Capítulo 2

Anna pensó que Karl le dislocaría el brazo antes de soltarla. La llevaba, sin decir palabra; Anna daba dos pasos por cada uno de él, pero Karl la ignoró y, empujándola por el codo, la hizo subir al asiento de la carreta. Ella se aventuró a darle una rápida mirada, y su expresión le hizo temblar el estómago. Se frotó el hombro maltratado deseando, más que nunca, haber escrito la verdad en aquellas cartas.

La voz de Karl sonó tan controlada como siempre cuando les habló a sus caballos; les soltó un chasquido y los hizo marchar por el camino. Pero después de pasar una curva, lejos del almacén, la carreta se detuvo con una repentina sacudida. La voz de Lindstrom mordió el aire en un tono muy diferente del que había usado hasta ahora. Sus palabras sonaban lentas como siempre pero en un tono más alto.

– No ventilo mis asuntos delante de Joe Morisette en su almacén. No permito que el bromista de Morisette vea que a Karl Lindstrom le han jugado una mala pasada. ¡Pero pienso que eso es lo que pasó! Pienso que tú, Anna Reardon, trataste de engañar a un sueco estúpido, ¿no? ¡No fuiste honesta y me pusiste en ridículo delante de mi amigo Morisette!

Anna se puso tensa.

– ¿Qué… qué quiere decir? -tartamudeó, sintiéndose cada vez más arrepentida.

– ¿Qué quiero decir? -repitió, con el acento más pronunciado-. Mujer, no soy ningún tonto -explotó-. No me tomes como tal. Hicimos un convenio, tú y yo. Todos estos meses estuvimos preparando el plan para que tú vinieras aquí, ¡y ni una sola vez mencionaste a tu hermano en las cartas! En cambio le deparas una pequeña sorpresa a Karl, ¿eh? ¡Cómo se reirá la gente al enterarse de que mi novia trae un pasajero extra que yo no esperaba!

– Creo… que… que debí habérselo dicho pero…

– ¡Crees! -gritó, lleno de frustración-. Es más que eso. ¡Sabes que hace mucho que me estás preparando esta trampa y tal vez pienses que Karl Lindstrom es un sueco tan grande y tonto, que daría resultado!

– No pensé nada de eso. Quise contarle pero pensé que una vez que viera a James, se daría cuenta de que le iba a ser útil. Es un muchacho bueno y fuerte. ¡Si es casi un hombre! -se defendió.

– ¡James es un chico! Es otra boca para alimentar y más ropa de invierno para comprar.

– Tiene trece años, en un año o dos ya será todo un hombre. Podrá rendir el doble que yo.

– No puse un anuncio en el periódico de Boston pidiendo un ayudante sino una esposa.

– Y estoy aquí, ¿no?

– Claro. Seguro que estás. Pero tú y este hermano es más de lo convenido.

– Es un buen trabajador, Lindstrom.

– Esto no es Boston, Anna Reardon. Aquí una persona de más implica más provisiones. ¿Dónde va a dormir? ¿Qué va a usar? ¿Habrá suficiente comida para alimentar a tres el próximo invierno? Hay que considerar todo esto, si se quiere sobrevivir aquí.

Anna suplicaba de verdad ahora, las palabras se le escapaban a borbotones:

– Puede dormir en el suelo. Tiene suficiente ropa para el invierno. Lo ayudará a cultivar más granos el verano entrante.

– Los granos ya están en la tierra. Eras tú la que iba a ayudarme a cuidarlos. Yo sólo necesitaba una persona: tú.

– Y lo voy a ayudar. Piense sólo en cuánto más podremos cultivar tres personas. ¿Por qué no? Tendríamos tanta…

– Te lo repito, los granos ya están en la tierra. En este momento, ya no son los cultivos lo que me preocupa. Es el hecho de que me hayas mentido y qué medidas voy a tomar. Nunca elegiría a una mentirosa por esposa.

Anna estaba destruida y no podía responder. No parecía haber argumentos contra esa acusación.

James, que se había sentado en la carreta sin abrir la boca, por fin habló.

– Señor Lindstrom, no teníamos opción. Anna pensó que si usted sabía que yo formaba parte del trato, la rechazaría. -A James se le quebró la voz: pasó de tenor a soprano y a tenor otra vez.

– ¡No te equivocas! -explotó Karl-. Es exactamente lo que haría y lo que estoy pensando en hacer ahora.

Anna recobró la voz pero el miedo la hizo temblar. Los ojos se abrieron muy grandes en ese rostro tan delgado, y chispearon con lágrimas a punto de estallar.

– ¿Usted nos mandaría de vuelta? No, por favor.

– Al mentirme, rompiste el convenio. Ya no soy responsable por ti. Mi trato no era con una esposa mentirosa.

Sonaba tan falsamente justo y bueno, sentado allí, con aspecto satisfecho y saludable, tan bien nutrido, que Anna estalló.

– ¡Claro! ¿Qué necesidad tiene de hacer un pacto? ¡Ninguna! -exclamó con furia, agitando las manos y señalando la tierra con vehemencia-. No, cuando dispone de su preciosa Minnesota, que le brinda ¡su néctar, su madera, sus frutos! -Su voz casi exudaba sarcasmo- ¡No, cuando está bien abrigado, alimentado y confortable! No tiene ni idea de lo que es sufrir de frío y de hambre, ¿no es cierto? Me gustaría verlo en ese estado, Karl Lindstrom. Tal vez entonces descubra qué fácil es mentir un poco para mejorar su condición de vida. ¡Boston no tardaría en enseñarle cómo ser un artista consumado en el arte de mentir!

– ¿De modo que haces un hábito de la mentira? ¿Es lo que intentas decirme? -La miró con ira y notó sus mejillas encendidas debajo de las pecas.

– ¡Maldición! No se equivoca -exclamó con rabia, mirándolo de lleno a la cara-. Mentí para comer. Mentí para que James pudiera comer. Primero probamos sin mentir pero no íbamos a ninguna parte. Nadie quería contratar a James porque era demasiado flaco y estaba desnutrido, y nadie quería emplearme a mí porque era una muchacha. Por último, cuando tratar de vivir con honestidad no dio resultado, decidimos que era hora de probar otra cosa y ver si nos iba mejor.

– ¡Anna! -exclamó, tan desilusionado por sus maldiciones como por sus mentiras-. ¿Cómo pudiste hacer algo así? Yo también pasé hambre, alguna vez. Pero nunca llegué a mentir por eso. No hay nada que convierta a Karl Lindstrom en un mentiroso.

– Bueno, ya que usted es tan omnipotente y tan honesto, ¡cumplirá con su parte del convenio y se casará conmigo! -dijo con ímpetu.

– ¡Convenio! Te dije que el convenio quedaba sin efecto con tu engaño. Pagué bastante por tu pasaje. ¿Puedes acaso devolvérmelo? ¿Puedes, o fui tan tonto como para hacerte venir y terminar sin esposa y sin dinero?

– No se lo puedo devolver con dinero, pero si nos recibe a los dos, vamos a trabajar mucho. Es la única forma en que podremos compensarlo. -Anna apartó la mirada del genuino gesto de sorpresa reflejado en los ojos de Karl. Ese gesto provenía de una educación donde lo blanco y lo negro no se mezclaban.

– Señor Lindstrom -intervino James-, yo también le pagaré, ya verá. Soy más fuerte de lo que parezco. Puedo ayudarlo a construir la cabaña que tiene planeada, puedo ayudarlo a limpiar el terreno y… a cultivarlo y a cosecharlo.

Los ojos de Karl miraban un punto fijo entre las orejas de Belle. Tenía la mandíbula tan tensa, que parecía hinchada.

– ¿Sabes manejar una yunta, muchacho? -preguntó con brusquedad.

– No…

– ¿Sabes manejar el arado?

– Nunca probé.

– ¿Sabes levantar una cadena de troncos, usar un mayal o derribar árboles con un hacha?

– Puedo… aprender -balbuceó James.

– Aprender lleva tiempo. Aquí el tiempo es precioso. La temporada de cultivo es corta y el invierno es largo. Te presentas ante mí sin ninguna habilidad, ¿y esperas que te forme como carrero, leñador y granjero, todo en un verano?

Anna comenzó a darse cuenta de lo precario de su plan, pero no podía ceder ahora.

– James aprende fácil, Lindstrom -prometió-. No lo lamentará.

Karl la miró de soslayo, sacudió la cabeza con desaliento y se estudió las botas.

– Ya lo estoy lamentando. Lamento que se me haya ocurrido la idea de pedir una esposa por correo. Pero esperé dos años pensando que vendrían otros pobladores, otras mujeres. En Suecia se habla mucho de Minnesota y creí que otros suecos me seguirían. Pero nadie viene y no puedo esperar más. Eso lo sabes, también. Te aprovechaste de eso para sacarme ventaja -se lamentó.

– Puede ser, pero también pensé que una persona más le sería útil. -Anna se arrancó una piel de la cutícula mientras hablaba.

Había otro punto que Karl quería aclarar pero no sabía cómo mencionarlo sin que pensaran que era un hombre exigente en materia de sexo. No podía imaginarse llevando una esposa a la cama en la misma habitación que su hermano. Si él lo mencionara, Anna se horrorizaría. Todo lo que pudo hacer fue darle vuelta a la cosa y decir, los ojos fijos en el cuello de Belle:

– Vivo en una casa de un solo cuarto, Anna.

Anna dejó de escarbarse la cutícula. Sintió que se le encendía la cara al comprender plenamente lo que Karl sugería. La forma cortés en que insinuó que necesitarían mayor privacidad, la emocionó. Era diferente de cualquier otro hombre que ella hubiera conocido. Nunca había encontrado antes un ser humano que fuese bueno del todo. Esa bondad la llenó de autorreproches y lamentó no haber podido ser ella misma mejor para merecerlo.

Si en ese momento Karl se hubiera animado a mirarla, habría notado un tenue rubor asomar por debajo de sus pecas. Pero no lo hizo. Tenía la mirada ausente, preocupado por otra idea decepcionante. ¿Si acaso Anna hubiera contado con esa falta de privacidad para librarse, así, de cumplir con ese deber que algunas esposas -según le habían dicho- encontraban desagradable? De esto no podía acusarla, sobre todo delante del muchacho.

Todo lo que Karl deseaba era llevar a su nueva esposa a su pequeña casa, que los estaba esperando. Allí tendría tiempo y privacidad para hacerle la corte en la forma acostumbrada.”¡Ah! ¡Qué modo tan extraño de encontrarnos, Anna!”, pensó.

Un pesado manto de tristeza cubrió su corazón. Cómo había esperado este día, pensando en lo orgullosa que se sentiría Anna la primera vez que la llevara a su casa de adobe, su Anna, rubia como el whisky. Le mostraría, con orgullo, la chimenea que había construido con las piedras de sus propias tierras, la mesa y las sillas que había fabricado con el sólido nogal de sus propios árboles. Recordó las largas horas que había pasado trenzando la hierba para adornar el marco de la cama, hecho de troncos. Con qué cuidado había puesto a secar las cascaras del maíz de la última cosecha para obtener la tela más suave que cualquier mujer pudiera desear. Había dedicado horas preciosas a recoger aneas y arrancarles el plumón para rellenar almohadas. Las pieles de búfalo habían sido ventiladas, sacudidas y frotadas con hierbas silvestres para que olieran mejor. Por último, había recogido un manojo de trébol oloroso, de fragancia embriagadora, y lo había colocado en el hueco entre las dos almohadas, en el centro de la cama.

De todas estas maneras había buscado manifestarle a Anna su aprecio, su deseo de recibirla y su esfuerzo por complacerla. Y ahora que estaba aquí, descubría que era una mentirosa, que tal vez no mereciera tanta preocupación; una mentirosa, con un hermano que estaría durmiendo en el suelo la misma noche en que Karl Lindstrom llevara a una esposa a su cama por primera vez.

Karl se quedó un rato pensando en silencio; tampoco Anna y su hermano hablaban. Por fin, incapaz de soportar el tenso silencio, Anna dijo, mordiéndose el interior de la mejilla:

– Si me acepta, no mentiré nunca más.

Karl por fin la miró. La mancha de la culpa era visible en su piel, lo que en sí mismo no le disgustaba. Le revelaba que ella no mentía sin sentirse mezquina al ser descubierta. Tenía las mejillas del color de las rosas silvestres que adornaban la tierra de Karl en primavera. Del mismo modo que al descubrir una rosa en un recodo del camino, al descubrir ahora ese tinte rosado en las mejillas de Anna, sintió deseos de recogerla y llevársela a su casa.

Era un hombre para quien la soledad era algo terrible. Pensó otra vez en despertarse y encontrar junto a él la flor de su mejilla sobre la almohada de anea, y el rostro se le encendió. Se puso a contemplar sus pecas doradas; parecían atenuar la gravedad de su culpa. La hacían parecer totalmente inocente. En ese momento, pensó que sus mentiras eran como un cuento de niños contado por un chiquillo para obtener lo que quería.

– ¿Me lo prometes? -preguntó, mirándola directo a los ojos-. Que no me mentirás más. -Su voz era suave una vez más, sosegada.

– Lo prometo -dijo, respondiendo de igual manera a su mirada firme y a su tono apacible.

– Entonces quiero que me digas tu verdadera edad.

Anna bajó la mirada, se mordió el labio, y Karl la sintió esquiva otra vez.

– Veinte -dijo.

Pero el color de sus mejillas se había acentuado hasta adquirir el matiz del heliotropo en las praderas cubiertas de cardos; plantas que Karl jamás hubiera recogido para llevar a su casa.

– ¿Si te digo que no te creo?

Anna se encogió de hombros y evitó los ojos de Karl.

– Le pediría a tu hermano que me dijera la verdad, pero ya veo que los dos están confabulados en esta trama que urdieron para mí.

El tono amable de su voz no la engañó esta vez. Ocultaba una voluntad inquebrantable de llegar a la verdad. Anna levantó ambas manos a la vez.

– ¡Por el amor de Dios! Está bien. Tengo diecisiete. Entonces, ¿qué?

Lo miró a la cara, desafiante y furiosa; su repentino estallido casi lo hizo sonreír, pero se cuidó de hacerlo.

– Entonces, ¿qué? -repitió él, enarcando las cejas y echándose hacia atrás, relajado. Era como un gato jugando con un ratón antes de hundirle los dientes. -Entonces me pregunto si serás tan hábil cocinera y ama de casa como dijiste.

Ella frunció la hermosa boca y permaneció con la mirada fija al frente.

– No lo olvides, dijiste que habías terminado con las mentiras -le recordó.

– Dije que tengo diecisiete. ¿Qué más quiere saber?

– Quiero una mujer que sepa cocinar. ¿Sabes cocinar?

– Un poco.

– ¿Un poco?

– Bueno, no mucho -dijo-. Pero puedo aprender, ¿no?

– No sé. ¿Cómo? ¿Voy a tener que enseñarte, también?

Prefirió no contestar.

– ¿Qué sabes del trabajo de la casa?

Silencio.

Karl la tomó del brazo.

– ¿Qué sabes?

Anna desprendió el brazo de un tirón.

– Lo mismo que cocinar.

– ¿Sabes hacer jabón?

No hubo respuesta.

– ¿Sabes hacer velas de sebo?

No hubo respuesta.

– ¿Hacer pan?

No hubo respuesta.

– Supongo que no habrás hecho mucho trabajo de campo, tampoco, o de jardinería o de la casa.

– Sé coser -fue todo lo que dijo.

– Coser… -repitió Karl con demasiado sarcasmo por ser él-. Sabe coser -le dijo a la rueda de su carreta. Entonces Karl empezó a hablar consigo mismo en sueco, lo que sacó de quicio a Anna pues no podía entender una sola palabra.

Por fin se quedó en silencio, estudiando la rueda de su carreta. Anna estaba rígida como un poste, los brazos cruzados sobre el pecho.

– Mejor hubiera sido esperar a que esas muchachas suecas llegaran a Minnesota, ¿no? -preguntó con amargura, poniéndose ahora ella a mirar el cuello de los caballos.

– Sí, hubiera sido mejor -dijo Karl. Entonces murmuró, una vez más, para rematar-: Diecisiete, y lo único que sabe es coser.

Meditó un momento en silencio, luego se volvió para enfrentarla, preguntándose cómo un hombre de su edad podría llevarse a la cama a una chica de diecisiete años sin sentirse como un profanador de la inocencia. Su mirada se posó apenas sobre sus pechos, luego sobre James, enseguida otra vez sobre su cara.

– Parece que hay muchas cosas que no sabes hacer.

– Puedo hacer cualquier cosa que usted me pida, tenga o no diecisiete, ¡maldición! -Pero rogó no haberse sonrojado.

– Realmente sabes maldecir. Pero yo no necesito ninguna mujer que se lo pase maldiciendo. -Se preguntó cómo sobreviviría el resto de su vida con ese temperamento irlandés. Pero también lo preocupaba cómo sobreviviría uno o dos años más sin mujer. Todo lo que dijo fue-: Tengo que pensarlo.

– Señor… -comenzó a decir James -, Anna me dijo…

– No me molestes cuando pienso -le ordenó Karl.

James y Anna se miraron de soslayo. Pensaron que haría arrancar a los caballos, pero él siguió pensando en silencio. Era su modo, el modo en que su padre le había enseñado, el modo en que su abuelo le había enseñado a su padre. Primero pasaba un largo tiempo meditando acerca de una situación, luego reflexionaba antes de tomar una decisión; de modo que cuando abordaba el problema, lo tenía casi resuelto. Estaba sentado inmóvil como un estatua, mientras los pájaros piaban; era como un dulce canto vespertino con el que arrullaban a sus pichones en el nido.

Anna se sintió atraída por la noche de verano y pensó que en Boston no se oía casi nunca el canto de los pájaros. Allí, a esa hora, se oía la música de las tabernas, que recién se abrían para empezar la noche. Anna descubrió que prefería el canto de los pájaros. En sus cartas, Karl le contaba que, en ese lugar, había más pájaros de los que se podría nombrar. Ahora se preguntó si tendría la oportunidad de conocerlos.

– Anna -dijo, haciéndola sobresaltar-, dime ahora qué otras mentiras me has contado. Creo que tengo derecho a saber si hay alguna más.

Anna sintió un codazo de James en el costado.

– No dije otras mentiras. ¡Por Dios! ¿Qué más podría haber dicho? -¡Ah! Sonaba tan convincente. Anna pensó que debería actuar en el teatro.

– ¡Mejor que no haya más! -advirtió Karl.

Sin embargo, no dio ningún indicio de lo que estaba pensando. Tomó las riendas, puso a los caballos en movimiento y se dirigió a la misión.

Detuvo los caballos delante de dos construcciones de tronco, separadas por un trecho de tierra. La más grande tenía una cruz sobre la puerta; no así la otra. Anna supo que era la escuela.

– Tengo mucho que pensar, todavía -dijo Karl-. Dormiremos aquí esta noche, como estaba planeado, y buscaré la guía espiritual del padre Pierrot. Por la mañana, tomaré una decisión: ya sea para que se queden o para enviarlos de regreso a Boston en la próxima carreta de Red River que aparezca.

De pronto, Anna se dio cuenta del significado del término “padre”.

– ¿El padre Pierrot? -preguntó-. ¿Se trata de una misión católica?

Ya su mente se estaba adelantando, preguntándose cómo haría para salir de esto.

– Sí, claro. En mis cartas te dije que nos casaríamos aquí.

– Pero… usted nunca dijo que era una misión católica.

– Por supuesto que es católica. ¿Te preocupa que el padre Pierrot no quiera ser testigo de nuestro casamiento porque soy luterano y tú eres católica? Está todo arreglado y el padre recibió una dispensa especial del obispo Cretin para que sea testigo de los votos que nosotros mismos pronunciaremos. Pero no pienses más en ello, pues tal vez no haya ningún voto.

Anna no sabía cuál de las perspectivas la aterrorizaba más: que Karl la enviara de regreso o que descubriera sus otros engaños.

Karl saltó a tierra, ató las riendas y ayudó a Anna a descender. Pero esta vez, cuando puso las manos en su estrecha cintura, no pudo menos que recordar sus palabras acerca de que a él nunca le había faltado la comida. Ella era delgada como un hilo.

El padre Pierrot los saludó desde la puerta del edificio más pequeño.

– Ah, Karl, qué bueno es saludarte, amigo mío. Ésta debe de ser Anna.

– Hola, padre.

Anna asintió con la cabeza, y el moreno sacerdote la obsequió con una amplia sonrisa.

– ¿Sabes cómo este joven te aguardaba? Cada vez que lo veo, me habla de su Anna, su pequeña Anna, rubia como el whisky. Pensé que si tardabas en llegar, hubiera abandonado este lugar, del que siempre se jacta, para correr a buscarte.

Pecando de ser irreverente Karl pensó: “También usted, padre, tiene una boca grande a pesar de la ropa que viste”. A Karl le habían enseñado a sentir gran respeto por el clero. Era natural que buscara la amistad del único clérigo en más de cien kilómetros, sin importarle su creencia.

– ¿Que yo me jacto, padre? -preguntó Karl.

– Bueno, no te preocupes, Karl. Me gusta hacerte bromas. -Al ver a James, el sacerdote preguntó-: ¿Y quién es este muchacho?

– James, señor -replicó el niño-. James Reardon.

– Es mi hermano -declaró Ana, abiertamente.

– Tu hermano, mmm… Karl omitió decirme que tenías un hermano. Es una buena noticia. Minnesota necesita probladores jóvenes y fuertes como tú, James. No es un mal lugar para que un muchacho crezca y se haga hombre. ¿Crees que te gustará el lugar, James?

– Sí, señor -contestó James con presteza-. Pero tengo mucho que aprender.

El sacerdote levantó la cabeza y se echó a reír.

– Bueno, has elegido a un buen hombre, hijo. Si tienes alguna duda acerca de Minnesota, este sueco grandote te la sacará de la cabeza.

De repente, Karl se aclaró la garganta y dijo:

– Debo ocuparme de los caballos, padre. Usted, tal vez, quiera hablar con Anna y James de Boston y del Este.

– ¿Puedo ayudarlo? -preguntó James de inmediato.

Karl miró al muchacho tan frágil, tan flaco, tan joven, tan dispuesto. No quería que la buena disposición del chico influyera sobre su decisión con respecto a Anna.

– Ve con el padre y con Anna. Has tenido un largo viaje y todavía no ha terminado.

La mirada en los ojos de James expresaba una duda: “¿El resto del viaje me llevará de regreso a Boston o a su casa?”. Karl apartó la mirada pues todavía no tenía la respuesta.

Observando sus anchos hombros desaparecer por la puerta, Anna sintió un repentino deseo de complacerlo, por el bien de James. El muchacho nunca había conocido un padre, y este hombre sería la mejor influencia que un muchacho de su edad pudiera tener. Aun después de haberse ido, la imagen de su vigorosa espalda quedó grabada en la mente de Anna.

Una mujer india les sirvió un delicioso guiso de maíz y carne. Anna y James casi devoraron la comida. Desde el otro lado de la mesa, Karl estudiaba ahora a Anna con más atención. Su cara era bastante atrayente pero su vestido no le gustaba para nada, y su cabello parecía salvaje y muy desordenado, nada que ver con las prolijas coronas de trenzas que estaba acostumbrado a ver en las mujeres suecas.

Repentinamente, Anna levantó la mirada y lo descubrió observándola. De inmediato, comenzó a comer más lentamente.

Pero la palabra “hambre” seguía en la mente de Karl tal como ella la había dicho antes. Se le notaban los huesos de los hombros por debajo del vestido, y los nudillos eran demasiado grandes para esas manos tan delgadas; pensó, entonces, en el hambre que debió de haber sufrido en Boston. El muchacho también se veía extremadamente flaco y los ojos parecían demasiado grandes para sus órbitas. Karl trató de rechazar estas imágenes, mientras comía, pero una y otra vez se le presentaban delante de los ojos.

Después de la cena, el padre Pierrot pidió a la india que preparara unos jergones en el piso para sus tres invitados. Una vez que estuvieron dispuestos, la mujer volvió y condujo a Anna y a James a sus camas, mientras que Karl se quedó para hablar con el padre Pierrot.

Les habían improvisado unas camas con paja y pieles de búfalo, que los hermanos encontraron muy confortables; luego se dispusieron a considerar, con cierta tristeza, su situación futura.

Estaba todo muy oscuro y silencioso; la noche parecía cargada de pensamientos no expresados. Por fin, James preguntó:

– ¿Piensas que nos mandará de vuelta?

– No sé -admitió Anna.

James se dio cuenta, por su voz, de que estaba muy preocupada.

– Estoy aterrado, Anna -confesó él.

– Yo también -admitió ella.

– Pero parece un hombre justo -agregó James, necesitado de aferrarse a una esperanza-. Lo sabremos por la mañana.

Otra vez se hizo silencio, pero ninguno de los dos se había dormido.

– ¿Anna? -La débil voz de James denotaba preocupación.

– ¿Qué quieres, ahora?

– No debiste haber mentido sobre las otras cosas. Tenías que haberlo admitido cuando te lo preguntó.

– ¿Sobre qué otras cosas? -le preguntó, conteniendo el aliento por temor a que él conociera el peor y más imperdonable de sus secretos.

Sin embargo, James nombró sólo los otros:

– Que no sabes escribir, que yo era el que escribía las cartas, y dónde vivíamos.

– Tenía miedo de decir la verdad.

– Pero la descubrirá. Es forzoso que la descubra.

– Pero la descubrirá demasiado tarde, si tenemos suerte.

– Eso no es lo correcto, Anna.

Anna se quedó mirando en la oscuridad, sintiendo que el llanto se le atravesaba en la garganta.

– Lo sé. ¿Pero desde cuándo lo correcto está de nuestra parte?

No, admitió James para sí mismo, lo correcto nunca había estado de su parte. Pero tampoco creía que si seguían mintiendo, se beneficiarían. Sabía que debió de haber sido terrible para Karl verlo llegar con Anna; un chico de cuya existencia no tenía la menor noción. Luego, el pobre Karl se entera de que Anna tiene diecisiete años en lugar de veinticinco, de que no sabe hacer nada en la casa. James reconoció que Karl lo había tomado todo mejor de lo que lo hubieran hecho la mayoría de los hombres.

– ¿Qué piensas de él, Anna? -preguntó con calma.

– ¡Ah, cállate y duerme de una vez! -exclamó Anna con la voz ahogada.

Luego escondió la cara entre los brazos para ahogar un sollozo, al recordar la expresión ingenua y expectante con la que Karl la había recibido; el modo como la había ayudado a bajar de la carreta, al principio, y el ofrecimiento de que se comprara lo que quisiera en el almacén. Sí, a ella le gustaba Karl. Pero al mismo tiempo estaba muerta de miedo. Después de todo, él era un hombre.

Загрузка...