16

A la mañana siguiente, cuando Matthieu la llamó al Ritz, Carole parecía preocupada. Se encontraba mejor y tenía las piernas más fuertes, pero la noche anterior se había pasado varias horas despierta pensando en él.

– Lo de anoche fue una tontería… Lo siento… -dijo en cuanto se puso al teléfono.

La idea la había perturbado durante toda la noche. No quería repetir la historia con él. Sin embargo, los recuerdos de aquella noche lejana fueron tan conmovedores que se dejó arrastrar. Ambos habían sentido lo mismo que sentían años atrás. Ejercían el uno en el otro un efecto abrumador.

– ¿Por qué fue una tontería? -preguntó él, decepcionado.

– Porque las cosas son distintas. Eso era entonces. Esto es ahora. No se puede retroceder en el tiempo. Además, no tardaré en marcharme. No pretendía confundirte.

Tampoco quería que él la confundiese a ella. Cuando él se marchó la cabeza le daba vueltas y no precisamente por el golpe recibido, sino por Matthieu y el renacimiento de sus sentimientos hacia él.

– No me confundiste, Carole. Si estoy confuso es obra mía, pero no creo estarlo.

Sus sentimientos hacia ella nada tenían de confusos. Sabía que de nuevo estaba enamorado de ella y que siempre lo había estado. Nada había cambiado para él. Era Carole quien había cerrado la puerta y estaba tratando de volver a hacerlo.

– Quiero que seamos amigos -dijo ella con firmeza.

– Ya lo somos.

– No quiero más besos -dijo Carole.

Trataba de parecer fuerte pero estaba asustada. Conocía el efecto que Matthieu ejercía en ella. La noche anterior lo sintió como un maremoto.

– Entonces no los habrá. Te doy mi palabra de honor -prometió él.

Sin embargo, Carole sabía muy bien lo que significaban las promesas para él. Nunca las mantenía, al menos antes.

– Ya sabemos lo que vale -se le escapó a Carole, y Matthieu lanzó un grito ahogado-. Lo siento. No pretendía decir eso.

– Sí que lo pretendías y yo me lo merezco. Digamos simplemente que mi palabra vale más que antes.

– Lo siento.

Carole estaba avergonzada de sus palabras. No se controlaba como de costumbre, pero eso no era una excusa, tanto si él se lo merecía como si no. No obstante, él no pareció reprochárselo.

– No pasa nada. ¿Y nuestro paseo? ¿Te apetece? Tendrás que ponerte una buena chaqueta.

La nieve de la noche anterior ya se había fundido. Solo había sido una breve ventisca, pero fuera hacía frío. Matthieu no quería que se pusiera enferma.

– Tengo una… o, mejor dicho, la tenía. Le pediré prestado a Stevie la suya.

Recordaba haberla llevado aquella noche en el túnel, pero había desaparecido junto con todas las demás prendas de vestir por la fuerza de la explosión. Cuando la ambulancia la recogió, su ropa estaba hecha jirones.

– ¿Adonde quieres ir?

– ¿A Bagatelle? -preguntó ella pensativa.

– Excelente. Lo organizaré todo para que tu escolta nos siga en otro coche -dijo Matthieu.

No pensaba correr riesgos y a Carole le pareció muy bien. La cuestión sería salir del hotel. Ella sugirió que se encontrasen enfrente del Crillon, donde ella pasaría de su propio coche al de él.

– Eso suena a espionaje -comentó él con una sonrisa.

Aquello le resultaba familiar; años atrás también se mostraban prudentes.

– Es que es espionaje -dijo ella con una carcajada-. ¿A qué hora quedamos? -añadió, más contenta y a gusto que minutos atrás. Solo intentaba establecer unos límites.

– ¿Qué te parece a las dos? Antes tengo reuniones.

– Nos vemos en el Crillon a las dos. Por cierto, ¿cómo es tu coche? No me gustaría nada confundirme -dijo ella entre risas.

Matthieu pensó que el conductor del otro coche se alegraría.

– Tengo un Peugeot azul marino. Llevaré un sombrero gris, una rosa en la mano y un solo zapato.

Carole se echó a reír. Ahora recordaba también su sentido del humor. Él le había proporcionado diversión además de pena. Carole aún estaba irritada consigo misma por haberle besado la noche anterior. No volverían a hacerlo. Estaba decidida.

Carole le pidió a Stevie que solicitara el coche y tomaron el almuerzo en bandejas en la habitación. Tomó un sándwich club, que le supo a gloria, y la sopa de pollo del hotel.

– ¿Seguro que te apetece salir? -preguntó Stevie preocupada.

Tenía mejor aspecto que el día anterior, pero salir a dar un paseo suponía un gran paso y seguramente era demasiado pronto. No quería que Matthieu agotara o disgustara a Carole, que parecía cansada y desazonada cuando él se marchó la noche anterior.

– Ya veré cómo me siento. Si me canso demasiado puedo volver.

Matthieu tampoco dejaría que se excediera.

Tomó prestado el abrigo de Stevie, quien la acompañó hasta el coche que aguardaba en la rue Cambon. Llevaba sobre la cabeza la capucha del abrigo y gafas oscuras. Iba vestida con la misma ropa que el día anterior, esta vez con un grueso suéter blanco. Había dos paparazzi esperando en la calle, que la fotografiaron subiendo al coche. Stevie la acompañó a lo largo de dos manzanas y luego volvió caminando al hotel, y Carole siguió acompañada de sus dos escoltas.

Matthieu la esperaba en la puerta del Crillon, exactamente donde dijo que estaría, y ella pasó de su coche al de él sin que nadie se fijara en ella. No la habían seguido. Cuando se reunió en el coche con él jadeaba y estaba un poco mareada.

– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Matthieu con mirada preocupada.

Cuando se quitó la capucha y las gafas oscuras, él vio que seguía estando pálida, aunque muy guapa. Aún le quitaba la respiración.

– Bastante bien -dijo ella en respuesta a su pregunta-. Un poco insegura al andar, pero me apetecía salir del hotel. Ya me estoy cansando de estar atrapada en la habitación. Estoy comiendo demasiados pasteles por falta de algo mejor que hacer. Parece una tontería, pero es agradable ir a dar un paseo. Es lo más emocionante que he hecho en un mes.

Salvo besarle. Pero no se permitiría pensar en ello en ese momento. Matthieu vio en sus ojos que estaba en guardia y que quería mantener las distancias con él, aunque le había besado en la mejilla al subir. Los viejos hábitos eran difíciles de eliminar, incluso después de quince años. Carole tenía grabado en su ser un hábito de intimidad con él. Estaba enterrado, pero no había desaparecido.

Fueron en coche hasta Bagatelle. Brillaba el sol. Hacía frío y viento, pero ambos iban bien abrigados. Carole se sorprendió al ver lo bien que le sentaba estar al aire libre. Se agarró del brazo de él para afianzarse y caminaron despacio durante largo rato. Cuando volvieron al coche, ella se había quedado sin respiración. La escolta había permanecido lo bastante alejada para que tuviesen intimidad, pero lo bastante cerca para preservar su seguridad.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó él de nuevo.

Temía que hubiesen caminado demasiado y se sintió culpable, pero su compañía resultaba demasiado embriagadora para renunciar a ella.

– ¡De maravilla! Me sienta bien estar viva -respondió Carole con los ojos brillantes y las mejillas encendidas.

A Matthieu le habría gustado llevarla a alguna parte, pero no se atrevió. Vio que estaba cansada, aunque relajada. Carole y él charlaron animadamente en el trayecto de regreso al hotel. A pesar de sus planes de «espionaje», él la llevó al Ritz en su coche, mientras el de ella les seguía. Ambos olvidaron detenerse en el Crillon. Estaban en la fachada del Ritz que daba a la place Vendôme, la entrada principal del hotel. Carole se recordó a sí misma que no tenían nada que ocultar. Ahora no eran más que viejos amigos, y ambos viudos. Se le hacía raro que ahora tuviesen eso en común. En cualquier caso, eran libres y no tenían pareja, y él era un simple abogado, no un ministro de Francia.

– ¿Quieres subir? -le preguntó Carole, poniéndose la capucha de nuevo. Prescindió de las gafas oscuras porque no vio a ningún paparazzi esperando.

– ¿Te apetece? ¿No estás muy cansada? -preguntó él preocupado.

– Seguramente me afectará más tarde. Ahora mismo me encuentro muy bien. La doctora dijo que debía salir de paseo.

A Matthieu solo le preocupaba que hubiesen caminado demasiado, pero Carole parecía muy animada.

– Podemos volver a merendar, sin el beso -le recordó, y Matthieu se echó a reír.

– Desde luego, eso deja las cosas claras. De acuerdo, merendaremos sin el beso. Aunque tengo que reconocer que me gustó -dijo él con sinceridad.

– También a mí -dijo Carole con una tímida sonrisa-. Pero eso no está en el menú. Ayer fue una especie de plato del día antiguo.

Había sido un desliz, por muy dulce que supiese en su momento.

– ¡Qué lástima! ¿Por qué no subes con tu escolta? Aparcaré el coche y subiré en un momento.

De esa forma, si un paparazzi al acecho le hacía una foto, no tendría que explicar la presencia de él.

– Hasta ahora -dijo Carole mientras bajaba del coche.

Los escoltas bajaron de un salto del otro automóvil y se adaptaron al paso de Carole. Al cabo de un instante, una ráfaga de flashes se disparaba en su cara. Al principio Carole se quedó sorprendida, aunque enseguida saludó con una amplia sonrisa. Mientras le hacían fotos no tenía sentido ponerse antipática. Había aprendido eso muchos años atrás. Entró deprisa en el hotel, cruzó el vestíbulo y tomó el ascensor para subir a su habitación. Stevie la aguardaba en la suite. Ella también acababa de regresar de la calle. Se puso un cortaviento en sustitución del abrigo que Carole había tomado prestado y dio un agradable paseo por la rue de la Paix. Tomar un poco el aire le sentó muy bien.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó Stevie cortésmente.

– Ha ido muy bien -contestó Carole.

Se estaba demostrando a sí misma que podían ser amigos.

Matthieu llegó a la habitación al cabo de un minuto. Stevie pidió bocadillos y té para ellos, que Carole devoró en cuanto los trajeron. Su apetito había mejorado y Matthieu vio que el paseo le había beneficiado. Parecía cansada pero contenta mientras estiraba las piernas y hablaban, como siempre, de diversas cosas, tanto filosóficas como prácticas. En los viejos tiempos a él le encantaba hablar de política con ella y valoraba sus opiniones. Carole aún no estaba en condiciones de hacerlo, ni tampoco estaba al día en cuestiones de política francesa.

Esta vez Matthieu no se quedó tanto rato y cumplió su promesa de no besarla. La nieve de la noche anterior había traído una avalancha de recuerdos, y con ellos sentimientos que la habían sorprendido y la habían llevado a bajar la guardia. Ahora sus límites volvían a estar en su sitio y él la respetaba por ello. Lo último que quería era hacerle daño. Carole era vulnerable y frágil, y hacía poco que había vuelto a la vida. Matthieu no quería aprovecharse de ella, solo estar en su compañía de cualquier forma que ella lo permitiese. Se sentía agradecido por lo que tenían. Resultaba difícil creer que quedase algo después de toda la tierra quemada del pasado.

– ¿Damos otro paseo mañana? -preguntó él antes de marcharse.

Ella asintió complacida. También disfrutaba del tiempo que pasaban juntos. Estaba en el umbral de la suite y él la miró con una sonrisa.

– Nunca creí que volvería a verte -dijo, saboreando el momento.

– Yo tampoco -reconoció ella.

– Nos vemos mañana -dijo Matthieu en voz baja, y luego salió de la suite.

Al marcharse saludó a los dos escoltas. Salió del Ritz con la cabeza baja, pensando en Carole y en lo agradable que había sido caminar sencillamente con ella agarrada del brazo.

Al día siguiente se encontraron a las tres. Caminaron durante una hora y luego dieron un paseo en coche hasta las seis. Aparcaron durante un rato en el Bois de Boulogne y hablaron de su antigua casa. Matthieu dijo que hacía años que no la veía y quedaron en pasar por allí de camino hacia el hotel. Era una peregrinación que Carole ya había hecho, pero ahora la harían juntos.

La puerta del patio volvía a estar abierta y, mientras la escolta aguardaba discretamente en el exterior, entraron juntos. De forma instintiva, ambos levantaron la vista hacia la ventana de su antiguo dormitorio, se miraron y se cogieron de la mano. Allí habían compartido muchas cosas, habían albergado muchas esperanzas y luego habían perdido sus sueños. Era como visitar un cementerio en el que hubiese sido enterrado su amor. Carole pensó en el bebé que había perdido y le miró con los ojos húmedos. No podía evitar sentirse más cerca que nunca de Matthieu.

– Me pregunto qué habría pasado si lo hubiésemos tenido -dijo en voz baja.

El supo a qué se refería y suspiró. Vivieron momentos terribles cuando ella se cayó de la escalera y todo lo que ocurrió después.

– Supongo que ahora estaríamos casados -dijo él, con un profundo tono de pesar.

– Tal vez no. Tal vez no habrías dejado a Arlette ni siquiera en ese caso.

En Francia había muchos hijos ilegítimos. Era una tradición que se remontaba a la monarquía.

– Si ella se hubiese enterado, habría muerto -le dijo a Carole con tristeza-. En cambio, casi te mueres tú.

Había sido una tragedia para ambos.

– No tenía que ser -dijo Carole con filosofía.

Aún iba a la iglesia cada año, el día en que murió el bebé. Se dio cuenta de que se acercaba la fecha y apartó la idea de su mente.

– Ojalá lo hubiese sido -dijo él en voz baja, y tuvo que contenerse para no besarla de nuevo.

En lugar de eso, recordando su promesa, la estrechó entre sus brazos durante largo rato mientras sentía su calor y pensaba en lo felices que habían sido en esa casa durante lo que parecía mucho tiempo. Desde la perspectiva de una vida, dos años y medio no eran nada, aunque en aquel momento habían sido el mundo entero de los dos.

Esta vez fue Carole quien volvió la cara hacia él y le besó primero. Matthieu se sobresaltó y vaciló, pero luego dejó que su propia determinación se desvaneciese mientras le devolvía el beso y después la besaba de nuevo. Tuvo miedo de que Carole se enfadase con él, pero no fue así. Sus sentimientos hacia él la embargaban de tal manera que nada habría podido detenerlos. Se sentía arrastrada por una corriente.

– Ahora vas a decirme que no he cumplido mi palabra -la regañó él preocupado.

No quería que estuviese enfadada con él, aunque se sentía aliviado al ver que no lo parecía.

– Soy yo quien no ha cumplido la suya -dijo Carole con calma mientras salían del patio y se dirigían al coche-. A veces me parece que mi cuerpo te recuerda mejor que yo -susurró-. Ser simples amigos no es tan fácil como yo creía -dijo con sinceridad.

– Tampoco lo es para mí -reconoció él-, pero haré lo que tú quieras.

Por lo menos le debía eso. Sin embargo, ella siempre le sorprendía.

– Tal vez deberíamos limitarnos a disfrutar durante las dos próximas semanas, por los viejos tiempos, y despedirnos para siempre cuando me marche.

– No me gusta ese plan -dijo él mientras subían al coche-. ¿Qué tendría de malo que saliésemos juntos otra vez? Puede que estuviésemos destinados a encontrarnos. Puede que esta sea la forma que tiene Dios de darnos otra oportunidad. Ambos somos libres ahora, no hacemos daño a terceros ni tenemos que responder ante nadie.

– No quiero volver a sufrir -dijo Carole con claridad, mientras él arrancaba el coche y se volvía a mirarla-. La última vez sufrí demasiado.

Él asintió. No podía negar eso.

– Lo entiendo -contestó, antes de hacerle una pregunta que le había obsesionado durante años-. ¿Me perdonaste alguna vez, Carole, por fallarte y no hacer lo que dije que haría? Pretendía hacerlo, pero las cosas nunca salían como yo quería. Al final no pude. ¿Me perdonaste por eso y por hacerte tanto daño?

Matthieu sabía que no tenía derecho, pero confiaba en que así fuese, aunque no estaba seguro. ¿Por qué iba a hacerlo? Él no lo merecía.

Carole le miró con los ojos muy abiertos y llenos de sinceridad.

– No lo sé. No me acuerdo. Todo eso ha desaparecido. Recuerdo la parte buena y el dolor. No sé qué pasó después de eso. Lo único que sé es que tardé mucho tiempo en recuperarme.

Era la mejor respuesta que iba a conseguir. Ya era bastante insólito que estuviese dispuesta a pasar tiempo con él en aquellas circunstancias extraordinarias. Que le perdonase era demasiado pedir y Matthieu sabía que no tenía derecho a eso.

Él la dejó en el hotel y prometió volver al día siguiente para llevarla a dar otro paseo. Carole quería volver a los Jardines de Luxemburgo, adonde tantas veces había ido con Anthony y Chloe cuando vivían allí.

Mientras volvía a casa, Matthieu solo podía pensar en los labios de ella contra los suyos. Entró con su llave, cruzó el vestíbulo hasta su estudio y se sentó a oscuras. No tenía ni idea de qué decirle o de si volvería a verla alguna vez cuando se marchase. Sospechaba que ella tampoco lo sabía. Por primera vez, no tenían historia ni futuro; lo único que tenían era cada día que llegaba. No había modo de saber qué sucedería después.

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