Capítulo 7

El trío se unió en la rutina de hachar, podar, arrastrar, enganchar y conducir a medida que el día transcurría. El sol les daba de pleno sobre los hombros. Karl se quitó la camisa y trabajó con el torso desnudo.

Anna no podía evitar que los ojos se le escaparan, de tanto en tanto, hacia la cabeza dorada, el torso tostado, las caderas delgadas, los brazos curvados. Sus movimientos bien podían ser los de un bailarín. El torso de Karl, semejante a los alerces, se iba afinando desde los hombros hasta la cadera. Se le marcaban los músculos de los brazos, que se endurecían con el movimiento, y le resaltaban los nervios del cuello. Las venas de los brazos quedaban claramente definidas cada vez que mantenía el hacha suspendida sobre la cabeza en su punto más alto. Desde atrás, Anna observaba cómo los músculos de sus hombros se elevaban con cada golpe de la hoja, se relajaban cuando Karl se aflojaba y luego volvían a encogerse.

Cada tanto, Karl se agachaba para quitar del mango del hacha algún trozo de tronco o alguna rama, haciendo contrapeso con el pie de atrás. Entonces la mirada de Anna se sentía atraída hacia el lugar donde la sombra de la columna desaparecía dentro de los pantalones de Karl.

A veces, sin previo aviso, Karl se volvía y la encontraba observándolo; Anna bajaba entonces la mirada, con presteza, percibiendo el vello dorado del pecho que bajaba en línea descendente por el abdomen.

– ¿Estás cansada, Anna? -preguntaba Karl-. ¿Tienes calor, Anna? Toma algo.

La joven apartaba los ojos y miraba hacia el sendero de troncos.

Pronto otro árbol caía con estruendo y los dos disfrutaban de la excitación que esto les producía. En ese momento, sus ojos se encontraban apenas y luego se ponían a trabajar uno al lado del otro; él, con su hacha, y ella, con su hachuela; quitaban las ramas mientras James seguía arrastrando la carga con la yunta.

En un momento dado, Karl levantó los ojos de su tarea y le dijo:

– Te van a arder las mejillas. Aquí tienes mi sombrero.

Le encasquetó el manchado sombrero de paja, que seguía conservando su perfume.

– Tuve una vez un sombrero de paja -dijo Anna, concentrada en su trabajo-. Una de las mujeres en… alguien que conocí me lo dio, pero ya estaba desahuciado cuando la dueña decidió desprenderse de él. -Arrancó otra rama y agregó-: Tenía una cinta rosa alrededor de la copa.

– Sombreros con cintas rosas no abundan aquí, en Minnesota.

– No importa, me da igual -dijo, y comenzó a arrastrar una carga de ramas hacia el montón de matas.

Karl notó dos círculos oscuros debajo de los brazos de Anna y dijo:

– Hay un lugar profundo en mi arroyo, donde todos podremos refrescarnos al atardecer.

– ¿Qué profundidad tiene? -preguntó, sin saber bien qué había querido decir él con “refrescarnos”. ¿Qué ropa usarían?

– El agua te cubre la cabeza.

– No sé nadar.

– Te enseñaré.

– ¿El agua es fría?

– No tanto como el agua del manantial.

– ¡Ah, mejor que así sea!

– ¿Probarás, entonces?

Por fin dejó de tirar de las ramas y lo miró.

– Veremos.

– ¿De verdad no te gusta bañarte?

Incómoda ahora, arremetió una vez más contra una rama.

– Es que nunca tuvimos que hacerlo antes. Quiero decir que nadie nunca nos obligó. No había nadie que nos dijera qué debíamos hacer.

– ¿Y tu madre? -preguntó Karl, asombrado.

Anna dio un tirón tan violento que tuvo que afirmarse sobre los pies para recuperar el equilibrio.

– Nada podría preocuparla menos -dijo, con tono inexpresivo.


Cuando Anna y James hicieron su último viaje hasta la pendiente, las sombras ya se habían alargado y sus pasos se habían acortado. Iban tambaleándose detrás de Karl, que marchaba a pasos largos, seguros y vigorosos.

Observando a la mustia pareja de ayudantes, Karl se rió.

– Vayan a la casa, ustedes dos, pero no incendien nada. Regresaré tan pronto como termine con los caballos. -Bien sabía lo cansados que estaban después del día que tuvieron.

A Karl le tocó hacer el fuego y preparar la comida. Le enseñó a James la forma correcta de encender el fuego, y a Anna, cómo preparar un guiso. ¡Por Dios! Los dos lo miraban con desgano, casi dormidos en sus sillas. Cuando la carne de ciervo, los nabos y las cebollas ya estaban hirviendo en el hogar, Karl no pudo menos que volver a reírse de sus agotados compañeros.

– Si no hago algo para despertarlos, tendré que comerme el guiso yo solo. Y ya tuve demasiadas comidas solitarias. ¡Vengan! -Le dio a cada uno un ligero toque con el codo-. Creo que ya es hora de ir a nadar.

Los dos seguían sentados, agotados, mientras Karl recogía ropa limpia y algunas franelas para secarse.

– Vamos, traigan su ropa y síganme.

– ¡Karl, eres una mula despiadada! -se quejó Anna, en un arrebato de intimidad.

– Sí, lo admito -asintió con una sonrisa-. Y tú, Anna, eres una mula cansada.

Avergonzada, tuvo que seguirlo y le ordenó a James hacer lo mismo.

El grupo bordeó la orilla del riachuelo, un estrecho sendero usado por los indios y los animales en el pasado. El susurrante arroyo burbujeaba entre guijarros en algunos sitios y fluía más suavemente en otros. En casi toda su extensión, se lo podía cruzar de un solo salto. Karl los condujo a un lugar donde, con la ayuda de los castores, se había formado una serena laguna por encima de un dique. Los helechos y los culantrillos les rozaban las rodillas, mientras, por debajo de las frondas, asomaban los espolines.

Lo último que Anna hubiera deseado en el mundo era meterse en esa agua helada.

– ¿Haces esto todos los días? -le preguntó a Karl. Su esposo ya se estaba quitando la camisa.

– Todos los días durante el verano. En el invierno, uso mi baño propio, donde no descanso hasta quedar limpio, como en Suecia.

– ¿Tienes obsesión por la limpieza?

La miró fijo, con la camisa en la mano, mientras ella seguía sin hacer ningún movimiento para desvestirse.

– La gente se baña para mantenerse limpia.

– Claro -dijo Anna sin convicción.

– ¿Por qué no…? -De pronto, se sintió tímido. -¿Por qué no pones tus cosas en la espesura de los sauces mientras James y yo nos metemos en el agua?

Sin decir nada, Anna se encaminó hacia el refugio.

– Vamos, James -oyó después de dos chapoteos-. Nos esconderemos detrás del dique de los castores mientras tu hermana se mete en el agua.

Anna se quedó en ropa interior y salió furtivamente del escondite. Los hombres no estaban y habían dejado sus ropas apiladas. Anna titubeó. Un solo dedo en el agua le confirmó lo que sospechaba: ¡el agua estaba congelada! “Hay que mantenerse limpia”, se dijo a sí misma, haciendo muecas mientras se zambullía.

Cuando gritó, se oyeron risas; luego, James la llamó:

– Ven, Anna. No está tan mal cuando te acostumbras y te mueves un poco.

Anna se sentó y volvió a gritar:

– James Reardon y Karl Lindstrom, ¡son un par de mentirosos y los odio!

Como respuesta, se oyó una risa sonora acompañada por el piar de algunos pájaros que, posados en las ramas, observaban cómo estos tontos humanos se quitaban el plumaje antes de bañarse.

– ¡Ya estoy adentro, pueden salir! -gritó.

Cuando Karl y James aparecieron y fueron hacia ella, no tuvo otra alternativa más que sumergirse hasta el cuello. No quería que ninguno de los dos notara los pezones rugosos a través de la tela delgada que la cubría.

– ¡James, eres un traidor! -bromeó Anna-. Nunca te gustó bañarte más que a mí.

– Es diferente cuando te metes bien adentro. -La cabeza de James desapareció, de repente, con una sonrisa en los labios- ¡Te desafío a sumergirte, Anna!

– ¿Ah, sí? -Con coraje, se zambulló pero enseguida se asomó, temblorosa y barboteando. Con los ojos todavía cerrados, regañó a Karl, en un tono juguetón-: ¡Odio tu arroyo, Karl Lindstrom! ¿No lo puedes calentar para mí?

– Voy a bajar para hacer el pedido. -Sacudió los pies y se arrojó de cabeza dejando ver por un milésimo de segundo una pequeña porción de piel blanca. Apareció enseguida y exclamó-: ¡Lo siento, Anna! Los castores no están de acuerdo. Más caliente no puede estar.

Se acercó a la joven, nadando a grandes brazadas sin ningún esfuerzo.

– Ven, te llevaré hasta el borde del dique y luego volveremos a la costa a nado. No tengas miedo.

La tomó de las manos bajo el agua y le hizo despegar los pies del fondo, lentamente. Anna se deslizó, tragando agua. Karl sonrió al ver cómo las gotitas se le habían adherido a las pestañas y al pelo.

– No me lleves muy lejos -rogó.

– No te preocupes. ¿Piensas que voy a arriesgar tu vida ahora que estás aquí?

– Tal vez -barboteó-. ¿Qué vas a hacer con una mujer que no sabe cocinar un guiso?

– Puedo hacer varias cosas -dijo Karl en voz muy baja para que James no pudiera oírlo. Su boca y la de Anna estaban medio sumergidas debajo del agua. Se movieron, livianos, sostenidos de la mano, mirándose a los ojos, con las pestañas pegadas por el agua, el pelo barrido hacia atrás y la piel brillante por los ocasionales hilos de agua que la surcaban.

– ¿Y qué pasa con una mujer que no sabe amasar el pan?

– Se le puede enseñar -farfulló, con el agua cubriéndole los labios.

– ¿Ni hacer jabón?

– Se le puede enseñar -repitió.

– ¿A hacerlo o a usarlo?

– Las dos cosas. -Abrió la boca, se la llenó de agua y se la arrojó entre los ojos.

– ¡Sueco tirano! -gritó. Lo siguió, pero Karl se hundió rápidamente, cerca de James.

– Sé buena y volveré a enseñarte a nadar -dijo Karl, provocativo.

– ¿Por qué? Si no me gusta tu miserable laguna, de todos modos.

Pero una expresión seria asomó al rostro de Karl. Luego señaló justo detrás de ella y le preguntó a James-: ¿Eso no es una tortuga?

La pobre Anna casi se rompe la nuca forcejeando en el agua. Sus manos arañaban el agua con desesperación mientras luchaba por salir. En su camino hacia la orilla, los calzones le colgaban y revelaban sus nalgas blancas. Entonces se volvió y les gritó, furiosa, con las manos en las caderas:

– ¡Karl Lindstrom, no creas que voy a meterme en el agua otra vez! ¡No fue nada divertido!

Pero Karl y James daban palmadas en la superficie del agua con un placer casi ofensivo, dejándose caer para atrás, como tontos, mientras Anna se perdía en la espesura. Mortificada y temblorosa, se sentó, luego, en la orilla, y se envolvió con sus propios brazos mientras los dos hombres subían a la superficie y volvían a sumergirse para explorar el perímetro que circundaba el dique de los castores. Empacada, se quedó, allí, hasta que Karl nadó hacia ella.

– Vamos, Anna. No te haré más bromas.

Anna cruzó las manos sobre el pecho. Sus pezones parecían, ahora, puntas de lanza.

– ¿Tengo que ir a buscarte? -amenazó Karl, y dio otro paso adelante. La mirada de Anna bajó hasta el nivel donde el agua bordeaba las caderas de Karl y revelaba las depresiones, justo debajo de los huesos de la cadera.

– ¡No, ya voy!

Anna saltó, se zambulló y se atrevió a ir más lejos que antes. Karl le enseñó a volverse sobre la espalda y agitar las manos a los costados, como un pez que usa sus aletas. Pero acostada de ese modo, mientras el brazo de Karl la sostenía por la espalda, sus pechos parecían dos islas cubiertas sólo por un velo de algodón, tenue como una nube, que disimulaba los círculos más oscuros. Con un movimiento rápido, se puso boca abajo otra vez.

Anna y Karl se desplazaron hasta el borde del dique y nadaron hacia la costa varias veces. En una ocasión, al volver hacia la orilla, ella pasó por encima de las olas y entró en pánico cuando sintió que sus pies estaban en el vacío. Karl la sujetó por detrás con una rápida flexión de su brazo de acero, y otra vez los pies tocaron la arena. Pero la mano de Karl se demoró sobre Anna hasta mucho después de haber pasado el peligro; le acarició las costillas, tocó la base de sus pechos y la atrajo hacia su propia desnudez debajo del agua.

Luego, James se aproximó y Karl la soltó. Los tres fueron hacia la costa.

Cuando Karl anunció que el guiso ya debía de estar listo, Anna se sorprendió al descubrir que se había olvidado de su cansancio mientras retozaban. Cada uno fue, en forma separada, a secarse y a vestirse y luego recorrieron juntos el sendero hasta la casa. No iban solos pues los acompañaban el canto de los pájaros y el croar de las ranas que venían a orquestar esa hora del crepúsculo.

Un olor agradable los saludó desde la puerta. Karl disfrutó de la comida, en especial, al observar cómo Anna y James devoraban el guiso, en cantidad suficiente como para dos osos. Antes de que los platos se vaciaran por última vez, James comenzó a cabecear y pronto su hermana lo imitó. Karl los llevó rápidamente a la cama.

Ya era noche plena cuando Karl encendió su pipa y se dirigió al establo. Belle y Bill, resoplando lentamente, cambiaron de posición, satisfechos, y lo saludaron desde el establo. Sabían quién había entrado; reconocían al visitante como parte integral de ellos mismos. La mano suave acarició las anchas cabezas entre los ojos. Finalmente, cuando al ir extinguiéndose, el tabaco de la pipa se hizo penetrante, Karl dijo, con voz profunda:

– Es animosa, mi Anna. ¿Qué te parece, Bill? No es tan fácil de domar como tu Belle, ¿eh?

En la oscura casa de adobe, Karl dejó a un lado la pipa y se desvistió. Se acomodó sobre las envolventes chalas. Con un gesto automático, extendió el brazo para rodear a Anna, que dormía. La atrajo hacia sí, sintiendo al mismo tiempo satisfacción y necesidad. Pensó en los pechos de Anna y recordó cómo los había visto en el agua. Estaban ahora tan cerca, arriba de su brazo… Todo lo que tenía que hacer era correr el brazo lentamente, deslizar la mano hacia arriba y ya estaría tocando su pecho, al fin. ¡Cuánto deseaba acariciarla, saber cómo era ese primer contacto!

Pero Anna dormía, totalmente exhausta, mientras Karl sufría, atormentado por su sentido de justicia. Cuando se uniera a Anna por primera vez, quería que fuera algo compartido. La quería despierta, consciente, receptiva y sensible.

Podía esperar. Había esperado todo este tiempo para aliviar su soledad. Lo que habían compartido hoy, los tres, sería suficiente por ahora. Eso y el contacto de su cuerpo dormido, curvado sobre su propio estómago, y la textura de su pelo, donde él apoyó la cabeza, por encima de la espalda.

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