Capítulo 14

Anna y James comenzaron a rellenar las paredes. Hacían un viaje tras otro hasta el depósito de arcilla para traer material que luego mezclaban con pasto seco de la pradera. Con esto tapaban los espacios entre los troncos. El “mal de la pradera” que afectaba a los hermanos había empeorado. Karl, mientras tanto, seguía trabajando en el techo, empleando ramas de sauce más pequeñas para la primera capa. Estas se unían a la cumbrera mediante agujeros practicados con un taladro y se las fijaba con trozos de árboles jóvenes.

Desde que Karl había hecho las primeras preguntas acerca de Saul, ya no había bromas a la hora de acostarse para romper la monotonía y aligerar la carga de esos días de duro trabajo. James, consciente del distanciamiento entre su hermana y su cuñado, sufría las consecuencias tanto como ellos. Yacía en el jergón, esperando oír el sonido de sus cuchicheos, su risa suave y hasta el crujido de las chalas, temblando en secreto.

Desde su lugar al lado de Karl, Anna lo sentía darse vuelta mientras simulaba estar dormida. Se quedaba esperando las lágrimas, que venían todas las noches a hacerle compañía junto con los sollozos; pero las tragaba y las sofocaba hasta que la respiración de Karl se hacía profunda y pareja. Sólo entonces las lágrimas rodaban por su rostro y se le acumulaban en las orejas antes de mojar la funda, hasta que, en medio de la desesperación, se volvía y enterraba la cara en la almohada, dejando escapar los sollozos contenidos.

Al lado de ella, Karl estaba totalmente despierto, con los brazos vacíos y deseosos de rodear a la Anna de antes. Pero el tonto orgullo sueco lo mantenía apartado y agresivo.

El día en que Karl practicó la abertura para la puerta distaba mucho de ser como él se lo había imaginado. “Ése será un momento para celebrar: el día en que Anna, James y yo entremos en la casa por primera vez”, había pensado. Pero Anna estaba demacrada y cansada, con manchas color púrpura debajo de los ojos. James, silencioso y con el andar pesado, no sabía cómo actuar en medio de los dos. Karl, por su parte, se mostraba eficiente y amable.

Se abrió la arcada mirando al este, como Karl había prometido. Pero cuando entraron por primera vez, no fue entre barras de luz y sombra como antes. Las vigas del techo estaban en su lugar ahora y gran parte de los huecos habían sido rellenados. La única luz penetraba por la arcada. A Anna la cabaña le pareció sombría. Cuidadosamente, evitó acercarse al rincón donde los dos se habían besado, o al sitio donde, según le había dicho Karl, estaría la cama.

James simuló estar interesado y se puso a caminar por ese espacio encerrado, exclamando:

– ¡Guau! ¡Es tres veces más grande que la casa de adobe!

– Más de tres veces, incluyendo el desván.

– Nunca tuve antes un lugar para mí solo -dijo James.

– Ya es hora de que nos pongamos a trabajar y dejemos de soñar con desvanes. Hay mucho por hacer antes de construir la buhardilla. ¿Estás dispuesto a entrar esas piedras, muchacho?

– Sí… señor.

– ¡Bien! Engancha a Belle y a Bill, entonces. Yo saldré contigo y te mostraré dónde está la pila.

Con una sensación de fatalismo, Anna partió con los dos hombres para ayudar a James a cargar las piedras en una especie de carreta que, según explicó Karl, era el asiento y los patines del trineo que usaba para acarrear en el invierno. Karl les mostró dónde estaba el montón de piedras, al este de las plantaciones, y regresó a la cabaña; los dos hermanos quedaron luchando con la fatigosa tarea de esa mañana. Sí, eso era lo que le parecía a Anna hoy: una fatigosa tarea. Toda la hermosa motivación había desaparecido.

Cuando James iba conduciendo el trineo de regreso al claro, con Anna a su lado, los dos estaban tristes y cansados.

Anna casi se arrastró hasta el claro, luego hasta la puerta de la cabaña. Estaba más iluminada ahora, pues Karl estaba usando su hacha para hacer el agujero de la chimenea.

Presintiendo que ella estaba atrás, se volvió y la encontró observando su trabajo.

– ¿Estás construyendo la chimenea, ahora, Karl? -preguntó.

– Sí. Una casa debe tener chimenea.

“Y una novia debe ser virgen, ¿no es así, Karl?”, pensó Anna. Estaba destinada a cocinar, calentar agua, hacer jabón y hervir ropa usando sólo la chimenea por el resto de su vida. De modo que Karl, a quien Anna consideraba incapaz de ser vengativo, se estaba tomando la revancha. Deseaba gritar: “¡No hagas esto, Karl! ¡No tuve opción, y lo siento… lo siento tanto!”

Karl, con el corazón destrozado, retornó a su trabajo. Recordaba lo contento que estaba cuando había planeado la construcción de esta chimenea. Había soñado tanto con traer a Anna a ese lugar, acostarla delante del flameante fuego, en el crudo invierno, jugar con ella, apretarla contra su cuerpo, envolverse ambos en la piel de búfalo y quedarse dormidos sin preocupaciones, allí, en el piso.

Las piedras de la chimenea iban subiendo una a una, solitariamente.


Llegó el día en que Karl anunció que debían ir a ver si el lúpulo estaba maduro. Se lo dijo a James. Le hablaba muy poco a Anna, aunque cuando lo hacía, siempre se mostraba amable. Pero no era amabilidad lo que Anna quería. Quería al Karl que bromeaba, la adulaba y parloteaba tanto acerca de los desastres que ella hacía cuando cocinaba. Ahora, a pesar de que sus comidas no habían mejorado, Karl no hacía ningún comentario; simplemente comía, imperturbable; se levantaba de la mesa y se iba con su hacha o su rifle al hombro. Continuaba enseñándole a Anna las cosas que ella necesitaba saber, pero las lecciones estaban desprovistas del goce y la alegría que las habían caracterizado.

De modo que fue a James a quien Karl anunció:

– Creo que debemos ir a ver cómo está el lúpulo. Si queremos pan el próximo invierno, sería conveniente ir ahora.

– ¿Engancho a Belle y a Bill? -preguntó James, ansioso.

Durante todos esos días, trató de hacer lo imposible para que Karl sonriera pero no lo logró.

– Sí. Nos iremos apenas termines de ordeñar a Nanna.

Cuando llegó la hora de partir, Anna se dio cuenta de que no iban simplemente a traer una carga de materiales para la construcción. Los caballos miraban en dirección al camino por primera vez desde que ella y su hermano llegaron. Se acercó a la puerta y se quedó entre las sombras, para que Karl no la viera. Se preguntó adonde irían. De repente, temió que la dejaran allí sola, pues nadie le había dicho nada. Karl trajo unas canastas de mimbre y las ubicó en la carreta. Anna lo vio volverse hacia James y luego el muchacho vino trotando hasta la casa de adobe. Anna se apartó de la puerta.

– Karl dice que es tiempo de ver cómo está el lúpulo. Me dijo que te preguntara si tú vienes también.

El corazón de Anna cantaba y lloraba al mismo tiempo. Karl no tenía intención de dejarla, entonces, pero tampoco la había invitado él mismo. Dejó caer la pala en el cubo de madera y se detuvo sólo para cerrar la puerta detrás de ella.

Cuando llegó a la carreta, Karl ya estaba subido al pescante. Él dirigió los ojos a la casa por un momento, y las esperanzas de Anna pronto se desvanecieron: no estiró la mano para ayudarla a subir. Por el contrario, mientras Anna subía por un lado, Karl bajaba por el otro; se encaminó luego hacia el montón de leños y tomó uno macizo, que atravesó delante de la puerta.

– ¿Por qué no me lo recordaste, Karl? -preguntó, preocupada porque nunca sería la clase de esposa que Karl necesitaba. No podía recordar algo tan simple como trabar la puerta con un tronco.

– No importa -respondió él.

Con tristeza, Anna pensó: “No, no importa. Ya nada importa, ¿no, Karl?”

Los frutos del lúpulo silvestre ya estaban maduros. Los pesados tallos se aferraban con sus filamentos curvados a los árboles que los sostenían, y cada enredadera se enroscaba en el sentido de las agujas del reloj, como era propio del lúpulo; Karl les había explicado que ésa era una de las maneras de identificarlo. Las ramas rizadas y pegajosas, de un verde amarillento y con la textura del papel, estaban cargadas de frutos duros de color púrpura. Entre todos los recogieron y llenaron las canastas con más de lo que necesitaban.

– Por lo que se ve, vamos a comer un montón de pan este invierno -dijo Anna.

– Venderé la mayor parte del lúpulo. Con ello se hace buen dinero -explicó Karl.

– ¿En Long Prairie? -inquirió Anna.

– Sí, en Long Prairie -respondió Karl, sin darle ninguna pista acerca de cuándo haría el viaje.

Cuando los tres estaban listos para partir con las canastas desbordantes, Anna se agachó para tocar un nuevo vástago que asomaba al pie de la planta madre; Karl les había dado el nombre de “gajos” a esos pequeños retoños.

– Karl, ya que no tienes lúpulo en tus tierras, ¿por qué no llevamos estos gajos y probamos si prenden?

– Ya lo hice. Pero murieron.

– ¿Por qué no volvemos a probar?

– Si quieres… pero no traje nada con qué desenterrarlos.

– ¿Y tu hacha? ¿No podrías usarla para arrancar la raíz? La expresión de Karl era de horror.

– ¿Con mi hacha? -Se aterrorizó ante la idea de que su preciosa hacha se mezclara con los terrones de tierra-. A ningún hombre se le ocurre apoyar el hacha en la tierra. El hacha se usa sólo para la madera.

Sintiéndose tonta, Anna miró los gajos y exclamó, con un hilo de voz:

– ¡Oh! -Pero se arrodilló, decidida a obtener la planta de alguna manera. -Veré si la puedo desenterrar con las manos, entonces.

Para sorpresa de Anna, Karl se arrodilló a su lado y juntos excavaron, tratando de llegar a la base de la raíz. Hacía días que no trabajaban tan juntos y cada uno era consciente de las manos del otro, excavando y arañando para liberar la raíz del retoño de lúpulo. Anna buscaba con desesperación complacer a Karl, en alguna medida. Sabía que si la raíz se afirmara y creciera, sería como hacerle una ofrenda a Karl.

– La regaré todos los días -prometió.

Al volverse hacia ella, Karl la encontró arrodillada y pudo leer otras promesas en sus ojos. Apartó la mirada y dijo:

– Será mejor que la envolvamos en musgo para que no se seque antes de llegar.

Se alejó en busca del musgo, dejando a Anna con las promesas muriéndose en sus ojos y en su corazón.

En ese momento, apareció James, que venía de la carreta con una canasta.

– ¿Recogiste una planta?

– Sí. Karl me ayudó.

– Me parece que no va a crecer, si Karl no lo logró… -agregó James.

El comentario despreocupado de James casi hace llorar a Anna. “Tal vez tenga razón”, pensó. Sin embargo, la angustiaba ver que James estaba tan dedicado a Karl, que apenas si tenía tiempo de preocuparse por lo que ella sentía o por tratar de levantarle el ánimo, como siempre hacía en el pasado.

Karl regresó con el musgo y cubrió la raíz; luego se levantó y dijo:

– Es mejor que consigas dos, Anna.

– ¿Dos?

– Sí. -Se lo notó tímido de repente-. El lúpulo crece en dos plantas: la planta macho y la planta hembra; si consigues el macho, obtendrás mejores frutos, siempre que decida crecer.

– ¿Cómo sabes que ésta es hembra? -preguntó Anna.

Sus ojos se encontraron por un instante y se apartaron. Luego Karl se acercó para mostrarle las pocas espigas que colgaban de la planta madre.

– Por las espigas -explicó. Extendió un dedo y tocó una panícula-. Las de las hembras son más cortas, de apenas unos cinco centímetros. -Se acercó a otra planta, trepada a un árbol cercano, y pasó la mano por la panícula. Tenía unos quince centímetros de largo-. Las de los machos son más largas.

Luego se volvió con presteza, recogió una canasta y se fue, dejando que Anna desenterrara sola el brote macho, si quería.

Con determinación, la muchacha liberó el segundo brote y lo llevó a la carreta, evitando mirar a Karl. Envolvió la planta con el musgo, junto con la otra, mientras Karl esperaba pacientemente que ella subiera a la carreta. ¡Lloviera o tronara, Anna haría que esas dos plantas crecieran!

Cuando ya habían recorrido más de la mitad del camino hacia la casa, Karl detuvo los caballos.

– Decidí construir el techo con tejas de madera de cedro -anunció-. Aunque los árboles no son míos, no creo que sean propiedad de nadie; de modo que no le sacaré la madera a ningún dueño. No emplearé más que un solo árbol para las tejas de toda la casa, y lo derribaré en muy poco tiempo.

A Anna todas las coníferas le parecían iguales. Pero una vez que Karl empezó a trabajar con el hacha, pudo percibir que el aroma era diferente. La fragancia del cedro era tan fuerte, que se preguntó si no los embriagaría. Una vez más, pudo contemplar la belleza y la gracia del cuerpo de Karl mientras manejaba su hacha. No lo había visto derribar ningún árbol desde que se distanciaron. El espectáculo la conmovía como algo mágico; era como si se gestara, en la misma boca de su estómago, el anhelo de derribar esa barrera que existía entre ellos.

Repentinamente, se dio cuenta de que Karl había disminuido el ritmo de los hachazos, y eso era algo que nunca hacía.

Dio otros dos golpes y cada uno fue respondido por un eco. Pero cuando dejó de hachar, el eco siguió. Permaneció alerta como un gallo ante el cloqueo de una gallina. Giró la cabeza hacia todos lados, pensando que estaba imaginando cosas, pero los golpes continuaron en alguna parte, en dirección al norte.

Anna y James los oyeron también y permanecieron atentos.

– ¿Oyeron eso? -preguntó Karl.

– Es sólo un hacha -dijo James.

– ¿Sólo un hacha, muchacho? ¡Sólo un hacha! ¿Sabes lo que eso significa?

– ¿Vecinos? -se aventuró a preguntar James, con una sonrisa en sus labios.

– Vecinos -confirmó Karl-, si tenemos suerte.

Fue la primera sonrisa auténtica que Anna vio en el rostro de Karl en todos estos días. Volvió a levantar el hacha, esta vez obligándose a mantener su propio ritmo, tratando de no apurarse, pues esto a la larga agotaba a un hombre y reducía sus fuerzas.

El eco se detuvo por un momento. Los tres imaginaron a un hombre desconocido, que interrumpía sus hachazos para escuchar el eco del hacha de Karl, que le llegaba a través del bosque.

El lejano golpe se unió nuevamente al del Karl, pero esta vez como un eco que sonaba entre los hachazos de Karl; los dos leñadores se hablaban en un lenguaje que sólo un hombre del bosque podía entender. Regulaban la velocidad de tal manera que se producía una ida y vuelta de pregunta y respuesta.

¡Clac!, sonaba el hacha de Karl.

¡Cloc!, venía la respuesta.

¡Clac!

¡Cloc!

¡Clac!

¡Cloc!

Esta conversación sin palabras continuaba, y Karl trabajaba ahora con una sonrisa en los labios. Cuando dio un paso atrás para observar la caída a plomo del cedro, Anna se sintió tan deslumbrada como la primera vez que había presenciado ese espectáculo.

La ansiedad de Karl le llegaba también a Anna. Cuando el atronador silencio explotó en sus oídos, los ojos del hombre se sintieron atraídos hacia la joven, como siempre. La encontró radiante en medio del fragante silencio, y no pudo evitar devolverle la sonrisa.

El hacha del otro leñador quebró ese silencio.

– ¡Oyó! -exclamó James.

– Toma la canasta y recoge los trozos del cedro -dijo Karl-, mientras yo limpio el árbol. Los trozos de cedro son buenos para ahuyentar a las chinches. Algunos en el baúl mantendrán a las polillas alejadas. ¡Apúrate!

Nunca, desde que conoció a Karl, lo había visto apurarse. Pero ahora también Anna se apuraba.

Mientras ella recogía los trozos, Karl volvió a sorprenderla al sugerirle:

– Prueba chupar una ramita.

Lo hizo, y también James.

– ¡Es dulce! -exclamó Anna, admirada.

– Sí, muy dulce -asintió Karl. Pero estaba pensando en el dulce sonido del hacha lejana.


No les dio mucho trabajo encontrar el origen del sonido. Descubrieron un nuevo sendero que el avellano había ocultado de su vista cuando pasaron por ahí esa malsana temprano. Ahora se hizo claramente visible, al aproximarse desde otra dirección. Conducidos ambos por el sonido del hacha, se fueron aproximando, atraídos como el metal a un imán.

Y así fue como dieron con un sólido hombre de edad madura, que trabajaba con los alerces a lo largo del nuevo sendero despoblado de árboles. Detuvieron la carreta, mientras el hombre dejaba deslizar el cotillo del hacha por la mano, tal como hacía Karl cuando dejaba de hachar. Llevaba puesto un gorro de lana similar al de Karl. Luego, al ver a Anna, se lo quitó y se acercó a la carreta.

Karl descendió solo y extendió la mano mientras se acercaba al hombre.

– Oí su hacha.

– ¡Sí, yo oí la suya!

Las dos enormes manos se encontraron. “¡Sueco!”, pensó Karl. “¡Sueco!”, pensó Olaf Johanson.

– Soy Karl Lindstrom.

– Y yo soy Olaf Johanson.

– Vivo a unos seis o siete kilómetros, subiendo por este camino.

– Yo vivo a unos quinientos metros de este camino.

Anna observó con asombro cómo los dos se saludaban sin poder creer que fuera posible encontrarse con otro sueco tan cerca. Se rieron los dos, sacudiendo esas enormes manos de leñadores de un modo tal, que despertó en Anna una sensación de felicidad, pues sabía cuánto extrañaba Karl a sus compatriotas.

– ¿Usted está viviendo en este lugar? -preguntó Karl.

– Sí, con toda mi familia.

– Se oyen otras hachas. -Karl miró en dirección al sonido.

– Sí. Yo y mis muchachos estamos derribando árboles para hacer la cabaña.

El acento sueco de Johanson era más marcado que el de Karl.

– Nosotros también estamos haciendo nuestra cabaña. Ésta… ésta es mi familia. -Karl se volvió hacia la carreta-. Ésta es mi esposa, Anna, y su hermano, James.

Olaf Johanson los saludó con un movimiento de la cabeza y se acercó a estrecharles la mano antes de volver a encasquetarse el gorro de lana.

– ¡Oh, mi Katrene estará feliz de verlos! Ella y nuestras niñas, Kerstin y Nedda, me decían: “¿Y si no tenemos ni vecinos ni amigos?”. Las tres piensan que se morirán de soledad. ¿Cómo puede alguien morirse de soledad en una familia tan grande como la nuestra? -terminó con una risita.

– ¿Tiene una familia grande de verdad? -preguntó Karl.

– Sí. Tengo tres muchachos grandes y dos hijas, tal vez no tan grandes, pero lindas y corpulentas. Necesitaremos una cabaña grande, de eso estoy seguro.

Karl se rió, contento con las novedades.

– Vengan. Tienen que conocer a Katrene y a los chicos. ¡No se imaginan la sorpresa que llevo a casa para la cena!

– Venga en nuestra carreta.

– ¡Seguro! -asintió Johanson, y trepó sobre la carga de cedro-. ¡Esperen a que los vean! ¡Pensarán que están soñando! Karl volvió a reír.

– Derribamos un cedro para las tejas, pero creo que lo sacamos de sus tierras. No sabía que se habían establecido aquí, o les hubiera pedido permiso.

– ¿Qué importancia tiene un cedro entre vecinos? -exclamó Olaf con voz de trueno-. ¿Qué significa un cedro entre tanta abundancia? -Señaló con la mano hacia el bosque.

– Es una buena tierra, esta Minnesota. Es muy parecida a Suecia.

– Creo que es mejor todavía. Jamás he visto alerces semejantes.

– Con ellos, las paredes salen derechas -asintió Karl.

Cuando llegaron al estrecho claro donde las hachas seguían sonando, los dos hombres estaban en la gloria.

Había allí una carreta cubierta con una lona, y clara evidencia de que la familia había estado viviendo en condiciones difíciles desde que llegó. Se veían enseres domésticos desparramados alrededor del fuego al aire libre, muebles en desuso, a la intemperie, corrales improvisados que encerraban una variedad de animales. Había baúles, y ropa de cama y prendas de vestir que se ventilaban, extendidas sobre la tierra, colgadas en las ruedas de la carreta o dispersas por los arbustos.

Una mujer estaba revolviendo algo en una olla que colgaba de un trípode sobre el fuego. Otra estaba bajando de la parte trasera de la carreta cubierta con la lona. Una chica de la edad de James estaba seleccionando arándanos. En el borde del claro, se veían tres anchas espaldas que se movían al ritmo de las hachas. Todo el mundo paró lo que estaba haciendo, de inmediato. Olaf llamó al grupo con voces y gestos, y todos acudieron desde los diferentes lugares y rodearon la carreta cuando ésta se detuvo.

– ¡Katrene, mira lo que te encontré! -vociferó Olaf, mientras saltaba por la parte posterior de la carreta-. ¡Vecinos!

– ¡Vecinos! -exclamó la mujer, secándose las manos en el delantal llenos de adornos.

– ¡Vecinos suecos! -vociferó Olaf una vez más, como si fuera responsable de la existencia de esa nacionalidad.

En realidad, el claro se llenó de suecos. Todo el mundo parecía estar parloteando al mismo tiempo. Todos menos Anna y James, a decir verdad. Por fin, Karl se desprendió de los calurosos apretones de mano para ayudar a Anna a descender.

– Ésta es mi esposa, Anna -dijo-, pero no habla sueco.

Las voces sonaron como un lamento.

– Y éste es su hermano, James.

Sin lugar a dudas, eran bienvenidos, pero Anna se sintió molesta por el modo en que todos se largaron a hablar en ese idioma extranjero que ella desconocía. A Anna y a James les hablaban en inglés.

– Se quedarán aquí y comerán con nosotros. ¡Hay suficiente para todos!

– Gracias -contestó Anna.

Olaf presentó a toda su prole, desde el mayor hasta el más pequeño. Katrene, su esposa, era una mujer robusta que acompañaba todo lo que decía con una risa alegre. Se parecía mucho a la imagen que Anna se había hecho de la madre de Karl, según sus descripciones. La alegre Katrene tenía trenzas, delantal, mejillas como manzanas y ojos danzarines que jamás se ensombrecían.

Erik, el hijo mayor, parecía tener la edad de Karl. En realidad, se parecía a Karl en muchos aspectos pero era más bajo y no tan buen mozo.

Kerstin, la hija mayor, fue la siguiente. Era una réplica en joven de su madre. Luego venían Leif y Charles, dos jóvenes de alrededor de veinte y dieciséis años.

Por último, estaba Nedda, de catorce, quien hizo que James emitiera una voz de falsete cuando le dijo “hola”.

Anna pensó que nunca en su vida había visto un grupo de familia tan saludable. Con mejillas rosadas, vigorosos y de cuerpo macizo, aun las mujeres. Todas las cabezas rubias saludaron e indicaron a los recién llegados que se sentaran en los troncos cerca del fuego, pues no había allí otros asientos. Voces excitadas intercambiaban noticias sobre Suecia con Karl, quien les daba información sobre Minnesota.

Mientras las conversaciones seguían, Anna y James escuchaban esa jerga ininteligible y sonreían al ver el entusiasmo de todo el mundo. Anna paseó la mirada por el círculo de cabezas rubias. Una en particular atrajo su atención y la hizo sentir incómoda con su pelo suelto alrededor de la cabeza.

La hija mayor, Kerstin, se acercó a la gran olla de hierro fundido y se puso a revolver la comida, que despedía un olor muy tentador. Desde atrás, Anna observaba la cabeza con esas intachables trenzas que parecían cosidas al cuero cabelludo de Kerstin. ¡Se las veía tan dolorosamente prolijas! Las trenzas partían del centro y terminaban, como la corona de una diosa romana, en una impecable guirnalda en la nuca. Kerstin usaba un pulcro vestido y un inmaculado delantal, que cuidaba de no estropear con el fuego cuando se agachaba para revolver ese desconocido manjar que olía tan bien.

Anna, con los pantalones de su hermano, se sintió de pronto un marimacho. Escondió las manos detrás de la espalda; estaban percudidas por haber trabajado en la tierra. Las manos de Kerstin estaban tan limpias como su vestido. Se movía con eficiencia alrededor del fuego, sabiendo con seguridad lo que hacía con la comida.

La comida resultó ser algo increíble. Anna se preguntó de dónde habían obtenido esos productos. A Karl se le hizo agua la boca cuando descubrió el pan crocante de centeno. ¡Limpa! ¡Hosanna! ¡Manteca! Había, en efecto, manteca porque los Johanson tenían varias vacas. El guiso resultó ser de carne de ciervo; Anna nunca había probado nada tan exquisito. Era aromático, picante y sabroso. Comieron cebada cocida en jugo de carne, y un tentador pastel de frutas coronado con arándanos y una crema deliciosa.

Karl estaba saboreando su segunda porción de pastel cuando Katrene le dijo, con una risita ahogada:

– ¿Te gusta ese pastel de fruta, Karl?

¡Ya no era el señor Lindstrom sino Karl!

– Lo hizo Kerstin. Es buena cocinera, mi Kerstin -canturreó Katrene.

Anna hizo lo que pudo para mantener la sonrisa dibujada en su rostro.

Karl inclinó la cabeza hacia Kerstin en señal de aprobación, reconoció su talento con amabilidad y luego siguió comiendo. El visitante no pudo menos que compartir su cosecha de lúpulo con los Johanson. Le dio a Katrene un balde lleno.

Cuando terminaron de comer y las mujeres se preparaban para lavar los platos, Anna se ofreció a ayudar pero ellas no quisieron saber nada al respecto pues la consideraban una visita. Ese día sólo disfrutarían de estar en su compañía. La ayuda de Karl con su hacha no sería rechazada pero la aceptarían al día siguiente. Hoy era un día de fiesta. Todos se pusieron de acuerdo en que cuando se empezara con la cabaña, la construcción se haría en tiempo récord. “Como en Suecia”, dijeron todos con alegría y, ahí no más, decidieron que una vez que la casa estuviera habitable, se pondrían todos juntos a completar la buhardilla, el techo y el piso de la casa de Karl y Anna.

Terminaron por quedarse para la cena y partieron con la promesa de volver temprano al día siguiente para apresurarse con la cabaña. Katrene los despidió con sus mejillas como manzanas, redondeadas en su habitual sonrisa, y le gritó a Karl algo en sueco.

– ¿Qué dijo? -preguntó Anna.

– Dijo que no tomáramos el desayuno antes de salir porque hará panqueques suecos con ¡bayas que trajeron de Suecia!

Anna no pudo contener los celos que le produjo la alegría en la voz de Karl. Se puso aún peor cuando James agregó:

– ¡Vaya! Espero que estén tan buenos como el pastel de frutas. ¡Eso fue grandioso! ¿No, Karl?

– Como los que hacía mi mamá -dijo Karl.

– ¿Dónde consiguieron las frutillas? -preguntó James.

– Aquí crecen por todas partes. ¿Sabes? Hay un terreno tupido en el sector noroeste de mis tierras pero, como estuvimos tan ocupados con la cabaña, no fui a ver si estaban maduras. Creo que ya deben de estar listas.

– ¡Fantástico, Karl! ¿Anna podría hacer pastel de frutas con nuestras frutillas?

– No creo que sería lo mismo sin esa rica crema de las vacas de Olaf. -Luego agregó-: Había olvidado cuánto más dulce es la leche de vaca que la de cabra.

– Si Nanna te oyera, dejaría de darte leche, sólo para vengarse -bromeó James.

Karl se rió.

– Nanna es una cabra inteligente pero no creo que lo sea tanto.

– Mañana volvemos seguro, ¿no? -preguntó James, ansioso.

– Sí. Seguro que sí. Así como en Suecia, será uno para todos y todos para uno. Con nuestra ayuda, los Johanson tendrán su casa lista en dos o tres días.

– ¡Dos o tres días! -exclamó James, incrédulo.

– Con seis hombres y dos yuntas, se levantará como la levadura -predijo Karl.

– Yo desearía que no fuera tan rápido. Me gusta comer allí -afirmó James con entusiasmo-. Casi no puedo esperar a probar esas bayas.

– Ya lo creo que te gustarán. Saben a Suecia.

Al oír esas palabras, Anna se juró que ¡no importaba cuan sabrosos fueran esos panqueques de bayas, a ella no le gustarían para nada!


Cuando se fueron a acostar, Karl le habló a Anna, algo que no hacía en la cama desde que se habían distanciado.

– Es maravilloso tener vecinos otra vez, y maravilloso escuchar el sueco.

– Sí, son amables -dijo Anna, sintiendo que tenía que agregar algo.

– Voy a salir temprano para ayudarlos con la cabaña. ¿Vas a venir, Anna?

No dijo: “Debes estar lista temprano, por la mañana, Anna”, ni: “Debemos partir mañana temprano, Anna”. Sólo: “¿Vas a venir, Anna?”

La mitad de ella quería gritarle que se fuera solo a ver a sus amigos suecos que podían hacerlo reír y sonreír mientras que su esposa no podía. Pero estaba demasiado sola para enfrentar un día sin la compañía de nadie, demasiado celosa de toda la familia Johanson para confiarles a Karl por todo un día, sin ella.

– Por supuesto que iré. ¡No me perdería por nada los panqueques suecos y las bayas!

Karl detectó un tono sarcástico en su voz, pero lo atribuyó nada más que a su timidez cuando se tocaban temas de cocina.

Una vez más, Anna se prometió que aunque esos panqueques fueran tan livianos que flotaran solos desde la sartén hasta su plato, y las bayas fueran tan sabrosas que se le hiciera agua la boca, ¡no admitiría para nada que le gustaban!

A pesar de todo, le gustaron el mismo día que los probó.


La comida de la mañana en lo de los Johanson fue un éxito. Los panqueques eran de huevo, livianos y deliciosos; las frutillas, el complemento perfecto de la excelente cocina de Katrene. Anna no pudo menos que felicitar a Katrene. A pesar de lo celosa que estaba de su condición de suecos, le resultaba imposible no apreciarlos. Eran de verdad una alegre familia para visitar. Hasta la habilidosa Kerstin tenía un ingenuo encanto.

La risa, por lo que Anna pudo observar, era para los Johanson algo tan común como su afición a los panqueques. Los suecos acompañaban con risas todo lo que hacían. Las bromas también eran algo natural entre los dos hermanos mayores. Entre los hermanos y hermanas, por supuesto, iban en aumento. A Nedda le tocaba más de la cuenta cuando James estaba cerca, pero las aceptaba con rosados sonrojos que hacían que todos estuvieran más alegres.

Del mismo modo, a estos gigantes rubios el trabajo les resultaba tan natural como la respiración. Si Anna había quedado hipnotizada al ver a Karl trabajar con su hacha, más lo estaba ahora, al ver a estos hombres -Olaf, Erik, Leif, Charles y Karl- balancear sus hachas y azuelas como si estuvieran espantando insectos. Durante los dos días siguientes, Anna vio a un grupo de hombres que trabajaban juntos como compañeros, en la construcción de una cabaña, en la mejor tradición sueca.

Armonizaban como las ruedas de un engranaje mientras trabajaban: arrastraban, hacheaban, hacían muescas, levantaban leños; a veces dos troncos subían al mismo tiempo en paredes opuestas. Anna comprobó que Karl era un maestro en el arte de hacer tejas de madera. Estaba orgulloso de la rapidez con que trabajaba la médula del cedro con el mazo y la cuña a fin de obtener las tejas, que inmediatamente eran subidas y colocadas en el techo.

Leif, de veinte años, secundaba a Karl, y entre los dos lograron que las tejas pronto llegaran a las vigas del techo.

Erik parecía tener un don para trabajar la médula de la madera. Partía cada pedazo con precisión y dejaba la superficie tan lisa como si una corriente de agua la hubiera erosionado durante cincuenta años.

Olaf se ocupaba de hacer los huecos para la chimenea y la puerta.

En James recayó la tarea de cargar las piedras. Pero Nedda trabajaba con él, y el muchacho parecía disfrutarlo.

Anna y Kerstin juntaban barro para enlucir las paredes (ahora le permitían a Anna ayudar). Katrene cocinaba y, cada tanto, les traía a los trabajadores un balde con agua y un jarro, para observar, de paso, el progreso que hacían; además contribuía con sus comentarios, en un sueco melodioso, al sentimiento general de cordialidad.

Al cabo del primer día, Charles tomó su violín y todos bailaron en el claro mientras el dorado y el púrpura se fundían al oeste, detrás de los árboles. Olaf y Katrene hacían unos magníficos pasos de baile, Kerstin bailaba con sus hermanos y Nedda también. Tomó un tiempo convencer a James de que probara. Olaf y Leif, los dos, trataron de persuadir a Anna, pero la muchacha confesó que nunca le habían enseñado a bailar y no tenía tanto coraje como su hermano, aunque deseaba con toda el alma aprender. Pero era con Karl y no con Olaf ni con Leif con quien quería aprender.

Karl bailó con todas las mujeres de la familia Johanson. Cuando hizo pareja con Kerstin, Anna siguió batiendo palmas, acompañando el violín, obligándose a contener la tormenta de emociones que se desataba cada vez que los dos hablaban entre sí. Al observar cómo giraban alegremente alrededor del claro iluminado por el fuego, riéndose, con las faldas de Kerstin revoloteando con todo su vuelo, mientras ella las levantaba, Anna volvió a sentirse desanimada ante este nuevo talento desplegado por la joven sueca y del que ella carecía.

Después de haber rechazado a Karl, Erik logró sacarla a bailar y arrastrarla al jolgorio general. No le fue, en realidad, tan mal, a pesar de lo poco femenina que se sentía, danzando alrededor del círculo enfundada en sus pantalones. Hubiera deseado tener un vestido como el de Kerstin, aunque se había hecho el propósito de no usar los suyos por considerarlos inadecuados.


El trabajo en la cabaña siguió al día siguiente y lograron terminar el piso. Volvieron a tocar el violín para bautizar la nueva casa con música y baile. Esta vez Anna participó todas las veces que la invitaron. Karl la invitó a bailar varias danzas, pero ella se sentía torpe comparada con las otras mujeres, en especial con Kerstin, que levantaba sus faldas y reía sin reservas mientras giraba y hacía figuras con sus pasos ligeros.

A pesar de que Karl no bailó con Kerstin más que con las otras mujeres, a Anna le pareció que cada vez que levantaba la cabeza se encontraba con Kerstin moviéndose alrededor en los brazos de Karl. Al finalizar un baile muy alegre y de ritmo vertiginoso, todos reían sin aliento, mientras seguían dando vueltas; Anna miró por encima del hombro de Olaf y vio a Karl, que giraba con Kerstin encerrada en sus brazos, hasta que los pies de la muchacha se levantaron del piso y sus faldas se alzaron. Kerstin se reía en forma desenfadada cuando Karl la soltó. Luego se llevó una mano a la frente y se acomodó un mechón de pelo que ni siquiera estaba fuera de lugar.

– ¡Oh, Anna! ¡Qué buen bailarín es Karl! ¡Me deja agotada! -dijo, y la tomó del brazo.

Anna se mordió la lengua para reprimir una frase que ya asomaba a sus labios: “¡Sí! ¡A mí también me agotaba!”


Esa noche, Anna permaneció despierta largo tiempo después de que Karl se quedó profundamente dormido. Volvió a revivir los acontecimientos de los dos últimos días con los Johanson. Cada palabra entre Karl y Kerstin iba adquiriendo una nota personal. Cada cumplido que Karl le hacía a Kerstin por sus comidas, aumentaba su resentimiento sin piedad. Cada paso ligero durante el baile, le parecía provocativo. Cada vez que recordaba aquel último abrazo vertiginoso, se le hacía más íntimo. No cabía la menor duda. Al lado de Kerstin, Anna se sentía tan poca cosa como una hierba en una rosaleda.

“Bueno”, pensó con enfado, “¡si quiere estar con su preciosa y regordeta Kerstin, que se quede con ella! ¡Maldito sea! No me voy a quedar mirando mientras él festeja servilmente cada uno de sus movimientos. Dijeron que mañana tendrían un día corto de trabajo y, de cualquier modo, ya no me necesitan. ¿Por qué voy a meterme en su camino? Aun cuando esté allí, daría lo mismo si fuera un tronco, por la atención que me prestan. Hablan sueco a mi alrededor, ¡como si fuera de verdad un tronco! ¡No soy más que el tocón que dejan cuando acaban de derribar sus preciosos alerces! ¡Bueno, seré una inútil pero no tengo por qué estar por allí y permitir que me pasen por la cara sus enormes botas suecas y sus preciadas hachas suecas!”

Загрузка...