Capítulo 1

Anna Reardon había hecho algo imperdonable. Había mentido desvergonzadamente para lograr que Karl Lindstrom se casara con ella. Había engañado a ese hombre con toda intención, a fin de que le enviara el dinero para viajar a Minnesota como su “novia por correspondencia”. Él esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta trabajadora rural y… virgen.

Más aún, esperaba que llegara sola.

Lo único acerca de lo que cual no había mentido, era su apariencia. Se había descripto a sí misma con precisión como una irlandesa, con el pelo del color del whisky, tan alta como la cruz de una mula, más bien delgada, de ojos castaños, orejas chatas, con algunas pecas, de facciones pasables, con la dentadura completa y sin marcas de viruela.

En cuanto al resto de las cartas, eran una sarta de mentiras tan bien fraguadas como para hacer que el confiado Karl le enviara el dinero del pasaje, dándole así la oportunidad de escapar de Boston.

A pesar de estas fabulaciones, a Anna no le había resultado fácil mentir. Desde el momento en que la muchacha, desesperada y sin hogar, había dictado las cartas a su hermano menor, éstas pesaban sobre su conciencia como un castigo. En realidad, cada vez que volvía a contar sus mentiras, el castigo se manifestaba en un agudo dolor en la boca del estómago y aun ahora, a sólo minutos del encuentro con Karl Lindstrom, la invadía un sufrimiento tan intenso como nunca antes había experimentado.

El dolor se le había hecho cada vez más intolerable durante el largo y tedioso viaje hacia el Oeste, viaje que había comenzado un mes atrás después de que los témpanos se disolvieron en los Grandes Lagos. Anna y su hermano, James, habían viajado en tren desde Boston a Albany durante todo el mes de junio, luego en barco por canal a Buffalo. Después abordaron un buque de vapor por el lago, cuyo destino era un hoyo fangoso llamado Chicago, una ciudad que en 1854 consistía sólo en un camino de madera, que iba desde el barco hasta el hotel. Más allá, se extendía la región desierta que Anna y su hermano acababan de atravesar.

Un carrero los llevó a Galena, en el territorio de Illinois. Este tramo del viaje había llevado una semana entera durante la cual los mosquitos, el clima y el traqueteo de la carreta por el terreno desigual contribuyeron al malestar general. En Galena tomaron un buque de vapor hacia St. Paul, donde subieron a una carreta tirada por bueyes que los condujo a pocos kilómetros de las cataratas de St. Anthony.

¡Dios mío! Comparada con Boston la ciudad era decepcionante por completo, nada más que algunas construcciones rudimentarias, toscas, sin pintura. Le hizo pensar a Anna qué debía esperar de Long Prairie, ese pueblo de frontera donde conocería a su futuro esposo.

Durante más de un mes, no tuvo otra cosa que hacer sino observar cómo se deslizaban kilómetros y kilómetros de tierra y agua y preocuparse por lo que Karl Lindstrom haría cuando se enterara del engaño.

Con los nervios destrozados, se preguntaba cómo se le había ocurrido, alguna vez, que llevaría adelante con éxito semejante plan.

Una mentira se haría evidente de inmediato: James. Nunca le había dicho a su futuro esposo que tenía un hermano por el que se sentía responsable. No tenía idea de cuál sería la reacción de ese hombre cuando se encontrara con un cuñado adolescente junto a su futura esposa.

La segunda mentira era su edad. Karl Lindstrom había especificado en el anuncio que deseaba una mujer madura y experimentada; de modo que Anna sin lugar a dudas sabía que, de haber admitido su verdadera edad, Lindstrom la consideraría más inmadura que el trigo en primavera. Por eso le había dicho que tenía veinticinco años -igual que él-, en vez de diecisiete. Anna se imaginaba que cualquier mujer de veinticinco años tendría la experiencia práctica requerida para ser una esposa de frontera. ¡Dios la protegiera cuando se descubriera la diferencia!

Por primera vez en su vida, Anna deseó tener algunas arrugas, algunas patas de gallo, algún rollo en la cintura, ¡cualquier cosa que la hiciera parecer mayor! Apenas la viera, Lindstrom descubriría la verdad. ¿Y qué diría entonces? “Llévate a tu hermano y vuélvanse derecho a Boston.” ¿Con qué?, pensó Anna.

¿Qué harían si Lindstrom los dejara totalmente desamparados y sin recursos? Anna se había visto forzada a ganarse el dinero del pasaje para llevarse a James a Minnesota con ella, sin que Lindstrom se enterara, y el recuerdo la hacía estremecer y le hacía más doloroso el nudo que tenía en el estómago. “¡Otra vez, no!”, pensó. “¡Nunca más!”

Tanto ella como su hermano estaban a merced de Lindstrom. Pensar que él, tal vez, hubiera contado algunas mentiras, la ayudaba a calmar su estómago irritado. No había ninguna garantía de que Karl no hubiera mentido. Le había escrito acerca del lugar y de sus planes para el futuro, pero la preocupaba que le hubiera hablado muy poco de sí mismo. ¡Tal vez porque no había mucho que decir!

Había escrito hasta el cansancio sobre ¡Minnesota, Minnesota, Minnesota! Disculpándose por su falta de originalidad y su inglés imperfecto, Karl citaba artículos de periódicos donde se atraía a los inmigrantes y colonos a ese lugar indómito.


«Minnesota es mejor que la llanura. Es un lugar donde se puede vivir con sencillez pero con más de lo suficiente. Un lugar en el que hay bastantes árboles para el combustible y materiales para la construcción. Un lugar donde los frutos silvestres crecen en cantidad, mientras animales de caza de todo tipo recorren los bosques y las praderas; lagos y arroyos donde abundan los peces. Bosques generosos, praderas fértiles, colinas, lagos y arroyos en los que el cielo se refleja brindan generosamente su utilidad y su belleza.»


Estas descripciones, escribía Karl, llegaron hasta su Suecia natal, donde una repentina explosión demográfica trajo aparejada la escasez de la tierra. Minnesota, tan parecida a su amada Skane, lo había seducido con esta invitación.

Así es como atravesó el océano con la esperanza de que sus hermanos y hermanas pronto lo siguieran. Pero su soledad no se vio aliviada por ningún hermano, hermana o vecino.

¡Qué idílico sonaba todo esto cuando James le leía a Anna lo que Karl decía de Minnesota! Sin embargo, cuando se trataba de describirse a sí mismo, Lindstrom era mucho menos expresivo.

Todo lo que había dicho fue que era sueco, rubio, de ojos azules y muy “corpulento”. De su cara había dicho: “No creo que asuste a nadie”.

Anna y su hermano se rieron cuando James lo leyó, y los dos coincidieron en que Lindstrom parecía tener sentido del humor. Al ir ahora a su encuentro por primera vez, Anna deseó con fervor que así fuera, pues él lo necesitaría antes de lo que se imaginaba.

En un esfuerzo por disipar sus temores, Anna se puso a pensar en cómo sería Lindstrom. ¿Sería buen mozo? ¿Cómo sería el timbre de su voz? ¿Su modo de ser? ¿Qué clase de marido sería? ¿Considerado o severo? ¿Tierno o rudo? ¿Indulgente o intolerante? Esto, sobre todo, preocupaba a Anna, pues ¿qué hombre no se enojaría al enterarse de que su mujer no era virgen? De sólo pensarlo, le ardieron las mejillas y se le revolvió el estómago. De todas sus mentiras, aquélla era la más grave y la menos perdonable. Era la que más fácilmente podría ocultarle a Karl hasta que fuera demasiado tarde para que él pudiera reaccionar; sin embargo, no pudo evitar que un sudor frío y húmedo le recorriera el cuerpo.


James Reardon se había hecho cómplice voluntario del plan urdido por su hermana. En realidad, fue el primero en encontrar el anuncio de Lindstrom, y se lo mostró a Anna. Pero como su hermana no sabía ni leer ni escribir, le tocó a él ocuparse de las cartas. Al principio resultó fácil hacer una acertada descripción del tipo de mujer que Lindstrom deseaba. Sin embargo, a medida que el tiempo corría, James se dio cuenta de que se estaban enredando en una trama que ellos mismos habían tejido. El muchacho había insistido en que Lindstrom supiera, por lo menos, que él, James, también iría. Pero Anna pudo más. Había argumentado que si Karl conociera la verdad, sus esperanzas de escapar de Boston se verían frustradas.

James viajaba montado sobre canastos, barriles y bolsas, con el ceño fruncido por la preocupación. Pensaba, mientras se zarandeaba sobre ese maltrecho camino estatal, en cuál sería su destino si Lindstrom mantuviera la promesa de casarse con Anna pero sin incluirlo a él en el convenio. Miró al sol frunciendo el entrecejo. Llevaba una gastada gorra encasquetada hasta los ojos; un mechón castaño rojizo asomaba por encima de las orejas; líneas demasiado profundas para un rostro tan infantil surcaban su frente.

– Vamos -dijo Anna, tocando con suavidad los nudillos del muchacho, de tamaño inadecuado para el largo de sus dedos-. Todo va a salir bien.

Pero él seguía mirando hacia el oeste, mientras su cabeza, recostada contra el costado de la carreta, se sacudía, cada vez que las ruedas caían en algún bache.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué, si nos manda de vuelta? ¿Qué hacemos entonces?

– No creo que lo haga. De cualquier modo, nos pusimos de acuerdo, ¿no?

– ¿Sí? -preguntó, echándole una rápida mirada-. Debimos haberle dicho esa parte de la verdad.

– ¡Y terminar pudriéndonos en Boston! -replicó Anna por centésima vez.

– Y así, terminaremos pudriéndonos en Minnesota. ¿Cuál es la diferencia?

Pero Anna odiaba discutir y le dio un cariñoso pellizco en el brazo.

– Vamos, te estás echando atrás.

– ¡Y tú, no! -respondió James sin aceptar el mimo.

Había visto cómo Anna se agarraba el estómago. Al notar su cara contraída, James lamentó haber comenzado otra vez la discusión.

– Estoy tan asustada como tú -admitió ella finalmente, sin pretender ya disimular-. Me duele tanto el estómago, que creo que voy a vomitar.


Karl Lindstrom creía, sin ninguna sombra de duda, que Anna Reardon era tan buena como decían sus cartas, y él tomaba sus palabras a pies juntillas. Se paseaba ida y vuelta frente al negocio de Morisette, esperando ansioso la llegada de la próxima carreta de abastecimiento. Lustró sus botas una vez más, frotándolas con la parte trasera de sus pantalones. Se quitó la gorra de lana negra con pequeña visera, y la golpeó contra la cadera, miró el camino y volvió a ponérsela sobre el pelo rubio. Trató de silbar entre dientes pero sintió que desafinaba y se interrumpió. Se aclaró la garganta, metió las manos en los bolsillos y pensó en ella otra vez.

Se había habituado a pensar en ella como su “pequeña Anna, rubia como el whisky”. No importaba que hubiera dicho que era alta, tampoco que su pelo era rebelde. Karl la imaginaba tal como recordaba a las mujeres de su tierra: mejillas rosadas, fuerte, un rostro agradable enmarcado por rubias trenzas suecas. Pecas, había dicho. Pasable, había dicho. ¿Qué significaba eso, pasable? Quería que ella fuera más que pasable, deseaba que fuera bonita.

Luego, con un sentimiento de culpa por darle demasiado valor a algo tan superficial, comenzó a pasearse una vez más, diciéndose: “¿Qué hay en una cara, Karl Lindstrom? Lo que importa es lo de adentro”. A pesar de sí mismo, Karl seguía esperando que su Anna fuera linda. Pero se dio cuenta de que esperar belleza de alguien que fuera capaz de ayudar tanto en la granja era demasiado.

Lo único que lo preocupaba era que fuera irlandesa. Había oído decir que los irlandeses se irritaban con facilidad. Donde ellos vivirían, tan lejos de los demás, teniéndose sólo el uno al otro, buen arreglo resultaría si ella mostraba tener mal genio. Él, por ser sueco, era un tipo amable, por lo menos eso creía. No consideraba que su carácter pudiera disgustar a ninguna mujer, aunque a veces, mirándose al espejo, pensaba que su cara sí lo haría. Le había dicho a Anna que su cara no era para asustar a nadie, pero cuanto más se acercaba el momento del encuentro, más le temía. A pesar de todo, tenía la certeza de que a ella le encantaría el lugar.

Pensó en sus tierras, muy extensas, mucho más que en Suecia. Pensó en su yunta de caballos, algo raro en este lugar donde todo el mundo tenía bueyes que costaban doscientos dólares menos que su hermoso par de percherones. Los había bautizado con dos de los nombres más americanos -Belle y Bill- en honor a su nueva patria adoptiva. Pensó en su casa de adobe, que había limpiado tan meticulosamente antes de salir, y en la casa de troncos, ya empezada. Pensó en sus campos de trigo, que maduraban a pleno sol y que sólo dos años atrás eran pura selva. Pensó en su manantial, su arroyo, su estanque, sus arces, sus alerces. Y a pesar de que le daba poca importancia a su persona o a su apariencia, se dijo: “Sí, tengo mucho que ofrecerle a una mujer. Soy un hombre rico”.

Pero soñaba con tener más.

Sacó las cartas de Anna del profundo bolsillo de sus pantalones y volvió a estudiar la letra con gran orgullo, pensando qué afortunado era por haber conseguido una mujer educada. ¿Cuántos hombres podían decir lo mismo? Aquí, un hombre era afortunado en tener cualquier mujer, ni hablar de que fuera educada. Pero su Anna había aprendido sus primeras letras en Boston; por lo tanto, podría algún día enseñarles a sus hijos. Al tocar el tosco papel sobre el que ella había escrito, y pensar que había pasado por sus manos -esas manos que él nunca había visto- y en los niños que alguna vez tendrían juntos, se le hizo un nudo en la garganta. Al pensar que nunca más tendría sólo a sus animales a quienes hablar, sólo su propio calor en la cama por la noche, sintió que el corazón se le salía del pecho.

“Anna”, pensó, “mi pequeña Anna, rubia como el whisky. ¡Cuánto esperé por ti!”


Anna se atrevió a espiar un poco por entre los hombros de los carreros mestizos, antes de esconderse detrás de ellos, secarse las palmas de las manos en su vestido de segunda mano y decirle a James que le avisara cuando le pareciera ver el almacén.

– ¡Lo veo! -gritó James, estirando el cuello mientras Anna trataba de desaparecer dentro de la carreta.

– ¡Oh, no! -se lamentó en un susurro.

– ¡Hay alguien afuera! -dijo James, excitado.

– ¿Es él? ¿Piensas que es él? -murmuró Anna, nerviosa.

– Todavía no lo sé, pero mira hacia aquí.

– James, ¿estoy bien?

James miró el llamativo vestido azul con falda de volantes fruncidos. No le gustaba demasiado. Dejaba ver una buena parte de sus pechos, aunque Anna había tratado en lo posible de ajustar el escote con unas pinzas para que quedara más decente. Pero el muchacho contestó:

– Estás bien, Anna.

– Me gustaría tener un sombrero -dijo Anna, pensativa. Se alisó distraídamente sus rizos rebeldes, con lo que consiguió que ese defecto se hiciera más obvio.

– Tal vez te compre uno. Él lleva uno puesto. Es una gorra pequeña y rara; parece una fuente de pasteles.

– ¿Qué… qué más? ¿Cómo… cómo es él?

– Corpulento, pero no puedo ver bien. Tengo el sol de frente.

Anna cerró los ojos. Sostuvo las manos apretadas entre las rodillas y deseó saber rezar. Se hamacó de adelante hacia atrás; luego, con decisión, volvió a abrir los ojos e inhaló profundamente sin poder evitar un temblor en el estómago.

– Dime cómo es apenas puedas distinguirlo mejor -murmuró. Uno de los mestizos escuchó el murmullo y se volvió, curioso- ¡Siga conduciendo! -dijo ella de mal humor, haciendo un gesto impaciente con la mano, y él volvió la mirada al frente, riendo entre dientes.

– ¡Ya lo veo! -exclamó James-. Es corpulento, usa camisa blanca y breeches oscuros metidos dentro de las botas y…

– No, ¡su cara! ¿Cómo es su cara?

– Bueno, no puedo ver desde acá. ¿Por qué no miras tú misma?

Entonces, también James se sentó para que no lo pescaran mirando cuando se detuvieran.

En el último minuto, Anna le advirtió:

– Recuerda, no digas quién eres hasta que yo haya tenido la oportunidad de hablar con él. Trataré de que se acostumbre un poco a mí antes de que tenga que acostumbrarse a ti.

Se sacudió la falda, miró luego su pecho y apoyó allí una mano temblorosa, esperando que él no notara la porción de piel que quedó al descubierto cuando se había cambiado de vestido.

James tragó con dificultad, haciendo resaltar la nuez de Adán en su cuello joven y flacucho.

– Buena suerte, Anna -dijo, pero su voz se quebró como le ocurría con frecuencia últimamente. Por lo general, estos falsetes inesperados los hacían reír, pero en este momento ninguno de los dos se rió.

Cuando la carreta se acercó, Lindstrom se preguntó, de pronto, qué hacer con sus manos. ¿Qué pensaría ella de esas manos grandes y torpes? Las metió en el bolsillo, palpó sus cartas y aprisionó una de ellas como si fuera una tabla de salvación. Sintió los oídos invadidos por el sonido que hizo al tragar saliva. Ya podía ver con claridad a los dos conductores. Detrás de ellos, otras dos cabezas se sacudían, y Karl fijó la mirada en una de ellas, tratando de distinguir el color del pelo.

“Un hombre”, pensó, “no puede aparecer temblando de miedo cuando viene al encuentro de su mujer. ¿Qué va a decir si ve mi temor? Espera, con seguridad, que un alce como yo demuestre que sabe lo que está haciendo. Que esté seguro de sí mismo. ¡Cálmate, Karl!” Pero el temblor en sus entrañas no era fácil de parar.

La carreta aminoró la marcha y se detuvo. Los indios aseguraron las riendas y Anna oyó una voz profunda que decía:

– Llegaron bien en hora. ¿Tuvieron un buen viaje?

La voz tenía la suave musicalidad del acento sueco.

– Bastante bueno -contestó uno de los carreros.

Unas pisadas se fueron acercando con lentitud a la parte trasera de la carreta, y apareció un gigante, rubio, enorme. En ese momento, Anna sintió que todo su cuerpo quería sonreír. Hubo un momento de infantil vacilación antes de que pudiera abrir apenas la boca. Una mano áspera se elevó lentamente para quitarse la pequeña gorra en forma de fuente, que le cubría el pelo, rubio como el trigo. Le tembló la nuez de Adán por un segundo pero siguió sin decir nada; sólo retorcía la gorra entre sus puños gigantes, los ojos siempre fijos en el rostro de la muchacha.

Anna sentía la lengua entumecida y tenía dificultad para tragar. El corazón quería salírsele del pecho.

– ¿Anna? -dijo él al fin, seduciéndola con esa pronunciación del Viejo Mundo que agregaba a su nombre un tono de ternura-. ¿Anna? -preguntó otra vez.

– Sí -logró contestar-. Soy Anna.

– Yo soy Karl -dijo simplemente, y elevó la mirada hasta su pelo. Y ella también buscó con los ojos el de él.

“Amarillo”, pensó Anna, “más amarillo imposible.” Durante todo este tiempo, sólo lo había imaginado. Ahora aquí estaba, era lo único con color en la imagen que se había forjado de él. Pero no le había hecho justicia. Era el más maravilloso tono de rubio que jamás hubiera visto en un hombre. Era sano y fuerte, con un pequeño ondulado en la nuca y alrededor del rostro, donde se le habían formado gotitas de transpiración.

Karl descubrió que el pelo de Anna era de verdad del color del buen whisky escocés, como cuando el sol lo hace resplandecer, iluminándolo hasta lo más profundo con rayos de siena. Suelto y con ondas rebeldes; sin trenzas suecas visibles.

Cuando dejó pasear la mirada sobre ella, Anna levantó la mano para acomodarse un rizo que le caía sobre la frente. ¡Qué mirada la de Karl! Anna hubiera deseado usar sombrero. De pronto, dejó caer la mano y se agarró la otra, al darse cuenta de lo que había estado haciendo: tocarse el pelo como asustada de que él la estuviera contemplando.

Una vez más sus ojos se encontraron: los de él, color del cielo de Minnesota; los de ella, como las vetas marrón oscuro de las ágatas que él, a menudo, arrancaba del suelo con su arado. Bajó la mirada hasta su boca. Se preguntó cómo sería cuando ella dejara de morderse el labio superior. Y justo entonces, el labio se liberó de los dientes y él pudo contemplar una hermosa boca curvada como una hoja, dulce pero seria.

Entonces, él sonrió un poco y ella esbozó una sonrisa temblorosa. Anna temía sonreír tanto como su apariencia lo merecía, pues él era el hombre más apuesto que jamás hubiera conocido. La nariz era recta y simétrica, con las aletas como mitades de corazón. Las mejillas eran grandes y cóncavas y le daban un aspecto juvenil y ansioso. La barbilla se hundía apenas, los labios -todavía entreabiertos, como si también él respirara con dificultad- estaban perfectamente dibujados y se arqueaban en la cresta y en las comisuras. Su piel retenía la riqueza de color que da el sol.

Con culpa, Anna bajó la mirada, pues percibió con cuánta libertad se había permitido recorrer su rostro.

Anna pensó: “No, su cara no es para asustar a nadie”. Y Karl pensó: “Sí, es mucho más que pasable”.

Por fin, Karl se aclaró la garganta y volvió a colocarse la pequeña gorra en la cabeza.

– Vamos, déjame ayudarte a bajar, Anna. Pásame tus cosas, primero.

Cuando estiró el brazo y Anna vio que llenaba todo el ancho de la manga blanca, se dio cuenta de lo fuerte que era.

La muchacha se volvió y extendió la mano por encima de James, quien todo este tiempo se había sentido como un intruso, a pesar de que ellos apenas habían hablado. Cuando Anna se incorporó, tenía los músculos rígidos y no le respondían después del largo viaje; temió que Karl la encontrara torpe y sin gracia. Sin embargo, él no pareció notar el tirón en la cadera, y extendió sus enormes manos para ayudarla a saltar sobre el borde de la carreta. Llevaba las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo, dejando ver los grandes y fornidos antebrazos. Los hombros anchos hacían que la camisa le quedara tirante sobre la piel. Cuando Anna se apoyó sobre ellos, los encontró duros como rocas. Sin esfuerzo, él la ayudó a saltar, tomándola por la cintura con sus anchas manos.

“Tiene las manos tan grandes”, pensó Anna, y sintió un vacío en el estómago.

Karl vio que no tenía casi formas, y al acercarse, su sospecha se confirmó. ¡No tenía veinticinco años!

– Ha sido un viaje muy largo. Debes de estar cansada -dijo. Notó que, joven o no, era muy alta de verdad. La cabeza de la muchacha casi llegaba hasta la punta de su nariz.

– Sí -murmuró, sintiéndose estúpida al no ocurrírsele nada más, pero las manos de él seguían en su cintura y su calor pasaba a su cuerpo, mientras él actuaba como si se hubiera olvidado que la sostenía.

De repente, él apartó las manos.

– Bueno, esta noche no tendrás que dormir en una carreta. Estarás en una cama tibia y segura en la misión. -Después pensó: “¡Tonto! Pensará que es lo único que te preocupa, ¡la cama! Primero debes demostrar que te interesas por ella.”

– Éste es el almacén de Joe Morisette, del cual te hablé. Si necesitas algo, lo podemos conseguir aquí. Es mejor comprar ahora porque mañana saldremos temprano para mi casa.

Se volvió y caminó al lado de ella, observando cómo la punta de sus zapatos ensanchaba la falda de volantes. Usaba un vestido que no era de su agrado. Era brilloso, chillón, con escudetes en la zona del busto, como si hubiera sido hecho para una mujer mayor y de contextura más grande. Era algo raro, con demasiados frunces y un canesú pequeño, nada adecuado para un lugar como Minnesota.

Se le hizo evidente que lo usaba para parecer mayor. No podía tener más de dieciocho años, supuso, observándola con desconfianza mientras caminaba delante de él hacia el local. Parecía tener el busto camuflado dentro del llamativo corpiño, pero ¿qué sabía él de eso?

Cuando la joven entró en el negocio, él la vio de atrás por primera vez. No tenía formas. Oh, era alta, sí, pero demasiado flaca para su gusto. Pensó en las varas por las que trepaban las habas plantadas por su madre, y consideró que lo único que su Anna necesitaba era engordar un poco.

Morisette levantó la cabeza tan pronto como entraron, y exclamó, con un marcado acento francés:

– ¡Así que ya está aquí y el novio va a dejar ahora de pasearse nerviosamente y de tomar tanto whisky!

“Tienes una boca demasiado grande, Morisette”, pensó Karl. Pero cuando Anna se volvió con presteza y miró otra vez a Karl, lo vio rojo hasta las orejas. Había visto suficientes bebedores de whisky en Boston como para que el recuerdo le durara toda una vida. Lo último que deseaba era casarse con uno.

“¿Debo desmentir esto aquí, delante de Morisette?”, se preguntó Karl. “No, la chica tendrá que enterarse de que soy honorable después de haber vivido conmigo por un tiempo.”

Anna paseó la mirada por el local, preguntándose qué diría él si ella confesara que le gustaría tener un sombrero. Nunca había tenido uno propio, y Karl le había preguntado si necesitaba algo. No obstante, no se animó a pedir nada, pues James todavía esperaba afuera, sin que Karl Lindstrom se hubiera dado cuenta de nada. Sintió una mano en el codo, que la condujo hacia el tendero.

El moreno franco-canadiense mostró una sonrisa sincera y provocativa.

– Ésta es Anna, Joe. Por fin está acá.

– Por supuesto que es Anna. ¿Quién otra podría ser? -Morisette rió y agitó los brazos. Tenía una risa contagiosa-. Tremendo viaje por la carretera estatal, ¿no? No es la mejor carretera, pero tampoco es la peor. Espere a ver la que va a la casa de Karl, entonces apreciará la que acaba de recorrer. ¿Sabe, jovencita, que los periódicos aconsejan a las mujeres no venir aquí porque la vida es muy dura?

No era para nada lo que Karl hubiera deseado que Morisette dijera a Anna. No quería espantarla antes de que tuviera la oportunidad de ver su maravilloso Minnesota y dejar que hablara por sí mismo.

– Sí, por supuesto, yo… los leí -musitó Anna-. Pero Karl piensa que no hay mejor lugar para quedarse porque hay tanta tierra y es tan rica y… y hay todo lo que un hombre necesita.

Morisette rió. Karl ya le había llenado la cabeza, por lo que veía.

Satisfecho con su respuesta, Karl contestó:

– ¿Ves, Morisette? No podrás espantar a Anna con tu tonta charla. Ha venido desde tan lejos para quedarse.

Anna respiró con alivio. Hasta ahora parecía que había sido aceptada, tuviera o no diecisiete años, con arrugas o no.

– ¿Así que el buen padre los va a casar en la misión? -preguntó Morisette.

– Sí, por la mañana -dijo Karl mirando, desde atrás, los hombros de Anna, donde esos rizos desordenados se alborotaban sobre su cuello.

Justo entonces, los carreros mestizos entraron en el almacén, llevando cada uno un barril al hombro. Uno de ellos dejó la carga en el piso con un golpe, y dijo:

– Ese muchacho está ahí, en el camino, como si estuviera perdido. ¿No le dijo que éste es el fin del viaje?

Era evidente que la pregunta estaba dirigida a Anna. Pero ella permaneció muda.

– ¿Qué muchacho? -preguntó Lindstrom.

Al no ver ninguna salida, Anna lo miró fijo y le contestó:

– Mi hermano, James.

Aturdido por un momento, Karl le devolvió la mirada; comenzaba a comprender la verdad, mientras Morisette y los carreros miraban.

– Sí… claro… James.

Lindstrom caminó hacia la puerta y, por primera vez, miró de lleno al muchacho que había sido el otro pasajero de la carreta de abastecimiento. Karl había estado tan absorto en Anna, que no se había dado cuenta de que el chico estaba allí.

– ¿James? -Lindstrom habló naturalmente, como si hubiera estado enterado de todo.

– ¿Sí? -contestó James. Enseguida se corrigió: -Sí, señor. -Quería causar una buena impresión en el hombre alto.

– ¿Por qué te quedas en medio del camino? Ven a conocer a mi amigo Morisette.

Sorprendido, el chico pareció tener los pies clavados en el piso, por un momento. Luego se metió las manos en los bolsillos y entró en el almacén. Cuando pasó por delante de Karl, éste notó un parecido entre Anna y el niño. El chico era extremadamente delgado, con un tono de piel similar, pero faltaban las pecas, y los ojos, aunque grandes como los de su hermana, eran verdes en lugar de castaños.

Karl ocultó su sorpresa con habilidad y se movió por el almacén metódicamente, mientras iba cargando mercaderías en su carreta. James y Anna exploraban el local, encontrándose cada tanto con la mirada, apartándola con rapidez, preguntándose por la reacción de Karl, si es que la había. Los dos estaban asombrados de ver lo poco que parecía preocuparlo la situación. Con aparente tranquilidad, iba y venía, cargando su carreta y bromeando con Morisette.

Cuando ya habían sido atados y asegurados todos los bultos detrás del par de percherones con sus anteojeras puestas, Karl volvió a entrar y anunció que era tiempo de partir. Pero Anna observó que él no repitió su ofrecimiento de comprarle todo lo que ella quisiera. Se despidió de Morisette y la llevó afuera, tomándola con firmeza por el codo; esa presión en el brazo le advirtió a Anna que su flamante futuro esposo no era tan complaciente como ella había supuesto.

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