Capítulo 19

Tres días más tarde, Karl Lindstrom viajaba hacia el norte, recorriendo un sendero que mostraba ya claros indicios de la proximidad del otoño. El llamativo escarlata del primer zumaque resplandecía desde los bordes del camino. Los avellanos se veían castaños y tupidos. Karl recordó que le había prometido a Anna mostrárselos. Tan pronto como terminara con la cabaña, la traería a ese lugar. Mientras tanto, detuvo la carreta, recogió un puñado de avellanas y las guardó en el bolsillo. Pasó una vez más por el lugar donde estaban los pinos; Karl sabía que esa madera maciza serviría para el aparador de Anna. Debía regresar a ese lugar para derribar el árbol y cortar la madera apenas tuviera un día libre; con ella fabricaría el mueble que le había prometido a Anna.

Un faisán levantó vuelo, cuando el ruido de los caballos interrumpió su baño de polvo al borde del camino. El pájaro cruzó como un relámpago y dejó un destello rojizo, negro y verde iridiscente, mientras trepaba buscando refugio, con un grácil movimiento, y cantaba: “¡C-a-a-a!”

“Le dispararía y lo llevaría a casa para comer”, pensó Karl, “pero no tengo mi rifle. El faisán puede esperar a que James le dispare.”

No, Karl no tenía su propia arma. Tenía un rifle, sí. Pero el primer disparo tendría que hacerlo James. Era un rifle Henry de repetición, que hizo a Karl sonreír por anticipado. Compensaría con creces al muchacho. El arma sería un comienzo. Karl se imaginó a sí mismo y al joven, caminando en una mañana otoñal, con las armas colgadas del hombro, en amistoso silencio, mientras acechaban a los faisanes, les disparaban y se los llevaban a Anna a la casa.

Luego le enseñaría a Anna a rellenar el ave con pan y con sus propias avellanas silvestres. Karl suponía que debería enseñarle a hacer el pan otra vez, ahora que usaría la cocina de hierro fundido.

Karl sonrió. Agitó las riendas. Pero tanto Belle como Bill giraron las anteojeras en su dirección, como preguntándole cuál era el apuro. Marchaban hacia la casa a buen paso y estaban tan ansiosos de llegar allí como él.


Cuando los caballos tomaron su propio sendero, algún tiempo después, Karl quiso reducir el paso en vez de acelerarlo. Pero la yunta se negó obstinadamente a aceptar la orden. Karl divisó, más adelante, el familiar claro entre los árboles, luego la corredera de troncos y, en su base, la hermosa cabaña que él, Anna y James habían construido juntos. Justo al lado vio unas bolsas de papas, prolijamente acomodadas. Afuera, en el pasto, había unas canastas de mimbre con uvas, algo secas y arrugadas, en proceso de convertirse en pasas. Salía humo de la chimenea de la casa.

Pero faltaba algo. Karl observó el claro una vez más y notó, sobresaltado, que no estaba la casa del manantial. ¡Había desaparecido! Había dos baldes en el lugar y algunas rutabagas que parecían a medio lavar. Varios jarros estaban sumergidos en la arena, como de costumbre. Pero la construcción propiamente dicha se había esfumado en el aire. Sintió un aroma que llenaba el aire y le hizo arrugar la nariz; no podía imaginarse qué era eso que olía tan parecido a un oso. Los caballos también parecieron olfatear algo, pues agitaron la cabeza y las crines hasta que Karl tuvo que decir:

– Tranqui-i-i-los. Estamos en casa. Ustedes saben reconocerla.

Ni Anna ni James estaban a la vista cuando Karl detuvo la carreta cerca de la cabaña. Allí estaba, la casa de sus sueños. Mientras frenaba los caballos, volvió a preguntarse si no había destrozado esos sueños para siempre, o si él, Anna y el muchacho podrían repararlos. Trató de calmar sus nervios, mientras ataba los animales al poste y les hablaba:

– Tendrán que esperar un poco, hasta que descargue todo esto.

Los caballos le dijeron, en forma muy clara, que estaban impacientes por llegar a su establo.

Al ir hacia la parte trasera de la carreta, Karl observó la casa de adobe. James estaba de pie delante de la puerta, con las manos en los bolsillos, mirándolo. Karl se detuvo de golpe y miró al muchacho. Sintió una repentina punzada detrás de los ojos al ver que James se quedaba allí, sin hacer ningún movimiento para acercarse o saludarlo de alguna manera. Karl intentó hablar pero tenía la lengua pegada al paladar. Por último, levantó la mano en un ademán de saludo. Sentía el corazón latirle en la garganta, mientras esperaba que James le contestara. El chico sacó una mano del bolsillo y la levantó en silencio.

– Me vendría bien una pequeña ayuda para descargar la carreta, muchacho -dijo Karl.

Sin una palabra, James se acercó, mirando cómo sus zapatos levantaban polvo del suelo, en el camino. Se detuvo detrás de la carreta y levantó los ojos hacia Karl, silencioso como antes. Tontamente, Karl logró decir:

– Tengo el trigo molido.

– Bien -dijo James. Pero el tono fue de contralto-. Bien -repitió, esta vez con voz más profunda.

– Tendremos un montón de harina para el invierno. -Karl recordó aquella vez, cuando dijo que el muchacho sería una boca más para alimentar.

– Bien.

– Conseguí las ventanas para la cabaña.

James asintió con la cabeza como diciendo: “Sí, sí, ya veo”.

– ¿Todo bien por aquí?

Los ojos de Karl dieron una rápida mirada hacia la casa y luego se detuvieron en James.

– Sí -respondió. Después de una pausa continuó-: Pensamos que regresarías ayer.

– Llevó un día moler la harina. Estaban ocupados en el molino y tuvimos que esperar turno.

“¿Pensaron que no volvería?”, se preguntó Karl. “¿Es eso lo que pensaron?”

– ¡Ah!

Se mantenían allí, a la expectativa, el hombre tostado y el muchacho flacucho, el corazón estallando de remordimiento y amor; sin embargo, ninguno de los dos podía decir, todavía, lo que anhelaba decir.

– Bueno, será mejor que descarguemos -dijo Karl.

– Sí.

Karl subió a la carreta para sacar el tablón de atrás pero cuando apoyó las manos, no lo aflojó. Se quedó, en cambio, aferrado a la madera, como a una tabla de salvación. Cerró los ojos. El muchacho seguía sin moverse, cerca del codo de Karl.

– Muchacho, lo… lo siento -dijo Karl con voz ronca. Luego inclinó la cabeza hacia atrás y contempló ese cielo otoñal. El contorno de las nubes se veía borroso.

– Yo también, Karl -dijo James. Por primera vez en su vida, su voz sonó fuerte y masculina.

– No tienes que pedir perdón, muchacho. ¡El culpable soy yo, Karl!

– No, Karl. Debí haberte alcanzado el rifle, como me lo pediste.

– El arma no tuvo nada que ver con eso.

– Sí, Karl. Fue la primera lección que me enseñaste. “Apúrate y toma el arma como si tu vida dependiera de ello, porque es muy probable que así sea.”

– Estaba equivocado ese día. Estaba loco… tenía la mente llena de cosas acerca de Anna, y no nos estábamos llevando bien, así que me la desquité contigo.

– No tiene importancia, de verdad.

– Sí. Importa y mucho.

– No. A mí ya no me importa. Aprendí una lección ese día. Me imagino que la necesitaba.

– Yo también aprendí una lección -dijo Karl.

Al levantar la mirada, Karl encontró los verdes ojos del muchacho al borde de las lágrimas, y comprendió cómo su propio padre debió de haberse sentido cuando lo despidió por última vez.

– Te extrañé, muchacho. Te extrañé estos tres días.

James pestañeó y una lágrima descontrolada rodó por sus mejillas, pues aún tenía las manos en los bolsillos.

– Nosotros… nosotros también te extrañamos.

Tomando la iniciativa, Karl desprendió la mano de la carreta y se volvió con un repentino movimiento para abrazar al muchacho contra su pecho henchido de emoción. Los brazos de James se aferraron a Karl. Éste le tomó la cabeza entre las manos, lo miró a la cara y le dijo:

– Lo siento, muchacho. Tu hermana tenía razón. Siempre hiciste bien lo que te enseñé. Un hombre no puede pedir tener a su lado a alguien mejor que tú.

James se apretó contra su pecho y dio rienda suelta a sus emociones contenidas en un torrente de palabras, ahogadas contra la camisa de Karl.

– Pensamos que no regresarías. Te buscamos todo el día de ayer y vino la noche y no tenías tu rifle y sabíamos del puma…

Karl pensó que su corazón estallaría.

– Olaf estaba conmigo. Lo sabías, muchacho. -Pero Karl mecía a James en sus brazos y sentía su joven corazón latir contra el suyo-. Y él tenía su arma. Además… un hombre sería más que tonto si no volviera a un lugar como éste, con todo lo que tiene.

– Oh, Karl, nunca vuelvas a irte. Tuve tanto miedo… Yo… -Apoyado contra el pecho de ese hombrón, sintiendo el olor de su cuerpo, esa mezcla de caballos, tabaco y seguridad, las palabras que le quemaban el corazón no pudieron ya contenerse-. Te quiero, Karl -dijo. Luego, avergonzado, se apartó, la mirada fija en el piso, y se secó los ojos con la manga.

Karl le bajó el brazo, lo tomó de los hombros y, obligándolo a mirarlo a la cara, le dijo:

– Cuando le dices a un hombre que lo quieres, no necesitas esconderte detrás de la manga. Yo también te quiero, muchacho, y nunca lo olvides.

Por fin, ambos sonrieron. Luego, Karl se pasó la manga por los ojos y se volvió, otra vez, a la carreta.

– Ahora, ¿me vas a ayudar a descargar la carreta o le digo a tu hermana que me ayude?

– Yo te ayudo, Karl.

– ¿Puedes levantar una bolsa de harina? -preguntó Karl.

– ¡Mira cómo lo hago!

Descargaron la harina y las ventanas, que estaban recostadas con cuidado entre los sacos de harina. En tanto levantaba un preciado panel de vidrio, Karl dijo:

– Compré cinco. Una para cada lado de la puerta y una para cada pared. Un hombre tiene que divisar todas sus tierras desde las ventanas -dijo, y entró en la cabaña de troncos. Al salir, dijo:

– Veo que recogieron las papas mientras yo no estaba.

– Sí, Anna y yo.

– ¿Dónde está? -inquirió Karl mientras el corazón le bailaba dentro del pecho.

– Está preparando la comida. Ahora le tocó a Karl decir:

– ¡Ah! -Luego saltó una vez más dentro de la carreta, y dijo-: Ayúdame con este par de sacos, muchacho. Se los llevaremos a Anna a la casa.

James tiró de un saco y dejó a la vista una caja de madera. Leyó las palabras que tenía escritas: “New Haven Arms Company”. Tiró del segundo saco y quedaron visibles las palabras: “Norwich, Connecticut”. Se le aflojaron las manos sobre la bolsa, que se habría caído de costado, si Karl no la hubiera sostenido. Los ojos verdes de James se encontraron, de pronto, con los ojos azules de Karl.

– A un hombre le va mejor con su propia arma -se limitó a decir Karl.

– ¿Su propia arma? -repitió James, dudoso.

– ¿No estás de acuerdo?

– S… seguro, Karl.

James miró hacia abajo; quería tocar la caja, pero temía hacerlo. Volvió a levantar la mirada.

– Elegí uno que tuviera la culata de nogal; se adaptará a tu mano como los pantalones a tus posaderas. Es justo la medida para un chico de tu tamaño.

– ¿De verdad, Karl? -preguntó James, incrédulo, sin sacar todavía el embalaje-. ¿Es de verdad para mí?

– Te he enseñado de todo, excepto cazar. Es tiempo de que empecemos. El invierno se aproxima.

James tenía ya la caja en las manos. Saltó de la carreta y atravesó el claro a la carrera, con sus largas piernas saltando hacia la casa de adobe, mientras vociferaba:

– ¡Anna! ¡Anna! ¡Karl me compró un rifle! ¡Uno propio, Anna! ¡Uno mío!

Karl esperó a que la muchacha apareciera en la puerta, pero no fue así. Se echó al hombro uno de los sacos y se encaminó a la casa, dentro de la cual James había desaparecido.

James estaba como loco, hablando a los gritos, repitiendo que Karl había comprado un arma para él. Anna se alegraba por su hermano.

– Oh, James, te lo dije, ¿no?

Anna había observado desde adentro cómo Karl y James habían hecho las paces. No le fue necesario saber qué se dijeron. Verlos abrazados de ese modo, a plena luz del día, le había hecho estallar el corazón.

La joven levantó la mirada, ahora que la forma de Karl llenaba el vano de la puerta y obstruía la luz del día detrás de sus anchos hombros. Una extraña y débil sensación la embargó. Karl parecía un dios nórdico gigante, con el saco de harina sobre el hombro y los músculos del pecho marcados, parado allí, sin decidirse a entrar. Anna se sintió dominada por una repentina timidez. Anhelaba correr a su encuentro y decirle: “Abrázame, Karl”, para sentir esos brazos fuertes y curtidos apretarla contra el amplio pecho.

– Hola, Anna -dijo él con voz suave.

No había pensado que la extrañaría tanto, pero su corazón le reveló lo vacío que se había sentido esos dos días. Se dio cuenta de que Anna también estaba tensa y nerviosa.

Cuando habló, le temblaba la voz.

– Hola, Karl.

Anna se preguntó si se quedaría toda la tarde ahí, en la puerta.

– Estás en casa -se le ocurrió decir. Sonó fuera de lugar.

– Sí. Estoy en casa.

– James me dijo que le trajiste un rifle.

– Sí. Un muchacho necesita tener su propia arma, así que le compré el mejor, un Henry de repetición. Pero no conviene que uses esa hachuela para abrir el embalaje. Ve a buscar el martillo de desembalar, muchacho, como te enseñé.

– ¡Sí… señor!

James obedeció y casi se llevó a Karl por delante.

Había algo cocinándose al fuego, y Anna se puso a revolverlo. Karl sintió que el saco le pesaba sobre el hombro, así que pasó por detrás de su esposa, y lo dejó en el piso. La cercanía de Karl aceleró aún más el pulso de Anna, pero ella siguió revolviendo la comida para estar ocupada; tapó luego la olla y dijo:

– Iré a buscar algunos palos de la pila de madera para poner debajo del saco.

– Eso puede esperar -dijo Karl, enderezándose.

– Pero se va a llenar de bichos… Anna se dirigió a la puerta.

– No tan rápido.

Sus palabras y el infantil tono de súplica la detuvieron a mitad de camino hacia la puerta. Giró para enfrentar a Karl; enseguida lo miró y él le devolvió la mirada, mientras el tiempo retrocedía vertiginosamente hacia la última vez que se habían enfrentado en ese reducido espacio.

– Tengo algunas pequeñas cosas en la carreta, que podrías traerme. -Miró, como disculpándose, hacia la olla-. Llevará sólo un minuto.

Ella asintió con la cabeza, sin hablar, y se volvió hacia la puerta.

Karl estaba confundido. “¿Me tiene miedo?”, se preguntó, mientras se desvanecía su esperanza. “¿Soy el culpable de que Anna sólo atine a escapar de mí, como una ardilla de ojos marrones, cada vez que me acerco? ¿Piensa que fui a lo de Kerstin para vengarme?”

Cuando se acercó a Anna para trepar a la carreta, ella se corrió para hacerle lugar. Karl tomó un paquete de detrás del asiento, volvió hacia la parte abierta de la carreta y se quedó mirando desde arriba ese pelo color de whisky.

– Aquí -dijo, y esperó que ella lo mirara para alcanzarle el paquete-. Estas son algunas cosas que pensé que necesitarías.

Finalmente, Anna levantó los ojos y Karl dejó caer el paquete.

– ¿Qué es? -preguntó Anna mientras lo atajaba.

– Cosas necesarias -fue todo lo que dijo.

Los ojos de Anna se abrieron grandes de asombro, mientras Karl se apartaba, reteniendo en su mente la imagen de la inocultable alegría de la muchacha.

Anna trató, con esfuerzo, de no mostrarse aturdida. Nadie le había hecho un regalo antes. “Pero Karl no ha dicho que fuera un regalo”, pensó. “Tal vez sean sólo especias o cosas para la nueva cocina. Pero es suave. Se dobla y hay como un nudo en el medio.” Un ruido a hierro interrumpió sus pensamientos: Karl arrastraba algo negro y pesado desde el frente de la carreta. Se oyó otro sonido metálico al chocar con otras cosas que había adentro. Una a una arrastró todas las partes de hierro de la cocina hacia el extremo de la carreta, antes de saltar con agilidad y levantar la más grande. Anna quedó boquiabierta.

James salió en ese momento del granero, lustrando la culata de su fusil con la manga de la camisa. Alcanzó a ver que Karl desaparecía dentro de la cabaña con un bulto.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Karl se volvió lentamente, su cara asomada por detrás de la pieza de hierro.

– Es la nueva cocina de Anna -contestó. Luego, sin decir palabra, desapareció dentro de la cabaña.

“¿La nueva cocina de Anna?”, pensó la muchacha.

“¡La nueva cocina de Anna!”

“¡La nueva cocina de Anna!”

En caso de haber respondido: “Es la nueva tiara de brillantes de Anna”, Karl no hubiera podido sorprender más a su esposa. Ella siguió con los ojos cada movimiento de Karl, mientras él llevaba las partes de la cocina a la nueva casa. La alegría se le acumuló en el pecho hasta que creyó que se le reventaría la camisa en las costuras. Sofocó las ganas que tenía de seguirle los pasos a Karl y ver dónde ubicaba la cocina y cómo conectaba las piezas. En cambio se quedó allí parada, en tanto Karl iba y venía, ocupándose con cuidado de su trabajo y manteniendo la mirada apartada de su esposa. Por último, apareció el tubo desde abajo del asiento de la carreta. Era de un negro plateado, brilloso, limpio. Anna no pudo aguantar más.

– ¿Puedo llevar esos paquetes, Karl? -preguntó. “¿Puedo tocar mi cocina? ¿Puedo tocar este regalo? Aunque sea una parte… para estar segura de que mis ojos no me engañan.”

– No hace falta que me ayudes. Quería que llevaras sólo aquel pequeño paquete.

– ¡Oh, pero a mí me gustaría!

Karl se detuvo, comprendió y le entregó las secciones del tubo de la cocina; el placer se acrecentaba en él al verla tan contenta. Las pecas se veían encantadoras debajo de los excitados ojos castaños.

– Hay más, Anna -dijo.

– ¿Más?

– Sí. Cuando compras una nueva cocina, parece que incluyen estas ollas novedosas. Dicen que en ellas se cocina mejor que en las de hierro fundido, y son más livianas para cargar. Están en la caja.

– ¿Ollas nuevas? -preguntó Anna, sin poder creerle.

– En la caja -repitió Karl, que disfrutaba de su incredulidad.

– ¿Son de cobre?

– No, de un material que se llama loza japonesa.

– ¿Loza japonesa?

– Dicen que la comida no se quema tan fácilmente como en las de cobre, y no se herrumbran como el hierro porque están cubiertas con laca.

Al oír hablar de comida quemada, los ojos de Anna se fijaron en el paquete. Abstraída, raspó el papel con una uña, recordando todas las veces que había quemado las cenas de su pobre marido. Karl vio cuando Anna bajó los ojos, y se preguntó qué había dicho, esta vez, para desilusionarla.

Enseguida, intervino James.

– ¡Guau, Karl! ¡Anna tiene su cocina y todas esas ollas y yo, el rifle! ¡Desearía que fueras al pueblo más seguido!

Karl forzó una sonrisa.

– Las ollas no sirven para nada si no tienen comida adentro.

– ¿Cuándo vamos de caza?

– Cuando la cabaña esté terminada y hayamos recogido todos los vegetales.

– Los vegetales están listos. Anna y yo los recogimos mientras no estabas.

– ¿Los nabos también? -preguntó Karl, asombrado.

– Por supuesto que los nabos también. Los lavamos y los guardamos en el sótano, y Anna está cocinando ahora algunos para la cena.

– ¿Ah, sí? -Karl miró nuevamente a su esposa, que se estaba sonrojando. -¿Mi Onnuh está cocinando nabos?

Cada vez que Karl la llamaba “mi Onnuh”, de ese modo, la sangre le latía en las mejillas. Pero James seguía parloteando.

– Tenías razón acerca de los nabos. ¡Nunca vi unos tan grandes en mi vida!

– ¿Qué te dije? -lo regañó Karl, de buen humor. Luego, bajando la voz, repitió-: ¿Nabos, eh?

Pero mientras Karl iba a la cabaña con la caja de ollas al hombro, Anna se volvió hacia James y le ordenó con un susurro nervioso:

– James Reardon, no metas la nariz en mi guiso de nabos, ¿me has escuchado?

– ¿Qué dije yo? -preguntó James, sorprendido por el ataque repentino de Anna a raíz de su comentario.

– ¡No te preocupes! -le susurró ella-. ¡Los nabos son asunto mío!

En ese momento, regresó Karl. Se levantó un poco los pantalones en la cintura y se volvió luego hacia el lugar vacío donde había estado la casa del manantial.

– Estuve esperando que me dijeran qué había pasado con el manantial. Pero ya que no me dicen nada, debo preguntar.

Los nabos fueron olvidados, mientras Anna y James se miraban con una sonrisa cómplice y socarrona.

– La casa fue destruida, Karl -dijo James con la mayor simplicidad.

– ¿Cómo es que se destruye una casa? ¿Mientras estamos sentados por allí, con los baldes?

– La hice volar hasta el cielo cuando le disparé al oso.

Aun si viviera tanto como los arces vírgenes de Karl, con su abundancia de néctar, James jamás olvidaría el dulce néctar de ese momento… la mirada en el semblante de Karl, la mandíbula caída por la incredulidad, su propio orgullo creciente, su satisfacción por haber dejado caer el comentario como al pasar, de una manera tan viril.

Y si Karl viviera tanto como sus arces, llevaría siempre en su recuerdo la impresión de ese momento: el muchacho sosteniendo el nuevo Henry de repetición, tratando de parecer indiferente cuando el orgullo irradiaba de su semblante; sus manos huesudas poniendo el rifle en posición delante de él, como diciendo: “Esto no es nada difícil”.

– ¿Un oso?

– Correcto.

– ¿Mataste un oso?

– Bueno, no yo solo. Anna y yo le disparamos juntos -afirmó James. No había indiferencia simulada ahora. Las palabras le salían a borbotones detrás de la amplia sonrisa dibujada en sus labios- ¿No es cierto, Anna? Estábamos durmiendo y sentimos todos esos ruidos y arañazos y sonaba como si alguien estuviera tratando de tirar la puerta abajo a mordiscos, así que intentamos imaginarnos qué era y enseguida eso se dirigió a la casa del manantial y ¡tendrías que haber oído todo ese barullo, Karl! Creo que tuvo dificultad en pasar por la puerta y, cuando lo logró, la partió en mil pedazos y ahí fue cuando oímos todo ese estruendo y se puso a sorber el jugo de las sandías, después de haber roto casi todas las vasijas. Entonces, le dije a Anna que encendiera una de las antorchas que quedaron de cuando ella se perdió, y Anna la llevó delante de los dos para cegar al oso y así poder dispararle un buen tiro, antes de que la fiera tuviera la oportunidad de pensarlo dos veces. Porque una vez dijiste que cuando un oso sabe dónde encontrar comida, vuelve cada tanto, y el único modo de detenerlo es matarlo; entonces, eso es lo que hice, Karl. ¡Le di justo entre los ojos y no quedó mucho de la cabeza, una vez que terminé, tampoco! -Por fin, James paró, sin aliento.

Karl estaba pasmado. Inclinó los hombros y la cabeza hacia adelante.

– ¿Tú y Anna hicieron todo eso?

– Seguro que sí. Pero cargaste demasiado el fusil y voló la pared del fondo, por completo. A mí también me hizo volar, ¿no es cierto, Anna? -Pero antes de que su hermana pudiera siquiera asentir con la cabeza, James se apresuró a agregar-: Pero Anna me hizo prometerle que tan pronto como disparara el primer tiro, correría a refugiarme en la casa tan rápido como mis piernas me lo permitieran. Te juro, Karl, que no estaba seguro de tener todavía los pies sanos, después de que el arma me mandó al suelo de un golpe. Me dijiste que pateaba, ¡pero no esperaba que pateara como una mula!

Karl empezaba a registrar el impacto de todo esto. ¿Y si James hubiera fallado? ¿Si el arma no hubiera disparado? Sintió un nudo en el estómago al imaginar las más espantosas escenas.

– Muchacho, sabías que fue sólo mi arrebato lo que me hizo descargar la furia sobre ti, aquella vez en el pantano, cuando te dije que eras lento con el fusil. Aunque hubieras dejado que el oso se comiera todo lo que había allí, no te habría reprendido, mientras los hubiera encontrado a salvo a mi regreso.

– Pero estamos a salvo -razonó el muchacho.

– Sí, están a salvo, pero a causa de mi tonto comportamiento, te hice correr un riesgo para probarte a ti mismo, cuando todo este tiempo lo habías estado haciendo.

– No fue a causa de lo que ocurrió en el pantano, Karl, de verdad. Fue… bueno… no sé cómo decirlo. Fue un poco como cuando le dices a Anna: “Una puerta debe mirar al este”. Todo lo que pude pensar fue: “Un hombre debe proteger su casa”.

Una vez pronunciada, la madurez de esta simple afirmación pegó de lleno en James. Había comenzado a cruzar, ya, el umbral de la adultez.

– Karl… -dijo ahora James, repentinamente seguro de la verdad de lo que iba a decir-. Lo habría hecho de todos modos, aun si no hubiera visto un solo pantano o una sola baya en mi vida.

Anna contempló a los únicos dos hombres que amaba; habían llegado a un acuerdo entre ellos, y marcado el rumbo hacia un futuro signado por el respeto y la solidaridad. A pesar de su inmensa alegría, su corazón clamaba por alcanzar un nivel similar de comprensión con Karl. Pero la tregua entre ellos sería postergada por un momento más, pues Karl estaba diciendo, con una leve sonrisa:

– Bueno, muéstrame ahora ese oso al que le volaste la cabeza de un tiro y que sólo venía a negociar por un poco de jarabe de sandía.

James sonrió y dio un brinco, al tiempo que decía:

– Está aquí afuera, detrás de la casa de adobe. Quisimos ponerlo donde no lo pudieras ver de entrada, y darte la sorpresa cuando estuviéramos listos.

Karl comenzó a seguirlo pero se dio cuenta de que Anna se había quedado atrás.

– ¿No vienes, Anna? -Ella dudó un momento antes de que Karl agregara-: La que lleva las antorchas también debe venir. Si no hubiera sido por ti, no habría habido antorchas en la casa.

¿Le estaba haciendo una broma?, se preguntó Anna; el corazón le dio un pequeño brinco. ¡Oh, se burlaba de ella por haberse perdido en la plantación de frutillas! ¡Cuánto hacía que Karl no le gastaba ninguna broma!

Karl se volvió para seguir a James, y Anna se puso a observar las botas altas de su esposo, recordando el primer día que se encontraron; cómo ella hubiera querido mirarlo a la cara pero sólo pudo caminar, los ojos fijos en sus botas, preguntándose qué pensaría Karl de ella.

Al rodear la casa de adobe, Karl vio no sólo el cuerpo del oso negro colgado de un árbol; también había allí un ciervo macho de cola blanca, colgado de los talones. Karl se detuvo y miró la escena, incrédulo, mientras Anna y James se sonreían con complicidad. La reacción de Karl fue tal cual se la habían imaginado.

– ¿Pero de dónde salió este ciervo?

– Oh, es de Anna -dijo James, con naturalidad, ahogando una risita.

– Ustedes dos están llenos de sorpresas hoy.

– Bueno, en realidad, el ciervo fue una sorpresa también para nosotros -admitió James.

Anna estaba removiendo la tierra con la punta de su zapato.

– ¿Me quieren contar qué pasó? -Miró a su esposa a los ojos.

– Cuéntale tú, James.

– Que me lo cuente alguien, no importa quién sea.

– La razón por la que Anna no te lo quiere contar es que teme que te enojes con ella por lo de las papas.

– ¿Qué papas?

– Las que se robaron los indios.

La confusión de Karl crecía con cada minuto. Sin embargo, Anna seguía jugueteando con su zapato en el suelo, y Karl sabía que no iba a sacar nada de ella.

– Veo que debo preguntar nuevamente -dijo Karl, siguiéndoles el juego-. ¿Qué papas robaron los indios?

James completó la historia.

– Las de la huerta. Recogimos todas las papas, las lavamos y las pusimos en bolsas de arpillera, pero nos olvidamos de lo que nos dijiste acerca de los indios: que se llevan todo lo que quieren, mientras no esté protegido. Pienso que, en el fondo, nunca te creímos. De modo que acomodamos todas esas bolsas de papas contra la pared de la cabaña, sin pensar que había apuro en meterlas en el sótano. Las dejamos toda la noche, y cuando nos levantamos a la mañana siguiente, una de las bolsas había desaparecido. Nos imaginamos que se la habían llevado los indios.

“Anna estaba segura de que te enfadarías porque dijiste que necesitábamos todas las papas para afrontar el invierno. De todas formas, ella estaba realmente preocupada y no sabíamos cómo hacer para recuperar las papas. Luego, esta mañana, cuando nos levantamos, apareció ese ciervo, allí, cerca del oso. Veo que los indios son tal cual tú los describiste, Karl. Tienen el más extraño sentido de la honestidad que yo haya conocido. El ciervo debe de ser el modo en que nos compensaron por las papas que se llevaron.

– Seguro que es así. Creo que tendrán que comer más carne que papas este invierno, eso es todo. ¿Podría hacer una pregunta?

– Seguro -contestó James.

– Si Anna estaba tan aterrada por los sacos de papas que desaparecieron, ¿por qué el resto sigue ahí?

– Porque ninguno de los dos podía bajarlos hasta el sótano. Pensamos que las papas se arruinarían si las arrastrábamos y las dejábamos caer de costado. Hicimos lo que pudimos para traerlas hasta aquí. Entonces, Anna tomó un trozo de madera de la pila y lo atravesó por delante de los sacos durante la noche. Dijo que si a los indios les gustaban tanto las papas, ¡que se las llevaran y ella se comería los nabos!

– Pero yo pensaba que a Anna no le gustaban los nabos -dijo Karl, echándole una mirada.

Aliviada porque Karl no pareció preocuparse mucho por las papas robadas, Anna se animó a devolverle la mirada, pero se obstinó en permanecer callada.

Karl volvió a centrar su atención en los dos árboles.

– Eso explica lo del ciervo. Pero, ¿cómo se las arreglaron con este otro monstruo?

Envalentonado por el juego, James respondió:

– Oh, fue muy duro subirlo allí arriba, ¿no, Anna?

¡Había estado suficiente tiempo junto a Karl como para resistir la tentación de hacerle una broma!

– Ahora no traten de decirme que ataron ustedes mismos ese oso allí arriba, no dos flacuchos… -Pero Karl se corrigió enseguida-: No dos jóvenes cachorros como ustedes.

James no pudo esperar más para continuar su historia. Igual que antes, las palabras surgieron a borbotones, como el manantial de la tierra, cerca de ellos. Sin interrupciones.

– Cuando le disparamos, el oso cayó en el manantial y nos dimos cuenta de que estábamos en un gran problema. Si lo dejábamos allí, el agua se pudriría enseguida; entonces, tomé tu hacha y derribé las paredes que quedaban en pie, y Anna y yo les sacamos las vísceras ahí mismo. Anna sintió náuseas, pero le dije que si no lo hacíamos, la carne ya no serviría por la mañana. Lavamos bien el cuerpo y lo dejamos ahí; luego, lo primero que hicimos por la mañana fue ir a lo de Olaf, y Erik vino con la yunta y lo colgó aquí arriba, con la polea y el aparejo. Erik dice que el animal debe de pesar unos ciento setenta kilos. ¿Tú qué piensas?

Pero Karl estaba pensando: “¿Anna le sacó las vísceras al oso? ¿En medio de la noche, a la luz de una antorcha, vestida con el camisón, quizá? ¿Mi Anna limpió ese oso? ¿Anna, que sentía náuseas al ver cómo se rellenaba un guaco?”

– Yo diría que más bien doscientos kilos -contestó Karl, finalmente.

– Tal vez hubiera llegado a doscientos con la cabeza. Por supuesto que Erik jamás lo vio con la cabeza. Nos reímos mucho cuando vino hasta la fuente y se encontró con el oso sin cabeza. Mientras lo subíamos, Erik repetía todo el tiempo: “¡Bueno! ¡Ustedes dos sí que se consiguieron una enorme y hermosa alfombra de piel de oso!”

Muy complacido con su historia, James siguió divagando. Repetía: “Erik esto” y “Erik aquello”, hasta que Karl se sintió irritado al oír ese nombre tantas veces. Luego, cuando se enteró de que Erik se había quedado a comer, Karl trajo a su memoria el modo en que Anna se colgó del cuello de su vecino, la noche que él la rescató de los lobos. Pero justo cuando James comenzó a hablar del tema, Anna recordó que tenía los nabos cocinándose y se dirigió a la casa.

“¡Maldito seas, James!”, pensó mientras se alejaba. “¡Tienes que seguir y seguir, como si Erik se hubiera quedado aquí todo el día!”

Durante toda la cena, Karl y James hablaron de osos y rifles. Analizaron al detalle el Henry de repetición calibre 44: cómo el arma podía contener quince proyectiles en su cargador tubular, cómo el buen ajuste de la culata no dejaba escapar el gas, y cómo esa nueva arma pronto desplazaría al obsoleto Sharps de Karl. Cuando terminó la comida, el Henry pasó a ocupar el lugar de los platos. Ambos hombres desarmaron el rifle, pieza por pieza y lo volvieron a armar, mientras Anna escuchaba palabras extrañas otra vez y quedaba fuera de la conversación: cámara, bloque de cierre, cuña, gatillo, culata, amortiguador. La muchacha comenzó a impacientarse.

Llegó la noche y Anna sintió curiosidad por averiguar el contenido del paquete que le había traído Karl. Con toda la excitación provocada por la cocina y las ollas y el rifle y el oso y el ciervo, el paquete había quedado olvidado. A la hora de la cena, cuando todos estaban en la casa, Anna decidió que lo abriría cuando se encontrara sola. Mientras tanto, el paquete seguía sobre la cama, sin abrir.

Pero Karl la sobresaltó, al decir:

– Debo revisar los caballos. ¿Vienes conmigo, Anna?

Anna se llevó una chaqueta, pues las noches eran más frescas ahora. Además, así tenía dónde poner las manos desocupadas. Se las metió en los bolsillos y dobló las solapas de la chaqueta una sobre otra. Karl encendió su pipa y caminaron hasta el granero. A mitad de camino, Karl le dijo:

– Estuviste muy ocupada mientras yo no estaba.

– Así fue.

– Pensé que al llegar a casa tendría que recoger las papas y los nabos.

– Oh, ésa fue idea de James, sacarlos. Comentó que tú le dijiste que estaban listos; de otro modo, no me hubiera dado cuenta. Lamento que los indios se hayan llevado las papas.

– Veo que no las necesitaremos. Me doy cuenta de lo ocupados que estuvieron, cuando miro alrededor y noto qué buena fue la cosecha. Habrá un montón para el invierno, un montón…

– Bueno, es un alivio. No estaba segura de la importancia que tenía un saco de papas. Pero James se olvidó de decirte que todavía quedaron algunas rutabagas y zanahorias por arrancar. No terminamos del todo con los vegetales.

– Sí, los veo allí afuera. Pero aguantarán. A las zanahorias les gusta estar en la tierra para endulzarse, después de las primeras heladas; eso decía mi padre. Tenemos bastante tiempo todavía.

Cerca del granero, desviaron los pasos. Anna sintió que sus pies no querían llevarla allí adentro. Se volvió y se puso a deambular, como por descuido, en dirección a la huerta, que estaba bañada por la luz de la Luna; sus haces blanco azulados resaltaban el contorno de la parte visible de las zanahorias, las hojas de las rutabagas y las enredaderas de zapallitos.

– Me impresionó llegar a casa y encontrarme con ese oso colgado del árbol. Fuiste tan valiente como el muchacho, al animarte a salir, sin saber lo que te esperaba.

– No me sentí valiente para nada. Si hubiera sido por mí nos habríamos quedado donde estábamos, preguntándonos qué había allí afuera. No fue idea mía abrir la puerta.

– Pero lo hiciste, Anna. El punto es que lo hiciste.

Anna encogió los delgados hombros.

– ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejar que James saliera solo? Te digo que ese muchacho es terco corno una mula. Si lo hubieras visto, Karl… Estaba dispuesto a salir solo, si yo no lo acompañaba. Le dije que a mí me daba lo mismo si el oso se comía todo lo que había en el lugar, pero él estaba decidido. Se la pasó diciendo: “Karl dice esto” y “Karl dice aquello”, y no había manera de hacerlo cambiar de idea.

Karl se enterneció al darse cuenta de la influencia que tenía sobre el muchacho y en qué medida James respetaba sus enseñanzas.

– Es un gran muchacho -dijo, pensativo.

– Sí que lo es.

– Anna, si algo hubiera andado mal y el oso les hubiera hecho daño a cualquiera de los dos, no habría podido soportarlo.

Las amargas e irreflexivas palabras que le había arrojado a Karl acerca del oso, volvieron a su mente para atormentarla, La lastimaban más, ahora, de lo que habían lastimado a Karl cuando ella las había pronunciado. Luchaba por encontrar las palabras adecuadas, pues necesitaba desesperadamente que las cosas anduvieran bien entre ellos otra vez.

– Karl… lo que dije antes de que te fueras… acerca del oso…

– Escúchame, Anna. Es mi propia estupidez la que lo trajo aquí. Lo he pensado y no me explico por qué un oso vino aquí a armar este alboroto, cuando nunca antes lo había hecho. Es porque estaba tan enojado cuando me fui del pantano, que no usé el sentido común. Creo que debo de haber dejado un rastro de bayas justo hasta nuestra puerta. Cuando un hombre pierde la cabeza de esa manera, no puede razonar. Pienso que eso es lo que hice aquel día. Hasta puse en peligro a mi propio caballo, haciéndolo marchar a paso rápido, sin herraduras. Y cuando lo apuré, desparramé las bayas, pues debí haber cubierto las canastas y no lo hice. En cambio, conduje al oso, tontamente, hacia nuestra casa, como si lo hubiera convidado con bayas. Enseguida me marché y los dejé solos para que se encargaran del animal.

– Eso no es verdad, Karl. Creo que lo dices ahora, a causa de lo que yo te dije antes de irte. Nunca debí haber pronunciado esas palabras, y me arrepentí apenas salieron de mi boca. No fue mi intención, Karl. -Lo miró, arrepentida.

– Es lo que dijo Kerstin.

– ¿Kerstin? -Anna levantó las cejas, irritada-. ¿Le contaste a Kerstin lo que yo dije?

El semblante de Anna parecía echar chispas en la oscuridad.

– Tuvimos una charla, Kerstin y yo. Me dijo que tú eras humana y que hablaste sin pensar, como todos hacemos a veces.

La idea de Karl intercambiando confidencias con Kerstin la hirió tan profundamente, que Anna se trepó a la cerca y se sentó, dándole la espalda a Karl, para que no pudiera ver su cara a la luz de la Luna. “Debe de estar más cerca de Kerstin de lo que yo creía”, pensó, “como para hablar con ella de nuestros asuntos privados.”

– Pasaste la noche en lo de los Johanson, dijo Erik.

“Dijo Erik”, pensó Karl, deprimido.

– Sí. Estuvieron muy contentos de recibirme.

“¡Sin duda!”, pensó Anna, con amargura. “Sobre todo una de los Johanson.”

– Karl -comenzó Anna, deseosa de dejar de lado el tema de Kerstin, para poder hacer las paces-, gracias por la cocina.

– No tienes que agradecerme, Anna. Kerstin me llamó sueco obstinado, y sé que lo fui, pues me pasé todo el tiempo diciendo que no necesitábamos una cocina. Hablamos un largo rato, Kerstin y yo, y me hizo ver que deberíamos tener una.

Anna se tensionó al oír estas palabras. Se sintió profundamente herida al pensar que Karl se había decidido a comprar la cocina sólo cuando ¡la deliciosa Kerstin pensó que debía hacerlo! No porque su propia esposa se lo había pedido. Toda la alegría que sintió había desaparecido. Se encontró a sí misma pensando que quería atacar a Karl y lastimarlo, para tomarse la revancha.

– ¿Te animaste a destripar a ese animal, Anna? -dijo Karl con admiración.

– ¡Sentí asco todo el tiempo! -contestó abruptamente-. ¡No quiero sentir el olor de un oso mientras viva!

Confundido por su repentina frialdad, Karl continuó:

– Vas a tener que sentir el olor de éste por un tiempo. Mañana James y yo tendremos que ocuparnos de la carne. Luego hay que derretir el sebo antes de preparar las velas para el invierno.

– Supongo que eso significa que te demorarás un par de días más antes de hacer la puerta de la cabaña. ¿Cuánto falta, Karl?

– Mañana trabajaré con la carne. Llevará un día hacer las ventanas. Y tal vez un día más hacer la puerta y colocar la cocina. Y tendremos que mudar cosas de la casa de adobe, también, y tendré que preparar las nuevas camas de soga y el aparador que te prometí para la cocina.

Anna se bajó de la cerca, se alisó los pantalones y dijo, en un tono cortante:

– Bueno, el aparador puede esperar. Quiero que me saques lo más pronto que puedas de esa casa de adobe. ¡Estoy harta de esa chimenea que apesta y de vivir como un tejón en su madriguera!

Sorprendido, Karl no atinó más que a quedarse pensando qué habría provocado ese cambio en Anna mientras estuvo sentada sobre la cerca. Se había mostrado tan dulce apenas salieron de la casa… Y no le mencionó nada acerca del paquete que le trajo.

Cuando Karl se metió en la cama, Anna ya estaba allí. Deseaba con toda el alma estrecharla entre sus brazos y terminar con esa pelea. Pero ella estaba bien lejos, del otro lado de la cama. Tratando de enternecerla, Karl murmuró:

– Anna, ¿te gustó lo que te traje en el paquetito?

– Oh, no tuve tiempo de abrirlo, todavía -dijo con brusquedad, y Karl retiró la mano que estaba a punto de acariciarle la espalda.

Anna podía sentir el aroma de la pipa, que todavía persistía en el pelo de Karl. Recostada a su lado, triste, oyó un silbido inconfundible: era la lechuza de orejas largas, ojos amarillos y cara rojiza, que estaba posada sobre una rama, encima de la pila de madera: “güi-i-i-i, iú, güi-i-i-i, iú”.

Cuando Anna ya no pudo seguir fingiendo que estaba dormida, se hundió sobre el colchón, de espaldas, como Karl.

Fue entonces cuando llegó la pregunta.

– ¿Le preparaste comida a Erik? -preguntó Karl.

Anna sintió latir su corazón, con un ritmo semejante al canto de la lechuza.

– Bueno, Erik nos ayudó con el oso. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Pero ahora, un nuevo dejo de esperanza renació en Anna. Karl, por lo visto, estaba celoso.

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