A la mañana siguiente, Karl y James salieron de la casa para instalar, cerca del manantial, una tabla sobre la que carnearían al oso.
Apenas se fueron, Anna tomó el paquete y lo abrió con dedos ansiosos. Adentro encontró lo que tanto había deseado. Había un corte de una hermosa guinga rosada, varios carretes de hilo y un pan de jabón de manzanilla. Al abrir la tela, el jabón, que estaba entre sus pliegues, cayó, y Anna la tomó con una mano, sorprendida. Se lo llevó a la nariz; olía a fresco, a flores y a femineidad. Al levantar la guinga, notó que también ésta estaba impregnada por el mismo aroma.
Dirigió la mirada a sus pantalones. Miró, luego, la nueva cabaña, desde la puerta abierta de la casa de adobe. Pensó en las ventanas de vidrio y se preguntó si la intención de Karl era que la tela se empleara en las cortinas. ¿Habría querido decir eso cuando se refirió a cosas necesarias? ¿Quién se pondría a espiar por la ventana, desde afuera, en esa soledad, salvo algún fortuito mapache o una paloma?
Anna estaba desilusionada por las intenciones de Karl. ¡Habría deseado tanto que la tela fuera para algo personal! Recordando el último comentario de Karl, la noche anterior, y el modo en que había preguntado acerca de Erik cuando se quedó a cenar, hubiera jurado que su marido estaba celoso. Sin embargo, ¿por qué se mostraba tan entusiasmado con Kerstin, si estaba celoso de Erik? No tenía sentido.
No había lugar a dudas acerca de la significación personal del jabón perfumado. Y después de todo, Karl le había entregado el paquete sin imponer ninguna restricción. Tal vez, Anna pudiera aprovechar la ocasión para sortear la brecha que se interponía entre los dos, de una vez por todas. Había sido ella la que recibió el regalo con frialdad, y en consecuencia, lo había desairado. ¿Sería posible que Karl esperara que Anna diera el primer paso?
Un plan comenzó a gestarse en su mente.
Excitada, desplegó la tela sobre la cama y empezó a medirla, usando la palma abierta y apoyando la nariz. Descubrió que había más cantidad de la que pensaba. ¿Lo suficiente para las cortinas y un vestido? Sonriendo para sí, pensó: “¡Dios mío! ¡Si la tela alcanza, voy a estar igual que mis cortinas!”
Karl vio a Anna cruzar el claro y entrar en la cabaña. ¿Qué estaría haciendo allí? “Tal vez haya ido a admirar la cocina”, pensó esperanzado. Se sentía tan orgulloso por haberle comprado la cocina… Con ese gesto, Karl esperaba ganársela, decirle que la aceptaba. Al principio, Anna pareció muy gratificada. Pero más tarde, afuera en el jardín, algo sucedió. Recordó los ojos de Anna grandes y redondos como los de un cocker spaniel, cuando lo vio bajar los paquetes. Recordó el cortante tono de su voz, más tarde, y se dio cuenta de que su intención se había frustrado.
Se volvió para continuar con su trabajo sin dejar de vigilar la entrada de la cabaña para ver a Anna cuando saliera nuevamente.
Anna estaba adentro, midiendo los paneles de vidrio, apoyados contra la pared de la chimenea. Un rato después, al volver a la casa, a través del claro, vio a Karl interrumpir el corte de la carne para mirar en su dirección. Se animó a saludarlo con la mano y siguió su camino, para empezar a cortar las cortinas. Cuando Karl y James entraron para el almuerzo, había guinga por todas partes. Anna ya tenía cortados dos largos para cada ventana y estaba atareada con la aguja y el hilo.
– Gracias por las cosas necesarias, Karl -dijo con renovada dulzura-. Serán unas magníficas cortinas.
Karl se sintió desfallecer. ¿Cortinas? ¿Allí, en medio del desierto? Pero no podía decirle a Anna que él había comprado la tela para que se hiciera vestidos. Si lo hiciera, Anna sentiría que lo había desilusionado otra vez al cortar esa tela para las cortinas. Continuó con el trabajo de esa tarde, muy desalentado. ¿Tendría que seguir viéndola con esos pantalones por el resto del invierno? ¿O tendría tiempo para otro viaje al pueblo antes de que comenzara a nevar?
Tan pronto como Karl y James salieron, Anna buscó el vestido que había descosido para que le sirviera de molde. Lo adaptaría; le agregaría altura en el cuello y dejaría las mangas más sueltas para que resultara más práctico; la falda, la haría más armada, más al estilo de los vestidos que usaban Katrene y Kerstin. Esa tarde logró cortar las partes del nuevo vestido. Pero durante algunos días, todo lo que Karl veía cuando llegaba a la casa, era a su esposa, cosiendo las cortinas. Anna escondía el vestido, fácil de disimular, debajo de los paneles que tenía sobre la falda.
Karl y James debían ocuparse no sólo de trozar la carne del animal sino también de procesar los dos cueros. Karl le enseñó a James cómo descarnar el cuero, estirándolo sobre un árbol derribado pero todavía unido al tronco. Juntos sacaron toda la grasa y los nervios; luego, rasparon la superficie con las herramientas adecuadas, mientras Karl le advertía al muchacho que no marcara el cuero ni dejara expuesta la raíz del pelo. La tarea era cansadora, y el olor, desagradable. Una vez sumergidos los cueros en una solución de lejía, donde quedarían por dos días, los dos hombres se prepararon para un baño en la laguna.
Anna rechazó la invitación para acompañarlos. Dijo que se quedaría y les tendría la cena preparada. Karl, desilusionado, se preguntaba cómo lograr que Anna hiciera las cosas de las que solían disfrutar juntos. Le quiso preguntar a Anna si había encontrado el jabón dentro de la tela pero temía ofenderla: la muchacha podía pensar que su esposo le estaba insinuando que necesitaba el jabón. En consecuencia, ni Karl ni Anna dijeron nada acerca del jabón de manzanilla. Pero él detectó el olor del jabón casero y pensó que su esposa desdeñaba el jabón perfumado; con toda seguridad usaba el otro -que Anna se había obstinado en llamar “grasa”- sólo para irritarlo.
No obstante, al día siguiente, a Karl le pareció descubrir algo acerca de Anna, que se le ocurrió llamar “atrevido”. Era como si la muchacha estuviera bromeando con algo que él no entendía muy bien. Se paseaba por el lugar con un innegable aire de satisfacción. Por qué, no lo pudo descifrar.
Ese día comenzó a insertar las ventanas. Era un trabajo delicado, que requería gran precisión cuando se practicaba cada una de las aberturas, pues si eran demasiado grandes, los marcos quedarían muy flojos cuando la temperatura los hiciera expandir, y si se hacían demasiado pequeñas, los vidrios probablemente se romperían cuando los marcos se contrajeran. Después de hacer la primera abertura, Karl fue a la corredera, donde estaban apilados los leños de álamo amarillo. Aunque el aire otoñal era fresco, Karl se aflojó la camisa, pues al sol hacía calor. Al ver que necesitaba afilar el hacha, sacó la piedra y se puso a trabajar, cuando vio a Anna salir del manantial con un jarro y subir por la pendiente hacia donde él estaba. La observó acercarse, sin poner mucha atención en su trabajo. Se preguntó qué sería lo que Anna estaba tramando esos días. Había momentos en que la muchacha parecía practicar con él el arte del flirteo. Sin embargo, la noche anterior, había sido la primera en acomodarse de su lado de la cama. Estaba totalmente confundido, sin saber qué quería Anna de él. Ahora, allí estaba, subiendo la colina con un jarro lleno de agua, enfundada en esos odiosos pantalones. Ya estaba harto de verlos.
Cuando se acercó, le entregó el jarro y le dijo:
– Karl, pensé que estarías sediento, aquí al sol.
Levantó los ojos, tímida, y observó la frente transpirada de Karl y los húmedos mechones de pelo que la atravesaban.
– Gracias, Anna, tengo sed. -Tomó el recipiente y la miró por encima del borde, mientras levantaba la cabeza y bebía- ¿Cómo andan tus cortinas? -Le devolvió el jarro.
– Bien. -Colgó el jarro del dedo índice y lo balanceó como si fuera el péndulo de un reloj, con la otra mano apoyada sobre la cadera, provocativamente-. ¿Y cómo andan tus ventanas?
– Bien. -Hizo todo lo que pudo para ahogar una sonrisa.
Anna miró alrededor, con inocencia, y echó un vistazo a los leños, el hacha y el montón de astillas.
– ¿Qué estás preparando aquí?
– Estoy partiendo este álamo amarillo para hacer los marcos de las ventanas.
Anna paseó la mirada alrededor, vio un montón de piedras allí cerca, y preguntó:
– ¿Puedo quedarme un rato observando?
A Karl no se le ocurría pensar por qué Anna querría quedarse allí, pero asintió con la cabeza. Estaba usando dos cuñas y un pequeño martillo de madera. Anna se sentó sobre el montículo formado por las piedras que habían sobrado de la chimenea, mirando cómo Karl trabajaba. Era algo desconcertante tenerla allí sentada, con esa máscara de inocencia cubriéndole el rostro. Deseaba saber qué era lo que estaba tramando.
Levantó el hacha, la hundió en el borde de un leño e insertó la cuña, cuidando de que no hubiera nudos, que podrían desviar la ranura. Cuando cayó el primer pedazo, lo levantó, miró a Anna y le dijo:
– El álamo amarillo es muy fácil de partir. Lo único que hay que tener en cuenta es que no haya nudos donde antes crecían las ramas.
Anna estaba sentada displicentemente sobre las piedras, con las piernas cruzadas y balanceando un pie.
– No soy James, Karl -dijo en un tono dulce como la miel-. No necesito aprender el arte de hacer tablas. Sólo salí a mirar, es todo. Me gusta verte trabajar con la madera.
– ¿De verdad? -preguntó Karl, arqueando las cejas con asombro.
Anna siguió balanceando un pie y dejó vagar la mirada sobre su esposo de una manera muy sugestiva.
– Sí, me gusta. Parece que no hay nada que no puedas hacer con la madera. Me encanta observar tus manos trabajando con un trozo, como ahora. Me hace pensar que estás acariciándolo.
Karl dejó caer la mano de la plancha de madera recién cortada como si, de pronto, le hubieran crecido protuberancias. Anna soltó una risa ligera y se acomodó sobre su improvisado asiento, llevó los codos hacia atrás y levantó el pecho.
– ¿Nunca se te cansan los hombros, Karl?
– ¿Los hombros? -repitió como un loro.
– A veces te miro y no puedo creer que trabajes tanto tiempo con tu hacha y no te canses. -De a ratos, jugueteaba con el pelo, levantándolo sobre la nuca y dejándolo caer.
– Un hombre hace lo que debe hacerse -dijo Karl, tratando de concentrarse en su tarea.
– Pero nunca te quejas.
– ¿Qué ganaría con quejarme? Una tarea lleva determinadas horas de trabajo, la queja no acorta esas horas.
Siguió con los ojos cada movimiento sinuoso e incitante de los músculos, mientras su voz se arrastraba provocativamente.
– Creo que contigo no hay quejas porque te gusta demasiado lo que haces.
Karl mantuvo los ojos y las manos ocupadas con el álamo pero una sensación alarmante tensaba sus filamentos nerviosos. Sabía que Anna estaba jugando con él como si fuera el anzuelo de una caña larga y resistente. Había evitado hasta el momento ser atrapado por ella, pero era la primera vez que se había puesto a flirtear tan abiertamente.
Se inclinó hacia atrás y lo estudió por un momento con los ojos entrecerrados, antes de decir en un suave murmullo:
– Es como contemplar a un bailarín, cuando te veo con tu hacha. Lo pensé desde el primer día que te vi. Cada uno de tus movimientos es suave y grácil.
Lo único que Karl pudo decir fue:
– Así me lo enseñó mi padre; así se lo enseño al muchacho.
¿Su cara, estaría tan colorada como la sentía? Continuó trabajando mientras Anna seguía sentada, estirada al sol, sin hacer nada, mirándolo de arriba abajo, hasta que Karl pensó que perdería el dominio sobre su hacha.
Por último la muchacha suspiró. Luego apretó los puños y estiró los brazos a los costados en una insinuante pose final.
– ¡Ay! -exclamó con una risita, pues movió una de las piedras, que empezó a rodar, arrastrando otras con ella. Se puso de pie, apoyó las manos sobre las rodillas y empujó hacia afuera los pechos y las nalgas. Exhaló un suspiro.
– Bueno, va a ser mejor que me baje…
– ¡No te muevas, Anna! -murmuró, en un tono de advertencia.
De pronto, Karl desvió los ojos hacia la base del montículo y los clavó en el lugar, mientras tanteaba el suelo tratando de alcanzar el hacha.
La serpiente no había hecho ningún ruido, no había dado ningún indicio de que estuviera allí, tomando sol sobre las piedras. Pero cuando parte de la pila se desmoronó, la víbora quedó de inmediato al descubierto. Sobresaltado y a la defensiva, el reptil se enroscó en su propio cuerpo y levantó la cabeza en un arco oblicuo, anunciando el inminente ataque.
Anna miró hacia abajo, siguiendo los ojos de Karl justo cuando la maciza cola comenzó su zumbido de advertencia. Sintió un espasmo en el estómago y se le tensaron las piernas al confrontarse con esos ojos amarillo azufre y sus elípticas pupilas demoníacas.
Ocurrió todo tan rápido, que Anna apenas tuvo tiempo de que el miedo la paralizara. La mano de Karl encontró el hacha a ciegas y al segundo siguiente la serpiente de cascabel quedó partida en dos pedazos que seguían saltando y retorciéndose mientras Anna gritaba, incapaz de quitar los ojos de esas rayas marrones y amarillas que serpenteaban en el aire en grotescas contorsiones de muerte. Antes de que la destrozada serpiente cayera sin vida sobre la tierra, los brazos de Karl rodearon a Anna y una de sus enormes manos la tomó de la cabeza mientras la levantaba del montículo de piedras.
– Anna… Oh, Dios mío, Anna -exclamó, la boca pegada al pelo de la muchacha.
Anna fue presa de los sollozos y enseguida de horrendos temblores espasmódicos.
– Ya está todo bien, Anna. La maté.
– Tu hacha, Karl -se lamentaba ella, incoherente.
– Sí, la maté con mi hacha. No llores, Anna.
James venía corriendo por la loma, atraído por los gritos de Anna, que habían perforado el aire silencioso, a través del claro, como el chillido de una lechuza blanca.
– Karl, ¿qué pasó? -gritó.
– Había una serpiente. Pero todo está bien ahora. Ya la maté.
– ¿Anna está bien? -preguntó James, aterrado.
– Sí. Está a salvo. -Pero Karl seguía apretándola contra su cuerpo.
Anna continuaba nombrando el hacha incoherentemente, mientras Karl intentaba calmarla. Quiso llevarla hasta la pila y acomodarla allí pero el pánico la tenía paralizada.
– Tu hacha -volvió a gritar.
– Anna, la serpiente ya está muerta. Y tú estás bien.
– Pero, K… Karl… -sollozó-, tu hacha está… está en m… medio… de la suciedad.
Y así era. El afilado acero tan preciado, que nunca había tocado nada que no fuera madera, tenía el cotillo semienterrado en la tierra. Karl lo miró por sobre la cabeza de Anna, luego apretó los ojos con fuerza y sostuvo el tembloroso cuerpo de su esposa contra su pecho.
– Sh… Anna, no importa -susurró.
– Pero tú d… dijiste…
– Anna, por favor -le rogó-, no hables más y déjame abrazarte.
No cabía ninguna posibilidad de intentar un acercamiento íntimo con Anna esa noche. Estaba en tal estado de agitación cuando Karl la arropó en la cama, que él se hubiera sentido culpable hasta de tocarla con una mano.
Karl y James estaban sentados, examinando los cascabeles que el muchacho había separado de los restos del reptil. Cuando James preguntó por qué había aparecido una víbora en esa época del año, Karl le explicó que, contrariamente a la creencia popular, esos reptiles no podían resistir el calor del sol. Durante el caluroso verano, se escondían detrás de las piedras. Pero cuando el otoño se hacía menos intenso, salían a entibiarse, como para almacenar calor antes de hibernar.
– Además, se preparan para el invierno -concluyó, mirando hacia la cama donde Anna todavía se sacudía.
– Como nosotros, Karl, ¿eh?
– Sí. Como nosotros, muchacho.
James también miró a Anna, y preguntó:
– Karl, ¿cuándo nos mudaremos?
– ¿Qué te parece mañana? Debo instalar la cocina, terminar de colocar una ventana más y hacer la puerta. Pero me ocuparé de eso, si tú te encargas de lavar los cueros y dejarlos listos para después estirarlos. Creo que ya es tiempo de que Anna tenga su cabaña de madera.
Pero al día siguiente no terminaron lo que se habían propuesto, aunque los dos trabajaron como dinamos.
Algo le decía a Karl que esa noche no era el momento oportuno para hacer las paces con Anna. Una noche más… una noche más, y estarían en la cabaña por primera vez. Entonces haría lo que más deseaba en el mundo.
Durante ese día y el siguiente, cuando levantaba los ojos, a menudo encontraba a Anna observándolo, ya sea desde el claro o desde la cabaña, era lo mismo. Karl sabía que ella también estaba esperando esa primera noche, cuando durmieran en la casa que habían construido juntos.
Anna volvió a llevarle algo para beber mientras estaba sentado al sol, en el hueco de la entrada de la cabaña, alisando las planchas de madera para la puerta. Anna entró en la casa, y después de permanecer allí un rato, muy quieta y en silencio, Karl la encontró observando el piso del desván, arriba de ella; era blanco y de olor dulce, y tenía su propia escalera, que subía hasta el hueco de la buhardilla.
Ese último día, Karl instaló la cocina. Las diferentes partes encajaban justo como las piezas de un rompecabezas, pero Anna no parecía disfrutarlo como él pensaba. Se mostraba algo tímida después de que Karl mató la serpiente y la sostuvo a ella en sus brazos mientras gritaba y temblaba.
James estaba trenzando las cuerdas para su cama mientras Anna trabajaba en la suya y de Karl. Él les enseñaba cómo tejer y unir las toscas fibras vegetales para formar una soga gruesa y resistente.
En un momento en que los dedos de James se enredaron y el tejido se aflojó, el muchacho le preguntó a Anna cómo se las arreglaba para hacerlo tan fácilmente.
– No me preguntes a mí -contestó ella-. Pregúntale a Karl. Si hay alguien que sepa qué hacer con las sogas de una cama, es Karl.
Pero Anna en ningún momento levantó la cabeza; seguía tejiendo su propia cuerda, sentada en medio del piso de la cabaña, con las piernas cruzadas y cubiertas por esos horrendos pantalones. Hasta James pudo haber sospechado un juego de palabras, si Anna se hubiera mostrado más divertida o animada. Pero la muchacha sólo se mordía el labio mientras se dedicaba de lleno a su tarea.
Mientras tanto, Karl terminó con la puerta. Usó el inquebrantable roble, que le dio mucho más trabajo para cortar que cualquier otra madera, a causa de su dureza. Karl trabajaba con mucha paciencia, dando forma a los paneles y alisándolos, armando barras cruzadas donde se ajustarían los paneles.
Después del almuerzo, James y Anna comenzaron a mudar sus enseres personales a la nueva casa. Cargaron platos, boles y barriles semivacíos, y dejaron para Karl los barriles llenos de harina. Karl los veía desfilar frente a él mientras le ponía las bisagras a la puerta y ajustaba las últimas clavijas de madera. Luego se puso a atar las sogas que habían quedado flojas, pues sólo necesitaban ser ajustadas para convertirse en camas.
Anna, un poco retraída, algo tímida a veces, continuaba acarreando cosas a la cabaña. En uno de esos viajes, se detuvo en el camino para enderezar la espalda, después de cargar un bulto pesado. Karl la observó acomodarse la camisa dentro de los pantalones, haciendo una inspiración profunda y echando el busto hacia adelante, y quedarse un rato así, sin darse cuenta de que él la observaba. Luego pareció suspirar (aunque desde esa distancia, él no pudo oír ningún suspiro) y se metió la mano dentro del pantalón por delante y por detrás, para volver a acomodar, ostensiblemente, los faldones de su camisa.
Al hacer todos esos movimientos, quedó de perfil a Karl. Justo cuando él comenzó a pensar que Anna, tal vez, lo hubiera visto, la muchacha levantó la cabeza y lo descubrió con las manos ociosas sobre su trabajo y los ojos ocupados en su silueta. Se alejó en forma brusca y casi con culpa, y desapareció dentro de la casa de adobe.
Después de haberse ido Anna, Karl se puso a considerar lo que había visto. ¿En qué momento su silueta huesuda había suavizado y había modelado sus contornos? ¿Cuánto hacía que esta mujer con curvas se escondía dentro de esos pantalones de hombre? Karl sonrió al pensar en Anna como cocinera, y se dio cuenta de que la muchacha había hecho bien en comerse sus comidas a pesar de que ella misma las había criticado.
Anna estaba observando a James sacar la manta que había servido para separar el “vestidor” hasta ahora. Cuando su hermano se alejó del baúl, Anna se ofreció a ayudarlo.
– Te ayudaré a doblarla.
– Bueno.
Cada uno tomó dos puntas y las extendió; el espacio en la estrecha cabaña de adobe apenas daba para desplegar la manta.
– James, tengo que pedirte un favor.
– Seguro. ¿Qué es, Anna?
– Es algo muy egoísta -le advirtió.
– No me hagas bromas, Anna. No me las creo -dijo, y le hizo una sonrisa cómplice.
– Pero es verdad. Sobre todo porque elegí el día de hoy para pedirte el favor.
– Bueno, ¡pídemelo! -le dijo, contento.
– Quiero que le preguntes a Karl si te deja llevar la yunta hasta lo de los Johanson tan pronto como terminemos con el trabajo.
– ¿Quieres decir esta noche?
– No, esta tarde -le dijo Anna, y se sintió incómoda ante tal sugerencia, pues James, con seguridad, adivinaría sus intenciones.
– ¿Qué necesitas de allí?
Se habían acercado casi pecho con pecho, doblando la manta.
– No necesito nada de allí.
– Entonces, ¿para qué tengo que ir?
– Para mantenerte alejado de la casa por un rato -dijo Anna, y se sonrojó.
– Pero, Anna…
– Lo sé, lo sé. Hoy nos mudamos a la casa de troncos y… Te dije que era egoísta. Tendrías que perderte nuestra primera comida preparada en la nueva cocina y nuestra primera cena en la cabaña, juntos.
– Pero, ¿por qué? -preguntó James, desilusionado.
Anna buscaba la forma de explicarle, sin muchos detalles.
– James, las cosas han estado… Necesito estar por un rato a solas con Karl.
– ¡Ah! -dijo, vislumbrando, de pronto, lo que pasaba-. Bueno… en ese caso, seguro. Me iré tan pronto como pueda.
– Escucha, hermanito -dijo Anna, tocándole el brazo-, sé que es injusto de mi parte pedírtelo esta noche pero, créeme, tiene que ser esta noche. Karl y yo tenemos que aclarar ciertas diferencias que hubo entre nosotros y que estuvieron arruinando nuestra relación durante demasiado tiempo. Me temo que si no ponemos las cosas en orden ahora mismo, van a seguir arrastrándose para siempre, y no podría soportarlo… Oh, James, me siento muy mal por pedírtelo esta noche. -Repentinamente, se dejó caer sobre la cama de soga y bajó los ojos hacia el piso, abatida-. Sé que deseabas mudarte, tanto como nosotros. Créeme, no te lo pediría si no fuera absolutamente necesario. No te puedo explicar todo, James… -Levantó la mirada, suplicante-. Pero tiene que ser hoy, esta noche.
– ¿Qué debo decirle? Bueno, nunca le pedí antes salir con la yunta, solo.
– Dile que quieres ir a visitar a Nedda.
– ¿A Nedda? -La nuez de Adán de James comenzó a temblar.
– ¿Me equivoco mucho al pensar que no te molesta?
– ¿Visitar a Nedda? -James parecía sorprendido ante la idea, a pesar de que él mismo había estado imaginando esa situación desde que Nedda lo había sugerido- ¡No, no me molestaría para nada! ¿Pero crees que Karl me dejará?
– ¿Por qué no? Karl mismo te enseñó a manejar la yunta. Te tiene confianza con Belle y Bill. De todos modos, fuiste a lo de los Johanson la noche que me perdí en el bosque, y llegaste bien.
– Sí, ¿no es cierto? -Recordó lo orgullosa que Nedda se había sentido de él en aquel momento.
– Eso no es todo lo que necesito de ti, James.
– ¿Qué más?
– Antes necesito que te lleves a Karl fuera de la casa por una hora o más, si puedes.
– ¿Cómo podría hacerlo? No querrá salir de la nueva cabaña.
– Puedes hacer que te acompañe a la laguna a darte un baño. Haz que juegue como lo hacíamos antes, ¿te acuerdas? Eso lo mantendría ocupado un rato.
– ¿Qué vas a hacer mientras no estemos?
Anna se levantó, con la manta doblada sobre el brazo. Pasó un dedo por la tela, con aire pícaro. Luego le dirigió a su hermano una sonrisa de complicidad que el muchacho pronto aprendería a interpretar.
– James, ése es un secreto de mujer. Si tienes la edad suficiente como para ir a visitar a Nedda, tienes la edad para saber que un hombre no le pide a una mujer que le revele todos sus secretos.
James se sonrojó un poco, pero no estaba seguro de algo y no pudo hacer otra cosa que preguntarlo.
– Anna, ¿debo… debo preguntarles a los Johanson si me puedo quedar a dormir?
– No, James, no te lo pediría. Sé que esperaste demasiado tiempo para poder dormir en tu propia buhardilla. No hace falta que te quedes hasta el atardecer. Estaremos esperando tu regreso para entonces.
– Bien, Anna.
– ¿Lo harás? -preguntó la muchacha, sin aliento.
– Por supuesto que lo haré. Lamento no haberme dado cuenta yo solo. De ahora en adelante, si Karl me deja ir esta vez, saldré solo más seguido. Me gusta ir a visitar a nuestros vecinos. Además -agregó, metiendo el pulgar en el bolsillo trasero de su pantalón y mirando el piso casi con culpa-, haría cualquier cosa por verlos a ti y a Karl como estaban antes. Sé que las cosas estuvieron mal entre ustedes por mucho tiempo, y eso no me gusta. Sólo… sólo deseo que seamos todos felices como antes.
Anna sonrió y apoyó el brazo en el largo y duro antebrazo de James para obligarlo a sacar la mano del bolsillo y poder tomársela.
– Escucha, hermanito, si hace mucho que no te lo digo, es mi culpa y no la tuya… pero te quiero.
– ¡Por Dios! Lo sé -dijo, con una débil sonrisa dibujada en sus labios-. Yo también.
Anna lo rodeó con sus brazos, incluyendo la manta en el abrazo cuando lo apretó contra ella. Debía estirar más el brazo, ahora, para alcanzar el cuello de James porque había crecido. Se dio cuenta de que su hermano no había crecido sólo en el aspecto físico sino también en el emocional, este verano, pues no hizo ningún ademán de rechazar la caricia. Se dejó apretujar y devolvió el abrazo, deseando, en silencio, que lo que Anna había planeado para esa tarde resultara.
Anna se separó de James.
– Gracias, hermanito mío.
– Buena suerte, Anna -le deseó James.
– A ti también. Tienes a un sueco obstinado allí afuera. Si decide que no quiere ir a la laguna, te llevará tu buen trabajo mantenerlo alejado del claro.
Colocar la puerta recién cortada era algo simbólico para todos ellos, pero principalmente para Karl. Cuando por fin la hizo girar sobre los goznes de madera, Karl se paró en la abertura y miró primero hacia el interior de la cabaña y luego hacia afuera.
– Mirando al este -dijo con satisfacción, y dirigió la mirada más allá de sus plantaciones, hacia el borde del bosque, que todavía faltaba despoblar.
– Como siempre dijiste -confirmó James.
Karl se volvió para frotar con su mano los paneles de la puerta.
– Muy bien, roble bueno y resistente -dijo, y le dio un golpe a la puerta.
– También como dijiste.
– Justo como lo dije, muchacho, y no lo olvides nunca.
– No lo olvidaré, Karl.
Karl miró enseguida a Anna.
– Y no te habrás olvidado lo que me hiciste prometer: que serías la primera en colocar el cordón del pasador del lado de adentro.
Complacida de que Karl se hubiera acordado de algo que formaba parte de esos sueños susurrados en la oscuridad, los primeros días del verano pasado, Anna se animó y el color subió alegremente a sus mejillas. Pero todavía se contuvo, pues se preguntaba si eso significaba una reconciliación. Esa manera de mirarla, el estar de pie allí, en el vano de la puerta, con la luz dándole de atrás y transformando su pelo en un halo dorado, el modo en que le hacía recordar esos secretos murmurados hacía tanto tiempo…
– Entonces, señora Lindstrom -dijo Karl-, ¿por qué no prueba su nueva puerta?
Turbada, ahora, se apresuró a hacerlo.
– Bueno, vengan los dos adentro. ¡Por supuesto que no voy a entrar el cordón del cerrojo por primera vez, dejando a mis dos hombres preferidos allí, en el umbral!
Karl y James entraron. James cerró la puerta. Karl levantó la barra y la dejó caer en su lugar. Anna tiró del cordel con los dedos hasta que una bola pequeña llenó el agujero y cayó adentro.
– ¿La hiciste tú? -preguntó Anna, sosteniendo la pelotita de madera entre los dedos-. ¡Está tan bien formada!
– No. Es una avellana. Te prometí que te mostraría una avellana.
Anna sonrió, traviesa.
– Pero se la comerán las ardillas directamente del cordel.
– Las ardillas también tienen que comer. Así que déjalas. Conseguiré otra. Tengo muchas.
Miró a Karl a la cara, manteniendo su rostro inexpresivo pero sincero, mientras decía:
– Sí, señor Lindstrom, le creo.
James observó cómo Anna y Karl parecían haber olvidado que él estaba allí. De pronto, excitado, pensó que tendría problemas para convencer a Karl de que se alejaran del claro, pero no por las razones que había dado Anna. El muchacho interrumpió el arrobamiento de la pareja, al sugerir:
– Karl, ¿por qué no terminas de armar esa cocina y vamos a darnos un baño?
– ¿Un baño? ¿Cuándo acabamos de entrar en la cabaña? Un hombre necesita tiempo para acostumbrarse a su hogar.
– Pero yo estoy algo apurado, Karl.
Karl no deseaba desviar los ojos de Anna, pero el muchacho insistía.
– ¿Estás apurado? ¿Qué es lo que te apura? Todos estos días estuvimos apurándonos para terminar la cabaña. Ahora que está hecha, es hora de relajarnos y disfrutarla.
– Bueno, me gustaría… debo pedirte algo, Karl.
– Bueno, pídelo.
Anna se había alejado y estaba manipulando las tapas de las ollas. Seguro que nunca había prendido el fuego en una cocina, pensó Karl, de modo que se acercó para ayudarla.
– ¿Podría llevarme la yunta a lo de los Johanson? -preguntó James.
Karl giró sobre los talones y miró al muchacho, sorprendido.
– ¿La yunta?
– Sí… me gustaría… me gustaría ir a visitar a Nedda.
– ¿Hoy?
– Bueno, sí… ¿Qué pasa hoy?
James había vuelto a enganchar los pulgares en los bolsillos del pantalón.
– Pero éste es el día en que vamos a tener nuestra primera comida juntos. Anna va a cocinar en su nueva cocina.
– Hoy es la primera oportunidad que tengo de estar libre. Estuvimos trabajando en la cabaña casi todo el verano. Y cuando no era la cabaña lo que nos mantenía ocupados, era la cosecha o las pezuñas de los caballos o alguna otra cosa. ¿Qué otra cosa quieres que haga hoy? -James sonaba realmente molesto.
Anna se volvió, sonriendo ante el ingenio de su hermano y pensando: “¡Bien, James! ¡Puedes ser un buen leguleyo si te lo propones!”
Karl estaba totalmente sorprendido. No se había dado cuenta de que el muchacho deseaba alejarse del lugar. Si es que había algo en lo que Karl no había reparado era en que James merecía tener algún tiempo libre. Sin proponérselo, James había dado en el punto más débil de ese enorme sueco.
– Bueno, nada -admitió Karl-. No hay nada que tengas que hacer aquí. Ya hemos terminado con todo.
– Entonces, ¿por qué no puedo irme? -James sonaba como si lo estuvieran acosando.
– No dije que no pudieras irte.
– ¿Es por la yunta, Karl? ¿No confías en mí para que la maneje solo?
– Seguro que te tengo confianza.
– Bueno, ¿la puedo llevar, entonces?
– Sí. Supongo que puedes. Pero, ¿y la cena?
– Comería con los Johanson, si no te importa. De ese modo podría volver más temprano.
– Pero Anna tal vez planeó algo especial en la cocina nueva.
– Sin ofenderte, Anna, pero tardarás en acostumbrarte a la nueva cocina, como te pasó con la chimenea. Preferiría comer en lo de Katrene. ¿Te molesta?
Anna casi suelta una risita en voz alta. Todo este tiempo había pensado que su hermano había olvidado el arte de la persuasión, pero ahora se daba cuenta de que era un genio.
– No, no me importa. Habrá otras comidas en casa.
– No creo que a Katrene le importe, tampoco, y la comida que ella hace me encanta.
Anna pensó: “Bueno, hermano, ¡ya basta, ya es suficiente!”
– Me gustaría irme cuanto antes, Karl, pero primero necesito hablar contigo. Pensé que querrías ir a la laguna conmigo. Me gustaría lavarme antes de salir, de todos modos.
– No estaba en mis planes ir a laguna. ¿No podríamos hablar aquí?
– A mí… a mí… me gustaría tener una charla de hombre a hombre.
“¡Bravo!”, pensó Anna.
– Bueno… bueno, seguro -dijo Karl, y miró a Anna, vacilante.
Cuando Karl la miró, Anna lo animó:
– Escuchen, vayan ustedes dos. El agua es demasiado para mí ahora. No creo que aguante meterme con el agua tan fría. Me quedaré aquí a entretenerme con mi nuevo juguete -dijo, señalando la cocina.
Karl tuvo que aceptar la situación.
– Trae tu ropa limpia, muchacho. Vayamos ahora y puedes ir luego a la casa de nuestros vecinos, antes de la cena, como querías.
James trepó hasta la buhardilla, donde tenía la ropa prolijamente acomodada al lado de la cama de sogas con su nuevo colchón de chalas.
Abajo, Karl volvió los ojos a Anna.
– Me gustaría que vinieras con nosotros, pero creo que el muchacho se trae algo entre manos.
“No es el único, Karl”, pensó Anna, antes de decir:
– Es la primera vez que va a visitar a una chica. Tal vez esté nervioso, y el baño lo calmará. Recordarás tu primera vez, Karl.
Había algo diferente en Anna, hoy. Hubo algo casi provocativo en ese inocente comentario a su esposo. Anna siguió manipulando los utensilios alrededor de la cocina, mientras hablaba pero, al oír sus palabras, Karl trajo a su mente el vívido recuerdo de esa primera vez. Su primera vez con Anna… Esa maravilla increíble de su primera vez con Anna…
– Sí, me acuerdo -dijo-. Estaba muy nervioso.
– Dile eso, entonces, Karl. De ese modo, sabrá que no es el único en sentirse así -dijo Anna.
Por fin ella lo miró. ¿Había desafío en su mirada, ahora? Las palabras habían sido dichas con gran simplicidad pero, ¿qué se escondía detrás de ellas? Estaba hablando de sí misma y de su primera vez con él, Karl estaba seguro de eso. Anna tenía algunos trozos de leña en las manos y la expresión en el rostro reflejaba una total naturalidad. Con toda esta conversación, no habían encendido el fuego. Ese primer fuego en la cocina no había sido encendido todavía.
– Prenderé el fuego antes de irme -dijo Karl, sintiendo que se le aflojaba el nudo que tenía en la garganta.
Tomó la leña que Anna le entregaba y se volvió para encender el fuego en la cocina que había traído para su esposa, mientras pensaba: “Siempre encenderé el fuego para ti, Anna. ¡Qué tonto fui en mantenerlo guardado tanto tiempo!”
James bajó la escalera ruidosamente y se acercó a Anna. Le pasó un brazo alrededor de los hombros, de la manera más natural, como lo haría un hermano mayor.
– De modo que ahora tienes, por fin, tu cocina. Espero que resulte.
“No te preocupes, hermanito querido, estoy segura de que resultará”, pensó Anna.
Una vez encendido el fuego, los dos hombres salieron. Karl se había cuidado de no mirar demasiado a su esposa en presencia del muchacho. Sintió, de pronto, que ardía por dentro, y debía refrenarse para que James no lo notara.
Anna los observó partir. Cuando llegaron al borde del claro, la muchacha gritó:
– ¡Karl!
Él se volvió y la vio allí, en la puerta de la cabaña, con una mano sobre los ojos para protegerse del resplandor.
– ¿Sí, Anna?
– ¿Llevarías un poco de agua para regar mis plantas de lúpulo cuando pases por allí?
Karl levantó una mano, en un mudo gesto de asentimiento, y fue al manantial por un balde. Anna sabía que sus gajos ya habían prendido allá afuera, en el bosque.