En el instante mismo en que abrió los ojos, James se dio cuenta de que todo andaba bien entre Anna y Karl. Por empezar, hoy era el primer día en que Karl no se había levantado antes que Anna e ido afuera, para que ella dejara la cama, se lavara y se vistiera sin sentirse incómoda. Cuando James abrió los ojos y se estiró para mirar por encima del hombro, descubrió que su hermana y su cuñado estaban todavía arropados en la cama. A James le pareció oír murmullos y risitas. El chico se sintió rodeado de una agradable sensación de seguridad. Todo resultaba terrible cuando las relaciones entre Karl y Anna estaban tirantes. Pero hoy, James lo intuía, hoy sería uno de esos días buenos que a él tanto le gustaban.
Karl estaba en ese momento acostado cara a cara con su esposa y la sujetaba por los dos pechos.
– Los dos juntos ni siquiera llenan una mano -susurró Karl.
– No pareció importarte ayer a la noche -le devolvió Anna con otro susurro.
– ¿Dije acaso que me importaba?
Anna murmuró, imitando un pesado acento sueco:
– Si tú quierres una sposa que tenca peshos como svandías, tendrás que recresar a Svecia. Ésta sólo tiene dos pequeños frutillos.
Karl tuvo que esconder la cara para ahogar la risa; se sumergió, entonces, en sus dos pequeños peshos.
– Pero, Anna, te dije que las frutillas eran mis favoritas -dijo apenas pudo.
– ¡Nu mi engañas! ¡Te conuzco!
– Un hombre no puede evitar tener una favorita.
– Sí, favorita dice que esto es engañu. Este hombre debería recordar que si no tuviera las manos como platus soperus, estarían llenus ahora.
Karl se sintió sacudido por otro ataque de risa. Debajo de las manos, percibió que los pechos de Anna también se sacudían.
– Y si no estuvieras ocupada haciéndote la graciosa con tu marido, tendrías las manos llenas. -Capturó la pequeña mano y la puso sobre sus genitales.
– Sí, seguru -dijo Anna, perfeccionando su acento sueco-. Es un tunto, como dije. A plenu sol y su cuñado en el pisu, se duspierta como un pepinu maduro.
Esta vez no pudieron ocultar la risa. Lanzaron sonoras carcajadas mientras Karl encerraba a Anna en esos brazos poderosos, y ambos se revolcaban en la cama, desbordantes de alegría.
– ¿Qué están haciendo ustedes dos, ahí? -preguntó James desde el piso.
– Estamos hablando de horticultura -contestó Karl.
– ¿Tan temprano en la mañana? -A James no lo engañaban. Sabía que las cosas marcharían a las maravillas desde ahora en adelante.
– Sí, le estaba diciendo a Anna cuánto me gustan las frutillas, y ella me decía cuánto le gustaba el pe… -Anna le tapó la boca con las manos y ahogó el resto de la palabra.
James siguió escuchando más risitas y las chalas sonaron como nunca acompañadas por ruidos y protestas en esta jocosa batalla. Pero James, con sabia prudencia, se mantuvo de espalda a la cama mientras se levantaba y salía para lavarse. Tenía dibujada una sonrisa de oreja a oreja.
Karl tenía razón; los indios aparecieron en el claro antes del desayuno, y miraron el horno ansiosamente. Gracias a Dios eran nada más que tres esta vez, de modo que había que compartir sólo una hogaza de pan. Karl llevó su hacha afuera. Anna, James y los tres visitantes observaron cómo Karl abría la tapa del horno a golpes. Las catorce hogazas estaban doradas y todavía tibias.
– Tonka Squaw cocinar buen pan -le dijo Dos Cuernos cuando lo probó.
– Dos Cuernos caza buenos faisanes -le devolvió Anna.
Y con estas palabras hicieron las paces. Karl no consideró necesario aclarar quién había cocinado el pan. En cambio permitió que Anna disfrutara de la admiración que los indios le demostraban. Para ellos siempre sería Tonka Squaw, Gran Mujer, y Karl estaba orgulloso de que ella se ganara ese título honorable. Ahora que Anna entendía su importancia, se sentía más afín con ellos.
A la joven le resultaba extraño que Karl hubiera dicho que, a pesar de su amistad, los indios robarían alimentos, si no se dejaba la casa protegida. Pero, así como los indios no creían que nadie fuera dueño de los pájaros del aire, tampoco creían que nadie fuera dueño del trigo de la tierra. Si querían pan blanco, venían y lo tomaban. Si querían papas blancas, venían y las tomaban. Pero su sentido del honor los mantendría alejados del lugar, si vieran que la puerta estaba asegurada con el leño atravesado.
El desayuno con los indios hizo que esa mañana el trabajo comenzara más tarde, pero no importaba. Los tres estaban de buen humor porque ese día empezaban a hachear los leños y no había nada, en ese momento, que pudiera excitarlos más. Anna estaba radiante. Karl, lleno de bríos. James, ansioso. Con el trabajo de todos, ese día, las paredes de la cabaña comenzaron a levantarse.
Karl trajo su azuela muy bien afilada y comenzó a desbastar, en tanto les explicaba ese arte, que a Anna y a James les pareció muy peligroso. De pie sobre un tronco de alerce, Karl daba golpes cortos que rozaban la punta de sus botas. Anna estaba aterrada al ver que, con cada movimiento, el filo mordía la madera debajo de sus botas. Karl se adelantaba apenas unos siete centímetros después de cada golpe, haciéndose camino a lo largo del tronco y dejando atrás una superficie cremosa y plana.
– Karl, te vas a lastimar -lo reconvino.
– ¿Te parece? -preguntó. Dio una ojeada a la madera ya trabajada y levantó la punta de la bota-. Un verdadero leñador es capaz de partir la suela de su bota en dos capas sin tocar ni la madera debajo de ella ni los dedos adentro de la bota. ¿Te lo muestro?
– ¡No! -aulló Anna-. ¡Tú y tu orgullo de leñador…!
– Pero es así, Anna.
– No me importa. Te prefiero con diez dedos y no con un premio por partir suelas.
– A tu hermana le gustan mis dedos, así que no puedo demostrarle que no corren peligro. -Luego, dirigiéndose a Anna, dijo-: Ven, ayúdanos a James y a mí a hacer rodar este leño.
Los tres se esforzaron, usando cuerdas con las que dieron vuelta el tronco sobre la superficie plana para que Karl pudiera desbastarlo en la parte superior. Luego, con no más de seis diestros golpes, cortó media hendedura de forma rectangular a unos veinte centímetros del extremo del madero. Hizo lo mismo en el otro extremo, y los tres aunaron esfuerzos para levantarlo y colocarlo sobre la base. Todo encajaba perfectamente.
Durante esos días, a medida que las paredes crecían, Karl hacía alusiones sexuales hasta con el ajuste de las hendeduras. Eran días de trabajo abrumador, de ropa mojada por la transpiración, de músculos calientes y doloridos, pero de satisfacción.
Para Karl todo era fuente de satisfacción. Ya fuera cuando le enseñaba a James el modo correcto de hundir en la muesca la parte roma del cotillo del hacha para poder afilarla, o de medir las distancias entre las hendeduras en largos de hacha, o de encajar el nuevo tronco en el anterior, o cuando se detenían a beber agua de la fuente. Para Karl, vivir la vida era algo muy preciado. En todo lo que hacía, transmitía lo más importante de las lecciones: la vida no debe ser desperdiciada. Cada persona obtenía de la vida lo que había dado. La más ardua de las tareas, realizada con entusiasmo, ofrecería incontables gratificaciones.
Una vez levantada una nueva hilera de troncos, Karl se trepaba sobre la pared, bien alto encima de sus cabezas, daba un golpe sonoro y les decía:
– ¡Será una casa magnífica! ¿Se dan cuenta de lo derechos que están los alerces?
Transpirado, con el pelo pegoteado a los lados de la cabeza, los músculos calientes y temblando por el gran esfuerzo de ubicar el leño justo en el sitio correcto, encontraba la gloria en esta tarea honorable.
Debajo de Karl, Anna levantaba los ojos, protegiéndose del resplandor con un brazo, cansada más allá de todo límite que pudiera imaginarse, dispuesta, sin embargo, a ayudar a subir otro tronco, sabiendo que una vez más logrado el esfuerzo, tendría el pecho henchido de satisfacción, esa gloriosa satisfacción que sólo Karl le había enseñado a sentir.
Un día, desde ahí abajo, le gritó a su esposo:
– ¡Esto es algo magnífico, lo admito, pero pienso que se trata de una jaula magnífica!
En realidad, se veía como una jaula. A pesar de que las muescas en la madera eran profundas, había aberturas entre los troncos. Anna sabía muy bien que las cabañas se construían así, pero las bromas de Karl eran contagiosas y habían prendido en ella.
– ¡Yo conozco a un pajarito a quien meteré allí adentro y alimentaré hasta que engorde!
– ¿Como a una gallina para la feria?
– ¡Oh, no! Esta gallina no se vende.
– ¡De cualquier modo, si quieres engordarla dentro de la jaula, tendrás un gran problema ya que te olvidaste de la puerta!
Karl rió con ganas, la cabeza levantada hacia el cielo azul, donde el sol la atrapó con sus rayos.
– Es una gallinita muy inteligente por haber advertido una cosa así, y yo, un sueco muy tonto por haberme olvidado de construir la puerta.
– ¡O las ventanas!
– O las ventanas -reconoció Karl, siguiendo el juego-. Tendrás que mirar afuera por entre los troncos.
– ¿Cómo puedo mirar afuera, si no logro meterme adentro?
– Tendrás que encaramarte en lo alto, supongo.
– ¡Algo muy fácil en una casa sin techo!
– ¿La gallinita quiere probar?
– ¿Probar, qué?
– ¿Probar la jaula?
– ¿Quieres decir entrar?
– Eso, entrar.
– Pero, ¿cómo?
– Sube aquí, mi flacucho polluelo, y te mostraré cómo.
– ¿Subir allí? -Se veía muy alto desde donde Anna estaba.
– Tuve que verte todo el tiempo con esos horribles pantalones; será la primera vez que aprecie sus ventajas. No tendrás dificultad en treparte por las paredes. Ven.
Anna no era de las que se achicaban ante un desafío. ¡Y allí fue! Apoyando una mano arriba de la otra, un pie arriba del otro.
– ¡Ten cuidado! ¡Las gallinas no saben volar!
Subió doce troncos y Karl la agarró de la mano para ayudarla a pasar una pierna por arriba de la pared. Por supuesto, pasó la pierna por detrás en vez de pasarla por delante de su cuerpo y estuvo a punto de voltear a su esposo. Pero Karl se deslizó rápidamente hacia atrás y Anna logró subir a salvo. ¡El mundo se veía magnífico desde esa altura! Podía distinguir las perfectas hileras de vegetales en la huerta. El trigo se extendía como un mar verde y ondulante debajo de ella. ¡Qué anchas parecían las espaldas de Bill y de Belle! No se las imaginaba así. En el techo de la casa, contra la chimenea, había un nido de ardillas. ¡Y el camino que salía del claro era tan angosto y sombreado!
La voz de Karl sonó detrás de Anna:
– Todo esto es nuestro, Anna. Tenemos abundancia, ¿no?
Se inclinó hacia adelante, le rodeó la cintura y la atrajo hacia sus muslos, apretándola con fuerza y haciéndole apoyar la cabeza de costado sobre su hombro. Karl olía a madera fresca, sudor, caballos, cuero y un montón de cosas maravillosas.
Karl le frotó las costillas debajo de los pechos, mientras Anna se estiraba hacia atrás para apoyar la mano en el hombro musculoso.
– Sí, Karl. Ahora entiendo cuando hablas de abundancia. No tiene nada que ver con cantidades, ¿no es cierto?
Como respuesta la sujetó aún más fuerte y murmuró:
– Ven, bajaremos adentro.
Karl giró el cuerpo y se dispuso a bajar.
Descendieron juntos hasta que quedaron dentro de las cuatro paredes nuevas. El sol penetraba por entre las maderas y formaba, en el interior, barras de luz y sombra que se proyectaban en ángulo sobre rostros, hombros y cabelleras.
Era como una catedral verde y fresca con el cielo raso de color celeste. Un lugar acogedor, privado, inundado por la penetrante fragancia limpia y fresca de la madera. La mirada de ambos se dirigió a lo alto. Por arriba de las paredes, una franja de ramas se balanceaba levemente en la brisa del verano. Luego miraron hacia abajo. El viento suspiraba a través de las paredes irregulares, los pájaros perezosos piaban desde los olmos, el arroyo venía canturreando desde el manantial.
Las bandas de sol y sombra lo atravesaban todo: el torso desnudo de Karl, la cara pecosa de Anna, la casa humilde donde pronto habría puerta, ventana, hogar, buhardilla y cama. Anna se apretó contra Karl, quien abrió los brazos y cerró los ojos. Los brazos de la muchacha rodearon el cuerpo rayado por la luz del sol, que se reanimó al sentir ese peso liviano contra sus piernas. Con las bocas juntas, giraron en círculo, sin pensar en lo que hacían pero respondiendo a una necesidad de moverse juntos, muy apretados y armoniosamente.
– ¡Oh, Anna, qué felices seremos aquí! -dijo él por fin, con los labios apoyados contra el pelo de la joven.
– Dime dónde va a estar nuestra cama -dijo Anna.
Karl la condujo a un rincón donde los únicos adornos eran un conjunto de hojas, ramas y pasto.
– Aquí -señaló, imaginándola-. Aquí haré el hueco para la chimenea. Y aquí estará la escalera que conducirá a la buhardilla. Y aquí pondré el aparador. ¿Te gustaría tener un armario en tu cocina, Anna? Lo puedo hacer de arce; ya elegí un buen árbol. Y también pensé en un sillón hamaca; siempre quise tener uno. Con mi azuela puedo modelar un buen asiento y hacer un respaldo con varas flexibles que obtendré del sauce. ¡No te imaginas lo hermoso que será ese sillón!
Anna no pudo evitar sonreírle; compartía su alegría, aunque ella hubiera preferido un fogón de hierro en lugar de un armario y un sillón hamaca. Pero no lo dijo; no quería empañar el entusiasmo de Karl.
– ¿Cuándo empezamos a rellenar? -preguntó Anna.
– Pronto -murmuró él-. Primero hay que traer del bosque la madera para la cumbrera. Ya la tengo elegida.
– ¿Cuándo estará lista, Karl? ¿Cuándo podremos mudarnos?
– ¿Estás ansiosa, pequeña mía?
– Estoy cansada de mentirle a James acerca de todos esos paseos que estuvimos dando últimamente.
La abrazó otra vez contra su pecho, y rió sobre el cuello de la muchacha; con la boca apoyada allí, aspiró y adoró la sal de su transpiración, producto del trabajo. Dejó caer el brazo hasta las caderas de Anna, y la atrajo hacia él. Luego encerró con las manos las posaderas de la joven, aunque no hubo necesidad de presionarla contra su voluntad; las dos voluntades se habían fusionado en una sola. Ella había llegado a amar el contacto de ese cuerpo moldeado contra el suyo, lo buscaba tan ansiosamente como él.
– Si mi Tonka Sqnaw sostiene la mentira, su hermano se dará perfecta cuenta, esta vez, de que no estamos dando ningún paseo en plena luz del día y con la cabaña a medio construir.
– Ya que sabrá la verdad de cualquier modo, esta Tonka Squaw irá y le contará la verdad: que su enorme y ardiente cuñado está ocupándose de la plantación de pepinos.
Las dos carcajadas resonaron por las paredes de la cabaña.
La instalación de la cumbrera fue una ocasión auspiciosa, puesto que fue la primera oportunidad que tuvo James de demostrar su temple como carrero. Era una tarea riesgosa, y Anna pudo observar cómo su hermano echaba, cada tanto, una mirada a lo alto de las paredes; cómo tiraba de la carga, inhalando profundamente y resoplando con exageración, inflando las mejillas y llevando hacia atrás el pelo de la frente.
El alerce que Karl había elegido era un gigante imponente, más largo que cualquier otro. Estaba ahí, a la espera, al lado de la cabaña. Apoyados contra la hilera más alta de troncos, había cuatro árboles más delgados, sin las ramas y con la superficie blanca y brillante al sol.
Las pesadas cadenas fueron atadas a la abrazadera y James sintió que le transpiraban las manos. Nunca en la vida había querido complacer a un hombre más de lo que quería complacer a Karl hoy. James se secó la frente y levantó otra vez los ojos hacia lo alto de la cabaña; deseaba que hubiera otro hombre para ayudarle a Karl y tener él un pretexto. Pero, al mismo tiempo, el desafío aumentaba sus deseos de hacer mejor las cosas.
James hurgaba en su memoria para recordar las lecciones que Karl le había enseñado acerca de la importancia de tranquilizar a los caballos con palabras apacibles cuando trabajaban. Pero su voz sonó a falsete cuando trató de hablarle a Belle con calma. Los animales, acostumbrados a trabajar uno al lado del otro, se mostraban inquietos ahora que estaban separados, atados uno a cada extremo de la larga cumbrera. Muy raras veces se les pedía que respondieran por separado a alguna orden; en consecuencia, Belle inconscientemente giró hacia Bill, y James ordenó:
– ¡Aparta! ¡Aparta!
Pero el nerviosismo hacía que su voz sonara demasiado aguda.
Desde el otro lado del camino, Karl le explicó:
– Muchacho, no te olvides de que estás hablándole sólo a Belle pero que Bill también puede oír tus órdenes. Cuando le des una orden, usa su nombre.
James tragó saliva y trató de repasar todo lo que Karl le había enseñado: “Los caballos tienen el sentido del oído muy desarrollado; si le gritas a un animal, es para descargarte. Las órdenes calmas pero firmes son las mejores”.
– Sostén las riendas tirantes hasta que te dé la señal, luego los haremos arrancar juntos -instruyó Karl-. ¡Recuerda: si las dejas muy flojas, perderemos la cumbrera en un patinazo!
Inconscientemente, Anna giró hacia arriba los puños, como si fuera ella y no su hermano quien llevara las riendas. Su propio corazón estaba tan acelerado como el de James. Le dio una rápida mirada a Karl; la confianza que le tenía a James se notaba en su manera relajada de pararse y en la tranquila expresión que tenía en el rostro cuando se dirigió al muchacho para animarlo.
– ¿Cuántas veces manejaste la yunta, muchacho? -preguntó Karl ahora.
– Montones de veces. Todos los días, desde que estoy aquí.
– ¿Y alguna vez te fallaron?
– No… señor.
– ¿Y tú alguna vez les fallaste? -No… señor.
– ¿Cuántos hay en una yunta?
– ¿Qué? -El rostro de James manifestó sorpresa ante la pregunta.
– Una yunta. ¿Cuántos hay en una yunta?
– D… dos, por supuesto.
– Hasta ahora manejaste dos percherones bien crecidos. Ahora tienes que conducir sólo la mitad, ¿no es así? James dudó un instante y replicó:
– Correcto. -A pesar de que sabía que ahí estaba el problema.
– Un hombre que puede arrastrar una cumbrera y colocarla en su lugar, puede hacer cualquier cosa con su yunta. -Y con estas palabras, Karl se ubicó detrás de Bill.
Nunca antes Karl había usado el término “hombre” para referirse a James. Al escucharlo en ese momento, sabiendo que ésa era la tarea de un hombre, James trató de responder a la confianza que habían depositado en él.
Las riendas parecían engrasadas. El sudor le corría por el hueco de la nuca, y le temblaban los tobillos. Las ancas de Belle eran tan macizas, que las débiles riendas de cuero no podrían contra ella si decidiera liberarse. Sujetándolas con fuerza, James se preguntó, desesperado, si no habría olvidado enganchar algún débil eslabón de la cadena al revisarla. ¿Serían las correas que llevaban todo el peso de la carga lo suficientemente gruesas y resistentes? Pero era demasiado tarde para corregir algún error ahora que las tensas cadenas empezaron a tirar y el extremo suelto desapareció con un ruido metálico.
James miró a Karl. El hombrón le guiñó un ojo. Luego le dio la silenciosa señal, y los dos, el hombre y el muchacho, hablaron:
– ¡Levántate, Belle! ¡Levántate, Bill!
Hubo al principio un relincho de protesta, luego un sonido seco cuando la cumbrera se apoyó sobre los troncos verdes. Los pechos de los percherones estaban tensos dentro del arnés, y James dio el primer paso, echándose hacia atrás, como lo había visto hacer a Karl. Primero resonó el crujido de la madera verde a través del claro; luego, el quejido de los troncos al someterse a ese peso.
– ¡Levántate, Belle! -ordenó James, mientras el animal sentía aumentar la presión en el pecho. El caballo levantó la cabeza con el esfuerzo y sus pasos se hicieron más cortos y más altos- ¡Levántate, Belle! ¡Vamos!
La cumbrera (seis metros de peso mortal y aplastante, si se desviaba) se deslizó con firmeza, en forma horizontal, hacia el cielo.
Los caballos siguieron moviéndose. Ya no podían verse entre ellos pues la cabaña los separaba. Lo mismo pasó con los conductores. Ahora sólo podían ver un extremo de la cumbrera; imaginaban el resto subiendo, moviéndose, acercándose al amarre hasta que, cuando los pulmones de los caballos parecían a punto de estallar por dentro, llegó un sonido sordo pero suave, y la voz de Karl desde el otro lado de la cabaña.
– ¡Lo logramos, muchacho, lo logramos!
James se olvidó de sí mismo entonces, dejó escapar un “¡hurra!”, y saltó por el aire, haciendo que la asustada Belle saltara de costado dando pequeños pasos.
Anna dejó escapar el aliento que tenía retenido y corrió hacia adelante llena de gozo, tan excitada como James ante su éxito.
– ¡Lo lograste! ¡Lo lograste! -cantó, sumamente complacida con sus progresos como carrero.
– Lo logré, ¿no?
– Con una pequeña ayuda de Belle.
– Así es -admitió James, y volvió a reír.
– ¡Oh, Belle, vieja novia mía! -exclamó el muchacho, y le besó la barriga.
En ese momento, se acercó Karl.
– ¿Qué es esto? ¿Mi cuñado besando a mi caballo?
La pregunta los hizo estallar, de nuevo, en carcajadas.
– Lo logré, Karl -dijo James con orgullo.
– Seguro que sí. Le puedes enseñar una o dos cosas a algunos suecos que conozco, acerca de cómo deslizar una cumbrera.
James sabía que ésa era la mejor alabanza que podía esperar de Karl. Ambos elevaron la mirada hacia el poste, ubicado correctamente en su lugar.
– Tuve mucho miedo, Karl.
– A veces debemos hacer las cosas, tengamos o no miedo. Ser capaz de decir después: “Tuve mucho miedo”, hace a un hombre más grande, no más pequeño.
– No te puedo contar lo aterrado que estaba cuando tenía esas riendas en mis manos.
Semejante admisión no pudo menos que divertir a Karl. Sonrió y agregó:
– Yo también estaba aterrado. Siempre lo estoy cuando la cumbrera se eleva. Pero lo logramos, ¿eh?
– Seguro que sí.