No habían recorrido todavía un kilómetro y medio cuando Karl, inevitablemente, retomó el tema. Cuando conducía sus caballos, jamás levantaba la voz, de modo que ahora habló con estudiada paciencia, mirando, ceñudo, las riendas que tenía delante de él.
– Creo que tienes algo más que decirme, Anna. ¿Me lo quieres decir ahora?
Ella miró de soslayo esa mandíbula protuberante y sólida como una roca.
– Ya lo sabes, así que, ¿para qué quieres que te cuente? -preguntó, sin levantar la cabeza.
– ¿Es verdad, entonces? ¿Tú no escribiste las cartas?
Anna sacudió la cabeza.
– ¿Y no sabes ni leer ni escribir?
Volvió a negar con la cabeza.
– ¿Quién escribió las cartas? -preguntó, recordando todas las veces que las había tocado, que había meditado sobre ellas pues sabía que antes habían pasado por las manos de Anna.
– James.
– ¿James? -Karl miró a Anna y luego al muchacho, que tenía los ojos clavados delante de él. -¿Hiciste que el chico escribiera mentiras, deliberadamente, porque tú misma no podías hacerlo?
– No hice que las escribiera.
– Bueno, ¿cómo llamarías a esto de enseñarle tales lecciones a un muchacho como él?
– Nos pusimos de acuerdo, eso es todo. Teníamos que salir de Boston y encontrar un modo de vida. James vio tu anuncio en el diario y me lo leyó. Decidimos juntos tratar de que te casaras conmigo.
– Decidieron juntos lograr que Karl Lindstrom se casara con una mujer de veinticinco años, una buena joven católica que sabía leer y escribir y enseñaría a nuestros hijos a leer y a escribir; que sabía cocinar y hacer jabón y trabajos de jardinería.
Los dos culpables guardaban silencio.
– ¿Y quién hará eso, Anna? ¿Quién enseñará a nuestros hijos a leer y a escribir? ¿Se supone que yo vuelva expresamente del campo y les enseñe?
Esa mención, como al descuido, de nuestros hijos la hizo ruborizar; sin embargo, contestó, esperanzada:
– James podría hacerlo.
– Según tú misma dijiste, James iba a ser mi ayudante en el bosque y en las tierras. ¿Cómo puede James estar en dos lugares al mismo tiempo?
Anna no tenía respuesta.
– ¿Cómo es que James aprendió a leer y a escribir y tú no? -preguntó.
– Algunas veces, cuando nuestra madre tenía un momento de lucidez, lo hacía ir a la escuela, pero no veía que una chica tuviera necesidad de saber las letras; entonces, me dejaba sola.
– ¿Qué clase de madre mandaría a un chico a la escuela de tanto en tanto, cuando tenía un momento de lucidez? ¿Lucidez para qué?
Esta vez James evitó que Anna tuviera que mentir o revelar toda la verdad. Dijo con brusquedad:
– No teníamos mucho, ni siquiera antes de que Barbara enfermara y muriera. Vivíamos con… amigos de ella la mayor parte del tiempo, y yo tenía que salir a encontrar un trabajo con el que pudiera ayudar. Ella creía que yo era muy joven para salir a trabajar y tal vez a ella le diera… bueno, lástima. Era entonces cuando tenía que ir a la escuela. Fui lo suficiente como para aprender a leer y escribir un poco.
Asombrado, Karl preguntó:
– ¿Barbara? ¿Quién es Barbara?
– Ése era el nombre de nuestra madre.
– ¿Llamaban Barbara a su madre? -Karl no podía concebir que un niño llamara a la madre por su nombre. ¿Qué clase de madre permitiría una cosa así? Pero como ninguno de ellos respondió, Karl los presionó-: Tú me dijiste que no había trabajo para ti en Boston y que por eso necesitaban salir de allí.
– Bueno, no había… quiero decir… bueno…
– ¿Bueno, qué, muchacho? -preguntó Karl-. ¿Cuál es la verdad? ¿Trabajaste o no?
James tragó aire y se atrevió a decir con voz de falsete-: Era ratero.
Karl estaba anonadado. Miró el perfil del chico, tratando de imaginarlo haciendo algo tan deshonesto. Luego contempló a Anna, sentada, con la mirada sombría clavada en el estrecho camino que tenía por delante.
– ¿Tu madre sabía esto? -pregunto él, observando el rostro de Anna, cuidadosamente, por si volvía a mentirle; sólo percibió un gesto de triste resignación que la hacía parecer mayor de lo que era.
– Ella sabía -dijo Anna-. No era realmente una madre.
Algo en el tono de su voz desarmó a Karl. El tono resignado con el que habló hizo que, de pronto, sintiera lástima por los dos, al tener una madre como ésa. Karl pensó en su propia madre, en la cálida y hermosa familia que había constituido, enseñándoles el valor de la honestidad y de todas las otras virtudes. El padre Pierrot había tenido razón cuando le advirtió que debía estar preparado para ser su maestro. Él tendría que compensar a los dos por todas las enseñanzas que esa madre negligente no se había preocupado en inculcarles. En ese momento más que nunca, Anna le pareció sólo una niña rebelde, lo mismo que su hermano.
– Aquí, en esta soledad, no encontrarás mucho que robar -dijo Karl-. En cambio, hay mucho trabajo honesto como para tener ocupadas las manos de un muchacho desde el amanecer hasta la puesta del sol. Es un buen lugar para olvidar que alguna vez aprendiste a robar.
Los dos hermanos se volvieron y miraron a Karl al mismo tiempo; luego se miraron entre sí, sonriendo, al darse cuenta de que los habían perdonado otra vez. Anna se atrevió a estudiar el perfil de Karl, la nariz recta y nórdica, la mejilla ronceada, el pelo rubio y ondulado como una ola bañada por el sol sobre la oreja en forma de caracol, esos labios que cabían rozado los suyos hacía tan poco tiempo. Oh, era magnífico en todo sentido. Y se preguntó cómo una persona podía ser tan buena. ¿Qué clase de hombre es éste, se preguntó, que enfrenta cada nuevo obstáculo y lo supera con tanta paciencia?
Él la miró fugazmente. En ese momento, Anna podría haber jurado que vio una sonrisa asomar a sus labios. Luego se puso a contemplar el bosque.
Anna sintió aligerarse el peso que caía sobre sus hombros, como si fuera una semilla de diente de león arrastrada por la cálida y perfumada brisa del verano. Se tomó las rodillas y sonrió, mirando el camino cubierto de huellas. Por primera vez, abarcó con la mirada las bellezas que la rodeaban.
Estaban atravesando un lugar de verde magnificencia. La selva estaba tapizada de muros verdes interrumpidos cada tanto por un tranquilo espacio donde los pastos de la pradera pugnaban por prevalecer.
Árboles de proporciones gigantescas formaban una bóveda por encima de otros más jóvenes, que buscaban llegar al cielo. El cielo estaba adornado con un gran diseño de hojas. Anna echó hacia atrás la cabeza para poder contemplar esa bóveda sombreada de verde esmeralda.
Karl miró su arqueada garganta, y sonrió ante esa pose infantil y encantadora.
– ¿Qué piensas ahora de mi Minnesota?
– Pienso que tenías razón. Es mucho mejor que la pradera.
– Mucho mejor -repitió Karl complacido con su respuesta. De repente, se sintió expansivo y locuaz-. Aquí hay madera para todo lo que puedas nombrar. ¡Arces! Arces hay a montones y están llenos de néctar. No encontrarás otros como éstos en ninguna parte. -Los señalaba estirando el brazo por delante de la nariz de Anna- ¿Ves?, aquél es el arce blanco… treinta metros de madera y más de cincuenta litros de savia todos los años. Y lo que se puede obtener: violines, madera con vetas, flores, hojas. -Soltó una risa ahogada-. Cuando cortas un arce, está lleno de sorpresas. Es duro… y se lo puede lustrar hasta que brille como el agua quieta.
Anna nunca antes había pensado en los árboles más que como en árboles. La divertía el vínculo que Karl tenía con ellos. Siguieron un poco más lejos antes de que Karl señalara otra vez el paisaje.
– ¿Ves aquél? Acacia amarilla. Se parte tan fácilmente como la manzana que cae de un árbol. ¿Y aquel castaño? También es fácil de partir. Se pueden conseguir tablas tan lisas como la piel de un bebé.
En ese momento, la luz del Sol les dio de pleno. Anna se resguardó los ojos y miró a Karl. Él observaba la cabeza levantada, los ojos entrecerrados, la nariz fruncida, la sonrisa atractiva. Todo en ella era encantador, y estaba satisfecho de que Anna no encontrara el tema ni demasiado profundo ni demasiado aburrido.
Anna buscó alrededor, con una repentina intuición de cómo complacerlo. Descubrió una nueva variedad, la señaló y preguntó:
– ¿Qué es aquél?
Karl siguió su dedo con la mirada.
– Ése es un haya.
– ¿Y para qué sirve? -preguntó, siguiéndolo con los ojos hasta que lo tuvo de frente.
– ¿El haya? Este árbol se talla. Se adapta al cuchillo de tallar como ninguna otra madera que conozca. Y cuando se la lustra, su madera luce mejor que ninguna.
– ¿Significa que no se puede tallar cualquier madera vieja? -preguntó James.
– Se puede probar, pero algunos te desilusionarán. ¿Sabes?, algunas personas no entienden de árboles. Piensan que la madera es madera y piden a los árboles cosas que ellos no pueden dar. Debes pedirle a un árbol que haga lo que mejor sabe, y jamás te desilusionará. Por eso, yo parto la acacia, tallo el haya y hago tablones con el pino y el castaño. Lo mismo pasa con la gente. No le pediría al herrero que me haga un pastel, ¿no es cierto? O a un pastelero que le coloque una herradura a mi caballo. -Karl les hizo una ligera mueca-. Si lo hiciera, tendría que comerme la herradura y colocarle el pastel a la pata de mi caballo.
James y Anna se rieron alegremente, lo que hizo que Karl se sintiera inteligente de verdad y más optimista que nunca con respecto a esta nueva familia suya.
– Cuéntanos más -dijo James-. Me gusta oír hablar de los arboles.
Anna levantó la mirada y estudió la mandíbula de Karl, mientras él paseaba la mirada de adelante hacia atrás y avanzaban a los saltos por el camino. Anna pensó que nunca había conocido a nadie que estuviera tan atento a todo, pareciendo no estarlo.
– Pronto llegaremos a los robles -continuó Karl-. A los robles les gusta crecer en bosquecillos. Con el roble blanco se hacen ripias que pueden mantener un techo firme durante cincuenta años. Piensa en eso, ¡cincuenta años! Es mucho tiempo, cincuenta años. Una vida más larga que la de mi morfar, que…
– ¿Tu qué? -interrumpió Anna frunciendo la cara.
– Mi morfar, el padre de mi madre. Me enseñó mucho de árboles, como mijar, mi padre, también. Mi morfar me dio las primeras lecciones.
Anna se quedó meditando sobre esto de aprender de un abuelo a amar la tierra y sus frutos.
– ¿Pero tu… tu morfar…? -A Anna le sonó ridícula su pronunciación, pero Karl recibió su intento con aprobación- ¿Está muerto, ahora?
– Sí, murió hace varios años pero no antes de enseñarme mucho de lo que sabía acerca de los bosques. Mi mormor todavía vive, está en Suecia.
Una nota de tristeza apareció en la voz de Karl. Anna hubiera querido consolarlo poniéndole una mano sobre el brazo. Parecía perdido en sus pensamientos; luego miró por un segundo sobre su hombro, como lamentando haberlos cargado con sus recuerdos o con su soledad.
“Está bien”, Anna sonrió al enviar este tácito mensaje y luego lo instó a continuar:
– Sigue… te interrumpí. Estabas hablando de los robles.
– Sí, los robles… -Otra vez se mostró contento, y Anna lo prefirió así- ¿Sabes que cuando se corta el roble, se desprenden partículas hermosas y naturales que se mezclan con la lluvia y la hacen correr por canales como si fuera el cauce de un río cayendo sobre una cascada? Es verdad. Pero cuando necesito postes para el cerco, uso el roble rojo. Una vez usé el roble blanco para el mango de un hacha y no sirvió. Demasiado duro. Es mejor el nogal para los mangos de las hachas, pero aquí no hay. El fresno es casi tan bueno para eso. Es ligero, resistente y flexible.
– ¿Flexible? -preguntó James, perplejo ante la idea de que la madera pudiera ser elástica.
– Así debe ser, para poder soportar el impacto de las manos cuando golpean el tronco.
– ¿Qué otras clases de árboles tienes?
– Cerezos silvestres, pero no muchos, sólo uno que otro. Con el cerezo silvestre hago mazos. De los sauces, obtengo mimbre. El saúco nos brinda su sombra y su belleza -dijo Karl con una sonrisa-. No debemos olvidar que ciertos árboles nos dan nada más que sombra y belleza, y se sienten felices si no les pedimos más que eso.
James sonrió de costado.
– Vamos, Karl, los árboles no pueden ser felices. -Apoyó los codos en los muslos y paseó la mirada de Anna al hombre rubio, que sonreía con satisfacción-. Hombre, se ve que sabes mucho sobre árboles -dijo James enderezándose otra vez y abarcando el paisaje con la mirada. Estaba sorprendido de que un hombre pudiese haber aprendido tanto. ¡Y Karl no tenía más que veinticinco años!
– Como te dije, aprendí de mi morfar y mi jar en Suecia, que es muy parecida a Minnesota. Por eso vine aquí en lugar de ir a Ohio. También aprendí de mis hermanos mayores. Todos trabajamos la madera desde que éramos más jóvenes que tú. Creo que empezamos tarde con tus lecciones, ¿eh, muchacho? Debes aprender dos veces más rápido que Karl.
Pero James percibió un tono de broma en la voz de Karl, lo que le provocó más curiosidad.
– Cuéntame más acerca de los árboles -pidió casi atolondradamente, pues había quedado atrapado en la magia del aprendizaje y estaba contagiándose del amor que Karl prodigaba a los bosques.
– Aquí están los pinos, los mejores amigos del leñador.
– ¿Por qué?
Porque le ahorran problemas. Antes de obtener las tablas, hay que extraer la savia y la médula de la mayoría de los arboles. Pero al pino hay que sacarle sólo la savia, y ahí está la madera lista para hacer con ella un lote de hermosas tablas. ¿Has oído hablar de la agramadera y de la cuña?
– No, señor -replicó James, y levantó los ojos hacia las aladas copas de los pinos, que parecían alcanzar, en su balanceo, el firmamento azul.
– Te lo enseñaré. Son las herramientas para fabricar las tejas de madera.
– ¿Cuándo?
La impaciencia del muchacho lo hizo reír.
– Todo a su tiempo. Primero viene el hacha, y cuando la domines, serás capaz de sobrevivir en la espesura del bosque, trabajando la madera. Un hombre de ingenio puede sobrevivir con el hacha como única herramienta en la selva más recóndita.
– Nunca la usé.
– ¿Puedes disparar un rifle? -preguntó Karl, cambiando de tema repentinamente.
– No, señor.
– ¿Crees que podrías, si tuvieras que hacerlo?
– No lo sé.
Algo hizo que Anna se volviera hacia Karl. El tono de su voz no había cambiado pero algo le dijo que la última pregunta no fue casual, como las otras. Era evidente que los ojos de Karl estaban alertas, mirando de un lugar a otro.
– ¿Qué pasa? -preguntó Anna mientras un temblor le recorría la médula.
– Muchacho, trepa a la parte trasera -dijo Karl con voz calma pero profunda-. Allí hay un rifle. Tómalo con cuidado, está cargado.
– ¿Pasa algo malo? -preguntó James.
– Tu primera lección en el bosque es que cuando yo te digo que tomes un fusil, debes actuar como sí tu vida dependiera de ello porque casi siempre es eso lo que pasa.
James se encaramó a la parte trasera de la carreta sin más, aunque las palabras no habían sido ni duras ni críticas ni recriminatorias. Karl las había pronunciado en un tono llano, mientras estudiaba los alrededores con cautela.
– Ahora vuelve, pero apunta el rifle lejos de nuestras cabezas mientras te trepas.
James hizo lo que Karl le indicó, esta vez con presteza.
– ¿Qué pasa? -insistió Anna, poniéndose más nerviosa ahora.
– Ese olor… -contestó Karl-. ¿Lo sientes? Es el olor del gato montés.
Ella olfateó repetidas veces, pero sólo sentía el aroma de los pinos.
– Sólo huelo los pinos -dijo.
– Al principio eran los pinos solamente pero ahora hay olor a gato montés, además. En estos bosques hay pumas, también. Son astutos y dejan su olor donde los pinos puedan disimularlo. De modo que debemos ser muy astutos y estar listos por si uno de ellos nos está acechando. No apartes la mirada de los árboles que tienes delante. Cuando entremos en el bosquecillo de robles, debemos ser muy cautelosos. Las ramas son altas y el puma puede estar allí al acecho para arrojarse sobre cualquier cosa que se mueva debajo.
Habló con la misma calma con la que había estado describiendo los atributos de los árboles que crecían allí. A pesar de ello, Anna sintió que se le congelaba la sangre de miedo. Se dio cuenta de golpe cuánto dependían ella y James del conocimiento que este hombre tenía del bosque.
– El rifle te hará retroceder de un golpe, si tienes que disparar, así que acuérdate de apretar la culata contra tu hombro antes de presionar el gatillo o terminarás con los huesos rotos. Es un buen rifle. Es una arma de retrocarga Sharps y es la mejor que se hace aquí en América; en Windsor, Vermont. No te fallará, pero debes aprender a usarla correctamente. Una vez levantada la palanca, se desprende el extremo del cartucho y la pólvora queda expuesta. No tiene pedernal, muchacho. No lo necesita con esa cápsula de percusión, de modo que ahora tienes en tus manos un objeto viviente. Tenerlo es respetarlo. Ahora colócalo sobre el barril a la altura de tu hombro y al alcance de tu mirada. Acostúmbrate a su tacto allí y no tengas miedo de disparar, si debes hacerlo.
James levantó el arma hasta su hombro; era lisa y sencilla y formaba una línea larga y pareja, salvo por la hendidura del percutor.
Al sentir su respiración entrecortada, Anna percibió, de inmediato, la excitación y el miedo que emanaban del chico. La muchacha hubiera deseado que fuera Karl el que sostuviera el rifle, pero apenas lo pensó, él dijo:
– Si tienes que disparar, prepárate para sujetarte fuerte porque al sentir el disparo, los caballos entrarán en pánico. Los puedo controlar, pero es mejor que no suelte las riendas. ¿Estás bien, muchacho?
– Sssí, señor.
Los caballos relincharon y Karl los tranquilizó.
– Sh… Belle. Sh… Bill. Tranquilos. -Hubo un movimiento de arneses, como si los caballos hubieran entendido y asintieran. Una vez más, Karl gritó-: ¡Tanquiii…los!
Luego le habló a James:
– Aflójate con el rifle, muchacho. Eres como un reloj que tiene cuerda para tres días. Cuando no sabes qué hay allí afuera y cuánto debes esperar para descubrirlo, te pondrás tan tenso, que te resultará imposible actuar. Relájate un poco y deja que tus ojos y el rifle estén alertas.
– Pero… pero nunca vi un puma hasta ahora -dijo James, tragando saliva.
– No sabemos si es un puma. Podría ser un lince. El puma es de color castaño dorado como una tortilla bien hecha, con una cola larga y graciosa. El lince es castaño grisáceo, con manchas, y más difícil de distinguir en medio de las hojas verde oscuro. A veces aparece un gato montés con un rabo por cola, y de color castaño rojizo. Es mucho más pequeño que el puma y más difícil de detectar.
Se oyó, de pronto, una pequeña explosión y Anna se sobresaltó.
– Son sólo las bellotas que golpean contra las ruedas -explicó Karl-. Llegamos a los robles, jovencito. Se darán cuenta de lo que les dije acerca de las ramas altas.
James observó el modo minucioso con que Karl examinaba el bosque a derecha e izquierda y luego arriba. Karl estaba sentado muy derecho, el cuerpo entero tenso y alerta.
– Hay muchos robles aquí en Minnesota y abundantes bellotas para los cerdos. Estos animales engordan y crecen bien con las bellotas. El problema es que son demasiado estúpidos para quedarse en casa y a veces vagan por los bosques y se pierden. Entonces hay que ir a buscarlos.
– ¿Por qué no los cercan? -inquirió James.
Anna pensó que los dos se habían vuelto locos, hablando de cerdos y bellotas en un momento como ése.
– En Minnesota construimos los cercos para que los animales queden afuera y no adentro. Los bosques son tan ricos en comida para el ganado, que dejamos que los animales anden por donde quieran. Lo que debemos cercar es nuestra huerta, para que los voraces cerdos no acaben con nuestra provisión de comida para el invierno. He visto a los cerdos arrancar un sembrado entero de nabos en poco tiempo y comérselo todo. ¡Oh, a los cerdos les encantan los nabos! Si una familia pierde la cosecha de nabos, eso implicaría hambre durante el invierno.
Karl relajó algo su postura. Anna y su hermano lo percibieron antes de que él dijera:
– Ya está todo en orden. Pueden quedarse tranquilos.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó James.
– Por las ardillas. ¿Las ven?
Anna miró pero no vio ninguna ardilla.
– ¿Dónde? -inquirió, entrecerrando los ojos.
– Allí. -Siguiendo el dedo oscuro de Karl, por fin pudo ver una cola peluda saltando ágilmente entre los robles-. Las ardillas se esconden en sus nidos cuando los pumas están cerca. Cuando las vean escabullirse libremente entre los robles, la amenaza ya pasó. Sin embargo, sigue sosteniendo el arma por un rato, pero ahora apóyala sobre tus piernas, muchacho. Te portaste muy bien.
A James no le cabía el orgullo en el pecho. La excitación provocada por el peligro le era totalmente ajena. Nunca había sentido nada parecido. Sostener el rifle como un hombre, que Karl confiara en él para hacerlo, sentir que si se aproximara el peligro él defendería a los tres: todo esto despertaba en el joven su sentido de madurez.
– De este modo, has aprendido tu primera lección sobre el bosque -observó Karl.
– Sí, señor -replicó James, sin aliento.
– Dime lo que has aprendido.
– Que hay que ser cauteloso entre los pinos porque los pumas se amparan allí para ocultar su olor; que los robles son un muy buen refugio para los pumas; que se debe observar a las ardillas y estar con el rifle alerta hasta que aparezcan de nuevo. -James reservó lo mejor para el final-. Y que conversar un rato en voz alta ayuda a mantener alejado al puma.
Anna estaba anonadada. James había aprendido la lección sin necesidad de palabras; sólo había observado la conducta de Karl. Nunca se había dado cuenta de que su hermano fuera tan perspicaz.
Como si hubiera estado leyendo su mente, Karl expresó su alabanza:
– Eres ingenioso, muchacho. ¿Tu hermana es tan lista como tú? -Le echó una rápida mirada a Anna.
La joven levantó la cabeza hacia él, con aire provocativo, y luego miró como buscando más ardillas mientras decía:
– Es lo suficientemente lista como para saber que tendrá la ingrata tarea de reunir a los cerdos cuando se alejen por el bosque, y que se verá obligada a comer un montón de nabos contra su voluntad.
Por primera vez, Karl se rió sin contenerse. Fue una risa sonora, de barítono, que agradó y sorprendió a Anna y provocó la risa de James. Había habido tanta tensión entre ellos, que fue un alivio oír esa risa expansiva.
– En ese caso -dijo Karl-, lo mejor sería ver si están maduros los frutos del lúpulo; así, cuando James y yo comamos nabos, su hermana podrá comer pan, ¿eh, James?
– ¡Sí, señor! -James asintió con vehemencia y luego los hizo reír una vez más al agregar-: ¿Para qué?
Karl explicó que el lúpulo se usaba para hacer la levadura. Todos los veranos recogía sus frutos en cantidad suficiente como para que le durara todo el año.
– Creo que son los más grandes del mundo. También creo que no están maduros, todavía es temprano, pero podremos comprobarlo cuando pasemos por allí; así sabré cuándo volver a recogerlos.
Karl detuvo la carreta en un lugar del camino que era similar a cualquier otro.
– ¿Cómo sabes dónde detenerte? -preguntó Anna. Karl volvió a señalar.
– Por la incisión en la madera -contestó-. Debo comenzar a buscar detrás de los robles.
Un corte blanco y extenso apareció en el tronco del árbol, mostrándole a Karl el lugar, que era imperceptible desde la ruta.
Los condujo entre los arbustos, sosteniendo el arma en el hueco del brazo. Los llevó a la sombra perfumada, apartando cada tanto las ramas, volviéndose para observar cómo Anna se abría camino entre la espesura de los saúcos, con sus flores rosadas que pronto se convertirían en bayas al llegar el otoño.
La joven se agachó, hizo a un lado las ramas con el codo y, de repente, se encontró con la mirada de esos ojos azules que la estaban esperando.
– Con cuidado -dijo Karl.
De inmediato, Anna desvió la mirada, preguntándose cuándo había sido la última vez que la habían prevenido con esa simple frase, frase que iba más allá de las meras palabras.
– ¿Qué es esto? -preguntó, sumergida en sus pensamientos.
– Ramas de saúco.
– ¿Y para qué sirven?
– No para mucho -respondió, caminando al lado de ella-. En el otoño florece, pero la fruta es demasiado amarga para comer. ¿Por qué comer frutas amargas cuando se las puede obtener dulces?
– ¿Cuáles?
– Muchas -contestó-. Frutillas, frambuesas, moras, grosellas, fresas, uvas, arándanos. Los arándanos son mis preferidos. Nunca conocí una tierra con tantos frutos silvestres. Los arándanos aquí son grandes como ciruelas. Ah, y también hay ciruelas silvestres.
Llegaron donde estaba el lúpulo, enredaderas entrelazadas que trepaban sobre el saúco y caían en cascadas como hojas de parra. Aunque no había frutos visibles todavía, Karl parecía satisfecho.
– Habrá mucho lúpulo otra vez este verano. Tal vez mi Anna no tenga que comer nabos, después de todo.
Durante tanto tiempo había pensado en ella como en “mi Anna”, que las palabras se le habían escapado sin advertirlo.
Anna lo miró con un destello de sorpresa en los ojos y sintió que se le encendían las mejillas.
Karl concentró su atención en el lúpulo otra vez. Recogió una hoja larga y bien formada, y dijo:
– Aquí tienes, estúdiala bien. Si alguna vez encuentras otra igual, marca el lugar. Ahorraría tiempo, si no tuviéramos que venir aquí, tan lejos, por el lúpulo. Quizás encuentres algunas más cerca de nuestra casa.
“Nuestra casa”, pensó ella. Lo miró furtivamente y descubrió una mancha de color que subía del cuello abierto de su camisa. Miró el hueco de su garganta; de pronto, la nuez de Adán se agitó convulsivamente. Karl jugaba con la hoja, mirándola, haciendo girar el tallo entre sus dedos, como si hubiera olvidado que la había recogido. Ella extendió la palma y Karl se sacudió, como si se despertara. Con culpa, le puso la hoja en la mano. Anna demoró la mirada en la de él un momento más, y enseguida bajó los ojos y alisó la hoja.
Él estaba seducido por esa nariz pecosa. Parado allí, estudiando a su Anna mientras las sombras moteaban su frente, se imaginó su casa de adobe y el manojo de trébol en la cama, como bienvenida. Se puso tenso. “¿Por qué se me ocurrió semejante idea?”, pensó con angustia. En aquel momento le había parecido un gesto amable, pero ahora lo veía como algo tonto y equívoco.
– Creo que deberíamos irnos -dijo con suavidad, echando una breve mirada a James, que estaba explorando unos hongos grandes y amarillentos. Karl deseó, de pronto, que el muchacho no estuviera allí, para poder tocar la mejilla de Anna.
En ese momento, ella levantó los ojos. El corazón le latía con furia, y se puso a estudiar la hoja una vez más.
Karl se aclaró la garganta y le dijo a James:
– Toma tú también una hoja, muchacho. Será tu segunda lección.
Luego se volvió y los condujo fuera del bosque, mientras sus pensamientos no podían apartarse de Anna y de su pequeña nariz pecosa y respingada.