ya no importa. Ambos somos personas libres y yo me iré dentro de diez días. No le hacemos daño a nadie. Por si alguien quiere saberlo, somos viejos amigos.

Y, por supuesto, esa misma mañana alguien lo quiso. Llamaron de la revista People para preguntar si habían tenido alguna relación sentimental.

– Por supuesto que no -respondió Stevie por Carole, que no cogió la llamada.

Stevie continuó explicándoles lo bien que se encontraba Carole con la esperanza de distraerles. Después de colgar se lo contó a esta.

– Gracias -dijo Carole con calma mientras terminaba de desayunar.

Stevie cogió un cruasán.

– Carole, ¿te preocupa que la prensa lo sepa? -preguntó inquieta.

– No hay nada que saber. Lo cierto es que solo somos amigos. Nos besamos de vez en cuando, pero nada más.

Carole no le habría confesado eso a nadie que no fuese Stevie, y mucho menos a sus hijos.

– ¿Y qué pasará ahora? -preguntó Stevie inquieta.

– Nada. Volvemos a casa -dijo Carole, mirando a los ojos a su secretaria.

Stevie vio que Carole creía eso, pero ella misma no estaba tan convencida. Veía el amor en los ojos de Carole. Matthieu había devuelto a la vida algo mágico que había en su interior.

– ¿Y luego qué?

– El libro está cerrado. Es solo un epílogo más tierno para una historia que acabó mal hace mucho tiempo -dijo en tono firme, como si tratase de convencerse a sí misma.

– ¿No hay continuación para el libro? -preguntó Stevie.

Carole negó con la cabeza.

– Vale, si tú lo dices… Pero a mí, desde luego, me da que es otra cosa. El aún parece locamente enamorado de ti.

Y Carole no parecía en absoluto indiferente, a pesar de lo que dijese.

– Es posible -dijo Carole con un suspiro-, pero «locamente» es la palabra clave. Entonces los dos estábamos chiflados. Creo que he madurado y he ganado cordura. Nunca tuvimos una oportunidad.

– Ahora es distinto -señaló Stevie-. Puede que entonces no fuese el momento adecuado.

Poco a poco, Stevie había cambiado de opinión acerca de Matthieu y veía lo mucho que a Carole le importaba. Resultaba evidente que los sentimientos de Matthieu hacia ella eran igual de fuertes. A Stevie le gustaba cómo protegía a Carole.

– Ya lo creo. Ya no vivo aquí. Tengo una vida en Los Ángeles. Es demasiado tarde -dijo Carole con gesto decidido.

Sabía que le quería pero no deseaba volver atrás.

– Tal vez estaría dispuesto a mudarse -dijo Stevie en tono esperanzado.

Carole se echó a reír.

– ¡Basta ya! No voy a tropezar dos veces con la misma piedra. Fue el amor de mi vida, pero de eso hace mucho tiempo. Una cosa así no se puede mantener durante quince años.

– Tal vez sí. No lo sé. Es que no me gusta nada verte sola. Te mereces volver a ser feliz.

Stevie sentía pena por ella desde la muerte de Sean. Vivía prácticamente recluida. Y, fuera lo que fuese lo que había ocurrido entre ellos antes, el tiempo que pasaba con Matthieu la estaba devolviendo a la vida.

– Soy feliz. Estoy viva. Eso es suficiente. Tengo a mis hijos y mi trabajo. Eso es todo lo que quiero.

– Necesitas más que eso -dijo Stevie con nostalgia.

– No, no lo necesito -dijo Carole con firmeza.

– Eres demasiado joven para rendirte.

Carole la miró fijamente a los ojos.

– He tenido dos maridos y un gran amor. ¿Qué más puedo pedir?

– Puedes pedir una vida feliz. Ya sabes, «y comieron perdices» y todas esas memeces. Puede que las perdices hayan tardado mucho tiempo en llegar en este caso.

– Desde luego. Quince años. Muchísimo tiempo. Créeme, sería un desastre. Entonces me encantaba París, pero ahora no. Vivo en Los Ángeles. Tenemos vidas totalmente distintas.

– ¿De verdad? Cuando estáis juntos no paráis de hablar. Hacía años que no te veía tan animada. Desde que murió Sean.

No pretendía convencerla, pero tenía que reconocer que aquel tipo le caía bien, aunque fuese un poco austero y el típico francés. Resultaba evidente que seguía queriéndola. Y ahora su esposa había fallecido. Al menos esta vez era un buen partido y estaba sin pareja, al igual que Carole.

– Es un hombre inteligente e interesante. Brillante incluso. Pero es francés -insistió Carole-. Sería desdichado en cualquier otra parte y yo ya no quiero vivir aquí. Estoy contenta en Los Ángeles. Por cierto, ¿y Alan? ¿Qué novedades hay?

Resultaba evidente que quería cambiar de tema y, en cuanto preguntó, Stevie se puso a la defensiva.

– ¿Alan? ¿Por qué? -preguntó con cara de culpabilidad.

– ¿Qué significa «por qué»? Solo preguntaba cómo estaba -dijo Carole con una sonrisa-. Vale, suéltalo ya. ¿Qué pasa?

– Nada. Absolutamente nada -contestó ruborizándose-. Está bien. Genial, en realidad. Me dio recuerdos para ti.

– Dices tantas tonterías que te estás poniendo lila -replicó Carole, riéndose-. Algo pasa.

Se produjo un silencio significativo. Stevie no era capaz de guardar sus propios secretos, solo los de Carole.

– Vale, vale. No quería decírtelo hasta que volviésemos a Los Ángeles. Además, aún no me he decidido. Tengo que hablar con él y ver cuáles son las condiciones.

– ¿Qué condiciones? -preguntó Carole estupefacta.

Con un suspiro, Stevie se dejó caer en una silla como un globo desinflado.

– Anoche me pidió que me casara con él -confesó Stevie con una sonrisa de apuro.

– ¿Por teléfono?

– No podía esperar. Incluso ha comprado un anillo. Pero no he dicho que sí.

– Antes échale un vistazo al anillo -bromeó Carole-. Asegúrate de que te gusta.

– No sé si quiero casarme -gimió Stevie-. Él jura que no se meterá en mi trabajo. Dice que todo seguirá igual que ahora, aunque mejor, con papeles y un anillo. Si lo hago, ¿me ayudarías a organizar la boda?

– Creo que a eso se le llama hacer de dama de honor, si mal no recuerdo. Sería un honor para mí. Creo que deberías decir que sí -se atrevió a sugerir Carole.

– ¿Por qué?

– Creo que le quieres -dijo Carole con sencillez.

– ¿Y qué? ¿Por qué tenemos que casarnos?

– La verdad es que no tenéis por qué hacerlo, pero es un bonito compromiso. Yo me sentía igual que tú cuando me casé con Sean. Jason me había dejado por una mujer más joven. Matthieu me mintió y se mintió a sí mismo, y me rompió el corazón al no dejar ni a su esposa ni su trabajo. Lo último que quería era volver a casarme, o incluso enamorarme. Sean me convenció y nunca lo lamenté, ni por un instante. Fue lo mejor que he hecho nunca. Eso sí, asegúrate de que Alan sea el tipo adecuado.

– Creo que sí -dijo Stevie, abatida.

– Pues espera a ver qué sientes cuando vuelvas. Podéis tener un largo compromiso.

– Quiere casarse en Nochevieja en Las Vegas. ¿Te parece muy vulgar?

– Mucho, aunque podría ser divertido. Los chicos estarán en Saint Bart con Jason. Yo puedo asistir sin problemas -se ofreció Carole.

Stevie se acercó para abrazarla.

– Gracias. Te lo haré saber. Creo que voy a decir que sí y me da miedo.

– Puede que estés preparada -dijo Carole, mirándola con cariño y tratando de tranquilizarla-. Yo creo que sí. Últimamente hablas mucho de eso.

– Eso es porque lo hace él. Está obsesionado con el tema.

– Gracias por contármelo -dijo Carole de todo corazón.

– Si lo hago, más te vale estar allí para cogerme de la mano -dijo Stevie en tono amenazador, aunque sonreía y parecía contenta.

– Puedes estar segura -prometió Carole-. No me lo perdería por nada del mundo.


Esa noche Carole volvió a cenar con Matthieu. Salieron por primera vez. Fueron a L'Orangerie en la lie Saint Louis, en el Sena, y ella se puso la única falda que había llevado. Matthieu vestía un traje oscuro y se había cortado el pelo. Estaba muy correcto y sumamente guapo, aunque aún estaba furioso por los comentarios del Herald Tribune. Parecía la indignación justificada en persona.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Carole, riéndose de él-. Tienen razón. Es cierto. ¿Cómo puedes estar tan indignado?

Carole pensó que parecía una prostituta dando lecciones de moral, aunque no se lo dijo.

– ¡Pero nadie lo sabía!

El siempre se enorgullecía de eso, cosa que a ella le fastidiaba. No le gustaba nada estar escondida, sin poder compartir su vida.

– Tuvimos suerte.

– Y fuimos prudentes.

Tenía razón, lo habían sido. Ambos sabían que habrían podido convertirse en un escándalo mayúsculo en cualquier momento. Era un milagro que no hubiese sido así.

Mientras disfrutaban de la deliciosa cena hablaron de otras cosas. Matthieu esperó hasta el postre para sacar un tema delicado: el futuro. La noche anterior no había podido dormir pensando en ello. Y la indirecta del periódico le dio el impulso que le faltaba. Había llegado el momento. Su relación había sido clandestina durante mucho tiempo y merecían respetabilidad al menos ahora, a su edad. Se lo dijo a Carole mientras compartían una tarte tatin con helado de caramelo que se fundía en la boca.

– Ya somos respetables -recalcó Carole-, muy respetables. Al menos yo lo soy. No sé qué has hecho tú en los últimos tiempos, pero yo soy una viuda como es debido.

– Yo también -dijo él remilgadamente-. No he estado con nadie desde que te marchaste -añadió.

Carole le creyó. Matthieu siempre había afirmado que ella era la única mujer con la que había estado, aparte de su esposa.

– El artículo del Herald Tribune hace que parezcamos deshonestos y desaprensivos -se quejó él.

– No. Tú eres uno de los hombres más respetados de Francia y yo soy una estrella de cine. ¿Qué esperas que digan? ¿Vieja gloria del cine y político acabado han sido vistos dando un paseo como dos petardos? Eso es lo que somos.

– ¡Carole! -exclamó él entre risas, escandalizado.

– Tienen que vender periódicos, así que han intentado que parezcamos más interesantes de lo que somos. O lo han adivinado o han planteado una buena pregunta. Si ni tú ni yo se lo decimos, nunca lo sabrán con certeza.

– Lo sabemos nosotros y eso es suficiente.

– ¿Suficiente para qué?

– Suficiente para construir la vida que deberíamos haber tenido años atrás y no tuvimos, porque yo no pude cumplir mis promesas.

Ahora Matthieu lo reconocía de buen grado, pero entonces no era así.

– ¿Qué quieres decir? -se inquietó ella.

Matthieu fue al grano:

– ¿Quieres casarte conmigo, Carole? -preguntó, cogiendo su mano y mirándola a los ojos.

Ella guardó silencio durante unos momentos y luego negó con la cabeza, haciendo un esfuerzo sobrehumano.

– No, Matthieu, no quiero -respondió con seguridad.

El se puso serio. Temía que ella dijese eso y que fuese demasiado tarde.

– ¿Por qué no?

Matthieu parecía triste, aunque no perdió la esperanza de convencerla.

– Porque no quiero casarme -dijo ella en tono cansado-. Me gusta mi vida tal como es. Me he casado dos veces. Eso es suficiente. Quise a mi difunto marido. Era un hombre maravilloso. Y pasé diez años buenos con Jason. Tal vez no se pueda tener más. Te quise a ti con todo mi corazón y te perdí.

Eso había estado a punto de matarla, pero no lo dijo. De todos modos él lo sabía y llevaba quince años lamentándolo. Carole lo había superado con el tiempo. El, nunca.

– No me perdiste. Te fuiste -le recordó él, y ella asintió.

– Yo nunca te tuve -corrigió Carole-. Tu esposa sí, y Francia también.

– Ahora soy viudo y estoy retirado -señaló Matthieu.

– Sí, así es. Yo no. Soy viuda, pero no estoy retirada. Quiero hacer unas cuantas películas más, si consigo papeles decentes -dijo animada de nuevo-. Podría tener que viajar a mil sitios, igual que hacía cuando estaba casada con Jason, e incluso cuando estaba contigo. No quiero a nadie en casa que se queje, ni tampoco que me siga a todas partes. Quiero tener mi propia vida. Aunque no vuelva a hacer películas, deseo ser libre para hacer lo que quiera. Por mí, la ONU, las causas en las que creo. Quiero pasar tiempo con mis hijos y escribir ese libro, si alguna vez puedo volver a encender mi ordenador. No sería una buena esposa.

– Yo te quiero tal como eres.

– Y yo también te quiero a ti. Pero no deseo estar atada ni adquirir esa clase de compromiso. Y, sobre todo, no deseo que vuelvan a romperme el corazón.

Eso era lo esencial para ella, más que su carrera y sus causas. Tenía demasiado miedo. Ya sabía que volvía a estar enamorada. Era peligroso para ella y no quería abandonarse a él. La última vez había sido muy doloroso, aunque ahora él ya no estuviese casado.

– Esta vez no te rompería el corazón -dijo Matthieu con cara de culpabilidad.

– Tal vez sí. Las personas se hacen eso unas a otras. El amor es eso. Estar dispuesto a arriesgarte a que te rompan el corazón. Yo no lo estoy. Ya me pasó una vez y no me gustó. No quiero que me lo vuelvan a romper, y menos el mismo hombre que lo hizo la primera vez. No quiero sufrir tanto ni amar tanto. Tengo cincuenta años y soy demasiado mayor para empezar de nuevo.

Carole no aparentaba su edad, pero la sentía, sobre todo desde el atentado.

– Eso es ridículo. Eres una mujer joven. Todos los días se casan personas mayores que nosotros.

Se moría de ganas de convencerla, pero se daba cuenta de que no lo estaba consiguiendo.

– Son más valientes que yo. Pasé por ti, por Sean y por Jason. Eso es suficiente. No quiero volver a hacerlo.

Carole se mostraba inflexible y Matthieu supo que hablaba en serio, aunque seguía decidido a hacerla cambiar de opinión. Cuando salieron del restaurante aún discutían. Matthieu no había conseguido nada. No era así como él esperaba que saliesen las cosas.

– Además, me gusta mi vida en Los Ángeles. No quiero volver a vivir en Francia.

– ¿Por qué no?

– No soy francesa, sino estadounidense. No quiero vivir en el país de otra persona.

– Ya lo hiciste y esto te encantaba -insistió él, intentando recordárselo.

Sin embargo, ella lo recordaba muy bien. Por eso él la asustaba. Esta vez Carole tenía más miedo de sí misma que de él. No quería tomar una decisión equivocada.

– Sí, me encantaba. Pero me sentí feliz cuando volví a mi país y me di cuenta de que este no era mi sitio. Eso era parte de nuestro problema. «Diferencias culturales», lo llamabas tú. Eso te permitía vivir conmigo y estar casado con ella, e incluso tener un bebé ilegítimo. No quiero vivir en un sitio en el que piensan de una forma tan distinta de como pienso yo. Al final, sufres al tratar de ser algo que no eres en un lugar que no es el tuyo.

Matthieu vio que el dolor que le había causado era tan hondo que quince años más tarde las cicatrices aún estaban en carne viva, todavía más que la de su mejilla. Las heridas que él le había infligido eran demasiado profundas. Eso había afectado incluso su opinión acerca de Francia y los franceses. Lo único que Carole quería era volver a casa y pasar el resto de su vida a solas y en paz. Matthieu se preguntó cómo la habría convencido Sean de casarse con él. Y luego se vio abandonada de nuevo cuando él murió. Ahora había cerrado las puertas de su corazón.

Hablaron de ello durante todo el camino de regreso al hotel y se despidieron en el coche de él. Esta vez Carole no quiso que él subiese. Le besó ligeramente en los labios, le dio las gracias por la cena y salió del coche deprisa.

– ¿Lo pensarás? -le suplicó él.

– No, no lo haré. Ya lo pensé hace quince años y tú no lo hiciste. Me mentiste a mí, Matthieu, y a ti mismo. Te pasaste casi tres años tratando de ganar tiempo. ¿Qué pretendes de mí ahora? -dijo ella con los ojos tristes y muy abiertos.

Matthieu vio que no había esperanza, pero no quiso creerlo.

– Perdóname. Déjame quererte y cuidar de ti durante el resto de mi vida. Juro que esta vez no te fallaré.

– Puedo cuidar de mí misma -dijo ella con tristeza tras bajar del coche, mirándole a través de la ventanilla abierta-. Estoy demasiado cansada para volver a arriesgarme.

Carole se volvió y subió a toda prisa los peldaños del Ritz, seguida de los escoltas. Matthieu la contempló hasta que desapareció. Mientras se alejaba en su coche, de vuelta a casa, lágrimas silenciosas corrían por sus mejillas. Ahora sabía con certeza lo que llevaba semanas temiendo y no había querido creer. La había perdido.

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