Anna se puso en acción en el instante mismo en que sus figuras desaparecieron por el sendero que llevaba a la laguna. Esa vieja y conocida sensación de inseguridad volvió a oprimirle el estómago. Cada nervio del cuerpo, cada músculo, cada fibra quería que esto resultara. En lo único en que podía pensar era en complacer a Karl. ¿Cuánto tiempo tenía? ¿Era suficiente como para esperar que el agua se entibiara en la cocina?
Estaba atenta al primer zumbido de la pava, mientras ponía la casa en orden. Se apresuró a colgar las cortinas sobre unas varas de sauce flexibles. Luego, colocó sobre la mesa un mantel de guinga que hacía juego, los platos, los cubiertos y los jarros. Usó preciados minutos para correr hasta el límite del campo, donde crecían flores silvestres, y recoger un ramo. Lo puso en una gruesa jarra de barro, en el centro de la mesa: era un ramillete recogido en esa región de Minnesota, tan querida para Karl. Había margaritas color lavanda de florecimiento tardío, azucenas con un centro más oscuro, galio blanco que parecía un tejido de filigrana, varas de oro plumosas, lisimaquias de color púrpura intenso, flameantes estrellas de un rosado fosforescente, y por último… lo más importante… Anna intercaló en el bouquet fragantes manojos de trébol amarillo. Parada a una cierta distancia, se tomó un momento para apreciar lo que había hecho con sus propias manos, preguntándose qué diría Karl cuando entrara y lo viera.
Pero el tiempo tenía alas; el agua ya estaba tibia, ahora. Se bañó, usando el fragante jabón de manzanilla por primera vez. Enseguida se apresuró en ponerse el vestido nuevo. El pelo rebelde se le enredaba entre los dedos, los rulos indisciplinados resistían los esfuerzos de Anna por doblegarlos. Pero la muchacha insistía con dedos temblorosos.
Cuando, por fin, Anna y la cabaña estuvieron en orden, se miró por última vez en su pequeño espejo. Se miró con ojos críticos y sintió que se le arrebolaban las mejillas. Dejó el espejo y se apretó el estómago con ambas manos, luchando por mantenerse calma, por tranquilizarse, pensando que estaba haciendo lo correcto. Una vez más, la asaltaron las dudas. Suponiendo que Karl fuera conquistado por sus esfuerzos, ¿cómo se animaría a enfrentarlo? De pronto, pensó en James entrando en la cabaña y descubriendo la evidencia de su manifiesta seducción, y supo que no podría enfrentarlo mientras se quedara contemplando las cortinas, el mantel, el vestido nuevo.
Cuando los oyó regresar, se escondió detrás de una cortina, en el rincón. Se sentó sobre el baúl y levantó las piernas del piso para que no supieran que ella estaba allí. En agonía, apretó las rodillas contra el pecho y cerró los ojos, esperando escuchar sus comentarios, apenas entraran.
James estaba hablando en ese momento.
– … porque oscurece más temprano estas noches, así que me apresuraré a regresar…
Anna no necesitó mirar a James para saber que estaba sorprendido al ver esa mesa. El silencio fue de lo más elocuente antes de que James dijera en un tono de asombro:
– ¡Dios mío! Karl, ¡mira eso!
Karl no emitió ningún sonido. Se lo imaginó, de pie en la arcada, sosteniendo la ropa sucia, con una mano apoyada, tal vez, en el borde de la puerta nueva.
– Flores, Karl -dijo James casi con reverencia, mientras el corazón de Anna amenazaba con ahogarla-. Y las cortinas… colgó las cortinas.
Karl seguía sin pronunciar palabra.
– Pensé que era algo tonto desperdiciar todo ese tiempo con las cortinas, pero quedan hermosas, ¿no es cierto?
– Sí. Quedan hermosas de verdad -dijo Karl, por fin.
Anna apoyó la cabeza en la pared, allí en su pequeño rincón, respirando lo más silenciosamente que podía para que no sospecharan su presencia.
– Me pregunto dónde estará -dijo James.
– Me… me imagino que andará por alguna parte.
– Me… me imagino que sí. Bueno, mejor será que me peine antes de salir.
– Sí, ve a peinarte mientras le pongo los arneses a Belle y a Bill.
– No hace falta, Karl. Puedo hacerlo solo.
– Está bien, muchacho. No tengo otra cosa que hacer hasta que Anna regrese de donde está.
– Bueno, Karl, te lo agradezco.
Transcurrió una eternidad hasta que James subió la escalera, silbando entre dientes, y luego bajó. Cuando Anna pensó que ya no podría tolerar un minuto más, oyó el eco de sus pasos, que marchaban hasta la puerta y luego se alejaban. Desde afuera, escuchó sus voces, otra vez.
– Gracias, Karl.
– No es nada. Tú lo hiciste muchas veces para mí. No es nada.
– Bueno, Karl. Ahora me las arreglaré solo con los caballos. Se rieron juntos; luego Anna oyó que Karl decía:
– Recuerda lo que te dije. Anna sonrió para sí.
– Bueno, saluda a Olaf y a todos de parte mía y de Anna.
– Lo haré, y no te preocupes. Cuidaré muy bien a Belle y a Bill.
– Eso no me preocupa. Ya no.
– Hasta luego, Karl.
– Hasta luego. Que lo pases bien.
– Seguro. Adiós.
“Ahora es el momento”, pensó Anna. “Ahora, mientras Karl todavía está afuera. Debería salir y quedarme de pie cerca de la cocina para cuando regrese.” Pero le resultaba imposible mover las piernas. “Se me arrugó la falda, sentada aquí, apretando las rodillas demasiado fuerte”, pensó con rabia. “Tendría que tener un delantal como el de Katrene. Oh, ¿por qué no se me ocurrió hacerme un delantal?”
Esperó demasiado y oyó las pisadas de Karl sobre el piso. Unos pocos pasos y se detuvo. ¿Estaría contemplando la mesa? ¿Se estará preguntando dónde estoy? ¿Pensará que soy una chiquilina estúpida cuando descubra que estuve escondida detrás de la cortina todo el tiempo? Apretó las manos contra las mejillas pero sus palmas estaban tan calientes como su rostro. Apoyó los pies en el piso y abrió las cortinas. Sintió que algo saltaba y se retorcía en la boca del estómago, como si tuviera adentro ranas vivas.
Karl estaba de pie, con las manos en los bolsillos, analizando la mesa. El movimiento de la cortina al correrse le llamó la atención, y levantó la mirada. Lentamente, sacó las manos; lentamente, las llevó a los costados del cuerpo.
Anna se quedó quieta, sosteniendo la manta.
Ninguno de los dos supo qué decir, sobre todo Karl.
¿De qué hablaría? ¿De la mesa, preparada de forma tan encantadora, con ese inmaculado mantel floreado y los pimpollos frescos que Anna había recogido y ubicado tan hábilmente como lo hacía su madre? ¿O debería mencionar las cortinas que su esposa había colgado de las ventanas? Le encantaban, a pesar de que lo había desilusionado, al principio, que desperdiciara en ellas la rosada guinga. ¿Le hablaría del vestido que se había cosido para sorprenderlo, simple, de mangas largas, falda amplia, y que combinaba con aquellas cortinas nuevas de color rosado? ¿De su pelo, tal vez, ese hermoso pelo ondulado, irlandés, color de whisky, recogido en trenzas tirantes que terminaban en una corona sobre la cabeza?
Karl buscaba en su mente la palabra adecuada. Pero, del mismo modo que la primera vez que la vio, encontró una sola palabra que podía decir. La soltó, como lo había hecho a menudo, en un tono de desconcierto, de asombro, de revelación, un tono que implicaba una respuesta a todo lo que veía delante de él, una pregunta acerca de todo lo que se desplegaba ante sus ojos. Todo lo que Karl tenía, todo lo que era, todo lo que esperaba ser, estaba encapsulado en esa única palabra:
– ¿Onnuh?
Anna tragó saliva pero permaneció con los ojos abiertos, insegura. Dejó caer la cortina; luego, se tomó las manos detrás de la espalda.
– ¿Cómo te fue en la laguna, Karl? -preguntó.
Increíblemente, Karl no contestó.
– ¿El agua estaba fría? -intentó, otra vez, nerviosa.
Por suerte, esta vez Karl pudo responder.
– No demasiado fría.
La frente y las mejillas le brillaban, de limpias y bronceadas.
El pelo estaba recién peinado. El sol del atardecer se reflejaba a través de una de sus preciadas ventanas y destacaba la piel lustrosa y hacía que el pelo pareciera más dorado. A Anna le pareció sentir el olor a frescura desde el otro extremo de la habitación.
– Parece que James no tuvo problemas.
– No. Se fue lo más bien.
A Anna le dolían las manos. Notó, de pronto, que le dolían las manos. Con un gran esfuerzo, las soltó y las sacó de su escondite.
– Bueno… -dijo, y volvió las palmas hacia arriba en un ligero gesto nervioso.
Karl tenía un nudo en la garganta.
– Estuviste muy ocupada mientras James y yo estábamos en la laguna.
– Un poco -respondió Anna, tontamente.
– Más que un poco, creo.
– Bueno, es nuestra primera comida y…
– Sí.
Se hizo silencio.
– Entonces, ¿hablaron tú y James?
– Sí. No sé si le serví de ayuda, en realidad. Yo mismo no soy muy bueno para hacer la corte a una mujer -dijo, y volvió a meterse las manos en los bolsillos.
Anna sintió como si su lengua estuviera paralizada.
Se quedaron allí de pie, acompañados sólo por el crepitar de los leños en el fogón, hasta que, por último, Karl agregó:
– Parecía estar un poco menos nervioso cuando se fue. La charla debe de haberle hecho bien.
– Eso pensé.
– Sí.
Anna buscó con desesperación algo que decir.
– Bueno, no pareció importarle perderse la cena con nosotros.
– Es verdad.
– Gracias a Dios que está Nedda. -Apenas lo dijo, se hubiera mordido la lengua-. Bueno… -dijo Karl, lo mismo que Anna un momento antes.
– ¿Tienes hambre, Karl?
Comer era en lo que menos estaba pensando, pero respondió:
– Sí, siempre tengo hambre.
– Ya empecé a preparar la comida, pero necesito hacer unos toques de último momento.
– No hay apuro.
– Podríamos tomar un té mientras esperamos.
– Eso sería bueno.
– ¿Té de rosas? -le preguntó, y percibió la nuez de Adán de Karl agitarse, mientras él tragaba.
– Sí, me gusta el té de rosas.
– Bueno, siéntate y te lo prepararé.
Hizo un gesto hacia la mesa decorada, con mano temblorosa, y haciendo un esfuerzo, se dirigió a la cocina. Karl corrió la silla pero se quedó de pie al lado, observando cómo Anna tomaba el recipiente de la repisa improvisada que había en la pared próxima al fogón.
– Hubiera querido tener el aparador para cuando nos mudáramos -dijo Karl.
– Oh, no importa. Habrá tiempo de sobra para hacerlo cuando venga el tiempo frío y no tengas tanto trabajo. Creo que disfrutaría el olor a madera, mientras trabajaras en la casa.
– Tengo un árbol elegido.
– Ah, ¿de qué clase?
– Me decidí por un pino nudoso. Los nudos lucen como joyas cuando lustras la madera. Salvo que prefieras el roble o el arce, Anna. Podría usar cualquiera de los dos.
Karl contempló el balanceo de la falda mientras Anna tomaba la pava y llenaba la tetera con agua hirviendo. La muchacha se volvió en ese momento, y dijo:
– Oh, no, Karl. El pino está muy bien. -Pero giró demasiado rápido y tuvo que sostener la tapa de la tetera para que no saliera volando. Karl se preparó para atajarla por si caía de su lado-. Siéntate, Karl, y trataré de no quemarte con el té.
Karl pensó en correrle la silla para que se sentara pero Anna no fue hacia allí. Se quedó de pie al lado de la silla de su esposo, esperando que se acomodara. Cuando lo hizo, se agachó para servirle el té y Karl pudo percibir el nítido aroma a manzanilla que la rodeaba.
Mientras llenaba la taza, se disculpó:
– Siento que no sea té de consuelda. Pero supongo que no me lo habrías pedido porque tenemos poco.
– No importa que la consuelda se haya secado. Podremos encontrar la planta silvestre en el bosque y trasplantarla en la primavera.
– Pero me dijiste que la consuelda era tu preferida.
– También me gusta el té de rosas.
Anna se sirvió el té y se sentó frente a su esposo.
– La primera bebida que me enseñaste a preparar -dijo, levantando su jarro-. Aquí, por el té de rosas. -Brindó, esperando con el jarro en alto.
Karl siguió su movimiento y chocó su jarro contra el de ella, recordando la primera noche, cuando le había preparado el té para que se tranquilizara antes de ir a la cama.
– Por el té de rosas -brindó también él.
Se llevaron los jarros a los labios, mirándose, primero; luego, apartaron la mirada hacia el borde de las tazas.
– ¿Cuándo hiciste todo esto? -preguntó Karl, contemplando el interior de la cabaña.
Anna se encogió de hombros, aunque floja, todavía, por la corrida.
– Las flores son… me gustan las flores en ese jarrón.
– Gracias.
– Y ese mantel, también.
– Gracias.
– Y las cortinas. Haces juego con las cortinas, Anna -dijo, sonriendo.
La muchacha también sonrió. Era curioso cómo pensaban lo mismo.
– Quedo un poco escondida entre las cortinas. Debes buscar para encontrarme.
– No lo creo, Anna -dijo-. Las cortinas y el mantel son de guinga pero tu vestido luce diferente.
“¡Malditas sean mis manos!”, pensó Anna, cuando se llevó una al cuello para alisarlo, sonriendo como una tonta colegiala.
– Ya estaba pensando en hacer un segundo viaje al pueblo para traer más guinga, si es que no quería verte en pantalones todo el invierno.
– ¿Me la trajiste para vestidos, entonces?
– Me desilusionó un poco al ver que la usabas toda para las cortinas.
– No toda.
Karl hizo un gesto con la taza, como el de un esgrimista que tocara la espada de su maestro con la punta de la suya. Anna levantó la tetera para volver a llenar el jarro.
– El vestido es hermoso, Anna.
El té se agitó dentro de la tetera, en camino hacia la taza.
– ¿De verdad? -preguntó, como si sólo ahora lo descubriera.
– Mucho más lindo que los pantalones.
Anna no pudo evitar fastidiarlo un poco.
– Sin embargo, yo me había acostumbrado a esos pantalones.
– Yo también.
– No bromees, Karl -dijo.
– ¿Yo, bromear? -preguntó.
– No sé. A mí me parece.
– Entonces, ¿no quieres que te haga más bromas?
“¡Oh, sí!”, clamaba su corazón, “como lo hacías antes.” Pero tuvo que decir:
– No esta noche. -Deseaba que Karl leyera el resto en sus ojos.
Karl asintió, en silencio.
– Tengo algunas cosas que hacer. Siéntate aquí y disfruta de tu té mientras yo…
Pero el resto no se oyó. Se levantó, incómoda, sabiendo que él observaría todos sus movimientos. Tomó la nueva sartén y la puso sobre la cocina. Sacó un bol y un batidor y rompió algunos huevos, golpeándolos contra el borde del recipiente.
– ¿Dónde conseguiste los huevos? -preguntó Karl.
– En lo de Katrene… cuando fuimos a pedirle ayuda a Erik por lo del oso. Pero los estaba reservando para esta noche.
Se quedó, otra vez, silencioso, observándola batir los huevos y agregarlos luego a los otros ingredientes secos que ya tenía preparados en otro bol. Anna incorporó la leche, sintiendo los ojos de Karl en la espalda. Cuando la mezcla estuvo lista, casi se equivoca y vuelca una porción en la sartén, sin engrasarla. Pero a último momento lo recordó, embadurnó la sartén y miró hacia atrás; se dio cuenta de que Karl observaba cada uno de sus movimientos. Se sentía ya el chisporroteo de la grasa cuando Anna, de pronto, se acordó del pote de mermelada de arándano, guardado en el sótano.
– ¡Oh, me olvidé de algo! ¡Vuelvo enseguida!
Salió corriendo de una manera nada elegante, dobló la esquina de la casa y se puso a luchar con la puerta del sótano. Bajó las escaleras, enredándose en las faldas y preocupada por temor a que se le quemara el panqueque sueco. Encontró el pote de mermelada y lo agarró; aseguró la puerta del sótano y voló a la casa, donde la recibió el olor a masa quemada. Olvidó tomar una agarradera y se quemó con el mango de la sartén, cuando la quiso retirar del fuego.
Karl había observado lo que ocurría, sin saber si debía levantarse y dar vuelta el panqueque o dejar que Anna lo hiciera a su manera. Le costó un gran esfuerzo quedarse allí y dejar que la masa se quemara.
Pero enseguida el ruido de la sartén llenó el silencio en la casa tranquila. Anna dejó caer la barbilla sobre el pecho, y Karl vio, desde atrás, cómo sus bucles pugnaban por escaparse de las trenzas en el hueco de la nuca. Notó que la muchacha levantaba un antebrazo para pasárselo por los ojos, y se dio cuenta de que estaba llorando.
Se levantó, tomó la sartén con la agarradera y arrojó el panqueque afuera. Volvió y dejó la sartén sobre la cocina; se paró detrás de Anna, tomó sus brazos y se los apretó con suavidad.
– Arruino todo lo que toco -se lamentó ella.
– No, Anna -dijo, alentándola-. No has arruinado las cortinas ni la mesa ni tu vestido, ¿no es así?
– Pero, mira esto. Katrene me enseñó cómo hacerlos, hice todo lo que me dijo, y todo resultó un desastre.
– Te preocupas demasiado, Anna. Te esfuerzas tanto, que las cosas te perturban. ¿Hay más masa para freír?
Anna asintió, apenada y tratando de no lloriquear.
– Entonces coloca un poco en la sartén y empieza de nuevo.
– ¿Para qué? Serán un desastre otra vez. Nada de lo que hago me sale bien.
Le dolía verla tan abatida. Si no lograba ayudarla a salir airosa de ese intento, que era tan vital para los dos, temía que ese hermoso comienzo que Anna había creado llevara sólo al fracaso. Tenía que lograr que sonriera un poco y tratara una vez más. Aunque Anna le había pedido que no le hiciera bromas esa noche, tenía que bromear de algún modo.
– Quizás el primero no era tal desastre, después de todo; Nanna se lo comió esta vez.
Anna miró hacia la puerta y allí estaba Nanna, con la cara feliz vuelta hacia ellos, triturando con sus dientes el panqueque quemado. Anna soltó una triste carcajada, se secó los ojos con el dorso de las muñecas, tomó el bol y volcó una porción de masa en la sartén, una vez más. Mientras tanto, Karl se sentó a la mesa.
Esta tanda resultó perfecta, pero Karl no lo supo hasta que Anna trajo el plato a la mesa.
– Me gustaría esperar a que se hagan tus panqueques, así los comemos juntos -dijo.
– Pero éstos están calientes.
– Puedes usar el horno de la nueva cocina para mantenerlos calientes mientras cocinas los tuyos.
– Muy bien, Karl. Si tú lo dices…
Su fracaso por no haber alcanzado la perfección comenzó a dolerle menos, cuando puso los panqueques en el horno y preparó los demás. Mientras lo hacía, oyó a Karl levantarse y ubicar dos velas prendidas, una a cada lado de las flores. Anna volvió con los dos platos. El Sol ya se había ocultado; las velas eran bien recibidas ahora que el crepúsculo se avecinaba.
– ¿Ves… qué fácil? -dijo Karl, con diplomacia, cuando Anna se sentó, otra vez, frente a él-. Ahora has hecho unos panqueques magníficos.
– Oh, Karl, no digas eso. El tonto más grande del mundo puede hacer panqueques.
– No eres la tonta más grande del mundo, Anna.
En ese momento, lamentó haberla llamado tonta el día que se pelearon; se daba cuenta ahora de cómo esas palabras hirientes habían acrecentado su sensación de ineptitud.
– Bueno, casi -dijo Anna, con la mirada clavada en su plato.
– No -insistió él-, ni siquiera casi. -Se miraron por un momento, antes de que Karl dijera-: ¿Es mermelada de arándano lo que tienes allí o no dejarás que me entere?
– ¡Oh! ¡Sí… claro! -Se la alcanzó-. Pero no la hice yo. La hizo Katrene y me la dio.
– Deja de disculparte, Anna -le ordenó con suavidad.
De la manera más natural, cubrió sus panqueques con el dulce de arándano y comenzó a comer, mirándola a través de la mesa, con el rostro tan tranquilo como el agua de la laguna. Nunca en su vida tuvo Karl que forzarse para comer, como en ese momento. Si fuera por él, podría entrar la cabra y comerse todos los panqueques, con el dulce y todo, directamente del plato; a él no le importaría en lo más mínimo. Pero por Anna, debía comerse esos panqueques y pedir más.
Anna comía con desgano; Karl era mejor actor que ella. Saltó, agradecida, para ir a freír más cuando su esposo se lo pidió. Cuando trajo la segunda tanda, la luz de la vela había creado un clima de intimidad y desconcierto, delineando cada gesto que les cruzaba el semblante mientras se miraban -casi todo el tiempo en silencio, ahora- a través de los panqueques y la mermelada, las tazas y el té de rosas, las margaritas y las lisimaquias, la guinga y el trébol perfumado.
Cuando terminó, Karl se inclinó hacia atrás y apoyó un brazo sobre el respaldo de su silla.
– Nunca me dijiste qué pensaste de mis regalos, Anna.
Esos ojos azules la estudiaban de una manera tal, que la muchacha sintió que sus piernas tenían, en ese momento, la consistencia de la mermelada de Katrene.
– Te agradecí la cocina, Karl, me encanta la cocina, lo sabes bien.
– No estoy hablando de la cocina.
– ¿La guinga?
– Sí. La guinga.
– La guinga… me encanta la guinga. Hace que el lugar parezca más alegre.
– Quise comprarte un sombrero con una cinta rosa, pero Morisette no tenía ninguno en esta época del año.
– ¿De verdad? -Estaba sorprendida, y la preocupación de Karl la había enternecido.
– De verdad. Y tuve que traerte el jabón, en cambio.
Anna se puso a estudiar el mantel y a raspar el borde con una uña.
– Me encanta el jabón, Karl. Es… es algo tan especial…
– Me dio trabajo sacar esas palabras de tu boca.
– Me dio trabajo lograr que me lo compraras -dijo Anna con dulzura, y pensó en todas las palabras amargas que se dijeron ese día en que Karl salió corriendo, hecho una furia.
– La noche que lo traje a casa no pareció importarte.
– Lo estaba reservando.
– ¿Para esta noche?
– Sí. -Anna bajó los ojos.
– ¿Como los huevos para los panqueques?
La muchacha no contestó.
– ¿Cuánto tiempo estuviste planeando lo de esta noche? Anna sólo se encogió de hombros- ¿Cuánto tiempo? -repitió.
Los ojos llenos de lágrimas resplandecieron por un instante a la luz de las velas, mientras ella lo miraba suplicante.
– Oh, Karl, viniste a casa aquella noche y de lo único que hablaste fue de Kerstin.
– Y tal vez hable de Kerstin a menudo. Es nuestra amiga, Anna. ¿Puedes entender eso? Me hizo ver las cosas más claras, me hizo hablar acerca de cosas que sólo un verdadero amigo puede hacerte ver.
Anna apoyó la frente en las manos y trató de contener las lágrimas.
– No quiero hablar de Kerstin -dijo, cansada.
– Pero para hablar de nosotros, debo hablar de Kerstin.
– ¿Por qué, Karl? -Lo miró, una vez más, directo a la cara- ¿Porque es ella la que está entre nosotros? ¿Porque es a ella a la que quieres?
– ¿Es eso lo que piensas, Anna?
– Bueno, ¿qué se supone que piense cuando, desde que ella vino, podrías haber tenido todo al alcance de tu mano, si hubieras esperado sólo unas pocas semanas más antes de traerme aquí para casarme contigo?
– Esas son tus palabras, Anna, no las mías.
– Bueno, son la verdad -insistió, caprichosa-. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo te sientes cuando estás en casa de los Johanson? Se nota, Karl. Se te ve… feliz, sonríes, hablas sueco, comes panqueques suecos ¡como si estuvieras de regreso en Skane!
Karl se inclinó hacia adelante, apoyó los brazos sobre el borde de la mesa, y la miró profundamente a los ojos.
– Escúchame, Anna, y escúchate a ti misma. Hace un momento dijiste en casa de los Johanson. Eso es lo que Kerstin me hizo ver. Es la casa de los Johanson lo que me hace sentir feliz. Sí, soy feliz allí, pero eso no tiene que ver sólo con Kerstin, tiene que ver con todos los Johanson. Pero ella me hizo ver cómo esto te afectaba a ti. Por eso debo hablar de Kerstin.
Anna estaba sentada frente a Karl, con los delgados hombros echados hacia adelante, mientras sujetaba las manos apretadas entre las rodillas.
– Karl -dijo en tono de queja-, nunca podré ser Kerstin, ni aunque lo intentara más de mil veces.
Se le partió el corazón al pensar que la había hecho sentir tan insegura. Pero, al mismo tiempo, lo enterneció el ver que Anna, llevada por su amor y por su afán de hacerse querer, había llegado hasta el punto de tratar de convertirse en lo que ella pensaba que Karl quería.
– Anna, Anna -dijo, profundamente emocionado-, no quiero que lo seas.
De pronto, se sintió confusa.
– Pero tú dijiste…
– Dije muchas cosas que hubiera sido mejor no haber dicho, Anna.
– Pero Karl, ella es todo lo querías para ti, todo eso que yo fingí ser… y ¡mucho más! Tiene veinticuatro años, y sabe cocinar y llevar una casa y cuidar un jardín y hablar en sueco y…
– ¿Y usar trenzas? -terminó Karl, sonriendo y echándole una breve mirada al pelo de Anna.
– ¡Sí! -dijo Anna con amargura-. Y usar trenzas.
– ¿Entonces pensaste que tratarías de ser como ella y no resultó?
– ¡Sí! ¡Ya no sabía qué más hacer!
Su voz denotaba la más profunda infelicidad. Karl estaba tan atractivo, sentado allí, al resplandor de la vela, hablando tan bien. Cada vez que se encontraba con esos ojos azules, quería cruzar la mesa volando para ir a besarlo. En cambio, se quedó mirándose la falda, apretando las manos entre los pliegues de la guinga rosada, para evitar que se le escaparan hacia Karl.
– ¿No pensaste, Anna, que tal vez era yo el que debía cambiar, y no tú? -preguntó con voz acariciadora.
– ¿Tú? -Levantó la cabeza bruscamente y se rió con ironía-. Pero si tú eres perfecto. Cualquier mujer sería una tonta en pretender que tú cambiaras. No hay una sola cosa en este mundo que no sepas o no trates de hacer, que no intentes aprender. Eres tolerante, y tienes… tienes sentido del humor y te importan tanto las cosas y eres honesto y… no he visto, todavía, que algo te doblegue. No he descubierto nada que no sepas hacer.
– Salvo perdonar, Anna -admitió antes de que la habitación en penumbras quedara silenciosa.
Perturbada, Anna tomó la taza, que estaba vacía. Pero Karl le aprisionó la mano por un momento; ella la retiró y la apretó entre las rodillas.
– Hasta eso, Karl -dijo-. No hubieras tenido que hacerlo, de haber esperado a Kerstin, estoy segura.
– Pero no estaba esperando a Kerstin. Ése es el punto. Te tenía a ti y no fui capaz de olvidar esa única cosa que no podías cambiar, y tratar de perdonarte. Me aferré con obstinación a mi tonto orgullo sueco durante todas estas semanas. Fui incapaz de ver que, hasta que no te perdonara esa sola cosa, no podrías sentirte orgullosa de nada de lo que hicieras.
– Karl, no puedo cambiar lo que hice.
Esos ojos luminosos lo miraron, suplicantes, y él sabía que su esposa no debería sentirse así.
– Lo sé, Anna. Es algo que Kerstin me hizo ver. Me hizo ver que hacía mal en guardarte rencor por eso.
– ¿Hablaste… hablaste de esto con Kerstin, también? -preguntó, pasmada.
– No, Anna, no -le aseguró Karl-. Hablamos sobre otras cosas. Sobre el pastel de frutas y sobre una chica irlandesa que quiere usar trenzas suecas. Me hizo ver que estabas tratando de compensarme por cosas que no lo merecían, que estabas tratando de ser otras cosas que no necesitas ser. Me hizo ver que te estabas esforzando tanto por complacerme, que tratabas de ser sueca por mí.
Karl se levantó de la silla y se inclinó frente a Anna, apoyado sobre una rodilla.
– Anna -dijo, poniendo ambas manos sobre las rodillas de su esposa-, Anna, mírame.
Viendo que ella no hacía ningún movimiento, le puso un dedo debajo del mentón y se lo levantó. Penetró con la mirada esos grandes ojos castaños, donde gotitas brillantes pugnaban por asomar.
– Hoy has hecho todo esto por complacerme. Las hermosas cortinas de guinga, las flores y este vestido. -Levantó la mano hasta el cuello de la prenda y lo tomó entre los dedos. Elevó los ojos hasta su pelo, y un tono infinitamente tierno tiñó su voz-: Y estas terribles trenzas que no te sientan para nada porque tienes un magnífico pelo del color del whisky, que se obstina en rizarse a su antojo y opta por volar libremente, como debería ser. Todo esto lo haces para ganar aquello que era tuyo por derecho, desde siempre. Sólo que yo era muy terco para dártelo. ¿Sabes qué es eso, Anna?
Anna pensó que Karl se refería al derecho a su cuerpo, al acto de amor, pero no podía contestar a eso. Y se quedó, en cambio, callada.
– Es tu orgullo, Anna -continuó él-. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?
Se encogió de hombros en un gesto pueril.
– Estoy diciendo que cuando entré hoy en esta cabaña, me sentí empequeñecido y culpable por lo que te hice hacer aquí. Has tratado de esa manera tan tuya, que te hace tan querida para mí, mi pequeña Anna, de complacerme. Te has esforzado durante todas estas semanas. Soy yo el que te hace hacer una cosa como ésta.
– ¿No… no te gusta, Karl?
– Oh, Anna, mi pequeña Anna, me gusta tanto, que me dan ganas de llorar. Pero no lo merezco.
– Oh, Karl, estás equivocado. Mereces tan…
Le cubrió la boca con la punta de los dedos para hacerla callar.
– Tú eres la que merece todo, Anna. Más de lo que te he dado. No es suficiente que haya tomado mi hacha y derribado árboles para construir una casa; que haya trabajado la tierra y producido alimento para nuestra mesa; que te haya comprado una nueva cocina y una barra de jabón. Una casa es un hogar sólo por la gente que vive en ella. Una casa es un hogar cuando hay amor. Y entonces, si te doy todas esas cosas, ¿qué importancia tienen si yo no me entrego?
En ese estilo suyo, orgulloso y honorable, Karl mantuvo la mirada clavada en el rostro de Anna, mientras decía todo eso. Cuando un hombre habla de las cosas que significan mucho para él, no trata de ocultarlo en su semblante. Allí, frente a Anna, toda la pena, el deseo y la necesidad que sentía Karl Lindstrom se mostraban al desnudo en la expresión de esos ojos sobre los de la muchacha, de esos labios mientras hablaba, hasta de esas manos que ahora acariciaban el pelo rebelde, el cuello, luego la falda de guinga desplegada sobre las rodillas.
– Todos estos meses, mientras planeaba la casa de troncos, soñaba con esta primera noche que pasaríamos aquí y en cómo sería. Pensé en tenerte aquí y sentarnos juntos a la mesa, en hablar de muchas cosas, como lo haríamos, siempre, después de la cena. Y siempre soñé con un gran fuego en la chimenea, y en hacer el amor delante de ella. Ahora, Anna, descubro que, debido a mi estupidez, estuve a punto de perder esas cosas por las que tanto trabajé. Pero las quiero, Anna, las quiero todas, así como están esta noche. Esta hermosa mesa que has preparado, y tú, con este vestido almidonado, y…
Pero esta vez fue Anna quien apoyó los dedos temblorosos sobre los labios de su esposo para hacerlo callar.
– Entonces, ¿por qué hablas tanto, Karl? -murmuró con voz suave, temblorosa y anhelante.
El deseo en esos ojos hablaba de pasión, aun antes de tomar la cara de Anna entre sus dos manos y atraerla lentamente hacia él. Con los labios separados, los ojos cerrados, Karl tocó la boca de Anna con la de él, vacilante, mientras ella se sentía demasiado aturdida como para moverse.
– Perdóname, Anna -susurró con voz ronca-, perdóname por todas estas semanas.
Anna hundió la mirada en esos ojos azules, deseando que ese momento durara para siempre.
– Oh, Karl, no hay nada que perdonar. Soy yo la que debería pedir perdón.
– No -contestó Karl-, lo pediste hace ya mucho tiempo, la noche que fuiste a recoger frutillas para mí.
Todavía arrodillado, le apartó las manos y hundió el rostro en ellas, allí sobre la falda. Necesitaba tanto que ella lo acariciara, que le asegurara que lo había perdonado… Anna miró la cabeza de Karl, los mechones rubios que se ondulaban en el sombreado hueco de la nuca. El amor surgió a raudales, desbordó de sus ojos y nubló la imagen de Karl delante de ella.
En su interior, Anna comprendió que Karl necesitaba escuchar esas palabras que ella, sólo ella, podía decirle. Karl, que era todo bondad, cariño y ternura… Ese hombre necesitaba su absolución por una transgresión que sólo ella había cometido. Anna sintió la cara de Karl sobre la palma de su mano, y movió la otra para entrelazar los dedos en ese pelo rubio.
– Te perdono, Karl -dijo con dulzura.
Obtuvo la respuesta a sus palabras en la mirada de esos ojos azules, cuando Karl levantó la cabeza para contemplarla una vez más.
Luego la expresión de su semblante cambió por completo; se volvió más serena, más intensa. Karl se incorporó y, tomándola de los brazos, la obligó a levantarse. La empujó hacia su pecho y se inclinó para besarla, aferrado a los brazos de la muchacha como si fueran una tabla de salvación. Enseguida, le soltó los brazos, y los llevó a su propio cuello, deseoso de que también ella se aferrara a él.
Anna se unió a Karl en un beso ávido, salvaje y tumultuoso, que lo sacudió de los pies a la cabeza. Dentro de la boca abierta de Anna, la lengua de Karl saboreaba el gusto salado de las lágrimas mezcladas con el beso, acariciaba la lengua de la muchacha con la suya, tragaba la sal de su tristeza, se adueñaba de ella, para que Anna ya nunca más conociera las lágrimas a causa de él.
– No llores, Anna -le dijo al oído, cubriéndole la cara de besos, sosteniéndole la cabeza con las dos manos, como si temiera que se le escapara-. Nunca más, Anna -prometió. Le limpió las lágrimas con los labios y buscó luego el calor de la nuca; se inclinó hacia ella otra vez, la cara apoyada, ahora, en el hueco de los pechos, cubiertos por la guinga. Siguió deslizándose hacia abajo mientras la besaba, hasta que se arrodilló, con la cara apretada, ahora, contra el estómago de la joven, y sumergido en la fragancia de la manzanilla-. Anna, te he querido por más tiempo del que te imaginas.
Anna echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos cuando su esposo reclinó la cabeza sobre ella; Karl la sostenía con una mano, mientras con la otra recorría su cuerpo, ida y vuelta, tibia, firme y posesivamente, desde la depresión de la espalda hasta los huecos detrás de las rodillas.
– ¿Por cuánto tiempo, Karl? -preguntó insaciable, sumergida en una ola de sensualidad, bajo las caricias de Karl-. Dime… dime todo lo que soñaste en decirme mucho antes de que viniera.
Su voz sonaba como un alegre murmullo mientras esas enormes manos continuaban explorando sus curvas.
– Te quise desde antes de saber que existías, Anna. Amaba tu sueño. Empecé a quererte antes de dejar los brazos de mi madre. Te amaba cuando encontré esta tierra a la que te traería, mientras cortaba la madera para construir esta casa para ti, mientras recogía la cosecha para ti, mientras encendía el fuego para ti… He sabido, desde siempre, que estabas esperándome en alguna parte.
– Karl, levántate -susurró, suplicante-. Esperé tanto para sentirte otra vez abrazado a mí…
Se fue poniendo de pie lentamente, pasándole las manos por las piernas, las caderas, las costillas. La boca de Anna esperaba ansiosa su regreso.
Se abrazaron y se tocaron: rostro, pelo, hombros, pechos, lengua, caderas. Anna pudo, por fin, tocar el hueco de la espalda de Karl y pasar la mano dentro de sus pantalones.
– No puedo creer que me dejes tocarte, por fin -dijo, sin aliento. Su voz sonaba extraña aun a sus propios oídos: excitada, ansiosa, ronca.
– Nunca me lo pediste… nunca, Anna. -Tenía los ojos cerrados, respiraba con dificultad.
– Karl, no sabes cómo te miraba cuando estabas inclinado delante del fuego, cómo deseaba recorrer tu cuerpo con mis manos, como ahora.
– Y yo te miraba dentro de esos pantalones y quería poner las manos aquí… -Le acarició los pechos, el estómago-. Y aquí… y aquí…
– Tampoco tú tienes que pedírmelo, Karl -susurró, mientras las manos de Karl la liberaban.
– Anna, quiero encender el fuego, ahora. ¿Quieres mirarme mientras me inclino a prenderlo?
– Sí -susurró.
– Siempre soñé con el fuego.
– Sí… sí… -murmuró. La espera le parecía una gozosa agonía.
– Pero no quiero que me preguntes nada mientras lo enciendo.
– No preguntaré nada, Karl -susurró contra los labios de su esposo-. Enciende el fuego para mí, pero si yo no puedo preguntar, tú tampoco puedes.
– Sólo una cosa, Anna, pero ahora…
En lugar de preguntar de qué se trataba, Anna se movió sinuosamente contra Karl, adaptando sus propias curvas a las de él, prometiendo con el cuerpo lo que no decía con palabras.
– Echa el cerrojo, Anna, y corre esas cortinas que yo no pensé que necesitaríamos.
Tuvo que obligarla a separarse, y empujarla hacia la puerta mientras él iba hacia la chimenea y se arrodillaba delante de ella. Obtuvo viruta de madera dorada de los leños. Oyó el mido de las cortinas al correr sobre las varas de sauce. Al agacharse para tomar el chispero, sintió el ruido de la avellana al balancearse en el cordel contra los paneles de roble macizo de la puerta. Con la cara vuelta hacia el fuego, echó más leña para alimentar la flama creciente; oyó, entonces, el ruido de las chalas detrás de él, y luego, un extraño roce sobre el piso. Pero siguió mirando el fuego, arrodillado, hasta que la mano de Anna se deslizó lentamente por su espalda, su nuca, sus hombros; descendió luego por la espalda, cada vez más abajo, dentro de los pantalones, hasta que sacó afuera los faldones de la camisa. Acarició allí la piel desnuda, con los dedos extendidos en abanico, obligándolo a cerrar los ojos y deleitarse bajo el calor de las caricias.
– ¡Cómo contemplaba estos hombros al sol! -murmuró.
Levantó la camisa tanto como pudo y deslizó las manos hacia arriba; fue bajando, luego, los labios hasta la tibia piel de los hombros. Apoyado sobre una rodilla, un brazo suelto, Karl dejó caer la frente sobre el bíceps, mientras Anna recorría la espalda desnuda con la lengua.
– ¡Nunca sabrás cómo los contemplaba!
Karl giró para enfrentarla, y la vio, arrodillada detrás de él, sobre la pesada manta de piel de búfalo que había arrastrado desde la cama.
Las manos de Karl se movieron hacia las caderas de Anna, que se apretaron contra él seductoramente.
– ¿Los contemplabas como yo contemplaba estas caderas, cuando se movían dentro de los pantalones? -Ahora, las manos se deslizaron hacia arriba a lo largo de las costillas, hasta los pechos, otra vez- ¡Las veces que me pregunté si no estaba equivocado con respecto a lo que había dentro de esa camisa de tu hermano!
Anna se apretó contra la palma de su mano, todo su cuerpo invadido por la excitación.
– ¿Estabas equivocado? -preguntó.
A pesar de tener el firme pecho de la muchacha en una mano, respondió:
– Hay una sola forma de comprobarlo, cuando la memoria falla.
Jugueteó con los botones del vestido mientras Anna le mordía los labios.
– La memoria no puede recordar lo que los ojos no han visto, Karl -murmuró, y se animó a poner una mano en el lado interno de la rodilla, mientras Karl estaba arrodillado delante de ella.
– Pero has trabajado tanto para hacer tu hermoso vestido de guinga, que es una pena que tenga tan poco uso.
A medida que los botones se iban desprendiendo uno a uno, la respiración de ambos se hacía más agitada.
– Preferiría acostarme tranquilamente en el piso a que me arrugues y me aplastes el vestido -susurró contra los labios de Karl.
– ¿Eso prefieres? -preguntó a través del beso.
– Dijiste sin preguntas, Karl.
– Éstas no son preguntas, Anna. Son respuestas.
Luego la mano de Karl encontró el calor de sus pechos y siguió el valle entre las costillas hacia el cálido lugar que anhelaba su caricia.
Anna pestañó una vez cuando el contacto de esa mano le arrebató el aliento. Con los ojos abiertos otra vez, la muchacha movió la mano para tocarlo; era su turno ahora para las respuestas.
Cada uno se apoyaba en las manos del otro. Las de Karl se movían, explorando. Las de Anna hacían lo mismo. Se besaban, se tocaban, se hacían preguntas sólo con las manos.
– Cálido… -murmuró Karl en el oído de Anna.
– Duro… -murmuró Anna en respuesta.
– Hermosa… -dijo, sabiendo antes de ver.
– Hermoso… -respondió, sabiendo, también.
Perdieron el equilibrio y se sostuvieron. Lo recobraron y se separaron, mirándose profundamente a la luz del fuego que los iluminaba. Y luego hubo sólo vívidas sensaciones.
La luz y el calor acompañaban los movimientos de Karl. Las manos se ocuparon de los restantes botones del vestido; luego, cayeron en un gesto sugerente, mientras permanecía arrodillado frente a ella, con las piernas ligeramente separadas. El calor y la luz acompañaban los dedos de Anna cuando desabotonaron el frente de la camisa, y cayeron luego a los costados del cuerpo, en actitud de obediencia. Los hombros sedosos de Anna quedaron al descubierto, cuando Karl le bajó el vestido, y el reflejo de las llamas pareció danzar sobre un costado de su cuerpo. La piel dorada de Karl quedó expuesta, cuando la muchacha, respondiendo a su gesto, tomó la camisa en las manos y se la arrebató. Ojos amantes, cuando Karl tomó el ruedo de la combinación con ambas manos y lo empujó hacia arriba hasta que ella tuvo que levantar los brazos. Miradas arrobadoras mientras seguían allí arrodillados, dejando que el goce los invadiera. El tiempo contenía el aliento mientras Karl, lentamente, venciendo la última barrera, deslizaba las manos por las caderas de Anna y la despojaba de su última prenda. Anna sentía que el tiempo le latía dentro del pecho, mientras Karl le acariciaba los muslos, una vez más arrodillado delante de ella, esperando, en medio del resplandor dorado de los leños ardientes. La fuerza del amor, contenido durante ese largo verano, la empujó a acercarse a ese hombre para liberarlo del último freno de hilos tejidos que separaba sus cuerpos.
Y por fin, quedaron sólo dos amantes, arrodillados frente al resplandor de esas llamaradas que perfilaban sus siluetas; haces de luz anaranjada iluminaban la mitad de cada cuerpo, captaban el fulgor en los ojos de uno y lo enviaban, danzando, a los del otro; ojos que se abrían, se asombraban, se adoraban, se absorbían.
Cuando Karl pudo, por fin, levantar los ojos hacia Anna, contempló allí un asombro sofocado, comparable al suyo. Conmovido, se olvidó de sí mismo y le habló en sueco. La arrulladora cadencia sonó como un canto a los oídos de Anna, aunque no entendió el significado de las palabras.
¿Cómo pudo alguna vez burlarse de ese tono tan suave y musical? Ahora sabía que eso formaba parte del Karl que ella adoraba, lo mismo que ese cuerpo musculoso, ese rostro bronceado, su paciencia y su innata bondad. De repente, sintió la necesidad de entender esas palabras musicales que Karl le había dicho en un tono tan reverente.
– ¿Qué dijiste, Karl? -preguntó, levantando hacia él los ojos nublados por las lágrimas.
Deslizando un dedo por su mandíbula, por el borde de luz que enmarcaba el mentón, la nuca, el pecho, el estómago, el muslo y la rodilla, le dijo, esta vez en inglés:
– Anna, eres hermosa.
– No, dilo en sueco. Enséñame a decirlo en sueco.
Observó cómo los labios de Karl formaban esos sonidos extraños. Tenía unos labios hermosos, curvados, algo gruesos, y se veían sensuales cuando repitió:
– Du ar vacker, Anna.
Tocando los labios de Karl, Anna repitió:
– Du ar vacker, Karl.
Los dedos de Anna seguían acariciándole la piel cuando Karl dijo:
– Jag alskar dig.
Por el modo de cerrar los ojos al pronunciar esas palabras, de fruncir los labios y apretar la mano de la joven contra su boca, Anna supo, antes de que las repitiera, qué significaban.
– Jag alskar dig, Onnuch -repitió, haciendo que el corazón de Anna latiera alocadamente al escuchar ese hermoso Onnuh.
– Jag alskar dig -dijo Anna suavemente, en un sueco que sonaba a yanqui, pero que revelaba el sentido de las palabras, sin importar el idioma-. ¿Qué dije, Karl? -preguntó en un susurro.
– Dijiste que me querías.
Tomó el rostro de su esposo entre las manos y lo besó.
– Jag alskar dig -repitió ella-. Jag alskar dig. Jag alskar dig, Karl. -Lo besó con pasión por todos lados hasta que lo obligó a cerrar los ojos.
Los dos cuerpos tibios se encontraron. Karl la fue empujando hacia abajo, lentamente, hasta que Anna sintió la suavidad de la piel de búfalo debajo de ella y la firmeza del cuerpo de Karl por encima, encerrada entre las dos texturas.
La abrazó, la acarició, la besó; pudo percibir qué era lo que más placer le causaba, cuando la muchacha sonreía, se acurrucaba, arqueaba el cuerpo y gemía. Con las manos y la lengua, la llevó al borde de un abismo frente al cual Anna se puso a temblar, esperando la caída final que la llevaría al paroxismo. Pero los roncos sonidos que Anna dejaba escapar de la garganta le advirtieron a él que debía conducirla con más lentitud, prolongando el placer que encontraban el uno en el otro.
Karl giró sobre la espalda y estiró el cuerpo. Recibía cada caricia de Anna disfrutando del roce de esas manos y esos labios sobre su propio cuerpo ardiente, a medida que el contacto se hacía más íntimo.
De pronto, Anna se trepó sobre Karl y le hizo sentir la presión tibia y firme de los pechos, el estómago y las caderas. Las trenzas habían caído y las hebras del pelo enmarcaban ese rostro infantil, como una aureola de fuego. Karl encontró un mechón suelto y lo aflojó aún más con los dedos mientras ella seguía sobre él, besándole el cuello y el pecho, moviéndose sinuosamente hacia abajo. Muy pronto, Karl se olvidó de las trenzas.
Los dos cuerpos se enroscaban juntos, cambiaban de posición, se besaban, probaban, trataban insaciablemente de obtener todo lo que podían. Entregaban cada parte del cuerpo con libertad, dejando que los sentidos se expandieran más allá del goce.
– Dímelo otra vez, Anna -exclamó, apasionado, una mano enredada en el pelo de la muchacha, la otra acariciándole la zona más profunda, mientras ella se movía rítmicamente-. Dime que me quieres como yo te quiero.
– Jag alskar dig. Te quiero, Karl -dijo en un tono casi salvaje, acentuando el significado de este acto que ahora compartían.
Una vez más se reencontraron con la recordada magnificencia de la primera vez, la armonía en la fusión de los cuerpos cuando Karl la penetró, la liviandad del movimiento cuando se unieron en un mutuo ritmo de flujo y reflujo.
Transgredieron las barreras del lenguaje y crearon uno propio, hecho de sonidos amorosos: murmullos sin palabras, respiración entrecortada, silencios palpitantes, gemidos de placer. Cuando la fuerza y la plasticidad los condujeron al paroxismo del placer, se expresaron en el lenguaje universal: el temblor y el grito profundo y masculino, la respuesta ahogada y femenina. Luego se derrumbaron juntos, exhaustos, en medio de un imponente silencio; sólo el crepitar y el chisporrotear del fuego compartían esa comunión total.
Karl descansaba en Anna, en paz después de todo este tiempo. La muchacha le acarició el pelo húmedo detrás de la nuca. Los hombros de Karl se estaban secando al calor del fuego y de esos dedos delgados. Tenía la boca hundida en el cuello de Anna.
Después de descansar así por un largo rato, Anna le habló, la mirada en el cielo raso, donde danzaban las sombras.
– Karl, ¿sabes a qué te pareces?
Se preguntó si se atrevería a decírselo; sin embargo, estaba allí, en su mente, había estado allí desde la primera vez que lo tocó, aun desde antes de que lo tocara.
– Eres como el mango de tu hacha cuando has dejado de usarla.
Karl se incorporó para mirarla a la cara.
– ¿Como el mango de mi hacha? -preguntó, sorprendido.
– Dulce, cálido, largo, resistente, curvado… y, como alguna vez dijiste, flexible.
– Ya no, no lo soy -dijo, sonriendo.
– Sabía que te reirías de mí si te lo decía.
– Sí -le contestó, y le besó la nariz-. De ahora en adelante, le haré bromas a mi Anna para que nunca se olvide de cómo es el mango de un hacha.
– Oh, Karl… -Pero Anna estalló en carcajadas.
– ¡Cómo extrañé esa risa! -exclamó Karl.
– ¡Cómo extrañé tus bromas!
Se sonrieron, mirándose a la cara.
– Oh, Anna, eres grandiosa -dijo, enormemente feliz. Enseguida dejó pasear la mirada por ese rostro y ese pelo tan queridos.
– ¿Qué soy yo? -lo provocó Anna.
Pero le costaba compararla con cualquier cosa que conociera. Nada la superaba.
– No sé lo que eres. Sólo sé lo que no eres. No eres sueca, de modo que no debes usar esas horribles trenzas en ese pelo irlandés que te pertenece. Quise desatarlas pero las dejé peor. -Luego, viéndola preocupada, la tranquilizó-: No, ahora no, Anna. Estás tentadora a pesar del desastre de tu pelo, así que déjalo como está. Y no eres gorda y no eres buena cocinera y no eres la mejor en cuidar una huerta, pero no me importa, Anna. Te quiero como eres.
– Está bien, Karl -dijo ella, y enlazó los brazos en el cuello de su esposo-. Te prometo que nunca cambiaré.
– ¡Bien!
– Pero, Karl…
– ¿Sí?
– Si te vas a tomar la molestia de enseñarme a leer y a escribir este invierno, podrías enseñarme en los dos idiomas, desde el principio.
Karl sólo atinó a reírse y a besarla otra vez.
– Oh, Anna, eres impredecible.
Cuando los sonidos de la noche se acallaron y hasta los animales nocturnos parecieron haberse dormido, Anna y Karl se unieron a ellos.
– Saca afuera el cordel para cuando vuelva el muchacho, Anna -dijo Karl, mientras levantaba la pesada manta de búfalo y la llevaba a la cama, en el rincón.
Anna abrió la puerta y se quedó contemplando la noche por un momento.
– Karl, nunca comprendí, realmente, lo que hiciste de este lugar y de todo lo que aquí abunda, hasta que creí que te había perdido. Pero ahora, sí lo sé. Lo sé de verdad.
– Ven a la cama, Anna.
La muchacha le sonrió por encima del hombro, cerró luego la puerta y caminó sobre las tablas del piso de madera, recién cortadas, en dirección a la luz de la vela, al lado de la cama.
Karl la esperaba.
En el centro de la cama, entre las dos almohadas, había una sola rama de trébol perfumado, arrancada del bouquet que había decorado la mesa de la cena, donde la mermelada de arándano se estaba secando sobre dos platos olvidados.