– Padre Pierrot, debo hablarle como amigo y como sacerdote. Tengo un problema con respecto a Anna.
Los dos se habían instalado en la sala de estar, detrás de la escuela, fumando amistosamente pipas perfumadas con tabaco indio.
– Ah, Karl, me di cuenta de que estabas preocupado apenas te vi llegar. ¿Acaso te asaltan las dudas de último minuto?
– Sí, claro, pero no las que usted se imagina -suspiró Karl-. Usted sabe cuántos meses llevó traer a Anna a este lugar. También sabe que preparé un buen hogar para ella y que tengo planes para uno mejor. Hace ya tiempo que estoy más que preparado para una esposa. Todos estos meses estuve soñando con su llegada. Pero creo que fui un poco crédulo, padre. Soñé que ella era algo que no es, y ahora descubro que me ha mentido en muchas cosas.
– ¿No era un riesgo que debías correr al cortejarla por carta?
– Sí, es verdad. Sin embargo, no es un buen modo de comenzar la vida de casados. Pienso que no deseo una esposa mentirosa, aunque deseo una esposa, y ella es la única disponible.
– ¿Acerca de qué te ha mentido, amigo?
– La primera es una mentira por omisión. Este hermano suyo, James, fue una completa sorpresa para mí hoy. No me había hablado de él. Según pienso, ella sabía que yo no querría tener a un chico de esa edad con nosotros, siendo recién casados.
– ¿Los enviarías de vuelta por eso?
– Sólo los amenacé pero no creo que pueda soportar la soledad un año más mientras trato de encontrar otra esposa. Perdone, padre, tal vez no debiera decirle esto, pero ya tengo veinticinco años; hace dos años que estoy solo, desde que dejé Suecia; estoy ansioso por constituir una familia. Hay épocas, sobre todo en el invierno, cuando estoy sitiado por la nieve durante días sin ninguna compañía y…
Karl sostenía la pipa en su mano enorme, acariciando con el pulgar la madera lustrosa y contemplando la voluta de humo que subía. Recordaba amargamente el vacío de esas noches de invierno.
Cuando levantó la mirada, encontró a su amigo mirándolo fijo y sonriendo tímidamente; Karl apoyó el codo en una rodilla y se sostuvo el mentón con la mano.
– Sabe, padre, a veces hago entrar a la cabra para que no se congele en la ventisca y así tengo alguien con quien hablar. Pero pobre Nanna, creo que se cansa de oír al tonto de su amo penando por compañía humana.
– Lo comprendo, Karl. No necesitas disculparte por tus necesidades. No es un deshonor querer una esposa para las largas noches de invierno y para fundar una familia. Tampoco es un deshonor querer iniciar la vida de casado con tiempo como para conocerse en la intimidad.
– Sin embargo, me siento mezquino por rechazar al chico.
– ¿Quién no?
– ¿Usted, no, padre, si estuviera en mi lugar? -Karl no podía admitir que un sacerdote tuviera tales fallas humanas.
– Tal vez. Por otra parte, lo pondría en la balanza junto a la utilidad que me prestaría el chico aquí, en esta soledad. Podría ser más que una ayuda. Con el tiempo, podría ser un amigo, quizás hasta una especie de parachoques.
– ¿Qué significa “parachoques”, padre?
– Míralo de este modo, Karl -dijo el sacerdote, reclinándose con aire filosófico-. ¿Piensas que si te casas con Anna, todos tus males desaparecerán mágicamente y ella será todas esas cosas que te imaginaste? No lo creo. Pienso que, siendo extraños, discutirán muchas veces antes de conocerse y aceptarse como son. Es allí donde es necesaria la presencia de un tercero que actúe como mediador o conciliador o como simple amigo.
– Esto no se me había ocurrido, pero veo que usted tiene razón. Parece que nos hubiera estado escuchando hoy a Anna y a mí hablar con el ánimo totalmente alterado.
– ¿Se dijeron cosas?
– Sí. Pero el chico estaba ahí, así que nos dijimos menos cosas de las que pensábamos.
– Dejando de lado que el chico haya venido sin ser invitado, ¿qué piensas de él?
– Parece deseoso de aprender y prometió trabajar mucho.
– No podría haberle ido mejor al tenerte como maestro, Karl. Bajo tu tutela, creo que el joven James aprenderá rápidamente. ¿No pensaste que te sentirías gratificado, si le enseñaras?
Los dos fumaban sus pipas en amistoso silencio. Karl pensó en lo que el sacerdote le dijo del muchacho. La idea de tener que enseñarle, de nutrirlo, era un desafío. Karl pensó en la casa de troncos y lo que llevaría construirla; se imaginaba trabajando junto al muchacho, con el torso desnudo al sol; se imaginaba la primera, la segunda, la tercera hilera de troncos, cada vez más alta, y ellos dos bromeando y trabajando juntos. Podría enseñarle mucho al chico sobre los bosques, así como su padre le había enseñado a él.
– ¿Karl?
Una perezosa voluta de humo quedó flotando con la palabra.
– ¿Hum…? -dijo Karl, ausente, totalmente perdido en sus pensamientos.
– Hay algo que debo saber, pero te lo pregunto para que pienses en forma realista sobre todo esto.
– Sí, bueno, pregunte.
– ¿Pensaste en mandar a la chica de vuelta porque algo te desilusionó cuando la viste? Este aspecto es tan importante como los otros, hablando de casamiento. La trajiste aquí sin conocerla, con muchas esperanzas. Si la encuentras desagradable, esto traería muchas dificultades a tu matrimonio. Debes ver esto considerando que eres un ser humano, Karl; como tal, tienes derecho a la duda y al escepticismo, a que ella te guste o no. También creo que eres un hombre que hace prevalecer los principios sobre los gustos, y la conservarías a tu lado por deber, si pensaras que estás obligado a ello.
Karl descubrió en ese momento la faceta humana del padre Pierrot, que tanto necesitaba.
– Oh, no, padre. La encuentro muy atractiva, sólo un poco delgada. Pero su cara… ella… yo…
Era difícil expresarle a este sacerdote los sentimientos que lo habían sacudido cuando la vio por primera vez, cuando le tomó la mano para ayudarla a bajar de la carreta, cuando sintió las delgadas caderas y la estrecha cintura al dar ella el salto. Le era difícil apartar esos sentimientos de la idea de lo carnal, y no deseaba ser crudo delante de su amigo, el sacerdote.
– Me gustó lo que vi, padre, pero traté de usar mi razón. No debería importarme su apariencia, debería en cambio…
– ¡Por supuesto que importa! -lo interrumpió el sacerdote, incorporándose de un salto-. Karl, no me hagas pasar por tonto, sería la primera vez desde que te conozco. Mirarás a esa mujer muchas veces, si te casas con ella. ¿Qué tonto no querría sentirse complacido con lo que ve?
Karl rió.
– Me sorprende, padre. Nunca hubiera imaginado, desde que lo conozco, que fuera tan comprensivo con los asuntos del corazón.
El sacerdote también rió.
– Fui hombre, primero; después, sacerdote.
Karl lo miró ahora directo a los ojos, sin reír.
– Entonces debo admitir que me gusta su apariencia. Tal vez demasiado. Puede que no use tanto la razón cuando juzgue sus otras mentiras.
– Cuéntame -dijo el sacerdote, simplemente, y volvió a sentarse.
– Es sólo una niña. Yo esperaba toda una mujer de veinticinco años. Pero Anna me mintió; tiene diecisiete.
– ¿Pero acaso no vino aquí a casarse contigo por propia decisión?
– No, exactamente. Creo que ella y el niño estaban desamparados y yo era su último recurso. Sí, Anna vino para casarse pero pienso que eligió el menor de los males.
– ¿Te lo dijo ella?
– No tan así. Me rogó que no los mandara de vuelta pero, mientras me lo pedía, noté lo joven que es y lo asustada que está. No creo que se dé cuenta de lo que implica ser una esposa.
– Karl, te estás agregando una preocupación innecesaria. ¿Por qué no dejas que ella juzgue si es lo suficientemente madura para casarse?
– Pero diecisiete años, padre… Admitió que sabe muy poco del manejo de la casa y de cocina. Tendría tanto para enseñarle, también.
– Sería un desafío, Karl, pero podría ser divertido con una chica entusiasta.
– También podría ser un error con una chica entusiasta.
– Karl, ¿te pusiste a pensar por qué mintió? Si ella y el muchacho recurrieron a ti como su última esperanza, ya veo por qué sintió la necesidad de mentir para llegar aquí. Aunque yo no apruebo para nada las mentiras, Karl, creo que tal vez sean perdonables de acuerdo con las circunstancias. Creo que debes preguntarte a ti mismo si Anna no es en el fondo una mujer honesta forzada a mentir por las circunstancias. Quizá, Karl, la estés juzgando demasiado severamente, pues piensas sólo en ti.
– Me hace usted ver que hay mucho para considerar, amigo -dijo Karl mientras se incorporaba y estiraba todo su cuerpo-. Desde que era chico, me enseñaron lo que está bien y lo que está mal y me advirtieron que la senda es estrecha. Nunca antes tuve que considerar las circunstancias que podrían atenuar una falta. Creo que hoy usted me ayudó a ver las cosas desde otro ángulo. Trataré de hacerlo.
Hizo una pausa y miró hacia la puerta.
– Anna y el niño ya deben de haberse preparado para descansar. Yo haré lo mismo y seguiré pensando.
– Que duermas bien, Karl -deseó el sacerdote.
Karl limpió su pipa y dijo, pensativo:
– ¿Sabe, padre? Anna me aseguró que no había más mentiras y me hizo la promesa de no volver a mentir. Esa promesa ya es algo.
El padre Pierrot sonrió, apoyó una mano en el hombro de Karl Lindstrom y comprendió por qué un hombre de su naturaleza podría sentirse atormentado por la incertidumbre en un momento como éste. La mayoría de los hombres, después de haber vivido dos años en la frontera, no se detendrían a pensar más que en su propia necesidad de una mujer, dentro o fuera de la cama. Pero Karl era un hombre de raras cualidades, de rara honestidad. Anna Reardon sería una mujer afortunada si se casara con un hombre así.
El aula estaba oscura, seca y llena de polvo. Karl encontró su jergón y se acostó de espaldas, con las manos detrás de la cabeza. Pensó en todo lo que el padre Pierrot le había dicho y, por primera vez sin culpa, intentó considerar a Anna como una mujer. Pero no pudo; se encontró pensando en ella como una niña, en cambio. Era alta pero el ser tan delgada le daba un aire inmaduro casi infantil. Por momentos, su cándido temor le hizo pensar en una joven inexperta que tal vez ni siquiera supiera cuáles eran los deberes del lecho conyugal. En cierta medida, esto lo complacía pero también lo asustaba. Una cosa era llevar a la cama a una mujer de veinticinco años que sabía qué esperar. Otra cosa, totalmente distinta, era tener en la cama a una muchacha de diecisiete cuyos ojos brillantes y oscuros quizá lo miraran aterrados al enterarse de lo que se esperaba de ella. Parecía tan frágil, que sus huesitos tal vez se rompieran cuando intentara abrazarla contra su pecho. De sólo pensarlo, sintió un cosquilleo excitante en el vello del pecho.
Se pasó la mano por la camisa deslizándola a lo ancho del pecho. Era un pecho amplio. Tenía los brazos gruesos y musculosos por haber usado el hacha toda su vida. Los muslos eran largos y macizos desde la rodilla hasta las caderas. Tenía el cuerpo grande y musculoso de su padre. Hasta ahora, siempre había dado por sentado lo que las mujeres pensaban de él cuando lo miraban.
Ahora, al pensar en Anna, se le ocurrió por primera vez que para una muchacha quizá su tamaño fuera atemorizante. Tal vez a ella no le gustara. Se dio cuenta, de pronto, de que esa noche se había preocupado con egoísmo sólo por lo que él, Karl, pensaba de ella, Anna. ¿No tendría acaso que haberle dedicado el mismo tiempo a preguntarse qué pensaba ella de él? Claro, le había rogado que no los mandara de vuelta. ¿Sería sólo por temor? Sin dinero y asustada, ¿qué otra cosa podría hacer una joven, si amenazaban con abandonarla en medio del desierto?
Volvió a pensar en su casa de adobe, en la cama que había preparado para ella con la mejor de las intenciones. Trató de imaginarse qué pensaría cuando viera el manojo de trébol oloroso. La incertidumbre hizo que el corazón le latiera con más fuerza. Tal vez había sido una estupidez preparar la cama de manera tan obvia, como si lo único en su mente todos estos meses hubiera sido acostarse con ella. Vería el colchón lleno y mullido, las almohadas recién armadas, el trébol para darle la bienvenida, y se escaparía asustada como un tonto potrillo ante un conejo, sin saber que el conejo no puede ni desea hacerle daño alguno.
“Anna, ¿qué debería hacer contigo? ¿Cómo podría mandarte de vuelta? ¿Cómo pedirte que te quedes? En este caso, ¡cuánto camino para recorrer juntos, cuánto para aprender el uno del otro!”
Despertó por la mañana cuando el sol no era más que una promesa. Era la hora en la que el día no se decide todavía a desplazar a la noche. Una luz pálida entró, furtivamente, a la habitación, sin la fuerza suficiente como para disipar las sombras que caían pesadamente sobre Anna, mientras dormía sobre un costado, frente a Karl. Anna tenía un brazo recogido detrás de la oreja y el mentón apretado sobre su pecho, como el de un niño. La expresión en su rostro era de tal inocencia, que otra vez Karl se preguntó si estaba haciendo lo correcto.
Pero su mente estaba despejada. Había pensado mucho acerca de lo adecuado para los dos; el corazón le decía que juntos, Anna y su hermano y él, podrían lograr que todo funcionara. El casamiento debería hacerles olvidar ese infortunado comienzo. Demandaría paciencia de su parte, y coraje, de parte de ella. Si él estaba dispuesto a perdonar, ella debería actuar con humildad. Cada uno de ellos, estaba seguro, tendría que tener el valor que al otro le faltara porque ésa era la base del matrimonio.
Anna había demostrado hasta ese momento la clase de fortaleza de la que muchas mujeres carecían. El hecho de llegar hasta aquí, afrontándolo todo, con el muchacho por el que era responsable, significaba que tenía determinación. Semejante cualidad era incalculable en ese lugar.
Karl se incorporó sobre el jergón, con la ropa puesta, y se arrodilló al lado de Anna. Nunca antes había despertado a una mujer dormida, salvo a su hermana y a su madre, y se preguntó si sería un gesto demasiado íntimo tocarle el brazo y sacudirlo con suavidad. El brazo, largo y delgado, estaba laxo sobre la piel de búfalo. Pudo distinguir algunas pálidas pecas en el dorso de su mano. A pesar de la tenue luz, notó más pecas danzando sobre el puente de su nariz y por las mejillas. Dormía como un niño, sin saber que la estaba observando, y Karl pensó que, de alguna manera, eso era algo injusto de su parte.
– ¿Anna? -susurró, y vio que sus párpados se movían como si estuviera soñando-. ¿Anna?
Ella abrió los ojos de golpe. En el instante en que se despertó, volvieron a adoptar la expresión de cautela que ya le era familiar a Karl. Lo miró fijo un momento tratando de recobrar sus sentidos. Karl descubrió en su expresión el instante mismo en que el recuerdo afloró y se dio cuenta de quién era ella y de quién era él.
Porque parecía tan joven, tan indefensa y tan cautelosa, le preguntó:
– ¿Sabías que tienes lagañas en los ojos?
Continuó mirándolo, sorprendida, muda. Pestañeó y sintió las lagañas raspando sus párpados; sabía que estaban allí porque había estando llorando esa noche antes de dormirse.
– Es hora de levantarse y lavarse los ojos. Después quiero hablar contigo -dijo Karl.
El muchacho se despertó al oír la voz de Karl, quien se incorporó y dijo:
– Hora de levantarse, muchacho. Deja que tu hermana se despabile.
Karl salió de la habitación.
– ¿Anna? -dijo James, con voz ronca y algo desorientado, también.
Ella se dio vuelta para mirarlo.
– Suenas como una rana esta mañana -bromeó. Pero él no sonreía.
– ¿Dijo lo que había decidido?
– No. Dijo que quiere hablarme. Eso es todo. Va a volver apenas nos dé tiempo para levantarnos.
– Apúrate, entonces, así estamos listos.
Pero aunque James salió corriendo de la habitación, Anna se demoró un momento, pues no se decidía a dejar la tibia protección de las pieles de búfalo, y se preguntaba qué planearía hacer Karl con ella y James.
Pensó en las curiosas palabras que él había usado para despertarla. Eran palabras tiernas, las que se usan con una criatura. Tal vez era un hombre de naturaleza amable, cuyo temperamento se había puesto a prueba ayer al escuchar las revelaciones que ellos le habían hecho. Quizá, si le dieran la oportunidad y el tiempo, Lindstrom sería menos temperamental y exigente; quizá volviera a ser amable como lo había sido hacía un momento. Pero cuando Anna pensó en despertarse en la misma cama que él, donde notaría algo más que las lagañas, se puso a temblar.
Se levantó, trató de alisar las arrugas de su vestido, se lavó la cara y se recogió el pelo. Un golpe a la puerta le indicó que Karl ya estaba de vuelta; Anna se arrodilló para acomodar las pieles de búfalo.
Por lo visto, él se había lavado la cara y se había peinado. Llevaba puesta su pequeña y extraña gorra. Se aproximó a ella, contemplando sus enormes ojos marrones, que tenían esa expresión de asombro cada vez que él estaba cerca.
– ¿Cómo dormiste, Anna?
– Bien… -Pero su voz se quebró, como la de James, y se aclaró la garganta antes de probar otra vez-. Bien. -Sus manos reposaban en las pieles como si se hubiera olvidado de lo que estaba haciendo.
Karl había hecho esa simple pregunta para hacerla sentir más cómoda, pero se dio cuenta de que estaba tensa y temerosa. Le destrozaba el corazón pensar que podría estar así a causa de él. Apoyó una rodilla sobre las pieles que ella estaba doblando.
– Anna, yo no dormí tan bien. Pasé mucho tiempo pensando. ¿Sabes qué descubrí mientras pensaba?
Anna meneó la cabeza, sin decir nada.
– Descubrí que sólo pensaba en mí y en lo que esperaba de una esposa. Con egoísmo, no pensé en lo que tú esperabas de mí. Todo el tiempo pienso en lo que Karl piensa de Anna; nunca en lo que Anna piensa de Karl. Pero eso no está bien, Anna. La de hoy debe ser una decisión que tomemos entre los dos, no yo solo.
Ella estudiaba el brazo dorado que sostenía la rodilla levantada, sabiendo que él estaba estudiando su cara mientras hablaba.
– Volvamos atrás, Anna, ¿sí? Después de convenir en casarnos, decidimos encontrarnos. Y cuando te conozco, todo lo que hago es enojarme contigo porque me mentiste, sin tener en cuenta la razón por la que mentiste. El padre Pierrot me hizo ver que debo comprender tu posición y darme cuenta de que debías salir de Boston, donde las cosas se estaban poniendo muy mal para ti y el muchacho.
Estudió las pecas en sus mejillas y vio asomar el tenue rubor rosado; sintió el latido de su corazón en partes insospechadas de su cuerpo. Deseó que ella levantara los ojos, pues era muy difícil leer sus sentimientos cuando ella evitaba mirarlo.
El corazón de Anna saltaba y rebotaba en su pecho ante este inesperado gesto de ternura y abnegación. Nunca había recibido consideraciones de esa índole. Deseaba encontrarse con la profundidad de sus ojos azules, pero si lo hubiera hecho, se habría puesto a llorar. Sólo podía mirar esa mano fuerte y tostada apoyada en la rodilla mientras seguía hablando.
– Anna, no es demasiado tarde para que te vuelvas atrás. No es demasiado tarde para que cualquiera de los dos cambie de idea. Pensé que, ahora que me conoces, quizá… quizá no desees casarte conmigo. Sabiendo lo joven que eres y cómo tuviste que pensar en alguna salida rápida para seguir viviendo, tú y el muchacho, comprendo que… tal vez pienses que cometiste un error, ahora que conoces a Karl Lindstrom. Creo que debo darte dos opciones, Anna. Primero, prometerte que si quieres regresar, el padre Pierrot y yo encontraremos la forma para que llegues bien a Boston. Sólo si estás muy segura de que no es eso lo que quieres, entonces debo darte la segunda opción: casarte conmigo.
Anna sintió las lágrimas quemar sus pestañas y a punto de estallar.
– Ya le dije… No tengo a nadie a quien recurrir; ningún lugar adonde ir.
Seguía sin mirarlo.
– El padre y yo pensaremos en algo, si es lo que quieres. Algún lugar aquí en Minnesota, donde puedas vivir.
– Su lugar me parece bueno -se animó a decir, algo asustada.
Sí, Anna le temía; lo supo por el temblor en su voz.
– ¿Estás segura?
Asintió, mirando las pieles.
– En ese caso, una chica tiene derecho a decir que ha recibido una verdadera proposición de matrimonio y que ha tomado parte en la decisión, después de haber conocido al novio y no antes.
Ahora sí lo miró. Dirigió los ojos a su cara, tan cerca de la suya. La intensa mirada de Karl no se había apartado de la suya; sólo había estado esperando que ella lo mirara. Esos ojos eran puro azul y miraban con sinceridad. Se preguntó cuántas muchachas lo habrían mirado y habrían sentido lo que ella sentía en ese momento. Hubiera deseado seguir con los dedos la curva de esas cejas tan bien formadas, por encima de las oscuras pestañas. Sin embargo, frenó la tonta compulsión de hacer un gesto tan inesperado, aprisionando en su puño una parte de la piel de búfalo.
– Onnuh… -empezó a decir, y durante ese largo titubeo, antes de que siguiera, Anna habría querido decirle: “Sí, sí. Soy Onnuh ahora, dímelo de nuevo así”. Y como si él hubiera estado escuchando su pensamiento, dijo-: Onnuh, si no soy lo que esperabas, lo comprenderé. Pero si crees que podríamos olvidar este pobre comienzo, te prometo que seré bueno para ti, Onnuh. Me quedaré contigo y con el muchacho.
Una mano enorme hizo deslizar la gorra por el pelo rubio en un gesto de cortesía que la conmovió hasta las fibras más íntimas del corazón. Extendió la otra mano y la tomó del codo. El calor de su piel, la mirada de necesidad que leyó en sus ojos, el suave contacto de su mano, todo eso hizo que Anna se sintiera aturdida, mareada.
– Onnuh Reardon, ¿te casarás conmigo?
Sintió como si se hubiera despertado en medio de un sueño fantástico para encontrar a este gigante rubio y hermoso arrodillado ante ella, acariciándole el brazo con su pulgar y mirándola con una intensa expresión de esperanza y promesa en su cara bronceada. Los labios de Anna se abrieron y dejaron escapar un suspiro que reveló la mezcla de sentimientos que la invadía: alivio, temor y también una nueva sensación tan excitante, que le oprimió el pecho y humedeció las palmas de sus manos.
– Sí -exhaló por fin.
Karl sonrió, aliviado. Miró el cabello de Anna y luego quiso trasmitirle confianza con una leve presión en el codo.
– Muy bien. Este será nuestro comienzo, entonces, y olvidaremos todo lo pasado. ¿Sí?
– Sí -asintió, preguntándose, con valentía, si podría confesarle el resto aquí y ahora. Sin embargo, la aterraba que él pudiera retirar su proposición de casamiento y la seguridad que le brindaba. Lo miró con una sonrisa temblorosa.
– Haremos un buen comienzo… Karl y Anna… -Enseguida, agregó, con una amplia sonrisa-: Y James.
– Karl y Anna y James -repitió ella casi como si hiciera un voto.
Karl se puso de pie delante de ella. Cuando lo miró, notó qué parejos eran sus dientes. “¿No tiene ningún defecto?”, se preguntó. Anna sintió que la iba invadiendo un sentimiento de inferioridad con respecto a Karl.
– Ven -dijo él suavemente-. Te ayudaré a enrollar las pieles. Después le diremos al padre Pierrot que hemos tomado una decisión y que estamos listos.
El padre Pierrot mostró su alegría mientras les estrechaba la mano con entusiasmo, y decía:
– Tengo plena confianza en que formarán un matrimonio feliz y duradero.
Pero interiormente estaba preocupado. Aunque le había dicho a Karl que había conseguido una dispensa especial de la diócesis para ser testigo del casamiento, eso no era del todo cierto. El obispo Cretin había comprendido la situación de la pareja pero había sido inflexible en su decisión, y había alegado que tal dispensa debía venir del Santo Padre, en Roma, y que llevaría uno o dos años. El padre Pierrot consideraba que era una actitud muy rígida. Después de todo, no podía otorgar el sacramento; sabía que eso era imposible.
Así es como el padre Pierrot se vio enfrentado a un dilema. ¿Debía seguir los dictados de la Santa Iglesia Católica o los de su propio corazón? Con toda seguridad, era un acto mucho más cristiano bendecir esa unión entre dos almas tan bien intencionadas que dejarlas vivir en el pecado. “Ésta es la frontera”, argumentó el padre Pierrot, el hombre dentro del sacerdote. “Ésta es la única iglesia en más de cien kilómetros a la redonda, y esta gente acudió a mí con la mejor de las intenciones”.
El hecho de que Karl fuera su amigo había influido en su decisión. El vínculo que los unía iba más allá de cualquier creencia religiosa. Mientras los conducía a la humilde sacristía, el sacerdote pensaba en lo correcto de su decisión. Tal vez éste fuera el mejor casamiento que hubiera celebrado.
– Ven, Anna -dijo el sacerdote al entrar en la sacristía perfumada por el incienso.
Las piernas de Anna parecían haberse convertido en barro. James, según sus instrucciones, le había escrito a Karl que ella era católica devota, pues los dos sabían que el sueco quería una mujer de origen cristiano. Karl nunca le había dicho que esa misión era católica. En ese caso, Anna le hubiera dicho que era de cualquier otra religión para no tener que demostrar que era católica. Tal como estaban las cosas, se veía atrapada ahora en otra mentira.
– Pero no puedo… quiero decir… bueno, no deseo confesarme.
– Anna -le recriminó el sacerdote-, perdóname por ser franco pero anoche Karl y yo habíamos. Me contó que admitiste haber mentido. Ésos son pecados, hija. Debes confesarlos, si quieres estar en estado de gracia antes del matrimonio. Seguro que lo sabes.
Por supuesto que lo ignoraba. Todo lo que sabía de la Iglesia Católica era que dentro de St. Mark se sentía abrigada y que a nadie le negaban la entrada.
– Pero… yo le dije a Karl que lo lamentaba y que no mentiría más, ¿no es suficiente?
– No es suficiente para un católico. Sabes que la confesión es necesaria, Anna, para purificar el alma. -El sacerdote no podía entender ese rechazo.
Anna jugueteaba con las manos y se movía de un lado a otro para no mirarlo, mientras que Karl también se preguntaba por qué tanta hesitación. Con creciente inquietud, Anna comprendió que la única confesión que debía hacer en ese momento era la verdad. Se mordió el labio, se apretó las manos detrás de la espalda y, entonces, con coraje, admitió:
– No soy católica.
Karl no podía creer lo que escuchaba. La tomó del codo (Anna pensó que estaba abusando de su codo últimamente) y la obligó a mirarlo a la cara.
– Pero Anna, me dijiste que eras católica. ¿Por qué?
– Porque usted decía en el anuncio que quería una esposa temerosa de Dios.
– ¿Otra mentira, Anna? -preguntó Karl, otra vez desilusionado.
– No es una mentira, es la verdad. Dijo que quería la verdad y esta vez se la dije. Pero, ¿qué importancia tiene, si nosotros mismos vamos a hacer los votos?
Atrapado ahora por la semiverdad que le había hecho creer a Karl, el padre Pierrot comenzó a sentir remordimientos. ¿Qué debía hacer? Si atestiguaba la unión, podría hacerse pasible de la excomunión cuando el obispo se enterara. En ese momento, el sacerdote hubiera deseado que Long Prairie contara con un juez de paz que pudiera casarlos, ya que de ese modo él se vería liberado de toda esta confusión.
Pero la perseverante irlandesa miró a su prometido a los ojos y dijo:
– Bueno, si todo está bien para usted, para mí, también.
Esto era demasiado para Karl. Había pasado toda la noche reflexionando sobre la situación para concluir que casarse con Anna era lo correcto. Ahora, otra ilusión hecha añicos. Le molestaba sobremanera que otra nueva mentira saliera a la luz delante del padre Pierrot. Sintió que no podía rebajarse aún más y ponerse a discutir. Y el día avanzaba. Se había perdido tanto tiempo ya con este viaje, era una locura perder más y no había ninguna otra iglesia cerca. “Pero una mujer atea…”, pensó el acosado Karl. “¿En qué me metí?”
– No importa -dijo Karl secamente, y todo el mundo se dio cuenta de que sí importaba-. Nos casaremos como estaba planeado.
Se volvió hacia su amigo.
Al padre Pierrot no le daba el corazón para decir: “No, Karl no puedo ser testigo de este acto ni puedo registrarlo en los libros. El valor del voto reside en el corazón, no en los testigos ni en las palabras escritas”. Si ellos estaban dispuestos a aceptarse, él no se metería en el camino.
Anna sintió un gran alivio cuando se decidió realizar la ceremonia. Tenía las rodillas débiles y la lengua pegada al paladar. Apretó los ojos y prometió, en silencio, que haría lo imposible por compensar a Karl.
Pero Karl sentía un peso en el corazón cuando se acercó al altar. Esa mañana había llegado a una amnistía con ella, a su modo. La paz debía reinar en su corazón cuando hiciera los votos, y no este resentimiento que se le había metido dentro. “Ya es difícil prometer amor a alguien a quien no se conoce, más aún cuando se tienen malos presentimientos.” El sacerdote se había puesto la sobrepelliz, el alba y la estola, y todo estaba pronto.
– James será nuestro testigo -dijo Anna.
Quería complacer a Karl de alguna manera. Era evidente que Karl estaba descontento con ella. Evitaba sus ojos y mantenía la distancia, como sumido en pensamientos profundos. Su voz había perdido la musicalidad habitual; todo revelaba a las claras que estaba descontento.
La pareja estaba tan tensa, que el padre Pierrot sintió que había ciertas cosas que debía decir. Pudo percibir la hostilidad que había surgido. Karl tenía los labios fruncidos, y Anna miraba fijo el ramo de lirios y rosas silvestres a los pies de San Francisco de Asís.
– Anna -comenzó-, te hablo a ti primero, con la esperanza de que tomes en serio todo lo que digo. Eres joven, Anna. Asumes una gran responsabilidad al casarte con Karl. Los dos tienen una larga vida por delante y puede ser una vida feliz, si te lo propones. Pero la felicidad debe basarse en el respeto mutuo, y este respeto nace de la confianza. La confianza, a su vez, surge de la verdad. Creo que has hecho lo necesario para estar aquí con Karl. Pero de ahora en adelante, te aconsejo ser leal con él en todo sentido. Vas a encontrarte con un ser bueno, comprensivo y paciente, te lo garantizo. Pero también te encontrarás con alguien que es estricto en cuanto al honor. Te aconsejo una vez más decir toda la verdad; cuando hagas el voto de amor, honor y obediencia, te pido que agregues, desde el fondo de tu corazón, Anna, el de la verdad.
Levantó hacia él su cara de niña y dijo, sin malicia-: Sí, padre.
El sacerdote no pudo evitar esbozar una sonrisa. Vio que también Karl la miraba de soslayo.
– Bueno, sea. Karl, quiero advertirte acerca de algunas cosas que no se expresan en los votos. Recae sobre tus hombros proteger y alimentar a Anna. En tu caso, aquí en esta soledad, y con la responsabilidad extra de velar por James, esta tarea es más de lo que se espera de otros hombres.
Karl miró al chico, y el sacerdote notó que la expresión en el rostro del sueco se suavizaba.
– Este lugar es algo nuevo para ellos y habrá mucho que aprender. Se requerirá paciencia, pero tienes el don del conocimiento para brindarles; serás maestro y protector, padre y esposo casi desde el principio. Si esta carga te resultara pesada, te recuerdo que en la ceremonia de tu boda has agregado, en silencio, el voto de paciencia.
– Sí, padre.
– Y aunque tampoco está escrito en los votos, hay un viejo proverbio en el que creo ciegamente; lo repetiré ahora y les pediré que lo recuerden en los momentos difíciles: “Nunca dejes que la noche te sorprenda con la ira”. Habrá desacuerdos entre ustedes, que no podrán evitarse pues son seres humanos con mucho que aprender el uno del otro. Pero las diferencias que hubo entre ustedes durante el día se agravarán si se mantienen durante la noche. Al tener esto en cuenta, quizá no se aferren tanto a sus convicciones y comprendan que ya es hora de ceder un poco o de llegar a un entendimiento. ¿Lo recordarán?
– Sí, padre -dijeron al unísono.
– Así sea, comencemos.
El padre Pierrot comenzó sus plegarias.
Las suaves inflexiones del latín le recordaron a Anna las noches en que ella y James habían buscado refugio en St. Mark. Noches en que todas las habitaciones sobre la taberna estaban ocupadas y los hacían salir, prohibiéndoles que aparecieran antes de que el último parroquiano se hubiera ido, tambaleante, a su casa. Anna trató de apartar el penoso recuerdo, pero la cadencia del rezo en latín la retrotrajo a la angustia de entonces. Esa angustia que la invadía cuando se acurrucaba en la penumbra de la iglesia perfumada por la cera, el incienso y las velas; cuando rogaba encontrar una salida a esa vida pues, desde la muerte de su madre, a nadie le importaba si los críos de Barbara estaban vivos o muertos.
A duras penas, habían sobrevivido ella y James, pero Anna se había jurado escapar de esa situación desesperada, sea como fuere. Lo estaba logrando ahora. Ella y James volverían a tener un hogar. Las “damas” y sus clientes, los “caballeros”, ya no volverían a echarlos a la calle. Pero sabiendo lo que había hecho para llegar aquí, sabiendo que estaba engañando a un hombre que no lo merecía, sintió que la culpa la invadía.
Sintió la enorme mano de Lindstrom tomar la suya; sintió las asperezas, producto del trabajo; sintió el firme apretón que revelaba su fuerza, y supo que este hombrón honorable nunca entendería lo que ella había hecho. Tenía la palma tibia y seca, y tan sólida como el roble. Por la forma en que le aprisionaba los nudillos, pensó que se le quebrarían; pero ese apretón significaba que cumpliría con lo prometido ese día. Se puso a mirar esos ojos azules, a contemplar esos labios sensibles que recitaban las palabras del libro que el padre Pierrot sostenía sobre las palmas. La voz de Karl recitaba, y Anna observó su boca, tratando de memorizar las palabras todo lo que pudo.
Y los largos meses de espera, de sueños y de planes para este día formarían parte de la trama que ahora los unía a través de las palabras que él pronunciaba en voz alta. Tampoco los pensamientos que habían vivido todo este tiempo en la mente de Karl podían permanecer ajenos a lo que estaba prometiendo.
– Yo, Karl, te tomo, Anna…
Mi pequeña Anna, rubia como el whisky…
“como mi legítima esposa…”
¡Cómo esperé este momento!
“para amarte y protegerte…”
Todavía no te tuve en mis brazos.
“desde este día en adelante…”
Esta noche, y mañana y mañana…
“en las buenas y en las malas…”
A pesar de todo, sé que podría ser peor…
“en la riqueza y en la pobreza…”
Ah, qué ricos podemos ser, Anna, ricos de vida…
“en la salud y en la enfermedad…”
Yo haré que esta mano delgada se haga fuerte…
“hasta que la muerte nos separe.”
Todo esto lo prometo con mi vida, todo esto y el voto de paciencia, como el sacerdote, mi amigo, me lo pidió.
Mientras los ojos de Anna contemplaban el rostro de Karl, un haz de luz entró por la puerta entreabierta, e iluminó sus rasgos como si la propia naturaleza estuviera otorgando la bendición que el sacerdote no podía otorgar. En esa pequeña misión de frontera de Long Prairie, nada más que flores silvestres adornaban el altar. Sólo el arrullo de las palomas prestaba su canto. Pero para los ojos y los oídos de Anna, ese lugar era tan hermoso como una catedral que albergara un coro de cien voces. Podía sentir cómo el latido de sus corazones se unía allí donde su mano pálida y liviana descansaba en la de él, ancha y bronceada. Cuando le tocó a ella hacer los votos, Anna experimentó un entusiasmo que jamás se hubiera imaginado en aquellos tristes días de invierno, cuando planeaba el encuentro con ese esposo desconocido.
– Yo, Anna, te tomo a ti, Karl…
Perdóname, Karl, por engañarte…
“como mi legítimo esposo…”
Pero James y yo no sabíamos qué otra cosa hacer…
“desde este día en adelante…”
Nunca más nos quedaremos sin hogar…
“en las buenas y en las malas…”
Prometo que nunca, nunca diré otra mentira…
“en la riqueza o en la pobreza…”
No necesitamos riquezas. Un hogar será suficiente…
“en la salud y en la enfermedad…”
Aprenderé todo lo que dije que sabía hacer…
“hasta que la muerte nos separe.”
Te compensaré por todo, Karl, te compensaré por todo, sea como fuere.
Ella vio que Karl tragaba saliva y percibió un temblor en sus párpados.
Luego, todavía apretando su mano, él miró al padre Pierrot.
– No hay anillo, padre. El oro es muy caro y no había otra cosa en el almacén de Morisette. Pero tengo un anillo simple porque no me parecía bien que no hubiera un anillo.
– Un simple anillo está muy bien, Karl.
Karl extrajo de su bolsillo un clavo de herradura arqueado en forma de círculo. Estaba a punto de decir: “Lo siento, Anna”, pero ella sonreía, mirando el anillo como si fuera de oro puro.
Anna notó que las manos de Karl temblaban; también las de ella, mientras extendía los dedos y él deslizaba el pesado círculo de hierro por sobre su nudillo. No había calculado bien la medida y ella se apresuró a cerrar los dedos para no perderlo. Entonces Karl le tomó la mano otra vez. Con ternura, le hizo extender los dedos y apoyar la mano sobre su palma abierta, mientras que con los dedos de la otra mano tocaba suavemente el anillo como para sellarlo en su carne para siempre.
– Anna Reardon, con este anillo te hago mi esposa para siempre.
La voz se le quebró sobre la última palabra, y ella volvió a encontrar sus ojos.
Luego, Anna puso su mano libre sobre la de Karl y el anillo, y dijo, mirándolo a los ojos:
– Karl, con este anillo te acepto como mi esposo… para siempre.
Karl bajó la mirada hasta la nariz, respingada y con pecas; luego, hasta los hermosos labios expectantes. El corazón le brincaba dentro del pecho. “Ahora es de verdad mi Anna”, pensó, de repente tímido y ansioso.
Los párpados de Anna temblaron fugazmente. Sintió la presión en su mano intensificarse por una fracción de segundo antes de que él se inclinara para besarla ligeramente. Olvidando cerrar los ojos, Karl rozó sus labios, vacilante, y enseguida se volvió a enderezar.
– Entonces, sea -dijo el padre Pierrot en un tono apacible, mientras que el novio y la novia buscaban, nerviosamente, algo donde posar la mirada. Anna se volvió hacia su hermano y los dos se dieron un rápido abrazo.
– Oh, Anna, Anna… -dijo James.
Ella murmuró en su oído:
– Ahora estamos a salvo, James.
El muchacho la apretujó más fuerte.
– Cumpliré con mi parte. -Pero miró a Karl cuando lo dijo, aunque seguía sosteniendo la mano de Anna.
– Lo sé -dijo Anna, mirando a Karl, ahora.
El padre Pierrot la sorprendió al felicitarla con un cálido abrazo y un beso en la mejilla.
– Te deseo salud, felicidad y la bendición de muchos hijos. -Luego, volviéndose a Karl y estrechándole ambas manos, el sacerdote dijo, emocionado-: Lo mismo a ti, amigo.
– Gracias, padre. Parece que ya tengo una de esas dos cosas. -Karl miró significativamente a James, quien le devolvió una amplia sonrisa.
– Sí -dijo el padre Pierrot, estrechando la mano de James en un gesto viril-. Ahora es asunto tuyo ver que estos dos cumplan con lo que les pedí. Habrá momentos en que esta tarea será la más difícil.
– Sí, señor -replicó James, y todo el mundo rió.
– Así sea, y ya es un hecho. Ahora falta que ustedes dos firmen el documento. Nos tienen a James y a mí de testigos. Luego pueden marcharse pues los espera un largo camino.
Karl se volvió, hizo que Anna lo tomara del brazo y tomó por el hombro a James, que estaba indeciso.
– Tenemos un largo camino por delante, ¿eh, James?
– ¡Sí, señor! -dijo el muchacho con vehemencia.
– Pero iremos juntos, tú, Anna y yo.
Mientras el padre los conducía otra vez a sus pequeñas habitaciones detrás de la escuela, Anna caminaba al lado de Karl con la mano apoyada en su sólido brazo, enferma de preocupación otra vez. El padre trajo tinta y pluma, mojó la punta y se la pasó a Anna, indicándole el pergamino sobre el escritorio.
– Puedes firmar primero, Anna.
Karl estaba allí, con una amplia sonrisa, observándola. ¡Pero ella no sabía escribir su nombre!
– Que firme Karl primero -se le ocurrió decir.
– Muy bien.
Condescendiente, Karl puso su nombre en el papel con sumo cuidado.
Anna se quedó detrás de él, mirando la nuca de Karl, mientras él formaba las letras. Observó a James, quien se encogió de hombros con disimulo. Anna tomó el lugar de Karl y dibujó una X grande en el papel, mientras él miraba por encima de su hombro.
Y así quedó al descubierto otra impostura.
Karl vio cómo Anna hacía la cruz, y se sorprendió, pues había creído que era una mujer instruida. Pero ella lo miró con una sonrisa llena de vida, tratando de apaciguarlo.
Pero Karl no se apaciguó. “Y ahora me entero de otra verdad acerca de Anna”, pensó. Pero no dejó que el padre Pierrot supiera el drama que se estaba representando. En cambio, tomó con firmeza el brazo de Anna, la llevó hasta la puerta y la condujo afuera.
– Espera aquí, voy a traer la carreta -fue todo lo que dijo.
Salió enseguida, precipitadamente, dejándola sola con James.
– Anna, no sabía lo que hacer -le dijo su hermano con amargura-. No podía firmar por ti. Te dije que deberías habérselo dicho.
– Está bien. Por lo menos, ahora lo sabe.
– ¿Pero por qué no dijo nada? Tal vez no le moleste tanto.
– Ya lo creo que le molesta. Casi me rompe el codo cuando me sacó afuera, pero prometí que no volvería a mentir y no lo voy a hacer. Pero no prometí contarle toda la verdad de una sola vez. No estoy segura de que pueda aceptarla de un solo trago.
– Descansaré tranquilo cuando lo sepa todo -dijo James.
Anna se volvió hacia él, preguntándose otra vez si sospecharía algo acerca de cómo había conseguido el dinero para su pasaje y su ropa. Pero justo en ese momento, el padre Pierrot salió con un paquete de comida para el viaje, y Karl apareció con la carreta. Había llegado el momento de la despedida, de los apretones de manos y del viaje hacia el incierto futuro de casados.