Capítulo 8

Anna se encontró, al despertar, con una miríada de sonidos: el confuso canto de los pájaros, que era más bien un parloteo sin melodía, los golpes del hacha, voces masculinas, una repentina carcajada. La cama estaba vacía a su lado. También el jergón en el piso. La puerta de la cabaña estaba abierta, dándole la bienvenida al largo rayo de sol, que se derramaba sobre el piso como un chorro de oro. Apretó los puños, se desperezó y se retorció, saboreando la esencia de todo: sonidos, sol, comodidad.

Al levantarse, se encontró con un improvisado cuarto de vestir: un rincón separado del resto de la habitación por una manta que colgaba de una cuerda.

Cuando Karl entró, pudo verla de atrás. La miró apreciativamente, mientras Anna metía la cabeza detrás de la cortina para investigar su rincón privado.

– Buen día, Anna.

Anna se volvió hacia él y lo encontró sonriéndole, con la luz del sol a sus espaldas y abrazando una carga de leña contra el pecho. En la otra mano llevaba su hacha, como siempre.

– Buen día, Karl. -Estaba de pie, los dedos de los pies curvados contra el piso de tierra, el camisón arrugado, el pelo totalmente indomable.

A Karl no podía haberle agradado más su apariencia.

De repente, Anna se dio cuenta de que los dos estaban sonriendo estúpidamente: él, con más de diez kilos de leña en un brazo; ella, con una manta atravesada delante de sus ojos. Miró la cuerda de la que colgaba, agitó la tela para ver su caída y preguntó:

– ¿Remodelaste tu casa para mí?

Karl rió y contestó:

– Creo que sí.

Luego se dirigió hasta la chimenea con la carga.

– Gracias -le dijo Anna a su poderosa espalda mientras se inclinaba, haciendo sonar la madera.

Karl se volvió y echó una rápida mirada a los pechos y luego al rostro de Anna.

– Debí haber pensado en eso ayer, con el chico aquí y todo.

Anna, perturbada, pues había seguido la dirección de los ojos de Karl, preguntó enseguida:

– ¿Le estabas enseñando a usar el hacha?

– Sí, con algo más pequeño que un alerce de pie.

– ¿Cómo lo hizo?

James entró en ese momento y contestó la pregunta.

– ¡Mira, Anna! Partí casi toda la madera que trajo Karl.

– ¿Casi toda? -repitió Karl con una inclinación de la cabeza.

– Bueno… por lo menos la mitad.

Los tres se rieron al unísono; después James preguntó:

– ¿Qué balde debo usar para la leche?

– Cualquiera de los que están en el manantial -contestó Karl señalando el lugar.

Antes de salir corriendo, excitado y ansioso, James murmuró:

– Tenías razón, Karl. Nanna volvió sola a casa para que la ordeñaran, y vino directo hacia mí y me olfateó la mano como si supiera que yo me ocuparía de esa tarea de ahora en adelante.

Anna comprendió cuánto significaban para un muchacho de trece años, ese lugar, esas responsabilidades, ese hombre; también se dio cuenta de lo bueno que sería para su hermano crecer y hacerse hombre, llevando una vida como ésa.

– ¡James es tan feliz, Karl! -exclamó, sin encontrar otra forma de expresarlo.

– Yo también -respondió Karl, volviéndose para mirarla por sobre su hombro; luego se agachó para reanudar la tarea de hacer el fuego.

Cuando la joven desapareció tras la cortina, Karl se sintió intrigado al ver los pies descalzos que asomaban por debajo, y se olvidó de lo que estaba haciendo. Observó cómo el camisón caía amontonado alrededor de los tobillos, cómo la manta se abultaba aquí y allá. Los pies de Anna giraron hacia el baúl, que había quedado detrás de la manta. Luego pareció hacer equilibrio sobre un solo pie.

– ¡Ay!

La exclamación llegó desde la chimenea.

– ¿Karl?

– ¿Qué pasa?

– Nada.

– ¿Entonces, por qué gritaste “ay”?

– Creo que habrá un poco de piel ardiendo con el fuego, eso es todo.

Anna dejó las manos quietas. “¿Karl hizo algún mal movimiento con el hacha?”, se preguntó, pensativa. “¿Karl?” Luego, al mirar sus pies descalzos y el espacio entre la cortina y el piso, esbozó una amplia sonrisa.

Cuando el fuego ya estaba ardiendo, Karl preguntó:

– ¿Sabes hacer panqueques?

– No.

– Lo sabrás después de hoy. Pensé que podría abandonar las tareas de la cocina una vez que tú llegaras y que me dedicaría a ser nada más que un leñador. Pero tendré que enseñarte a hacer panqueques primero.

Anna hizo una mueca. Ella prefería las tareas del bosque antes que las de la cocina, pero se abrochó el último botón y salió a enfrentarse con su destino doméstico.

– Entonces, enséñame cómo hacer un panqueque -ordenó en un afectado tono de autoridad.

– ¡Annuuuh! -exclamó cuando la vio, exagerando la pronunciación de su nombre-. ¿Qué es eso que te has puesto?

– Pantalones. -Los tocó con las manos.

– ¿Pantalones? Sí, ya veo que son pantalones pero… eres mujer.

– Karl, ayer mis faldas se mojaron hasta las rodillas antes de llegar a los alerces. Y se enroscaban en las ramas y me hacían trastabillar y están manchadas de resina por haberlas arrastrado entre el matorral. Y… y me hacías el trabajo más difícil, así que decidí probarme unos pantalones de James. ¡Mira! -Dio una vuelta- ¡Me quedan bien!

– Sí, ya veo, pero no sé qué pensar. En Suecia no encontrarías a ninguna dama usando pantalones, ni siquiera escondida en la alacena.

– ¡Tonterías! -replicó enseguida pero con tono apacible-. En Suecia, seguro que hay tantos hombres para construir las casas que no necesitan de las mujeres para que los ayuden, ¿no?

– Sí, es cierto -admitió con desgano-. Pero, Anna, no sé, con esos pantalones…

– Bueno, yo sí sé. Sé que no quiero tropezar con esas faldas empapadas. Además, ¿quién me va a ver, salvo tú y James?

A Karl no se lo ocurría ningún argumento lógico. Había considerado sus vestidos inapropiados. Pero, ¿pantalones? No pudo evitar decirle:

– Supongo que en Boston no había nadie que te impidiera ir por ahí en pantalones cuando se te antojara, ¿no es cierto?

Anna lo miró de soslayo y, luego, apartó los ojos. Encontró la cama todavía sin hacer y se puso a estirar las sábanas.

– Hacía casi todo lo que quería allí.

– Estoy seguro de ello. ¿Y no te gustaba aprender a preparar masa de panqueques?

– Aquí estoy -dijo Anna, y estiró los brazos, las palmas hacia arriba-, lista para aprender. Pero no puedo prometerte que me guste.

Karl explicó que tenía que adaptar la receta de su madre para hacer panqueques suizos, delgados y livianos, porque se las tenía que arreglar sin huevos.

Se veía a tal punto ridículo, ese Karl suyo tan enorme, de pie al lado de la mesa batiendo la masa de los panqueques, que Anna no pudo evitar hacerle bromas. Durante toda la lección se negó a estar seria, mientras Karl le daba las instrucciones, usando medidas curiosas.

– Dos palmas llenas de harina.

– ¿Las palmas de quién? ¿Las tuyas o las mías? -lo provocó.

– Dos pizcas de sal.

– Tendría que pedirte prestados tus palmas y tus dedos cuando me toque a mí, porque son de distinto tamaño de los míos.

– Bastante bicarbonato de soda, levadura, como para llenar la mitad de una cascara de avellana.

– ¿Y si yo nunca vi una avellana? -preguntó con picardía.

Le arrancó la promesa de mostrarle una, pronto, y la orden de enderezarse y prestar atención, aunque el mismo Karl tenía que hacer lo imposible por mantenerse serio.

– Un trozo de tocino del tamaño de dos nueces, más o menos.

– Por fin, nueces, algo que conozco. Es la primera medida útil que me has dado.

– Sin huevos -dijo, desalentado-. No hay gallinas, no hay huevos.

– ¿Sin huevos? -Anna fingió lamentarlo- ¿Qué voy a hacer? Estoy segura de que mis panqueques serán tan duros como piedras, sin huevos.

Karl hacía denodados esfuerzos para contenerse y no besar esa carita traviesa. Prometió que pronto saldrían a buscar huevos de guaco. Luego venía la leche de cabra.

– Lo suficiente como para darle consistencia.

Anna observó de cerca la mezcla, metiendo la cabeza en su camino para que él no pudiera ver, y le avisó cuando le pareció que la mezcla estaba “a punto”.

Los panqueques resultaron ser una comida de lujo, en especial cubiertos por la miel, que, según Karl explicó, había sido preparada ahí mismo en primavera, con la resina extraída de sus propios arces. Pronto le enseñaría cómo hacerla.


Anna se perdió el arreo de los caballos esa mañana porque tuvo que quedarse a limpiar los platos y raspar la leche de cabra del fondo del balde de madera, con ese jabón amarillo desagradable que le quemaba la piel. Cada vez se le hacía más evidente a Anna por qué un hombre necesitaba ayuda aquí, en este desierto. ¿Quién, en su sano juicio, no desearía que alguien se ocupara de las desagradables tareas de la casa?

Pero, una vez fuera de la cabaña, recuperó el ánimo. Afuera, era donde más disfrutaba: cuando el viento agitaba sus cabellos; cuando los caballos estornudaban y movían la cabeza con impaciencia; cuando veía a James satisfecho porque había ayudado con el arnés, otra vez, y se había acordado de todo con claridad; cuando Karl tomaba su hacha y los cinco partían al encuentro de los alerces nuevamente.

Ahuyentaron una bandada de guacos esa mañana, y Karl abatió uno de esos pájaros escurridizos y veloces de un solo tiro, riéndose cuando descubrió a Anna en cuclillas y tapándose los oídos con los codos, aterrorizada.

– Es sólo un guaco -dijo-, mi muchachito valiente en pantalones.

– ¿Sólo un guaco? Sonó como un huracán.

– La próxima vez que lo oigas sabrás que son sólo alas y no necesitarás esconderte como un ratón.

La facilidad con la que Karl derribó al pájaro convenció a Anna de que era un tirador consumado, junto con todo lo demás. Le sacó las vísceras de inmediato. Al mediodía terminó de prepararlo, mientras James observaba y aprendía, y Anna sentía náuseas.

Karl estaba radiante de orgullo cuando les mostró dónde guardaba el arroz de la India. Este cereal también se obtenía en el lugar, de un lodazal en su propia tierra, en el sector nordeste. Puso el arroz a remojar en agua hirviendo, prometiéndoles una sabrosa cena. Enseguida les enseñó cómo rellenar el guaco con el oloroso arroz, cómo envolverlo todo en hojas de plátano húmedas y meterlo en las brasas junto con las batatas envueltas de la misma manera. Les enseñó también a endulzar las batatas con miel de arce; la comida estaría realmente sabrosa cuando volvieran del baño.

Anna se sintió menos cansada esa noche y también algo más dispuesta a hundirse en esa agua fría. Mientras Karl y James, con el agua hasta el pecho, arrojaban piedras rosadas en la bajada y se concentraban para ver dónde caían y poder recuperarlas luego, Anna inhaló profundamente, se deslizó por debajo del agua por detrás de Karl y le mordió un tobillo. Karl aulló. Anna lo oyó claramente debajo del agua y afloró a la superficie, gritando y arrojando agua por la boca. Karl había formado un remolino de arena al saltar y patear ante el supuesto ataque.

– ¡Oh, Karl! ¡Qué raro eres! -dijo Anna, jadeante-. Te asustas de un pececito que no produce ni la mitad de la conmoción que un montón de guacos.

Pero una sola mirada de Karl bastó para que supiera que la guerra de juegos se había desatado. Él se agachó, entrecerró los ojos, amenazante, y comenzó a deslizarse con la cara a ras del agua como un cocodrilo; sólo se le veían los ojos mientras avanzaba silenciosamente. La muchacha retrocedía, protegiéndose con las manos.

– ¡Karl… no… Karl… sólo bromeaba! -Anna se sacudía y pataleaba con desesperación, riendo y aullando, tratando de librarse de Karl.

James vociferaba:

– ¡Agárrala! ¡Ya la tienes, Karl!

– ¡James, mierda, soy tu hermana! ¡Se supone que debes estar de mi lado! -gritó Anna, manoteando en el agua con torpeza. Miró por sobre el hombro y vio que no había logrado alejarse.

– ¡Agárrala, Karl! Me dijo “mierda”.

– Ya la oí. ¿No crees que una mujer con semejante boca debe ser castigada?

– ¡Sí! ¡Sí! -gritó el hermano desleal, con entusiasmo y disfrutando cada minuto.

– ¡Traidor! -exclamó Anna con fastidio mientras Karl avanzaba, con un brillo salvaje en la mirada. De repente, desapareció; Anna giró una vuelta entera pero sólo encontró pequeñas ondulaciones que surcaban la superficie.

– ¿Dónde se fue? ¿Karl? ¿Dónde estás…?

Emergiendo como una ballena, Karl arremetió contra Anna, atrapándola con el hombro por detrás de las rodillas y levantándola por el aire mientras el bosque retumbaba con su alarido. Fue lanzada de cabeza y aterrizó con un ignominioso ruido sordo. Salió a la superficie con el pelo arremolinado, lo que provocó una escandalosa carcajada de los hombres, en profunda camaradería.

– Me parece que he creado un nuevo monstruo marino.

Karl señaló a Anna, que venía al ataque con los dedos retorcidos y gruñendo; su rostro lucía hermoso a través de esa maraña de pelo que le chorreaba. Karl simuló no poder defenderse cuando la joven lo atrapó con ambas manos por detrás de la cintura y lo hizo trastabillar. La cosa se puso peor para Anna pues cayó para atrás y Karl quedó sentado sobre ella. Debajo del agua, sus brazos se resbalaron por el cuerpo mojado de Karl y entraron en contacto con otras partes de su cuerpo, además del estómago.

Con gran rapidez, él giró en el agua y la apretó contra su pecho; juntos surgieron repentinamente a la superficie, como un geiser, riéndose uno en la cara del otro.

– ¡Oh, Anna, pequeño monstruo mío! -exclamó-. ¿Qué hacía yo antes de que vinieras?


Todos se fueron a la cama a la misma hora esa noche, la habitación impregnada por el humo del tabaco y la camaradería. Cuando las chalas acallaron su sonido, se oyó la lánguida voz de James:

– Buenas noches, Karl. Buenas noches, Anna.

– Buenas noches -los dos le desearon juntos.

Luego Karl buscó la mano de Anna y, con su pulgar, le dibujó círculos en la palma. Por último, la atrajo más cerca, haciéndola rodar hacia su lado mientras él hacía lo mismo.

– ¿Estás cansada? -murmuró muy cerca de sus labios.

– No -respondió en un susurro, pensando: “¡No, no, no! No estoy para nada cansada”.

– Ayer me desilusioné cuando te fuiste a dormir tan pronto.

– Yo también -murmuró, estremecida por sus simples palabras y el contacto de su áspero pulgar, que la rozaba suavemente. Los latidos de su corazón se aceleraron cuando sintió su palma arder allí donde Karl la había acariciado. Yacían quietos, los ojos muy abiertos, las narices casi tocándose, las dos respiraciones juntas.

James suspiró y el dedo de Karl dejó de moverse. El aliento entibiaba la cara de Anna. Con un ligero movimiento, Karl hizo que sus narices se tocaran. En silencio, dejó que el tacto hablara por él mientras que la sensación de una necesidad más intensa recorría su cuerpo. El apretón en la mano de Anna se hizo casi doloroso. Los labios de él se acercaron con un fugaz movimiento.

“Haz eso otra vez, Karl, más fuerte”, pensó, mientras el corazón le latía salvajemente. Permanecieron inmóviles, como dos niños, rodilla con rodilla, nariz con nariz, labios con labios, aliento con aliento, envueltos en ese creciente sentimiento de bienestar producido por la simple cercanía.

– Hoy todo fue tan bueno, Anna, teniéndote a ti y al niño aquí. Siento… siento tantas cosas -murmuró.

– ¿Qué clase de cosas?

– Cosas acerca de nosotros tres -susurró con voz ronca, deseando poder expresarle mejor lo que sentía-. Trabajar juntos con los leños es bueno; comer juntos, nadar. Me siento… me siento totalmente pleno.

– ¿Es… eso lo que te hace sentir así? ¿Trabajar juntos y todo lo demás? -Empujó el pulgar de Karl para acariciar su palma con el de ella. Por un breve instante, Anna dejó de sentir su tibio aliento sobre la cara y, luego, lo oyó tragar saliva.

– ¿Tú también te sientes así?

– Creo que sí. No lo sé… Karl. Sólo sé que aquí es diferente que en Boston. Es mejor. Nunca tuvimos que trabajar antes. Trabajar aquí, ayudarte… no sé. No parece realmente un trabajo.

Quería agregar cosas que no sabía cómo decir, cosas acerca de su sonrisa, sus bromas, su paciencia, su amor por este lugar, que de alguna manera había empezado a infiltrarse en ella, hasta de la serena paz en el cansancio la noche anterior, un cansancio gratificante como nunca antes había conocido. Pero todas ésas eran cosas que Anna sólo intuía, sin poder ponerlas en palabras todavía.

– Tanto tiempo soñé con tu presencia aquí para ayudarme con la cabaña. Así es como pensé que sería. Salir juntos por la mañana, trabajar todo el día, descansar juntos por la noche. Siento… lo bueno que es volver a reír, reír juntos.

– Me haces reír tan fácilmente, Karl.

– Eso es bueno. Me gusta verte reír. A ti y al muchacho.

– ¿Karl?

– ¿Mm…?

– Nunca tuvimos motivos para reírnos. Aquí, sin embargo, es diferente.

Le complacía haber podido proporcionarle esa satisfacción, algo que Karl no se había propuesto. Sintió que las palabras de Anna no eran solamente una expresión de alegría; intuyó que eran una invitación al afecto. Sin decir nada, se movió y aprisionó parte de su labio superior entre los suyos, como diciendo: “acércate más”.

Anna cedió y sus bocas se encontraron suavemente, apenas abiertas, titubeantes, esperanzadas; sin embargo, el gesto lento, el dejar, voluntariamente, que la otra boca se moviera primero, denotaban una actitud infantil. Hubo sólo ese casto beso la primera noche. Pero ese beso se había gestado con el sol naciente, había sido prenunciado por los “buenos días” de esa mañana, cuando Karl sostenía su carga de madera y Anna sujetaba la cortina de su rincón privado. La certidumbre de ese beso fue creciendo a través del día, se había nutrido con las bromas, el buen humor y la creciente familiaridad entre ellos.

Lentamente, Karl enderezó las rodillas para acercarse más. Esta vez aprisionó totalmente los labios de Anna, sin exigir respuesta al principio pero, poco a poco, su lengua húmeda y tibia comenzó a subir por el borde de los labios de la muchacha como si quisiera saborear algún resto de azúcar allí depositado. Sintió entonces, debajo de su propia lengua, la boca de Anna abrirse por primera vez. Alentado ahora, le tomó la nuca y la atrajo hacia el beso, jugando con la lengua para arrancarla de la pasividad. Lo que Karl esperaba era algún indicio, algún movimiento, alguna señal de aliento. Su exploración obtuvo respuesta en Anna y también ella enderezó las piernas.

Cautelosamente, Anna apoyó su mano sobre la mejilla de Karl. Nunca lo había acariciado antes. El roce de la mano sobre su piel le produjo a Karl una excitación difícil de controlar. Anna sintió la tensión de los músculos de la mejilla cuando Karl abrió la boca aún más. Su lengua entró en la boca de Anna con más fuerza todavía, mientras ella percibía el movimiento a través de su palma y de la mejilla de él.

La joven nunca había experimentado el beso como algo placentero. Ahora se había despertado en ella el conocimiento de que las cosas podían ser diferentes de como ella las había pensado. Y no había nada sórdido ni desagradable en ello. No sentía el impulso de apartar a ese hombre, su piel no lo rechazaba, las lágrimas no le herían los ojos. Prevalecía la sensación de que ese hombre la estaba honrando y, en consecuencia, dignificaba el acto que se proponían realizar. Adivinaba en Karl el asombro creciente que experimentaba en llevarla paso a paso hacia la concreción final. Anna sintió que ella también crecía y se expandía como los pétalos de una flor hasta que la belleza del capullo se revela.

Relajando los músculos lentamente, Karl se apoyó sobre el pecho de Anna y descansó allí, para ver cuál sería su respuesta.

Pero Anna sólo puso la mano sobre la desnuda piel de su hombro y exploró al tacto el contorno de los músculos. Recordaba muy bien esa parte de su cuerpo, después de haberlo visto trabajando al sol esos dos últimos días.

Karl hundió la cara en la almohada que había rellenado con anea para Anna, deleitado por esa mano exploratoria que se deslizaba por su espalda. Pero necesitaba más; arqueó, entonces, el cuerpo y liberó la otra mano de la muchacha, que tenía aprisionada bajo su peso. Viendo que Anna no pareció entender lo que necesitaba, tomó él mismo la mano y la llevó hasta su hombro. Se recostó, luego, sobre el cuerpo de Anna con la cabeza otra vez escondida en la almohada.

Anna trajo a su mente el vivido recuerdo de la expresión en el semblante de Karl cuando le contó que hacía entrar a Nanna en la casa para que le hiciera compañía en el invierno. También recordó el modo en que la mano de Karl jugueteaba con la oreja de la cabra. Nunca se había imaginado que los hombres necesitaran esas simples caricias.

Los años de soledad se disipaban con cada caricia de la mano en su piel. Sus corazones unidos en el fuerte abrazo, hablaban de esa necesidad de afecto que ambos habían cobijado durante tanto tiempo. En el interior de Anna, que había sentido también la falta de afecto durante largos años, una voz desesperada le advertía que podría llegar a perder todo ese calor una vez que Karl llevara el acto a su clímax. Pero era algo hermoso poder sentirse identificado con otro ser humano, y no pudo evitar que sus manos siguieran, por un rato más, acariciando la espalda de Karl.

– ¡Oh, Anna! ¿Qué me estás haciendo? -dijo con voz ronca, incorporándose de repente y sujetándola por los brazos con sus dos manos-. ¿Sabes lo que me estás haciendo? -susurró con tal vehemencia, que Anna se preguntó si no había ido demasiado lejos. Pero, con el movimiento de Karl, el colchón crujió y oyeron a James darse vuelta en la cama. La cabeza de Karl dio un respingo de alerta.

Esperaron un momento y luego Anna murmuró:

– Creo que ya lo sé, Karl, pero… -Había recibido de James el respiro que necesitaba. Ella misma estaba confundida, deseando y temiendo, al mismo tiempo, ir más allá-. Karl, desearía… -Nunca había temido tanto herir los sentimientos de alguien. Era algo nuevo para Anna, esta preocupación por Karl. Sabía que tenía que obrar con mucho cuidado-. Sólo pasaron tres días. Siento que cada día hemos podido conocernos un poco más y mejor pero creo que necesitamos más tiempo.

Se había producido aquello que más temía: la había presionado demasiado. Ahora ya sabía que los dos se gustaban. No obstante, trató de mirar todo desde el punto de vista de Anna. Tal vez tuviera miedo de ser lastimada. No podía culparla por ello.

– No debí haberte presionado tanto -admitió-. Sólo pensé en tocarte pero me resulta difícil controlarme.

– Karl, no seas tan duro contigo mismo. Me gustó y está bien que me hayas tocado y besado. Te voy conociendo mejor a medida que puedo responder a tus caricias, como cualquier mujer a su esposo. Por favor, compréndeme…

No sabía realmente cómo decir lo que quería. Lo deseaba, sí; sin embargo, necesitaba posponer el momento de la consumación porque temía que después Karl la encontrara despreciable y eso significaría el fin de este interludio de adaptación que tanto estaba disfrutando.

También deseaba ser cortejada durante un tiempo más. No tenía nada que ver con el hecho de que fuera o no virgen. Anna era mujer y como tal había soñado con un novio de uniforme con charreteras. ¿Cómo explicarle a Karl que no era el uniforme lo que importaba, que ella necesitaba disfrutar un poco más de ese período previo? Anna deseaba que la cortejaran estando ya casada. Aun a ella le sonaba absurdo. Tenía que tratar de explicarle.

– ¿Sabes lo que quiero?

– No, Anna, ¿qué? -Karl pensó que le daría cualquier cosa con tal de que no lo postergara por tiempo indeterminado.

– Quiero más días como el de hoy… antes. Quiero reír y hacer bromas y que nos miremos y… ¡oh, no sé! Las cosas que hubiéramos hecho, si el encuentro hubiera sido en Suecia y me hubieras regalado esas cintas. Supongo que todas las chicas esperan eso, como lo hablamos la otra noche. ¿Me entiendes, Karl?

– Comprendo, pero, ¿por cuánto tiempo?

La voz de Karl había perdido intensidad y Anna pensó que, tal vez, ya lo había convencido.

– Oh, muy poco, Karl. Lo suficiente para que seas mi cortejante en lugar de mi esposo. Lo necesario para conocernos mejor y poder disfrutar de este preludio.

– De modo que lo que quieres es risas y… -A Karl no se le ocurría la palabra exacta.

– ¿Flirteo? -terminó diciendo Anna.

– Flirteo, una verdadera palabra norteamericana.

– Sí, tal vez sea bueno para los dos.

– Eres una chica rara, Anna. Me escribes cartas aceptando ser mi novia por correspondencia, sin conocerme, y ahora me pides que flirtee contigo. ¿Qué voy a hacer con esta muchacha rubia como el whisky?

– Debes hacer lo que te pida -dijo Anna con coquetería, algo nuevo en ella.

– Será como tú digas, Anna. Pero antes déjame que te bese como antes, sólo una vez.

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