Felizmente, el vuelo a Los Ángeles transcurrió sin incidentes. El joven neurocirujano comprobó sus constantes vitales varias veces, pero Carole no tenía problema alguno. Tomó dos comidas y vio una película. Luego convirtió su asiento en una cama y se pasó el resto del viaje durmiendo acurrucada bajo la manta y el edredón. Stevie la despertó antes de que aterrizasen para que pudiera maquillarse y cepillarse los dientes y el pelo. Era muy probable que la prensa estuviese esperándola. La compañía aérea le había ofrecido una silla de ruedas, pero Carole la rehusó. Quería salir por su propio pie. Prefería con mucho la historia de una recuperación milagrosa a regresar como si fuese una inválida. A pesar del largo vuelo, se sentía fuerte por fin, después de todas aquellas semanas. Esa sensación se debía en parte a la ilusión de la nueva esperanza que compartía con Matthieu, aunque sobre todo a un sentimiento de gratitud y paz. No solo había sobrevivido al atentado en el túnel, sino que se había negado a dejarse vencer.
Miró por la ventanilla en silencio y vio los edificios, las piscinas, las vistas y puntos de referencia habituales de Los Ángeles. Vio el cartel de Hollywood, sonrió y echó un vistazo a Stevie. Hubo un momento en que creyó que jamás volvería a ver todo aquello. Cuando el tren de aterrizaje tocó la pista y el avión rodó hasta detenerse, a Carole se le saltaron las lágrimas. Le daba vértigo pensar en todo lo que había ocurrido en los dos últimos meses.
– Bienvenida a casa -dijo Stevie con una amplia sonrisa.
Carole la miró y estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. El joven médico estaba exultante de alegría por estar en Los Ángeles. Su hermana acudiría a recogerle y pasarían una semana juntos antes de que él volviese a París.
Carole y sus dos compañeros de viaje fueron de los primeros en desembarcar. Un empleado de Air France les esperaba para pasar con ellos los controles de aduana. Carole no tenía nada que declarar, salvo la pulsera de Matthieu. Al final aceptó que le prestasen una silla de ruedas para la larga caminata hasta inmigración. El trayecto era demasiado largo. Ya habían advertido en la aduana que ella pasaría. Carole tenía preparada la declaración, le dijeron el importe que debía y rellenó un talón en cuestión de minutos. Un funcionario comprobó los pasaportes y les indicó con un gesto que podían pasar.
– Bienvenida, señora Barber -le dijo el funcionario de aduanas con una sonrisa.
Entonces Carole se levantó de la silla de ruedas, por si había fotógrafos esperándola cuando cruzase las puertas. Se alegró de haberlo hecho, porque allí la aguardaba una barrera de reporteros, gritando y llamándola por su nombre mientras los flashes estallaban en su cara. Cuando la divisaron se produjo una verdadera ovación. Radiante y fuerte, Carole saludó con la mano y pasó por su lado con paso firme.
– ¿Cómo te encuentras?… ¿Se te ha curado la cabeza?… ¿Qué ocurrió?… ¿Qué te parece estar de vuelta? -le gritaron.
– ¡Genial! ¡Es genial! -exclamó ella, sonriendo de placer.
Stevie la cogió del brazo y la ayudó a abrirse paso. Los paparazzi la entretuvieron durante más de un cuarto de hora, haciéndole fotografías.
Cuando llegaron a la limusina que las esperaba fuera, Carole parecía cansada. Stevie había contratado a una enfermera para que le hiciese compañía en la casa. Aunque no necesitaba atención médica, no parecía prudente que estuviese sola los primeros días. Carole había sugerido que podían prescindir de ella en cuanto llegasen sus hijos, o al menos cuando apareciese Matthieu. Sencillamente, resultaba reconfortante tener a alguien allí de noche, y Stevie se iba a su propia casa con su hombre, su vida y su cama. Había pasado mucho tiempo fuera y también se alegraba de volver. En particular, dada la proposición de Alan durante su ausencia. Ahora quería celebrarlo con él.
Matthieu fue el primero en telefonear a Carole, justo cuando entraban por la puerta. Llevaba preocupado por ella todo el día y toda la noche. Eran las diez de la noche en París y la una en Los Ángeles.
– ¿Has tenido buen viaje? -preguntó él preocupado-. ¿Cómo te encuentras?
– De maravilla. No ha habido ningún problema, ni siquiera en el despegue y el aterrizaje. El médico se ha pasado el rato comiendo y viendo películas.
A su doctora le preocupaba un poco que los cambios en la presurización pudiesen perjudicarla o le provocasen un intenso dolor de cabeza, pero no había sido así.
– Mejor. De todos modos, me alegro de que haya estado allí -dijo Matthieu, aliviado.
– A mí también me ha tranquilizado -reconoció ella.
– Ya te echo de menos -se quejó él, aunque parecía animado.
Carole también lo estaba. Iban a verse muy pronto y su vida juntos empezaría de nuevo, cualquiera que fuese la forma que adoptase. Carole tenía muchas ilusiones.
– Yo también.
– ¿Qué es lo primero que vas a hacer? -preguntó Matthieu.
Se sentía emocionado. Sabía cuánto significaba para ella estar de regreso después de todo lo que había sufrido.
– No lo sé. Pasear y mirar, y darle gracias a Dios por estar aquí.
El también se sentía agradecido. Recordaba la conmoción sufrida al verla por primera vez, conectada al respirador de La Pitié Salpétrière. Parecía muerta; casi lo estaba. Su recuperación era como volver a nacer. Y ahora, además, se tenían el uno al otro. Aquello era como un sueño para ambos.
– Mi casa está preciosa -dijo Carole, echando un vistazo a su alrededor-. Había olvidado lo fantástica que es.
– Estoy deseando verla.
Colgaron poco después y Stevie la ayudó a instalarse. La enfermera llegó diez minutos más tarde. Era una mujer agradable que se sentía entusiasmada por conocer a Carole. Como todas las demás personas que lo habían leído en la prensa, se había quedado horrorizada por su accidente en Francia y dijo que era un milagro que estuviese viva.
Entonces Carole entró en su habitación y miró a su alrededor. Desde hacía algún tiempo lo recordaba perfectamente. Miró hacia el jardín y luego fue a su despacho y se sentó ante su escritorio. Stevie ya le había instalado el ordenador. La enfermera fue a preparar la comida. Stevie le había pedido a la asistenta que encargase algo de comer. Como de costumbre, había pensado hasta en el último detalle. No había nada que Stevie no hiciera.
Stevie se sentó y comió con ella en la cocina, como hacían con tanta frecuencia. Carole llevaba medio sándwich de pavo cuando empezó a llorar.
– ¿Qué pasa? -preguntó Stevie con ternura, aunque lo sabía.
Era un día cargado de emoción para Carole, e incluso para ella.
– No puedo creer que esté aquí. Nunca pensé que volvería.
Por fin podía reconocer el pánico que había experimentado. Ya no tenía que ser valiente. E incluso una vez que había sobrevivido al atentado, el último terrorista había venido para matarla. Era más de lo que cualquier ser humano debería haber tenido que soportar.
– Estás bien -le recordó Stevie.
Le dio un abrazo y luego le puso en la mano un pañuelo de papel para que se sonase.
– Lo siento. Creo que no me daba cuenta de lo alterada que estaba. Y luego lo de Matthieu… Estoy muy conmovida…
– Estás en tu derecho -le recordó Stevie-. Ponte a gritar si quieres. Te lo has ganado.
La enfermera se llevó los platos del almuerzo y ellas se quedaron un rato sentadas a la mesa de la cocina. Y luego Stevie le preparó una taza de té de vainilla y se la dio.
– Deberías irte a casa -le recordó Carole-. Alan debe de estar ansioso por verte.
– Vendrá a buscarme dentro de media hora. Te llamaré para hacerte saber lo que ocurre -respondió Stevie nerviosa e ilusionada.
– Disfruta de él. Puedes contármelo mañana.
Carole se sentía culpable por haberse apropiado de una parte tan grande de su tiempo y su vida. Stevie siempre le había dado muchísimo más de lo que era normal o podía considerarse «obligación». Se entregaba en cuerpo y alma a su jefa y a su trabajo, más allá de lo que haría cualquier ser humano.
Stevie se marchó media hora después, al oír que Alan tocaba la bocina dos veces. Mientras salía corriendo por la puerta, Carole le deseó suerte. Tras deshacer la maleta con ayuda de la enfermera, fue a sentarse en su despacho y se puso a mirar por la ventana. El ordenador la esperaba, pero estaba demasiado cansada para tocarlo. Para entonces eran las tres, y en París era medianoche. Estaba molida.
Esa tarde salió al jardín y llamó a sus dos hijos. Chloe, que llegaría al día siguiente, dijo que estaba deseando ver a su madre. Carole pensó que debía descansar esa noche, pero quería adaptarse a la hora de Los Ángeles, así que no se acostó hasta casi las once; para entonces amanecía en París. Carole se durmió tan pronto como su cabeza tocó la almohada. Se quedó atónita al ver que Stevie estaba ya allí a las diez y media del día siguiente. Se despertó cuando ella echó un vistazo en su habitación con una gran sonrisa.
– ¿Estás despierta?
– ¿Qué hora es? Debo de haber dormido doce o trece horas -dijo Carole, desperezándose en la cama.
– Lo necesitabas -dijo Stevie mientras abría las cortinas.
Carole vio al instante que había un diamante en su mano izquierda.
– ¿Y qué? -dijo, incorporándose con una sonrisa adormilada.
Le dolía la cabeza y esa mañana tenía cita tanto con el neurólogo como con una neuropsicóloga. Trabajaban en equipo con pacientes que habían sufrido lesiones cerebrales. Carole suponía que el dolor de cabeza debía de ser normal tras el cambio de hora y el vuelo. No estaba preocupada.
– ¿Sigues estando libre en Nochevieja? -preguntó Stevie, casi balbuceando de emoción.
– ¿Vas a hacerlo? -preguntó Carole, sonriendo.
– Sí, aunque estoy algo asustada -reconoció Stevie.
Le tendió el anillo para que lo viese. Era una joya antigua con un pequeño y exquisito diamante que le sentaba muy bien. Stevie estaba encantada y Carole se alegraba por ella. Merecía toda la dicha que la vida le diese después de ofrecer tanto amor y consuelo a los demás, en particular a su amiga.
– Iremos a Las Vegas el treinta y uno por la mañana. Alan ya ha hecho una reserva en el Bellagio para nosotros, y también otra para ti.
– Allí estaré impaciente. Oh, Dios mío, tenemos que ir de compras. Necesitas un vestido -dijo Carole, animada e ilusionada.
– Podemos ir con Chloe. Hoy deberías descansar. Ayer tuviste un día muy largo.
Carole se levantó despacio de la cama y se sintió mejor después de tomar una taza de té y unas tostadas. Stevie fue al médico con ella y por el camino hablaron de la boda. El neurólogo dijo que Carole estaba muy bien y le aconsejó que se lo tomara con calma. Se quedó atónito al darle un vistazo a su historial y leer el informe de la doctora de París, que había hecho un resumen final en inglés para él.
– Es usted una mujer afortunada -le dijo.
Le pronosticó que tendría fallos de memoria durante un período de entre seis meses y un año, que era lo que le habían dicho también en París. El médico no la entusiasmó; prefería a la doctora de París. Sin embargo, no tenía que volver a visitarle hasta un mes después, solo para una revisión. Entonces harían otro TAC como simple medida de control. Además, continuaría haciendo rehabilitación.
El médico que impresionó favorablemente tanto a Carole como a Stevie fue la neuropsicóloga a la que Carole visitó en la misma consulta justo después del neurólogo, un hombre metódico, preciso y muy seco. La neuropsicóloga entró en la sala de exploración para visitar a Carole con la energía de un rayo de sol. Era menuda y delicada. Tenía unos grandes ojos azules, pecas y el pelo de color rojo intenso. Parecía un duendecillo y era muy despierta.
Al entrar se presentó sonriente como la doctora Oona O'Rourke. Era una irlandesa de pura cepa y se notaba en su acento. Carole sonrió al mirar a la doctora, que se subió de un salto a la mesa con su bata blanca y miró a las dos mujeres sentadas frente a ella. Stevie había entrado en la sala de exploración con Carole para prestarle apoyo moral y aportar datos que pudiese haber olvidado o ignorase.
– Bueno, tengo entendido que echó a volar por un túnel de París. Estoy impresionada. ¿Cómo fue?
– No demasiado divertido -comentó Carole-. No era precisamente lo que tenía pensado para mi viaje a París.
Entonces la doctora O'Rourke echó un vistazo a sus gráficas de evolución, comentó la pérdida de memoria y quiso saber cómo iba.
– Mucho mejor -dijo Carole abiertamente-. Al principio fue bastante raro. No tenía ni idea de quién era yo ni de quiénes eran los demás. Mi memoria había desaparecido por completo.
– ¿Y ahora?
Los brillantes ojos azules lo veían todo y su sonrisa era cálida. La doctora era un elemento añadido que no habían tenido en París, pero el nuevo neurólogo de Carole en Los Ángeles opinaba que el factor psicológico era importante y se requerían como mínimo tres o cuatro visitas con ella, aunque Carole se estaba recuperando.
– Mi memoria ha mejorado mucho. Aún tengo lagunas, pero no son nada comparadas con la amnesia que tenía cuando desperté.
– ¿Ha sufrido ataques de ansiedad? ¿Tiene dificultades para conciliar el sueño? ¿Dolores de cabeza? ¿Comportamiento extraño? ¿Depresión?
Carole respondió de forma negativa a todo, a excepción del leve dolor de cabeza que había tenido ese día al despertar. La doctora O'Rourke coincidió con Carole en que se estaba recuperando sumamente bien.
– Parece que tuvo mucha suerte, si puede llamarse así. Esa clase de lesión cerebral puede ser muy difícil de pronosticar. La mente es algo extraño y maravilloso, y en ocasiones pienso que lo que hacemos es más arte que ciencia. ¿Tiene previsto volver a trabajar?
– Durante un tiempo no. Estoy trabajando en un libro y pensaba empezar a mirar guiones en primavera.
– Yo no me precipitaría. Puede que se sienta cansada durante un tiempo. No se pase con el esfuerzo. Su cuerpo le dirá qué está preparado para hacer y puede que se vuelva en su contra si usted se pasa. Podría volver a tener fallos de memoria si trabaja demasiado.
Esa perspectiva impresionó a Carole y Stevie le dedicó una mirada de advertencia.
– ¿Le preocupa algo más? -preguntó.
– La verdad es que no -respondió Carole después de pensarlo un poco-. A veces me asusta lo cerca que estuve de morir. Aún tengo pesadillas.
– Eso me resulta lógico.
Entonces Carole le contó el ataque en el hospital por parte del terrorista suicida superviviente, que había vuelto para matarla.
– Me parece que lo ha pasado muy mal, Carole. Creo que debería tomárselo con calma durante un tiempo. Dese la oportunidad de recuperarse tanto del shock emocional como del traumatismo físico. Lo ha pasado fatal. ¿Está casada?
– No, soy viuda. Mis hijos y mi ex marido vendrán a pasar la Navidad -dijo contenta, y la doctora sonrió.
– ¿Alguien más?
Carole sonrió.
– Recuperé un antiguo amor en París. Vendrá justo después de las fiestas.
– Estupendo. Diviértase, se lo ha ganado.
Charlaron durante un rato más y luego la doctora le recomendó algunos ejercicios para mejorar su memoria que parecían interesantes y divertidos. Cuando salieron de la consulta Stevie y Carole comentaron lo alegre, animada y llena de vida que resultaba la neuropsicóloga.
– Es guapa -comentó Stevie.
– Y lista -añadió Carole-. Me cae bien.
Le daba la impresión de que podía preguntarle o decirle cualquier cosa si ocurría algo raro. Incluso había preguntado si podía hacer el amor con Matthieu. La doctora O'Rourke dijo que no había problema y luego le advirtió que debía utilizar preservativos, por lo que Carole se ruborizó. Hacía mucho tiempo que no tenía que preocuparse por eso. La doctora O'Rourke comentó con su traviesa sonrisa que solo le faltaba coger una enfermedad de transmisión sexual después de lo mal que lo había pasado. Carole estuvo de acuerdo y se echó a reír, sintiéndose casi una cría de nuevo.
Al salir de la consulta se sintió aliviada de tener una doctora a la que acudir si acusaba los efectos del accidente de forma distinta ahora que estaba en casa. Sin embargo, hasta el momento se estaba recuperando y se encontraba bien. Tenía muchas ganas de pasar las fiestas con su familia y de asistir a la boda de Stevie, dos acontecimientos que prometían ser divertidos.
Cuando regresaban de la consulta, Carole insistió en parar en Barney's para mirar el vestido de novia de Stevie. Esta se probó tres y se enamoró del primero. Carole se lo compró como regalo de boda, y encontraron unos Manolo Blahnik de raso blanco en la planta principal. El vestido era largo y realzaba la escultural figura de Stevie. Se casaría de blanco. Habían encontrado un vestido verde oscuro para Carole. Era corto, sin tirantes y del color de las esmeraldas. Dijo que se sentía como la madre de la novia.
Chloe no llegaría hasta las siete de la tarde, así que disponían de unas horas para prepararlo todo. En el último momento, cuando Stevie ya salía a buscarla, Carole decidió ir con ella. Se marcharon a las seis. La floristería había entregado a las cinco un árbol de Navidad, decorado por completo, y de pronto el ambiente de la casa se había vuelto navideño.
De camino hacia el aeropuerto volvieron a hablar de la boda. Stevie estaba muy ilusionada, y también Carole.
– No puedo creer que esté haciendo esto -dijo Stevie por enésima vez ese día.
Carole le sonrió. Ambas sabían que era lo correcto y Carole volvió a decirlo.
– No estoy loca, ¿verdad? ¿Y si al cabo de cinco años no lo soporto?
Stevie era una vorágine de emociones.
– No será así y, si ocurriera, hablaremos de ello entonces.
Y no, no creo que estés loca. Es un buen hombre y te quiere y tú le quieres a él. ¿Se toma bien lo de no tener críos? -preguntó Carole preocupada.
– Dice que sí. Dice que conmigo tiene bastante.
– Todo saldrá bien -dijo Carole.
Cuando bajaban del coche sonó su teléfono móvil. Era Matthieu.
– ¿Qué haces? -preguntó en tono alegre.
– Estoy en el aeropuerto para recoger a Chloe. Hoy he visto al médico y dice que estoy muy bien. Además, de camino a casa hemos encontrado un vestido de boda para Stevie.
Resultaba divertido compartir sus actividades con él. Después de la pesadilla de París, cada minuto parecía un regalo.
– Me estás preocupando. Haces demasiadas cosas. ¿Te ha dicho el doctor que podías o tienes que descansar?
En París eran casi las cuatro de la mañana. Matthieu se había despertado y decidió llamarla. Carole parecía estar demasiado lejos. Le encantaba oír su voz. Sonaba ilusionada y joven.
– Ha dicho que no tengo que visitarle de nuevo hasta dentro de un mes.
Carole se acordó de pronto de cuando estaba embarazada y apartó el pensamiento de su mente. La entristecía demasiado. Por aquel entonces Matthieu solía besar el vientre de Carole a medida que crecía y le preguntaba siempre lo que le había dicho el médico. Incluso la acompañó a una de las visitas para escuchar el latido del bebé. Juntos habían sufrido mucho, en especial después del aborto y cuando murió la hija de él. Matthieu y ella tenían una historia que les unía incluso ahora.
– Te echo de menos -le dijo él de nuevo, como el día anterior.
Carole había permanecido quince años ausente de la vida de Matthieu y, ahora que había vuelto, cada día se le hacía interminable sin ella. Tenía unas ganas enormes de ir a verla. Al día siguiente se marcharía a esquiar con sus hijos y prometió llamarla desde allí. Le habría gustado que Carole pudiese acompañarles, aunque no estuviese en condiciones de esquiar. Ella nunca llegó a conocer a sus hijos y Matthieu quería que lo hiciese ahora. Para Carole sería una experiencia agridulce. Mientras tanto, estaba deseando pasar más tiempo con sus propios hijos.
Stevie y ella esperaron a que Chloe pasase por la aduana. La joven sabía que Stevie acudiría al aeropuerto, pero se quedó atónita al ver a su madre.
– ¡Has venido! -dijo pasmada, echándole los brazos al cuello-. ¿No es una imprudencia? ¿Te encuentras bien?
Chloe parecía preocupada pero encantada, por lo que Carole se sintió doblemente satisfecha de haber acudido. El esfuerzo ciertamente mereció la pena para ver esa expresión de Chloe de sorpresa, alegría y gratitud. La muchacha disfrutaba plenamente del amor de su madre, que era justo lo que Carole había querido.
– Estoy perfectamente. Hoy he visitado al médico. Puedo hacer lo que quiera, dentro de lo razonable, y me ha parecido que venir aquí lo era. Estaba impaciente por verte -dijo mientras rodeaba la cintura de su hija con el brazo.
Stevie fue a buscar el coche. Carole aún no conducía ni tenía previsto hacerlo durante algún tiempo. Los médicos no querían que lo hiciese y ella tampoco se sentía con ánimos de afrontar el difícil tráfico de Los Ángeles.
En el camino de regreso desde el aeropuerto las tres mujeres se pusieron al día y Carole le contó a Chloe los planes de boda de Stevie. La chica se alegró mucho por ella. Conocía a Stevie desde hacía muchos años y la quería como si fuese una hermana mayor.
Cuando llegaron a casa Stevie las dejó a solas. Chloe y su madre se sentaron en la cocina. La joven había dormido en el avión, así que estaba completamente despierta. Carole le preparó unos huevos revueltos y después tomaron helado. Cuando se acostaron era casi medianoche. Al día siguiente salieron de compras. Carole aún no tenía ningún regalo para nadie. Disponía de dos días para comprarlos. Ese año la Navidad iba a ser parca, aunque buena.
Al final del día había comprado todo lo que necesitaba en Barney's y Neiman's, para Jason, Stevie y sus dos hijos. Acababan de cruzar la puerta cuando la llamó Mike Appelsohn.
– ¡Has vuelto! ¿Por qué no me llamaste? -preguntó dolido.
– Solo llevo aquí dos días -se disculpó ella-, y Chloe llegó anoche.
– He llamado al Ritz y me han dicho que habías dejado el hotel. ¿Cómo te sientes?
Todavía estaba preocupado por ella. No podía olvidar que solo un mes atrás se hallaba a las puertas de la muerte.
– ¡Estupendamente! Un poco cansada, aunque lo estaría de todos modos por el desfase horario. ¿Cómo estás tú, Mike?
– Ocupado. No me gusta nada esta época del año.
Mike le dio conversación durante unos minutos y luego abordó el motivo de su llamada:
– ¿Qué haces en septiembre del año que viene?
– Ir a la universidad. ¿Por qué? -bromeó ella.
– ¿De verdad? -preguntó él sorprendido.
– No. ¿Cómo voy a saber lo que haré en septiembre? Ya estoy contenta de estar aquí ahora. Casi no lo cuento.
Ambos sabían lo cierto que era eso.
– No me lo digas. Ya lo sé -dijo él.
Carole aún se sentía conmovida por el viaje de Mike a París para verla. Nadie más que él habría viajado desde Los Ángeles para pasar solo unas horas con ella.
– Bueno, niña, tengo un papel fantástico para ti. Te lo advierto: si no haces esta película, abandono.
Mike le dijo quién la hacía y quiénes eran los actores. Ella tenía un papel protagonista con dos actores importantes y una actriz más joven. Carole encabezaría el reparto. Era una película fabulosa con un gran presupuesto y un director con el que ya había trabajado y que le encantaba. Carole no daba crédito a sus oídos.
– ¿Hablas en serio?
– Pues claro que sí. El director empieza a rodar otra película en Europa en febrero. Estará allí hasta julio y no puede empezar esta hasta septiembre. En agosto tiene que poner punto final a la posproducción de la otra, así que tendrías tiempo libre hasta entonces para escribir tu libro, si sigues haciéndolo.
– Sí, ya estoy trabajando en él -dijo ella, encantada por lo que oía.
– Una parte de la película se rodará en Europa, en Londres y París. El resto en Los Ángeles. ¿Qué te parece?
– Hecho a medida para mí.
Carole aún no le había contado lo de Matthieu. Sin embargo, lo que Mike acababa de decir encajaba a la perfección con sus planes actuales de pasar tiempo con Matthieu en París y Los Ángeles. Además, durante el rodaje en Londres podría ver a Chloe.
– Te enviaré el guión. Quieren una respuesta para finales de la semana que viene. Tienen otras dos candidatas por detrás de ti que matarían por hacer la película. Mañana te enviaré el guión por mensajero. Lo leí anoche y es genial.
Carole confiaba en él. Siempre le decía la verdad y, además, tenían gustos parecidos para los guiones. Solían gustarles los mismos.
– Lo leeré enseguida -prometió Carole.
– En serio, ¿cómo te encuentras? ¿Crees que estarás en condiciones de hacerlo para entonces? -preguntó él, aún preocupado.
– Creo que sí. Cada día me encuentro mejor y el médico de aquí me ha declarado sana.
– No te esfuerces demasiado o lo lamentarás -quiso recordarle Mike Appelsohn.
La conocía demasiado bien. Siempre se esforzaba demasiado; ella era así. Se mataba a trabajar desde el principio de su carrera, aunque en los últimos años se tomaba las cosas con más calma. Sin embargo, sentía que sus motores volvían a acelerarse. Ya se había tomado un descanso bastante largo.
– Lo sé. No soy tan estúpida.
Carole era muy consciente de lo que había pasado y de lo difícil que había sido. Aún estaría convaleciente durante un tiempo, pero de momento no tenía grandes planes. Matthieu y ella podían tomárselo con calma. Además, iba a escribir el libro a su propio ritmo. Ahora contaba con ocho meses antes de tener que volver al trabajo.
– Bueno, niña, con esta película vas a estar otra vez en marcha -dijo él, encantado por ella.
– Eso parece. Estoy impaciente por leer el guión.
– Te va a volver loca -prometió él-. Si no, me comeré mis zapatos.
Eso era mucho decir. Mike era un hombre corpulento y tenía unos pies enormes.
– Te llamaré el día veintiséis.
El día siguiente era Nochebuena, y Jason y Anthony llegarían procedentes de Nueva York.
– Feliz Navidad, Carole -dijo Mike, conmovido.
Ni siquiera podía imaginarse que ella ya no estuviese allí, que todos hubiesen llorado su muerte. No quería ni pensarlo. Habría sido una tragedia para él y para muchos otros.
– Feliz Navidad también para ti, Mike -dijo ella, y colgó.
Durante la cena Carole le contó a Chloe lo del guión y vio que su rostro se ensombrecía. Era la primera vez que se daba cuenta de hasta qué punto le molestaba su carrera a su hija.
– Si hago la película, rodaremos en Londres. Eso sería genial; podría pasar ese tiempo contigo. Además, puedes escaparte a París mientras estemos allí.
El rostro de Chloe se iluminó al oír esas palabras. La joven sabía cuánto se esforzaba su madre y eso significaba mucho para ella. Fueran cuales fuesen los pecados que Chloe le atribuía, ahora Carole los estaba expiando.
– Gracias, mamá. Sería divertido.
Esa noche cenaron solas. Encargaron comida china y la enfermera fue a buscarla. Carole no quería desperdiciar ni un minuto con su hija. Esa noche Chloe durmió en su cama y se estuvieron riendo como dos crías. Al día siguiente Chloe y su madre fueron a recoger a Jason y Anthony al aeropuerto. Afortunadamente, Stevie no había ido a trabajar. Era el día de Nochebuena y se lo había ganado. No volvería al trabajo hasta el día veintiséis.
El guión que Mike le había comentado llegó por la tarde. Carole le echó un vistazo y a primera vista le pareció estupendo, tanto como su representante le había prometido. Trataría de leerlo por la noche, cuando todo el mundo se fuese a la cama. Sin embargo, ya estaba casi segura de que le agradaría. Así pues, Mike no estaba equivocado; el papel que le ofrecían era fantástico. Se lo había contado por teléfono a Matthieu, que se mostró ilusionado por ella. Sabía que Carole quería volver a trabajar y aquel parecía un papel a su medida.
Anthony y Jason fueron de los primeros en bajar del avión y Chloe les acompañó a casa. En el camino de regreso todos hablaban al mismo tiempo. Hubo risitas y carcajadas, así como anécdotas embarazosas de otras Navidades. Hablaron de la vez que Anthony derribó accidentalmente el árbol cuando tenía cinco años, tratando de atrapar a Papá Noel cuando se deslizase por su chimenea en Nueva York. Había docenas de anécdotas como esa que conmovían a Carole y divertían a los demás. Ya recordaba casi todas las anécdotas.
Al llegar a la casa encargaron pizzas. Cuando los chicos se fueron a sus habitaciones Jason entró en la cocina en busca de algo que beber y encontró a Carole allí.
– De verdad, ¿cómo te encuentras? -le preguntó él en tono muy serio.
Aunque Carole tenía un aspecto más saludable que la última vez que la vio en París, aún estaba pálida. Desde su regreso había hecho muchas cosas. Conociéndola como la conocía, Jason pensó que seguramente se habría excedido.
– Lo cierto es que me encuentro bien -dijo Carole. Ella era la primera sorprendida.
– Desde luego, nos diste a todos un susto de muerte -comentó Jason.
Por supuesto, se refería al atentado y a todo lo que sucedió a continuación.
Su ex marido se había portado de maravilla con ella en aquellos días y Carole todavía se sentía conmovida por todo lo que él le había dicho.
– Yo también me llevé un susto de muerte. Tuve muy mala suerte, pero al final todo salió bien.
– Así es -dijo él, sonriéndole.
Hablaron durante un rato y luego Jason se fue a la cama. Antes de irse a dormir Carole se entretuvo unos minutos en su despacho. Le gustaba esa hora de la noche en la que todo permanecía en silencio a su alrededor. Siempre le había encantado ese instante, sobre todo cuando sus hijos eran pequeños. Necesitaba aquel momento de intimidad.
Echó un vistazo a su reloj y vio que acababan de dar las doce de la noche. Eran las nueve de la mañana en Francia. Habría podido llamar a Matthieu, y quería hacerlo en algún momento, para desearle Feliz Navidad. Pero decidió no llamarlo. Ahora tenían tiempo, mucho tiempo, y él no tardaría en estar en Los Ángeles junto a ella. Se alegraba de volver a tenerle en su vida. Era como un regalo inesperado. Carole se sentó delante de su escritorio, echó una ojeada a su ordenador y vio las últimas anotaciones que había hecho en su libro. Ahora lo tenía ordenado en su cabeza y sabía qué quería escribir.
Miró hacia el jardín, con la fuente iluminada y el estanque. Sus hijos estaban en casa, en sus habitaciones. Jason estaba también allí, como el amigo y hermano afectuoso que era ahora. Entre ellos, la transición del presente al pasado se había efectuado sin contratiempos. Participaría en una película. Además de sobrevivir a un atentado terrorista, había recuperado la memoria. Stevie se casaría al cabo de una semana. Carole cerró los ojos y en silencio dio gracias a Dios por las bendiciones que le concedía. Luego los abrió con una sonrisa. Tenía todo lo que siempre había querido y más. Y lo mejor de todo era que se tenía a sí misma. No se había traicionado en el proceso ni en el transcurso de su vida. Nunca renunció a sus ideales ni a sus valores, ni tampoco a las cosas que le importaban. Era fiel a sí misma y a las personas que amaba. Miró la pulsera que Matthieu le había regalado y volvió a leer la inscripción: «Sé fiel a ti misma». Que ella supiera, lo había sido. Aún no le había contado a su familia lo de Matthieu. Sin embargo, lo haría cuando llegase el momento. Sabía que Anthony seguramente pondría pegas al principio, pero con un poco de suerte se tranquilizaría con el tiempo. El tenía derecho a opinar y a preocuparse por ella, y ella tenía derecho a su propia vida y a tomar las decisiones que le pareciesen más acertadas.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó una voz detrás de ella.
Era Chloe en camisón, de pie en el umbral del despacho. Quería dormir otra vez en la cama de su madre y a Carole también le apetecía. Le recordaba la infancia de su hija. Ya entonces le gustaba mucho dormir con ella.
– Solo estoy pensando -dijo Carole, volviéndose con una sonrisa.
– ¿En qué?
– En lo mucho que tengo que agradecer este año.
– Yo también -dijo Chloe en voz baja, y luego se acercó.a abrazar a su madre-. Me alegro mucho de que estés aquí.
Luego salió al pasillo dando brincos sobre sus largas y elegantes piernas.
– Venga, mamá, vámonos a la cama.
– Vale, jefa -dijo Carole.
Apagó las luces de su despacho y siguió a su hija por el pasillo hasta su propia habitación.
– Gracias -susurró Carole, levantando los ojos hacia el cielo con una sonrisa.
No cabía duda de que estaban pasando una feliz Navidad.